Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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sábado, 16 de agosto de 2014

Charpentier I de Andorra

Martínez Embid identifica al primer pirineista que se interesó por las cimas andorranas: el geólogo suizo Jean de Charpentier, que hacia 1810 -especula Embid- holló la cima de Fontargent y ascendió hasta el puerto de Siguer (y luego lo contó, claro).
La historia del pirineismo de estirpe andorrana está por escribir. Como tantas otras historias sectoriales en nuestro rinconcito de Vía Láctea. Pero no nos pongamos melancólicos. Mientras esperamos la improbable conjunción astral, el montañero y grafómano Alberto Martínez Embid ha trazado un esbozo de esta pequeña odisea en el muy recomendable blog estacionado en el web de  la revista Desnivel. Lo tienen que recordar, a este aragonés locuaz, porque hace escasamente quince días se embolsó el accésit del último premio Pirene de periodismo interpirenaico que convoca el Gobierno de Andorra, y precisamente con este blog. Pero hablábamos de los pioneros del pirineismo a la andorrana. Y no nos referiremos aquí a los megaclásicos del XIX y principios del XX -los Packe, Russell, Gourdon, Saint Saud i Ussel. Embid se ha alejado, como es costumbre en su lugar, de los caminos más trillados y ha retrocedido todavía más en busca de las trazas de los primeros montañeros -colegas suyos- que se aventuraron por nuestros picos y que tuvieron el detalle de dejar constancia escrita de su peripecia. Porque no se trata sólo de subir (y de bajar, claro). Sino también de que la hazaña no caiga en el olvido. En fin, que buscando, buscando, Embid ha dado con nuestro héroe de hoy, Jean de Charpentier (Freiberg, 1786-Bex, 1855), geólogo suizo que fue -dice- "el primer pirineista que osó subir una montaña andorrana". De hecho no fue una sino tres: Fontargent, la Serrera i el puerto de Siguer -que, por cierto, tendría un protagonismo destacado siglo y medio después durante la gesta de los pasadores durante la II Guerra Mundial: si el lector tiene la paciencia y el tiempo de pulular por este blog encontrará enseguida la referencia. Embid se limita a "proponer" el nombre de Charpentier como el pionero de los pirineistas andorranos, porque en realidad se trata de una hipótesis sustentada en la descripción de estos res picos que nos dejó en su Essai de la constitution géognostique des Pyrénées, publicado en 1823 y donde dejó constancia del periplo pirenaico que lo tuvo entretenido entre 1808 y 1812, mientras el resto de Europa se las tenía con Napoleón.

Andorra cuenta con 74 picos que superan los 2.000 metros de altura: el de Fontargent se eleva hasta los 2.619, lejos de los 2.942 del Comapedrosa -el techo del país- pero que no están nada mal: Embid especula que Charpentier lo ascendió durante sus  peregrinaciones por la cordillera, entre 1810 y 1812, para recopilar la información que publicó en su Éssai de la constitutions géognostique des Pyrénées (1823). Fotografia: Panoramio.
Jean de Charpentier, desde ahora Charpentier I de Andorra, geólogo suizo que antes de especializarse en los glaciares y morrenas de su país dedicó sus inicios como investigador a los Pirineos. En 1810 se estableció en Tolosa, y Embid propone que para medir la altura de los picos de Fontargent, la Serrera y Siguer tuvo probablemente que ascenderlos.

En fin, que Embid nos ha ahorrado el trabajo de leer el Essai y ha dado con datos prometedores: por ejemplo, que hacia 1809 nuestro hombre se estableció en Tolosa, "y dado que le interesaban extraordinariamente las forjas, hay que deducir que visitó en alguna ocasión" -en la época, añadamos nosotros, tierra pródiga en esta protoindustria del hierro: miren la reconstruida farga Rossell, en la Massana. Lo cierto es que en su Essai se limita Charpentier a dar noticias más bien vagas y tirando a tópicas de Andorra -lo más creativo que se le ocurre es que "se trata de un país neutral que dispone de una particular frma de gobierno", y se queda tan ancho- pero también es cierto, insiste Embid, que la única forma de establecer la altura y la naturaleza geológica (o geognóstica) de los tres picos citados -que es lo que el suizo hace en el Essai- no le quedaba otra que subir. A partir de aquí concluye Embid que "muy probablemente sus reconocimientos supusieron los inicios del pirineismo en el Principado". Es decir, en Andorra. Añadamos que no se le daba mal del todo, a Charpentier, esto de medir la altura de los picos: a Fontargent le atribuyó 2.807 metros, casi 200 más que los 2.618 que en realidad hace; con el puerto de Siguer también se le fue algo la mano y le adjudicó 2.917 metros, cuando en realidad no sube más que 2.638, que tampoco está mal pero no son 2.917; en cambio, con la Serrera casi lo clava: 2.939 metros, un palmo más de los 2.917 que mide en la vida real.

De la Arcadia a la selva
Pero la visita de Charpentier fue sólo un espejismo. Como dice Embid, "después de este prometedor debut el montañismo andorrano frenó en seco y durante décadas nadie se interesó por los orgullosos picos locales". Claro que cuando lo hicieron, fue a lo grande, con la irrupción de Russell, casi medio siglo después. Hasta este redescubrimiento de la montaña andorrana, la única referencia potable es el capítulo que nos dedica en Les Pyrénées, ou voyages pédestres depuis l'océan jusqu'à la Méditerranée el viajero Vincent de Chausenque (1834). Aunque también él, como después tantos otros, se limitará a repetir los tópicos de una Arcadia feliz habitada por ingenuos nativos "que han conservado las costumbres sencillas y libres mientras alrededor todo el mundo se corrompía". Incluye también alguna nota pintoresca -"La ignorancia es menor en Andorra que en las regiones vecinas, y cada párroco dirige una escuela gratuita donde incluso se enseñan los rudimentos del latín"- y concluye con el sempiterno mantra del buen salvaje andorrano: es reconfortante, dice Chausenque, "que exista en Europa un rincón donde el hombre todavía puede soñar con ser libre sin que esta palabra mágica resulte profanada".
Charpentier es el héroe de este artículo. Por pionero y por inédito. Pero Embid también ha rescatado del semiolvido a un émulo de Francisco de Zamora -ya saben, el ilustrado español que nos visitó con intenciones un tanto dudosas en 1788 y que Albert Villaró ha convertido en uno que casi es de la familia. Casi coetánea a la de Zamora fue la jornada andorrana de José Cornide Saavedra (la Coruña, 1734-Madrid, 1803), geógrafo gallego que dedica unas líneas a nuestro país en su Descripción física, civil y militar de los montes Pirineos (1794). Aunque no queda claro si llegó a pisar jamás Andorra, porque sus apuntes sobre el país no pasan en palabras de Embid de "generalidades". Con gracia, eso sí. Para empezar, Andorra es para Cornide un "pequeño partid muy parecido en sus circunstancias locales al valle de Arán". Hasta aquí íbamos razonablemente bien, admitámoslo. Pero es que inmediatamente pasa a describir un clima que que ya querrían nuestras estaciones de esquí -"Frío y poco acogedor porque apenas hay tres meses al año que no nieve en las montañas que rodean al país"- y larga finalmente la lista de la fauna local autóctona -la de cuatro patas, no la humana- de lo que más que un país, parece un zoológico: "En sus montañas crían los osos y los lobos, las cabras y unas liebres de tamaño extraordinario, patos, gallinas silvestres y perdices; y en sus ríos se pescan grandiosas y delicadas truchas" -extremo este último rigurosamente cierto, incluso hoy. Aunque quizás tenga razón y aquella Andorra era una especie de parque jurásico. Pero por suerte, ni los lobos ni los osos de Cornide se zamparon  Charpentier, desde ahora mismo I de Andorra.

[Este artículo se publicó el 16 de diciembre de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

martes, 24 de junio de 2014

La Margineda: los 'Pareatges' en piedra

La ubicación del castillo de Enclar en el yacimiento de la Roureda de la Margineda aporta luz sobre los orígenes del coseñorío de Andorra.

Pocos yacimientos andorranos, por no decir ninguno, se han mostrado tan generosos como el de la Roureda de la Margineda: desde que Casa Molines, propietaria de la finca, inició las prospecciones arqueológicas, en 2007, no ha habido campaña que no haya deparado suculentas aportaciones a la arqueología y la historia de este rincón nuestro de Pirineo. En enero pasado, el servicio de Patrimonio presentaba la reconstrucción de dos recipientes de la Edad del Bronce, pongamos que entre 2200 y 1600 aC, a partir de los más de 700 fragmentos cerámicos recuperados en el yacimiento: la última campaña de excavaciones, en el verano pasado [2011] permitió identificar los restos de una rudimentaria cabaña fechada también en la Edad del Bronce, cuando por lo visto ocurrieron muchas cosas y muy interesantes por aquí arriba: ni más ni menos que el primer habitáculo construido por la mano del hombre que se ha excavado en Andorra, hace cuatro milenios; y en 2011, Casa Molines restauraba una docena de piezas de hierro y bronce fechadas entre los siglos XI y XIV, entre los cuales se encuentran sendas puntas de lanza y flecha, una funda de espada, un juego de llaves e incluso unas tijeras.
Pero la estrella del yacimiento son sin duda los restos de la mayor fortaleza medieval jamás excavada en la vertiente sur de los Pirineos: un recinto que se extendía sobre una superficie de 1.500 metros cuadrados, protegido por murallas que podían alcanzar los cinco metros de altura  los seis de grosor, y con una casa fuerte -residencia del castellano- que en los momentos de máximo esplendor probablemente se levantó dos o tres plantas. Un conjunto, en fin, que estuvo habitado ininterrumpidamente desde el siglo XI hasta mediados del siglo XIV, originalmente bautizado con el nombre de Sonplosa pero que las últimas hipótesis historiográficas parecen indicar que se corresponde con el hasta ahora desaparecido castillo de Sant Vicenç d'Enclar. Las cosas transcurrieron más o menos así: la relectura de los tres únicos documentos que han llegado hasta nosotros y que mencionan la existencia del castillo de Enclar -el acta de consagración de la iglesia de Sant Feliu de Ciutat (952), la donación del castillo de Enclar a Arnau de Castellbó (1190) y el Segundo Pareatge, que obligaba al conde de Foix a demoler el castillo (1288)- permite aventurar como hipótesis "sólida y plausible" que la fortaleza de Sant Vicenç  se levantaba en el paraje de la Roureda de la Margineda, el emplazamiento de la excavación, y no en la roca de Enclar, donde hasta ahora se la había buscado (infructuosamente).

Más campañas a la vista
Lo dice Albert Villaró, el novelista, aquí en su doble faceta de historiador y director del Área de Investigación histórica de Andorra la Vella -que tiene un departamento con este flamante nombre, menuda suerte- que insiste en que se trata tan solo y por el momento de esto, de una "hipótesis" pendiente de confirmación. ¿Y cómo se podría confirmar que el recinto defensivo que Arnau de Castellbó permite en el documento de 1190 levantar en la "arrel" -"raíz", así lo dice, literalmente- de la montaña es efectivamente el castillo de Enclar? "Difícilmente aparecerá nueva documentación que lo corrobore", advierte Villaró: "Las esperanzas las hemos depositado en las próximas campañas de excavaciones. Pero somos optimistas porque es un yacimiento abierto, que todavía deparará muchas sorpresas, y el registro arqueológico admite perectamente la hipótesis que hemos planteado". Un registro que incluye la parafernalia guerrera de aquí arriba -puntas de flecha, lanza y balesta, fundas de espada, y más- que podría haber pertenecido sin alejarnos mucho de la verosimilitud histórica a la guarnición del castillo, a las órdenes del castellano, el representante del conde de Foix, y que ejercía en nombre de éste funciones jurisdiccionales: sobre todo, impartir justicia y recaudar impuestos. Dos funciones francamente impopulares, por cierto.
La pregunta, en fin, es: ¿qué transcedencia tendría que se confirmara esta prometedora conjetura, que el yacimiento de la Margineda esconde los restos del castillo de Enclar? Para Villaró, equivaldría a la "materialización" del Segundo Pareatge, es decir, del acta de nacimiento del coseñorío por el que el conde Foix y el obispo de Urgel se repartían la soberanía sobre los valles de Andorra. En resumen, y por decirlo de una vez: la peculiarísima forma política que constituye la esencia del entramado político institucional del país. Significaría, concluye, "la concreción en piedra de un concepto tan etéreo como es el coseñorío: en la Margineda podremos comprobar cómo se materializó físicamente el Pareatge: con la demolición del castillo, tal como ordena el documento".
Hay que decir que nos estamos refiriendo en todo momento al Segundo Pareatge, el de 1288. La ocupación del recinto, en adelante dedicado a usos agrícolas, se prolongó todavía un siglo, y sus últimos habitantes lo abandonaron probablemente a causa de la peste negra. Villaró no lo ve claro -"No tenemos ninguna prueba que lo demuestre", alega- pero no deja de ser otra hipótesis también plausible, que quizás un dia confirme el registro arqueológico y que explicaría por ejemplo las prisas del último inquilino del castillo, que se largó tan raudo que ni se acordó de llevarse con él las llaves.

[Este artículo se publicó el 19 de marzo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]

Las torres del castillo, a examen
Una nueva campaña de excavaciones confirmará (o no) si se trata de estructuras defensivas, como se ha sostenido hasta ahora, o de simples y humildes habitáculos.

Que la Margineda es una mica lo sabíamos desde que en 2007 Casa Molines encargó un primera campaña para exhumar los restos de lo que se creía que iban a ser los restos de unos humildes corrales, y ante la sorpresa de todos lo que emergió fueron los restos de la mayor fortaleza medieval jamás excavada$ en la vertiente sur de los Pirineos: seguro que lo recuerdan, porque hemos hablado aquí mismo en todo esto en ocasiones precedentes: 1.500 metros cuadrados en los que se reparten las dependencias de lo que las últimas hipótesis apuntan que era el (hasta ahora) desaparecido castillo de Sant Vicenç d'Enclar: patio de armas, cocina, talleres y almacén.
Esto, solo en la planta baja, que es lo que ha llegado hasta nosotros en un relativo buen estado de conservación. Fatan los dos pisos superiores, que naturalmente hay que dejar a la imaginación porque no han dejado registro arqueológico. Y todo esto, planta baja y las dos plantas superiores, protegido en su día por lienzos de muralla que en algunas secciones podían levantarse hasta los cinco metros de altura. Lo han podido visitar este mismo verano, el segundo en que el yacimiento abre al público. Ahora les llega el turno a los arqueólogos: el servicio de Patrimonio del gobierno de Andorra acometerá una campaña centrada en dos puntos muy concretos del yacimiento: por un lado, se excavaran los tramos de calle que comunicaban unas habitaciones con las otras; por el otro, también se excavaran los restos de lo que se supone que eran las torres defensivas del complejo. Y decimos bien: se supone, porque uno de los objetivos de la campaña consiste en determinar la funcionalidad de estas estructuras. 
Los arqueólogos tienen, por lo tanto, dudas razonables sobre este extremo -y no deja de ser sorprendente después de casi un lustro publicitando el yacimiento como "la mayor fortaleza medieval jamás excavada en el lado sur del Pirineo"- pero conviene de dejarse llevar por el desánimo y el pesimismo. Una fortaleza sin torres defensivas es sin duda algo mucho menos imponente  se aleja irremisiblemente de lo que la generación Exin Castillos puede tener en mente cuando evoca una fortaleza medieval. Quizás por este motivo el arqueólogo que dirigirá la excavación, Álex idal, se mosraba ayer prudente y evitaba especular sobre los resultados de la campaña: "Hasta que no excavemos no podremos decir nada con un mínimo de certeza".
Esta misma certeza esperan obtenerla excavando las calles del recinto fortificado: se trata, dice, de retirar los escombros de los tramos que todavía no se han exhumado con la esperanza de que debajo aparezcan los restos del pavimento original y que se pueda confirmar que se trata efectivamente de calles o pasadizos, y no de habitáculos no identificados. La campaña no tiene todavía calendario definitivo, aunque de este otoño no pasa. Y tampoco será la última en el yacimiento, augura Vidal, Difícil predecir si serán tres, cinco o diez campañas más, pero lo que llevará más tiempo y más esfuerzos es la conservación y restauración de las estructuras excavadas. No se trata, que quede claro, de reconstruir ninguna de las dependencias, ni tan solo de un lienzo de la muralla -pues que lástima...- sino de asegurar la parte superior de las estructuras excavadas, que al haber quedado a la intemperie y sometidas a la acción de los elementos se degradan con pasmosa celeridad: "Aseguraremos la última línea de los muros para que no se desmorone el coronamiento, pero no los elevaremos".

Un tesoro oculto
Pero decíamos al comienzo que la Margineda es una mina. Con o sin torres defensivas -pero crucemos los dedos para que sean unas estupendas, ciclópeas, invulnerables torres. Así que una mina. ¿Exgaremos? Las campañas previas han ido regalando un tesoro tras otro: se trata, no lo olvidemos, de un yacimiento inicialmente ocupado en la Edad del Bronce, pongamos que hacia el 2200 aC, y que en su última fase, la medieval, fue habitado ininterrumpidamente entre los siglos XI y mediados del XIV.
Por eso han aparecido desde una pequeña multitud de fragmentos cerámicos hasta los restos del primer habitáculos construido por la mano del hombre que se ha conservado en territorio andorrano, una rudimentaria cabaña fechada hacia el 2200 aC, otra vez, así como dos centenares de piezas correspondientes al último período de ocupación del yacimiento entre los que destacan unas llaves y unas tijeras, una hebilla y un anillo de bronce, y -atención- abundante panoplia militar: una punta de lanza de unos 25 centímetros , otra punta de flecha de tan solo seis centímetros, una funda de espada y por ahí.
Todo este material, convenientemente restaurado, se presentó en sociedad a principios del 2011 y con el compromiso de la entonces ministra de Cultura, Susanna Vela, de organizar una exposición. Tres años después y un cambio de ejecutivo mediante, todo esto se ha guardado en el cajón de las buenas intenciones y os tesoros de la Margineda continúan ocultos en el depósito de Patrimonio. Quizás si los tuviésemos que ir a buscar a algún remoto museo norteamericano -y va por Les aysannes d'Andorre, el dibujo de Picasso- tendrían más posibilidades de pasar de las palabras a los hechos.

[Este artículo se publicó el 12 de septiembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 2 de abril de 2014

Dos pasadores salen del armario

Sala Rose y Garcia-Planas rescatan en El marqués y la esvástica la carrera de Paul Barberan y Manuel Huet, secundarios de lujo en el infausto periplo de González Ruano en el París de la Ocupación.

Lo mencionábamos aquí mismo hace cosa de un par de semanas y con motivo de la publicación de El marqués y la esvástica, el tocho con que la germanista Rosa Sala Rose y el reportero Plàcid Garcia-Planas destripan el infame papel del escritor César González Ruano en el tráfico de fugitivos a través de los Pirineos en el París de la II Guerra Mundial. Y probablemente no lo hayan olvidado porque Paul Barberan ingenió un sistema en verdad singular para pasar a sus clientes desde el lado francés hasta Andorra -y de aquí, a Barcelona. Singular, audaz -por no decir temerario- y de rara eficacia, porque nuestro protagonista de hoy sostiene que no perdió ni uno solo de sus clientes. Pero juzgue el lector: ciudadano francés criado en Andorra, contrabandista notorio -dicen los autores- y con cuartel general por aquí arriba durante los años álgidos de la Ocupación nazi, Barberan instaba a los hombres que tenía que conducir a través de la frontera a disfrazarse como si fueran porteadores, con el fardo a la espalda y todo. Un fardo que podía contener las escasas pertenencias que los fugitivos habían podido salvar del desastre o que, para aprovechar el trayecto, llenaba con la mercancía con la que contrabandeaba arriba y abajo -botones de nácar, aneto lsintético para fabricar pastís, neumáticos, licor y cigarrillos. Si disfrazar a sus fugitivos de contrabandistas ya era un expediente de los más intrépido, qué decir de la manera como se aseguraba la aquiescencia de las patrullas alemanas que pululabanpor la forntera: ¡enrolándolos también a ellos como porteadores!

Un grupo de porteadores fotografiado en los años 40 en el puerto de Envalira por Josep Alsina. Fotografía: Fondo Alsina / Archivo Nacional de Andorra.
Los Nanos d'Eroles, con Dionisio en medio, en una imagen de sus días de vino y rosas publicada en noviembre de 1936. ¿Se encuentra Huet entre ellos? Fotografía: Mi Revista.

Obviamente, a los judíos que habían confiado en Barberan la visión de los soldados convertidos en improvisados compañeros de evasión les debía parecer cualquier cosa menos tranquilizadora: "El momento en que les decía que iban a ser escoltados por una guardia alemana siempre iba acompañado de reacciones que podían llegar hasta el desmayo. Entonces restablecía la situación por diversos medios, incluidos la firmeza y el coñac. Los soldados, armados y con el fardo a la espalda, saludaban ruidosamente a los porteadores, que respondían con una sonrisa crispada que se podía atribuir al rudo temperamento catalán..." Esto es lo que explica Barberan en unas suculentas memorias -Le passe-débout (1979)- hoy inencontrables y que por aquí arriba han pasado absolutamente desapercibidas, pero que Sala Rose y Garcia-Planas han desenterrado oportunamente del cementerio de los libros olvidados y que citan profusamente en El marqués y la esvástica. Le consagran un capítulo entero, El contrabandista feliz, una docena de páginas de las que emerge un tipo simpaticote, decidido y de una pieza, del estilo -para entendernos- de Joaquim Baldrich, pero "pícaro y mujeriego" -dicen- y que se enorgullecía de su oficio: "Mi único país era el que atravesaban los caminos del contrabando; mi única ley, el fraude; mi única moral, la amistad". Audaz como pocos, para ahorrarse problemas con los aduaneros franceses del Pas de la Casa, cuando conducía un convoy de camiones con género de contrabando ponía a sus amigos alemanes como chóferes: "Los aduaneros callaban y ni tan solo se tomaban la molestia de salir de la garita..."

La estratagema de disfrazar a los fugitivos de porteadores era inviable -por motivos obvios- con niños, mujeres y ancianos. No colaba. Pero Barberan era hombre de recursos: los cargaba en automóviles y los conducía hasta cierta curva de la N-20, la carretera del lado francés que une Ospitalet con el Pas de la Casa, y desde aquí los llevaba a pie hasta territorio andorrano. Una curva, por cierto, que en el libro de Sala Rose y Garcia-Planas tiene un inopinado protagonismo: los autores especulan que era precisamente en este punto, a siete kilómetros de la aduana pero a escasos 200 metros en línea recta del río Palomera -frontera natural entre Francia y Andorra- donde los traficantes de hombres obligaban a sus fugitivos a bajar de los camiones en que los habían transportado hasta allí y los ametrallaban sin contemplaciones: una de las tesis de El marqués y la esvástica y sucio episodio en que intentan involucrar a González Ruano. Sin conseguirlo, porque por lo visto el autor de Mi medio siglo se confiesa a medias era sólo un vil estafador, pero no un asesino ni que fuese por delegación.

Amigote de los alemanes (pero no de la Gestapo)
Como la humildad no era precisamente su mayor virtud, Barberan alardea en Le passe-débout de que él, a diferencia de otros pasadores "con muy mala suerte" -dice- no perdió ni a uno solo de sus fugitivos, a quienes por otra parte asegura que jamás cobró un duro por sus servicios. Otra cosa eran los colegas del lado español que los tenían que conducir hasta Barcelona, que "no trabajaban gratis". Y pasa disertar sobre el sistema de precios vigente en el mercadeo de fugitivos: "Había fugitivos que podían pagar generosamente, disponían de un considerable viático en divisas, oro o piedras preciosas (..) y se ofrecían a compartir esos tesoros con nostros; otros en cambio eran unos colgados e insolventes, y los había también que discutían por cada céntimo, como si de ese asunto no dependiera su vida; así que había que adaptar la tarifa a cada cliente", dice de forma pelín contradictoria -¿no habíamos quedado que él no cobraba?- y con ciertas dosis de cinismo que remata con la afirmación de que "se lllegaba a hacer pagar en función de la simpatía que se sentía por los individuos". Así que mejor caerles en gracia, a Barberan y a su tropa de generosos pasadores...

Estaba claro que aquel juego a dos bandas -fugitivos por aquí; alemanes por allá- era tan temerario que no podía terminar bien: por un lado, las estrechas relaciones con los ocupantes generaron lógicas suspicacias, especialmente -dicen Sala Rose y Garcia-Planas- la amistad "íntima" que lo unía a Germain Soulié, el secretario de la veguería francesa -y sustituto de Larrieu, ya ven cómo cuadran las cosas- individuo de reputación dudosa y conocido por sus onerosos tratos con los alemanes: "Los recibía en casa", admite Barberan, "pero esto no me convertía en sospechoso a los ojos de mis compatriotas: era sabido quemis relaciones con el ocupante se terminaban ante las puertas de la Gestapo".

Así que no es de extrañar que el 11 de abril de 1944 fuese capturado por la misma Gestapo en Ospitalet, acusado de "corrupción del personal militar del III Reich". Lo que más sorprendió a sus coetáneos -y también a nosotros, digámoslo todo- es que lo soltaran tranquilamente al cabo de dos días. Sobre todo, si tenemos en cuenta que a dos de sus cómplices alemanes los fusilaron sin contemplaciones -y que Puigdellívol, metido también en el tráfico clandestino de fugitivos y que fue  capturado poco despupés por la Gestapo- se pasó un año largo en Buchenwald. Barberan alega que a los ojos de la policía secreta nazi era un vulgar contrabandista sin compromisos políticos conocidos y que la gendarmería intervino a su favor... Los autores sospechan que tantos miramientos sólo se explican si Barberan delató a cambio a alguno de sus rivales en el ramo del contrabando... como quizás Puigdellívol. Quizás. La cuestión es que por si acaso nuestro hombre se refugió a su vez en España y que no regresó a Andorra hasta principios de 1946, ya sin alemanes en la costa.

El otro protagonista de hoy es Manuel Huet Piera, que es quien aporta en El marqués y la esvástica la pista que seguirán Sala Rose y Garcia-Planas para sdesenmascarar a González Ruano, que en el París de la Ocupación se dedicó -demuestran los autores- a timar a fugitivos a cambio de falsas promesas de evasión. Hasta el punto que los tribunales franceses de postguerra lo condenaron a 20 años de trabajos forzados -que por cierto, no cumplió. Pero regresemos con Huet, enrolado en el maquis de Robert Terres, alias El Padre, y que es el hombre que recoge malherido al judío Rosenthal, ametrallado por sus falsos pasadores con todos sus compañeros de evasión de camino hacia Andorra. Huet es también el hombre que acomaña al mismo Rosentahl a París para identificar al tipo que le vendió el billete para tan funesto viaje: y resultó que este individuo era González Ruano.

Esta historia la contamos días atrás aquí mismo. Si la retomamos hoy es porque los autores de El marqués y la esvástica también reconstruyen sucintamente la trayectoria de nuestro Huet, nacido en Valencia en 1908 y fallecido en 1984, y que en 1946 se había establecido -y mira que hay sitios- en Andorra. Conocemos su papel como pasador de la red Ponzán y como maquis a las órdenes de Terres, pero es que la (digamos) prehistoria de Huet es tan movida como la de la guerra mundial. Resulta que el hombre, mecánico de profesión, fue uno de los protagonistas -dicen los autores- del primer vuelo nocturno sobre Barcelona, que tuvo lugar en 1929 y en pena Exposición Universal. Militante anarquista de primera hora, en los primeros años 30 participó en los grupos de acción directa de la FAI, honrada actividad que se traducía, por ejemplo, en el atraco frustrado a un furgón blindado por el que fue detenido por la policía en julio de 1935. Lo encontrarán en la hemeroteca de La Vanguardia.

Con estos antecedentes tampoco es extraño -o bien mirado, y tanto que lo es: Huet, un presunto atracador, formando parte del servicio de orden!- que durante la Guerra Civil lo encontremos enrolado en los temibles Nanos d'Eroles, los hombres que bajo la dirección de Dionisio Eroles, el jefe del Orden Público de la Generalitat entre octubre de 1936 y mayo de 1937, impusieron la ley revolucionaria en la retaguardia catalana. A sangre y fuego y con los consabidos viajes. Su posterior trayectoria bélica, a partir que Eroles cae en desgracia, es algo confusa: algunas fuentes amigas lo sitúan como piloto de la fuerza aérea republicana y aseguran que, con la Retirada, sigue el periplo habitual de los exiliados españoles en Francia: Perpiñán, Burdeos, París, Beziers...

Después de la contienda y antes de instalarse definitivamente en Andorra -donde aseguran Sala Rose y Garcia-Planas que en los años 50 departía amigablemente con Terres y con Pons Prades, el autor de Los senderos de la libertad y quien aporta la pista que conduce de Rosenthal a González Ruano- todavía tuvo tiempo de un último gesto de cara a la galería: el atraco a una sucursal del Crédit Lyionnais: por lo que parece, su célula pretendía adqurir con el botín una avioneta con la que bombardear ni más ni menos que el yate de Franco anclado en San Sebastián... Un atentado fallido, como es notorio ,pero que eleva a Huet al rango que entre nosotros ocupa mosén Farrás, el otro andorrano honorífico que tuvo narices de atentar contra Franco. A favor de Farràs diremos que el buen mosén se sale con la suya y liquida al dictador. Que sea en la ficción de Els ambaixadors, la novela de Albert Villaró, es un detalle menor que no le vamos a tener en cuenta. Nadie es perfecto.

[Este artículo se publicó el 1 de abril de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

martes, 1 de abril de 2014

La guerra de las piedras

El escritor Pep Coll evoca el periplo andorrano de su padre durante la Guerra Civil en Giranto, volumen que reúne los relatos de la Trobada d'escriptors al Pirineu de 2010; Albert Villaró también incluye la experiencia paterna en el infame campo de Argelés en su aportación al volumen colectivo.

Fue uno de los centenares, quien sabe si miles de hombres y mujeres para quien Andorra se convirtió en sinónimo de libertad. Y no hablamos ahora de los fugitvos de la Europa ocupada por los nazis, de quienes se han ocupado -y estupendamente, por cierto- desde Claude Benet (Guies, fugitius i espies) hasta Rosa Sala Rose (La penúltima frontera) i Roser Porta (Andorrans als camps de concentració nazis), sino de los que huían, ay, de la España republicana durante la Guerra Civil. Por motivos diversos: por temor a las represalias de los incontrolados -ya saben, los héroes de Ken Loach y compañía- o simplemente para no convertirse en carne de cañón... El padre de Pep Coll (Pessonada, 1949) fue de estos últimos, y el novelista del Pallars (L'abominable crim de l'Alsina Graells) evoca la jornada andorrana de su progenitor en Giranto: relats pirinencs sobre la memòria històrica, la colección de relatos de la Trobada d'escriptors al Pirineu que tuvo lugar en 2010 en Valls d'Àneu, en el Pallars Sobirà (Lérida). Coll sénior y otros tres compañeros se largaron el 26 de julio de 1936 de Pessonada -de donde era el Ciscu que delató a la Pastora, el maquis hermafrodita, pero esto lo veremos otro día- y guiados, má o menos, por un tal Baldomero de Torallola -un pastor reconvertido enpasador que cobraba sus servicios a cien duros por barba- se plantaron en tres jornadas en Salau, a punto de dar el salto a la vecina Arieja: Francia, la (supuesta) salvación. Pero no: les esperaba el campo de concentración, ejemplo de la proverbial hospitalidad francesa. Coll y sus amigos sólo resistieron un mes, antes de largarse de nuevo, esta vez con destino a Andorra. Instalado en el hotel Peres (¿Pyrénées?) de la capital, se dispuso a busca trabajo de mozo, con la mosca tras la oreja porque sólo le quedaba dinero para una semana. Mal asunto en un país que -como recuerda Coll hijo- "era en aquella época más miserable incluso que el Pallars y donde lo que sobraba era precisamente mano de obra de refugiados de la guerra de España".

Pep Coll evoca en Les dues guerres del meu pare la huida del pueblo natal, Pessonada, al estallar la Guerra Civil, el paso a Francia y la llegada a Andorra, donde residió hasta abril de 1939 y donde encontró trabajo gracias a su dominio de la técnica de la piedra seca. Fotografía: Àlex Lara / El Periòdic d'Andorra.
Albert Villaró (Els ambaixadors) firma Patrimonis, uno de los veinte relatos del volumen colectivo Giranto. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.

Pero la suerte le sonrió una mañana en la Massana, cuando se topó con los hombres de casa Martí de Anyós levantando un muro de piedra seca: ¡su oficio, nada menos! "Se acercó, les dio los buenos días y se puso a construir la pared con ellos". La terminaron en cuatro días. Pero aquella buena gente no se podía permitir el lujo, dice Coll júnior, de mantener un mozo, "y menos todavía en invierno". Aunque le hicieron un último favor: recomendarlo a casa Capdevila, una de las más grandes del pubelo y donde fue acogido gracias a la generosidad del hereu, que incluso lo hizo dormir en su misma habitación. Y allí se quedó los 18 meses siguientes, hasta que la Guerra Civil terminó, en abril del 39, y regresó a Pessonada. Col evoca también la dura vida del progenitor como constructor de paredes -secas o no- y extrae de todo ello una alta lección de humanidad: "Gracias a una pared de piedra encontró un techo en los valles fríos e inhóspitos de Andorra. El padre, luchador infatigable en la dura guerra de las piedras, había comprendido que cada persona tiene que construir algo... sin pensar si su obra resisitrá el paso del tiempo; lo tiene que hacer aunque solo sea para darle algo de sentido a su vida".

'Allez, allez'
El periplo de Coll padre "De la otra guerra, la que aparece en los libros de Historia, el hombre se enorgulleció toda su vida de haber desertado"- no es el único toque andorrano (o cercanías) de Giranto. Albert Villaró combina en Patrimonis la anécdota personal -fue vecino, puerta por puerta, de la viuda de Guillem de Plandolit, el fotógrafo, en el número 1 de la calle de Sant Ot de la Seo- con la profesional, al recordar el triste destino de los trastos de Plandolit al morir su viuda, en 1972: "El Quierdo, un vecino de la calle del Carme que vendía sacos de serrín hizo no sé cuántos viajes con la carretilla hasta la Palanca, y vació en el río [Segre] sacos y más sacos llenos de pergaminos. Treinta años después, como los restos del naufragio que vuelven a la playa, llegaron al archivo [de la Seo ,donde el novelista trabajaba entonces] una parte de los miles de fotografías que don Guillem había sacado entre 1900 y 1932..." Conviene añadir aquí que otra parte de este monumental legado forma hoy parte de los fondos fotográficos del Archivo Nacional de Andorra.

El relato de Villaró incluye, en fin, un (probablemente) involuntario giro de justicia poética: resulta que el padre del autor de Els ambaixadors, veterano -él, sí- de la Guerra Civil, fue uno de los miles de refugiados republicanos que fueron a parar al campo de Argelés. También él se quedó con la hospitalidad gabacha: "Recordaba siempre a los senegaleses que vigilaban el campo que decían continuamente 'Allez, allez', y que amenazaban con pegar un bastonazo al que no obedecía co la debida rapidez". La sutil, fría y dulce venganza se hizo esperar, pero llegó. Años después, dice Villaró, cuando turistas franceses entraban en la pastelería paterna en la calle Mayor de la Seo y pretendían pagar con francos, "los echaba de la tienda al grito de 'Allez, allez'".

Giranto se completa con una veintena de relatos más. Atención, porque entre los autores del volumen hay más de una y más de dos estrellas de la literatura catalana contemporánea, desde Jaume Cabré (Poldo) hasta Maria Barbal (Fadrins) y Joan daniel Bezsonoff (Els camins obscurs de la romanística), sin olvidarnos del coordinador del volumen y alma de la Trobada, Ferran Rella, que firma Angelets, relato que transcurre en Giranto, el prado de València d'Àneu donde las tropas franquistas fusilaron al final de la Guerra Civil a una decena de vecinos de Isavarre. Rella reconstruye en clave de ficción un episodio que considera paradigmático de la represión y de la recuperación de la memoria histórica... si se nos permite en este último caso el oxímoron.

[Este artículo se publicó el 1 de agosto de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

jueves, 27 de marzo de 2014

La Virgen de Meritxell: ¿chamuscada, secuestrada o robada?

Erik el Belga sugiere que el incendio del santuario de Meritxell, el 8 de septiembre de 1972, podría haber servido de coartada para ocultar la sustracción de la talla románica de la patrona de Andorra; Sergi Mas, último restaurador de la pieza, y Pere Canturri, en la época director del servicio de Arqueología del Consell General, discrepan sobre los detalles de un episodio que todavía levanta ampollas.

"Más que sopechoso". Contundente y lacónico: así despacha René vanden Berghe, alias Erik el Belga, el incendio que la noche del 8 de septiembre de 1972 arrasó el santuario de Meritxell, en Canillo (Andorra) y -siempre según la versión oficial- la talla románica de la patrona. Sospechoso porque la coartada del incendio -viene a decir nuestro hombre- es un expediente clásico que ha servido históricamente para camuflar el robo de incontable sobras de arte. Y lo dice uno que sabe de lo que habla. Vale que Erik el Belga desmiente inmediatamente cualquier implicación en el asunto y que alega no saber nada sobre lo que ocurrió aquella fatídica noche.

Más que nada, reconoce, por las dificultades logísticas que comportaba trabajar en el país. Y vale que, como él mismo se encarga de resaltar en el subtítulo de sus memorias, estamos hablando del ladrón de arte "más famoso del mundo", y por lo tanto hay que aplicar a su testimonio una saludable y preventiva dosis de escepticismo. Pero exactamente por el mismo motivo, se trata de la opinión de un experto en la materia. Una opinión que además coincide con los rumores que ya en la época corrieron de boca en boca y que apuntaban a una versión alternativa: que la talla no había ardido con el santuario sino que alguien la había hecho desaparecer oportunamente antes del incendio. Una hipótesis que está, por cierto, en la base de la trama de Azul de Prusia, la novela con que Albert Villaró se llevó en el 2006 el premio Carlemany.


Talla románica policromada de la Virgen de Meritxell que ardió en el incendio del 8 de septimebre de 1972 (según la versió oficial, claro). Medía 83 centímetros de altura, y calzaba unos zuecos tan desproporcionados que recibió el sobrenombre de Mare de Déu dels Esclops, la Virgen de los Zuecos. La fotografía esta tomada por Guillem de Plandolit antes de 1933; hay que decir que hasta 1950 la imagen que se veneraba en el santuario como si fuera la Virgen de Meritxell no era la talla románica de la patrona sino otra talla gótica de la Virgen del Roser, más acorde con los gustos estéticos de la época.. Fotografía: Fondo Guillem de Plandolit / Archivo Nacional de Andorra.

El incendio del santuario de Meritxell se declaró a medianoche del 8 de septiembre de 1972, justo después de la romería que cada año se celebra este día con motivo de la festividad de la patrona; el informe oficial atribuye el desastre a una chispa provocada por el obsoleto sistema eléctrico que prendió en el entarimado del templo. Fotografía: Fondo Peig / Archivo Nacional de Andorra.
El tallista Sergi Mas contempla una copia de la talla de Meritxell en su taller de Aixovall, Sant Julià de Lòria; el Consell General le encargó en 1969 una réplica exacta para obsequiar al obispo Iglesias Navarri, así que Más conoce al dedillo las intimidades físicas de la Virgen. Fotografía: Máximus.

Lo recuerda desde su refugio de Aixovall, Sant Julià de Lòria, el tallista Sergi Mas. Voz doblemente autorizada porque él es el autor de la réplica de la talla original que el Consell General le ofreció al obispo Iglesias Navarri cuando hizo efectiva su renuncia, en 1969 -una copia "exacta, la más fiel al original que jamás se haya hecho", dice ,y que como veremos le proporcionó un conocimiento exhaustivo, casi forense de la anatomía de la pieza- y porque Mas fue unno de los centenares de ciudadanos que la mañana del 9 de septiembre de 1972 se plantificó en Meritxell para contemplar el desastre. Con la particularidad de que tuvo la ocurrencia de saltarse de estranquis el cordón policial, penetrar en lo que quedaba del santuario, subir al camarín de la Virgen e inspeccionar personalmente la magnitud de la tragedia.

¿Qué se encontró, allí arriba? O por decirlo con más propiedad: ¿qué no se encontró en el camarín? De entrada, recogió lo que quedaba de la talla gótica de la Virgen del Roser que hasta 1950 se había venerado en lugar de la de Meritxell, más rústica y primitiva y por lo que parece menos del gusto de los andorranos del siglo XIX y primera mitad del XX. Un tocón, este del Roser, al que todavía se le reconocían vagamente las formas marianas y que entregó diligentemente a los bomberos que trabajabanen la extinción del incendio. Hasta aquí, todo iba bien. Pero en el camarín de la patrona las cosas empezaron a torcerse: alí no quedaban ni los restos del tocón carbonizado de lo que durante los últimos ocho siglos había sido la Virgen de Meritxell. nada. Ni tan siquiera los clavos de hierro forjado -seis, como mínimo, asegura- que fijaban la talla a su humilde trono de madera.

El misterio de los clavos forjados
La talla se había fundido, literalmente. Y precisamente la de la patrona. Un fenómeno que cuatro dácadas después todavía le da a Mas que pensar: "Cuando tallé la copia que le regalaron al obispo Iglesias Navarri tuve que subir muchas veces al santuario para tomarle medidas y muestras de color, calcar la silueta de frente y de lado, tanto de la Virgen como del Niño. Hasta le hice una máscara; en fin, que tallé una copia exacta", insiste. Tanta intimidad le permitió conocer algunos de sus secretos mejor guardado, comenzando por los clavos de forja y terminando por la policromía: en la capa de pintura original -que sólo se había conservado en la parte posterior de la talla- se le había añadido como mínimo otra capa en una restauración anónima que fecha a finales del siglo XIX. Si a las reglamentarias tres capas de cola que los artesanos medievales aplicaban de oficio a una talla les añadimos la del lífting decimonónico, el resultado final da un grosor de entre 2 y 5 milímetros que, añade Mas, "funcionaba como una especie de armadura de yeso incombustible". Además, estamos hablando de un tocón que tenía casi mil años y que por lo tanto tenía que haber perdido casi toda la resina, que es el elemento que hace a la madera combustible: "Tendría que haber quedado por lo menos el mismo tocón carbonizado que en el caso de la talla del Roser". Pero no: no quedaron ni los clavos de hierro forjado.

A esta opinión autoriuzada hay que añadirle otro elemento que, recuerda Mas, circul´p en la época con insistencia y que alimentó la imaginación de los más escépticos. Según ellos, los primeros vecnos que llegaron a Meritxell una vez declarado el incendio no entraron en el camarín oirque las llamas ya lo impedían; pero sí que pudieron meter la nariz en la ventanilla posterior del santuario, que daba precisamente al camarín de la patrona. Y la talla ya no estaba en su sitio. A todo lo que antecede hay que añadir -y así lo hace Mas- que la instalación eléctrica del santuario -la causa última del incendio, según la versión oficial- se encontraba en unas condiciones deplorables y que era perfectamente plausible que alguno de los cirios de la procesión nocturna -el 8 de septiembre es la festividad de Meritxell, de gran devoción popular- que se dejaban en el interior del templo cayera accidentalmente al suelo y la llamita prendiera el entarimado de madera.

¿Qué conclusión de puede sacar de todo lo que antecede? ¿Que alguien prendió fuego al santuario para agenciarse la talla de la Virgen? ¿O quizás se aprovechó de un incendio fortuito para sustraerla? Si es asi, ¿quién? "Unos, quizás los más crédulos, se tragaron la versión oficial; los más desconfiados pensaron que aquello no fue un accidente; que no pudo serlo. ¿Qué creo yo? Pues yo explico lo que vi, y sólo sé que en aquellos años corrían por los Pirineos bandas de ladrones de arte". como la de Erik el Belga, aunque él mismo se borrara de lista de hipotéticos sospechosos con el impecable argumento de que, prescrito como estaría el supuesto delito, nada le impediría hoy admitir el trabajo de Meritxell. Si hubiera sido él, claro. Y dice que no.

Así que sólo nos queda la versión oficial. La redactó Pere Canturri, entonces director del servicio de Arqueología que el Consell General había creado en los años 60. Ni las insinuaciones de Erik el Belga ni el testimonio de Mas lo desvían ni un solo milímetro de lo que escribió hace cuatro décadas: "Ojalá me equivoque y algún día la talla aparezca; pero para mi, desgraciadamente, la Virgen se quemó en el incencio". Canturri rebate uno a uno los argumentos que la -digamos- teoría de la conspiración ha ido acumulando durante estos años. Para empezar, apunta como es lógico al mal estado de la instalación eléctrica: "Es perfectamente posible queuna sobrecarga provocara una chispa", dice. Por lo que respecta a la talla, contradice los datos aportados por Mas y sostiene que la Virgen no estaba clavada a la silla por seis clavos; tan solo por uno, que ni siquiera era de forja sino "sencillo, normal y corriente, imposible de disinguir entre los restos de miles de clavos que había en el templo calcinado".

Insiste también en la alta combustibilidad de una talla casi vacía en su parte posterior -donde se ocultaba un reconditorio para las reliquias- y bajo las piernas de la Virgen, por donde iba clavada a la silla, y resta valor al testimonio de los primeros vecinos que se alzaron hasta la ventanilla de la parte posterior del santuario: "Por el ángulo de visión, desde allí era sencillamente imposible alcancar a ver el camarín de la Virgen". Así que lo despacha finalmente con la misma contundencia con que Erik el Belga abría este artículo: "Se trató desgraciadamente de un incendio catastrófico; que la talla se quemara no es en absoluto extaño. Pero insisto: ojalá me equivoque".

'Azul de Prusia': una alternativa de novela
Ni ardió ni la robaron. Por lo menos, en el incendio de 1972. Esta es la tercera vía, la suculenta hipótesis alternativa que plantea Albert Villaró en Azul de Prusia. Según el novelista, aquel 8 de septiembre de 1972 un grupo de tradicionalistas sector intransigente que se presentaban como el Consell de la terra hurtó la talla en una acción inspirada en el secuestro de la Virgen de Nuria perpetrado en junio de 1967 por un comando de antifranquistas catalanes. Con la mala fortuna que justo después de retirar la talla del camarín se declara un incendio y han de salir por patas. No se acaba aquí la cosa porque, cuatro décadas y dos cadáveres después, el espavilado Andreu Boix, o Boix el Viudo -el poli que protagoniza la novela de Villaró- descubre accidentalmente que la talla secuestrada por los héroes de el Consell de la Terra no era la original sino una copia de los años 20 que alguien había colocado en algún momento en lugar de la pieza románica original. Pero, ¿quién? Digamos sólamente que las elucubraciones literarias de Villaró se acercan antes a las de Más que a las de Canturri. Pero háganse un favor y lean Azul de Prusia.

[Este artículo se publicó el 21 de enero de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 5 de febrero de 2014

El hombre que mató a Franco

Llega a las librerías Els ambaixadors, la novela con que el escritor Albert Villaró se adjudicó el último premio Josep Pla de narrativa en catalán.

Atención: esta especie de reseña contiene spoilers. Varios, además. Lo sentimos mucho pero ya lo advirtió el mismo Villaró la misma noche que se llevó el Josep Pla: es difícil hablar de Els ambaixadors sin reventar la trama, el sofisticadísmo engranaje argumental que sostiene este auténtico tocho de más 600 páginas -con el regalo del dramatis personae: un centenar de páginas más por donde desfilan los protas, claro, pero también lo secundarios con línea(s) e incluso los terciarios que asoman de paso la nariz, como quien no quiere la cosa, desde Alejandro Magno, el Cid y el general Custer -se lo prometo- hasta Samaranch, Pau Casals y, atención de nuevo, Aleksandr Grebènnikov, agente del NKVD, glups, e hijo de Ekaterimburgo, cuyo nombre nos recuerda a alguien pero que ahora mismo no sabríamos decir exactamente a quién. Por no hablar de Delfina Coma, la mayordoma del señor rector de Ordino -legendaria es poco cuando se llega a los 117 años, como ella: le pega más portentosa- que ya tenía un papel destacado en La selva moral -colección de biografías pirenaicas más o menos fabulosas que Villaró acaba de reeditar- y que se permite un cameo de lujo en la novela.  Bueno, pues son aproximadamente unos 300, los personajes, para que se hagan a la idea. Y a todos ellos les telegrafía el autor su periplo vital. En fin, que si el lector quiere afrontar con la mirada limpia y perpleja de una niña de once meses la lectura de Els ambaixadors, ya lo puede dejar aquí mismo.

Villaró, autor de Obaga, Azul de Prusia y L'escala del dolor, y ganador del premio Carlemany, obtuvo el último Josep Pla de narrativa en catalán con Els ambaixadors. Editorial Destino lo publica hoy.

Ya saben que el asunto empieza con Companys proclamando la República Catalana gracias al apoyo de Batet. Justo lo contrario de lo que ocurrió en octubre de 1933, cuando el general se mantuvo fiel al gobierno legítimo de la República (española). Saben también que en esta historia alternativa que Villaró pergeña Franco murió en un oportuno accidente del Dragon Rapide, no hubo Guerra Civil pero que a cambio Hitler invadió Cataluña, Sanjurjo -que sucede a Franco en la jefatura del Estado- mantuvo a España neutral durante la II Guerra Mundial y que en fin, España y Cataluña conviven en una especie de paz armada. Pues si al lector no le asusta un spoiler de vez en cuando, quizá le hará gracia saber que Villaró -o Esteve Farràs, su álter ego y el protagonista de la novela, lo más parecido a un superespía, pero en catalán- no solo se permite el lujo portentoso de pasar cuentas con Franco -vamos, lo que no fue capaz de conseguir la voluntariosa pero algo ineficaz oposición, tanto la interior como la exterior- sino que además resucita a algunos de los difuntos más célebres de la República y la Guerra Civil, desde Primo de Rivera hasta los hermanos Badia, pasando por el trotskista Andreu Nin y el reportero Josep Maria Planes. Ninguno de ellos murió de mala muerte -bueno, uno de los Badia sí, pero después- sino que sobrevivieron a la guerra. Incluso hicieron carrera, como Planes, a quien le fue de perilla y tocó el cielo al llegar a director de La Vanguardia. Mejor así, mal que le pese a Salvador Sostres, que acabar muerto de un tiro en la cuneta de la Arrabassada. Y no nos olvidaremos de Companys, el president màrtir, a quien Villaró perdona la vida -si no hubo Guerra Civil, tampoco exilio, ni Gestapo, ni deportación, ni pelotón de fusilamiento- convierte en el primer presidente de la República Catalana, con mayúscula, y le hace perder las primeras elecciones de la postguerra (mundial) como si fuera un Churchill con barretina. También procede el autor en ocasiones a la inversa y liquida sin contemplaciones a Santiago Carrillo y a Onésimo Redondo en fecha tan primeriza como 1935, dejando de paso la saca de Paracuellos sin su principal sospechoso.

Pero lo que el lector se preguntará con toda la razón es que misión hipersecreta le encarga la Generalitat al buen mosén Farràs, el autor material -atención, spoiler- del sabotaje del Dragon Rapide que en esta historia alternativa nos deja sin Franco -ohhh- en 1936. La cosa va de bombas, ya se lo avanzamos. Resulta que en el mundo s.V. (según Villaró) la primera bomba atómica no la lanzaron los norteamericanos sobre Hiroshima sino los soviéticos sobre Hamburgo. Hubo una segunda bomba, esta vez sí en Japón pero en Kyoto. Cosas. A Hitler le fue de muy poco de tener listo su primer ingenio nuclear, que -ya que lo mencionamos- hubiera estrenado sobre Moscú, o quizás Minsk. Nunca sobre Ekaterimburgo. El caso es que los ingenieros alemanes tuvieron tiempo de desmantelar el laboratorio donde estaban a punto de culminar el Proyecto Götterfunken -La chispa de los dioses, que da muy wagneriano- y llevárselo a Suecia. Y de aquí, claro, pasa a manos del pérfido Sanjurjo, que ríete tú de Franco, y que llegado el momento no dudará en utilizarlo contra los irredentos catalanes. No teman que no les reventaremos el final estricto de la novela, digno de un episodio de Mision: Impossible, con Josep Pla y la estupenda, muy aria Adi Enberg convertidos en improbables agentes secretos, y Tísner en persona -sí, el de Opoton el Vell- al rescate del heroico comando; tampoco los alternativos: tres, por cierto, uno de los cuales bien próximo a la escena apocalíptica de Terminator 2, pero en Barcelona, y el otro, una arcádica y muy new age visión ubicada en los parajes de Tor, hay que suponer que sin el Sansa ni sobre todo el Palanca pululando por ahí.

En fin, que Els ambaixadors constituye un prometedor ejercicio, lo decíamos aquí arriba, de ucronía histórica -género que los anglosajones dominan como pocos: lo denominan What if...?- que barre sin tapujos para casa, alimenta de una forma sutil el deporte nacional catalán -que no es la botifarra, ni tampoco es El gran dictat, ni son los castellers, sino el victimismo- y que salpica el texto con una dosis supervitaminada y supermineralizada de referencias historicoliterarias, contrahechas o no, ideales para los amantes del Trivial. En fin, que también está Caitlín. Y una cosa muy triste que se llama Weltschmerz. No dejen de leer hasta que la descubran. Nos lo agradecerán.

[Este artículo se publicó el 6 de febrero de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 17 de enero de 2014

Albert Villaró: "Batet apoyó a Companys, Cataluña se independizó y no hubo Guerra Civil..."

Terenci Moix, Baltasar Porcel, Teresa Pàmies, Llorenç Villalonga, Josep Maria Castellet... ¡Ufff! Estos son algunos de los figurones de la literatura catalana -y, por qué no, peninsular- con los que el novelista andorrano Albert Villaró (la Seo de Urgel, 1964) comparte desde la noche de Reyes el palmarés del premio Josep Pla de narrativa en catalán, que con una bolsa de 6.000 euros no forma ni remotamente parte, cosa curiosa, de los galardones mejor dotados de la literatura catalana, pero que es de los pocos que se ha mantenido al margen de los pucherazos que todos sospechamos en los premios mayores. O por lo menos, eso es lo que nos han vendido con cierto éxito los editores; es decir, Destino.

Villaró se lo adjudicó con Els ambaixadors, novela en la que el padre de Boix el Viudo -el prota de Azul de Prússia y de L'escala de dolor- se estrena en el prometedor campo de la ucronía literaria.Sí, hombre, este género que juega con la historia alternativa -¿qué hubiera pasado si...? Por eso los anglosajones lo llaman What if...?- y que en España (y alrededores) es prácticamente desconocido, con la excepción que el mismo autor nos dirá enseguida. Un tocho de 800 páginas, en fin, Els ambaixadors, que si traemos hoy aquí a colación es porque por él desfilan cerca de 300 personajes, la mitad de los cuales históricos, dese Companys, Franco y Sanjurjo hasta el obispo de Urgel, Iglesias Navarri, copríncipe que fue de Andorra, y Esteve Albert, y todo a cuenta de una premisa oportunísima, visto cómo está el patio en el noreste peninsular: estamos en 1949 y Cataluña, independiente desde los Fets d'Octubre de 1934 -ya saben, Companys saliendo al balcón de la Generalitat en la plaza de San Jaime y proclamando la República catalana... ¡con el apoyo del general Batet!- intena recuperarse de las secuelas de una II Guerra Mundial en que se implicó -siempre en la imaginación de Villaró- al lado de los buenos, claro, al precio de una invasión alemana. La red de espías que la Gene mantenía en Madrit ha sido desarticulada, y el ministerio del Interior catalán envía  la capital española a Esteve Farràs, falso mosén retirado en  Andorra y antiguo elemento de las cloacas de la seguridad del estado catalán, para cazar al topo y resolver el marrón. Unos cuantos que ustedes y yo sabemos se estarán relamiendo solo con pensar que todo esto pudo pasar... En fin, que el 6 de febrero lo encontrarán en las librerías. De momento, en catalán.

-¿Pesa, todo un Josep Pla en el bolsillo?
-Pues sí. Mucho. Por el palmarés y por el prestigio que tiene. Es un galardón bien considerado entre la profesión, con mucha proyección y bien situado de cara al Día del Libro. Todo esto me obligará, claro, a poner toda la carne en el asador y a estar a la altura de las expectativas. Con mucho gusto, por supuesto. Pero déjame añadir que pesan más sus Obras Completas que el galardón.


-Ya que lo tenemos casualmente con nosotros, ¿nos avanza la trama de la novela?
-La premisa inicial es la siguiente: en lugar de reprimir a Companys y a los suyos cuando el 6 de octubre de 1934 proclamó el Estado Catalán, Batet le presa su apoyo. A partir de aquí, la historia será muy diferente a como la hemos conocido; se proclama una República catalana y no estalla la Guerra Civil, por ejemplo.

-Así que Batet desobedeció órdenes, en esta fascinante historia alternativa...
-Sí, porque tuvo la premonición de que acabaría fusilado por los suyos. Y así fue: juzgado en consejo de guerra por los nacionales, fue condenado a muerte y ejecutado en febrero de 1937.

-...y que así nos ahorramos una Guerra Civil...
-Así es, aunque persistió cierta hostilidad entre España y Cataluña.

-...pero Cataluña se vio involucrada en la II Guerra Mundial. No se puede tener todo.
-Efectivamente, se aliena al lado de las democracias parlamentarias europeas. España, en cambio, juega la carta de la neutralidad, la misma que jugó Franco -pero ahora, con Sanjurjo como jefe del estado- y se ahorra la visita de las tropas nazis.

-Por cierto, ¿qué pasó con Franco?
-Pues que murió el 18 de julio de 1936. El Dragon Rapide se estrelló. ¡Sabotaje!

-Pues usted es una de las escasas personas que podrá responder a esta pregunta: ¿qué se siente al liquidar a un dictador (aunque sea de forma preventiva)?
-Una gran satisfacción literaria.

El novelista andorrano Albert Villaró, la noche de Reyes en el hotel Ritz de Barcelona, donde desde 1968 tiene lugar la entrega del premio Josep Pla de narrativa en catalán. Patrocina editorial Destino. Fotografía: Joan Puig (El Periòdic de Catalunya).

-Y Andorra, ¿qué pinta en todo este embrollo?
-Pues se erige en una isla de neutralidad, como sucedió en la realidad histórica.

-¿Quién es mosén Farràs, el protagonista?
-Hijo de Tor, en el Pallars, estudia en el seminario de la Seo,  y antes de cantar Misa deja los hábitos y se va a Barcelona. Estamos en los años 30, en plena fiesta, así que mi Farràs se mete en todos los fregados y siempre desde primera línea.

-Ideológicamente, ¿dónde lo ubicamos?
-En un sector intermedio entre ERC y Estat Català. Cuando se proclama la República catalana, y en atención a su impecable currículum de hombre de acción, ingresa en las fuerzas de choque y se mueve como pez en el agua en las cloacas del nuevo estado.

-Hasta que acaba en Andorra. ¿Por algún motivo en concreto?
-Evidentmente, pero no lo puedo desvelar porque incurriría en un caso inédito de autospoiler.

-Volvamos con el pobre Batet, burro y apaleado: apoyando a Companys en 1934, ¿no se habría convertido en un general golpista, exactamente igual que Franco y compañía dos años después?
-Hummm... Es una cuestión de legitimidad.

-¿No estamos hablando más bien de legalidad?
-Yo no: creo que estamos hablando de legitimidad. Pero no entraré en debates de este tipo porque Els ambaixadors es pura especulación. He escrito una novela, no una tesis de filosofía política.

-La ucronía que construye en ella, ¿coincide con la forma en que a usted le hubiera gustado que discurriera la historia?
-Lo que yo querría es que las cosas hubiesen ido de otra manera desde mucho antes. Pongamos que desde Atenas. Mi ideal seria que el mundo se pareciera a la Florencia de finales del siglo XV. La de mi novela es sólo una historia posible. Un juego. Y como juego, tendría mucha menos gracia si la situara en una Arcadia.

-Se trata en cualquier caso de un género, este de la historia alternativa, muy poco transitado en las literaturas peninsulares.
-Que recuerde, existe por lo menos una estupenda novela en catalán, Paraules d'Opoton el Vell, de Tísner, en que especula con que fueron los aztecas los que descubrieron Europa en 1492, desembarcando en la costa gallega. En castellano, En el día de hoy, de Jesús Torbado, imagina una victoria republicana en la Guerra Civil. Y en inglés está Fatherland, de Richard Harris, magnífica: nos transporta a los años 60, a una Europa bajo la férula nazi. Las tres las leí hace tiempo, y no me atrevería a afirmar que me han servido de modelo. Recuerdo, eso sí, la mucha gracia que me hizo en su momento esta reelaboración, por no decir corrección de la historia en que consiste el género.

-En Els ambaixadors combina la novela histórica que ha cultivado en L'any dels francs con el género negro de Guárdame las vacas y Azul de Prusia. La cuadratura del círculo.
-Yo no le pondría etiquetas. En mi novela hay un poco de todo, como en las que me gusta leer: hay acción, por supuesto, pero también momentos más reflexivos y digresivos... Una novela de Le Carré, salvando las obvias distancias, no la puedes despachar diciendo que es una de espías. Le Carré reflexiona siempre sobre la condición humana, sobre la triste condición humana. Y esto le hace trascender el género concreto.

-¿Quiénes son, los malos ?
-Muchos, de todo pelaje y de todo el espectro ideológico. Malos, antagonistas y némesis. De todo.

-Permítame que insista: estamos en 1949 y la Generalitat mantiene una red de espías en Madrid. Esto quiere decir que las relaciones entre los dos... estados no son precisamente idílicas.
-Digamos que Cataluña y España tienen puntos de vista diferentes. España continúa siendo una dictadura, solo que con Sanjurjo en lugar de Franco. Pero con los mismos ingredientes esencialmente fascistas.

-Le hemos oído afirma que la novela la está cociendo desde hace por lo menos diez años. Vamos, que no tiene nada que ver con el -digamos- proceso soberanista. Y el jurado, ¿cree que también lo ha visto así? ¿No habrá visto la ocasión de subirse a la ola?
-Pienso que han escogido la novela que les ha gustado más. Así me lo han hecho saber y no tengo por qué dudar de su palabra.

-En cualquier caso, ¡qué casualidad! ¿No le parece?
-Pienso que no es una novela oportunista. ¡¿Que coincide con un momento digamos propicio?! Pues perfecto. Pero un artefacto de 800 páginas no lo escribes ni en un año ni en dos. No me he apuntado a ninguna moda.

-¡800 páginas! Ostras, si juega usted en la liga de Las benévolas. ¿Era necesario, tanto papel?
-Es una novela de larga gestación y, si se me permite, ambiciosa. Cuando haces el esfuerzo de crear un mundo alternativo no te puedes quedar en 300 páginas. La trama es compleja y necesita recorrido. Pero es a la vez ágil, o eso creo, con capítulos breves donde continuamente ocurren cosas. Es un artefacto complejo por donde pulula una pequeña multitud de personajes.

-¿Cuántos, para que nos hagamos una idea?
-Unos 300, la mitad de los cuales, reales. Hasta 1934, claro. A partir de entonces, sus peripecias son ficticias. Y al final incluyo una breve biografía de cada uno donde cuento lo que les ocurrió después de la novela.

-¿Hay banda sonora, como en L'escala de dolor y en La primera pràctica?
-Pues sí: la Novena de Beethoven.

-¿A cargo de alguien en concreto?
-Claro. Pero hasta aquí puedo leer.

-¿Quiénes son los embajadores del título?
-Hay unos cuantos. Y me temo que cada lector encontrará los suyos.

-Con el trabajo de promoción que se le avecina, sospecho que aparcará por unos meses las nuevas peripecias del  viudo Boix. Qué lástima.
-Estoy agotado, así que no veo el momento de volver a escribir. Tengo seis o siete imágenes en la cabeza -así es como empiezan mis novelas- pero todavía no sé cuál será la siguiente.

-Para acabar: y ya que es el nuevo Josep Pla, ya sabe que él acostumbraba a decir que leer novela después de los 40 es una...
-...bobada.

-Exactamente. Y entonces, escribir, ¿qué sería?
-Pla me encanta, por supuesto. Pero lo que opine un personaje como Pla sobre cuestiones morales no me preocupa en exceso, como comprenderás.

[Esta entrevista se publicó el 8 de enero de 2014 en El Periòdic d'Andorra]