Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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viernes, 22 de agosto de 2014

¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?

El ministerio de Cultura destina 35.000 euros a la rehabilitación de la fachada del histórico hotel de la Massana, cuartel general de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné; en 1943, un comando de la Gestapo secuestró a Eduard Molné, hijo de los propietarios, y a cinco militares polacos que intentaban evadirse a España.

¡Ay, el Palanques! Es verdad que otros hoteles en Andorra comparten su mismo pedigrí épico: el Coma de Ordino, el Pol de Sant Julià de Lòria y, sobre todo, el Mirador de Andorra la Vella, que se ha llevado la gloria mediática gracias a Francesc Viadiu y su novela Entre el torb i la Gestapo. Otro día hablaremos de ellos, piezas clave de la epopeya de los pasadores (en este caso, más bien de los pasados) durante la II Guerra Mundial. Muy pronto, palabra. Pero el Palanques es otra cosa. Lo hemos contado aquí mismo en otras ocasiones: fue en este establecimiento de la Massana, inaugurado en 1935, donde el abogado catalán Antoni Forné estableció el cuartel general de su red de pasadores. Una cadena para la que trabajaron hombres de una pieza como Alfredo Conejos, Josep Mompel, Joaquim Baldrich y... Eduard Molné, él mismo hijo de los propietarios del hotel -Francisco Molné y su esposa, Emília Armengol- y que ejerció de taxista ocasional para la cadena a bordo de su Renault, uno de los escasos vehículos existentes en la Andorra de la época.

Hoy los recuerda un humilde monolito situado enfrente del hotel. En fin, que si hablamos hoy aquí del Palanques es en primer lugar porque el ministerio de Cultura destinará este curso 35.000 euros a la restauración de la fachada del edificio. Que buena falta le hace porque -como comprobará el lector- abundan en ella los desconchados y el aspecto general corresponde al de una dolorosa y -nos temíamos algunos- inexorable decadencia. Nada extraño si tenemos en cuenta que el mismo ministerio advertía en 2004, año en que lo incluyó en el catálogo del patrimonio cultural de Andorra, que en siete décadas -hoy, ocho- el edificio no ha sufrido modificaciones significativas, así que conserva todos los elementos estructurales originales. En definitiva: que tal como lo vemos hoy es como lo vieron -y lo vivieron- Forné, Molné, Badrich y compañía. El papel central del Palanques en la epopeya de los pasadores se debe no sólo a que fue el epicentro de una de las cadenas de pasadores mejor conocidas entre las que operaron en Andorra, sino también a que fue escenario de la célebre razia que la Gestapo lanzó la noche del 23 de septiembre de 1943: delatados por un tal Nicodème -Enrico Nicodem, según consigna Ludmilla Lacueva Canut en Els pioners de l'hoteleria andorrana-, un topo infiltrado en la cadena y que para mayor escarnio se hospedaba en el mismo hotel, y guiados por esbirros de la vegueria francesa, los agentes alemanes se plantaron en el Palanques en dos vehículos -un Delaye y un Citroën, evocaba el mismo Forné en una serie de artículos publicada en 1979 en la revista Andorra 7- dispuestos a desmantelar la cadena.  

Monumento que desde 2005 recuerda la gesta de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné desde el hotel Palanques, y de la que también formaban parte Joaquim Baldrich, Josep Mompel, Alfred Conejos i Eduard Molné, el único que probó la hospitalidad de la Gestapo al ser capturado la noche del 23 de septiembre de 1943 y trasladado a la prisión del monte de Saint Michel, en Tolosa; fue liberado diez días después. Fotografía: Tony Lara.

El hotel Palanques, proyectado por el arquitecto Rafael Besolí, comenzó a erigirse en 1933 y se inauguró el 15 de agosto de 1935; constaba (y todavía consta) de planta baja, dos pisos y buhardillas. Debe su nombre a que los propietarios, la familia Molné, se habían instalado una generación antes en unos terrenos denominados Les Palanques porque estaban situados en la confluencia de los ríos de Ordino y Erts, a unos cien metros de la parroquial de la Massana. Allí levantaron el primer hostal hasta que en 1933, y gracias a una permuta con la propiedad de Casa Ramon, se trasladaron a lo que hoy es el Palanques. Arriba, el hotel ya terminado; aquí encima, el edificio en construcción. Fotografías: Colección Casimir Molné Armengol / Els pioners de la hoteleria andorrana.
Durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial en el Palanques se hospedaron huéspedes de toda procedencia: desde un pequeño destacamento de los gendarmes de Baulard hasta el abogado Antoni Forné -que acabó casándose con una de las hijas de la familia Molné- pasando por fugitivos que huían de la España republicana, primero, y de la nacional, después. En la imagen, Joana y Maria Molné en agosto de 1942 (¿o 1944?) posan con los músicos franceses que acudían a tocar a la fiesta mayor de la Massana. El texto dice: "À notre gentille hotesse, notre meilleur souvenir", y lo firman Miney y Louis... ? Fotografía: Colección particular Joana Molné Armengol / Els pioners de l'hoteleria andorrana.




Tres vistas actuales del hotel Palanques, situado en la avenida de Sant Antoni y que conserva casi intactos los elementos estructurales originales, especialmente los sillares esquineros de granito que permiten incluir el edificio en la denominada arquitectura del granito, corriente en boga en la Andorra de los años 30 y que incluye otros edificios como los hoteles Rosaleda de Encamp y Valira de Escaldes. Fotografías: Máximus.
La Massana en los años 40: el Palanques es el edificio en segundo plano del centro de la imagen, escorado a mano derecha; se distingue por su cubierta achaflanada y sus esquina con sillares de granito.
Los dibujantes Escobar y Peñarroya, en el cartel del salón de cómic de la Massana de 2011, obra de Paco Roca, que ese año publicaba El invierno del dibujante. Ambientado en 1958, los cómics no son todavía cómics, ni tan solo historietas, sino tebeos. Dibujo: Paco Roca / La Massana Cómic.
Y para que no falte nada, incluso Superlópez se permitió un vuelo de reconocimiento sobre el Palanques: la viñeta pertenece a Las montañas voladoras, la premonitoria aventura inmobiliaria del superhéroe de Jan, y se publicó en 2004, auspiciada también por la Massana Cómic. Dibujo: Jan. 

Lo consiguieron a medias: la buena fortuna (o mala, no está del todo claro) quiso que aquella misma noche los hombres de Forné tuvieran que ir a recoger a un grupo de militares polacos al Vilaró, donde desembocaba la ruta de evasión que pasaba por el puerto de Siguer. Molné se ofreció en aquella ocasión para acompañarles hasta el Vilaró, donde entonces moría la carretera, recoger los paquetes y conducirlos hasta Sant Julià de Lòria. Todo transcurrió con normalidad hasta que al pasar por delante del Palanques se percataron de la presencia de los dos vehículos y sobre todo de sus inquietantes ocupantes: cuatro o cinco hombres -recuerda Forné- vestidos con sospechosas gabardinas -cine negro obliga- que se lanzaron tras el Renault de Molné, que aceleró en dirección a Andorra la Vella en cuanto Conejos gritó: "¡La Gestapo!"

La huida no se prolongó más que unos cientos de metros: en el cruce de Sispony, y tras unos disparos intimidatorios, Molné cruzó el Renault en la carretera, dando tiempo a Forné y Conejos para saltar del coche y perderse en la noche. Ni Molné ni los cuatro fugitivos polacos -Claude Benet descubrió sus nombres en Guies, fugitius i espies: dos oficiales, Jan Daniez y Jan Sarnicki, y dos soldados, Czeslaw Giejsowt y Josep Lawicki- tuvieron tanta suerte, fueron capturados y conducidos hasta Tolosa junto a un tal Bobby, norteamericano de origen polaco que formaba parte de la cadena que fue la única presa que cazaron en el Palanques. 

De la tele al cómic
Cuenta Lacueva que en el trayecto hasta Tolosa Molné se cruzó hasta en dos ocasiones con conocidos a los que trató de llamar la atención -con nulo éxito: la primera vez, en la aduana del Pas de la Casa, donde el jefe de la policía andorrana en la época, Daniel Armengol -vecino como él mismo de la Massana- estaba de guardia esa madrugada y fue quien levantó la barrera para dar paso a la comitiva. Unos kilómetros más adelante, en Tarascon-sur-Ariège -nada que ver co el Tarascón de Tartarín, en las Bocas del Ródano-, y ya con las primeras luces del día, divisó a otro vecino suyo, Josep Montané, que había acudido a la feria de ganado de esta localidad; incluso le tocó el cláxon. Pero nada.

En Tolosa perdió Molné la pista a sus compañeros de peripecia. Por suerte para él, porque tras ocho o diez días de cautiverio en la fortaleza de Saint Michel fue liberado gracias a las gestiones de su padre. Le ayudó el pequeño detalle que Francisco Molné, subsíndico entre 1933 y 1936, sucedió este último año al destituido Síndico General, Pere Torres. Solo duró un año en el cargo, y a Francisco le sucedió Francesc Cairat, que era quien ejercía el cargo en 1943 -y hasta 1960: he aquí otro personaje que reclama urgentemente una biografía- y que hizo las oportunas y exitosas gestiones ante la Mitra -el Obispo de Urgel y Copríncipe del momento, Iglesias Navarri, había sido vicario general castrense durante la Guerra Civil (del lado nacional, se entiende) y conservaba cierto ascendente sobre Franco y, sobre todo, su esposa- para conseguir la liberación de Molné.

El caso es que las gestiones de Cairat ante el Obispo o la misma vegueria francesa, ante la cual también intercedieron por el cautivo -y atención, que eran los años del reinado del nefasto Lesmartres- consiguieron que al cabo de una semana un funcionario del consulado alemán en Barcelona se desplazara hasta Tolosa. Así es como nuestro hombre recordaba en 2003 para la revista Informacions aquel breve encuentro: "Una mañana se presentó en la prisión un chico del consulado que me explicó que de paso por Andorra se había enterado de mi caso. Me dijo que no  me preocupara, me aseguró que saldría pronto y me invitó a escribir a casa para tranquilizar a la familia. Y así fue: al cabo de dos o tres días más me llamaron por mi nombre, y a la mañana siguiente un coche de la Gestapo me condujo hasta el Pas de la Casa". Dice Lacueva que incluso recuperó su Renault. Buena gente, como se ve, los chicos de Goebbels.

Vale que fue la única ocasión -como no se olvidaba nunca de recalcar, alejando de sí el foco de atención- en que Molné participó de manera activa en la cadena que dirigía su futuro cuñado, Antoni Forné. Pero como recalcaba el historiador leridano Josep Calvet (Las montañas de la libertad)  con ocasión de su fallecimiento, en agosto del 2012, "sin la complicidad esporádica de gente como Molné la misión de los pasadores hubiera fracasado". Más contundente aún se mostraba Claude Benete (Guies, fugitius i espies) en esta misma ocasión: "Fue un hombre de una humildad y de una elegancia incuestionables; otros con muchísimos menos méritos han explotado su participación en esta epopeya sin escrúpulos; él optó siempre por la discreción".

Pero volvamos al comienzo: si contamos hoy aquí y por vez enésima la peripecia de Molné es porque la aciaga incursión de la Gestapo de aquel 23 de septiembre de 1943 -se desconoce el destino final de los cuatro polacos y de Bobby, pero Benet sospecha que terminaron en un campo de concentración, donde no es aventurado augurar su muerte- tenía la cadena del Palanques como objetivo. Así que hagamos algo más de historia y pongámosle biografía al establecimiento con más pedigrí bélico del país. Y en este punto la autoridad indiscutible es de nuevo Lacueva, autora de Els pioners de l'hoteleria andorrana, la biblia de la materia. El Palanques es hoy un humilde hotel de una estrella situado a los pies de la avenida de Sant Antoni, el nombre de la Carretera General a su paso por la Massana. Empezó a construirse en 1933, y fue inaugurado el 15 de agosto de 1935. Era el segundo establecimiento de este nombre dedicado a la hotelería regentado por la familia Molné. El primero, abierto por Francisco Molné Mora -el abuelo de nuestro Eduard-, estaba situado en lo alto del núcleo histórico de la Massana, a unos 100 metros -dice Lacueva- de la parroquial de Sant Iscle.

A esta primitiva fonda debe su nombre el Palanques, porque se levantaba en unos terrenos donde confluían los ríos de Ordino y de Erts, motivo por el cual existían en la finca dos palanques, o rudimentarias pasarelas de madera. De ahí que los terrenos fueran conocidos en la Massana como Les Palanques, y que la casa levantada por los Molné se conociera en adelante como Cal Palanques. El hotel actual lo erigió Francisco Molné Rogé, Sisquet (1883-1980), según un proyecto del arquitecto Rafael Besolí -autor también del hotel Mirador de Andorra la Vella (1934)- y se inauguró, como ya se ha dicho, en 1935. Se adscribe junto con edificios como el hotel Rosaleda de Encamp y el Valira de Escaldes a la denominada arquitectura del granito, corriente propia de la arquitectura local y caracterizada por el uso generoso de los sillares de granito. En el Palanques constituyen el elemento principal de las columnas esquineras y le confieren un aspecto característico a la fachado, al lado de las cubiertas de madera y piedra llicorella, a dos vertientes y achaflanadas.

En este punto hay que indicar que a diferencia de los otros ejemplos de arquitectura del granito, en que los sillares ocupan toda la fachada, en el Palanques su presencia se limita a las susodichas esquinas. Constaba (y consta todavía hoy) de planta baja -con un comedor para los clientes del pueblo, cocina, administración y tienda de comestibles-, dos pisos y buhardillas, en lo que en Andorra se denomina "cap de casa". Las 20 habitaciones originales -hoy, 16- disponían de lavabo con agua corriente -un lujo en la Andorra de los años 30- y baño compartido en el primer piso, donde también se encontraba el comedor de los huéspedes. Esta estructura se ha conservado prácticamente intacta hasta hoy. Cuenta Lacueva que durante la Guerra Civil un pequeño grupo del destacamento de gendarmes al mando de Baulard -quién sabe si alguno de nuestros zapadores- se hospedó de forma más o menos permanente en el Palanques, para escándalo de alguno de los vecinos, poco amigo de la ocupación gabacha y que por lo visto amenazaba a Sisquet al grito de "¡Et pelarem!" ("¡Te liquidaremos!").

Lo cierto es que al único que estuvieron a punto de liquidar fue a Eduard, y no sus vecinos sino la Gestapo. El Palanques, en fin, o un local directamente inspirado en el Palanques, es el escenario donde transcurre buena parte de Un any a la nostra vida, la obra de teatro que bebe en la epopeya de los pasadores escrita y dirigida por Xavi Fernández, y estrenada el 11 de noviembre en el teatro les Fontetes de la Massana. También tiene un cierto papel en la versión televisiva de Entre el torb i la Gestapo, aquel plúmbeo bodrio dirigido por Lluís Maria Güell que entra a saco en la novela homónima de Francesc Viadiu. Güell, que debió de oír campanas sobre la peripecia de Forné, Molné y compañía, se toma la libertad de ubicar en el Palanques el centro de operaciones de uno de los malos de la historia, el sádico y nefando doctor Coco -Fermí Reixach, en la pequeña pantalla, que pergeña, por cierto, uno de los pocos personajes que se salva de la quema.

Y ya que hablamos del doctor Coco, consignemos para acabar que el aviador británico Cyrill Penna, cuyo Short Stirling fue derribado de regreso de una misión de bombardeo sobre las factorías Fiat de Turín y que pasó por Andorra entre el 1 y el 10 de marzo de 1943, consigna en sus memorias de guerra, Escape and Evasion, cómo tuvo que librar a un compañero suyo, el también aviador Dick Adams, de las garras de un doctor Antoni de Barcia, que insistía en amputarle el pie izquierdo, congelado en el paso del Pirineo. Penna logró sacarlo del tugurio donde el tal Barcia operaba, un hotelucho de Escaldes, y trasladarlo a la improvisada clínica que el doctor Trias, eminencia de la cirugía española por entonces refugiado también en Andorra, regentaba en la Casa Rebés de la capital. Claude Benet insinúa en Guies, fugitius i espies que sí, que efectivamente nuestro Barcia podría ser el alcohólico y cocainómano -de ahí el sobrenombre- doctor Coco de Viadiu. Que ejerciera en realidad en un hotel de Escaldes y no en el Palanques es un detalle menor que no nos va a estropear un buen titular.

Añadamos para terminar, ahora sí, que nuestro Palanques -cuya propiedad conserva Roser Molné, hermana pequeña de Eduard, pero que la familia dejo de regentar en los años 50- tiene también un par de estupendos cameos de cómic, los dos gracias a Joan Pieras y el salón de la Massana: el primero, cronológicamente hablando, corresponde a Las montañas voladoras (2004), aventura andorrana del Superlópez de Jan, que se atreve a sobrevolar el hotel como ven en la viñeta de aquí arriba. Lo mejor que se puede decir del asunto es que el Palanques sobrevivió al paso de Superlópez, que ya es decir. El segundo, y nuestra debilidad personal, es el cartel del Salón del Cómic de la Massana  2011 dibujado por Paco Roca, que entonces presentaba El invierno del dibujante, y en que aparecen Escobar y Peñarroya, dos de los historietistas convertidos por Roca en protagonistas de este álbum metacomiquero, deambulando felizmente ante un Palanques con estupenda estética años 50. Como decíamos ayer, hay otros hoteles, pero como el Palanques, ninguno. Con el permiso del poeta Feliu Formosa: "¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?"

domingo, 29 de junio de 2014

El enigma de los zapadores (con un final tirando a triste)

El bibliófilo Casimir Arajol localiza una serie de fotografíes de un destacamento del cuerpo de ingenieros desplegado en Andorra probablemente a finales de los años 30; es la primera vez en que se documenta la presencia militar francesa en el país.

Sabíamos de la presencia de los gendarmes de Baulard. Y en dos tandas: el tenso verano de 1933 y durante la Guerra Civil. Ya saben: para prevenir las tentaciones anexionistas de los contendientes. Sabíamos también de las esporádicas y clandestinas incursiones de la Gestapo en los difíciles años de la II Guerra Mundial -recuerde el lector la captura de Eduard Molné y los cuatro militares polacos perpetrada en octubre de 1943- y sabíamos por Claude Benet que patrullas alemanas acostumbraban a visitarnos de estrangis, y que tenían especial querencia por la Vall d'Incles, donde da noticia de mas de un avistamiento -¡cómo si estuviéramos hablando de Ovnis! Por no hablar de los soldados de la Werhmacht que Paul Barberan, el "contrabandista feliz" rescatado del olvido por Sala Rose en El marqués y la esvástica, solía contratar como paquetaires -que es el sonoro nombre como por aquí arriba se conoce a los porteadores, especialmente cuando se dedican a contrabandear: por el paquet, el inmenso fardo que cargaban a la espalda. Ni la estupenda instantánea de Francesc Pantebre que ejerce de pórtico de este blog, con la esvástiva ondeando en el mástil de la aduana francesa del Pas de la Casa: era el 16 de enero de 1944. Y tenemos finalmente la imagen de los requetés navarros en la Farga de Moles, recién terminada la Guerra Civil, y la de los guardias civiles que Franco empaquetó hacia Andorra durante la guerra mundial para marcar bíceps. Pero nunca, jamás hasta ahora habíamos visto un destacamento militar campando alegremente y abiertamente por aquí. ¿Quiénes son, estos soldados de aquí al lado? ¿Cuándo vinieron? Y sobre todo, ¿para qué?

Estupenda instantánea del grupo de militares franceses pertenecientes al 28º regimiento de ingenieros en la aduana francesa del Pas de la Casa; el primero, el tercero (con sus galones de soldado de primera, matiza a historiadora Amparo Soriano) y el cuarto por la izquierda aparecerán en varias de las fotografías de la serie. Compárece con la imagen tomada por Francesc Pantebre el 16 de enero de 1944, con la esvástica ondeando en el mástil, que sirve de pórtico a Pirineos en Guerra. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Nieve, esquís y, al fondo, lo que parece en opinión de Canturri, Arajol y Lacueva el refugio de Envalira, en las primeras rampas del puerto. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Una cara conocida, en la carretera de la Massana, tras los túneles de Sant Antoni: a la izquierda de la imagen, la Serra de l'Honor; a la derecha, el Pui de la Massana. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Otro de los protagonistas habituales de la serie, en la plaza Rebés de Andorra la Vella; a la derecha de la imagen, la desaparecida terraza de Casa Rebés, que da nombre a la plaza; al fondo, la estafeta de Correos, y detrás, la Poste. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Los ingenieros ejercen de lo que son. O por lo menos, lo simulan: trepando por un poste de telégrafos en algún punto entre la Aldosa y Anyós, con el Casamanya al fondo. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Turismo cultural: en el rótulo bajo la cubierta de Sant Miquel d'Engolasters se lee: "Llac d'Engolasters". La puerta de la iglesia se encuentra hoy bajo los soportales; ésta se había abierto en 1902 y se cegó con la restauración del templo. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

De nuevo camino de la Massana, una vez superados los túneles de Sant Antoni; pero ahora, con estos dos misteriosos figurantes que no pertenecen al grupillo de amigos que suele aparecer en las fotografías: ¿quiénes eran? Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Ante el hotel Paulet de Escaldes, en un momento de distensión. En la fachada, entre las ventanas, puede leerse: "Hotel Paulet (Banys)". El rubio que asoma la cabeza no se ha perdido casi ninguna de las fotografías. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

En el lago de Engolasters, probablemente el mismo día que se fotografiaron en Sant Miquel. Atención a las vías del primer término, que servían a las vagonetas de Fhasa, la eléctrica propiedad de Miguel Mateu que durante la Guerra Civil Franco amenazó con bombardear -cuenta Amparo Soriano en Andorra durant la Guerra Civil espanyola- si no cesaba de suministrar fluido a las fábricas catalanas. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Sobre esta fotografía no hay acuerdo: Arajol y la historiadora Lourdes López opinan que se trata del puente de Aixovall, desaparecido con las inundaciones de 1982; Canturri se decanta por el vecino puente de la Margineda, mientras que la también historiadora Ludmilla Lacueva tercia en el debate e introduce una tercera opción: el puente de la Tosca, en Escaldes. Vecino, por cierto, del hotel Paulet. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Este documento gráfico excepcional es uno de los últimos tesoros desenterrados por el bibliófilo y coleccionista Casimir Arajol: medio centenar de minúsculas fotografías en blanco y negro -7 por 4 centímetros- con una sola y lacónica leyenda -"28eme Génie"- y un montón de enigmas por resolver. El mayor de todos: ¿cómo es posible que no hubiera quedado constancia en ningún lado de la presencia de este destacamento francés en suelo andorrano? Es evidente que pertenecen a una unidad de ingenieros. Sí, pero, ¿a cuál? ¿Al 28º regimiento? ¿Al 28º batallón? ¿O al 28º de transmisiones? ¿Fueron destinados a Andorra durante la Guerra Civil? Si es así, ¿cuándo? ¿Al principio? ¿Ya avanzada la conflagración? ¿O más probablemente, hacia el final? Si compartieron escapada andorrana con Baulard y compañía, que no abandonaron el país hasta agosto de 1940 y a instancias de Franco, ¿por qué no aparece ningún gendarme, en las fotografías? ¿O es que quizás aparecieron por Andorra una vez terminada la Guerra Civil y cuando la mundial era todavía una drôle de guerre, la guerra de mentirijillas que terminó abruptamente en mayo de 1940 con la invasión nazi de Francia?
Hay que ver cómo son las cosas: le solicitamos al historiador Pere Canturri que eche un vistazo a las fotografías. Y resulta que el que nos responde no es el historiador sino el niño Pere, que recuerda -¡bingo!- la presencia en los estertores de la Guerra Civil de un batallón de zapadores alpinos. ¿Nuestros ingenieros? Muy probablemente, opina: de hecho, el 28º du génie, formado en 1929 y acuartelado en Montpeller, estaba adscrito a la 28ª división de infantería alpina. Así que todo cuadra. O lo parece, por lo menos.
Canturri era entonces Pere, ya se ha dicho: un niño de 4, quizás 5 años, y se le quedó clavada en la retina la imagen de una hilera de soldados que descendían esquiando desde lo alto del puerto de Envalira hacia el Pas de la Casa. ¿Y qué hacía él en el Pas, donde en los años 30 se levantaban a lo sumo media docena de cabañas de madera? Pues ayudar a su abuelo, que atendía el refugio Calones, el primero que abrió las puertas en el poblado. Iban camino de Hospitalet o, quizás, Ax-les-Thermes: "Hasta recuerdo el nombre del oficial que estaba al mando, porque se llamaba igual que yo: Pierre. Y eso a un chaval lo impresiona". Dice Canturri que debieron llegar al país hacia el final de la Guerra Civil, en un momento en que la proximidad del frente -con los nacionales presionando por la parte del Pallars- hacía poco recomendable circular por la zona fronteriza. Los ingenieros, continúa, tenían la misión de asegurar las comunicaciones con Francia. Sobre todo, el correo, que en tiempos de paz y en pleno invierno, mientras el puerto permanecía cerrado, se distribuía pasando primero por España. Con las comarcas del Pallars, el Alt Urgell y la Cerdaña convertidas en escenario bélico, Envalira se convirtió en la única puerta de entrada a Francia. Formidable, sí, pero no infranqueable, como los paquetaires habían demostrado en tiempos de paz, y como comprobarían enseguida los miles de fugitivos de la Europa ocupada por los nazis que desfilarían por Andorra durante la inmediata guerra mundial.

Tambores de guerra
No es la memoria de Canturri la única que habla; también la fotografia de aquí arriba en que se intuye a un grupo de militares en un entorno nevado y que él mismo y también Arajol identifican con el refugio de Envalira. Y la historiadora Ludmilla Lacueva, que recuerda que el refugio se abrió en 1933. Pero lo cierto es que el resto de las imágenes nos presentan a un puñado de hombres -casi siempre los mismos, con alguna variación- en escenas campestres: en Sant Miquel d'Engolasters, en el lago -atención a las vías de las vagonetas de Fhasa en primer término-, paseando por la plaza Rebés de la capital, o en la salida de los túneles de Sant Antoni, camino de la Massana. También nos los encontramos descansando ante el hotel Paulet de Escaldes -Canturri opina que estaban acantonados en Hospitalet y que iban y venían, pero que probablemente de vez en cuando hacían noche en el país: ¿por qué no en el Paulet?- y, atención, trepando por un poste de telégrafos en algún lugar entre la Aldosa y Anyòs, con el Casamanya al fondo, porque es posible, añade, que una de sus ocupaciones habituales fuera el mantenimiento y reparación de la línea.
En fin, que se les ve distendidos y sonrientes, un grupo de amigotes de excursión más que en misión militar, hecho que parece corroborar la hipótesis de que nos encontramos todavía en los meses finales de la Guerra Civil y que la mundial es una posibilidad, sí, pero todavía lo suficientemente remota como para que tengan el tiempo, las ganas y el humor de hacer turismo y pasárselo razonablemente bien. La historiadora Amparo Soriano -máxima autoridad en estos fascinantes años: Andorra durant la Guerra Civil espanyola, no se lo pierdan- comparte la hipótesis de Canturri: el caos y el interregno que precedieron y acompañaron a la derrota republicana, el fuerte despliegue militar que siguió a la victoria nacional y, sobre todo, la presión a que Franco sometió a Andorra a cuenta de los convoyes de alimentos que había hecho llegar durante la Guerra Civil -Mateu mediante- debieron aconsejar al gobierno francés que prescindiera temporalmente de la (dudosa) buena voluntad española para asegurar las comunicaciones con el país.
Desconocemos en fin cuánto tiempo se quedaron por aquí nuestros zapadores, y cuándo se marcharon para no volver. Es probable que esto ocurriera como muy tarde a mediados de 1940, con la mobilización de todos los recursos para hacer frente a la invasión alemana -y el oportunista zarpazo de Mussolini. Dicen las crónicas militares que la 28a división alpina tuvo un papel destacado y lucido en la Batalla de Francia. Y produce una cierta desazón pensar que estos muchachos de quienes no conocemos ni el nombre -solo sus caras casi adolescentes- y que posan despreocupadamente para el fotógrafo estaban a punto de marchar hacia el frente, aunque ellos todavía no lo saben. Y que el mundo que han conocido está a punto de estallar en mil pedazos. ¿Cuántos de ellos no volvieron a casa? ¿Para cuántos Andorra fue una de les últimas visiones de un mundo en (relativa) paz?

[Este artículo de publicó el 28 de junio de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 2 de mayo de 2014

Barberan: feliz y locuaz

Paul Barberan recoge en Le passe-débout su legendaria trayectoria como contrabandista y pasador de hombres durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial, y evoca el ambiente enrarecido que se respiraba en la neutral Andorra de la época, con agentes de la Gestapo controlando a resistentes y refugiados desde el hotel Mirador de la capital.

Lo decía días atrás y en este mismo rincón de diario la lectora Elena Aranda: entre la marabunta de títulos clónicos con los que Sant Jordi nos tortura un año y otro año, siempre cae la posibilidad de que salte la sorpresa, el título remoto que un librero audaz saca a pasear por si las moscas y que sin el sarao libresco jamás habríamos descubierto. Pues esto es exactamente lo que ocurrió el último 23 de abril en la plaza del Poble de Andorra la Vella: Jordi Rossell, el capitán de Antic Rossell tuvo la feliz ocurrencia de rescatar de los fondos abisales de su librería de viejo -lo más parecido a la extinta Canuda que queda por aquí arriba- un ejemplar de Le passe-débout. Sí, hombre, las memorias de guerra de Paul Barberan (Azillanet, Hérault, 1906-¿?), contrabandista legendario de los años heroicos, pasador de hombres durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial y probablemente el único hombre de su generación -¡que es la de nuestro Quimet Baldrich, decenio arriba, decenio abajo!- que nos dejó una detallada, suculenta bitácora de los años dorados del oficio más viejo del mundo. Un volumen publicado en 1979, que hoy es carne de bibliófilo, del que la Biblioteca Nacional conserva un ejemplar, y que Rosa Sala Rose y Plàcid Garcia-Planas citan profusamente en El marqués y la esvástica, ya saben, la monografía donde prueban la implicación de César González Ruano en el infame tráfico de refugiados judíos en el París de la Ocupación, con deriva andorrana incluida. Lo definen con tino como "el contrabandista feliz". Nosotros le añadiremos locuaz. Pero no es lo mismo -convendrá el lector- leerlo por referencias que tenerlo en las manos y comprobar de paso que, aparte de un tipo tan locuaz como decidido, Barberan estaba dotado de un muy saludable sentido del humor, tenía otro don innato para el relato.


Foto de familia del clan Barberan, antes de la guerra mundial: Paul aparece marcado con una cruz; a su izquirda, Marguerite, la esposa leal. Barberan se istaló e Andorra en 1934, huyendo de una más que probable condena que le cocinaba la Cour d'appel de Tolosa; rápidamente se gestionó un pasaporte local a nombre de Pablo Vitals, natural de la Massana. Fotografía: P. B. / Le passe-débout.

Pues bien: este es el raro milagro que nos deparó el último Día del Libro. Barberan. De él hablamos aquí mismo semanas atrás porque él es el hombre que pergeñó el sistema más audaz, temerario y a la vez eficaz -en Le passe-débout se jacta legítimamente de que jamás perdió uno solo de sus clientes en la montaña, ni tampoco a manos de los alemanes- para pasar refugiados judíos por la frontera francoandorrana: la cita era en Hospitalet, la última localidad en suelo francés, en el hotel que regentaba una tal Mariette y donde hacía que la expedición de turno -una docena de hombres, habitualmente- cambiaran las ropas de civil por el uniforme oficioso de contrabandista; les hacía cagar las escasas pertenencias que llevaban encima en el fardo reglamentario, y se hacía acompañar por el destacamento de soldados alemanes que tenía untado y que participaba alegremente en el negocio haciendo de porteadores. La cosa era por supuesto tan exótica que alguno de los refugiados se ponía nervioso: uno de ellos sufrió, dice, una crisis epiléptica cuando descubrió la insólita escolta que iba a acompañarlos hasta la boda de la Palomera, ya en el lado andorrano de la frontera y punto final del trayecto, donde Barberan entregaba pasaje y fardos -porque aprovechaba el viaje para contrabandear- a los socios que se hacían cargo del género hasta Barcelona.

Sostiene Barberan que su grupo jamás cobró ni un céntimo a ninguno de los fugitivos que ayudaron a cruzar los Pirieneos. Otra cosa, añade, eras los socios españoles de la cadena, que sí que ponían la mano y que tenían -recuerda- un curioso método para establecer la cuantía del pasaje, "en función de la simpatía que les suscitaba el fugitivo en cuestión". "Quizás no era un método de facturación muy objetivo", admite, "pero tenía la ventaja de que tranquilizaba la conciencia de quien prestaba el servicio". El caso es que Barberan sí que aceptaba, y de buen grado, gratificaciones a posteriori: en 1946 recibió de forma anónima un millón de francos, y cree adivinar su procedencia: de la familia judía -padre, madre, hija, yerno y bebé- que pasó en cierta ocasión: "Hicieron falta diez de mis hombres para la operación: a la criatura tuvimos que colocarla dentro de un fardo, y buena parte del trayecto hubo que transportar a los mayores a horcajadas". Claro que la mayor parte de los fugitiovos, advierte, "se olvidan de todo esto cuando amaina la tormenta".

Pues esta familia no lo olvidó, y tampoco un tal Racine (!), otro fugitivo judío al que Barberan conoció en Andorra la Vella mientras se recuperaba -el judío, no Barberan- de las graves congelacioones en los pies que había sufrido durante el pasaje. Tuvo que quedarse un año por aquí arriba, y Barberan se ocupó durante este tiempo de traerle botas ortopédicas desde Perpiñán, así como dinero de mano que le enviaba su familia -gentil, para más señas. Pues este Racine, que no había sido cliente de nuestro hombre, "me demostró después de la guerra una gratitud inmensa, diría que incluso desmesurada para los humildes servicios que le había prestado".

Pero tampoco en Andorra era oro todo lo que relucía, ni se había terminado su via crucis cuando los fugitivos cruzaban la frontera. En absoluto. En uno de los capítulos más fascinantes del libro, el locuaz Barberan se explaya sobre este espinoso asunto y lo hace además de forma bien poco complaciente para su país adoptivo, en la línea -para entendernos, de Jaume Ros y del mismo Baldrich. Pone el contrabandista nombre y apellido al "secuaz" que la Gestapo destacó en nuestro rincón de galaxia, con cuartel general en el Mirador -ya saben, aquel hotel donde los iluminados que adapataron a la televisión la novela Entre el torb i la Gestapo ponen a un grupo de refugiados catalanes a cantar Els Segadors en los morros de la SS. Pues en el Mirador, continúa barberan, "reinaba Sapëy von Engelen, hombre de confianza de la Gestapo e individuo infecto que recogía los soplos de agentes nazis en todos los departamentos limítrofes con los Pirineos."

Las SS, Spaëy y el doctor Coco
Spaëy... ¿No les suena, el nombre? Por el currículum tiene que tratarse del mismo Marcos von Spaein que semanas atrás sacaba por aquí la oreja a cuenta de las aventuras andorrana de Germain Soulié, el contorvertido secretario de la veguería durante la guerra. El hombre -Spaëy, no Soulié, aunque quien sabe si éste también. tenía en el punto de mira a los resistentes franceses y a los refugiados españoles, y reportaba directamente a la Gestapo de Ax-les-Thermes y de Foix. Pero hacía mucho más, y le cedemos en este punto la palabra a Barberan porque, como verán enseguida, no tiene pelos en la lengua: "Spaëy los hacía arrestar en territorio andorrano, o mejor secuestrar, por esbirros del Sicherheitsdient [el servicio de información de las SS] vestidos de civil y venidos expresamente de Francia para estas operaciones".

En una de ellas debieron de caer los polacos capturados junto a Eduard Molné en el célebre raid del 29 de septiembre de 1943. Y miren por dónde, también saca la cabeza por aquí "cierto doctor" -quizás el doctor Coco, nuestro viejo conocido- a quien los fugitivos más incautos eran conducidos "con el pretexto de facilitarles el viaje hacia la libertad". En casa del señor médico eran liquidados in situ -sostiene Barberan- y naturalmente expoliados, o bien entregados a la Gestapo, a la policía de Vichy o a las autoridades franquistas si se destapaban como género con un cierto valor de cambio. Una joya, en fin, este Spaëy y compañía, entre la cual -según el mismo y demoledor informe que repasa la carrera de Marcos von Spaein- se contaban un tal Vecchi, otra tal Hallic y un tal Trouve.

Tampoco salen mucho mejor parados los nativos, de quien Barberan acponseja encarecidamente "desconfiar": "Los pronazis andorranos eran uña y carne con los alemanes, y ni siquiera las autoridades ocultaban sus simpatías hitlerianas: de hecho, la veguería francesa era  más pétainista que Pétain (...) pero tenían que respetar aunque solo fuera exteriormente la neutralidad andorrana y gracias a esto los colaboracionistas locales no pudieron cometer todos losc crímenes que les pedía el cuerpo". Igual de demoledor e igual de vago se muestra a la hora de despachar la leyenda negra -y conviene en este punto tener en cuenta que Barberan escribe con el recuerdo aun fresco de la serie de reportajes de Eliseo Bayo en la revista Reporter. Sostiene que sí, que hubo pasadores que asesinaron sin piedad a sus clientes. Pero como ocurre con el doctor, otra vez se queda a medias y pone como ejemplo a cierto guía de P. (por la localidad de donde este cierto guía debía ser originario) "que se pagó la empresa de transporte gracias a la genrosidad involuntaria de una pareja de abuelo que le confió la maleta llena de joyas; recuperaron el cadáver del hombre cosido a balas en el vall de Ora; el de la mujer nunca apareció, y la maleta con las joyas, tampoco..." Un guía... "de P.": ¿no se parece mucho a hacer tarmpa, decirlo así? ¿Se vale, esto de poner la puntita, nada más?

Hasta aquí, en fin, la trayectoria de Barberan como pasador. Una actividad digamos que paralela al oficio de contrabandista con que se ganaba la vida desde siempre. De hecho, aterrizó en Andorra en fecha tan temprana como 1934 cuando la Cour d'appel de Tolosa lo amenaza con una multa de 15 millones de francos y 15 meses de prisión, y opta sabiamente por quitarse de enmedio. No es casualidad que se deje caer por Andorra, uno de los puntos por donde hacía entrar en Francia cantidades industriales de atenol -el ingrediente principal para la elaboración de pastís, ese potingue. Rápidamente se gestiona un pasaporte andorrano a nombre de Pablo Vitals, natural de la Massana, con la digamos connivencia de la policía, que se lo pone muy fácil, y la miopía no sabemos si interesada de la veguería.

Tráfico de armas y de pornografía
Como era un tipo emprendedor, enseguida se asocia con un tal Bago, ruso blanco huido tras la Revolución, estafador profesional que tenía el dudoso honor de figurar en la lista negra de las policías de media Europa -menos en la andorrana, por lo visto- y que levantó un pequeño imperio a partir de la estafa -se hacía enviar hasta Andorra muestras gratutas de los mejores fabricantes de relojes, estilográficas, encendeddores y orfebrería, muestras que revendía con el consiguiente- y atención, el tráfico de pornografía, con género que le facilitaba su esposa y cómplice desde Hamburgo, o que producía él mismo con modelos españolas venidas expresamente hasta Andorra. La lástima es que el hombre no se explaye más sobre los negocios de Bago: ¡dónde debía tener su estudio? En fin, que a Barberan lo tenía en nómina como transitario, gracias a su pasaporte. La legendaria figura del hombre de paja -o prestanoms, según la muy gráfica denominación local.

Pero claro, Andorra de le queda enseguida pequeña y Barberan emigra a Barcelona en busca de mejor fortuna. Aquí descubrirá las infinitas posibilidades del tabaco como objeto de contrabando. Otra vez a escala industrial, como con el atenol pero más: llegó incluso a fletar tres barcos que iban arriba y abajo, con agentes locales destacados no sólo en las Canarias, un clásico, sinó también en Ceuta y Melilla. Así que es en Barcelona donde lo pilla el estallido de la Guerra Civil, pero hábil como es enseguida sabrá encontrar una oportunidad de negocio en la nueva coyuntura: entre otros productos, lo prueba ahora con el tráfico de armas -a favor de la República, faltaría más. Un negocio de altos vuelos para el que pergeña una coartada por lo menos tan pintoresca como aquella de disfrazar de porteadores a los soldados de la Werhmchat: la construcción de una central hidroeléctrica en Andorra, que justificaba el tráfico local de "convoys excepcionales" con maquinaria industrial procedente de Suiza y Bélgica: "Estas caravanas entraban por el Pas de la Casa y cruzaban majestuosamente y ruidosamente el país sin tan siquiera parar, y salían por el lado español, donde el ejército republiocano se hacía cargo del material y lo custodiaba en un desfile triunfal hasta Barcelona". No nos vayamos a pensar que por aquí pasaron tanques ni cazas ni cañones: armas ligeras, munición de pequeño calibre y, como muhco, unos pocos obuses de artillería antiaérea. Nada, conlcuye, que tuviera ninguna influencia en el desenlace de la contienda. Vaya, que sólo sirvió para lenar los bolsillos de unos cuantos espabilados (como él).

Pero cuando demostrará que todavía podía dar mucho más de sí será durante la guerra mundial, cuando traslada el cuartel general a Hospitalet, confraterniza con los alemanes desplegados en la zona -el teniente Rolf von Wigginhaus, el sargento Max y el también teniente Schawahl: estos dos últimos terminarán fusilados- y pone el negocio bajo la protección ni que fuese involuntaria de la Werhmacht: además de convertir a los soldados en porteadores, Barberan conseguirá también que camiones del ejército escolten caravanas de decenas de vehículos -Hotchkiss, Juvaquatre, Primaquatre, Peugeot 202, Studebaker, Fiat, Ford-  que adquiría en Francia, hacía pasar por Andorra ante la impotencia de los aduaneros franceses, y revendía en España con pingüe beneficio. Como comprenderá el lector, los coches eran el género que más le molaba.

Con este historial a sus espaldas, no es extraño que Barberan terminara detenido por la Gestapo -él sostiene que por culpa de Spaëy- y que algunos de sus paisanos sospecharan que si fue liberado al cabo de tres días y sin que los alemanes le tocaran un solo pelo, fue a cambio de algo. De hecho, dedica los últimos capítulos de Le passe-débout a argumentar tan sospechosa deferencia. Y la verdad es que no logra disipar la sombra de la duda. Pero qué quieren que les diga: nos cae bien, el dicharachrero de Paul, que acabó arruinado (por el fisco) y abriendo un restaurante de carretera no con Mariette, compinche de los años heroicos, sino con Marguerite, esposa leal y madre de sus dos hijos.

[Este artículo se publicó el 2 de mayo de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 21 de marzo de 2014

Baldrich, héroe de novela

Hugues Lafontaine convierte al pasador en personaje de su debut en la ficción, La princesse de San Julia; el historiador francés afincado en Andorra retrata el país durante la II Guerra Mundial a través de los ojos de una joven refugiada española.

Cómo son a veces las cosas: el 1 de enero [de 2012] fallecía Joaquim Baldrich, el penúltimo de los pasadores de la cadena que Antoni Forné dirigía desde el hotel Palanques durante la II Guerra Mundial, y esta misma semana Quimet, que ya había pasado por derecho propio a los libros de historia (Guies, fugitius i espies, Las montañas de la libertad, Andorrans als camps de concentració nazis) ingresaba en la nómina de héroes de ficción de nuestro rinconcito de Pirineo: el historiador francés Hugues Lafontaine (Avranches, 1954), afincado en Sant Julià de Lòria, lo ha convertido en uno de los muchos personajes que pululan por La princesse de San Julia, su debut en la ficción. El historiador normando retrata en la novela la Andorra que se vio obligada a convivir -en ocasiones, ay, muy a gusto- con los tumultuosos efectos colaterales de la Guerra Civil, de un lado, y de la subsiguiente guerra mundial, del otro: refugiados de todo pelaje, contrabandistas, pasadores, agentes de la Gestapo, resistentes, topos, superviventes vocacionales y, en fin, traidores de toda calaña.


Lafontaine, profesor de historia normando instalado en Sant Julià de Lòria desde 1998, descubrió el muy literario y poco explotado campo de los pasadores y la II Guerra Mundial a raíz del testimonio de Antoni Forné en aquella fundacional serie de artículos sobre la cadena del Palanques que publicó en 1977 en el semanario Andorra 7. Desde el punto de vista de la ficción, los dos títulos canónicos sobre los pasadores son La pau dins la guerra, de Norbert Orobitg -otro de nuestros olvidados- y claro, Entre el torb i la Gestapo, de Francesc Viadiu, que para cerrar el círculo es uno de los personajes de La princesse de San Julia. Fotográfia: El Periòdic d'Andorra.

Todo ello a través de los ojos de Marietta, la princesa del título y que a pesar de las dos tes del nombre es una niña nacida en la Seo -catalana, por lo tanto- que aterriza en Sant Julià huyendo de la violencia revolucionaria -como tantos otros de sus vecinos, y como acaba de documentar desde una perspectiva mucho más académica Francisco Javier Galindo en La Seu, 1936- y que entrará aquí en contacto con las redes de pasadores que operaban desde Andorra. Baldrich es uno de los personajes reales que aportan verosimilitud a la ficción de Lafontaine. Pero hay más: el mismo Forné, por supuesto, y también Eduard Molné, con el célebre episodio de su captura por la Gestapo, la aciaga noche del 29 de septiembre de 1943, y Francesc Viadiu, el cerebro de la otra gran cadena de pasadores -por lo menos, la que ha tenido mejor fortuna mediática, gracias a Entre el torb i la Gestapo- sin olvidarnos del síndico Cairat, el veguer francés -Émile Lesmartres, hombre de infausta memoria y, dice Lafontaine, uno de los malos que saca la cabeza en esta historia.

Vaya por delante que el autor se ha tomado la libertad de salpicar el relato con cameos de estos personaes reales, que aparecen siempre en episodios, momentos y lugares históricamente documentados: por ejemplo, el más que dudoso papel de Lesmartres en los años más oscuros de la contienda, lo desvelaron Roser Porta y Jorge Cebrián en Andorrans als camps de concentració nazis, donde lo describen -a partir del testimonio de su secretario, M. Larrieu- cmo un hombrede carácter violento y agresivo, despótico, avaro y odiado por el pueblo, a quien las autoridades locales evitaban, que no dudaba en extorsionar a los refugiados que caían en sus garras ni en entregar a los refractarios al destacamento alemán inquietantemente estacionado en el Pas de la Casa.

Romeo y Julieta a la andorrana
Hay que decir que la guerra y el contrabando, los nazis y los pasadores, los espías y los delatores funcionan sobre todo como telón de fondo del nudo argiumental de La princesse de San Julia, que no es otro que la historia de amor, ay, entre la protagonista, nuestra Marietta, y Roberto, originario también de la Seo que con el estallido de la Guerra Civil abraza la causa anarquista y que, cuando la Generalidad impone finalmente el orden republicano y desaloja del poder municipal a los comités revolucionarios -pasando por encima del cadáver del Cojo de Málaga, recuerden- se refugia a su vez en Sant Julià. Y ya los tenemos a los dos juntos otra vez. Aunque no todo será de color de rosa: Lafontaine define la trama como una especie de Romeo y Julieta pirenaico, un amor trágico y condenado al fracaso desde el momento en que Roberto es cómplice, ni que sea ideológico, de los anarqiustas que asesinaron al padre de Marietta. Pecado motrtal que el hermano de la heroína, Cheno (!), no olvidará jamás y que provocará un desenlace fatal.

Pero antes, Roberto tendrá la oportunidad de redimirse al ingresar en la red de pasadores de Forné y participar de la gesta épica -leyenda negra aparte- que constituyó el tráfico clandestino de fugitivos y que ha asegurado a héroes como Baldrich un lugar en la historia. Y es precisamente Baldrich, antiguo militante de la CNT y conmilitón por lo tanto de Roberto, quien en la ficción lo recluta, primero como contrabandista y después como pasador, y le da de esta manera la oportunidad de purgar sus pecados. El juego termina mal, claro: con una delación, la reglamentaria emboscada de la Guardia Civil... y no diremos más, porque esto es una reseña como Dios manda y sin espóilers.

Pero queda por explicar el asunto principesco del título: en un giro argumental con doble salto mortal, Lafontaine hace a su Marietta descendiente de... ¡Xipaguazin! Sí, hombre, la princesa de Moctezuma, aquella estupenda mixtificación histórica que un vendedor de humo convirtió en los 70 y 80 en una lucrativa expendiduría de títulos pseudonobiliarios. Para lo que nos interesa: Marietta regresa finalmente a Toloriu, a la casa solariega de sus antepasados y con la esperanza de recuperar el mítico, fabuloso tesoro de Moctezuma que -dicen- anda enterrado por ese rincón de mundo, y pagar con él el rescate de su Romeo. Esta rocambolesca, portentosa pirueta final no impide que La princesse de San Julia -sin t ni acento; ya saben: licencia poética- haya catapultado a nuestro Quimet y a la red de Forné a la muy justa e inmortal categoría de héroes de ficción, por primera vez con nombre y apellidos, y al lado de dos clásicos como son La pau dins la guerra, de Norbert Orobitg, i Entre el torb i la Gestapo. La lástima es que no llegara a tiempo para que Baldrich lo viera. Leer la novela puede ser un acto de homenaje póstumo.

[Este artículo se publicó el 7 de enero de 2012 en El Periòdic d'Andorra]




jueves, 20 de marzo de 2014

Los héroes del Palanques suben al escenario

La productora K-Das-Q debuta con Un any de la nostra vida, inspirada en la epopeya de los pasadores.

La cita es el 11 de noviembre [de 2013] en el teatro de Les Fontetes (la Massana, Andorra), en la primera de las seis funciones programadas de Un any de la nostra vida. Y empecemos por el principio: el año del título es 1943, en plena guerra mundial y con toda la carne en el asador: los nazis han ocupado el pedazo de Francia que le habían dejado a Pétain para mantener las apariencias, y grupos de pasadores integrados mayoritariamente por antiguos soldados republicanos, contrabandistas y miembros de la Resistencia inspirados por el MI6 se juegan la vida para conducir hasta el consulado británico Barcelona a miles de fugitivos de la Europa ocupada: aviadores aliados abatidos sobre el continente, jóvenes franceses refractarios al Servicio de Trabajo Obligatorio o que pretenden unirse a las fuerzas de la Francia Libre, y judíos de todas las nacionalidades -o peor aún, apátridas- destinados a los campos de exterminio.

Los actores de Un any de la nostra vida, obra de Martí Llimois estrenada el 11 de noviembre en el teatre de les Fontetes (la Massana, Andorra). De izquierda a derecha: Joan Sans (mosén Manel), Emma Laurent (Paquita), Xavi Fernández (Ton), Meri Rabassa (Glòria), María Alaminos (mademoiselle Laila), Marcos Rodríguez (Ramon) y Noemí Pagès (Sió). Fotografía: K-Das-Q.

En fin, la historia es suficientemente conocida porque la hemos contado aquí en repetidas ocasiones -y las que vendrán. No hace mucho, a cuenta de la defunción de Eduard Molné, el último superviviente -bueno, ahora ya no- de la cadena que Antoni Forné dirigía desde el hotel Palanques de la Massana. Y como ciertos acontecimientos tienen en ocasiones un raro, perturbador eco, he aquí que la productora K-Das-Q ha escogido para su debut en los escenarios Un any en la nostra vida, texto firmado por un tal Martí Llimois -les advertimos que se trata de un pseudónimo- que se estrena también como autor dramático con una peripecia ambientada -lo decíamos al comienzo- en 1943, con el telón de fondo de la contienda y el tráfico de refugiados de lo más variopinto que generó en nuestro rinconcito de la galaxia.

Antes de pasar al meolllo del asunto, digamos que K-Das-Q es la (pen)última aventura escénica de Xavi Fernández, el hombre-para-todo de la escena nacional -con minúsculas, atención, nada que ver con la Escena Nacional de verdad- que se ha decantado para su puesta de largo por un tema, dice -y con toda la razón- "fascinante y que incomprensiblemente no había sido llevado nunca a los escenarios". Un any en la nostra vida encarna por otro lado el ideario teatral de K-Das-Q y, por lo tanto, de Fernández: "Un proyecto nacido a partir del texto, que es el que ha marcado el equipo técnico y artístico que necesitábamos, y no al revés, como suele ser habitual en nuestros escenarios". Así funcionará en adelante la productora, una aventura -por cierto- inédita (y también incierta) por aquí arriba, donde nadie se juega un céntimo -ni en aventuras teatrales ni de ningún otro tipo- si no tiene detrás, o debajo, o dentro un buen cojín en forma de subvención. K-Das-Q procederá al revés: primero levantará el montaje y luego irá a buscar el patrocinio público y privado. Pobres: cómo diría Ash, el androide de Alien, "no tenéis ninguna posibilidad, pero contáis con toda mi simpatía..."

Micromecenazgo
Una opción arriesgada porque se juega el peculio, con un presupuesto que roza los 28.000 euros -sin cortarse un pelo, ya ven- astronómico para los estándares andorranos -y sospechamos que también para los catalanes- que espera reunir a través del micromecenazgo y de la taquilla, y que le reportará al director y productor una envidiable, rarísima libertad creativa: para empezar, ha prescindido de la clásica compañía estable, el sempiterno grupo de actores que cada curso busca una texto que se adapte a sus necesidades; Fernández, lo hemos dicho, procederá exactamente al contrario: es la productora la que irá a buscar a los intérpretes que considere más oportunos para cada proyecto en concreto. Como se estila en la escena profesional, vamos. El primero de todos es Un any de la nostra vida. El artefacto lo produce K-Das-Q a través de su -ejem- división teatral, Prou Ensemble, y lo dirige, claro, Fernández. Para esta singladura ha enrolado a cinco actores que provienen del Aula de Teatro de Andorra la Vella y de Lapsus, la joven compañía de Encamp -Meri Rabassa, Emma Laurent, María Alaminos, Marcos Rodríguez y Joan Sans. Y se ha permitido el lujo de repescar a Noemí Pagés, antigua alumna del Aula hoy embarcada en el Retaule de Sant Ermengol de la Seo.

Advierte el director, para que nadie se lleve  engaño, que el texto navega en las fecundas aguas de la ficción histórica: los protagonista -comenzando por Ramón, exiliado catalán de la Guerra Civil y contrabandista reconvertido en pasador, un trasunto, claro, de Joaquim Baldrich, y acabando por Ton, que dirige la cadena junto a mosén Manel- los resultarán muy, pero que muy familiares a los que hayan seguido la epopeya de nuestros pasadores exhumada por Claude Benet (Guies, fugitius i espies) y Josep Calvet (Las montañas de la libertad). Hasta el punto de que el cuartel general de Ramon, Ton i mosén Manel está ubicado en una fonda que recuerda abiertamente al Palanques, aunque sin citar ni una sola vez el nombre -y no acabamos de entender por qué.

Pero no se trata sólo de pasadores. El texto está trufado de episodios que remiten directamente a la estricta realidad histórica: Ramon es capturado por los alemanes precisamente la noche del 29 de septiembre del 1943, la misma fecha en que se produjo la aciaga incursión de la Gestapo que terminó con Eduard Molné en Saint Michel, y con los cuatro soldados polacos que viajaban en su taxi deportados: nunca más se supo. Un capítulo clave en la biografía de Molné y en la historia de los pasadores que el mismo Antoni Forné -que se libró de un pelo de acompañar a Molné- contó con todo detalle en aquella fundacional serie de artículos publicados en 1979 el semanario Andorra 7 -y novelado por otra parte por Francesc Viadiu (Entre el torb i la Gestapo) y Norbert Orobitg (Pau dins la guerra).

Radio Andorra, banda sonora
Para que no falte de nada, el autor -este Llimois tan recatado- ha aliñado la trama con algún elemento enteramente ficticio pero que, como verán, si non è vero è ben trovato. Por ejemplo, se ha sacado de la manga un programa de Radio Andorra -Café, copa y caliqueño- con dedicatorias que ocultan mensajes cifrados. Licencia poética que queda muy lejos de la realidad histórica porque Radio Andorra -matiza Fernández- emitía "como mucho" canciones para notificar de la llegada a territorio andorrano o a su desitno final en Barcelona de cierto grupo de refugiados (lo contamos, ejem, en la entrada Tout va rès bien, madame la marquise de este mismo blog). La guerra de las ondas -qué lástima- era cosa de la BBC. Pero este detalle le basta para involucrar a la estación -no falta la voz de una locutora que recuerda sospechosamente a la de Victoria Zorzano- y dotar a la obra de una estupenda banda sonora por donde desfilan los hits de aquel 1943, desde Perfidia hasta Rascayou, y desde Glenn Miller hasta Edit Piaf. 

Un any en la nostra vida, en fin combina la gran historia -la peripecia de los pasadores y la infiltración de un topo con el objetivo de dinamitar la cadena: hubo en realidad uno, Nicodème, alias Nico, el falso polaco que delató a Molné- con una subtrama digamos doméstica que se centra en el affaire de Ramon, nuestro héroe, con mademoiselle Laila, enviada por la Resistencia para desenmascarar al traidor. La cosa se complica con el pequeño detalle de que Ramon está casado -y bien casado- con una pubilla del país, y la cosa traerá naturalmente cola. Atención también a los cameos ilustres: especialmente, al del obispo Iglesias Navarri, que aparece en la obra -cortesía del No-Do- en la jura como copríncipe, el 1 de mayo de 1943, con la chiquillería de Sant Julià saludando tan tranquilamente, glups, brazo en alto, y al de Gastó de Canillo, nuestro último condenado a muerte (y ejecutado: cualquier día hablamos de él). Si han tenido la paciencia de seguirnos hasta aquí, ¿no se mueren de ganas de que llegue el 11 de noviembre?

[Este artículo se públicó el 2 de octubre del 2013 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 26 de febrero de 2014

El último del Palanques

Con la muerte de Eduardo Molné, el pasado 21 de agosto, desaparece el último testimonio de la cadena de evasión que Forné dirigía desde la Massana.

Ya está, ya no queda ninguno, así que a partir de ahora tendremos que husmear en los libros de historia y en las (escasas) entrevistas que concedieron en vida el puñado de hombres que desde el hotel Palanques de la Massana se jugaron durante la II Guerra Mundial el pellejo para conducir hasta el consulado británico en Barcelona a fugitivos de toda la Europa ocupada que pretendían cruzar el Pirineo, la última frontera de la libertad: ya saben, pilotos aliados abatidos en los cielos del continente, militares polacos refugiados en Francia después de la blitzkrieg de 1939, franceses en edad militar que pretendían evitar el Servicio de Trabajo Obligatorio o unirse a las fuerzas de la Francia Libre, y judíos de todas las nacionalidades -o peor aún, apátridas- condenados a los campos de exterminio.

Molné, a la izquierda, con Joaquim Baldrich, ante el hotel Palanques, el centro de operaciones de la cadena que Antoni Forné dirigía desde la Massana. Fotografía: Màximus.

Documento procedente de los National Archives británicos que de cuenta de la captura de Fernando Molné y de cuatro polacos por parte de la Gestapo, la noche del 29 de septiembre de 1943. Fotografía: Màximus (Fondo Lang / Archivo Nacional de Andorra).

Con la muerte, el pasado 21 de agosto, de Eduard Molné (1917-2013) desaparece el último testimonio de la cadena que el abogado catalán Antoni Forné dirigía desde el Palanques por cuenta del MI6, el legendario servicio exterior de Su Graciosa Majestad. Él y Joaquim Baldrich, fallecido en enero de 2012, fueron los primeros que a principios de la década pasada dieron el paso de evocar públicamente uno de los episodios más fascinantes pero -hasta entonces- peor conocidos del siglo XX andorrano: la participación en este tráfico de hombres de redes de pasadores radicadas en nuestro rinconcito de Pirineo. Hubo por supuesto otras, pero la de Forné es probablemente una de las mejor estudiadas gracias en primer lugar al mismo Forné -en aquella imprescindible, fundacional serie de artículos publicados en 1979 en la desaparecida revista Andorra 7- y al testimonio de Baldrich y de Forné, que salieron del armario en otoño de 2003 en otro reportaje publicado esta vez en el semanario Informacions. Pongamos nombre a esta estirpe de héroes, porque además de Molné, Baldrich y Forné -el cerebro de la cadena- también deben figurar aquí -se lo debemos- sus compañeros de peripecia bélica: Alfredo Vicente Conejos, Josep Mompel y Salvador Calvet. Queda dicho.

Pero vayamos de una vez al grano: así como Baldrich era el pasador arquetípico, el hombre de acción que condujo hasta Barcelona -según recordaba él mismo- a cerca de 400 clientes en algo menos de 40 misiones -y sin perder jamás un solo hombre, como le gustaba recordar con legítimo orgullo- Molné encarna al colaborador ocasional, espontáneo y la mayor parte de las veces anónimo que prestaba servicios puntuales pero que constituía un eslabón imprescindible para el éxito de las cadenas. Jamás ejerció de guía sobre el terreno, ni condujo a ningún grupo de refugiados por caminos erigidos en autopistas de la libertad.

De hecho, su participación en esta peripecia se reduce a un único pero sonadísimo episodio. Fue la noche de 23 de septiembre de 1943. Molné, él mismo hijo del hotel Palanques y mecánico de profesión, había acompañado al volante de su Renault -matrícula AND 591- a Forné y a Conejos hasta el Vilaró, justo antes de llegar al lugar de Llorts, para recoger una expedición formada por cinco militares polacos procedentes de Pàmies -dos oficiales, Jan Daniez y Jan Sarnicki, y dos soldados, Czeslaw Giejstowt y Josef Lawicki, cuenta Claude Banet en Guies, fugitius i espies, la biblia sobre la materia- que habían sobrevivido al frío y al agotamiento pero que habían perdido por el camino a otro compañero de evasión, Alozy Bukowski. El plan consistía en conducirlos en automóvil hasta el Palanques para reponer fuerzas. Pero en la Massana les esperaba una desagradable sorpresa: dos coches con matrícula francesa -un Delaye y un Citroën, según Forné- con cuatro o cinco hombres envueltos muy cinematográficmente en sospechosas gabardinas: "Fue Conejos el primero que, instintivamente, exclamó: '¡La Gestapo!' Un terror repentino y muy vivo se apoderó de nosotros, pero no perdimos el oremus, y aceleramos al pasar con la intención de huir", contaba el mismo Forné en 1979.

Un silencio que duele
Tuvieron éxito... a medias: la persecución terminó tras unos tiros intimidatorios -especula Forné que querían cogerlos vivos- por parte de los alemanes; Molné cruzó el coche al llegar al desvío de Sispony, y tanto Conejos como Forné saltaron hacia el otro lado, aprovechando la oscuridad para huir en dirección a Sispony. Ni Molné ni los polacos -los cuatro encajados en el asiento posterior del pequeño Renault- tuvieron tanta suerte y fueron capturados inmediatamente a punta de pistola. La comitiva inició enseguida el camino hacia el cuartel general de la Gestapo en Tolosa, con el Renault de Molné situado entre los dos vehículos alemanes. Así lo contaba el mismo Molné en Informacions: "A partir del puerto de Envalira nos encontramos un palmo de nieve en la calzada, así que nos hicierrn bajar para empujar los coches. Cuando llegamos a la frontera del Pas de la casa la barrera estaba bajada. Parlamentaron con el policía de la aduana andorrana, que me conocía, pero a pesar de que le hice gestos ostensibles para que me viera, no se apercibió de que iba dentro del Renault". Aquí sí que se vio perdido, admitía, porque Molné fue  encerrado en la prisión de Saint Michel, donde pasó "ocho o diez días". Si salió indemne de ésta fue porque pudo convencer a sus captores de que era un simple taxista que se había limitado a ejercer de chófer... y también -probablemente sobre todo- gracias a las gestiones de su padre, exsubsíndico, y del entonces síndico, Francesc Cairat, ante el obispo Iglesias -muy bien relacionado con el régimen franquista: había sido capellán castrense del dictador- y ante la vegueria francesa. Mucha menos fortuna tuvieron los polacos y un tal Bobby, norteamericano también de origen polaco que formaba parte de la cadena de Forné y que fue capturado en el Palanques: de ninguno de ellos se volvió a saber jamás.

El episodio tiene especial significación por dos motivos: por un lado, porque el golpe alemán -que Viadiu recoge, novelado, en Entre el torb i la Gestapo- fue posible por la infiltración de un topo en el grupo de Forné, un tal Nicodème -Nico, para los amigos. De otra, porque se trata de una de las escasas operaciones documentadas en que los alemanes actuaron dentro de Andorra, violando así la neutralidad del país. Por lo que respecta a Molné, se trata de la única misión en que consta que participara, y de hecho él mismo siempre insistió en figurar en un discretísimo segundo plano a la hora de los homenajes, como en la inauguración del monumento que evoca la memoria de la cadena justo ante el Palanques. ¿Un pobre bagaje? "Tuvo el valor suficiente para acompañar a Forné y a Conejos en una aventura en que se jugaban mucho, como después se vio. Y estoy convencido de que si no lo hubieran pillado, habría repetido", especula Benet, que describe a nuestro héroe del día como "un hombre elegante y modesto; otros con muchos menos méritos lo habrían explotado más; él, en cambio, optó siempre por la discreción".

De la misma opinión es el historiador catalán Josep Calvet, autor de Las montañas de la libertad, la monografia definitiva sobre la epopeya de nuestros pasadores: "No fue el guía prototípico, el refugiado español más o menos politizado, sino el autóctono que colabora de forma esporádica pero decisiva, en un nivel quizás secundario pero imprescindible: sin la complicidad de gente como Molné la misión de los pasadores estaba condenada al fracaso". Por eso duele, y mucho -añadimos nosotros- el silencio institucional que ha acompañado a la desaparición de nuestro hombre: ni una palabra por parte de las autoridades; nada de nada. Como apunta Calvet de forma sangrante, "en otro país, Molné sería un héroe". O quizás porque, como remata Benet, "Andorra es un país ingrato con la memoria histórica, sin apenas curiosidad, como si a mucha gente ya le pareciera bien que de ciertos temas cuanto menos se hable, mejor. Y en parte se entiende, porque si tiras de la madeja, a veces salen episodios honrosos, como el del Palanques, y otras aparecen sorpresas muy, muy desagradables". La buena noticia es que todavía estamos a tiempo de que el silencio y la indiferencia no se repitan con Lluís Solà, él sí el último de nuestros pasadores. De todos.

[Este artículo se publicó el 27 de agosto de 2013 en El Periòdic d'Andorra]


jueves, 20 de febrero de 2014

Camina, Quimet, camina

Muere a los 95 años Joaquim Baldrich, penúltimo superviviente de la red de pasadores que Antoni Forné dirigía desde el hotel Palanques de la Massana.

Lo que no pudieron ni la Gestapo nazi ni la Guardia Civil española ni los gendarmes franceses, ni tampoco las delaciones de los topos infiltrados en las redes de pasadores en que militó durante la II Guerra Mundial lo consiguió ayer la edad, estos 95 años que en los últimos tiempos le habían minado fatalmente la salud y que se lo llevaron definitivamente ayer. Con la desaparición de Joaquim Baldrich (el Pla de Santa Maria, Tarragona, 1917-Escaldes, Andorra, 2012) se nos va uno de los últimos supervivientes del que es, probablemente, el capítulo más fascinante del siglo XX andorrano: el que entre 1941 y 1944 escribieron las decenas de hombres de acción y de convicción que, como el mismo Baldrich, se enrolaron en las redes de pasadores para conducir hasta la seguridad del cosulado británico en Barcelona a centenares de pilotos aliados abatidos en los cielos de la Europa ocupada, a judíos de todas las nacionalidades que huían de la Solución Final, a franceses en edad militar que pretendían evitar el Servicio de Trabajo Obligatorio impuesto por los alemanes, y a políticos de todos los colores que huían de la tiranía nazi.

Fueron en total 380 los hombres y mujeres que él contribuyó a salvar, según recordaba Baldrich en las entrevistas en que se prodigó en sus últimos años. Cuatro centenares de fugitivos que requirieron de unos cuarenta peligrosos viajes entre Andorra y Barcelona. Baldrich se había puesto a las órdenes de Antoni Forné, antiguo militante del POUM -su historia es bien conocida- que terminada la Guerra Civil se instaló en la Massana y que dirigía desde el hotel Palanques una de las redes de pasadores que operaban desde nuestro rincón del Pirineo. Forné era el cerebro, el contacto del MI6, el legendario servicio exterior británico; Baldrich, el hombre de acción, perfecto conocedor del terreno gracias al entrenamiento de sus años como contrabandista, y el encargado de guiar a las partidas de refugiados hasta su destino final: Barcelona.

Baldrich inaugura el monumento en honor a los pasadores de la cadena del Palanques erigido frente al hostal, en la Massana: era el 17 de enero de 2006. Fotografía: El Periòdic d'Andorra.

Baldrich, con el uniforme de brigadista, en el frente de Madrid. Fotografía: La batalla del Pirineu.

La red de Forné la completaban Salvador Calvet, Josep Mompel, Alfredo Vicente Conejos y Eduardo Molné, hijo del Palanques y que es hoy, con la desaparición de Baldrich, el último superviviente de la cadena. Precisamente Molné evocaba ayer la figura proteica de su compañero de fatigas, "un hombre valiente", decía, "que tuvo un papel destacadísimo en la red y que se jugó muchas veces el pellejo". Hay que decir que Baldrich exhibía con legítimo orgullo el gito de los cerca de 400 hombres que condujo hasta Barcelona sin haber perdido jamás a ninguno, ni sufrir ni un solo encontronazo con la policía franquista. Sólo en dos ocasiones se vio en la tesitura de recurrir a la Parabellum y al naranjero que lo acompañaban en sus viajes: en Tarascón, la única vez que cometió la imprudencia de ir a recoger a un grupo de fugitivos a territorio francés, y en que fue interceptado por la Gestapo, nada menos; y de vuelta de una de sus excursiones a Barcelona, cuabndo una pareja de la Guardia Civil subió a su mismo autobús de línea -de Berga a la Seo- y se pusieron a comprobar la documentación del pasaje. Así lo recordaba el mismo Balrich en una entrevista publicada en 2003 en el semanario Informacions: "Terminada una misión, normalmente regresaba a pie desde Manresa .Pero aquel día decidí coger el autobús. ¡Menuda ocurrencia! En cuanto los vi subir pensé que los tendría que liquidar allí mismo. Nunca he tenido pasaporte; mi único salvoconducto era mi parabellum, y no podía dejar que me pillaran porque en mi pueblo me acusaban de 83 asesinatos: ¡me habrían liquidado a mí! Tuve suerte: se bajaron del autobús antes de llegar a mi asiento. Pero los habría matado".

Así era y así se expresaba Qiomet Baldrich, a quien Claude Benet -que lo convirtió con toda justicia en unno de los protagonistas de Guies, fugitius i espies, la obra canónica sobre los pasadores- reconocía ayer el doble mérito de haber optado por el bando de la democracia en un momento en que no era precisamente la elección más fácil -ni en España, ni en Francia ni tampoco en Andorra- y de haber hablado antes que nadie, cuando el tema parecía todavía carne de tabús y de prejuicios, "sin miedo, sin medias tintas y con un lenguaje llano, a diferencia de otros que se llenaron la boca y que hablaron mucho pero que en cambio bien poca cosa hicieron". También lo puso como referencia ética, "porque supo escoger su camino y mantenerse firme en sus convicciones antifascistas y de hombre de izquierdas; es, en definitiva, la clase de hombre que deberíamos tener en mente en los momentos de incertidumbre como los actuales". En un sentido similar se refirió a nuestro hombre el historiador catalán Josep Calvet (Las montañas de la libertad): "Baldrich es el prototipo de pasador: un hombre de acción que, a diferencia de Viadiu y Forné, que operaban desde la retaguardia, se jugaba la vida en cada salida".

De la Tierra y Libertad al fardo de contrabandista
La de Joaquim Baldrich -todo el mundo le llamaba Quimet y, en sus años mozos, Barrabum, por su temprana pasión por las carreras ciclistas, que practicó en la juventud- es la historia de un luchador: joven militante anarquista por vía paterna, durante la Guerra Civil se enroló en la 153 brigada mixta, la célebre columna Tierra y Libertad, con la que combatio en los frentes de Madrid y Guadalajara. El fin de la contienda lo pilló en la capital española, así que cogió, regresó a pie hasta Tarragona, y como en el Pla de Santa María -su pueblo, rebautizado el Pla de Cabra durante la República- lo acusaban de 83 asesinatos, nada menos "Nunca maté a nadie", aseguraba- optó por continuar hasta Andorra, donde entró el 14 de agosto de 1939. Por Seturia, como Verdaguer medio siglo antes. Ejerció de mozo, de chofer, de transportista y de contrabandista. Un trabajo, este último, que le sirvió de escuela para el oficio de guía, y que ejerció hasta bien entrados los años 60.

Últimas noticias de los pasadores
La batalla del Pirineu recoge en un volumen los textos de la exposición que en 2007 desfiló por el Museu del Tabac de Sant Julià de Lòria (Andorra)

A veces, las casualidades traen incorporadas un no sé qué de premonitorio y vagamente inquietante: el traspaso de Baldrich coincide con la llegada a las librerías de la última monografía sobre los pasadores, La batalla del Pirineu (Garsineu), que firman a seis manos los historiadores Josep Calvet, Annie Rieu-Mias y Noemí Riudor, que lleva un muy ilustrativo y todavía más prometedor subtítulo: Xarxes d'informació i d'evasió aliades al Pallars Sobirà, l'Alt Urgell i Andorra durant la Segona Guerra Mundial. De hecho, se trata de una versión felizmente ampliada de la exposición homónima que en 2007 recaló en el Museu del Tabac de Sant Julià de Lòria (Andorra). Con todo lo que entonces se quedó en el tintero, para entendernos. Así que para untar pan, empezando por el extenso y sabroso capítulo consagrado a la red Wi-Wi que firma Rieu y que en buena parte protagoniza el padre de la historiadora. El apartado andorrano completa y sintetiza en dos ddcenas de densas páginas mucha de la información previamente publicada por Calvet en Las montañas de la libertad y por Claude Benet en Guies, fugitius i espies, y nuestro Baldrich ocupa, por descontado, un destacadísimo lugar.

Mapa con los itinerarios entre Andorra y barcelona que seguían los fugitivos que recogía la cadena de Baldrich. Infografía: Noemí Riudor / La batalla del Pirineu.

Además de Baldrich, los otros pasadores andorranos (o asimilados) que pululan por La batalla del Pirineu son Lluís Solà, el último superviviente de las cadenas de evasión, junto con Eduardo Molné; Joan Català, nacido en el Pallars, hoy instalado en la Seo; y un tal Joan sastre, alias En Joan de les Ulleretes o Xiquet de Fórnols, al servicio por lo que parece del Deuxième Bureau francés. También reseña el volumen las supuestas actividades semiclandestinas del coronal Baulard y -atención- de mosén Jaume Argelagós, y por supuesto las de Forné y Viadiu. Calvet presta a esta última atención especial, así como a las de los tres hombres de confianza de Viadiu -Laurentino Parramon y Modest Campmajó, nacidos en Josa del Cadí (Alto Urgel), y Josep Ibern, hijo de Àger (la Cerdaña). Y amplía para terminar el oscuro episodio de Lázaro Cabrero, el guía aragonés juzgado en 1953 en Foix (y absuelto, por cierto) por la muerte en la montaña, once años antes, del periodista (y fugitivo judío) Jacques Grumbach, en uno de los escasos capítulos de la leyenda negra que se han podido documentar fehacientemente. Ya que hablamos de la leyenda negra, Baldrich recordaba un caso que no aparece en el volumen, y que recordaba en 2003 en la revista Informacions a propósito también de dos duías aragoneses acababan de incorporarse a la cadena del Palanques: "Volviendo un día a pie de Aix-les-Bains, cuando cruzábamos el Port Negre, oigo que uno le dice al otro: 'Aquí descansan'. '¿Quién descansa ahí?', les pregunté. 'Nada, un par de tipos'. Y efectivamente, el brazo de uno de aquellos desgraciados emergía de la nieve. Se habían tirado a las mujeres y después se los habían cargado a todos. Al llegar al Palanques le advertí a Forné que no quería volver a ver a aquellos dos. Y así fue". Baldrich: genio y figura.

[Este obituario se publicó el 3 de enero de 2012 en El Periòdic d'Andorra]