Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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sábado, 27 de junio de 2015

Lluís Solà: el último pasador lo cuenta (casi) todo

Excombatiente republicano, exiliado en Francia, internado en el campo de Arles sur Tech, de donde se fugó para ser repatriado y deportado al penal gaditano de Isla Saltés, y huido de nuevo a Andorra, adonde llegó a finales de 1939, Lluís Solà evoca a sus 99 años su peripecia como contrabandista y guía durante la II Guerra Mundial, así como su amistad con Marcel·lí Massana y Ramon Vila, Caracremada, los últimos maquis antifranquistas.
[Lluís Solà murió el 1 de julio de 2015 en Andorra la Vella; nos cuenta su nieta, Regina Solà, que esta crónica fue una de sus últimas lecturas, y que se sentía especialmente satisfecho del resultado. Que la tierra le sea leve.]

Solà, en agosto de 2014 en Andorra la Vella, donde reside. Fotografia: Archivo Familia Solà.


Foto de carnet tomada probablemente durante la Guerra Civil. Fuente: Archivo Familia Solà.

Carnet de antiguo combatiente expedido por la oficina francesa de veteranos y víctimas de guerra, válido para el período comprendido entre junio de 1982 y junio de 1983. Fuente: Guies, fugitius i espies / Archivo Familia Solà.



Normalmente, a sus fugitivos los acompañaba hasta Josa del Cadí (Lérida), donde se hacía cargo de ellos el siguiente tramo de la cadena, que los conducía hasta el consulado británico de Barcelona. Eran grupos de siete u ocho: "así es como pasé a muchos polacos", dice Lluís Solà (Santa Eulalia de Lluçà, Barcelona, 1916), vecino de Andorra la Vella y el último superviviente de la estirpe de los pasadores. Gente de una pieza, poco dada a los alardes -recuerden los casos de Forné, Baldrich, Molné o Català- y que mantuvo casi hasta el final el silencio más absoluto sobre sus gestas. En fin: el caso es que en aquella ocasión modificó, a saber  por qué, el procedimiento habitual: el cliente era un aviador norteamericano derribado en los cielos de Francia, y decidió acompañarlo personalmente hasta el final del trayecto. Todo fue bien hasta Manresa, adonde llegaron en tren: como polizones, subidos a la cabina del guardafrenos, dice, y saltando justo antes de entrar en la estación, cuando el convoy empezaba a frenar. El plan era esperar en la misma estación la salida del primer tren para Barcelona: al aviador, que no hablaba una palabra de español, lo colocó en el primer vagón; él se subió al último. Y como pudo, recuerda, "le hice entender que si le pillaba la Guardia Civil, a él no le pasaría nada, pero que a mí me cortarían el cuello".

Hizo bien en advertírselo porque la cosa se torció enseguida. Solà sospecha que los delató algún chivato que los pilló en los servicios, cambiándose de ropa para la etapa final. El caso es que llegada la hora -"Muy pronto, no recuerdo si salía a las 6 de la mañana"- el tren no acababa de arrancar. Al cabo de un cuarto de hora, sacó la cabeza y lo que vio encendió todas las alarmas: su aviador se acercaba cada vez más... amablemente escoltado por la reglamentaria pareja: "Iban controlando a todo el pasaje. '¿Conoce usted a este hombre?', le preguntaron al americano cuando llegaron a mi altura. Él no dijo nada. Me pidieron la documentación, y todo estaba en orden. 'No pases cuidado', le dijo un guardia al otro, 'que ya hablará antes de llegar a Barcelona'".

Solá no se quedó para comprobarlo. Antes de que ganara velocidad, ya había saltado del tren marcha -lo que hay que hacer cuando uno se ve con un pie en el calabozo, especialmente si el calabozo es franquista. "No debieron verme, porque si hubiera sido así, me fríen a balas", deduce. Pues esta es la vez que más cerca estuvo de caer en su larga carrera como guía o pasador de fugitivos durante la II Guerra Mundial. Una trayectoria que ya habían apuntado Claude Benet en Guies, fugitius i espies -lo pone a las órdenes de Antoni Forné i de Francesc Viadiu- y también Josep Calvet en Las montañas de la libertad, y que el mismo Solà relató en una extensa entrevista hasta ahora inédita, recogida por su nieta, Regina, y a la que hemos tenido el privilegio de acceder. 

Como en tantos otros casos, el origen de su peripecia como pasador -del francés passeur, aunque ellos raramente se referían a sí mismos con esta palabra, sino más bien como guías- hay que rastrearlo en el oficio de contrabandista que empezó a ejercer al año de instalarse en Andorra. Y esto ocurrió a finales de 1939: se empleó de mozo con los masoveros de Casa Rebés. Venía de pasarlas de todos los colores: excombatiente republicano -voluntario de primerísima hora en la columna Acero Rápido, que combatió en el frente de Tardienta, Huesca, y perdió a un altísimo precio la ermita de Santa Quiteria: apenas sobrevivieron una treintena de los 150 hombre de la unidad-, fugitivo del campo de concentración francés de Arles sur Tech, capturado por la gendarmería y empaquetado en un tren hacia España, fue a parar al campo de prisioneros de Isla Saltés, en Huelva, donde tampoco lo pasó tan mal y de donde fue finalmente puesto en libertad. Volvió a casa, en Obiols (Barcelona), pero cuando Franco vuelve a llamar a filas a todos los quintos de los reemplazos del 35 al 42 él se planta y huye. A Andorra, con otro compañero y con la ayuda de cierto contrabandista que se negaba a cobrar por el trabajo y al que obligaron a aceptar 20 duros por sus servicios. Lo pasó mal, en sus primeros tiempos por aquí arriba, como sus compañeros de exilio: "Nos teníamos que esconder: los que tenían algo de dinero, en el hotel Espel de Escaldes o en el Pol de Sant Juliò; los que no, aunque tuviéramos trabajo no podíamos dejarnos ver demasiado". Solà tuvo la habilidad de ir encadenando faenas, pero esto no le evitó la inquina de cierto policía que le hizo la vida imposible y que por lo menos en dos ocasiones lo amenazó explícitamente: "'No te quiero ver más por aquí', me decía. No sé si porque era un refugiado republicano o si simplemente me tenía manía. En fin, me aconsejaron que me casara, porque así no me molestarían, pero la verdad es que hasta que terminó la guerra [mundial] nos sentimos perseguidos por la policía [andorrana] y por los gendarmes [franceses]".

Solà, en fin, debutó como paquetaire -o porteador- por cuenta de un tal Tarrés, de Sant Llorenç de Morunys (Barcelona): por llevar hasta esta localidad de la comarca del Solsonés un fardo con 35 kilos de tabaco de picadura le pagaban 300 pesetas; 500, hasta Berga: "¡Collons! Si yo ganaba 15 pelas diarias, y 10 o 12 se me iban en pagar la habitación y el plato en la mesa!" Así que no es de extrañar que en cuanto reunió un capital se instaló por su cuenta. El género lo colocaban en Avià o en cal Rosal. Y para amortizar algo  más la excursión, en el trayecto de regreso -un itinerario que transcurría por la mina de Coll de Jou, el Pi de les Tres Branques, Llinars, Sorribes, Gósol y Josa, antes de salvar la sierra del Cadí, cruzar por el puente de Arenys i desembocar en la Rabassa, Andorra- cargaban el fardo con lana. Cada expedición le reportaba, recuerda, un beneficio de entre 700 y 1.000 pelas. Añadamos aquí que quien con al poco tiempo se convertiría en su suegro se había dedicado al contrabando con cierta intensidad, dice, durante la Guerra Civil: "En la ida cargaban tabaco; a la vuelta, gente de derechas que querían huir a la zona de Franco a través de Andorra y de Francia. Con este negocio hizo bastante dinero".Y recuerda en este punto -otra muesca en la leyenda negra- el caso de cierto individuo -su viuda era la propietaria de la compañía de taxi para la que trabajó durante un tiempo- que se hizo rico durante la contienda traficando con lana... y con fugitivos de la zona republicana: a algunos de ellos los entregó, sostiene, a la Guardia Civil antes de llegar a Andorra. "Era una mala persona", concluye, y el consuelo es que lo liquidaron en la Palanca de Noves. 

Inquilino en la Tercera galería de la Modelo
Recibían una cantidad similar -unas 1.000 pesetas, la tercera parte de la tarifa de la cadena de Baldrich- por cada hombre que entregaban. Contaban con la complicidad de ciertas masías de la zona que, dice, "o bien eran gente de izquierdas o bien tenían un hijo en el contrabando y nos camuflaban: allí comíamos, descansábamos y comprábamos pan para el camino: la Casa Gran, lo llamábamos". Algunas de aquellas familias lo pagaron caro: Solà recuerda más de un caso en que la Guardia Civil les aplicó la infame ley de fugas. Los contrabandistas también se la jugaban: lo hemos visto en el caso de su topetazo en Manresa. Escapó por los pelos, pero la Guardia Civil liquidó sin contemplaciones, dice, a "tres o cuatro compañeros que pillaron por las montañas". Él mismo, en cierta ocasión en que se dirigía a la Seo con otros dos compañeros, oyó el sonido apagado de unos pasos en la nieve -una nieva muy oportuna, por otra parte. No les hizo falta más para abandonar allí mismo el fardo y largarse: "Pegaron tres o cuatro tiros, pero no sentí ninguna bala y no pasó nada, pero en el trayecto de regreso [en sus primeros años andorranos residió en Sant Julià de Lòria, donde se casó en 1942 con la hija de la casa donde se hospedaba] me rompí el dedo gordo de pie y estuve por lo menos un mes con bastón". Y sin contrabando, cabe pensar.

Para el anecdotario queda la cena que compartió en Ca la Castellar de Gósol con Marcel·lí Massana, en la última expedición como contrabandista que protagonizó el después celebre maquis catalán. El único, por cierto, que salió con vida de este asunto. Y Massana no desaprovechó la oportunidad de captarlo para su grupúsculo, en cuanto se hubo pasado al maquis full time: "'Si quieres unirte a mi grupo, siempre estarás a tiempo', me decía. Yo les respondía que tenía mujer y dos hijos y que por lo tanto debía de andar con ojo. Pero él no se daba por vencido: 'Lo que ganes con el contrabando, también lo tendrías...' Pero nunca intervine en nada con ellos, porque se jugaban del pellejo de verdad."

Ni el dedo gordo ni Massana son nada comparados con el episodio que puso el punto final a su carrera como contrabandista: fue en marzo de 1957, cuando ya ejercía de taxista a Barcelona y aprovechaba las carreras para bajar "un par de botellas de whisky, unos kilos de Rosly, en fin, cuatro cosillas". A los guardias de la aduana los tenía en el ajo -"Siempre dejaba cinco duros en el cenicero o en una cajetilla de cerillas dentro de la guantera"- pero aquel día, en la plaza de la Villa de Madrid de Barcelona, cuando estaba a punto de subirse el coche para emprender el camino de vuelta, "se presentaron dos señores: 'La documentación, haga el favor'. Lo tenía todo en regla, pero no sirvió de nada; iban a por mí". De la comisaría de la calle Lauria a la de Vía Layetana, y de aquí, fin de trayecto, a la tercera galería de la Modelo. Lo acusaban de distribuir propaganda contra el régimen -franquista, se entiende. No le encontraron nada que pudiera inculparle, pero lo mejor del caso es que los guardias burlados estaban en lo cierto: "Llevaba propaganda, sí, pero, ¿sabes dónde? Escondida entre las hojas de papel de fumar de aquellos libritos que se lamaban Jan; la escribía Ventura Armengol [el Mestre Orelleta, personaje conocido en la Andorra de los años 40 y 50, incluso antes]". Pero la broma le salió cara: el fiscal solicitaba para él cuatro años de prisión. Y se temía lo peor cuando una noche, al cabo de once meses, lo llaman: "'Coja usted la ropa o lo que sea y afuera'. No me dieron ninguna explicación. Eso sí, tuve que pagar 50.000 pesetas de fianza y otra 50.000 más al abogado: "En aquellos años, con este dineral hubiera podido comprar toda Andorra".

[Este artículo es una ampliación del que se publicó el 25 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

miércoles, 27 de agosto de 2014

El Mirador: vida y leyenda de un hotel

El hotel Mirador es un pozo sin fondo, una mina de anécdotas donde realidad y ficción se dan la mano para construir un relato con toques de épica, lírica y también de drama. Pero la inconfundible silueta del hotel, con su balconada de ladrillo visto y dudosísimo gusto,  ya no rivaliza con la vecina Casa de la Vall. Las màquinas han arrasado el solar donde se levantará la nueva sede del Consell General y se han cargado el escenario de medio siglo de historias y de alguna leyenda, desde que Alexandre Amigó abrió las puertas del primer Mirador, en 1934, hasta que Gerard Sasplugas las cerró, en 1987.

A lo largo de los años y por diversas sendas confluyen en el Mirador refugiados de la Guerra Civil, maquis, espías, agentes de la Gestapo, colaboracionistas, resistentes, pasadores, contrabandistas, conspiradores antifranquistas, literatos de leyenda e incluso un nazi clandestino que terminó como portero del hotel. Tambien la llamada colonia de los russos, los parranos que venían de Lérida, las sucesivas oleadas de turistas y una marabunta de nobres propios, desde Samuel Pereña, alma mater del Mirador, hasta los hermanos Joan y Antoni Sasplugas, que tomaron el relevo, el maestro Florit, el cocinero Martínez, el notario Doret, la señora Carmen, a la que los años convirtieron en una institución del lugar, o el misterioso personaje conocido simplemente como Monsieur. A todos ellos los evocan Ramona Marsinyach, Pilar Buesa, Pilar Triquell y el mismo Gerard Sasplugas, todos ellos estrechamente vinculados al hotel.

El jardín del Mirador en los días de esplendor: al fondo, las escaleras, elemento característico del hotel  y un escenario clásico para inmortalizar en fotografías; a la derecha, la galería de ladrillo visto que colgaba sobre el valle central de Andorra la Vella, con unas altísimas columnas también de ladrillo que le conferían un aspecto de barraca improvisada y a medio acabar. Fotografía: Escudo de Oro.

El Mirador cerró definitivamente las puertas en 1987; enseguida se convirtió en refugio de las bandas de chavales del barrio, y el proceso de degradación fue imparable; los últimos arrendatarios intentaron sin éxito una rehabilitación integral del establecimiento, pero el tiempo del Mirador ya había pasado. Finalmente, el Consell General adquirió el solar para levantar la nueva sede del parlamento. La demolición se llevó a cabo en 2002. En las imágenes superiores se aprecian algunos de los elementos característico del hotel como las escaleras del jardín y los balcones del pabellón de habitaciones, a la derecha. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra
El nuevo Consell General, a la izquierda, se levanta en el solar que hasta 2002 ocupaba el hotel Mirador, en la calle de la Vall de Andorra la Vella. El parlamento se inauguró oficialmente el 11 de marzo de 2011, y sustituye a la vecina Casa de la Vall, al fondo de la imagen, un caserón erigido en el siglo XVI adquirido en 1702 por el Consell de la Terra -antecedente del actual Consell General. Fotografía: Máximus.

Buesa nació en 1935 en can Tonet del Carbonell, en el número 20 de la calle de la Vall. Es decir, frente al Mirador. Ella es la niña que sostiene las llaves de Casa de la Vall en una célebre fotografía de Claverol. La terraza de su casa, en fin, se alza casi encima del solar que hasta el 30 de septiembre [de 2002] ocupaba el complejo del Mirador. Buesa ha sido testigo privilegiado de la historia del hotel y de la progresiva degradación del edificio desde su poco glorioso final, en 1987, cuando se convirtió en refugio improvisado de los chavales del barrio. Suyos -de Buesa, vamos- son los recuerdos más antiguos de esta historia. Imágenes en sepia de los primeros años 40, cuando el hotel acogía una abigarrada humanidad integrada básicamente por refugiados catalanes, gendarmes franceses y agentes nazis. Es el ambiente que recoge Entre el torb i la Gestapo, donde Francesc Viadiu retrató la red de pasadores que tenía en el hotel uno de sus centros de operaciones: "Todo el mundo iba a lo suyo. Era una relación correcta pero distante. Los huéspedes se saludaban pero nada más. Recuerdo que de vez en cuando aparecía por el hotel un militar que parecía un oficial y que departía con los agentes alemanes destacados en el país. Los refugiados, en cambio, solo estaban de paso. Incluso tuvimos algunos en casa, hijos de amigos de mi abuelo, que había sido director de escuela en Mollerussa. Una de las mayores satisfacciones que tuvo mi padre fue cuando uno de aquellos chicos que se había hospedado en casa camino de Francia, volvió años después, ya casado con una chica francesa, para agradecerle personalmente el trato recibido".
A Buesa se le ilumina el rostro al recordar los multitudinarios bailes de Carnaval que organizaba Samuel Pereña, abogado leridano que sucedió a Alexandre Amigó al frente del establecimiento y al que considera el alma de los años dorados del Mirador. Como Buesa, también Marsinyach conserva un recuerdo entrañable de Pereña, que confirió al hotel el característico toque familiar que lo distinguió a lo largo de los años: "Pereña tenía las puertas abiertas para todo el mundo. En ocasiones se habían llegado a hospedar en el Mirador una treintena de parientes suyos, que él acogía generosamente. Y al final, con toda su hombría de bien, fue a morir solo en una residencia de ancianos de Figueras". Marsinyach (Vilasana, Lérida, 1927), llegó al Mirador en 1945: "Vine a parar aquí porque una tía mía trabajaba en el hotel como encargada. Y con la intención de quedarme una sola temporada. En fin, no me he vuelto a mover de aquí. Cuando en casa me dijeron que era hora de volver a casa, les dije que no. Venía de un pueblo pequeño y sin expectativas, mientras que aquí lo pasábamos bien y me ganaba la vida". En el Mirador sirvió hasta que se casó, en 1950. Entre los personajes que cada noche se reunían en el bar del hotel a jugar a la botifarra recuerda al doctor Vilanova -hoy con una calle vecina a su nombre- y a Bartumeu Rebés, el señor de la también vecina casa Rebés, a los que habitualmente se añadía Ramon Villeró, que ayudaba a Pereña en las tareas de administración: "En verano se organizaban bailes en los jardines, el señor Pereña hacía venir a orquestas de Orgañá o sacaba la gramola al jardín, y venía gente de todas las parroquias. Antes de la renovación del hotel [que Jan Sasplugas acometió en la segunda mitad de los años 50] se organizaban unas timbas de póquer muy concurridas, y eran célebres las comilonas y las fiestas animadas por grupos de parranos, que es como llamábamos a los gitanos blancos que venían de Lérida".

Un nazi en el Mirador
En 1952 se jubila Pereña y lo suceden al frente del Mirador Joan Sasplugas y Magda Triquell, que se habían incorporado al personal tras su llegada al país, en 1940 y que mediada la década se habían establecido por s cuenta en el restaurante Metropol. Pilar Triquell (Castelldans, Lérida, 1941) vivió los inicios de esta segunda época. A partir de 1955 acostumbraba a pasar los veranos en el Mirador ayudando a sus tíos: "Para mí, aquella experiencia fue como asistir a un curso de andorranidad: por el Mirador pasaba todo el mundo, desde los consejeros que iban a tomar el aperitivo o a comer tras una sesión del Consell General, hasta los habituales de las partidas de botifarra. En el bar del Mirador es donde por primera vez oí hablar del contrabando. Andorra era entonces minúscula, un pueblecito de nada, pero con la mentalidad muy abierta: a los que veníamos de fuera, como yo misma, nos trataban estupendamente, diría que incluso mejor que en nuestros lugares de origen". Entre los trabajadores con que coincidió, Triquell recuerda al maître, Pau, "siempre vestido de oscuro". Las camareras, seis o siete en verano, vestían uniformes impecables, con sus bordados y la cofia para los días señalados. En la cocina mandaba Martínez, el chef, una institución que estuvo al frente de los fogones del Mirador durante casi tres décadas: "Cuando me casé no había cocinado en mi vida", cuenta Triquell. "Me espabilé recordando cómo lo hacía Martínez". A este singular personaje, siempre con un puro en la boca, lo retrató el maestro Florit en una recreación del Moulin Rouge que colgaba sobre la barra del bar, y que al cerrar el Mirador Gerard Sasplugas se llevó a su nuevo establecimiento. Otro personaje que dejó huella en la memoria de Triquell es Carme, "una auténtica mula que no descansaba jamás y que hacía de todo: hasta que vinieron las lavadoras era ella quien se encargaba de lavar a mano toda la colada del hotel, en un lavadero cubierto que había en el jardín; y cuando terminaba, todavía le quedaban ánimos para subir a ayudar a la cocina".
Pero quizás el personaje más fascinante, por oscuro, de toda esta historia sea el Monsieur, "hombre educadísimo, que hablaba cuatro o cinco idiomas y que lo mismo te lo encontrabas ejerciendo de mozo que de maître. Después de su muerte nos enteramos de que había sido el secretario de un jerarca del partido nazi belga", evoca Gerard Sasplugas (Andorra la Vella, 1948), que tenía cuatro años cuando sus padres se hicieron cargo el Mirador. Él lo regentó desde que en 1974 cogió el relevo de su hermano, Jordi, y fue el encargado de bajar el telón, en 1987: "Cuando hoy paso por delante de lo que había sido el Mirador me duele el corazón. Es natural, porque es un pedazo muy grande y muy importante de mi vida. Fue una lástima que no prosperara el proyecto de levantar un hotel de nueva planta que sirviera de nexo entre el Prat del Call y el barrio antiguo, con un concepto similar al que plantea el nuevo edificio del Consell General. Pero la propiedad [la familia Cerqueda] no lo vio claro. Aunque también diré que el destino final del solar, acoger el nuevo parlamento, tampoco está mal".
Los recuerdos de Sasplugas incluyen anécdotas vividas en el Metropol pero perfectamente extrapolables, dice, al Mirador, como cierto maquis que se hospedó en una ocasión en el hotel y que dejó los bártulos en el rincón donde le indicaron los dueños: "Mi hermano, que entonces debía tener 8 o 10 años, husmeó entre los bultos y apareció en el bar con una cosa verde en la mano: ¡una granada! la concurrencia se quedó de piedra, claro. Aquel tipo había venido con todo el arsenal a cuestas". El ambiente que los Sasplugas supieron dar al Metropol lo trasladaron al Mirador cuando volvieron a casa, en 1952. Un ambiente que mantuvieron con las importantes reformas del final del decenio, con la ampliación de 27 a 44 habitaciones y con el turismo -sobre todo francés- convertido en la clientela habitual. Se habían acabado los aventureros de otros tiempos: "Siguieron viniendo algunos de los habituales de la etapa anterior. Se congregaban alrededor de una estufa de leña y con el frío el grupo se iba juntando. Hasta una veintena de personas. Recuerdo al notario Doret, el que pronunció la última sentencia de muerte, que se casó con una chica que trabajaba en el hotel. Hay que decir que Doret vivió el resto de su vida más limpio y arreglado que nunca antes. Estaba también el Tetu, personaje singular que de vez en cuando se encaramaba a una silla para impartir a la concurrencia imaginarias clases de esgrima". El Mirador también era parada obligatoria para los consellers, que después de cada sesión del parlamento celebraban tradicionalmente un ágape en el hotel: "Por la mañana asistían al Consell, más protocolario, pero las decisiones se tomaban durante la comida. Había cierto conseller abstemio como el que más, pero que insistía en que todo el mundo tuviera la copa llena... También acostumbraban a comer en el Mirador los batlles [jueces de primera instrucción], que se reunían aquí antes de impartir justicia. Hasta que uno de ellos, no tan resistente como sus colegas a los efluvios del alcohol, o quizás porque le pilló en un mal día, resulta que dictó una sentencia extaordinariamente más severa de lo que requería el caso, por no decir incongruente. Vamos, que se terminaron aquella comilonas de trabajo". Entre los huéspedes ilustres que desfilaron por el establecimiento, Sasplugas evoca a Narcís Casals, Rafael Benet y Cèsar Martinell, que se hospedaron en el hotel mientras restauraban las pinturas del salón de los Pasos Perdido de Casa de la Vall, a mediados de los 60: "Martinell era un señor muy afable que tenía un especial interés en Andorra porque había diseñado la Casa dels Russos, la primera y única que se levantó de aquel confuso episodio que pretendía erigir en Andorra una especia de comuna libertaria..."

El Mirador: un espacio literario
El Mirador ha dejado una huella más considerable en la literatura y el cine. De hecho, mucho más que cualquier otro lugar de nuestro rincón de Pirineos. Isabelle Sandy, para empezar, ubicó en este mismo lugar la Solana, la casa pairal de los Asnurri, la saga protagonista de su novela Les hommes d'Airain. La primera edición es de 1922, una década larga antes de que Alexandre Amigó inaugurara el primer Mirador. La novela de Sandy dio pie a un segundo episodio, el rodaje de su adaptación a la pantalla grande, un proyecto dirigido por el cineasta frances Émile Couzinet y que se concretó en el otoño de 1941, en plena ocupación alemana de Francia. El equipo se instaló en el Mirador mientras se rodaban los exteriores de la película. Los interiores, en cambio, se rodaron en los estudios Burgus Films, en Royan, en la costa atlántica francesa. Fue la primera película que se rodaba tras la ocupación, cosa que no queda del todo claro si le pone o le quita mérito. En cualquier caso, y para rizar el rizo, el rodaje de Les hommes d'Arain dio a su vez pie a Guerra, terra i estrelles, en que el historiador Jean Claude Chevalier novela la azarosa filmación de la película. Pero si el Mirador ha pasado a los anales de la literatura -aunque sea en una nota a pie de página- es por Entre el tor i la Gestapo, donde Francesc Viadiu pasa por el tamiz de la ficción su propia experiencia como cabecilla de una cadena de pasadores con sede en el hotel durante la II Guerra Mundial. A su vez, Entre el torb i la Gestapo tuvo también versión televisiva, en una miniserie dirigida en el 2002 por Lluís Maria Güell. La productora reprodujo en el estudio el interior del Mirador, entonces ya en ruinas, y contó con el asesoramiento del mismo Jordi Sasplugas. Pero algunos no quedaron en absoluto satisfechos con el resultado: "Nos jugábamos la vida y no estábamos para gestos de cara a la galería como desafiar a los alemanes cantando Els Segadors en el bar del hotel. Y por allí no corrían las putillas, y mucho menos el champán", se lamenta Jaume Ros, él mismo pasador por cuenta de una cadena de Estat Català. Para finaliza, Josep Pla también evoca la hospitalidad del Mirador en un rincón de Un petit món al Pirineu.

[Este artículo se publicó en la revista Informacions en 2002]

viernes, 22 de agosto de 2014

¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?

El ministerio de Cultura destina 35.000 euros a la rehabilitación de la fachada del histórico hotel de la Massana, cuartel general de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné; en 1943, un comando de la Gestapo secuestró a Eduard Molné, hijo de los propietarios, y a cinco militares polacos que intentaban evadirse a España.

¡Ay, el Palanques! Es verdad que otros hoteles en Andorra comparten su mismo pedigrí épico: el Coma de Ordino, el Pol de Sant Julià de Lòria y, sobre todo, el Mirador de Andorra la Vella, que se ha llevado la gloria mediática gracias a Francesc Viadiu y su novela Entre el torb i la Gestapo. Otro día hablaremos de ellos, piezas clave de la epopeya de los pasadores (en este caso, más bien de los pasados) durante la II Guerra Mundial. Muy pronto, palabra. Pero el Palanques es otra cosa. Lo hemos contado aquí mismo en otras ocasiones: fue en este establecimiento de la Massana, inaugurado en 1935, donde el abogado catalán Antoni Forné estableció el cuartel general de su red de pasadores. Una cadena para la que trabajaron hombres de una pieza como Alfredo Conejos, Josep Mompel, Joaquim Baldrich y... Eduard Molné, él mismo hijo de los propietarios del hotel -Francisco Molné y su esposa, Emília Armengol- y que ejerció de taxista ocasional para la cadena a bordo de su Renault, uno de los escasos vehículos existentes en la Andorra de la época.

Hoy los recuerda un humilde monolito situado enfrente del hotel. En fin, que si hablamos hoy aquí del Palanques es en primer lugar porque el ministerio de Cultura destinará este curso 35.000 euros a la restauración de la fachada del edificio. Que buena falta le hace porque -como comprobará el lector- abundan en ella los desconchados y el aspecto general corresponde al de una dolorosa y -nos temíamos algunos- inexorable decadencia. Nada extraño si tenemos en cuenta que el mismo ministerio advertía en 2004, año en que lo incluyó en el catálogo del patrimonio cultural de Andorra, que en siete décadas -hoy, ocho- el edificio no ha sufrido modificaciones significativas, así que conserva todos los elementos estructurales originales. En definitiva: que tal como lo vemos hoy es como lo vieron -y lo vivieron- Forné, Molné, Badrich y compañía. El papel central del Palanques en la epopeya de los pasadores se debe no sólo a que fue el epicentro de una de las cadenas de pasadores mejor conocidas entre las que operaron en Andorra, sino también a que fue escenario de la célebre razia que la Gestapo lanzó la noche del 23 de septiembre de 1943: delatados por un tal Nicodème -Enrico Nicodem, según consigna Ludmilla Lacueva Canut en Els pioners de l'hoteleria andorrana-, un topo infiltrado en la cadena y que para mayor escarnio se hospedaba en el mismo hotel, y guiados por esbirros de la vegueria francesa, los agentes alemanes se plantaron en el Palanques en dos vehículos -un Delaye y un Citroën, evocaba el mismo Forné en una serie de artículos publicada en 1979 en la revista Andorra 7- dispuestos a desmantelar la cadena.  

Monumento que desde 2005 recuerda la gesta de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné desde el hotel Palanques, y de la que también formaban parte Joaquim Baldrich, Josep Mompel, Alfred Conejos i Eduard Molné, el único que probó la hospitalidad de la Gestapo al ser capturado la noche del 23 de septiembre de 1943 y trasladado a la prisión del monte de Saint Michel, en Tolosa; fue liberado diez días después. Fotografía: Tony Lara.

El hotel Palanques, proyectado por el arquitecto Rafael Besolí, comenzó a erigirse en 1933 y se inauguró el 15 de agosto de 1935; constaba (y todavía consta) de planta baja, dos pisos y buhardillas. Debe su nombre a que los propietarios, la familia Molné, se habían instalado una generación antes en unos terrenos denominados Les Palanques porque estaban situados en la confluencia de los ríos de Ordino y Erts, a unos cien metros de la parroquial de la Massana. Allí levantaron el primer hostal hasta que en 1933, y gracias a una permuta con la propiedad de Casa Ramon, se trasladaron a lo que hoy es el Palanques. Arriba, el hotel ya terminado; aquí encima, el edificio en construcción. Fotografías: Colección Casimir Molné Armengol / Els pioners de la hoteleria andorrana.
Durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial en el Palanques se hospedaron huéspedes de toda procedencia: desde un pequeño destacamento de los gendarmes de Baulard hasta el abogado Antoni Forné -que acabó casándose con una de las hijas de la familia Molné- pasando por fugitivos que huían de la España republicana, primero, y de la nacional, después. En la imagen, Joana y Maria Molné en agosto de 1942 (¿o 1944?) posan con los músicos franceses que acudían a tocar a la fiesta mayor de la Massana. El texto dice: "À notre gentille hotesse, notre meilleur souvenir", y lo firman Miney y Louis... ? Fotografía: Colección particular Joana Molné Armengol / Els pioners de l'hoteleria andorrana.




Tres vistas actuales del hotel Palanques, situado en la avenida de Sant Antoni y que conserva casi intactos los elementos estructurales originales, especialmente los sillares esquineros de granito que permiten incluir el edificio en la denominada arquitectura del granito, corriente en boga en la Andorra de los años 30 y que incluye otros edificios como los hoteles Rosaleda de Encamp y Valira de Escaldes. Fotografías: Máximus.
La Massana en los años 40: el Palanques es el edificio en segundo plano del centro de la imagen, escorado a mano derecha; se distingue por su cubierta achaflanada y sus esquina con sillares de granito.
Los dibujantes Escobar y Peñarroya, en el cartel del salón de cómic de la Massana de 2011, obra de Paco Roca, que ese año publicaba El invierno del dibujante. Ambientado en 1958, los cómics no son todavía cómics, ni tan solo historietas, sino tebeos. Dibujo: Paco Roca / La Massana Cómic.
Y para que no falte nada, incluso Superlópez se permitió un vuelo de reconocimiento sobre el Palanques: la viñeta pertenece a Las montañas voladoras, la premonitoria aventura inmobiliaria del superhéroe de Jan, y se publicó en 2004, auspiciada también por la Massana Cómic. Dibujo: Jan. 

Lo consiguieron a medias: la buena fortuna (o mala, no está del todo claro) quiso que aquella misma noche los hombres de Forné tuvieran que ir a recoger a un grupo de militares polacos al Vilaró, donde desembocaba la ruta de evasión que pasaba por el puerto de Siguer. Molné se ofreció en aquella ocasión para acompañarles hasta el Vilaró, donde entonces moría la carretera, recoger los paquetes y conducirlos hasta Sant Julià de Lòria. Todo transcurrió con normalidad hasta que al pasar por delante del Palanques se percataron de la presencia de los dos vehículos y sobre todo de sus inquietantes ocupantes: cuatro o cinco hombres -recuerda Forné- vestidos con sospechosas gabardinas -cine negro obliga- que se lanzaron tras el Renault de Molné, que aceleró en dirección a Andorra la Vella en cuanto Conejos gritó: "¡La Gestapo!"

La huida no se prolongó más que unos cientos de metros: en el cruce de Sispony, y tras unos disparos intimidatorios, Molné cruzó el Renault en la carretera, dando tiempo a Forné y Conejos para saltar del coche y perderse en la noche. Ni Molné ni los cuatro fugitivos polacos -Claude Benet descubrió sus nombres en Guies, fugitius i espies: dos oficiales, Jan Daniez y Jan Sarnicki, y dos soldados, Czeslaw Giejsowt y Josep Lawicki- tuvieron tanta suerte, fueron capturados y conducidos hasta Tolosa junto a un tal Bobby, norteamericano de origen polaco que formaba parte de la cadena que fue la única presa que cazaron en el Palanques. 

De la tele al cómic
Cuenta Lacueva que en el trayecto hasta Tolosa Molné se cruzó hasta en dos ocasiones con conocidos a los que trató de llamar la atención -con nulo éxito: la primera vez, en la aduana del Pas de la Casa, donde el jefe de la policía andorrana en la época, Daniel Armengol -vecino como él mismo de la Massana- estaba de guardia esa madrugada y fue quien levantó la barrera para dar paso a la comitiva. Unos kilómetros más adelante, en Tarascon-sur-Ariège -nada que ver co el Tarascón de Tartarín, en las Bocas del Ródano-, y ya con las primeras luces del día, divisó a otro vecino suyo, Josep Montané, que había acudido a la feria de ganado de esta localidad; incluso le tocó el cláxon. Pero nada.

En Tolosa perdió Molné la pista a sus compañeros de peripecia. Por suerte para él, porque tras ocho o diez días de cautiverio en la fortaleza de Saint Michel fue liberado gracias a las gestiones de su padre. Le ayudó el pequeño detalle que Francisco Molné, subsíndico entre 1933 y 1936, sucedió este último año al destituido Síndico General, Pere Torres. Solo duró un año en el cargo, y a Francisco le sucedió Francesc Cairat, que era quien ejercía el cargo en 1943 -y hasta 1960: he aquí otro personaje que reclama urgentemente una biografía- y que hizo las oportunas y exitosas gestiones ante la Mitra -el Obispo de Urgel y Copríncipe del momento, Iglesias Navarri, había sido vicario general castrense durante la Guerra Civil (del lado nacional, se entiende) y conservaba cierto ascendente sobre Franco y, sobre todo, su esposa- para conseguir la liberación de Molné.

El caso es que las gestiones de Cairat ante el Obispo o la misma vegueria francesa, ante la cual también intercedieron por el cautivo -y atención, que eran los años del reinado del nefasto Lesmartres- consiguieron que al cabo de una semana un funcionario del consulado alemán en Barcelona se desplazara hasta Tolosa. Así es como nuestro hombre recordaba en 2003 para la revista Informacions aquel breve encuentro: "Una mañana se presentó en la prisión un chico del consulado que me explicó que de paso por Andorra se había enterado de mi caso. Me dijo que no  me preocupara, me aseguró que saldría pronto y me invitó a escribir a casa para tranquilizar a la familia. Y así fue: al cabo de dos o tres días más me llamaron por mi nombre, y a la mañana siguiente un coche de la Gestapo me condujo hasta el Pas de la Casa". Dice Lacueva que incluso recuperó su Renault. Buena gente, como se ve, los chicos de Goebbels.

Vale que fue la única ocasión -como no se olvidaba nunca de recalcar, alejando de sí el foco de atención- en que Molné participó de manera activa en la cadena que dirigía su futuro cuñado, Antoni Forné. Pero como recalcaba el historiador leridano Josep Calvet (Las montañas de la libertad)  con ocasión de su fallecimiento, en agosto del 2012, "sin la complicidad esporádica de gente como Molné la misión de los pasadores hubiera fracasado". Más contundente aún se mostraba Claude Benete (Guies, fugitius i espies) en esta misma ocasión: "Fue un hombre de una humildad y de una elegancia incuestionables; otros con muchísimos menos méritos han explotado su participación en esta epopeya sin escrúpulos; él optó siempre por la discreción".

Pero volvamos al comienzo: si contamos hoy aquí y por vez enésima la peripecia de Molné es porque la aciaga incursión de la Gestapo de aquel 23 de septiembre de 1943 -se desconoce el destino final de los cuatro polacos y de Bobby, pero Benet sospecha que terminaron en un campo de concentración, donde no es aventurado augurar su muerte- tenía la cadena del Palanques como objetivo. Así que hagamos algo más de historia y pongámosle biografía al establecimiento con más pedigrí bélico del país. Y en este punto la autoridad indiscutible es de nuevo Lacueva, autora de Els pioners de l'hoteleria andorrana, la biblia de la materia. El Palanques es hoy un humilde hotel de una estrella situado a los pies de la avenida de Sant Antoni, el nombre de la Carretera General a su paso por la Massana. Empezó a construirse en 1933, y fue inaugurado el 15 de agosto de 1935. Era el segundo establecimiento de este nombre dedicado a la hotelería regentado por la familia Molné. El primero, abierto por Francisco Molné Mora -el abuelo de nuestro Eduard-, estaba situado en lo alto del núcleo histórico de la Massana, a unos 100 metros -dice Lacueva- de la parroquial de Sant Iscle.

A esta primitiva fonda debe su nombre el Palanques, porque se levantaba en unos terrenos donde confluían los ríos de Ordino y de Erts, motivo por el cual existían en la finca dos palanques, o rudimentarias pasarelas de madera. De ahí que los terrenos fueran conocidos en la Massana como Les Palanques, y que la casa levantada por los Molné se conociera en adelante como Cal Palanques. El hotel actual lo erigió Francisco Molné Rogé, Sisquet (1883-1980), según un proyecto del arquitecto Rafael Besolí -autor también del hotel Mirador de Andorra la Vella (1934)- y se inauguró, como ya se ha dicho, en 1935. Se adscribe junto con edificios como el hotel Rosaleda de Encamp y el Valira de Escaldes a la denominada arquitectura del granito, corriente propia de la arquitectura local y caracterizada por el uso generoso de los sillares de granito. En el Palanques constituyen el elemento principal de las columnas esquineras y le confieren un aspecto característico a la fachado, al lado de las cubiertas de madera y piedra llicorella, a dos vertientes y achaflanadas.

En este punto hay que indicar que a diferencia de los otros ejemplos de arquitectura del granito, en que los sillares ocupan toda la fachada, en el Palanques su presencia se limita a las susodichas esquinas. Constaba (y consta todavía hoy) de planta baja -con un comedor para los clientes del pueblo, cocina, administración y tienda de comestibles-, dos pisos y buhardillas, en lo que en Andorra se denomina "cap de casa". Las 20 habitaciones originales -hoy, 16- disponían de lavabo con agua corriente -un lujo en la Andorra de los años 30- y baño compartido en el primer piso, donde también se encontraba el comedor de los huéspedes. Esta estructura se ha conservado prácticamente intacta hasta hoy. Cuenta Lacueva que durante la Guerra Civil un pequeño grupo del destacamento de gendarmes al mando de Baulard -quién sabe si alguno de nuestros zapadores- se hospedó de forma más o menos permanente en el Palanques, para escándalo de alguno de los vecinos, poco amigo de la ocupación gabacha y que por lo visto amenazaba a Sisquet al grito de "¡Et pelarem!" ("¡Te liquidaremos!").

Lo cierto es que al único que estuvieron a punto de liquidar fue a Eduard, y no sus vecinos sino la Gestapo. El Palanques, en fin, o un local directamente inspirado en el Palanques, es el escenario donde transcurre buena parte de Un any a la nostra vida, la obra de teatro que bebe en la epopeya de los pasadores escrita y dirigida por Xavi Fernández, y estrenada el 11 de noviembre en el teatro les Fontetes de la Massana. También tiene un cierto papel en la versión televisiva de Entre el torb i la Gestapo, aquel plúmbeo bodrio dirigido por Lluís Maria Güell que entra a saco en la novela homónima de Francesc Viadiu. Güell, que debió de oír campanas sobre la peripecia de Forné, Molné y compañía, se toma la libertad de ubicar en el Palanques el centro de operaciones de uno de los malos de la historia, el sádico y nefando doctor Coco -Fermí Reixach, en la pequeña pantalla, que pergeña, por cierto, uno de los pocos personajes que se salva de la quema.

Y ya que hablamos del doctor Coco, consignemos para acabar que el aviador británico Cyrill Penna, cuyo Short Stirling fue derribado de regreso de una misión de bombardeo sobre las factorías Fiat de Turín y que pasó por Andorra entre el 1 y el 10 de marzo de 1943, consigna en sus memorias de guerra, Escape and Evasion, cómo tuvo que librar a un compañero suyo, el también aviador Dick Adams, de las garras de un doctor Antoni de Barcia, que insistía en amputarle el pie izquierdo, congelado en el paso del Pirineo. Penna logró sacarlo del tugurio donde el tal Barcia operaba, un hotelucho de Escaldes, y trasladarlo a la improvisada clínica que el doctor Trias, eminencia de la cirugía española por entonces refugiado también en Andorra, regentaba en la Casa Rebés de la capital. Claude Benet insinúa en Guies, fugitius i espies que sí, que efectivamente nuestro Barcia podría ser el alcohólico y cocainómano -de ahí el sobrenombre- doctor Coco de Viadiu. Que ejerciera en realidad en un hotel de Escaldes y no en el Palanques es un detalle menor que no nos va a estropear un buen titular.

Añadamos para terminar, ahora sí, que nuestro Palanques -cuya propiedad conserva Roser Molné, hermana pequeña de Eduard, pero que la familia dejo de regentar en los años 50- tiene también un par de estupendos cameos de cómic, los dos gracias a Joan Pieras y el salón de la Massana: el primero, cronológicamente hablando, corresponde a Las montañas voladoras (2004), aventura andorrana del Superlópez de Jan, que se atreve a sobrevolar el hotel como ven en la viñeta de aquí arriba. Lo mejor que se puede decir del asunto es que el Palanques sobrevivió al paso de Superlópez, que ya es decir. El segundo, y nuestra debilidad personal, es el cartel del Salón del Cómic de la Massana  2011 dibujado por Paco Roca, que entonces presentaba El invierno del dibujante, y en que aparecen Escobar y Peñarroya, dos de los historietistas convertidos por Roca en protagonistas de este álbum metacomiquero, deambulando felizmente ante un Palanques con estupenda estética años 50. Como decíamos ayer, hay otros hoteles, pero como el Palanques, ninguno. Con el permiso del poeta Feliu Formosa: "¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?"

miércoles, 12 de marzo de 2014

Con el Cojo, antes del 'torb'

[Torb: tormenta de nieve en alta montaña, con vientos superiores a los 56 kilómetros/hora y temperaturas inferiores a los -12º]

Rafel Dalmau reimprime las memorias de guerra de Francesc Viadiu; el autor de Entre el torb i la Gestapo reivindica su papel en la represión de la violencia anarquista en el Alto Urgel y la Cerdaña.

La escena tiene lugar la madrugada del 28 de abril de 1937, justo en la entrada de Castellciutat, al lado de la Seo: Francesc Viadiu (Solsona, Lérida, 1900-Sant Llorenç de Morunys, Lèrida, 1992) y sus dos escoltas -los guardias de asalto Peiró y Cid- acaban de apearse del coche oficial y el comité de bienvenida lo forman seis hombres armados -pongámosles, venga, cinematográfica pinta de milicianos de Tierra y libertad- dispuestos a disparar a la mínima oportunidad. De momento le dedican a Viadiu un rosario de insultos más bien exóticos, teniendo en cuenta que nuestro hombre es en aquellos momentos el delegado de Orden Público de la Generalidad en Lérida: "¡Ya te tenemos! ¡Contrarrevolucionario, fascista, salvacapellanes!" Se entiende que Viadiu no lo acabara de ver claro y que tuviera serias dudas sobre sus posibilidades de salir con vida de aquel encontronazo con los célebres incontrolados: "La situación era francamente crítica. Aquella gente que me rodeaba no las tenía todas consigo y estaba claro que tenían miedo, mucho miedo. Sentía más aprensión de que me acabaran matando de forma accidental que no consciente y deliberadamente. Pero intentar hablar con ellos era un diálogo de sordos".

Portada de la última reimpresión de Delegat d'Ordre Públic a Lleida 'la Roja', que apareció en febrero de 2013. La primera edición es de 1979. Fotografía: Archivo.
Portada de la última edición -hasta el momento- de Entre el torb i la Gestapo, reimpresa en 2007 y con el célebre cartel de Pere Català Pich, Aixafem el feixisme. Fotografía: Archivo.

Es evidente que Viadiu sí que se salió con la suya. Con algo de fortuna, todo sea dicho, y una estratagema de lo más pintoresca: primero fue la oportuna y salvadora llegada del camión con una treintena de guardias procedentes de Lérida y que constituían en esa coyuntura su argumento más convincente: el ardid consistió en hacer creer a los pelagatos del control que los guardias no moverían un dedo si no era a sus órdenes, y u si se portaban bien tenían alguna posibilidad de escapar con vida de aquel percance. Contra pronóstico picaron, y se evitó lo que parecía un inminente baño de sangre: en cuanto los guardias ordenaron "¡Alto!", a los "escopeteros" -como él los denomina- les faltó tiempo para desaparecer gallardamente del campo de batalla. Tenían vía libre hasta Bellver.

No era poco, porque se trataba del segundo encontronazo poco amistoso de aquella intensa noche: en Orgaña, antes de llegar a Castellciutat, ya se las había tenido tiesas con un comisario del ayuntamiento de la Seo -dominado en aquel momento por los anarquistas de la FAI, gente expeditiva y poco dada a las sutilezas- que en una amable charla en el café de Picoy le adviertió amablemente de que a la altura de Tres Ponts -recuerde el lector que estamos en los mismos escenarios que un siglo y medio antes se había pateado Langlois- habían emplazado un nido de ametralladoras dispuesto a cerrarles el paso. Un farol, como la columna comprobó minutos después.

Fuenteovejuna... de la Cerdaña
Pero, ¿qué se le había perdido, a Viadiu, en este rincón de mundo, jugándose el pellejo en cada control de carretera? El autor de Entre el torb i la Gestapo era en aquel momento -ya se ha dicho- el responsable de Orden Público en Lérida, y se dirigía hacia Bellver exactamente para cumplir su cometido: para poner -o imponer- algo parecido a un cierto orden y un cierta legalidad. Los vecinos de la localidad acababan de liquidar a Antonio Martín, alias El Cojo de Málaga -funesto personaje, dice, "que dominaba todos los municipios de la comarca... excepto Bellver, el único que no se había dejado tiranizar"- y a un tal Fortuny, secuaz del Cojo y jefe del comité de la Seo -glups: ya empezamos. Seguro que a esas alturas ya se arrepentían de su heroicidad: alarmantes rumores indicaban que las tres columnas de incontrolados que había comandado el Cojo -procedentes de Puigcerdá, Alp y la Seo: más de 200 hombres armados, no era cosa de broma- convergían en Bellver y se preparaban para el asalto definitivo. Viadiu y su treintena de guardias eran la única esperanza de que la cosa no terminara en un baño de sangre. El problema es que venían de Lérida y corrían el riesgo de llegar tarde. Pero no fue así: a las 4 de la madrugada entraban en Bellver sin noticia de la fuerza enemiga: con la desaparición de Martín y la desbandada de sus esbirros parecía haberse conjurado el peligro de la venganza faista. Las dos comarcas parecían dispuestas a recobrar una cierta normalidad... porque la guerra continuaba ahí fuera.

Este es uno de los episodios recogidos en Delegat d'Ordre Públic a Lleida 'la Roja', las memorias de guerra de Viadiu que Rafael Damau acaba de reimprimir. Un texto de claro carácter reivindicativo en que el autor pasa revista a su controvertida peripecia bélica, justo antes de su mucho más conocida faceta como pasador de hombres al servicio del MI6 desde el hotel Palanques de la Massana. Los suyos lo acusaban de haber provocado el enfrentamiento con los faistas que terminó con la muerte del Cojo; él insistía que se había limitado a cumplir con la palabra dada -que socorrería a todos los pueblos bajo protección de la Generalidad que fuesen atacados por incontrolados- y que en cualquier caso, cuando él y sus guardias llegaron a Bellver, Martín y Fortuny ya habían sido abatidos por uno de los defensores. Gran tirador, por cierto, porque hizo blanco a una distancia de entre 600 y 800 metros, la que había entonces entre las primeras casas del pueblo y el río Segre: "¿Quién os mató?" se pregunta Viadiu. "No fue Fuenteovejuna. Fue Bellver de Cerdaña, este admirable pueblo que supo mantener a raya a los incontrolados".

El de Bellver es posiblemente el más célebre de los episodios en que Viadiu participó durante la Guerra Civil. Aunque hay otros, menos conocidos pero igualmente significativos: en Delegat d'Ordre Públic reivindica también su papel en los primeros compases de la contienda, cuando los faistas aspiraban a "limpiar Solsona de fascistas". Como delegado en el Solsonés, Viadiu puso entonces bajo su protección a los frailes benedictinos del santuario del Miracle, y ayudó a huir al prior del convento del Corazón de María y al mismísimo obispo de Solsona,Valentí Comellas, un "ultracarquista" a quienes los anarquistas buscaban para "peinarlo con raya". También de infausta memoria, este Comellas, porque una vez terminada la guerra y repuesto en la Mitra, dice Viadiu, el obispo no movió ni un dedo para salvar la vida de dos hombres que en plena fiebre anarquista se jugaron por él el pellejo y lo acompañaron hasta Andorra. Pero así se escribe la historia.

'Entre el torb i la Gestapo': crónica de un éxito editorial
No nos encontramos quizás ante un estricto best seller, pero sí de un primo hermano suyo: un long seller, especie aun más rara, estos libros de largo recorrido que superan las modas y las coyunturas y acaban convirtiéndose en títulos de fondo. Ejemplares con pátina de los que a los libreros les cuesta deshacerse porque con los años les han cogido cariño: son casi de la familia. Pues a esta rara raza pertenece por derecho propio Entre el torb i la Gestapo, a novela que recrea en clave de ficción -mucha ficción, quizás demasiada- las redes de pasadores de hombres que operaban durante la II Guerra Mundial desde Andorra al servicio del MI6, y que Viadiu conoció desde dentro con el nombre en clave de Alexis. La novela, publicada inicialmente por Hogar del Libro (1974) y Ruedo Ibérico (Cadena de evasión, 1976), fue reeditada en 2000 en una iniciativa conjunta de a familia Viadiu y de la librería La Puça de Andorra la Vella, coincidiendo con la emisión de la serie homónima por TV3 y Andorra Televisió -a misma serie que veteranos como Quimet Baldrich y Jaume Ros no se cansaron en vida de vilipendiar con acritud- y reimpresa en 2007. Un long seller que ahora roza los 10.000 ejemplares, sumando ediciones y reimpresiones: "Hablar en este caso de superventas es posiblemente exagerado; 10.000 ejemplares no son ciertamente una enormidad, pero sí que es una cifra muy, pero que muy buena: tres o cuatro veces la tirada habitual en la memorialística en lengua catalana", dice el editor Rafael Català, con la discreta trampa de colocar en la sección de memorias una obra de ficción como lo es Entre el torb i la Gestapo. Pero no nos vamos a poner ahora quisquillosos.

El caso es que el éxito sostenido del torb es el culpable de la segunda vida de Delegat d'Ordre Públic, publicado inicialmente en 1979 por Rafael Dalmau y hasta ahora inencontrable. La bibliografía de Viadiu -miembro de Estat Català, fundador de ERC y diputado por Lérida al Parlamento catalán, exiliado en 1939, retornado en1952, juzgado en consejo de guerra y condenado a 20 años de prisión, de los que cumplió once meses- se completa con Hostal d'Entença (Hogar del Libro, 1980), donde repasa precisamente su experiencia como inquilino de la cárcel Modelo, que se levanta en la calle de Entenza de Barcelona. Un título, este último, hoy descatalogado y carne de coleccionista. Hay que añadir para terminar que Viadiu y el editor Rafael Dalmau coincidieron en su juventud en las filas de Estat Català, y que el mismo Dalmau es uno de los personajes históricos que trufan las páginas de Delegat d'Ordre Públic. Así que publicarlo en el sello del editor fue -concluye el nieto, el también editor Rafael Català- una forma literaria de reecontrarse con un viejo amigo de los años de plomo.

[Este artículo se publicó el 14 de febrero de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 7 de marzo de 2014

Auge y caída del secretario Soulié

Un revelador (y demoledor) informe conservado en los archivos departamentales de los Pirineos Orientales retrata la trayectoria del secretario del veguer francés entre 1943 y 1946.

Se llamaba Germain Soulié y entre junio de 1943 y 1946 ejerció como secretario de la vegueria en Andorra. El segundo de a bordo en la representación del copríncipe francés: ¡Pétain! Una posición  privilegiada que aprovechó para hacer amistades más o menos peligrosas -especialmente, entre los agentes de la Gestapo destacados en nuestro rincón de Pirineo y, ay, también entre los contrabandistas locales- y gestionarse de paso lucrativos negocios. Primero, bajo la vigilancia de los alemanes, que desde 1942 ocupaban toda Francia y que por eso habían plantado orgullosamente la esvástica en la aduana francesa del Pas de la Casa; y desde agosto de 1944, con la Liberación, por cuenta de las autoridades provisionales francesas.

Como se ve, nos encontramos ante un espectacular caso de camaleonismo y de supervivencia política que no podía terminar bien de ninguna de las maneras, porque debían ser muchos los que se la tenían jurada. De hecho, el 22 de julio de 1947 el prefecto de los Pirineos Orientales ordena al comisario de los Reinseignements Généraux en Perpiñán que prohíba la entrada en Andorra de Soulié y de las personas "que son susceptibles de acompañarlo, como su esposa, hijos y suegros". El prefecto pretende obviamente evitar que se les escabulla un trofeo de caza mayor: sospecha que el exsecretario quiere hacer mutis y abandonar discretamente el escenario. Porque Soulié, el antiguo virrey, el hombre que sobrevivió a dos regímenes y a tres veguers -Lesmartres, Barran y Degrand- y de paso se había sacado unos buenos réditos contrabandeando por aquí y por allá, ha caído finalmente en desgracia: se acerca la hora de rendir cuentas por su actuación durante la Ocupación.


Arriba, carta del prefecto de los Pirineos Orientales fechada el 22 de julio de 1947 en que le comunica a Soulié que sus salvoconductos han caducado, que no se le expedirán documentos nuevos, y que por lo tanto "parece que en estas condiciones deberá renunciar a viajar a Andorra", dice el prefecto con sibilina cortesía; abajo, comunicación con la misma fecha en que ordena al comisario de Perpiñán impedir el acceso de Soulié a Andorra por la aduana del Pas de la Casa. El tono es terminante. Fotografía: Archivo.

Así lo insinúa el expediente consagrado a nuestro hombre que se ha conservado en los archivos departamentales de los Pirineos Orientales, en Perpiñán. Un documento prolijo en detalles y fascinante no sólo porque repasa las sensacionales andanzas andorranas de Soulié durante su movido e intenso secretariado, sino porque ofrece además un suculento retrato del contexto, del ambiente y de los personajes en su mayoría turbios, tirando a oscuros, que pululaban por aquí arriba en aquellos tumultuosos años. Unos años dorados para los oportunistas, los vividores y los espavilados como el mismo Soulié.

El caso es que en junio de 1943 el gobierno de Vichy lo destina a Andorra como secretario de la vegueria. Tampoco es algo sorprendente porque Soulié venía de ejercer como "controlador principal de aduanas" -así se denominaba su cargo- en La Tor de Querol. Nada más llegar se pone manos a la obra para levantar una red de contrabando -lana, pieles, café y... wolframio- con la complicidad de los aduaneros franceses y alemanes del Pas de la Casa -a los que llegan a ofrecer los servicios sexuales de una miembro de la red- y la entusiasta participación de contrabandistas locales cuyos nombres nos ahorraremos por prudencia. Soulié tiene el buen ojo de enrolar a los agentes de la Gestapo destacados en Andorra. Que los hay, como sabemos por Viadiu, por Baldrich, por Molné y por tantos otros. Y es en este punto donde el expediente resulta especialmente revelador porque les pone nombres y apellidos y nos ofrece un sucinto retrato de tales individuos. Aquí tenemos a Marcos von Spaien, holandés con pasaporte español instalado en el hotel Mirador -adonde volveremos enseguida, palabra- y a un tal Bequi, o quizás Vecchi, de quien no se nos concreta si es italiano o croata, pero de quien sabemos que vive en Canillo donde, atención, "compró una mujer por 50.000 pesetas" (sic). El tercero en concordia es un estonio, Hallic, que por lo visto era algo así como el sicario de Vecchi.. Hay un cuarto gestapista. aparentemente francés, que pasa de puntillas por el expediente y de quien tan solo conoceremos el apellido: Trouve.

La Gestapo en Andorra
Spaien -"De quien nadie ignora la nefasta obra que hizo en Andorra durante la Ocupación" (!), dice el dosier de forma inquietante y dejándonos con las ganas de saber algo más de esta "nefasta obra"- tenía en la lista negra al director de Radio Andorra, Etienne Laffont, que por lo que parece se negaba a pagarle al señor secretario la mordida acostumbrada. Incluso instará a la Gestapo para que detengan a Laffont y lo deporten. Sin éxito. Este mismo Spaien será finalmente uno de los que saldrán peor parados de toda esta historia: el 1 de septiembre de 1944, pocas semanas después de la Liberación, un grupo de republicanos españoles lo captura en Escaldes (Andorra) y lo entrega a las nuevas autoridades francesas del Pas de la Casa. Claro que los hay que siempre caen de pie, y este Spaien era uno de ellos: tuvo la santa suerte de que los franceses lo ponen bajo custodia... del hijo mayor de Soulié, oportunamente enrolado en las Fuerzas Francesas del Interior ahora que la guerra había cambiado sin remedio de signo: "Una de aquellas coincidencias que hacían fruncir el ceño a los extranjeros y sonreír a los andorranos", concluye el expediente.

Vecchi, por su parte, conseguirá huir a la España franquista, instalándose en San Sebastián, y Hallic -cuya esposa, porque aquí también cuentan los cotilleos, se nos dice que coqueteaba con tirios y si se terciaba con troyanos bajo su complacida mirada- intenta hacerse perdonar sus pecados colaboracionistas comprometiéndose a tenderle una trampa a Vecchi, su antiguo mentor. Es la hora, en fin, del todo vale, muy lejos de los días de vino, Gestapo y contrabando con que se regalaban estupendamente en el Mirador: alcohol abundante, comilonas opíparas y, atención, señoras que se lo hacían con el primero que se ponía a tiro, alemán, francés o marciano, tal como dice Viadiu en Entre el torb i la Gestapo y contra lo que sostenían tanto Jaume Ros como Joaquim Baldrich, que atribuían estas farras a la imaginación del novelista. Pues el dosier Soulié así lo atestigua.

Pero volvamos con nuestro hombre: ¿qué ha pasado, con el señor secretario, tras el cambio de amo? Pues sobrevivir: es decir, cambiar de chaqueta sin inmutarse y conservar la secretaría, inicialmente con Barran, el primer veguer después de la Liberación, y a partir de mayo de 1945 con Degrand, "hombre honesto pero que a causa de su avanzada edad ya no podía cumplir como era debido las obligaciones del cargo". Con la consecuencia lógica de que Soulié, nominalmente sólo el secretario del veguer, "se convierte en el veguer de facto" y paradójicamente en el hombre clave del momento, a quien solicitan orientación y consejo los agentes enviados a Andorra por los diferentes servicios secretos franceses, incluido el Deuxième Bureau: ¡Soulié, el hombre de quien la venalidad, la embriaguez y las relaciones con los alemanes durante la Ocupación eran conocidas por todos"!, se exclama el redactor con cierto efecto retórico.

O no tanto, porque el hijo de Soulié aparece involucrado en la huida a través de Andorra de un tal Goosham, el jefe de la Gestapo de Foix, según el documento, que el 19 de agosto de 1944 y acompañado por un portugués instalado, ejem, en lo más alto de Andorra "régagne l'Espagne avec des quantités importantes de francs qui'il eut bien voulu échanger contre des pesetas". Por lo que respecta a la "venalidad" del personaje, repetidamente invocada a lo largo de las ocho páginas del informe, Soulié no le hacía ascos a cualquier fuente de ingresos, por humilde que fuese, incluso después de terminada la guerra y con la situación en curso de normalizarse: en fecha tan tardía como el 5 de septiembre de 1946, un camarógrafo francés que filma las instalaciones de la vegueria es testigo de la mordida de 50 pesetas que Soulié júnior, que actúa como secretario de su padre -secretario del secretario (!)- exige bajo mano por cada trámite burocrático que gestiona en las oficinas de la vegueria. Las conclusiones, en fin, no pueden ser más demoledoras: "Soulié pertenece a quien le paga, y por dinero puede traicionar tanto a unos como a otros; aceptó dinero tanto de la Gestapo como de los andorranos y ahora de los norteamericanos. No ha pagado jamás sus aperitivos, pero naturalmente no renuncia a ellos. ¿Hasta cuándo?"

Pues como mucho, hasta el 22 de julio de 1947, cuando las autoridades francesas lo ponen en su punto de mira. Y queda por aclarar un último enigma: ¿cómo y dónde terminó el antiguo colega de los nazis, el secretario que aprovechaba su cargo para lucrarse, el hombre que cambiaba de chaqueta según soplaba el viento y según de dónde venían las oportunidades de un buen pelotazo?

[Ese artículo se publicó el 7 de marzo de 2014 en El Periòdic d'Andorra]


jueves, 27 de febrero de 2014

La leyenda negra y el doctor Coco

Las memorias de Cyril Penna ofrecen nuevas pistas para una posible identificación del infausto médico.

Cómo son las cosas: días atrás dábamos aquí mismo noticia de Escape and Evasion, las apasionantes, magnéticas memorias de guerra del aviador británico Cyril Penna, que entre el 1 y el 10 de marzo de 1943 disfrutó de la proverbial hospitalidad andorrana. Un hombre sin duda afortunado, por otra parte, teniendo en cuenta que había sido abatido el 29 de noviembre de 1942 al norte de París -servía como artillero en un Short Stirling que regresaba de una misión sobre las factorías Fiat de Turín, y tuvo la mala pata de darse de bruces con el Messerschmitt 110 de Helmut Bergmann- y que el 16 de abril de 1943 llegaba sin novedad a Gibraltar después de la odisea que relata en el libro. El caso es que Penna deja en Escape and Evasion  constancia del trato casi sádico que un tal Antoni de barcia -médico mallorquín en aquella época instalado en Andorra- le dispensó en un improvisado quirófano en el hostal de Escaldes donde se alojaban al capitán Dick Adams, aviador norteamericano y compañero suyo de escapada. Recuerda Penna con espanto la sospechosa insistencia del tal Barcia en amputar el pie izquierdo de Adams, que había sufrido severas congelaciones durante el paso del Pirineo. La cosa no fue a más porque en el últim momento Penna consiguió sacar a Adams de aquel tugurio y trasladarlo a la consulta que el doctor Trias, eminencia de la cirugía española entonces refugiado en Andorra, habñia abierto en la Casa  Guillemó -que todavía existe- y en la que él mismo había sido tratado.

Espeluznante imagen de un médico tratando las gravísimas congelaciones en los pies de un refugiado que acaba de cruzar el Pirineo. Atención al cigarrillo. ¿Sería el doctor Trias? Y el paciente, ¿Cyril Penna? Fotografía: Archivo Nacional de Andorra.

En el detallado informe que redactó para el MI9 -la rama de la Inteligencia Militar británica que tomaba declaración a los evadidos que regresaban a casa- deja Penna constancia del incidente sin identificar al médico -"My feet were very badly frost botten, and a doctor in Andorra Clinic wished to amputate my left foot". En cambio, en Escape and Evasion sí le pone nombre y apellido: los de Antoni de Barcia. Claude Benet especula en Guies, fugitius i espies que podría tratarse, efectivamente, del doctor Coco, el alias con que Viadiu bautiza en Entre el torb i la Gestapo a un doctor de infausta memoria, alcohólico y cocainómano -de ahí el sobrenombre- y que curiosamente es el único personaje de la versión televisiva de la novela que no parece de cartón piedra. Aunque bien podría deberse a la estupenda interpretación de Fermí Reixach. Pero esta es otra historia y la cuestión es que, según Benet, este Barcia "intentaba amputar las manos, los pies o los miembros helados de los refugiados que transitaban por Andorra para entregarlos a la Gestapo. Nos falta la prueba definitiva que vincule a este Barcia con el doctor Coco, pero pondría la mano en el fuego que estamos hablando de la misma persona".

He aquí otro hilo que habrá que estirar, a ver qué sale. La solución quizás no esté tan lejos como parece: la historiadora catalana Rosa Sala Rose -autora de aquel estupendo volumen, La penúltima frontera, sobre el paso de fugitivos judíos por los Pirineos durante la II Guerra Mundial- prepara una monografía de pronta aparición que promete espectaculares revelaciones sobre la leyenda negra que históricamente ha ensombrecido la epopeya de los pasadores. Incluso ha abierto un blog -La leyenda negra en Andorra- en que solicita la colaboración de los internautas para poner algo de luz en materia hasta ahora rservada. A ver.

[Este artículo se publicó el 27 de agosto de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 26 de febrero de 2014

El último del Palanques

Con la muerte de Eduardo Molné, el pasado 21 de agosto, desaparece el último testimonio de la cadena de evasión que Forné dirigía desde la Massana.

Ya está, ya no queda ninguno, así que a partir de ahora tendremos que husmear en los libros de historia y en las (escasas) entrevistas que concedieron en vida el puñado de hombres que desde el hotel Palanques de la Massana se jugaron durante la II Guerra Mundial el pellejo para conducir hasta el consulado británico en Barcelona a fugitivos de toda la Europa ocupada que pretendían cruzar el Pirineo, la última frontera de la libertad: ya saben, pilotos aliados abatidos en los cielos del continente, militares polacos refugiados en Francia después de la blitzkrieg de 1939, franceses en edad militar que pretendían evitar el Servicio de Trabajo Obligatorio o unirse a las fuerzas de la Francia Libre, y judíos de todas las nacionalidades -o peor aún, apátridas- condenados a los campos de exterminio.

Molné, a la izquierda, con Joaquim Baldrich, ante el hotel Palanques, el centro de operaciones de la cadena que Antoni Forné dirigía desde la Massana. Fotografía: Màximus.

Documento procedente de los National Archives británicos que de cuenta de la captura de Fernando Molné y de cuatro polacos por parte de la Gestapo, la noche del 29 de septiembre de 1943. Fotografía: Màximus (Fondo Lang / Archivo Nacional de Andorra).

Con la muerte, el pasado 21 de agosto, de Eduard Molné (1917-2013) desaparece el último testimonio de la cadena que el abogado catalán Antoni Forné dirigía desde el Palanques por cuenta del MI6, el legendario servicio exterior de Su Graciosa Majestad. Él y Joaquim Baldrich, fallecido en enero de 2012, fueron los primeros que a principios de la década pasada dieron el paso de evocar públicamente uno de los episodios más fascinantes pero -hasta entonces- peor conocidos del siglo XX andorrano: la participación en este tráfico de hombres de redes de pasadores radicadas en nuestro rinconcito de Pirineo. Hubo por supuesto otras, pero la de Forné es probablemente una de las mejor estudiadas gracias en primer lugar al mismo Forné -en aquella imprescindible, fundacional serie de artículos publicados en 1979 en la desaparecida revista Andorra 7- y al testimonio de Baldrich y de Forné, que salieron del armario en otoño de 2003 en otro reportaje publicado esta vez en el semanario Informacions. Pongamos nombre a esta estirpe de héroes, porque además de Molné, Baldrich y Forné -el cerebro de la cadena- también deben figurar aquí -se lo debemos- sus compañeros de peripecia bélica: Alfredo Vicente Conejos, Josep Mompel y Salvador Calvet. Queda dicho.

Pero vayamos de una vez al grano: así como Baldrich era el pasador arquetípico, el hombre de acción que condujo hasta Barcelona -según recordaba él mismo- a cerca de 400 clientes en algo menos de 40 misiones -y sin perder jamás un solo hombre, como le gustaba recordar con legítimo orgullo- Molné encarna al colaborador ocasional, espontáneo y la mayor parte de las veces anónimo que prestaba servicios puntuales pero que constituía un eslabón imprescindible para el éxito de las cadenas. Jamás ejerció de guía sobre el terreno, ni condujo a ningún grupo de refugiados por caminos erigidos en autopistas de la libertad.

De hecho, su participación en esta peripecia se reduce a un único pero sonadísimo episodio. Fue la noche de 23 de septiembre de 1943. Molné, él mismo hijo del hotel Palanques y mecánico de profesión, había acompañado al volante de su Renault -matrícula AND 591- a Forné y a Conejos hasta el Vilaró, justo antes de llegar al lugar de Llorts, para recoger una expedición formada por cinco militares polacos procedentes de Pàmies -dos oficiales, Jan Daniez y Jan Sarnicki, y dos soldados, Czeslaw Giejstowt y Josef Lawicki, cuenta Claude Banet en Guies, fugitius i espies, la biblia sobre la materia- que habían sobrevivido al frío y al agotamiento pero que habían perdido por el camino a otro compañero de evasión, Alozy Bukowski. El plan consistía en conducirlos en automóvil hasta el Palanques para reponer fuerzas. Pero en la Massana les esperaba una desagradable sorpresa: dos coches con matrícula francesa -un Delaye y un Citroën, según Forné- con cuatro o cinco hombres envueltos muy cinematográficmente en sospechosas gabardinas: "Fue Conejos el primero que, instintivamente, exclamó: '¡La Gestapo!' Un terror repentino y muy vivo se apoderó de nosotros, pero no perdimos el oremus, y aceleramos al pasar con la intención de huir", contaba el mismo Forné en 1979.

Un silencio que duele
Tuvieron éxito... a medias: la persecución terminó tras unos tiros intimidatorios -especula Forné que querían cogerlos vivos- por parte de los alemanes; Molné cruzó el coche al llegar al desvío de Sispony, y tanto Conejos como Forné saltaron hacia el otro lado, aprovechando la oscuridad para huir en dirección a Sispony. Ni Molné ni los polacos -los cuatro encajados en el asiento posterior del pequeño Renault- tuvieron tanta suerte y fueron capturados inmediatamente a punta de pistola. La comitiva inició enseguida el camino hacia el cuartel general de la Gestapo en Tolosa, con el Renault de Molné situado entre los dos vehículos alemanes. Así lo contaba el mismo Molné en Informacions: "A partir del puerto de Envalira nos encontramos un palmo de nieve en la calzada, así que nos hicierrn bajar para empujar los coches. Cuando llegamos a la frontera del Pas de la casa la barrera estaba bajada. Parlamentaron con el policía de la aduana andorrana, que me conocía, pero a pesar de que le hice gestos ostensibles para que me viera, no se apercibió de que iba dentro del Renault". Aquí sí que se vio perdido, admitía, porque Molné fue  encerrado en la prisión de Saint Michel, donde pasó "ocho o diez días". Si salió indemne de ésta fue porque pudo convencer a sus captores de que era un simple taxista que se había limitado a ejercer de chófer... y también -probablemente sobre todo- gracias a las gestiones de su padre, exsubsíndico, y del entonces síndico, Francesc Cairat, ante el obispo Iglesias -muy bien relacionado con el régimen franquista: había sido capellán castrense del dictador- y ante la vegueria francesa. Mucha menos fortuna tuvieron los polacos y un tal Bobby, norteamericano también de origen polaco que formaba parte de la cadena de Forné y que fue capturado en el Palanques: de ninguno de ellos se volvió a saber jamás.

El episodio tiene especial significación por dos motivos: por un lado, porque el golpe alemán -que Viadiu recoge, novelado, en Entre el torb i la Gestapo- fue posible por la infiltración de un topo en el grupo de Forné, un tal Nicodème -Nico, para los amigos. De otra, porque se trata de una de las escasas operaciones documentadas en que los alemanes actuaron dentro de Andorra, violando así la neutralidad del país. Por lo que respecta a Molné, se trata de la única misión en que consta que participara, y de hecho él mismo siempre insistió en figurar en un discretísimo segundo plano a la hora de los homenajes, como en la inauguración del monumento que evoca la memoria de la cadena justo ante el Palanques. ¿Un pobre bagaje? "Tuvo el valor suficiente para acompañar a Forné y a Conejos en una aventura en que se jugaban mucho, como después se vio. Y estoy convencido de que si no lo hubieran pillado, habría repetido", especula Benet, que describe a nuestro héroe del día como "un hombre elegante y modesto; otros con muchos menos méritos lo habrían explotado más; él, en cambio, optó siempre por la discreción".

De la misma opinión es el historiador catalán Josep Calvet, autor de Las montañas de la libertad, la monografia definitiva sobre la epopeya de nuestros pasadores: "No fue el guía prototípico, el refugiado español más o menos politizado, sino el autóctono que colabora de forma esporádica pero decisiva, en un nivel quizás secundario pero imprescindible: sin la complicidad de gente como Molné la misión de los pasadores estaba condenada al fracaso". Por eso duele, y mucho -añadimos nosotros- el silencio institucional que ha acompañado a la desaparición de nuestro hombre: ni una palabra por parte de las autoridades; nada de nada. Como apunta Calvet de forma sangrante, "en otro país, Molné sería un héroe". O quizás porque, como remata Benet, "Andorra es un país ingrato con la memoria histórica, sin apenas curiosidad, como si a mucha gente ya le pareciera bien que de ciertos temas cuanto menos se hable, mejor. Y en parte se entiende, porque si tiras de la madeja, a veces salen episodios honrosos, como el del Palanques, y otras aparecen sorpresas muy, muy desagradables". La buena noticia es que todavía estamos a tiempo de que el silencio y la indiferencia no se repitan con Lluís Solà, él sí el último de nuestros pasadores. De todos.

[Este artículo se publicó el 27 de agosto de 2013 en El Periòdic d'Andorra]