Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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lunes, 17 de marzo de 2014

Una veterana de Ypres, ¿en el CAEE?

La exposición La Gran Guerra en imágenes se completa con una máscara antigás que perteneció a un soldado británico; reconstruimos la biografía posible del artilugio con su actual propietario, Lluís Kallís.

Lo decíamos semanas atrás aquí mismo: La Gran Guerra en imágenes -hasta el 2 de junio [de 2012] en el Centre d'Art d'Escaldes: no se la pierdan- tiene algo de adictiva, constituye una mina de anécdotas de aquellas que suelen quedarse en la letra pequeña, en las notas a pie de página de los libros de historia -y que el lector y yo sabemos que acostumbran a deparar bocados de lo más suculento: prueben con el cargamento de notas de Pax Britannica, la magistral trilogía imperial de Jan Morris, y me cuentan. Buena prueba de ello es el artefacto que tienen aquí abajo: una auténtica máscara antigás de manufactura inglesa, veterana de la I Guerra Mundial -la guerra grande del título de la exposición- que perteneció a un soldado británico que combatió en el frente occidental. Un tommy de los pies a la cabeza, vamos. Desconocemos dónde, pero puestos a especular, ¿por qué no en Ypres, donde en julio de 1917 las tropas alemanas utilizaron por primera vez el terrorífico gas mostaza?

La E95, máscara antigás de fabricación inglesa que se expone en el CAEE, con el filtro que el soldado llevaba colgando; a la izquierda, filtro de rosca del modelo alemán de máscara, que se fijaba al bozal y ahorraba la molesta maleta. Fotografía: Àlex Lara / El Periòdic d'Andorra.
Soldados australianos con la máscara E95 calada, esperando un ataque químico en el frente occidental. Fotografía: Archivo.

Esta es la concisa información que el actual propietario de la pieza, Lluís Kallís, ha podido reunir. No es mucho, de acuerdo, pero es un comienzo. Adquirió la máscara en 2004 en Chipre, nada menos, de manos del hijo de aquel anónimo tommy -¡¿cómo no le preguntaste, Lluís?!- y movido, dice, por un estricto interés profesional: Kallís se dedica a la comercialización de vestuario profesional en su tienda de Escaldes (Andorra), y su catálogo incluye, ya ven, máscaras antigás, así que esta veterana de guerra le aportaba una visión digamos que histórica de uno de los productos de su ramo. Dice que fue amor a primera vista y que lo que lo enganchó fue el cristal derecho. Miren la fotografía: agrietado, pero no roto. A partir de aquí se abre un campo abonado para la divagación pseudohistórica, una de las artes más fascinantes de este oficio: Kallís especula que un obús alemán debió de caer en las proximidades de la trinchera donde nuestro tommy sudaba la gota gorda esperando que acabara la preparación artillera: "Lo que es seguro es que el impacto no le dio de lleno porque el cristal derecho resistió. Posiblemente lo peor para nuestro hombre fue la onda expansiva".

También lo es que el soldado sobrevivió al ataque, porque la E95 inglesa -este es el nombre oficial del modelo- era una máscara de aspecto quizás rudimentario, pero relativamente evolucionada -mucho más en cualquier caso que las simples toallas impregnadas en agua o... ¡pipí! a las que se recurrió en los primeros momentos de la guerra química- y capaz de cumplir con eficacia contrastada las funciones profilácticas para las que había sido diseñada: el hombre que la llevaba podía estar relativamente seguro, dice Kallís, de que sobreviviría a un ataque con cloro o -glups- gas mostaza, las estrellas de los arsenales químicos de la I Guerra Mundial. La teoría no dejaba lugar a dudas: cuando saltaba la alarma -una campana o un potente cláxon de aire comprimido que se oía a 15 kilómetros de distancia- el soldado cogía la máscara de la bolsa que llevaba siempre colgada del cuello -y que le daba un aspecto algo equino- y se la encasquetaba para evitar los efectos del gas. El aire que llegaba a sus pulmones había pasado primero por el filtro, una masa compacta de tejidos impregnados de otros productos químicos que desactivaban el gas, y podía respirar sin peligro. Al menos, en teoría. Nuestro hombre así lo hizo, y la mejor prueba es que tuvo tiempo de concebir al hijo que ocho decenios después le vendió a Kallís la máscara... Eso sí: mientras duraba la alerta de un ataque químico los soldados tenían que dejarlo todo: con la máscara puesta no podían combatir y tenían que esperar a que se disipara la nube tóxica. El caso es que dependían de los elementos: si soplaba un buen levante, podían confiar en que la alarma se levantara en cuestión de minutos; si les pillaba una calma chicha, la espera se podía hacer eterna.

Una amenaza más psicológica que real
El gas mostaza, que era de color acaramelado tirando a amarillento, es el que se ha llevado la peor fama. Se estrenó en Ypres -ya se ha dicho- en el verano de 1917, y tenía sobre todo un efecto psicológico: las tropas sentían un comprensible pánico -¿y quién no?- cuando veían avanzar la nube de gas hacia sus posiciones, pero solo les atacaba si lo inhalaban -y para evitarlo disponían de su inseparable máscara- o si entraba en contacto directo con la piel. Entonces sí, era extremadamente doloroso, causaba ampollas monumentales y ceguera transitoria -son conocidas las imágenes de soldados con los ojos vendados que avanzan con los brazos extendidos sobre los hombres de sus compañeros- y si legaban a los órganos internos era potencialmente mortal. Hay que añadir que los primeros batallones escoceses atacados con gas mostaza se vieron obligados a protegerse lo de debajo del kilt con medias de señora. Por si acaso. Pero lo que está claro es que nadie les mandaba ir a la guerra con faldas.

Ahora bien, el primer gas que entró en combate no fue el mostaza sino el cloro, y los primeros en utilizarlo, el ejército francés, en fecha tan temprana como agosto de 1914. Conviene añadir que si bien en los inicios de la guerra química los británicos mostraron unas nobles reticencias a recurrir a tan podo deportiva arma, al final resultó que fueron los ejércitos de Jorge V los que hicieron un uso más masivo y entusiasta del gas. Conviene también, ya puestos, deshacer otros tópicos. Por ejemplo, el de la mortalidad extrema que causaba el gas. Nada más lejos de la realidad: se calcula que sol causó el 3% de los 9 millones de muertos de la contienda. Y la mayoría, en el frente oriental, donde los soldados rusos eran enviados al combate a pelo. Entre las razones de esa relativamente escasa eficacia destaca por encima de todas el hecho de que después de la sorpresa inicial los ejércitos dotaron a sus tropas de defensas cada vez más efectivas: la máscara británica ya la hemos visto, una careta de goma, hierro y cristal, que se conectaba a través de un tubo con un filtro externo -la malea metálica e la fotografía, habitualmente protegida a su vez por una funda de tejido- y que había que llevar colgando del cuello. Un artefacto como se intuye altamente incómodo y que pronto quedó atrás ante los modelos alemanes: los ingenieros militares del káiser diseñaron unas máscaras antigás con un filtro enroscado en el, ejem, bozal, cosa que además de dotarlos de un aspecto sorprendentemente moderno las hacía mucho menos aparatosas y más manejables. De hecho, Kallís acompaña la E95 con un filtro alemán. Digamos para terminar que en el CAEE se expone otro gadget de la Gran Guerra que reclama atención urgente: el fusil austríaco Manlicher del 1903 cedido por otro coleccionista privado y éste, ay, anónimo que en el anonimato quiere seguir. He aquí una historia que está pidiendo que alguien cuente. A gritos.

[Este artículo se publicó el 18 de mayo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]

jueves, 30 de enero de 2014

Una tarde con héroes

El Barón Rojo en el Centre d'Art d'Escaldes y Ken Charney en la Quera: dos ases coinciden en Andorra.

De vez en cuando viene la mar de bien pasar la tarde en compañía de tipos hechos de otra pasta. No sé, alguien que pueda fardar de 80 victorias confirmadas, que guarde una Cruz de Hierro y otra Pour le Mérite en el zurrón. Ya saben, por si es verdad lo que dice Jacinto Antón en Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias: "To believe in heroic makes heroes". En mi caso no tengo demasiadas esperanzas, esta es la verdad. Pero quien sabe. Animado con estas elevadas reflexiones me planté el otro día en la exposición La Gran Guerra en el Centre d'Art d'Escaldes (Andorra), donde las últimas semanas he pasado ratos memorables enfangado en las trincheras del Somme, comprobando la eficacia de la máscara E95 contra el gas mostaza, desembarcando en Gallípoli o esperando el ataque de Ernst Junger y sus terroríficas Sturmtruppen. Glups.

Retrato de Manfred von Richtoffen con su perro Moritz que forma parte de la exposición La Gran Guerra en imágenes. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

El piloto angloargentino Ken Charney, con un Spitfire detrás. Fotografía: Archivo Claudio Meunier.

Fui esta vez con la secreta intención de dejar bajo el retrato del bueno de Manfred von Richtoffen, el Barón Rojo, la estupenda maqueta de un triplano Fokker que encontré de milagro en el bazar Valira y que he tardado quince días en armar y pintar reglamentariamente de rojo. En fin, que aproveché un momento en que la directora del CAEE, Ruth Casabella, estaba distraída para depositar mi pequeño homenaje al valor a los pies de Richtoffen y de Moritz, su gran dogo -y ya que sacamos el tema de Moritz, diremos de paso que da un poco de grima: parece escrofuloso. Pero me quedé pasmado: allí abajo había por lo menos una escuadrilla completa de Fokkers y de Albatros -el biplano con el que el Barón comenzó a cultiva su leyenda, en septiembre de 1916. En miniatura, claro. Vaya -me dije- si nos reuniéramos un día todos los admiradores secretos de Richtoffen de este rincón de Pirineo nuestro a lo mejor dábamos para una ala de combate. Esto, o es que se me había avanzado Antón, qué rabia. Otra cosa es lo que harán, la gente del CAEE, con esta parafernalia bélica cuando dentro de quince días se clausure la exposición. La divisa ya la tenemos: "Virtus Unita Fortior". Mola más que "Hasta el infinito y más allá", que no está mal pero que ya empieza a estar algo gastada. Así que ahora, cuando paseo Carlemany abajo, escruto los rostros de los peatones a ver si detecto los rasgos de un candidato a squadron leader que se me hubiera pasado por alto. Quien sabe.
El próximo paso es hacerme con un Spitfire de Airfix, e lcaza con que nuestro Charney abatió siete aparatos del Eje -sí, ya lo sé: no son las 80 victorias de Manfred, ni tan siquiera las 12 de Chuck Yeager, pero no me negarán que no sería un dignísimo compañero de misión y que, con sus dos Distinguished Flying Cross, es de lo mejor que le podemos ofrecer por aquí arriba en materia de ases. Enseguida que la tenga armada le llevaré al cementerio de la Quera, tumba 209, la maqueta del Spitfire, y cuando los de mantenimiento no miren, añadiré a la triste lápida un epitafio a la altura de su ilustre inquilino. Pienso en algo así como "To the gallant and worthy Ken". Con Richtoffen funcionó: después de mucho pulular, sus restos descansan hoy en el panteón familiar de Wiesbaden. A ver si le trae suerte, y Charney se puede ir de una vez a Bahía Blanca.

[Este artículo se publicó el 18 de junio de 2012 en El Periòdic d'Andorra]


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El jurista Josep Pol, especializado en derecho humanitario internacional, con una prótesis francesa de la I Guerra Mundial que se expone en el Centre d'Art d'Escaldes. Fotografía: Àlex Lara.

Tarantino en la Gran Guerra
El Centre d'Art d'Escaldes expone una prótesis auténtica, veterana de la contienda; el jurista Josep Pol inaugura el ciclo de conferencias sobre la I Guerra Mundial.

La Gran Guerra en imágenes: ya les hemos hablado de ella los últimos días. No es por repetirnos, pero ayer el Centre d'Art inauguraba el ciclo de conferencias temáticas -con el jurista Josep Pol, especializado en derecho humanitario internacional y un friqui de la I Guerra Mundial- con una novedad a la altura de la exposición. la cosa es algo truculenta, se lo advertimos de entrada: una auténtica prótesis de -ejem- pierna, de procedencia francesa, parece, y digna de El pabellón de los oficiales, aquel tremebundo peliculón de Dupeyron que te ponía un nudo en el estómago desde el minuto 1.
La tienen aquí arriba: una pata de palo como Dios manda, vestidita de negro y que tiene mucho que ver con la conferencia que impartía ayer Pol. Porque él vino a hablarnos de la -probablemente- única consecuencia indiscutiblemente positiva que tuvo la contienda. Una escabechina que, ya saben, costó la vida de 10 millones de hombres: el Convenio de Ginebra, ratificado en 1929 y que pretendía introducir algo de humanidad cuando los unos y los otros se ponen estupendos y deciden dirimir sus diferencias en el campo de batalla. En resumen: dice Pol que los ejércitos beligerantes se econtraron de golpe con la sorpresa de bolsas inmensas de prisioneros, centenares de miles de hombres a los que había que alimentar, vestir y alojar.
Y no estaba tan claro, porque hasta la I Guerra Mundial no se acostumbraba a tomar prisioneros. A los que caían en manos enemigas se los liquidaba. Y a los heridos, también. Recuerda Pol la tarantiniana figura del nettoyer, carnicero armado hasta los dientes -mostró la fotografía de uno de esta calaña: cuchillo de 30 centímetros de hoja, pistolón al cinto y saco de granadas en bandolera- cuya misión consistía en limpiar la retaguardia propia de enemigos que habían tenido la mala pata de quedarse atrás. En el ejército francés se les conocía con el apelativo de nettoyer. Pero los boches también tenían un equivalente. Algo así como los antepasados de los infaustos sonderkommando de la II Guerra Mundial. El caso es que con el armisticio quedó claro que había que reglamentar el trato debido a los prisioneros. Loable iniciativa que cristalizó, ya se ha dicho, con el Convenio de Ginebra de 1929, que obliga a respectar la vida del soldado que se rinde en el campo de batalla, a alimentarlo y a proporcionarle si lo requiere asistencia sanitaria.
Pol insistió en la paradoja: las guerras acostumbran a actuar como espoleta de nuevos avances en materia de derecho humanitario. Si a la Gran Guerra le siguió el Convenio de 1929, específicamente centrado en los prisioneros, a la II Guerra Mundial le siguió el de 1949, con la muy noble pretensión de proteger a la población civil, erigida en víctima principal de las guerras industriales. Otra paradoja: Andorra, uno de los escasos países del universo que no mantiene un ejército en pie de guerra, no lo ratificó hasta 1993, y alguien se olvidó de publicarlo en el Boletín Oficial del Estado, dice Pol, hasta 2008. Resumiendo: que en el ránquing del derecho humanitario internacional, Andorra ocupa la algo deshonrosa posición número 189 entre los 197 estados miembros de la ONU. Al lado de Angola, Eritrea, Haití y Corea del Norte. Es verdad que la probabilidad de que Andorra declare la guerra a alguien es más bien remota. Y no digamos que recurra a las armas bacteriológicas, como no sea la gripe invernal. Pero quizás convendría buscarse vecinos más recomendables, en en el campo del derecho humanitario. Sin ánimo de ofender, por supuesto.

[Este artículo se publicó el 23 de mayo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 29 de enero de 2014

Sangre y vísceras en la Gran Guerra

El Centre d'Art d'Escaldes expone un centenar de fotografías de la I Guerra Mundial procedentes del Archivo General de Palacio

El rostro de la derrota: soldado británico capturado por los alemanes en la última ifensiva aliada sobre Flandes, en septiembre de 1917. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.


Hace días que ven al pobre hombre de aquí arriba en las banderolas de publicidad de las calles de Escaldes. Seguro: no se les puede haber escapado la mirada desconfiada, perdida y derrotada que gasta. Con toda la razón, porque este tommy -sobrenombre genérico del soldado británico, reconozcamos que algo más eufónico que el boche germano, por no hablar del poilou francés- fue hecho prisionero por los alemanes en la ofensiva aliada sobre Flandes, en junio de 1917. Los libros de historia dicen que fue una victoria británica, pero para este soldado aquella victoria debió de significar el inicio de un penoso e incierto cautiverio.

Él es, en fin, el gancho publicitario de La Gran Guerra en imágenes, estupenda, monumental exposición que reúne en el Centre d'Art d'Escaldes (CAEE) un centenar de fotografías que transportan al espectador hasta el barro de las trincheras, que le contagian el pánico cerval que precedía a un asalto a la bayoneta o, peor aún, los tensos momentos de espera ante la inminente descarga de una descarga de obuses del calibre 870 -en el CAEE ha caído como por casualidad la vaina de uno de ellos, glups- o ante la visita de las tropas de asalto alemanas, las temidas Strumtruppen -¡¿patrullas relámpago?!-que liquidaban expeditivamente y con diabólica eficacia a todo bicho viviente, de dos o de cuatro patas. El filósofo Ernst Jünger, que sirvió en un batallón relámpago, dejó un relato de sus intervenciones que pone los pelos de punta: Tempestades de acero...

Pero volvamos al CAEE, que ha recuperado una exposición producida por el Museu d'Història de Catalunya en 2008 y con motivo del 90º aniversario del fin de la I Guerra Mundial. La gracia de todo esto es que se trata de material rigurosamente inédito recolectado por la Oficina Pro Cautivos, creada durante la contienda por la Casa Real española y por la Cruz Roja Internacional para asistir a los prisioneros de guerra -España se mantuvo neutral- y actualmente conservada en una entidad que recibo el extraño nombre de Archivo General de Palacio. La mayor parte de las imágenes -la colección supera los 4.000 positivos- procede del Bild und Film Amt. Así que por una vez el punto de vista alemán es el que predomina.

El momento decisivo: tropas de asalto alemanas salen de la trinchera y se adentran en tierra de nadie. Fotografía: Bild und Film Amt / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Unidades de sanitarios retiran a los heridos de la primera oleada tras un asalto a la bayoneta a las trincheras enemigas. Escena captada en Montdidier y Noyon (Picardía, Francia) en abril de 1918. Fotografía: Bild und Film Amt./ Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Soldados búlgaros descansan en la trinchera en el frente de Doiran, el 18 de septiembre de 1918; enfrente, griegos y británicos. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Soldados británicos en una trinchera sin identificar del frente occidental observan los movimientos enemigos a través del periscopio. Fotografía: Associated llustrated Agencies Ltd. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.


Cuartel general de Manfred von Richtofen, el Barón Rojo; atención a las matrículas de aviones enemigos abatidos que decoran las paredes, y al motor de un aparato inglés reciclado y reconvertido en lámpara. A Richtofen, con 80 aviones abatidos, le siguen en el rànquing de ases de la Gran Guerra el francés René Fonck, con 75, y los británicos Edward Mannock (73) y Albert Ball (49). Fotografía: W. Braemer / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.


La Gran Escabechina
Que no espere el visitante de la exposición otra descripción cronológica de la Gran Guerra, contienda que movilizó a 65 millones de soldados, que se cobró 9 millones de vidas -murieron uno de cada ocho soldados que tomaron parte en ella, a un ritmo de... ¡6.000 hombres cada día!- y que de paso liquidó cuatro imperios -el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el turco- y tres dinastías -los Hohenzollern, los Habsburgo y los Romanov. Todo esto lo puede encontrar el visitante en Wikipedia. Lo que propone el CAEE no tiene afortunadamente nada de académico y nos propulsa inmediatamente hasta los campos de batalla de una guerra que mezclaba de forma surrealista armas casi medievales -o sin el casi- con los últimos gadgets tecnológicos de la revolución industrial: miren al caballero alemán de aquí abajo, armado con lanza clásica y que luce al mismo tiempo una estupenda máscara de gas. No son las armas químicas -el terrorífico gas mostaza, utilizado por primera vez en abril de 1915- las únicas que se estrenan en la Gran Guerra: también debutan la aviación y los carros de combate -los célebres Mark británicos-, los submarinos y la radio. Y si hubiera que buscarle alguna cosquilla a la exposición, sería sin duda el escaso, casi nulo caso que les presta a la guerra en el mar: ni Jutlandia ni la epopeya de los U-Boot tienen ni un solo rinconcito.

Pero no se puede tener todo y quizás para compensar uno de los protagonistas con nombre, apellido y fotografía es Manfred von Richtofen, el Barón Rojo, sí, el mayor as de la guerra con 81 victorias confirmadas a bordo de su Fokker Dr 1 pintado, claro, de color rojo. En el CAEE lo vemos con Moritz, su perro preferido -y hasta ayer mismo mi cerveza preferida- porque en el fondo tenía buen corazón, y atención, en la intimidad del cuartel general, decorado con las matrículas de los aviones enemigos abatidos -hasta aquí, todo más o menos normal- y el motor de un aparato inglés convertido en lámpara de techo, lo que le da al conjunto un tétrico aire kitsch, la verdad: la fiesta se terminó para Richtofen el 21 de abril de 1918, cuando él mismo fue herido de muerte -pero no abatido: todavía tuvo tiempo para un último, casi post mortem aterrizaje de emergencia- por un piloto canadiense. Bueno, esto es lo que sostiene el piloto canadiense.

Carro de combate inglés de la clase mark estrellado contra un ábrol en la batalla de Cambrai, en noviembre de 1917; el bautismo de fuego de los tanques, un invento inglés, tuvo lugar en el Somme en septiembre de 1916. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Transporte de tropas británicas hacia el Somme, en el frente occidental, en otoño de 1916. Fotografía: Associated Illustrated Agencies Ltd. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Después de la batalla: soldados rusos caídos a manos de tropas austrohúngaras que avanzaban hacia la Galitzia Oriental. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

El rostro de la derrota: soldados británicos cautivos son conducidos desde el frente de Arrás, en el norte de Francia, tras la frustrada ofensiva aliada de abril de 1917. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Nos hemos detenido, claro, en el Barón Rojo, pero la verdad es que el grueso de la exposición tiene por escenario las trincheras del Este y del Oeste: aquí sí que hay vísceras y sangre, fango y bang, y uno espera que en cualquier momento ruja el silbato de Kirk Douglas ordenando a la tropa que avance a la bayoneta hacia la posición de Anthill. Uno se siente tentado de pillar el fusil que se expone en el CAEE -un Manlicher austríaco de 1903- por si la cosa se pone mala de verdad... Y lo más probable es que se ponga no mala sino peor, como a los pobres poilous de Kirk, que acaban en Senderos de gloria ante el pelotón de ejecución. Hay también heridos, muchos, y unos cuantos muertos -rusos en Galitzia y británicos en Roupy, pero en cambio ningún alemán, cómo se nota de dónde vienen las fotos. Hay también la cara de comprensible estupor mezclado con miedo del soldado de cualquier bando enviado al frente, y eso que ellos no saben todavía lo que les espera, y hay para terminar el rostro de la derrota y del cautiverio. En fin, una última advertencia: si se pasan por el CAEE, yo de ustedes me agenciaba un pickhaub prusiano, por si acaso.

[Este artículo se publicó el 10 de mayo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]