Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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martes, 22 de julio de 2014

Los zapadores se divierten

El historiador Claude Benet aporta luz (y datos) sobre los militares franceses descubiertos por Casimir Arajol; fueron requeridos por Baulard, el comandante de los gendarmes estacionados en Andorra durante la Guerra Civil, y tenían su base en Porte, a escasos kilómetros de la frontera.

Pues no; no vinieron al final de la Guerra Civil, como especulábamos días atrás, sino al comienzo; y lo hicieron a instancias del coronel Baulard -ya saben, el comandante de los gardes mobiles, los gendarmes que el Copríncipe francés envió hasta este rincón de Pirineo para desalentar el aventurerismo de los incontrolados, ay, que ya habían dado muestras de sus apetencencias expansionistas aprovechando el río revuelto de la guerra. Y fue exactamente el 25 de noviembre de 1936, es decir, cuatro meses después de iniciado el conflicto: Baulard sugería a sus superiores que enviaran al país (o alrededores) un destacamento de skieurs militaires para garantizar la circulación del correo postal entre Andorra y Francia. Lo dice con la boca pequeña, porque de momento es algo más que una hipótesis pero algo menos que un hecho documentado, el historiador Claude Benet, autor -seguro que lo recuerdan- de Guies, fugitius i espies y que es, con el permiso de la también historiadora Amparo Soriano (Andorra durant la Guerra Civil espanyola), la máxima autoridad sobre esta convulsa y todavía confusa época.



Arriba: cuatro de los zapadores del 28ème Génie posan en las escaleras del hotel Paulet de Escaldes, con un niño y un policía andorrano, quizás Pere Canturri; jugando distendidamente con unos gorrinos en un punto de la carretera de la Massana: el hombre de la izquierda, con americana y corbata, es sin duda un civil, lástima que quedara fuera del encuadre; sobre estas líneas, vista de Escaldes desde la habitación del hotel Paulet. Fotografías: Colección Casimir Arajol.


Retrato de grupo en la carretera de la Massana, ahora con uno de los gendarmes de Baulard (a la derecha), y otra escena doméstica desde la terraza del Paulet. Fotografías: Colección Casimir Arajol.

El caso es que, según cuenta Benet, los skieurs plantaron su cuartel general en Porte, localidad de la Cerdaña francesa justo al otro lado de la frontera andorrana -ni en Ospitalet ni en Ax, como también aventurábamos días atrás- desde donde subían y bajaban (o al revés) a bordo de sus flamantes skis y cargando con las sacas de correos. Aunque debemos pensar que los esquís los reservaban para el invierno y que hasta que las nieves cerraban el puerto de Envalira el servicio lo prestaban de forma motorizada. Una situación, ésta de calzarse los esquís para llevar de un lado a otro paquetes postales, absolutamente inédita y consecuencias directa de la situación bélica, porque España y Francia habían firmado en 1930 un convenio para facilitar precisamente el tránsito postal por el otro lado cuando la climatología impedía hacerlo por la frontera natural. Por decirlo claramente: cuando Envalira estaba cerrado, el correo francés pasaba por la frontera española, y desde aquí, hasta Puigcerdá y Bourgmadame.
Así que tenemos de un lado a los esquiadores militares de Baulard -que muy probablemente sean los que Pere Canturri recierda bajando en procesión desde el puerto y en dirección al Pas de la Casa- y de otro los militares del 28ème Génie rescatados del olvido por el bibliófilo Casimir Arajol en aquella estupenda serie de fotografías que hoy completamos con una nueva entrega inédita. ¿Se trata del mismo destacamento? Benet deja en el aire la respuesta hasta que aparezca la prueba fehaciente, quizás un registro que certifique la unidad a la que pertenecían los skieurs... Por supuesto, podremos sobrevivir unos años más sin resolver este pequeño enigma, pero, ¿no darían algo -no sé, un poquito de soberanismo, ahora que cotiza tan a la baja y a todo el mundo le sobran un par de arrobas- por dar con la respuesta? En cualquier caso, Benet especula que el nulo rastro que dejaron en la memoria colectiva andorrana -las fotografías de Arajol aparte, claro- se deba probablemente al hecho de que no estuvieron estacionados en el país sino en Porte, y a que complementaban las funciones esencialmente policíacas que ejercían los gendarmes de Baulard: "Es muy posible que los andorranos del momento no distinguieran entre unos y otros, entre gardes y soldados".
De hecho, y contrariamente a los que sosteníamos días atrás, en las fotografías que hoy reproducimos sí que encontramos escenas en que militares del 28ème Génie -si es que lo son- y gardes mobiles confraternizan relajadamente en un punto de la carretera de la Massana. Aun más: también accede a retratrse con ellos unos de los seis agentes de la Policía andorrana -Benet sugiere que se trata de Canturri, el padre de nuestro Pere: otro dato pendiente de confirmación- en este caso en las escaleras del Paulet, que en algún momento sirvió de cuartel del destacamento como prueban las imágenes tomadas desde el balcón de una de las habitaciones del hotel, con Escaldes al fondo. El historiador, en fin, ha aportado algo de luz al misterio de los zapadores. Queda por comprobar, entre otros extremos, si se trata de la misma unidad que Baulard mandó llamar, pero los indicios apuntan en esta dirección. Y falta también por confirmar cuál era exactamente esta unidad -¿el 28º regimiento de ingenieros? ¿El 28º batallón? ¿O el 28º de transmisiones?- y sobre todo hasta cuándo prestaron sus servicios de enlace postal. Tampoco estaría mal conocer el nombre de su comandante -quizás dejó un dietario de su aventura andorrana, extremos al que eran muy aficionados los militares franceses, vean el caso del mismo Baulard- y cuál fue su destino en la inminente guerra mundial. Pero si hemos llegado hasta aquí, no duden que daremos con el final de esta historia. Es cuestión de tiempo, y la verdad, después de 74 años, no viene de unos meses.

[Este artículo se publicó el 8 de julio de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

domingo, 29 de junio de 2014

El enigma de los zapadores (con un final tirando a triste)

El bibliófilo Casimir Arajol localiza una serie de fotografíes de un destacamento del cuerpo de ingenieros desplegado en Andorra probablemente a finales de los años 30; es la primera vez en que se documenta la presencia militar francesa en el país.

Sabíamos de la presencia de los gendarmes de Baulard. Y en dos tandas: el tenso verano de 1933 y durante la Guerra Civil. Ya saben: para prevenir las tentaciones anexionistas de los contendientes. Sabíamos también de las esporádicas y clandestinas incursiones de la Gestapo en los difíciles años de la II Guerra Mundial -recuerde el lector la captura de Eduard Molné y los cuatro militares polacos perpetrada en octubre de 1943- y sabíamos por Claude Benet que patrullas alemanas acostumbraban a visitarnos de estrangis, y que tenían especial querencia por la Vall d'Incles, donde da noticia de mas de un avistamiento -¡cómo si estuviéramos hablando de Ovnis! Por no hablar de los soldados de la Werhmacht que Paul Barberan, el "contrabandista feliz" rescatado del olvido por Sala Rose en El marqués y la esvástica, solía contratar como paquetaires -que es el sonoro nombre como por aquí arriba se conoce a los porteadores, especialmente cuando se dedican a contrabandear: por el paquet, el inmenso fardo que cargaban a la espalda. Ni la estupenda instantánea de Francesc Pantebre que ejerce de pórtico de este blog, con la esvástiva ondeando en el mástil de la aduana francesa del Pas de la Casa: era el 16 de enero de 1944. Y tenemos finalmente la imagen de los requetés navarros en la Farga de Moles, recién terminada la Guerra Civil, y la de los guardias civiles que Franco empaquetó hacia Andorra durante la guerra mundial para marcar bíceps. Pero nunca, jamás hasta ahora habíamos visto un destacamento militar campando alegremente y abiertamente por aquí. ¿Quiénes son, estos soldados de aquí al lado? ¿Cuándo vinieron? Y sobre todo, ¿para qué?

Estupenda instantánea del grupo de militares franceses pertenecientes al 28º regimiento de ingenieros en la aduana francesa del Pas de la Casa; el primero, el tercero (con sus galones de soldado de primera, matiza a historiadora Amparo Soriano) y el cuarto por la izquierda aparecerán en varias de las fotografías de la serie. Compárece con la imagen tomada por Francesc Pantebre el 16 de enero de 1944, con la esvástica ondeando en el mástil, que sirve de pórtico a Pirineos en Guerra. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Nieve, esquís y, al fondo, lo que parece en opinión de Canturri, Arajol y Lacueva el refugio de Envalira, en las primeras rampas del puerto. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Una cara conocida, en la carretera de la Massana, tras los túneles de Sant Antoni: a la izquierda de la imagen, la Serra de l'Honor; a la derecha, el Pui de la Massana. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Otro de los protagonistas habituales de la serie, en la plaza Rebés de Andorra la Vella; a la derecha de la imagen, la desaparecida terraza de Casa Rebés, que da nombre a la plaza; al fondo, la estafeta de Correos, y detrás, la Poste. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Los ingenieros ejercen de lo que son. O por lo menos, lo simulan: trepando por un poste de telégrafos en algún punto entre la Aldosa y Anyós, con el Casamanya al fondo. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Turismo cultural: en el rótulo bajo la cubierta de Sant Miquel d'Engolasters se lee: "Llac d'Engolasters". La puerta de la iglesia se encuentra hoy bajo los soportales; ésta se había abierto en 1902 y se cegó con la restauración del templo. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

De nuevo camino de la Massana, una vez superados los túneles de Sant Antoni; pero ahora, con estos dos misteriosos figurantes que no pertenecen al grupillo de amigos que suele aparecer en las fotografías: ¿quiénes eran? Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Ante el hotel Paulet de Escaldes, en un momento de distensión. En la fachada, entre las ventanas, puede leerse: "Hotel Paulet (Banys)". El rubio que asoma la cabeza no se ha perdido casi ninguna de las fotografías. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

En el lago de Engolasters, probablemente el mismo día que se fotografiaron en Sant Miquel. Atención a las vías del primer término, que servían a las vagonetas de Fhasa, la eléctrica propiedad de Miguel Mateu que durante la Guerra Civil Franco amenazó con bombardear -cuenta Amparo Soriano en Andorra durant la Guerra Civil espanyola- si no cesaba de suministrar fluido a las fábricas catalanas. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Sobre esta fotografía no hay acuerdo: Arajol y la historiadora Lourdes López opinan que se trata del puente de Aixovall, desaparecido con las inundaciones de 1982; Canturri se decanta por el vecino puente de la Margineda, mientras que la también historiadora Ludmilla Lacueva tercia en el debate e introduce una tercera opción: el puente de la Tosca, en Escaldes. Vecino, por cierto, del hotel Paulet. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Este documento gráfico excepcional es uno de los últimos tesoros desenterrados por el bibliófilo y coleccionista Casimir Arajol: medio centenar de minúsculas fotografías en blanco y negro -7 por 4 centímetros- con una sola y lacónica leyenda -"28eme Génie"- y un montón de enigmas por resolver. El mayor de todos: ¿cómo es posible que no hubiera quedado constancia en ningún lado de la presencia de este destacamento francés en suelo andorrano? Es evidente que pertenecen a una unidad de ingenieros. Sí, pero, ¿a cuál? ¿Al 28º regimiento? ¿Al 28º batallón? ¿O al 28º de transmisiones? ¿Fueron destinados a Andorra durante la Guerra Civil? Si es así, ¿cuándo? ¿Al principio? ¿Ya avanzada la conflagración? ¿O más probablemente, hacia el final? Si compartieron escapada andorrana con Baulard y compañía, que no abandonaron el país hasta agosto de 1940 y a instancias de Franco, ¿por qué no aparece ningún gendarme, en las fotografías? ¿O es que quizás aparecieron por Andorra una vez terminada la Guerra Civil y cuando la mundial era todavía una drôle de guerre, la guerra de mentirijillas que terminó abruptamente en mayo de 1940 con la invasión nazi de Francia?
Hay que ver cómo son las cosas: le solicitamos al historiador Pere Canturri que eche un vistazo a las fotografías. Y resulta que el que nos responde no es el historiador sino el niño Pere, que recuerda -¡bingo!- la presencia en los estertores de la Guerra Civil de un batallón de zapadores alpinos. ¿Nuestros ingenieros? Muy probablemente, opina: de hecho, el 28º du génie, formado en 1929 y acuartelado en Montpeller, estaba adscrito a la 28ª división de infantería alpina. Así que todo cuadra. O lo parece, por lo menos.
Canturri era entonces Pere, ya se ha dicho: un niño de 4, quizás 5 años, y se le quedó clavada en la retina la imagen de una hilera de soldados que descendían esquiando desde lo alto del puerto de Envalira hacia el Pas de la Casa. ¿Y qué hacía él en el Pas, donde en los años 30 se levantaban a lo sumo media docena de cabañas de madera? Pues ayudar a su abuelo, que atendía el refugio Calones, el primero que abrió las puertas en el poblado. Iban camino de Hospitalet o, quizás, Ax-les-Thermes: "Hasta recuerdo el nombre del oficial que estaba al mando, porque se llamaba igual que yo: Pierre. Y eso a un chaval lo impresiona". Dice Canturri que debieron llegar al país hacia el final de la Guerra Civil, en un momento en que la proximidad del frente -con los nacionales presionando por la parte del Pallars- hacía poco recomendable circular por la zona fronteriza. Los ingenieros, continúa, tenían la misión de asegurar las comunicaciones con Francia. Sobre todo, el correo, que en tiempos de paz y en pleno invierno, mientras el puerto permanecía cerrado, se distribuía pasando primero por España. Con las comarcas del Pallars, el Alt Urgell y la Cerdaña convertidas en escenario bélico, Envalira se convirtió en la única puerta de entrada a Francia. Formidable, sí, pero no infranqueable, como los paquetaires habían demostrado en tiempos de paz, y como comprobarían enseguida los miles de fugitivos de la Europa ocupada por los nazis que desfilarían por Andorra durante la inmediata guerra mundial.

Tambores de guerra
No es la memoria de Canturri la única que habla; también la fotografia de aquí arriba en que se intuye a un grupo de militares en un entorno nevado y que él mismo y también Arajol identifican con el refugio de Envalira. Y la historiadora Ludmilla Lacueva, que recuerda que el refugio se abrió en 1933. Pero lo cierto es que el resto de las imágenes nos presentan a un puñado de hombres -casi siempre los mismos, con alguna variación- en escenas campestres: en Sant Miquel d'Engolasters, en el lago -atención a las vías de las vagonetas de Fhasa en primer término-, paseando por la plaza Rebés de la capital, o en la salida de los túneles de Sant Antoni, camino de la Massana. También nos los encontramos descansando ante el hotel Paulet de Escaldes -Canturri opina que estaban acantonados en Hospitalet y que iban y venían, pero que probablemente de vez en cuando hacían noche en el país: ¿por qué no en el Paulet?- y, atención, trepando por un poste de telégrafos en algún lugar entre la Aldosa y Anyòs, con el Casamanya al fondo, porque es posible, añade, que una de sus ocupaciones habituales fuera el mantenimiento y reparación de la línea.
En fin, que se les ve distendidos y sonrientes, un grupo de amigotes de excursión más que en misión militar, hecho que parece corroborar la hipótesis de que nos encontramos todavía en los meses finales de la Guerra Civil y que la mundial es una posibilidad, sí, pero todavía lo suficientemente remota como para que tengan el tiempo, las ganas y el humor de hacer turismo y pasárselo razonablemente bien. La historiadora Amparo Soriano -máxima autoridad en estos fascinantes años: Andorra durant la Guerra Civil espanyola, no se lo pierdan- comparte la hipótesis de Canturri: el caos y el interregno que precedieron y acompañaron a la derrota republicana, el fuerte despliegue militar que siguió a la victoria nacional y, sobre todo, la presión a que Franco sometió a Andorra a cuenta de los convoyes de alimentos que había hecho llegar durante la Guerra Civil -Mateu mediante- debieron aconsejar al gobierno francés que prescindiera temporalmente de la (dudosa) buena voluntad española para asegurar las comunicaciones con el país.
Desconocemos en fin cuánto tiempo se quedaron por aquí nuestros zapadores, y cuándo se marcharon para no volver. Es probable que esto ocurriera como muy tarde a mediados de 1940, con la mobilización de todos los recursos para hacer frente a la invasión alemana -y el oportunista zarpazo de Mussolini. Dicen las crónicas militares que la 28a división alpina tuvo un papel destacado y lucido en la Batalla de Francia. Y produce una cierta desazón pensar que estos muchachos de quienes no conocemos ni el nombre -solo sus caras casi adolescentes- y que posan despreocupadamente para el fotógrafo estaban a punto de marchar hacia el frente, aunque ellos todavía no lo saben. Y que el mundo que han conocido está a punto de estallar en mil pedazos. ¿Cuántos de ellos no volvieron a casa? ¿Para cuántos Andorra fue una de les últimas visiones de un mundo en (relativa) paz?

[Este artículo de publicó el 28 de junio de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 11 de junio de 2014

Lluís Capdevila: un olvidado con mucha memoria

Cossetània publica el tercer volumen de la monumental autobiografía del dramaturgo, periodista y político catalán; La república, el periodisme, el teatre repasa sus años de madurez, como director del diario La Humanitat y hombre de confianza del presidente Companys

En nuestra muy transitada galería de ilustres olvidados, Lluís Capdevila (Barcelona, 1895-Andorra la Vella, 1980) es uno de los más egregios. Cosa que le hemos pagado como sólo saben nuestras muy ilustradas autoridades: ni una calle, mucho menos una plaza, ni un triste rincón del callejero lleva hoy su nombre. Nada. Como si por aquí arriba abundaran los tipos de una pieza -de muchas piezas, de hecho- como él, dramaturgo de éxito en los años dorados del Paralelo barcelonés, letrista de Cançó d'amor i de guerra -probablemente, la más célebre de las zarzuelas catalanas-, así como reportero de primera hora y protagonista de la época más gloriosa del periodismo catalán -los años de la II República, que Capdevila vivió como director de La Humanitat, el diario de Esquerra Republicana de Cataluña (ERC).

Y no se vayan todavía, que aún hay más: amigo íntimo de Companys, comisario de propaganda y cronista bélico durante la Guerra Civil, exiliado tras la derrota republicana primero en Poitiers y desde finales de los 60 en Andorra, y autor -atención- de Història de la meva vida i dels meus fantasmes, monumentales memorias en doce volúmenes de los que tan sólo se habían publicado los dos primeros -y como quien dice en la prehistoria: L'alba dels primers camins (1968) y De la Rambla a la presó (1975). Los dos pasto hoy de bibliófilo. Como el Llibre d'Andorra, ya que hablamos de libros inencontrables, probablemente la introducción más suculenta a los asuntos de este rincón nuestro de Pirineo que jamás haya salido de pluma humana. Y lo dice Sergi Mas, que conste.

El dramaturgo, periodista, político y finalmente,  memorialista Lluís Capdevila, fotografiado durante la Guerra Civil en su época de comisario de propaganda de la columna Macià-Companys, con la que cubrió entre otras la batalla de Belchite. Fotografía: Cròniques de guerra.

Pero hablábamos de Història de la meva vida..., que tan mala fortuna había tenido... hasta hoy, claro, que Cossetània rescata la tercera entrega: un tocho de tres centenares y medio de páginas, editado por el periodista catalán Francesc Canosa y titulado precisamente La República, el periodisme, el teatre. Es decir, los años de madurez de Capdevila, que coinciden con el segundo experimento republicano en España y que él vivirá des de primerísima fila como director de La Humanitat, militante de ERC y hombre con privilegiado hilo director con el presidente Companys. Canosa lo define como "un francotirador, un outsider y una rara avis" sin pelos en la lengua a la hora de juzgar severamente los Fets d'Octubre -ya saben, Companys proclamando el Estado Catalán desde el balcón del palacio de la Generalidad, en la plaza de San Jaime. Por falta de realismo, dice Canosa: "Capdevila lo vive como un fogonazo, un disparo al aire que acaba con la supresión del Estatuto y con Companys en prisión; la prueba, en fin, de que el país, la sociedad catalana del momento no está madura para un régimen como el republicano".

Era, insiste, un hombre de partido, catalanista, republicano y de izquierdas. Facción sindicalista. Por este motivo Companys lo colocó al frente del diario de ERC, un fenómeno -este de la prensa partidista- hoy exótico pero en la época absolutamente imprescindible para hacer carrera política. Pero si hay una característica que define a Capdevila es una personalidad intelectualmente poliédrica: dramaturgo, periodista, novelista, político y finalmente memorialista: "Un personaje polifacético, con inquietudes y campos de actuación muy diversos, emparentado con un humanismo en cierta manera muy actual", dice, y que no tendrá reparos en apartarse del discurso oficial y -siendo como era un miembro del stablishment- criticar la incapacidad de los hombres que habían de gobernar la República.

Memorialista ingente
Es precisamente en las memorias donde emerge con toda su potencia el carácter proteico del personaje: "Es su terreno, donde se siente más cómodo, más él, donde más se deja ir".Un concentrado donde aparecen todas las facetas de Capdevila. Por ejemplo, la de hombre de mundo: por las páginas de La República, el periodisme, el teatre pululan una multitud de personajes: Companys, por supuesto, pero también García Lorca y Margarida Xirgú y H. G. Wells. Porque Capdevila no se conformaba con cualquiera a la hora de buscarse amistades. Atención también porque los doce volúmenes de Història de la meva vida... no tienen parangón en la literatura catalana contemporánea. Y habría que ver si en la española. Así que no es raro que Canosa los coloque en lo más alto de su bibliografía, por encima de su obra como dramaturgo y como novelista, e incluso como reportero de guerra -faceta que, por cierto, la Fundació Josep Irla recuperó hace dos temporadas en Cróniques de guerra: pueden descargrase la edición electrónica en la página web de esta entidad. 
¿Cómo puede ser que semejante personaje haya caído en el semiolvido? Canosa (se) lo explica por la debacle republicana, que acabó con el 80% de los periodistas catalanes en el exilio: "Es lo que denomino la Cataluña iceberg, congelada: todo lo que existía antes de la guerra no tuvo continuidad y jamás se retomaría". Y resulta que lo que había antes del 36 era mucho. Tanto, que hoy difícilmente nos lo podemos imaginar, sugiere. El periodismo catalán de los años 30 había llegado a un grado de desarrollo que no tenía nada que envidiar a los grandes coetáneos que en ese mismo momento triunfaban en los EEUU, Francia y Alemania. Mucho antes de que Capote inventara el Nuevo Periodismo, dice, en Cataluña ya se practicaba un reporterismo de estirpe indudablemente moderna. Con Domènech de Bellmunt, por ejemplo, otro que terminó con sus huesos en Andorra. Y otros muchos personajes que integraban la lustrosa clase media del ecosistema comunicativo catalán: Irene Polo, Just Cabot, Josep Maria Planes, Plató Peig, Josep Amic... y Lluís Capdevila, claro. Ellos y otros muchos como ellos, añade Canosa, son los que le confieren al Barrio Chino barcelonés su aura maldita: los sucesos ligados a la prostitución, la droga y el alcohol que cubrían como periodistas los procesaban como material de ficción y los acababan regurgitando en los dramas y sainetes que ellos mismos escribían y estrenaban en los teatros del Paralelo: "La primera cultura de masas que se generó en Barcelona".

Su papel durante la Guerra Civil, como comisario de propaganda de la columna Macià-Companys -cubrió por ejemplo la batalla de Belchite- queda para sucesivas entregas de las memorias, en manos de la familia y que Canosa confía que irán saliendo a la luz. El caso es que en una época como la nuestra en que se publica casi todo -y sin muchos miramientos- es sorprendente que lo más granado de la obra de Capdevila continúe mayoritariamente inédito. Unas memorias que comenzó a trazar en el exilio de Poitiers -en cuya universidad ejercía como profesor de literatura española- y que tendrán en Andorra su acto final. Así que ha llegado el momento de devolver la palabra a Sergi Mas, que retrata no al autor sino al personaje. Por ejemplo, a través de la anécdota quien sabe si apócrifa y que otras fuentes -advierte Mas- atribuyen al filósofo Francesc Pujols. Cuenta la leyenda que al dirigirse hacia el exilio y justo en el momento de cruzar la frontera, Capdevila trocó la cazadora de cuero y la gorra de comisario por el sombrero de copa, la corbata de diplomático, los pantalones de mil rayas y los botines de charol: "En fin, que el batallón de gendarmes que vigilaba la aduana no tuvo más remedio que cuadrarse para rendirle honores: ¡menudo tío!"

El mismo tío, dice, que se iba al frente con su monóculo, hecho un dandy, y que en los días de vino y rosas, cuando triunfaba como dramaturgo en Madrid y alternaba con Benavente, Valle Inclán y Echegaray en la tertulia del Pombo, se hacía conducir por un chófer negro... Como Cela, ya ven, pero medio siglo antes. O más. Un dandismo que lo acompañó en sus días andorranos, cuando ejercía como asesor de Editorial Andorra -a él se debe en buena parte el impresionante catálogo del sello: Sender, Max Aub y en este plan- y venía a pasar sus verano en cal Nagol de Sant Julià de Lòria. Hasta que se quedó: "Siempre con la pipa cargada con tabaco Dunhill, con coñac francés a mano y con el sueño de adquirir una capillita románica para instalarse en ella con sus libros". En fin, ya lo saben: La República, el periodisme, el teatre. Y a poner velas para que alguien se dé por aludido y se decida a publicar los otros nueve volúmenes de su vida que se nos deben. 

[Este artículo se publicó el 12 de febrero de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 9 de mayo de 2014

Tierra y Libertad, o el terror planificado

El historiador Jordi Albertí desmonta en El silenci de les campanes el mito libertario y acusa a la CNT y a la FAI de planificar la eliminación física del estamento religioso en Cataluña durante los primeros meses de la Guerra Civil; el historiadpor catalán reconstruye la ejecución del sacerdite andorrano mosén Jaume Calvet y la de los sacerdotes de Salás beatificados en 2005.

Este es el libro que deberían haber leído intelectuales  modélicamente progresistas como Ken Loach y Vicente Aranda antes de perpetrar películas como Tierra y Lubertad y Libertarias, corresponsables de que el movimiento libertario -para entendernos, la CNT y la FAI- goce hoy de una aureola romántica, e´pica e idealista que no se corresponde de ninguna manera con la realidad histórica. Por lo menos, a la que Jordi Albertí (Casà de la Selva, Gerona, 1950) ha reconstruido en El silenci de les campanes, donde deconstruye uno a uno los tópicos y los lugares colmunes pacientemente pergeñados a lo largo de siete décadas por una historiografía con sospechosa tendencia a la amnesia selectiva.

Comencemos por las cifras: la represión en la retaguardia durante la Guerra Civil se cobró en Cataluña 8.360 víctimas mortales, de las que 2.441 fueron eclesiásticos. Esta última cifra supone más de un tercio de los hombres (y mujeres) de iglesia asesinados en toda España, que ascendieron a 6.818. Un porcentaje desproporcionadamente elevado, sobre todo si se tiene en cuenta -como destaca Albertí- que la Iglesia catalana mostró un talante mucho más concciliador -hacia la República, se entiende- que la jerarquía española, abiertamente decantada hacia el bando franquista. Esta es una de las paradojas: "De las crónicas de las matanzas se infiere que cuanto más querido por el pueblo un capellán, o cuanto más cultivado, o cuanto más indefenso se encontraba, con más sadismo se le atacaba. Lo cual tiene una lógica, aunque sea una lógica perversa".

La FAI, culpable
Albertí insiste desde el subtítulo en denunciar lo que tilda sin ambages de "persecución religiosa" y en refutar el mito de los "incontrolados", a quienes históricamente se ha endosado la escabechina en un intento de eludir responsabilidades propias: "Los congresos de la FAI de 1933 y de 1936 ordenan claramente que, en cuanto estalle el golpe de estado contra la República que ya se veía venir, hay que rentabilizar el caos y el vacío de poder subsiguiente para implantar la revolución proletaria. Y si hace falta, mediante el terror. Nos encontramos, por lo tanto, ante una estrategia en abvsoluto improvisada sino largamente planificada que se dirigía en primer lugar contra la Iglesia, el más débil, geográficamente disperso e ideológicamente simbólico de los tres enemigos tradicionales del pueblo: los otros dos son el Ejñercito y el capital". Está perfectamente documentado, remacha el historiador, cómo los elementos más "activos" de los comités locales y de las patrullas de control que sembraron el terror en los primeros meses de la contienda pertenecían a la FAI. Incluso se atreve a poner nombre y apellidos a los cerebros de la "persecución": Joan García Oliver, Bonaventura Durruti y los hermanos Ascaso, el núcleo duro de la FAI, los guardianes de las esencias libertarias, todos ellos miembros del grupo Solidarios -posteriormente, Nosotros.

La represión en la retaguardia comenzó a remitir en diciembre de 1936. La toma de conciencia de las autoridades y la creciente oposición a las matanzas en nombre de la revolución -especialmente, por parte de los democristianos de Unió Democràtica de Catalunya (UDC), por la que Albertí siente una clara predilección- fueron sólo dos de los factores que influyeron en el giro político de la Generalitat; a ellos habría que añadir, sobre todo, la oposición de los agricultores a las colectivizaciones forzosas -recuerde el lector le hechos de la Fatarella- a la usurpación del poder judicial que perpetraron los llamados tribunales populares, la desfavorable evolución de la guerra, y la creciente influencia del PSUC en detrimento del movimiento libertario.

Albertí juzga de forma muy poco complaciente la actuación de la Geenralitat durante este período, con el presidente Companys como primer responsable de los desmanes: "Se le puede imputar, por ejemplo, la decisión de no impedir el asalto a las casernas de Sant Andreu y las Atarazanas, donde militantes de la CNT-FAI se incautaron de más de 20.000 fusiles con los que se hicieron los dueños de la calle. Esta es una responsabilidad por acción, no por omisión. También se le debe recriminar cierta complicidad ideológica: esta convicción de que todo lo que fuese atacar a la Iglesia era bueno para la sociedad, que abonó el clima de pasividad inicial. Cuando los elementos más avisados se dan cuenta de la magnitud de las matanzas, ya ha transcurrido medio año. Y en este punto hay que advertir que si la persecución no fue más mortífera fue porque en diciembre de 1936 la mayoría de los que no habían sido asesinados se habían ocultado o se habían marchado al exilio".

Y el mito continúa
Las matanzas, concluye, no fueron obra de incontrolado que actuaban de forma espontánea. Y tampoco fueron inevitables: "Hubo una docena de comités especialmente activos, como los de Orriols, Puigcerdà, Tremp y Lérida que implantaron el terror en su zona de influencia y siempre -no lo olvidemos- con la anuencia y complicidad de conmilitones locales". En este marasmo moral también hubo lugar para el heroísmo: como el alcalde de Cassà de la Selva, Josep Delmàs, que evitó que en el pueblo hubiese un solo muerto. Ejemplos como éste demuestran -contra lo que arguyó el mismo Companys- que era posible hacer frente al terror: pero hacía falta actuar con el coraje que requería el momento y que muchos no supieron o pudieron hallar.

Ante la siniestra responsabilidad que Albertí adjudica a la CNT y sobre todo a la FAI, ¿cómo se explica que haya persisitido hasta hoy esta imagen casi angelical del movimiento libertario que encontramos en panfletos como las susodichas películas de Loach y Aranda? El autor lo tiene claro: "Por una parte, durante mucho tiempo pareció que husmear en la represión en la retaguardia conllevaba el desprestigio de la República y hacerle el juego al franquismo. Por otra, anticlericalismo y anarquismo todavía mantienen hoy en ciertos ambientes y sectores un aura que sólo se explica desde la ignorancia de los hechos históricos".

La persecución en el Obispado de Urgel
En el Obispado de Urgel las estadísticas ofrecen unas conclusiones ligeramente más benignas que en el conjunto de Cataluña: de los 458 clérigos diocesanos censados en 1936, sólo 107 muerieon asesinados: apenas el 20% del total. Cabría pensar que la proximidad de la frontera y el tradicional papel de Andorra como tierra de refugio jugaron aquí a favor de los perseguidos, pero Albertí lo duda: "El índice de víctimas de la represión en las comarcas limítorfes de la Cerdaña y el Alto Urgel -3,8 y 4,4 por mil, respectivamente- fue muy superior a la media de Cataluña. Un dato que permite concluir que las autoridades andorranas "no fueron  especialmente activas en la defensa y acogida de los religiosos perseguidos".

Reconstruye el historiador la ejecución sumarísima de los sacerdotes fusilados el 13 de agosto de 1936 en el cementerio de Salàs de Pallars, que atribuye al comité de Lérida: Josep Tàpies, Pere Martret, Silvestre Arnau, Francesc Castells, Pasqual Araguàs, Josep Poblet i Josep Joan Perot. Todos ellos fueron beatificados en octubre de 2005. "El delito, dice Albertí, quedó claro cuando la primera vez que detienen a Martret salieron en su defensa unos parientes de la Seo: '¿Por qué lo queréis matar?' 'Porque es sacerdote, y con esto es suficiente'". Entre el centenar largo de víctimas mortales de la persecución religiosa en el Obispado de Urgel se cuenta mosén Jaume Calvet, asesinado junto con su hermano Samuel, ciudadano francés, el 18 de agosto de 1936, "más allá de Cortingles, en la entrada del Pont Trencat, sobre el Valira, a manos de una patrulla de la FAI. Fue enterrado cerca del río, y sus restos desaparecieron con las crecidas de octubre de 1937".

[Este artículo se publicó el 15 de mayo de 2007 en el Diari d'Andorra]


viernes, 2 de mayo de 2014

Barberan: feliz y locuaz

Paul Barberan recoge en Le passe-débout su legendaria trayectoria como contrabandista y pasador de hombres durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial, y evoca el ambiente enrarecido que se respiraba en la neutral Andorra de la época, con agentes de la Gestapo controlando a resistentes y refugiados desde el hotel Mirador de la capital.

Lo decía días atrás y en este mismo rincón de diario la lectora Elena Aranda: entre la marabunta de títulos clónicos con los que Sant Jordi nos tortura un año y otro año, siempre cae la posibilidad de que salte la sorpresa, el título remoto que un librero audaz saca a pasear por si las moscas y que sin el sarao libresco jamás habríamos descubierto. Pues esto es exactamente lo que ocurrió el último 23 de abril en la plaza del Poble de Andorra la Vella: Jordi Rossell, el capitán de Antic Rossell tuvo la feliz ocurrencia de rescatar de los fondos abisales de su librería de viejo -lo más parecido a la extinta Canuda que queda por aquí arriba- un ejemplar de Le passe-débout. Sí, hombre, las memorias de guerra de Paul Barberan (Azillanet, Hérault, 1906-¿?), contrabandista legendario de los años heroicos, pasador de hombres durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial y probablemente el único hombre de su generación -¡que es la de nuestro Quimet Baldrich, decenio arriba, decenio abajo!- que nos dejó una detallada, suculenta bitácora de los años dorados del oficio más viejo del mundo. Un volumen publicado en 1979, que hoy es carne de bibliófilo, del que la Biblioteca Nacional conserva un ejemplar, y que Rosa Sala Rose y Plàcid Garcia-Planas citan profusamente en El marqués y la esvástica, ya saben, la monografía donde prueban la implicación de César González Ruano en el infame tráfico de refugiados judíos en el París de la Ocupación, con deriva andorrana incluida. Lo definen con tino como "el contrabandista feliz". Nosotros le añadiremos locuaz. Pero no es lo mismo -convendrá el lector- leerlo por referencias que tenerlo en las manos y comprobar de paso que, aparte de un tipo tan locuaz como decidido, Barberan estaba dotado de un muy saludable sentido del humor, tenía otro don innato para el relato.


Foto de familia del clan Barberan, antes de la guerra mundial: Paul aparece marcado con una cruz; a su izquirda, Marguerite, la esposa leal. Barberan se istaló e Andorra en 1934, huyendo de una más que probable condena que le cocinaba la Cour d'appel de Tolosa; rápidamente se gestionó un pasaporte local a nombre de Pablo Vitals, natural de la Massana. Fotografía: P. B. / Le passe-débout.

Pues bien: este es el raro milagro que nos deparó el último Día del Libro. Barberan. De él hablamos aquí mismo semanas atrás porque él es el hombre que pergeñó el sistema más audaz, temerario y a la vez eficaz -en Le passe-débout se jacta legítimamente de que jamás perdió uno solo de sus clientes en la montaña, ni tampoco a manos de los alemanes- para pasar refugiados judíos por la frontera francoandorrana: la cita era en Hospitalet, la última localidad en suelo francés, en el hotel que regentaba una tal Mariette y donde hacía que la expedición de turno -una docena de hombres, habitualmente- cambiaran las ropas de civil por el uniforme oficioso de contrabandista; les hacía cagar las escasas pertenencias que llevaban encima en el fardo reglamentario, y se hacía acompañar por el destacamento de soldados alemanes que tenía untado y que participaba alegremente en el negocio haciendo de porteadores. La cosa era por supuesto tan exótica que alguno de los refugiados se ponía nervioso: uno de ellos sufrió, dice, una crisis epiléptica cuando descubrió la insólita escolta que iba a acompañarlos hasta la boda de la Palomera, ya en el lado andorrano de la frontera y punto final del trayecto, donde Barberan entregaba pasaje y fardos -porque aprovechaba el viaje para contrabandear- a los socios que se hacían cargo del género hasta Barcelona.

Sostiene Barberan que su grupo jamás cobró ni un céntimo a ninguno de los fugitivos que ayudaron a cruzar los Pirieneos. Otra cosa, añade, eras los socios españoles de la cadena, que sí que ponían la mano y que tenían -recuerda- un curioso método para establecer la cuantía del pasaje, "en función de la simpatía que les suscitaba el fugitivo en cuestión". "Quizás no era un método de facturación muy objetivo", admite, "pero tenía la ventaja de que tranquilizaba la conciencia de quien prestaba el servicio". El caso es que Barberan sí que aceptaba, y de buen grado, gratificaciones a posteriori: en 1946 recibió de forma anónima un millón de francos, y cree adivinar su procedencia: de la familia judía -padre, madre, hija, yerno y bebé- que pasó en cierta ocasión: "Hicieron falta diez de mis hombres para la operación: a la criatura tuvimos que colocarla dentro de un fardo, y buena parte del trayecto hubo que transportar a los mayores a horcajadas". Claro que la mayor parte de los fugitiovos, advierte, "se olvidan de todo esto cuando amaina la tormenta".

Pues esta familia no lo olvidó, y tampoco un tal Racine (!), otro fugitivo judío al que Barberan conoció en Andorra la Vella mientras se recuperaba -el judío, no Barberan- de las graves congelacioones en los pies que había sufrido durante el pasaje. Tuvo que quedarse un año por aquí arriba, y Barberan se ocupó durante este tiempo de traerle botas ortopédicas desde Perpiñán, así como dinero de mano que le enviaba su familia -gentil, para más señas. Pues este Racine, que no había sido cliente de nuestro hombre, "me demostró después de la guerra una gratitud inmensa, diría que incluso desmesurada para los humildes servicios que le había prestado".

Pero tampoco en Andorra era oro todo lo que relucía, ni se había terminado su via crucis cuando los fugitivos cruzaban la frontera. En absoluto. En uno de los capítulos más fascinantes del libro, el locuaz Barberan se explaya sobre este espinoso asunto y lo hace además de forma bien poco complaciente para su país adoptivo, en la línea -para entendernos, de Jaume Ros y del mismo Baldrich. Pone el contrabandista nombre y apellido al "secuaz" que la Gestapo destacó en nuestro rincón de galaxia, con cuartel general en el Mirador -ya saben, aquel hotel donde los iluminados que adapataron a la televisión la novela Entre el torb i la Gestapo ponen a un grupo de refugiados catalanes a cantar Els Segadors en los morros de la SS. Pues en el Mirador, continúa barberan, "reinaba Sapëy von Engelen, hombre de confianza de la Gestapo e individuo infecto que recogía los soplos de agentes nazis en todos los departamentos limítrofes con los Pirineos."

Las SS, Spaëy y el doctor Coco
Spaëy... ¿No les suena, el nombre? Por el currículum tiene que tratarse del mismo Marcos von Spaein que semanas atrás sacaba por aquí la oreja a cuenta de las aventuras andorrana de Germain Soulié, el contorvertido secretario de la veguería durante la guerra. El hombre -Spaëy, no Soulié, aunque quien sabe si éste también. tenía en el punto de mira a los resistentes franceses y a los refugiados españoles, y reportaba directamente a la Gestapo de Ax-les-Thermes y de Foix. Pero hacía mucho más, y le cedemos en este punto la palabra a Barberan porque, como verán enseguida, no tiene pelos en la lengua: "Spaëy los hacía arrestar en territorio andorrano, o mejor secuestrar, por esbirros del Sicherheitsdient [el servicio de información de las SS] vestidos de civil y venidos expresamente de Francia para estas operaciones".

En una de ellas debieron de caer los polacos capturados junto a Eduard Molné en el célebre raid del 29 de septiembre de 1943. Y miren por dónde, también saca la cabeza por aquí "cierto doctor" -quizás el doctor Coco, nuestro viejo conocido- a quien los fugitivos más incautos eran conducidos "con el pretexto de facilitarles el viaje hacia la libertad". En casa del señor médico eran liquidados in situ -sostiene Barberan- y naturalmente expoliados, o bien entregados a la Gestapo, a la policía de Vichy o a las autoridades franquistas si se destapaban como género con un cierto valor de cambio. Una joya, en fin, este Spaëy y compañía, entre la cual -según el mismo y demoledor informe que repasa la carrera de Marcos von Spaein- se contaban un tal Vecchi, otra tal Hallic y un tal Trouve.

Tampoco salen mucho mejor parados los nativos, de quien Barberan acponseja encarecidamente "desconfiar": "Los pronazis andorranos eran uña y carne con los alemanes, y ni siquiera las autoridades ocultaban sus simpatías hitlerianas: de hecho, la veguería francesa era  más pétainista que Pétain (...) pero tenían que respetar aunque solo fuera exteriormente la neutralidad andorrana y gracias a esto los colaboracionistas locales no pudieron cometer todos losc crímenes que les pedía el cuerpo". Igual de demoledor e igual de vago se muestra a la hora de despachar la leyenda negra -y conviene en este punto tener en cuenta que Barberan escribe con el recuerdo aun fresco de la serie de reportajes de Eliseo Bayo en la revista Reporter. Sostiene que sí, que hubo pasadores que asesinaron sin piedad a sus clientes. Pero como ocurre con el doctor, otra vez se queda a medias y pone como ejemplo a cierto guía de P. (por la localidad de donde este cierto guía debía ser originario) "que se pagó la empresa de transporte gracias a la genrosidad involuntaria de una pareja de abuelo que le confió la maleta llena de joyas; recuperaron el cadáver del hombre cosido a balas en el vall de Ora; el de la mujer nunca apareció, y la maleta con las joyas, tampoco..." Un guía... "de P.": ¿no se parece mucho a hacer tarmpa, decirlo así? ¿Se vale, esto de poner la puntita, nada más?

Hasta aquí, en fin, la trayectoria de Barberan como pasador. Una actividad digamos que paralela al oficio de contrabandista con que se ganaba la vida desde siempre. De hecho, aterrizó en Andorra en fecha tan temprana como 1934 cuando la Cour d'appel de Tolosa lo amenaza con una multa de 15 millones de francos y 15 meses de prisión, y opta sabiamente por quitarse de enmedio. No es casualidad que se deje caer por Andorra, uno de los puntos por donde hacía entrar en Francia cantidades industriales de atenol -el ingrediente principal para la elaboración de pastís, ese potingue. Rápidamente se gestiona un pasaporte andorrano a nombre de Pablo Vitals, natural de la Massana, con la digamos connivencia de la policía, que se lo pone muy fácil, y la miopía no sabemos si interesada de la veguería.

Tráfico de armas y de pornografía
Como era un tipo emprendedor, enseguida se asocia con un tal Bago, ruso blanco huido tras la Revolución, estafador profesional que tenía el dudoso honor de figurar en la lista negra de las policías de media Europa -menos en la andorrana, por lo visto- y que levantó un pequeño imperio a partir de la estafa -se hacía enviar hasta Andorra muestras gratutas de los mejores fabricantes de relojes, estilográficas, encendeddores y orfebrería, muestras que revendía con el consiguiente- y atención, el tráfico de pornografía, con género que le facilitaba su esposa y cómplice desde Hamburgo, o que producía él mismo con modelos españolas venidas expresamente hasta Andorra. La lástima es que el hombre no se explaye más sobre los negocios de Bago: ¡dónde debía tener su estudio? En fin, que a Barberan lo tenía en nómina como transitario, gracias a su pasaporte. La legendaria figura del hombre de paja -o prestanoms, según la muy gráfica denominación local.

Pero claro, Andorra de le queda enseguida pequeña y Barberan emigra a Barcelona en busca de mejor fortuna. Aquí descubrirá las infinitas posibilidades del tabaco como objeto de contrabando. Otra vez a escala industrial, como con el atenol pero más: llegó incluso a fletar tres barcos que iban arriba y abajo, con agentes locales destacados no sólo en las Canarias, un clásico, sinó también en Ceuta y Melilla. Así que es en Barcelona donde lo pilla el estallido de la Guerra Civil, pero hábil como es enseguida sabrá encontrar una oportunidad de negocio en la nueva coyuntura: entre otros productos, lo prueba ahora con el tráfico de armas -a favor de la República, faltaría más. Un negocio de altos vuelos para el que pergeña una coartada por lo menos tan pintoresca como aquella de disfrazar de porteadores a los soldados de la Werhmchat: la construcción de una central hidroeléctrica en Andorra, que justificaba el tráfico local de "convoys excepcionales" con maquinaria industrial procedente de Suiza y Bélgica: "Estas caravanas entraban por el Pas de la Casa y cruzaban majestuosamente y ruidosamente el país sin tan siquiera parar, y salían por el lado español, donde el ejército republiocano se hacía cargo del material y lo custodiaba en un desfile triunfal hasta Barcelona". No nos vayamos a pensar que por aquí pasaron tanques ni cazas ni cañones: armas ligeras, munición de pequeño calibre y, como muhco, unos pocos obuses de artillería antiaérea. Nada, conlcuye, que tuviera ninguna influencia en el desenlace de la contienda. Vaya, que sólo sirvió para lenar los bolsillos de unos cuantos espabilados (como él).

Pero cuando demostrará que todavía podía dar mucho más de sí será durante la guerra mundial, cuando traslada el cuartel general a Hospitalet, confraterniza con los alemanes desplegados en la zona -el teniente Rolf von Wigginhaus, el sargento Max y el también teniente Schawahl: estos dos últimos terminarán fusilados- y pone el negocio bajo la protección ni que fuese involuntaria de la Werhmacht: además de convertir a los soldados en porteadores, Barberan conseguirá también que camiones del ejército escolten caravanas de decenas de vehículos -Hotchkiss, Juvaquatre, Primaquatre, Peugeot 202, Studebaker, Fiat, Ford-  que adquiría en Francia, hacía pasar por Andorra ante la impotencia de los aduaneros franceses, y revendía en España con pingüe beneficio. Como comprenderá el lector, los coches eran el género que más le molaba.

Con este historial a sus espaldas, no es extraño que Barberan terminara detenido por la Gestapo -él sostiene que por culpa de Spaëy- y que algunos de sus paisanos sospecharan que si fue liberado al cabo de tres días y sin que los alemanes le tocaran un solo pelo, fue a cambio de algo. De hecho, dedica los últimos capítulos de Le passe-débout a argumentar tan sospechosa deferencia. Y la verdad es que no logra disipar la sombra de la duda. Pero qué quieren que les diga: nos cae bien, el dicharachrero de Paul, que acabó arruinado (por el fisco) y abriendo un restaurante de carretera no con Mariette, compinche de los años heroicos, sino con Marguerite, esposa leal y madre de sus dos hijos.

[Este artículo se publicó el 2 de mayo de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 2 de abril de 2014

Dos pasadores salen del armario

Sala Rose y Garcia-Planas rescatan en El marqués y la esvástica la carrera de Paul Barberan y Manuel Huet, secundarios de lujo en el infausto periplo de González Ruano en el París de la Ocupación.

Lo mencionábamos aquí mismo hace cosa de un par de semanas y con motivo de la publicación de El marqués y la esvástica, el tocho con que la germanista Rosa Sala Rose y el reportero Plàcid Garcia-Planas destripan el infame papel del escritor César González Ruano en el tráfico de fugitivos a través de los Pirineos en el París de la II Guerra Mundial. Y probablemente no lo hayan olvidado porque Paul Barberan ingenió un sistema en verdad singular para pasar a sus clientes desde el lado francés hasta Andorra -y de aquí, a Barcelona. Singular, audaz -por no decir temerario- y de rara eficacia, porque nuestro protagonista de hoy sostiene que no perdió ni uno solo de sus clientes. Pero juzgue el lector: ciudadano francés criado en Andorra, contrabandista notorio -dicen los autores- y con cuartel general por aquí arriba durante los años álgidos de la Ocupación nazi, Barberan instaba a los hombres que tenía que conducir a través de la frontera a disfrazarse como si fueran porteadores, con el fardo a la espalda y todo. Un fardo que podía contener las escasas pertenencias que los fugitivos habían podido salvar del desastre o que, para aprovechar el trayecto, llenaba con la mercancía con la que contrabandeaba arriba y abajo -botones de nácar, aneto lsintético para fabricar pastís, neumáticos, licor y cigarrillos. Si disfrazar a sus fugitivos de contrabandistas ya era un expediente de los más intrépido, qué decir de la manera como se aseguraba la aquiescencia de las patrullas alemanas que pululabanpor la forntera: ¡enrolándolos también a ellos como porteadores!

Un grupo de porteadores fotografiado en los años 40 en el puerto de Envalira por Josep Alsina. Fotografía: Fondo Alsina / Archivo Nacional de Andorra.
Los Nanos d'Eroles, con Dionisio en medio, en una imagen de sus días de vino y rosas publicada en noviembre de 1936. ¿Se encuentra Huet entre ellos? Fotografía: Mi Revista.

Obviamente, a los judíos que habían confiado en Barberan la visión de los soldados convertidos en improvisados compañeros de evasión les debía parecer cualquier cosa menos tranquilizadora: "El momento en que les decía que iban a ser escoltados por una guardia alemana siempre iba acompañado de reacciones que podían llegar hasta el desmayo. Entonces restablecía la situación por diversos medios, incluidos la firmeza y el coñac. Los soldados, armados y con el fardo a la espalda, saludaban ruidosamente a los porteadores, que respondían con una sonrisa crispada que se podía atribuir al rudo temperamento catalán..." Esto es lo que explica Barberan en unas suculentas memorias -Le passe-débout (1979)- hoy inencontrables y que por aquí arriba han pasado absolutamente desapercibidas, pero que Sala Rose y Garcia-Planas han desenterrado oportunamente del cementerio de los libros olvidados y que citan profusamente en El marqués y la esvástica. Le consagran un capítulo entero, El contrabandista feliz, una docena de páginas de las que emerge un tipo simpaticote, decidido y de una pieza, del estilo -para entendernos- de Joaquim Baldrich, pero "pícaro y mujeriego" -dicen- y que se enorgullecía de su oficio: "Mi único país era el que atravesaban los caminos del contrabando; mi única ley, el fraude; mi única moral, la amistad". Audaz como pocos, para ahorrarse problemas con los aduaneros franceses del Pas de la Casa, cuando conducía un convoy de camiones con género de contrabando ponía a sus amigos alemanes como chóferes: "Los aduaneros callaban y ni tan solo se tomaban la molestia de salir de la garita..."

La estratagema de disfrazar a los fugitivos de porteadores era inviable -por motivos obvios- con niños, mujeres y ancianos. No colaba. Pero Barberan era hombre de recursos: los cargaba en automóviles y los conducía hasta cierta curva de la N-20, la carretera del lado francés que une Ospitalet con el Pas de la Casa, y desde aquí los llevaba a pie hasta territorio andorrano. Una curva, por cierto, que en el libro de Sala Rose y Garcia-Planas tiene un inopinado protagonismo: los autores especulan que era precisamente en este punto, a siete kilómetros de la aduana pero a escasos 200 metros en línea recta del río Palomera -frontera natural entre Francia y Andorra- donde los traficantes de hombres obligaban a sus fugitivos a bajar de los camiones en que los habían transportado hasta allí y los ametrallaban sin contemplaciones: una de las tesis de El marqués y la esvástica y sucio episodio en que intentan involucrar a González Ruano. Sin conseguirlo, porque por lo visto el autor de Mi medio siglo se confiesa a medias era sólo un vil estafador, pero no un asesino ni que fuese por delegación.

Amigote de los alemanes (pero no de la Gestapo)
Como la humildad no era precisamente su mayor virtud, Barberan alardea en Le passe-débout de que él, a diferencia de otros pasadores "con muy mala suerte" -dice- no perdió ni a uno solo de sus fugitivos, a quienes por otra parte asegura que jamás cobró un duro por sus servicios. Otra cosa eran los colegas del lado español que los tenían que conducir hasta Barcelona, que "no trabajaban gratis". Y pasa disertar sobre el sistema de precios vigente en el mercadeo de fugitivos: "Había fugitivos que podían pagar generosamente, disponían de un considerable viático en divisas, oro o piedras preciosas (..) y se ofrecían a compartir esos tesoros con nostros; otros en cambio eran unos colgados e insolventes, y los había también que discutían por cada céntimo, como si de ese asunto no dependiera su vida; así que había que adaptar la tarifa a cada cliente", dice de forma pelín contradictoria -¿no habíamos quedado que él no cobraba?- y con ciertas dosis de cinismo que remata con la afirmación de que "se lllegaba a hacer pagar en función de la simpatía que se sentía por los individuos". Así que mejor caerles en gracia, a Barberan y a su tropa de generosos pasadores...

Estaba claro que aquel juego a dos bandas -fugitivos por aquí; alemanes por allá- era tan temerario que no podía terminar bien: por un lado, las estrechas relaciones con los ocupantes generaron lógicas suspicacias, especialmente -dicen Sala Rose y Garcia-Planas- la amistad "íntima" que lo unía a Germain Soulié, el secretario de la veguería francesa -y sustituto de Larrieu, ya ven cómo cuadran las cosas- individuo de reputación dudosa y conocido por sus onerosos tratos con los alemanes: "Los recibía en casa", admite Barberan, "pero esto no me convertía en sospechoso a los ojos de mis compatriotas: era sabido quemis relaciones con el ocupante se terminaban ante las puertas de la Gestapo".

Así que no es de extrañar que el 11 de abril de 1944 fuese capturado por la misma Gestapo en Ospitalet, acusado de "corrupción del personal militar del III Reich". Lo que más sorprendió a sus coetáneos -y también a nosotros, digámoslo todo- es que lo soltaran tranquilamente al cabo de dos días. Sobre todo, si tenemos en cuenta que a dos de sus cómplices alemanes los fusilaron sin contemplaciones -y que Puigdellívol, metido también en el tráfico clandestino de fugitivos y que fue  capturado poco despupés por la Gestapo- se pasó un año largo en Buchenwald. Barberan alega que a los ojos de la policía secreta nazi era un vulgar contrabandista sin compromisos políticos conocidos y que la gendarmería intervino a su favor... Los autores sospechan que tantos miramientos sólo se explican si Barberan delató a cambio a alguno de sus rivales en el ramo del contrabando... como quizás Puigdellívol. Quizás. La cuestión es que por si acaso nuestro hombre se refugió a su vez en España y que no regresó a Andorra hasta principios de 1946, ya sin alemanes en la costa.

El otro protagonista de hoy es Manuel Huet Piera, que es quien aporta en El marqués y la esvástica la pista que seguirán Sala Rose y Garcia-Planas para sdesenmascarar a González Ruano, que en el París de la Ocupación se dedicó -demuestran los autores- a timar a fugitivos a cambio de falsas promesas de evasión. Hasta el punto que los tribunales franceses de postguerra lo condenaron a 20 años de trabajos forzados -que por cierto, no cumplió. Pero regresemos con Huet, enrolado en el maquis de Robert Terres, alias El Padre, y que es el hombre que recoge malherido al judío Rosenthal, ametrallado por sus falsos pasadores con todos sus compañeros de evasión de camino hacia Andorra. Huet es también el hombre que acomaña al mismo Rosentahl a París para identificar al tipo que le vendió el billete para tan funesto viaje: y resultó que este individuo era González Ruano.

Esta historia la contamos días atrás aquí mismo. Si la retomamos hoy es porque los autores de El marqués y la esvástica también reconstruyen sucintamente la trayectoria de nuestro Huet, nacido en Valencia en 1908 y fallecido en 1984, y que en 1946 se había establecido -y mira que hay sitios- en Andorra. Conocemos su papel como pasador de la red Ponzán y como maquis a las órdenes de Terres, pero es que la (digamos) prehistoria de Huet es tan movida como la de la guerra mundial. Resulta que el hombre, mecánico de profesión, fue uno de los protagonistas -dicen los autores- del primer vuelo nocturno sobre Barcelona, que tuvo lugar en 1929 y en pena Exposición Universal. Militante anarquista de primera hora, en los primeros años 30 participó en los grupos de acción directa de la FAI, honrada actividad que se traducía, por ejemplo, en el atraco frustrado a un furgón blindado por el que fue detenido por la policía en julio de 1935. Lo encontrarán en la hemeroteca de La Vanguardia.

Con estos antecedentes tampoco es extraño -o bien mirado, y tanto que lo es: Huet, un presunto atracador, formando parte del servicio de orden!- que durante la Guerra Civil lo encontremos enrolado en los temibles Nanos d'Eroles, los hombres que bajo la dirección de Dionisio Eroles, el jefe del Orden Público de la Generalitat entre octubre de 1936 y mayo de 1937, impusieron la ley revolucionaria en la retaguardia catalana. A sangre y fuego y con los consabidos viajes. Su posterior trayectoria bélica, a partir que Eroles cae en desgracia, es algo confusa: algunas fuentes amigas lo sitúan como piloto de la fuerza aérea republicana y aseguran que, con la Retirada, sigue el periplo habitual de los exiliados españoles en Francia: Perpiñán, Burdeos, París, Beziers...

Después de la contienda y antes de instalarse definitivamente en Andorra -donde aseguran Sala Rose y Garcia-Planas que en los años 50 departía amigablemente con Terres y con Pons Prades, el autor de Los senderos de la libertad y quien aporta la pista que conduce de Rosenthal a González Ruano- todavía tuvo tiempo de un último gesto de cara a la galería: el atraco a una sucursal del Crédit Lyionnais: por lo que parece, su célula pretendía adqurir con el botín una avioneta con la que bombardear ni más ni menos que el yate de Franco anclado en San Sebastián... Un atentado fallido, como es notorio ,pero que eleva a Huet al rango que entre nosotros ocupa mosén Farrás, el otro andorrano honorífico que tuvo narices de atentar contra Franco. A favor de Farràs diremos que el buen mosén se sale con la suya y liquida al dictador. Que sea en la ficción de Els ambaixadors, la novela de Albert Villaró, es un detalle menor que no le vamos a tener en cuenta. Nadie es perfecto.

[Este artículo se publicó el 1 de abril de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

sábado, 1 de marzo de 2014

El último viaje de Joan Català

Muere en la Seo de Urgel el veterano anarquista y pasador de hombres durante la II Guerra Mundial.

En enero de 2012 nos dejaba Joaquim Baldrich, pedazo de hombre que hace una década rompió medio siglo de silencio y aireó la heroica, fascinante peripecia de los pasadores de hombres. Ya saben: antiguos combatientes republicanos, contrabandistas o simplemente aventureros que se pusieron durante la contienda al servicio de los aliados y ayudaron a huir de la Europa ocupada por los nazis a centenares, quien sabe si miles de fugitivos, pilotos abatidos sobre suelo alemán, judíos de todas las nacionalidades, franceses en edad militar y políticos de todas las tendencias. Baldrich era probablemente el más carismático de entre nuestros pasadores, aparte del primero de estos hombres de acción que habló abiertamente de su pasado. Pero no fue el único. Además de la cadena de Baldrich, que dirigía Antoni Forné desde el hotel Palanques de la Massana, durante la guerra operaron desde nuestro rincón de Pirineo otras muchas redes, células y grupos. En uno de ellos, el que dirigía desde Tolosa el anarquista aragonés Francisco Ponzán, se enroló Joan Català (Llavorsí, Lérida, 1913-la Seo de Urgel, Lérida, 2012), uno de los últimos supervivientes de aquella gesta, que murió el 14 de octubre [de 2012].  Tenía 99 años y un pasado tan plagado de peripecias de todos los colores que a veces costaba creer lo que contaba. Para que nadie hablara en su nombre él mismo lo explicó en El eterno descontento, atribulada autobiografía que merece la pena revisar para conocer desde dentro y en boca de unos de sus protagonistas algunos de los episodios más oscuros del siglo XX.

Català hojea un ejemplar de su autobiografia, El eterno descontento, en su domicilio de la Seo de Urgel, en el invierno de 2007. Fotografía: Màximus.

El caso es que la vida de Català es una y múltiple, como una matrioshka rusa. Y el historiador Josep Calvet, autoridad máxima sobre la materia, la ha reconstruido también en Las montañas de la libertad. Pasará probablemente a nuestra pequeña historia pirenaica como miembro del grupo Ponzán, como correo de la central anarquista CNT y como agente libre al servicio del consulado británico de Barcelona. Pero su trayectoria bélica arranca con la Guerra Civil española -voluntario primero en la celebre columna Durruti, espía al final de la contienda del Servei d'informació especial perifèric, el SIEP, donde contactó con Ponzán- y continúa tras la derrota republicana: se evade del campo de concentración de Vernet, se refugia en Andorra -en el hotel Paulet de Escaldes- y se recicla como contrabandista, como tantos otros de sus colegas. Ponzán lo ficha entonces como correo para su cadena, en 1940 es detenido en Cádiz, ingresa en prisión y protagoniza la primera de sus fugas: de la madrileña prisión del Cisne. Regresa a Andorra, de nuevo al servicio de Ponzán, pero ahora ya como pasador, utilizando en sus misiones las rutas que cruzaban el Pirineo por Andorra y la Cerdaña, a pie hasta Manresa, donde cogían el tren hasta Barcelona.

El destino final, como es sabido, era el consulado británico ubicado inicialmente en la plaza Urquinaona. En 1941 vuelve a caer, esta vez en la estación de Francia de Barcelona y en compañía de dos pilotos aliados. Otra vez es encerrado y por segunda ocasión se fuga; la historia se repetirá en 1942 y el 1943, y Català se convierte con toda legitimidad en el Houidini de los pasadores. En fin, que desarticulado el grupo Ponzán -al servicio a su vez de la Línea Pat O'Leary, mantenida por los servicios secretos de Churchill- Català se pone directamente a las órdenes del Servicio de Operaciones Especiales de Su Graciosa Majestad y se especializa -dice Calvet- en ayudar a cruzar los Pirineos a militares polacos, bien por la ruta de la Cerdaña o por los mucho más accesibles -y por eso mismo, mucho más vigilados- pasos del Ampurdán. Hasta que el 25 de junio de 1944 es de nuevo capturado en Adrall por la policía franquista.

Termina aquí la segunda vida de Català, la de pasador, y comienza la de fugitivo: en 1946 es condenado a 12 años de prisión, pero para mantener la tradición al año siguiente se escapa del penal madrileño de Carabanchel; pasa a Francia, donde es nuevamente detenido -por indocumentado, ¿les suena?- y liberado, decía, gracias a la intervención de los servicios secretos galos y en reconocimiento a su papel en las cadenas de evasión durante la guerra. No tendrá tanta suerte en 1951: la policía lo pilla tras atracar un furgón correo en Lyon: pasará los siguientes 14 años como inquilino de las prisiones francesas. Sale en liberad en 1965 y se instala otra vez en Andorra, penúltima estación antes de recalar definitivamente, ahora sí, en La Seo. Una vida como se ve intensa como pocas, hoy difícilmente concebible -fuera de la gran pantalla, claro- y una mezcla de heroísmo, temeridad n inconsciencia que a veces parece salida de una entrega de Hazañas bélicas, y otras, de un reportaje de El Caso, y que él aliñaba con silencios y sobreentendidos que la hacían todavía más suculenta. Sus últimos años, especialmente a partir de la publicación de El eterno descontento, recibió el reconocimiento público que casi siempre le fue esquivo.

[Este artículo se publicó el 17 de octubre de 2012 en El Periòdic d'Andorra]


sábado, 22 de febrero de 2014

Miguel Mateu, defenestrado

El gremio de historiadores cuestiona el cambio de nombre del tramo final de la avenida Carlemany de Escaldes en adelante rebautizada como Pont de la Tosca; el Comú pretende realzar así el monumento, pero Amparo Soriano cree que se le castiga "por franquista".

Indignada. Así se siente Amparo Soriano, autora de Andorra durant la Guerra Civil espanyola y probablemente la historiadora que más y mejor ha estudiado la trayectoria de Miguel Maeu, ante el cambio de nombre del tramo final de la avenida Carlemany de Escaldes, acordado el verano pasado -con cierta agostidad, por decirlo claramente- y que ha eliminado del nomenclátor y de la memoria pública al empresario, financiero y político catalán, el hombre clave -según Soriano- en la erección de Fhasa. Fhasa, sí: Forces Hidroeléctricas d'Andorra, la central eléctrica que hizo posible el despertar de todo un país de la modorra secular, completó la red de carreteras, creó el primer servicio de Policía y lo catapultó, en fin, hacia la modernidad. Casi nada, vamos. El Comú -o ayuntamiento- ha rebautizado el tramo con el mucho más aséptico nombre de avenida del Pont de la Tosca, en na decisión que, según las actas del consejo, sólo pretende "realzar la importancia histórica y simbólica del monumento".

Miguel Mateu i Pla (Barcelona, 1898-1972) era hijo del fundador de la Hispano Suiza; en 1929 obtuvo la concesión de Fhasa, Fuerzas Hidroeléctricas de Andorra; miembro del estado mayor franquista durante la Guerra Civil, alcalde de Barcelona (1939-1945), embajador en Francia (1945-1947), procurador a Cortes (1943-1972) y presidente de la patronal Fomento del Trabajo. Fotografía: Archivo.

El Comú de Escaldes rebautizó en agosto de 2010 como Avenida del Pont de la Tosca el tramo final de la avenida Carlemany de Escaldes, que desde los años 70 llevaba el nombre del prócer Miguel Mateu; abajo, el monumento que la robó la calle al fundador de Fhasa. Fotografías: El Periòdic d'Andorra.
El argumento oficial no convence en absoluto a Soriano, que percibe en la decisión una sospechosa aplicación selectiva de la memoria histórica y un castigo más o menos velado por los conocidos vínculos de Mateu con el primer franquismo. En este sentido, conviene recordar que el empresario formaba parte del estado mayor del bando nacional durante la Guerra Civil, que fue el primer alcalde de la Barcelona de postguerra y que ejerció también como consejero de Falange, a demás de procurador a Cortes. Un franquista de tomo y lomo, vamos. Aunque este historial, añade Soriano, no puede borrar sus méritos andorranos, que son precisamente por los que figuraba hasta ahora en el callejero. Fue Mateu, y no otro, quien intercedió ante Franco para que en plena Guerra Civil pudieran llegar a Andorra los alimentos que escaseaban; y fue Mateu quien evitó que los nacionales bombardearan la central de Escaldes, destino que corrieron las otras hidroeléctricas pirenaicas en territorio de la República. Aún más: gracias a Fhasa -es decir, a Mateu- se completó la red de carreteras, se creo el servicio de orden y se fundó el Banc Agrícol, precedente del actual Andbanc: "Todo esto no tiene nada que ver con el franquismo; de hecho, es anterior a la Guerra Civil. Por eso me parece injusto y demagógico que ahora le retiren el nombre. Y me recuerda mucho a esta lastimosa reescritura de la historia que consiste en borrar lo que no nos gusta de lo que ocurrió, como el olvido de Pétain en la lista de los copríncipes franceses en la Nova aproximació a la història d'Andorra", insiste la historiadora.

Y los otros, ¿que?
El argumento definitivo es para Soriano es el agravio comparativo con otros coetáneos de Mateu que simpatizaron o, como mínimo, contemporizaron con el franquismo. Señaladamente, dice, el Síndico Cairat y el obispo Guitart, "por no hablar de otros personajes de gran prominencia en la vida económica del momento". De Guitart recuerda que se mostró "especialmente combativo con la República" -contra la República, se entiende- mientras que ante Franco procedió "con total mansedumbre": pues un busto recuerda hoy en la capital al señor obispo. Argumentos similares son los que plantea Antoni Morell para criticar la decisión del Comú. El historiador, que ha radiografiado los años 30 andorranos en 52 dies d'ocupació?, evoca el conocido caso del escultor Josep Viladomat, autor de una escultura ecuestre de Franco que hasta el final de la dictadura presidió el patio del museo militar de Montjuich. Pues bien: Viladomat tiene hoy museo propio y avenida a su nombre en la misma Escaldes. Morell cita también a Juan Antonio Samaranch, delegado nacional de educación física y presidente de la Diputación de Barcelona en el último franquismo, y hoy presidente del Campeonato europeo de policías y bomberos que Andorra acogerá en junio. Y lanza un par de preguntas que merecerían respuesta oficial: "¿Por qué le pusieron el nombre de Mateu a la avenida? ¿Por sus vínculos con Franco? ¿O en agradecimiento a su papel clave en el establecimiento de la primera industria moderna de este país?" Y dispara con bala: "Porque si es por su ideología, deberíamos concluir que el Quart de Escaldes que le homenajeó poniéndole su nombre a una avenida también era franquista... ¿Lo era?"

Más matices introduce Joan Peruga en el análisis del personaje. El autor de L'Andorra del segle XIX asegura que ya durante los años 30 "la omnipotencia y la omnipresencia de Fhasa y de su consejero delegado generó fricciones con muchos sectores de la sociedad andorrana y con las autoridades del momento". Además, su "profunda" filiación franquista lo convierte en un personaje "incómodo". Por eso concluye que, "aunque debe tener presencia, y mucha, en los libros de historia, no lo encontraré a faltar en el callejero de Escaldes". En un punto intermedio se sitúa Arnau González i Vilalta. El autor de La cruïlla andorrana de 1933 constata que Mateu, aun con su incuestionable pedigrí franquista, "no ejerció en Andorra ninguna autoridad dictatorial" y que por lo tanto se trata de un caso particular, diferente a otros casos comparables que se han dado en Cataluña en que toda referencia pública al franquismo ha sido eliminada, "una decisión que en la práctica lo que supone es borrar la historia, exactamente lo mismo que hacía la Dictadura". Vilalta aboga por una muy sensata tercera vía consistente en cambiar el nombre de la avenida en cuestión... pero manteniendo alguna referencia a su titular anterior. ¿Como podría quedar en este caso, la placa? Algo así como "Avinguda del Pont de la Tosca. Anteriorment, avinguda Miquel Mateu i Pla. Empresari català amb interessos a Andorra. Primer alcalde franquista de Barcelona, membre de l'aparell polític i empresarial de la Dictadura del general Francisco Franco". La verdad: más que la placa de un callejero parece la entrada de un diccionario biográfico. Pero es una idea.

[Este artículo se publico el 25 de enero de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 21 de febrero de 2014

Cuando Josemaría fue un fugitivo

Son las 14 horas del viernes, 10 de diciembre de 1937. Un grupo de ocho hombres -el que posa en la portada del libro de aquí abajo, en la plaza Benlloch de Andorra la Vella, para el objetivo de Valentí Claverol- espera a que los gendarmes del puesto de aduanas del Pas de la Casa acaben de revisar la documentación para subir al autobús y cruzar la frontera, camino de l'Ospitalet, Lourdes y finalmente San Sebastián, ya en la España nacional. Se encuentran en la última etapa de un periplo que había comenzado el 8 de octubre de aquel mismo 1937, cuando la expedición abandonó la relativa seguridad que les ofrecía el consulado de Honduras en Madrid dispuestos a dejar atrás la zona republicana. El itinerario: Madrid-Valencia-Barcelona-Peramola-Pallerols-Sant Julià de Lòria. Entre estos ocho hombres se encuentra Josemaría Escrivá de Balaguer, sacerdote aragonés que en 1928 había fundado la prelatura del Opus Dei y que había de ser canonizado en 2002. En tiempo récord, por cierto, pero esta es otra historia.

Volvamos a la escapada: habían entrado en Andorra el 2 de septiembre por el Mas d'Alins, después de recorrer a pie los últimos 100 kilómetros del trayecto, con el guía del Pallars Josep Cirera al frente, y para ellos -como para tantos otros antes y después- nuestro rincón de Pirineo iba a convertirse en sinónimo de libertad. El periplo andorrano de San Josemaría se prolongó ocho días, y hace tres años Alfred Llahí y Jordi Piferrer lo reconstruyeron al detalle en Terra d'acollida, volumen que pasó injustamente desapercibido y que acaba de ser publicado en castellano por Rialp -claro. Una edición que se distribuirá en España y la América Latina y que -atención- coincidirá con el estreno, previsto para el 6 de marzo, de There be dragons, la superproducción dirigida por Roland Joffe (La Misión) que recrea la peripecia bélica del fundador del Opus Dei.

Portada de Andorra: tierra de acogida, originalmente publicado en catalán (Terra d'acollida) y que ahora Rialp edita en castellano. Fotografía: Archivo.

Oportunidad de oro, como se ve, para recuperar Tierra de acogida y descubrir la mina de anécdotas vividas de primera mano y por aquí arriba por uno de los hombres clave -claroscuros incluidos- de la Iglesia Católica del siglo XX. La jornada andorrana de San Josemaría tenía que durar exactamente eso: un día. Estaba previsto que el 3 de diciembre los recogiera en el Pas de la Casa un automóvil enviado por el marqués de Embid, hermano de uno de los miembros de la expedición -José María Albareda. Siempre vienen bien estar  bien relacionado. La nieve que cayó al día siguiente de llegar a Andorra cerró el puerto de Envalira -2.800 metros: no es broma- y fue retrasando la partida de la expedición. No les quedó más remedio que prolongar la estancia en el hotel Palacín de Escaldes -que todavía existe: rebautizado Siracusa. El diario que llevaron los ocho expedicionarios -y que constituye la fuente documental del volumen de Llahí y Piferrer- pasa lista a amigos, conocidos y saludados que les salen al paso en tierra andorrana. Entre los primeros se encuentra mosén Lluís Pujol, arcipreste de los Valles de Andorra, y también los monjes benedicitinos de la congregación que dirigía el colegio de Nuestra Señora de Meritxell, también en Escaldes, y las monjas del colegio de la Sagrada Familia.

Entre los conocidos que desfilan por el diario se encuentra un misterioso Sr. C., que los autores identifican con Joan Fornesa, banquero de la Seo, así como el coronel Baulard, huésped también del mismo hotel Palacín. También rinden cuentas: con el guía Cirera, a quien adeudan 5.000 pesetas por los servicios prestados -deuda que saldarán religiosamente después de la contienda- y con la familia Palacín-Fiter, que les hace no obstante un precio de amigos y les arregla la factura. Vean: ocho huéspedes, ocho noches, por unos módicos 1.300 francos. A 20 francos por barba y día, una sustancial rebaja de l10% sobre la tarifa estándar para no refugiados... En fin, que Tierra de acogida es una mina de anécdotas de este estilo: sin doctrina, sin sermones, sin grandes aspavientos, pero un retrato exacto de las penalidades y de las miserias cotidianas de un grupo de desplazados en tierra extranjera -aunque sea de acogida. Se lee de un tirón y tendrá continuidad con la entrada El Paso de los Pirineos que el mismo Llahí prepara para el monumental Diccionario de San Josemária Escrivá de Balaguer que la editorial Monte Carmelo publicará en 2012. Figurar en la geografía y en el imaginario del Opus Dei es un filón -religioso, por supuesto, pero también cultural y sobre todo turístico- que hasta ahora se ha omitidode forma obtusa y que alguien -ayuntamientos, ministerio- tendría que lanzarse a explorar.

[Este artículo se publicó el 8 de febrero de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

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Josemaría, gancho turístico

El Diccionario del fundador del Opus Dei, recientemente publicado, consagra una entrada a la huida de la zona republicana a través de los Pirineos.

Somos un país sin memoria o, en el mejor de los casos, con una memoria a la altura de Dory. Ya saben, la amigiuta de Nemo. Qué le vamos a hacer. Ni una humilde placa evoca e lpasp por nuestro rinconcito de Pirineo de la plétora de personajes de toda condición que han tenido el detalle de visitarnos -por gusto o forzados por las circunstancias- no diremos ya a lo largo de la historia, sino de nuestro mucho más familiar siglo XX. Anteayer, como quien dice: ni Josep Trueta, ni Pablo Casals, ni García Márquez, ni Josep Pla ni tan siquiera Martí i Pol han merecido tan alto honor. A duras penas el obispo Benlloch, el benfeactor, y aún. A Miguel Mateu, otro prohombre con calle -en Escaldes, a cuenta de la central de Fhasa que él contribuyó decisivamente a construir- se la quitaron hace unnos años. Por franquista.

Bronce de la escultora catalana Rebeca Muñoz en la iglesia parroquial de Sant Julià de Lòria. Se instaló en diciembre de 2012 y conmemora la primera Misa que San Josemaría celebró en tierra andorrana, la mañana del 2 de diciembre de 1937. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.

Vista actual del hotel Siracusa, en la avenida Pont de la Tosca de Escaldes (Andorra): en 1937 era el hotel Palacín, y en él se hospedó entre el 2 y el 10 de diciembre el grupo de San Josemaría. Abonaron una factura de 1.300 francos, con una sustancial rebaja del 10% sobre la tarifa habitual, recuerda Alfred Llahí en Tierra de acogida. Fotografía: Àlex Lara / El Periòdic d'Andorra.

Bueno: pues por eso mismo tiene doble mérito la ocurrencia de Alfred Llahí, que pretende marcar con una pequeña rosa de Rialp los escenarios principales de la jornada andorrana de San Josemaría -ya saben, el fundador del Opus Dei- en el episodio conocido como El Paso de los Pirineos que el mismo periodista ha contado con pelos y señales en Tierra de acogida. Esos ocho días, entre el 2 y el 10 de diciembre, que el futuro santo pasó entre nosotros huyendo de la persecución religiosa desencadenada en la España republicana -los incontrolados y tal- y que protagonizan una de las 288 entradas del Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer (Monte Carmelo), tocho considerable que roza las 1.400 páginas y que pretende resumir en estas 288 pastillas la vida, la obra y la doctrina del santo. Que conste que más de la mitad de las voces son de contenido estrictamente teológico, así que el Diccionario no es precisamente para todos los paladares.

Hay que decir que Llahí no se ha limitado al copy/paste de turno, ni tampoco a extractar los datos de Tierra de acogida, sinpo que lo ha completado con las peripecias anteriores y posteriores a la jornada andorrana, que habían quedado fuera del primer volumen: es decir, lo que ocurrió entre el 8 de octubre de 1937, cuando Escrivá y sus compañeros abandonan la embajada de Honduras en Madrid, donde se habían refugiado, y la madrugada del 2 de diciembre, cuando entran en Andorra por el Mas d'Alins. El 10 de diciembre cruzan la frontera andorranofrancesa por el Pas de la Casa, para plantarse al día siguiente en Hendaya, después de dormir en Saint Gaudens y previa parada en Lourdes para celebrar la reglamentaria Misa.

Pero regresemos a Llahí y a la idea esta de amojonar el rastro andorrano del fundador de la prelatura. Una ocurrencia si se quiere modesta, pero ensayada (con éxito) en todo el Occidente civilizado para aprovechar el gancho de celebrities de primera, segunda o quinta fila. En el caso que nos ocupa, se trata de  un turismo religioso de proporciones modestas -"Sería abusrdo soñar en un turismo de masas", advierte- pero fidelísimo y reincidente: sólo hay que ver los centenares de peregrinos que cada junio se congregan en el aplec de San Josemaría convocado por la Associació d'Amics del Camí de Pallerols de Rialp a Andorra, y que en diciembre pasado, en la también anual jornada Camins de Llibertat, reunió a una pequeña multitud en el Centro de Congresos de Andorra la Vella: un millar de personas son la prueba física del poder de convocatoria de nuestro santo de hoy.

En fin, que lo que Llahí propone es tan discreto como eficaz: una rosa de Rialp -el símbolo de Josemaría- en el hotel Siracusa de Escaldes, donde los refugiados se instalaron en 1937; otra en el Centro de Arte, también en Escaldes, donde en la época la orden benedictina regentaba el colegio Nuestra Señora de Meritxell, y -por qué no- una tercera en la parroquial de Sant Julià de Lòria, la primera iglesia sin profanar que San Josemaría pisaba desde julio de 1936, donde celebró su primera Misa en libertad, y donde hace un año se instaló un bronce de la escultora catalana Rebeca Muñoz que evoca y conmemora aquel momento epifánico. Ya que hablamos de todo esto, alguien podría tomar nota y dedicarse a localizar y marcar nuestros escenarios de la -ejem- memoria. Como dice Llahí, si los mallorquines han convertido en una rentable industria turística los 15 días escasos que Chopin pasó en Valldemossa, ¿por qué no tomamos debida nota? La verdad, otras de más verdes han madurado.

[Este artículo se publicó el 21 de noviembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]