Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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viernes, 5 de junio de 2015

Vivir y morir en los años de la peste

Los historiadores Valentí Gual y Jordi Buyreu avanzan las primeras conclusiones del estudio sobre la demografía andorrana entre los siglos XVI y XIX; el país calca los patrones y tendencias de las comarcas y valles vecinos excepto en un aspecto: la peste y otras enfermedades epidémicas tardaban una media de dos años en cruzar el cordón sanitario que las autoridades locales establecían en las puertas del país para evitar el contagio. Unas medidas de eficacia limitada, porque la peste terminaba imponiéndose, y con efectos igual de devastadores que en casa del vecino.

"Vui a catorse de juliol de mil sis cents y vuit, aresta lo concell que de esta hora en avant se tinga guardes a Soldeu y també a Llorts". Guardias de ocho días en las que se iban a suceder, por lo que respecta a la zona de Soldeu, un tal Pallarés de Encamp, un Vidal de Prats y un Areny, también de Encamp, mientras que por el lado de Llorts el muerto les toca a un Giberga de la Aldosa, a un Babot de Ordino y a un tal Jovany de quien no consta vecindad. Parece que se ha declarado una epidemia de peste en la Arieja, y el Consell toma las medidas profilácticas habituales en estos casos: sellar la frontera e impedir el paso de los forasteros "encara que portant certificatorias". Lo cuenta en documento número 1.165 del Archivo Nacional.

El cordón sanitario se relajará esta vez muy pronto -"Aresta que de avuy endevant no.s tinga sino una guarda a Llorts y altra a Soldeu y Pradaderodo, y asò per lo morbo, en pena del quot de la terra", decreta el Consell tres semanas después- pero constituye la prueba documental de una de las particularidades de la historia demográfica de nuestro rincón de Pirineos: el cierre más o menos hermético de las fronteras retrasaba la llegada de las grandes epidemias de peste que hasta el siglo XVIII castigaron Europa Occidental de forma recurrente. Y aunque la alarma de julio de 1608 solo se prolongó por espacio de dos meses, "lo morbo" tardaba una media de dos años en cruzar la frontera.

El problema era previsible: mantener un retén de guardia era caro. Cuando la vigilancia se relajaba, cosa que acababa pasando, la peste aprovechaba para colarse. Y lo hacía, de esto no cabe la menor duda, y enseguida lo comprobaremos. Pero este retraso es precisamente uno de los fenómenos mas interesantes -y diferenciales- que ha constatado el historiador tarraconense Valentí Gual, y una de las conclusiones del Estudi demogràfic de l'Andorra moderna -es decir, entre 1563, cuando el Concilio de Trento instituye la obligatoriedad de los libros de bautismos, matrimonios y defunciones, y 1838, fecha del primer censo moderno, obra de fra Tomàs Junoy- que todavía tardará un curso en completar.

Pero hablábamos de la peste negra. Y no nos engañemos: la Humanidad no ha tenido enemigo más letal ni peligroso. Ni el Sida, ni el Ebola, insiste Gual: sostienen los epidemiólogos que la peste ha sido la única enfermedad que hubiera podido liquidar a la especie humana. La buena noticia es que la última aparición estelar del bacilo en Europa se remonta a 1725, en la zona de Marsella, y que nunca más ha rebrotado con la virulencia y morbilidad de siglos anteriores. Pero subsiste en determinadas zonas de África y de Asia. En fin, nada mejor que una ducha de datos para comprender el alcance de la amenaza que representaba la peste: en 1590 se registraron en Encamp 13 defunciones, cuatro veces la cifra anual ordinaria. ¿Culpable? La peste. Un siglo más tarde es la capital, Andorra a Vella, la que sufre el devastador azote de la epidemia: de una media de 25 óbitos anuales, en 1694 pasa a 76. De nuevo, la peste, que hace de las suyas. Son los que Gual denomina, de forma gráfica, "años de mortalidad catastrófica".

Vivir hasta los 60
Será, en fin, la retirada de la peste uno de los grandes argumentos que explican la explosión demográfica del siglo XIX, con un descenso acusado de la mortalidad y el mantenimiento de altísimas tasas de natalidad. Pero esta es otra historia. Volvamos atrás: sostiene Gual que la demografía andorrana de los siglos XVI, XVII y XVIII se mueve en los parámetros habituales de las regiones vecinas. Es decir, una natalidad elevada, entre el 35 y el 45 por mil -para hacernos una idea, en Europa Occidental hoy no supera el 10 por mil- con una mortalidad que rozaba el 25 por mil -hoy, el 3,5 por mil- pero que escalaba hasta un dramático 450 por mil en el caso de niños y jóvenes -hoy oscila entre el 20 y el 25 por mil. Esta última variante, la mortalidad infantil, es la principal diferencia entre la demografía moderna y la contemporánea, concluye.

Aventura el historiador, basándose en unas primeras proyecciones a partir del número de bautismos registrados en el siglo XVIII, que la población de Andorra oscilaba entre los 4.000 y los 5.000 habitantes; que Sant Julià de Lòria y Andorra la Vella concentraban la mitad de la población total, y que las parroquias altas -la Massana, Ordino, Encamp y Canillo- mostraban una clara tendencia a la endogamia que se traduce, dice, en el sistema de patronímicos y alias que se repiten una generación tras otra. En este punto, Gual y su colaborador, el también historiador Jordi Buyreu, tienen entre manos un proyecto tan fascinante como monumental: reconstruir a partir de los libros sacramentales ni más ni menos que la genealogía de las familias que vivieron por aquí arriba durante este período: "Es el único país de Europa donde algo así es posible", advierte. Y calcula que entre 1563 y 1838 les saldrán entre 70.000 y 80.000 personas: curiosamente, la población de Andorra en la actualidad.

Más cifras: según los casos estudiados -de momento, una parte ínfima del total- los hombres se casaban a los 24 o 25 años; las mujeres, un poco antes, a los 21 o 22. Y tenían entre 8 y 10 hijos por pareja: tres, cuatro, incluso cinco de ellos no llegaban a la edad adulta: "Eran familias prolíficas, es evidente, pero no numerosas". Con estos devastadores índices de mortalidad infantil, no es extraño que la esperanza de vida no superara los 30 años. Pero es una cifra engañosa: pasada la primera infancia, pongamos que los 5 años y de largo la etapa más vulnerable, nuestros tatarabuelos podían razonablemente esperar vivir hasta los 60 años; hasta los 70 con algo de suerte. "Nos falta comprobar si existen diferencias substanciales entre hombres y mujeres a la hora de morir -en Cataluña se han obtenido resultados contradictorios- y también entre parroquias, y en el caso de que las haya, proponer una interpretación", dice Gual.

También les interesa la estacionalidad. Es decir, la época del año en que se concentraban las defunciones: de momento, se ha confirmado que los picos de mortalidad infantil se registraban en verano, mientras que en los adultos se repartían durante todo el año... excepto en caso de peste, que por lo visto tenía especial predilección por la primavera y el verano. ¿Y de qué moríamos, por aquí, hace tres, cuatro siglos? Los registros callan, en este punto; los libros de óbitos se limitan a decir en la inmensa mayoría de los casos que el difunto ha fallecido de muerte "natural", y solo en caso de muerte accidental o violenta el párroco de turno se digna a registrar las causas. Porque sí: había en Andorra muertes violentas. Entre tres y cuatro por década, a finales del XVII, dice Gual. Pero todo esto es solo el entrante. Para que vayamos salivando. Gual y Buyreu han descubierto una mina. En unos meses, más.

[Este artículo se publicó el 3 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

martes, 13 de mayo de 2014

El país de los diluvios

El historiador Joan-Lluís Ayala documenta 230 catástrofes naturales registradas en Andorra entre 1586 y 1975; sostiene que estos episodios se repiten de forma cíclica en los mismos escenarios, y que hay que "escuchar" a la naturaleza.

El acta de defunción lo resume con dramático lacononismo: "Estos murieron de muerte repentina por un saliente de nieve allá en la parte alta del puerto, más las yeguas, y 30 cabezas de ganado, 23 mulas y otras bestias..." Estos -es decir, los fallecidos- son Mateu Faure y Miquel Font, vecinos de Soldeu; Gabriel Agustí, de la Massana; Miquel Gaià, de un lugar llamado la Espluga Calba, u Joan Reitgs, de Siguer. La muerte repentina les sobrevino a causa de un alud que tuvo lugar en abril de 1718 en la zona conocidda como la Portelleta, ala entrada del pueblo de Soldeu. Faure, sus cuatro compañeros, las yeguas y los otros bichos son las víctimas de la catástrofe natural más mortífera que el historiador Joan-Lluís Ayala ha documentado en los libros de actas de los comuns y del Consell General entre 1586 y 1975. Quedan fuera, por lo tanto, las trágicas inundaciones del 7 y el 8 de noviembre de 1982, con dejaron una docena de muertos y dos desaparecidos. Dos años, en fin, de trabajo de horniguita, a cuenta de la beca de investigación histórica Cebrià Barauat -que dota el Archivo Nacional de Andorra- y que bajo el título Deteccio i recuperació de riscos naturals a través de les fonts documentals presentó ayer en sociedad. Aquí sigue un avance; el tocho entero -fascinante enseguida lo verán- a partir de noviembre en el Archivo.


La riada de l27 de octubre de 1937 dejó estas escenas de desolación al paso del Valira por la localidad de Encamp; en la imagen superior se distingue el quepis de dos de los gendarmes de la fuerza mandada por el coronel Baulard desplegada en Andorra durante la Guerra Civil. Fotografías: Fondo Buillas / Archivo Nacional de Andorra.

Un auténtico caramelo sobre una materia prácticamente virgen por esta parte del mundo, y que sigue el rastro de un puñado de catátrofes. O de unos cuantos puñados: exactamente, 230, incluidos aludes, grandes nevadas, lluvias torrenciales y las consigiuentes inundaciones, ventoleras -con y sin torb- y sobre todo, diluvios. Ni rastro, en cambio, de terremotos y otros sismos .Ni tan siquiera de la serie que entre 1427 y 1430 devastó las comarcas catalanas de la Garrotxa y el Ripollès, se sintió en la Cerdaña y tocó la parte baja del Valira, con especial incidencia en el monasterio de Sant Serni de Tavèrnoles. Cosa que no significa, advierte Ayala, que no afectaron a Andorra sino que no han aparecido referencias en las fuentes consultadas. Así que no desistamos de encontrar su huella. Pero habáimos empezado con el alud de 1718, el más lucutoso pero no el más habitual de los episodios documentados: si hay uno que se repite con molesta impertinencia a lo largo de los siglos son las inundaciones. De hecho, la más antigua que ha podido localizar data del 27 de octubre de 1586 y corresponde a una acta del consejo de la capital que ordena reparar "el camino de la cruz de Andorra hasta donde estaba el puente antes de la avenida".

La gran crecida de 1772
En adelante noticias como ésta se repiten con insistencia en la documentación comunal. Con carambolas históricas que invitan a la reflexión: por ejemplo, la riada de agosto de 1750 que se llevó por delante el puente de Fontaneda, en Sant Julià de Lòria, un hecho que podría datar vde ayer mismo: el Tribunal Superior acaba de condenar al Gobierno y al comú de Sant Julià a indeminzar a tres particulares por los daños que causó la crecida del torrente del Solà el 1 de agosto de 2008. Y a la altura del mismo puente de Fontaneda: "He aquí dos episodios muy similares, con lluvias intensas y muy localizadas en el mismo lugar y en la misma época del año, y con consecuencias igualmente catastróficas; esto quiere decir que la naturaleza habla, nos avisa, y que hay que saber escucharla", dice el historiador. De paso, parece avalar los argumentos de los recurrentes de 2008, que sostienen que la avenida no era en absoluto excepcional y que por lo tanto los daños se hubieran podido prever y evitar.

La de 1750 no dejó, que se sepa al menos, víctimas mortales. Parece que tampoco la de septiembre de 1772, probablemente -especula Ayala.- el peor diluvio de la historia de Andorra. Dejó huella en las actas de casi todos los comuns: hasta en las del Consell General, que en una resolución del 15 de febrero del año siguiente da testimonio de la cara de estupefacción que el acontecimiento dejó en los muy ilustres consellers: "En vista de los gravísimos estragos ocasionados en las Parroquias de los presentes Valles por la avenida de las auguas en el mes de septiembre pasado, mudando los cursos ordinarios, arrasando propiedades particulares y causando graves daños a los comuns..." Se interrogan sobre cómo han de proceder ante la catástrofe: "Cómo y de qué manera hay que devolver las aguas a su cauce acostumbrados, o si es mejor dejarlos en los cauces por los que hoy discurren, y cómo hay que resarcir los daños ocasionados..." Una carta del señor Obispo al comú de "las Caldas" fechada en 1785 aun recomienda reconstruir "el puente de piedra y tres casas" que se llevó la riada de 1772: ¿sería el puente de la Tosca?

La historia, esa maestra
El dantesco panorama que dejaron las crecidas de 1772 evocan las de 1937 y 1982; ésta última -ya se ha dicho- excede los límites temporales de la investigación de Ayala; de la primera, en cambio, recuerda la picaresca con que algunos vecinos intentaron sacar provecho de la coyuntura solicitando ayudas para reconstruir puentes y vados de propiedad que supuestamente habían resultado afectadas por las avenidas. Pero sorprendre la ausencia de víctimas en el de 1772: especula el historiador que en un país semidespoblado, con apenas 4.500 almas los daños personales podían ser en casos como éste escasos. Por otrra parte, falta confrontar los datos relativos a las crecidas con los libros de óbitos parroquiales: un trabajo ingente y que està por hacer, pero que quizás revelaría el impacto exacto de estas catástrofes en la población.

Pero no sólo de riadas vive el historiador. También se interesa por las repercusiones digamos que sociológicas que tienen estos episofios>: el 14 de mayo de 1874, el consell del comú de Ordino se reúne, atención, para "hacer pregarias ante el mal tiempo". No tiene que sorprender, esta apelación a instancias superiorres, si se tiene en cuante que dos años antes, en octubre de 1872, el mismo comú pasaba lista a los daños ocasionados por unas lluvias persistentes que caían "desde hace 18 o 19 días". Uno arriba o uno abajo, después de dos semanas ya no tiene mucha importancia.

Hay también años de nevadas. Lo debió ser el invierno de 1891 porque el viajero catalán Josep Aladern -el autor de las suculentas Cartas andorranas- escribe el 18 de octubre de 1892 y también desde Ordino: "Estoy muy a gusto en este pueblo, a cuya espalda se levanta como un gigante el pico de Casamaña, en cuya cima no se ha fundido la nieve en todo el verano". ¡Nieves eternas en el Casamaña! Hay ventoleras descomunales, como una que sopló en la primavera de 1935 por la zona de Aixovall: Lluís Duró se adjudicó en pública subasta y por 250 pesetas los 126 arbolitos abatidos por el viento, que respetó por otra parte el puente mdieval -solo para que se lo pudieran llevar las aguas en 1982. Y hay también incendios, como el del bosque de la Plana, en la solana de Escaldes, en agosto de 1789, y como los que proliferan sospechosamente desde finales del siglo XIX, coincidiendo con el auge del negocio de las serradoras. Ayala documenta incluso la caída de un pedrusco, en amyo de 1938, en la carretera que une Andorra la Vella con Sant Julià de Lòria. Dejó una víctima: Bonaventura Riera.

Una investigación exhaustiva que le permite concluir que hay zonas especialmente propensas a los desastres naturales: por ejemplo, Santa Coloma, donde consta que el agua se llevó la palanca en 1898 y de nuevo en 1908. Lo cual nos indica que estos episodios antes después volverán a repetirse. No sabemos cuándo, pero se repetirán. Veremos entonces, dice Ayala, si son eficaces las obras de canalización y de prevención, o si -más sencillo y seguro todavía- lo sensato hubiera sido no construir en estas zonas marcadas en negro. Porque concluye, "haríamos muy bien en tener en cuenta lo que nos dice la historia: quizás nos evitaríamos alguna sorpresa desagradable".

[Este artículo se publicó el 8 de junio de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

martes, 11 de febrero de 2014

El ¿primer? evadido de la guerra

El teniente Aston relata en The long escape una fuga que tuvo en Andorra, cómo no, la penúltima etapa antes de la libertad.

Dice Josep Moles que su hermano Albert trabajaba para una célula de pasadores con sede en Tarascón, aunque el expediente conservado en el gobierno civil de Lérida deja claro que lo hacía a las órdenes de un tal Jaime, de Escaldes (Andorra). Lo que parece seguro es que no volvió a las andadas después de ser capturado por la Guardia Civil en septiembre de 1943, tal como hemos dejado constancia aquí mismo, y de probar la proverbial hospitalidad de las prisiones franquistas. Cuatro meses en la de la Seo. Así que la cordada que guiaba aquel infortunado 4 de septiembre fue la última de su carrera. Pero ni mucho menos la primera: por eso es posible -sólo posible, pero nosotros nos pegaremos como una lapa a esta remota posibilidad- que Moles fuese uno de los guías locales del teniente William H. Aston y sus dos compañeros de escapada, que en 1942 se convirtieron -afirma alegremente el mismo Aston- en "los primeros prisioneros de guerra evadidos que cruzaban los Pirineos por la República de Andorra". Será difícil establecer si fueron los primeros, los segundos o los vigésimos, pero lo cierto es que el bueno de William H. tuvo el detalle de dejar constancia escrita de su pequeña epopeya en las 200 páginas de Nor iron bars a cage, publicado en 1946 -es decir, justo después de la II Guerra Mundial y hay que suponer que con los recuerdos todavía frescos- y reeditado en 1974 con el nuevo títutlo de The Long Escape: the adventurers of three British prisoners of war: 1940-42.

Dejando de lado el tufillo kiplingiano que destila el título, el libro consagra los últimos de sus 19 capítulos a la etapa andorrana de un periplo que comienza justo después del desastre de Dunkerke, cuando los restos de la fuerza expedicionaria británica que tuvieron la mala suerte de no pillar el último barco se batían en retirada. Con ellas, nuestro Aston, teniente del cuerpo de ingenieros "con nula formación militar después de ocho meses destinado en Francia", reconoce con fair play, y que el 18 de junio de 1940 vio cómo a la altura de Rennes la aviación de Goering arrasaba el convoy ferroviario en que su unidad era trasladada; él mismo resultó herido de gravedad en una pierna y hecho prisionero.

El caso es que Aston irá de hospital militar en hospital militar (alemán, se entiende) hasta que en compañía de dos colegas, Geof y Flack (?) convalecientes como él, consigue evadirse, aunque no dé muchos detalles de la operación. Durante los dos años siguientes recorrerán media Francia -de París a Tours, de Tours a Angulema, de Angulema a Lyon, y de Lyon a La Roca d'Olmes, última etapa antes de emprender el tramo andorrano de la gran evasión. Siempre con la complicidad de la población local -incluso de un alto oficial de la Gendarmería que los escoltará hasta l'Hospitalet, en el lado francés de la frontera, y que describe con poca generosidad como "cuatro humildes casitas y un pequeño hotel"- William, Geof y Flack se ponen en manos de un tal Mouchard, comerciante de lanas "que conocía aquella parte de Francia y especialmente la frontera con Andorra como la palma de su mano". Lo cierto es que mientras los guías viajaban en automóbil -así, cualquiera guía- los tres pobres fugitivos se veían obligados por motivos de seguridad a caminar hasta Soldeu. A cualquier cosa le llamaban "pasador", por entonces. Eso sí, a Aston le consiguen una montura un burro andorrano, famosos por su resistencia, porque había perdido la pierna herida en Dunkerke y se veía obligado a usar, glups, una auténtica pata de palo. Y decimos "Glups" porque ponte tú a subir a 2.500 metros de altura -o más- con una pata de palo.

El hombre se permite al llegar a la frontera una íntima, retórica y clásica digresión que habremos leído en unas 200 o 300 ocasiones en otras relaciones de viajeros, especialmente entre los anglosajones: "Esta pseudorepública en miniatura es tan desolada que a duras penas puede mantener su pequeña población de 5.000 habitantes". Bueno. El primer destino andorrano, después de cruzar el Baladrá, es Soldeu, que como L'Hospitalet es despachado como un puñado de humildes cottages, poco más que chozas, vaya, junto al reglamentario hotel. Aquí, eso sí, se lleva la gran sorpresa: las habitaciones, confortables, no sólo están equipadas con electricidad... ¡incluso tiene agua caliente!: "Era bastante extraordinario encontrar estos lujos en medio de las salvajes y desoladas montañas de Andorra". "Salvajes", "desoladas"...: hombre, hombre. El ágape, "excelente", dice, y encima, a los postres, un vasito de Benedictine. ¿Qué más podían pedir?

En Soldeu los recogen unos guías locales que los conducirán hasta Barcelona: dos hermanos -no dice el nombre- "de extracción española". Aunque antes los esconden en un piso franco de Escaldes de donde tienen prohibido salir durante el día. El único contacto que se permiten es el anfitrión de la borda, un abuelete nada hablador, tirando a antipático y cascarrabias, que los ignora olímpicamente. Hasta que al cabo de un par de días los hermanos reaparecen y se los llevan por la montaña al otro lado de la frontera, donde los recoge un coche venido expresamente desde Barcelona que los lleva al consulado británico. Siempre tan atento al servicio, recuerda el trato de privilegio que les dan sus anfitriones. Aunque hay que decir que no se acaba aquí la pequeña odisea de Aston y compañía, que serán empaquetados hacia la embajada británica en Madrid -el servicio, aquí, pésimo, por cierto- y de Madrid, a Gibraltar para una última etapa digna de John Huston: Aston será repatriado a bordo del Furious, superviviente del célebre convoy de Malta. A nuestro teniente las fechas se la traen floja, ustedes perdonarán, pero sabiendo que el Furious había recalado en Gibraltar el 27 de octubre de 1942, resulta que hacía dos años y cuatro meses de lo de Dunkerke. Este es el tiempo que Aston anduvo fugitivo por Francia, Andorra y España. Y sin pierna. Así que no le tendremos en cuenta que pase de días, meses y años, y que para él sólo fuésemos una "salvaje" y "desolada pseudorepública en miniatura", ¿verdad?

[Este artículo se publicó el 9 d diciembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]