Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

Mostrando entradas con la etiqueta Huet. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Huet. Mostrar todas las entradas

miércoles, 2 de abril de 2014

Dos pasadores salen del armario

Sala Rose y Garcia-Planas rescatan en El marqués y la esvástica la carrera de Paul Barberan y Manuel Huet, secundarios de lujo en el infausto periplo de González Ruano en el París de la Ocupación.

Lo mencionábamos aquí mismo hace cosa de un par de semanas y con motivo de la publicación de El marqués y la esvástica, el tocho con que la germanista Rosa Sala Rose y el reportero Plàcid Garcia-Planas destripan el infame papel del escritor César González Ruano en el tráfico de fugitivos a través de los Pirineos en el París de la II Guerra Mundial. Y probablemente no lo hayan olvidado porque Paul Barberan ingenió un sistema en verdad singular para pasar a sus clientes desde el lado francés hasta Andorra -y de aquí, a Barcelona. Singular, audaz -por no decir temerario- y de rara eficacia, porque nuestro protagonista de hoy sostiene que no perdió ni uno solo de sus clientes. Pero juzgue el lector: ciudadano francés criado en Andorra, contrabandista notorio -dicen los autores- y con cuartel general por aquí arriba durante los años álgidos de la Ocupación nazi, Barberan instaba a los hombres que tenía que conducir a través de la frontera a disfrazarse como si fueran porteadores, con el fardo a la espalda y todo. Un fardo que podía contener las escasas pertenencias que los fugitivos habían podido salvar del desastre o que, para aprovechar el trayecto, llenaba con la mercancía con la que contrabandeaba arriba y abajo -botones de nácar, aneto lsintético para fabricar pastís, neumáticos, licor y cigarrillos. Si disfrazar a sus fugitivos de contrabandistas ya era un expediente de los más intrépido, qué decir de la manera como se aseguraba la aquiescencia de las patrullas alemanas que pululabanpor la forntera: ¡enrolándolos también a ellos como porteadores!

Un grupo de porteadores fotografiado en los años 40 en el puerto de Envalira por Josep Alsina. Fotografía: Fondo Alsina / Archivo Nacional de Andorra.
Los Nanos d'Eroles, con Dionisio en medio, en una imagen de sus días de vino y rosas publicada en noviembre de 1936. ¿Se encuentra Huet entre ellos? Fotografía: Mi Revista.

Obviamente, a los judíos que habían confiado en Barberan la visión de los soldados convertidos en improvisados compañeros de evasión les debía parecer cualquier cosa menos tranquilizadora: "El momento en que les decía que iban a ser escoltados por una guardia alemana siempre iba acompañado de reacciones que podían llegar hasta el desmayo. Entonces restablecía la situación por diversos medios, incluidos la firmeza y el coñac. Los soldados, armados y con el fardo a la espalda, saludaban ruidosamente a los porteadores, que respondían con una sonrisa crispada que se podía atribuir al rudo temperamento catalán..." Esto es lo que explica Barberan en unas suculentas memorias -Le passe-débout (1979)- hoy inencontrables y que por aquí arriba han pasado absolutamente desapercibidas, pero que Sala Rose y Garcia-Planas han desenterrado oportunamente del cementerio de los libros olvidados y que citan profusamente en El marqués y la esvástica. Le consagran un capítulo entero, El contrabandista feliz, una docena de páginas de las que emerge un tipo simpaticote, decidido y de una pieza, del estilo -para entendernos- de Joaquim Baldrich, pero "pícaro y mujeriego" -dicen- y que se enorgullecía de su oficio: "Mi único país era el que atravesaban los caminos del contrabando; mi única ley, el fraude; mi única moral, la amistad". Audaz como pocos, para ahorrarse problemas con los aduaneros franceses del Pas de la Casa, cuando conducía un convoy de camiones con género de contrabando ponía a sus amigos alemanes como chóferes: "Los aduaneros callaban y ni tan solo se tomaban la molestia de salir de la garita..."

La estratagema de disfrazar a los fugitivos de porteadores era inviable -por motivos obvios- con niños, mujeres y ancianos. No colaba. Pero Barberan era hombre de recursos: los cargaba en automóviles y los conducía hasta cierta curva de la N-20, la carretera del lado francés que une Ospitalet con el Pas de la Casa, y desde aquí los llevaba a pie hasta territorio andorrano. Una curva, por cierto, que en el libro de Sala Rose y Garcia-Planas tiene un inopinado protagonismo: los autores especulan que era precisamente en este punto, a siete kilómetros de la aduana pero a escasos 200 metros en línea recta del río Palomera -frontera natural entre Francia y Andorra- donde los traficantes de hombres obligaban a sus fugitivos a bajar de los camiones en que los habían transportado hasta allí y los ametrallaban sin contemplaciones: una de las tesis de El marqués y la esvástica y sucio episodio en que intentan involucrar a González Ruano. Sin conseguirlo, porque por lo visto el autor de Mi medio siglo se confiesa a medias era sólo un vil estafador, pero no un asesino ni que fuese por delegación.

Amigote de los alemanes (pero no de la Gestapo)
Como la humildad no era precisamente su mayor virtud, Barberan alardea en Le passe-débout de que él, a diferencia de otros pasadores "con muy mala suerte" -dice- no perdió ni a uno solo de sus fugitivos, a quienes por otra parte asegura que jamás cobró un duro por sus servicios. Otra cosa eran los colegas del lado español que los tenían que conducir hasta Barcelona, que "no trabajaban gratis". Y pasa disertar sobre el sistema de precios vigente en el mercadeo de fugitivos: "Había fugitivos que podían pagar generosamente, disponían de un considerable viático en divisas, oro o piedras preciosas (..) y se ofrecían a compartir esos tesoros con nostros; otros en cambio eran unos colgados e insolventes, y los había también que discutían por cada céntimo, como si de ese asunto no dependiera su vida; así que había que adaptar la tarifa a cada cliente", dice de forma pelín contradictoria -¿no habíamos quedado que él no cobraba?- y con ciertas dosis de cinismo que remata con la afirmación de que "se lllegaba a hacer pagar en función de la simpatía que se sentía por los individuos". Así que mejor caerles en gracia, a Barberan y a su tropa de generosos pasadores...

Estaba claro que aquel juego a dos bandas -fugitivos por aquí; alemanes por allá- era tan temerario que no podía terminar bien: por un lado, las estrechas relaciones con los ocupantes generaron lógicas suspicacias, especialmente -dicen Sala Rose y Garcia-Planas- la amistad "íntima" que lo unía a Germain Soulié, el secretario de la veguería francesa -y sustituto de Larrieu, ya ven cómo cuadran las cosas- individuo de reputación dudosa y conocido por sus onerosos tratos con los alemanes: "Los recibía en casa", admite Barberan, "pero esto no me convertía en sospechoso a los ojos de mis compatriotas: era sabido quemis relaciones con el ocupante se terminaban ante las puertas de la Gestapo".

Así que no es de extrañar que el 11 de abril de 1944 fuese capturado por la misma Gestapo en Ospitalet, acusado de "corrupción del personal militar del III Reich". Lo que más sorprendió a sus coetáneos -y también a nosotros, digámoslo todo- es que lo soltaran tranquilamente al cabo de dos días. Sobre todo, si tenemos en cuenta que a dos de sus cómplices alemanes los fusilaron sin contemplaciones -y que Puigdellívol, metido también en el tráfico clandestino de fugitivos y que fue  capturado poco despupés por la Gestapo- se pasó un año largo en Buchenwald. Barberan alega que a los ojos de la policía secreta nazi era un vulgar contrabandista sin compromisos políticos conocidos y que la gendarmería intervino a su favor... Los autores sospechan que tantos miramientos sólo se explican si Barberan delató a cambio a alguno de sus rivales en el ramo del contrabando... como quizás Puigdellívol. Quizás. La cuestión es que por si acaso nuestro hombre se refugió a su vez en España y que no regresó a Andorra hasta principios de 1946, ya sin alemanes en la costa.

El otro protagonista de hoy es Manuel Huet Piera, que es quien aporta en El marqués y la esvástica la pista que seguirán Sala Rose y Garcia-Planas para sdesenmascarar a González Ruano, que en el París de la Ocupación se dedicó -demuestran los autores- a timar a fugitivos a cambio de falsas promesas de evasión. Hasta el punto que los tribunales franceses de postguerra lo condenaron a 20 años de trabajos forzados -que por cierto, no cumplió. Pero regresemos con Huet, enrolado en el maquis de Robert Terres, alias El Padre, y que es el hombre que recoge malherido al judío Rosenthal, ametrallado por sus falsos pasadores con todos sus compañeros de evasión de camino hacia Andorra. Huet es también el hombre que acomaña al mismo Rosentahl a París para identificar al tipo que le vendió el billete para tan funesto viaje: y resultó que este individuo era González Ruano.

Esta historia la contamos días atrás aquí mismo. Si la retomamos hoy es porque los autores de El marqués y la esvástica también reconstruyen sucintamente la trayectoria de nuestro Huet, nacido en Valencia en 1908 y fallecido en 1984, y que en 1946 se había establecido -y mira que hay sitios- en Andorra. Conocemos su papel como pasador de la red Ponzán y como maquis a las órdenes de Terres, pero es que la (digamos) prehistoria de Huet es tan movida como la de la guerra mundial. Resulta que el hombre, mecánico de profesión, fue uno de los protagonistas -dicen los autores- del primer vuelo nocturno sobre Barcelona, que tuvo lugar en 1929 y en pena Exposición Universal. Militante anarquista de primera hora, en los primeros años 30 participó en los grupos de acción directa de la FAI, honrada actividad que se traducía, por ejemplo, en el atraco frustrado a un furgón blindado por el que fue detenido por la policía en julio de 1935. Lo encontrarán en la hemeroteca de La Vanguardia.

Con estos antecedentes tampoco es extraño -o bien mirado, y tanto que lo es: Huet, un presunto atracador, formando parte del servicio de orden!- que durante la Guerra Civil lo encontremos enrolado en los temibles Nanos d'Eroles, los hombres que bajo la dirección de Dionisio Eroles, el jefe del Orden Público de la Generalitat entre octubre de 1936 y mayo de 1937, impusieron la ley revolucionaria en la retaguardia catalana. A sangre y fuego y con los consabidos viajes. Su posterior trayectoria bélica, a partir que Eroles cae en desgracia, es algo confusa: algunas fuentes amigas lo sitúan como piloto de la fuerza aérea republicana y aseguran que, con la Retirada, sigue el periplo habitual de los exiliados españoles en Francia: Perpiñán, Burdeos, París, Beziers...

Después de la contienda y antes de instalarse definitivamente en Andorra -donde aseguran Sala Rose y Garcia-Planas que en los años 50 departía amigablemente con Terres y con Pons Prades, el autor de Los senderos de la libertad y quien aporta la pista que conduce de Rosenthal a González Ruano- todavía tuvo tiempo de un último gesto de cara a la galería: el atraco a una sucursal del Crédit Lyionnais: por lo que parece, su célula pretendía adqurir con el botín una avioneta con la que bombardear ni más ni menos que el yate de Franco anclado en San Sebastián... Un atentado fallido, como es notorio ,pero que eleva a Huet al rango que entre nosotros ocupa mosén Farrás, el otro andorrano honorífico que tuvo narices de atentar contra Franco. A favor de Farràs diremos que el buen mosén se sale con la suya y liquida al dictador. Que sea en la ficción de Els ambaixadors, la novela de Albert Villaró, es un detalle menor que no le vamos a tener en cuenta. Nadie es perfecto.

[Este artículo se publicó el 1 de abril de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 14 de marzo de 2014

González Ruano, los camiones y la leyenda negra

Sala Rose y Garcia-Planas retratan el lado oscuro del autor de Mi medio siglo se confiesa a medias y revisan el mito de los pasadores en El marqués y la esvástica: César González Ruano y los judíos en el París ocupado.

Comencemos por el final. Ya verán que merece por una vez la pena: imagine el lector que los autores de El marqués y la esvástica -el periodista Plàcid Garcia-Planas, reportero de guerra de La Vanguardia, y la filóloga y germanista Rosa Sala Rose- armados con un detector de metales y acompañados por un arqueólogo, caminan por los alrededores de cierta curva de la N-20, la carretera que une el Ospitalet, del lado francés, con el Pas de la Casa, la última población andorrana. Por la zona del río Palomeres: el Pla de la Vaca Morta. Buscan con más entusiasmo que esperanzas los restos -huesos, hebillas, cualquier cosa- de los fugitivos judíos que durante la II Guerra Mundial sospechan, fueron asesinados justo en este recóndito tramo de carretera por los pasadores que los iban a conducir a la libertad. A Andorra. Imagine también el lector que en un momento dado va Sala y en un arrebato de buena surte da, que sí, con un prometedor y alargado hueso: "¡Un húmero"!, se dice. Por fin, la prueba definitiva que han buscad sin éxito durante tres años de investigaciones que les han llevado a sumergirse por una veintena de archivos de ochos países. Lástima que el arqueólogo de la expedición les dé un baño de realismo: aquel pingajo no es lo que queda de un húmero humano, sino tan solo "un huso ovocaprino". La dura realidad, insiste el arqueólogo, es que si alguna vez aquel rincón de montaña sirvió como cementerio de los judíos asesinados por sus presuntos salvadores, hace tiempo que sus restos hubieran sido arrastrados por el deshielo.

César González Ruano, periodista y escritor, que residió entre 1942 y 1944 en el París ocupado por los nazis y a quien Sala Rose y Garcia-Planas vinculan con la extorsión de fugitivos judíos en El marqués y la esvástica. Hasta hace dos meses daba nombre al premio de periodismo mejor dotado de España -y del mundo entero-  patrocinado por la Fundación Mapfre, que casualmente decidió cambiarle el nombre ante la inminente publicación del libro. Fotografia: ABC.
El Pas de la Casa en los años 50: siguiendo por la N-20, ya en el lado francés, se encuentra la curva en que los autores sospechan que pudieron ser ametrallados los grupos de fugitivos judíos traicionados por sus supuestos guías. Fotografía: APA / El marqués y la esvástica.
Manfred Katz, confidente de la Gestapo del que autores insinúan que delató al grupo de Puigdellívol, capturado por la Gestapo en Mont-Lluís en junio de 1944. El pasador andorrano terminó de estas en Buchenwald, de donde no salió hasta la liberación de los campos con el fin de la II Guerra Mundial. Fotografía: El marqués y la esvastica.

Esta es la culminación pelín esperpéntica de El marqués y la esvástica, tocho de medio millar largo de páginas que sigue el rastro del escritor y periodista César González Ruano en el París ocupado de los primeros años 40, que prueba la infame participación del autor de Mi medio siglo se confiesa a medias en la extorsión de fugitivos judíos a los que ayudaba a abandonar Francia a través de los Pirineos, y que tirando del hilo fueron a parar a Puigcerdá, pongamos que en la primavera de 1943, cuando André Parent, aduanero francés de Bourg-madame y colaborador de la Resistencia, sospecha que la caravana de camiones Berliet parada en la frontera transporta en realidad un cargamento de hombres. Fugitivos judíos de camino hacia Andorra. Una pista que concuerda con otra más: la que dejó el exguerrillero anarquista Eduardo Pons Prades -el mismo que sostenía en El mensaje de otros mundos haber sido abducido, ejem, por un ovni en cierto paraje de la Cerdaña francesa- en Los senderos de la libertad: un libro relativamente reciente -lo publicó en 2002 La Rosa de los Vientos- que pasó por aquí totalmente desapercibido y donde el autor recoge el testimonio de un tal Rosenthal, ingeniero químico y judío de Coblenza.

Otro fugitivo, éste con la particularidad de que sobrevivió al ametrallamiento al que sus supuestos salvadores sometieron a su grupo de fugitivos de camino hacia la salvación: "Les dijeron que iban a entrar en Andorra a pie por la montaña y que en menos de una hora estarían a salvo. Pero de pronto estallaron ráfagas de ametralladora y el griterío de las víctimas. Como el ingeniero caminaba detrás del todo sólo fue alcanzado en un hombro. A la luz de las linternas los asesino se paseaban entre los moribundos a los que desvalijaban, luego abrieron una zanja en la que medio enterraron los cadáveres". Un testimonio que Pons Prades recogió a su vez de su compañero de armas Manuel Huet -ex nano d'Eroles durante la Guerra Civil y quien en 1946 se instaló, por cierto, en Andorra, muerto en 1984 a consecuencia de un accidente de tráfico. Auxiliado por un grupo de la Resistencia que lo rescató en la montaña y le hizo curar las heridas en Cacasona, nada menos que por el doctor Joaquim Trias, Rosenthal explicó cómo él y su grupo -incluidos sus padres y hermana- fueron engañados por un supuesto funcionario de la embajada española en París. Un funcionario que según Pons Prades y como el mismo maquis se encargó de confirmar, era ni más ni menos que González Ruano.

Esta es la principal revelación de El marqués y la esvástica, que no es propiamente un libro de historia sino la crónica de la investigación que los autores emprenden por media Europa para tratar de probar la implicación de Ruano en las escabechinas de fugitivos judíos que -sospechan- podían terminar en la curva de la Vaca Morta de la N-20. Sin demasiado éxito, todo sea dicho. Porque la conclusión final es que nuestro hombre de hoy se dedicó a la extorsión sistemática de los judíos que tenían la mala pata de ir a caer en sus garras, pero en cambio se reconocen incapaces de probar documentalmente los vínculos con las matanzas como aquella a la que Rosenthal sobrevivió. Por el camino exhuman el juicio al que Ruano fue sometido en Francia y que en 1947 lo condenó a 20 años de trabajos forzados por "inteligencia con el enemigo". Por concretar: colaboración con la Gestapo y delación de los reos -miembros de la Resistencia y un judíos que por lo visto acabó en Auschwitz- con los que durante tres meses compartió celda en la prisión de Cherche Midi. Cortesía, paradójicamente, de la Gestapo, que lo detuvo, sostienen los autores, creyéndolo cómplice en el paso clandestino de judíos, hasta que los convenció de que se trataba tan solo de un vulgar estafador. Estos tres meses de cautiverio le suministraron material que más tarde reutilizó en alguna de sus novelas, e incluye un oscuro episodio de simulacro de fusilamiento, por el que pasa de puntillas en sus diarios. Ni que decir tiene que Ruano no cumplió ni un solo día de los 20 años de trabajos forzados a los que fue condenado por los tribunales franceses: en 1947 hacía tres años que había regresado a España.

La leyenda negra: un balance (provisional)
Tozudos como son Sala Rose y Garcia-Planas siguen más pistas, y así es como -atención- Antoni Puigdellívol se cuela en esta historia: él era el único pasador, dicen los autores, que en la época se dedicaba a cruzar por la zona de Puigcerdá a grupos de fugitivos que cargaba en camiones... ¡conducidos por soldados alemanes! Untados, por supuesto. Un juego peligrosísimo, este de Puigdellívol, porque en junio de 1944 fue sorprendido por la Gestapo a la altura de Mont-Lluís al frente de una expedición. Puigdellívol acabó en Buchenwald, con su mano derecha, el también andorrano Pepito Gelabert, y el grupo que pretendía pasar. Parece que fue un confidente infiltrado en la cadena el que los delató. Y le ponen nombre: Manfed Katz, que tras la guerra se refugió en Barcelona. Puigdellívol, en fin, no saldría del campo de concentración hasta el final de la contienda, en mayo de 1945.

El caso es que este episodio no impidió que la justicia francesa le abriera en 1946 juicio: le acusaba de la muerte de madame Espira, una judía que formaba parte del convoy en que la Gestapo cazó al mismo Puigdellívol. El proceso se alargó dos años pero al final salió de él limpio como una patena: no se pudo probar la acusación, y el pasador contó con el aval de un reputado testimonio: el exministro de Defensa francés André Diethelm. Puigdellívol alegaba haber pasado a la mujer y a la hijastra de Diethelm; Sala y Garcia-Planas demuestran que no fue así. Un personaje, en fin, de claroscuros, como tantos que pululan por este libro, y del que también sacan a colación la controversia con Isabel del Castillo, que lo acusa en El incendio de haberse quedado con el dinero que le confió cuando la ayudaron a cruzar los Pirineos, y -todavía más inquietante- la supuesta implicación del bar que la familia regentaba en Hospitalet, Barcelona, en una trama que acabada la guerra se ocupaba de pasar a España a gerifaltes nazis como Georges Delfanne, alias Masuy, "sádico gestapista conocido por la invención del suplicio de la bañera". Glups.

Hay que añadir que Puigdellívol no fue el único pasador motorizado y que recurrió al soborno de los militares alemanes en el tráfico clandestino de hombres: en nuestro rincón de Pirineo hubo por lo menos otro, Paul Barberan, que utilizaba camiones para el contrabando de neumáticos por el Pas de la Casa, y que para pasar judíos había ideado un estratagema tan insólito como audaz y, por lo visto, eficaz: Barberan disfrazaba a sus fugitivos de contrabandistas, fardo incluido, y los hacía desfilar a pie por los pasos de montaña, con la aquiescencia y en ocasiones con la colaboración entusiasta como porteadores de los mismos alemanes. Claro que también Barberan acabó arrestado por la Gestapo, en abril de 1944. Con más suerte que Puigdellívol, porque tan solo tres días después lo encontramos sopechosamente en libertad. Sala especula que quizás la compró vendiendo al mismo Puigdellívol...

El marqués y la esvástica constituye, en fin, una mina de información, mucha de la cual rigurosamene inédita: los procesos de Ruano y Puigdellívol, por ejemplo, por no hablar de la aproximación digamos que contable al negocio del tráfico de fugitivos, con billetes que podían salir por la astronómica cifra de 100.000 francos por persona -es lo que Del Castillo sostiene haberle pagado a Puigdellívol- y  un beneficio neto por cada fugitivo efectivamente pasado que ascendía a 20.000 francos de media. Tiene también un interés mayúsculo el balance de la, ejem, leyenda negra: los autores han documentado cuatro "matanzas" de judíos -esto de "matanzas" lo dicen ellos- con una decena de víctimas en total: los dos matrimonios belgas que Joaquim Baldrich afirmaba haber visto semienterrados en la nieve cerca del Estany Negre, a los que habían liquidado dos guías aragoneses, Mulero y Trallero; Jacques Grumbach, diputado socialista francés y director del diario Le Populaire, a quien su guía, Lázaro Cabrero, decerrejó un tiro en la nuca: le costó un proceso en el que resultó sorprendentemente absuelto; el caso del matrimonio Allerhand, Gustave e Ida, judíos franceses que en septiembre de 1942 salieron de Ussats les Bains con destino a España de los que nunca más se tuvo noticia -reseñado por Josep Calvet en Las montañas de la libertad; y las tres chicas judías cuyos cadáveres José Bazán cuenta en sus memorias, Jo, un nen de la guerra, que fueron rescatados en 1942 del valle del Madriu (Andorra).

Diez muertos que constituyen indudablemente diez tragedias, pero que difícilmente admiten la cualificación de "matanzas", sobre todo si tenemos en cuenta no sólo el contexto bélico sino también que por Andorra cruzaron miles de fugitivos: el mismo Baldrich afirmaba haber pasado más de 300, aunque los autores sospechan que hay muchísimos casos más que no se podrán probar jamás por la misma naturaleza del paso clandestino... y si no aparecen los restos que Sala y Garcia-Planas buscaban en la N-20. Como Eliseo Bayo, el periodista de Reporter, en los años 70...

Más contundente aun se muestra el historiador Daniel Arasa (La guerra secreta del Pirineu), cuyo testimonio también es recogido en El marqués y la esvástica, y que no se corta un pelo. Perdonará el lector la cita kilométrica: "En Andorra hubo mucha gente, andorrana y de fuera, que de forma directa o indirecta colaboraron con las cadenas de evasión. La inmensa mayoría no se caracterizaron por el altruismo. Es cierto que el humanitarismo tampoco abundó en muchos otros lugares, pero el caso andorrano es el más extremo de mercantilismo en los pasos pirenaicos. Salvo honrosas excepciones, en Andorra el ideal sólo tenía un nombre: oro. Algunas de las grandes fortunas de Andorra tienen su origen en el paso de gente por el Pirineo. En determinados casos, el dinero se hizo con la sangre de los fugitivos, a los que se expolió, abandonó en la montaña o incluso mató a fin de robarles. Algunos fueron entregados a los alemanes para cobrar la recompensa. Hay que puntualizar que estos abusos extremos fueron hechos aislados, no una actuación generalizada como algunas veces se ha dicho. La mayor parte de los guías cobraban precios elevados por su trabajo, pero no eran asesinos".

Gravísimas acusaciones, con o sin sangre de por medio, que lanza al aire sin aportar, en fin, prueba alguna. Y en este plan, no nos iremos sin mencionar de nuevo a Bayo, el autor de aquella fundacional serie de reportajes sobre la leyenda negra publicados en 1977 en Reporter -ya se ha dicho. Pues bien, tras décadas de silencio, en El marqués y la esvástica admite que pagó a los testimonios -supuestos pasadores que lo condujeron a los rincones donde yacían las supuestas víctimas- y que no podía estar seguro de la veracidad de lo que entonces le contaron -y él mansamente publicó: "A lo mejor lo amañaron, quizás cogiendo huesos de un cementerio... La verdad es que no estoy muy seguro". A lo mejor, en fin, eran huesos ovocaprinos.

[Este artículo se publicó el 13 de marzo de 2014 en El Periòdic d'Andorra]