Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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miércoles, 27 de agosto de 2014

El Mirador: vida y leyenda de un hotel

El hotel Mirador es un pozo sin fondo, una mina de anécdotas donde realidad y ficción se dan la mano para construir un relato con toques de épica, lírica y también de drama. Pero la inconfundible silueta del hotel, con su balconada de ladrillo visto y dudosísimo gusto,  ya no rivaliza con la vecina Casa de la Vall. Las màquinas han arrasado el solar donde se levantará la nueva sede del Consell General y se han cargado el escenario de medio siglo de historias y de alguna leyenda, desde que Alexandre Amigó abrió las puertas del primer Mirador, en 1934, hasta que Gerard Sasplugas las cerró, en 1987.

A lo largo de los años y por diversas sendas confluyen en el Mirador refugiados de la Guerra Civil, maquis, espías, agentes de la Gestapo, colaboracionistas, resistentes, pasadores, contrabandistas, conspiradores antifranquistas, literatos de leyenda e incluso un nazi clandestino que terminó como portero del hotel. Tambien la llamada colonia de los russos, los parranos que venían de Lérida, las sucesivas oleadas de turistas y una marabunta de nobres propios, desde Samuel Pereña, alma mater del Mirador, hasta los hermanos Joan y Antoni Sasplugas, que tomaron el relevo, el maestro Florit, el cocinero Martínez, el notario Doret, la señora Carmen, a la que los años convirtieron en una institución del lugar, o el misterioso personaje conocido simplemente como Monsieur. A todos ellos los evocan Ramona Marsinyach, Pilar Buesa, Pilar Triquell y el mismo Gerard Sasplugas, todos ellos estrechamente vinculados al hotel.

El jardín del Mirador en los días de esplendor: al fondo, las escaleras, elemento característico del hotel  y un escenario clásico para inmortalizar en fotografías; a la derecha, la galería de ladrillo visto que colgaba sobre el valle central de Andorra la Vella, con unas altísimas columnas también de ladrillo que le conferían un aspecto de barraca improvisada y a medio acabar. Fotografía: Escudo de Oro.

El Mirador cerró definitivamente las puertas en 1987; enseguida se convirtió en refugio de las bandas de chavales del barrio, y el proceso de degradación fue imparable; los últimos arrendatarios intentaron sin éxito una rehabilitación integral del establecimiento, pero el tiempo del Mirador ya había pasado. Finalmente, el Consell General adquirió el solar para levantar la nueva sede del parlamento. La demolición se llevó a cabo en 2002. En las imágenes superiores se aprecian algunos de los elementos característico del hotel como las escaleras del jardín y los balcones del pabellón de habitaciones, a la derecha. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra
El nuevo Consell General, a la izquierda, se levanta en el solar que hasta 2002 ocupaba el hotel Mirador, en la calle de la Vall de Andorra la Vella. El parlamento se inauguró oficialmente el 11 de marzo de 2011, y sustituye a la vecina Casa de la Vall, al fondo de la imagen, un caserón erigido en el siglo XVI adquirido en 1702 por el Consell de la Terra -antecedente del actual Consell General. Fotografía: Máximus.

Buesa nació en 1935 en can Tonet del Carbonell, en el número 20 de la calle de la Vall. Es decir, frente al Mirador. Ella es la niña que sostiene las llaves de Casa de la Vall en una célebre fotografía de Claverol. La terraza de su casa, en fin, se alza casi encima del solar que hasta el 30 de septiembre [de 2002] ocupaba el complejo del Mirador. Buesa ha sido testigo privilegiado de la historia del hotel y de la progresiva degradación del edificio desde su poco glorioso final, en 1987, cuando se convirtió en refugio improvisado de los chavales del barrio. Suyos -de Buesa, vamos- son los recuerdos más antiguos de esta historia. Imágenes en sepia de los primeros años 40, cuando el hotel acogía una abigarrada humanidad integrada básicamente por refugiados catalanes, gendarmes franceses y agentes nazis. Es el ambiente que recoge Entre el torb i la Gestapo, donde Francesc Viadiu retrató la red de pasadores que tenía en el hotel uno de sus centros de operaciones: "Todo el mundo iba a lo suyo. Era una relación correcta pero distante. Los huéspedes se saludaban pero nada más. Recuerdo que de vez en cuando aparecía por el hotel un militar que parecía un oficial y que departía con los agentes alemanes destacados en el país. Los refugiados, en cambio, solo estaban de paso. Incluso tuvimos algunos en casa, hijos de amigos de mi abuelo, que había sido director de escuela en Mollerussa. Una de las mayores satisfacciones que tuvo mi padre fue cuando uno de aquellos chicos que se había hospedado en casa camino de Francia, volvió años después, ya casado con una chica francesa, para agradecerle personalmente el trato recibido".
A Buesa se le ilumina el rostro al recordar los multitudinarios bailes de Carnaval que organizaba Samuel Pereña, abogado leridano que sucedió a Alexandre Amigó al frente del establecimiento y al que considera el alma de los años dorados del Mirador. Como Buesa, también Marsinyach conserva un recuerdo entrañable de Pereña, que confirió al hotel el característico toque familiar que lo distinguió a lo largo de los años: "Pereña tenía las puertas abiertas para todo el mundo. En ocasiones se habían llegado a hospedar en el Mirador una treintena de parientes suyos, que él acogía generosamente. Y al final, con toda su hombría de bien, fue a morir solo en una residencia de ancianos de Figueras". Marsinyach (Vilasana, Lérida, 1927), llegó al Mirador en 1945: "Vine a parar aquí porque una tía mía trabajaba en el hotel como encargada. Y con la intención de quedarme una sola temporada. En fin, no me he vuelto a mover de aquí. Cuando en casa me dijeron que era hora de volver a casa, les dije que no. Venía de un pueblo pequeño y sin expectativas, mientras que aquí lo pasábamos bien y me ganaba la vida". En el Mirador sirvió hasta que se casó, en 1950. Entre los personajes que cada noche se reunían en el bar del hotel a jugar a la botifarra recuerda al doctor Vilanova -hoy con una calle vecina a su nombre- y a Bartumeu Rebés, el señor de la también vecina casa Rebés, a los que habitualmente se añadía Ramon Villeró, que ayudaba a Pereña en las tareas de administración: "En verano se organizaban bailes en los jardines, el señor Pereña hacía venir a orquestas de Orgañá o sacaba la gramola al jardín, y venía gente de todas las parroquias. Antes de la renovación del hotel [que Jan Sasplugas acometió en la segunda mitad de los años 50] se organizaban unas timbas de póquer muy concurridas, y eran célebres las comilonas y las fiestas animadas por grupos de parranos, que es como llamábamos a los gitanos blancos que venían de Lérida".

Un nazi en el Mirador
En 1952 se jubila Pereña y lo suceden al frente del Mirador Joan Sasplugas y Magda Triquell, que se habían incorporado al personal tras su llegada al país, en 1940 y que mediada la década se habían establecido por s cuenta en el restaurante Metropol. Pilar Triquell (Castelldans, Lérida, 1941) vivió los inicios de esta segunda época. A partir de 1955 acostumbraba a pasar los veranos en el Mirador ayudando a sus tíos: "Para mí, aquella experiencia fue como asistir a un curso de andorranidad: por el Mirador pasaba todo el mundo, desde los consejeros que iban a tomar el aperitivo o a comer tras una sesión del Consell General, hasta los habituales de las partidas de botifarra. En el bar del Mirador es donde por primera vez oí hablar del contrabando. Andorra era entonces minúscula, un pueblecito de nada, pero con la mentalidad muy abierta: a los que veníamos de fuera, como yo misma, nos trataban estupendamente, diría que incluso mejor que en nuestros lugares de origen". Entre los trabajadores con que coincidió, Triquell recuerda al maître, Pau, "siempre vestido de oscuro". Las camareras, seis o siete en verano, vestían uniformes impecables, con sus bordados y la cofia para los días señalados. En la cocina mandaba Martínez, el chef, una institución que estuvo al frente de los fogones del Mirador durante casi tres décadas: "Cuando me casé no había cocinado en mi vida", cuenta Triquell. "Me espabilé recordando cómo lo hacía Martínez". A este singular personaje, siempre con un puro en la boca, lo retrató el maestro Florit en una recreación del Moulin Rouge que colgaba sobre la barra del bar, y que al cerrar el Mirador Gerard Sasplugas se llevó a su nuevo establecimiento. Otro personaje que dejó huella en la memoria de Triquell es Carme, "una auténtica mula que no descansaba jamás y que hacía de todo: hasta que vinieron las lavadoras era ella quien se encargaba de lavar a mano toda la colada del hotel, en un lavadero cubierto que había en el jardín; y cuando terminaba, todavía le quedaban ánimos para subir a ayudar a la cocina".
Pero quizás el personaje más fascinante, por oscuro, de toda esta historia sea el Monsieur, "hombre educadísimo, que hablaba cuatro o cinco idiomas y que lo mismo te lo encontrabas ejerciendo de mozo que de maître. Después de su muerte nos enteramos de que había sido el secretario de un jerarca del partido nazi belga", evoca Gerard Sasplugas (Andorra la Vella, 1948), que tenía cuatro años cuando sus padres se hicieron cargo el Mirador. Él lo regentó desde que en 1974 cogió el relevo de su hermano, Jordi, y fue el encargado de bajar el telón, en 1987: "Cuando hoy paso por delante de lo que había sido el Mirador me duele el corazón. Es natural, porque es un pedazo muy grande y muy importante de mi vida. Fue una lástima que no prosperara el proyecto de levantar un hotel de nueva planta que sirviera de nexo entre el Prat del Call y el barrio antiguo, con un concepto similar al que plantea el nuevo edificio del Consell General. Pero la propiedad [la familia Cerqueda] no lo vio claro. Aunque también diré que el destino final del solar, acoger el nuevo parlamento, tampoco está mal".
Los recuerdos de Sasplugas incluyen anécdotas vividas en el Metropol pero perfectamente extrapolables, dice, al Mirador, como cierto maquis que se hospedó en una ocasión en el hotel y que dejó los bártulos en el rincón donde le indicaron los dueños: "Mi hermano, que entonces debía tener 8 o 10 años, husmeó entre los bultos y apareció en el bar con una cosa verde en la mano: ¡una granada! la concurrencia se quedó de piedra, claro. Aquel tipo había venido con todo el arsenal a cuestas". El ambiente que los Sasplugas supieron dar al Metropol lo trasladaron al Mirador cuando volvieron a casa, en 1952. Un ambiente que mantuvieron con las importantes reformas del final del decenio, con la ampliación de 27 a 44 habitaciones y con el turismo -sobre todo francés- convertido en la clientela habitual. Se habían acabado los aventureros de otros tiempos: "Siguieron viniendo algunos de los habituales de la etapa anterior. Se congregaban alrededor de una estufa de leña y con el frío el grupo se iba juntando. Hasta una veintena de personas. Recuerdo al notario Doret, el que pronunció la última sentencia de muerte, que se casó con una chica que trabajaba en el hotel. Hay que decir que Doret vivió el resto de su vida más limpio y arreglado que nunca antes. Estaba también el Tetu, personaje singular que de vez en cuando se encaramaba a una silla para impartir a la concurrencia imaginarias clases de esgrima". El Mirador también era parada obligatoria para los consellers, que después de cada sesión del parlamento celebraban tradicionalmente un ágape en el hotel: "Por la mañana asistían al Consell, más protocolario, pero las decisiones se tomaban durante la comida. Había cierto conseller abstemio como el que más, pero que insistía en que todo el mundo tuviera la copa llena... También acostumbraban a comer en el Mirador los batlles [jueces de primera instrucción], que se reunían aquí antes de impartir justicia. Hasta que uno de ellos, no tan resistente como sus colegas a los efluvios del alcohol, o quizás porque le pilló en un mal día, resulta que dictó una sentencia extaordinariamente más severa de lo que requería el caso, por no decir incongruente. Vamos, que se terminaron aquella comilonas de trabajo". Entre los huéspedes ilustres que desfilaron por el establecimiento, Sasplugas evoca a Narcís Casals, Rafael Benet y Cèsar Martinell, que se hospedaron en el hotel mientras restauraban las pinturas del salón de los Pasos Perdido de Casa de la Vall, a mediados de los 60: "Martinell era un señor muy afable que tenía un especial interés en Andorra porque había diseñado la Casa dels Russos, la primera y única que se levantó de aquel confuso episodio que pretendía erigir en Andorra una especia de comuna libertaria..."

El Mirador: un espacio literario
El Mirador ha dejado una huella más considerable en la literatura y el cine. De hecho, mucho más que cualquier otro lugar de nuestro rincón de Pirineos. Isabelle Sandy, para empezar, ubicó en este mismo lugar la Solana, la casa pairal de los Asnurri, la saga protagonista de su novela Les hommes d'Airain. La primera edición es de 1922, una década larga antes de que Alexandre Amigó inaugurara el primer Mirador. La novela de Sandy dio pie a un segundo episodio, el rodaje de su adaptación a la pantalla grande, un proyecto dirigido por el cineasta frances Émile Couzinet y que se concretó en el otoño de 1941, en plena ocupación alemana de Francia. El equipo se instaló en el Mirador mientras se rodaban los exteriores de la película. Los interiores, en cambio, se rodaron en los estudios Burgus Films, en Royan, en la costa atlántica francesa. Fue la primera película que se rodaba tras la ocupación, cosa que no queda del todo claro si le pone o le quita mérito. En cualquier caso, y para rizar el rizo, el rodaje de Les hommes d'Arain dio a su vez pie a Guerra, terra i estrelles, en que el historiador Jean Claude Chevalier novela la azarosa filmación de la película. Pero si el Mirador ha pasado a los anales de la literatura -aunque sea en una nota a pie de página- es por Entre el tor i la Gestapo, donde Francesc Viadiu pasa por el tamiz de la ficción su propia experiencia como cabecilla de una cadena de pasadores con sede en el hotel durante la II Guerra Mundial. A su vez, Entre el torb i la Gestapo tuvo también versión televisiva, en una miniserie dirigida en el 2002 por Lluís Maria Güell. La productora reprodujo en el estudio el interior del Mirador, entonces ya en ruinas, y contó con el asesoramiento del mismo Jordi Sasplugas. Pero algunos no quedaron en absoluto satisfechos con el resultado: "Nos jugábamos la vida y no estábamos para gestos de cara a la galería como desafiar a los alemanes cantando Els Segadors en el bar del hotel. Y por allí no corrían las putillas, y mucho menos el champán", se lamenta Jaume Ros, él mismo pasador por cuenta de una cadena de Estat Català. Para finaliza, Josep Pla también evoca la hospitalidad del Mirador en un rincón de Un petit món al Pirineu.

[Este artículo se publicó en la revista Informacions en 2002]

viernes, 22 de agosto de 2014

¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?

El ministerio de Cultura destina 35.000 euros a la rehabilitación de la fachada del histórico hotel de la Massana, cuartel general de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné; en 1943, un comando de la Gestapo secuestró a Eduard Molné, hijo de los propietarios, y a cinco militares polacos que intentaban evadirse a España.

¡Ay, el Palanques! Es verdad que otros hoteles en Andorra comparten su mismo pedigrí épico: el Coma de Ordino, el Pol de Sant Julià de Lòria y, sobre todo, el Mirador de Andorra la Vella, que se ha llevado la gloria mediática gracias a Francesc Viadiu y su novela Entre el torb i la Gestapo. Otro día hablaremos de ellos, piezas clave de la epopeya de los pasadores (en este caso, más bien de los pasados) durante la II Guerra Mundial. Muy pronto, palabra. Pero el Palanques es otra cosa. Lo hemos contado aquí mismo en otras ocasiones: fue en este establecimiento de la Massana, inaugurado en 1935, donde el abogado catalán Antoni Forné estableció el cuartel general de su red de pasadores. Una cadena para la que trabajaron hombres de una pieza como Alfredo Conejos, Josep Mompel, Joaquim Baldrich y... Eduard Molné, él mismo hijo de los propietarios del hotel -Francisco Molné y su esposa, Emília Armengol- y que ejerció de taxista ocasional para la cadena a bordo de su Renault, uno de los escasos vehículos existentes en la Andorra de la época.

Hoy los recuerda un humilde monolito situado enfrente del hotel. En fin, que si hablamos hoy aquí del Palanques es en primer lugar porque el ministerio de Cultura destinará este curso 35.000 euros a la restauración de la fachada del edificio. Que buena falta le hace porque -como comprobará el lector- abundan en ella los desconchados y el aspecto general corresponde al de una dolorosa y -nos temíamos algunos- inexorable decadencia. Nada extraño si tenemos en cuenta que el mismo ministerio advertía en 2004, año en que lo incluyó en el catálogo del patrimonio cultural de Andorra, que en siete décadas -hoy, ocho- el edificio no ha sufrido modificaciones significativas, así que conserva todos los elementos estructurales originales. En definitiva: que tal como lo vemos hoy es como lo vieron -y lo vivieron- Forné, Molné, Badrich y compañía. El papel central del Palanques en la epopeya de los pasadores se debe no sólo a que fue el epicentro de una de las cadenas de pasadores mejor conocidas entre las que operaron en Andorra, sino también a que fue escenario de la célebre razia que la Gestapo lanzó la noche del 23 de septiembre de 1943: delatados por un tal Nicodème -Enrico Nicodem, según consigna Ludmilla Lacueva Canut en Els pioners de l'hoteleria andorrana-, un topo infiltrado en la cadena y que para mayor escarnio se hospedaba en el mismo hotel, y guiados por esbirros de la vegueria francesa, los agentes alemanes se plantaron en el Palanques en dos vehículos -un Delaye y un Citroën, evocaba el mismo Forné en una serie de artículos publicada en 1979 en la revista Andorra 7- dispuestos a desmantelar la cadena.  

Monumento que desde 2005 recuerda la gesta de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné desde el hotel Palanques, y de la que también formaban parte Joaquim Baldrich, Josep Mompel, Alfred Conejos i Eduard Molné, el único que probó la hospitalidad de la Gestapo al ser capturado la noche del 23 de septiembre de 1943 y trasladado a la prisión del monte de Saint Michel, en Tolosa; fue liberado diez días después. Fotografía: Tony Lara.

El hotel Palanques, proyectado por el arquitecto Rafael Besolí, comenzó a erigirse en 1933 y se inauguró el 15 de agosto de 1935; constaba (y todavía consta) de planta baja, dos pisos y buhardillas. Debe su nombre a que los propietarios, la familia Molné, se habían instalado una generación antes en unos terrenos denominados Les Palanques porque estaban situados en la confluencia de los ríos de Ordino y Erts, a unos cien metros de la parroquial de la Massana. Allí levantaron el primer hostal hasta que en 1933, y gracias a una permuta con la propiedad de Casa Ramon, se trasladaron a lo que hoy es el Palanques. Arriba, el hotel ya terminado; aquí encima, el edificio en construcción. Fotografías: Colección Casimir Molné Armengol / Els pioners de la hoteleria andorrana.
Durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial en el Palanques se hospedaron huéspedes de toda procedencia: desde un pequeño destacamento de los gendarmes de Baulard hasta el abogado Antoni Forné -que acabó casándose con una de las hijas de la familia Molné- pasando por fugitivos que huían de la España republicana, primero, y de la nacional, después. En la imagen, Joana y Maria Molné en agosto de 1942 (¿o 1944?) posan con los músicos franceses que acudían a tocar a la fiesta mayor de la Massana. El texto dice: "À notre gentille hotesse, notre meilleur souvenir", y lo firman Miney y Louis... ? Fotografía: Colección particular Joana Molné Armengol / Els pioners de l'hoteleria andorrana.




Tres vistas actuales del hotel Palanques, situado en la avenida de Sant Antoni y que conserva casi intactos los elementos estructurales originales, especialmente los sillares esquineros de granito que permiten incluir el edificio en la denominada arquitectura del granito, corriente en boga en la Andorra de los años 30 y que incluye otros edificios como los hoteles Rosaleda de Encamp y Valira de Escaldes. Fotografías: Máximus.
La Massana en los años 40: el Palanques es el edificio en segundo plano del centro de la imagen, escorado a mano derecha; se distingue por su cubierta achaflanada y sus esquina con sillares de granito.
Los dibujantes Escobar y Peñarroya, en el cartel del salón de cómic de la Massana de 2011, obra de Paco Roca, que ese año publicaba El invierno del dibujante. Ambientado en 1958, los cómics no son todavía cómics, ni tan solo historietas, sino tebeos. Dibujo: Paco Roca / La Massana Cómic.
Y para que no falte nada, incluso Superlópez se permitió un vuelo de reconocimiento sobre el Palanques: la viñeta pertenece a Las montañas voladoras, la premonitoria aventura inmobiliaria del superhéroe de Jan, y se publicó en 2004, auspiciada también por la Massana Cómic. Dibujo: Jan. 

Lo consiguieron a medias: la buena fortuna (o mala, no está del todo claro) quiso que aquella misma noche los hombres de Forné tuvieran que ir a recoger a un grupo de militares polacos al Vilaró, donde desembocaba la ruta de evasión que pasaba por el puerto de Siguer. Molné se ofreció en aquella ocasión para acompañarles hasta el Vilaró, donde entonces moría la carretera, recoger los paquetes y conducirlos hasta Sant Julià de Lòria. Todo transcurrió con normalidad hasta que al pasar por delante del Palanques se percataron de la presencia de los dos vehículos y sobre todo de sus inquietantes ocupantes: cuatro o cinco hombres -recuerda Forné- vestidos con sospechosas gabardinas -cine negro obliga- que se lanzaron tras el Renault de Molné, que aceleró en dirección a Andorra la Vella en cuanto Conejos gritó: "¡La Gestapo!"

La huida no se prolongó más que unos cientos de metros: en el cruce de Sispony, y tras unos disparos intimidatorios, Molné cruzó el Renault en la carretera, dando tiempo a Forné y Conejos para saltar del coche y perderse en la noche. Ni Molné ni los cuatro fugitivos polacos -Claude Benet descubrió sus nombres en Guies, fugitius i espies: dos oficiales, Jan Daniez y Jan Sarnicki, y dos soldados, Czeslaw Giejsowt y Josep Lawicki- tuvieron tanta suerte, fueron capturados y conducidos hasta Tolosa junto a un tal Bobby, norteamericano de origen polaco que formaba parte de la cadena que fue la única presa que cazaron en el Palanques. 

De la tele al cómic
Cuenta Lacueva que en el trayecto hasta Tolosa Molné se cruzó hasta en dos ocasiones con conocidos a los que trató de llamar la atención -con nulo éxito: la primera vez, en la aduana del Pas de la Casa, donde el jefe de la policía andorrana en la época, Daniel Armengol -vecino como él mismo de la Massana- estaba de guardia esa madrugada y fue quien levantó la barrera para dar paso a la comitiva. Unos kilómetros más adelante, en Tarascon-sur-Ariège -nada que ver co el Tarascón de Tartarín, en las Bocas del Ródano-, y ya con las primeras luces del día, divisó a otro vecino suyo, Josep Montané, que había acudido a la feria de ganado de esta localidad; incluso le tocó el cláxon. Pero nada.

En Tolosa perdió Molné la pista a sus compañeros de peripecia. Por suerte para él, porque tras ocho o diez días de cautiverio en la fortaleza de Saint Michel fue liberado gracias a las gestiones de su padre. Le ayudó el pequeño detalle que Francisco Molné, subsíndico entre 1933 y 1936, sucedió este último año al destituido Síndico General, Pere Torres. Solo duró un año en el cargo, y a Francisco le sucedió Francesc Cairat, que era quien ejercía el cargo en 1943 -y hasta 1960: he aquí otro personaje que reclama urgentemente una biografía- y que hizo las oportunas y exitosas gestiones ante la Mitra -el Obispo de Urgel y Copríncipe del momento, Iglesias Navarri, había sido vicario general castrense durante la Guerra Civil (del lado nacional, se entiende) y conservaba cierto ascendente sobre Franco y, sobre todo, su esposa- para conseguir la liberación de Molné.

El caso es que las gestiones de Cairat ante el Obispo o la misma vegueria francesa, ante la cual también intercedieron por el cautivo -y atención, que eran los años del reinado del nefasto Lesmartres- consiguieron que al cabo de una semana un funcionario del consulado alemán en Barcelona se desplazara hasta Tolosa. Así es como nuestro hombre recordaba en 2003 para la revista Informacions aquel breve encuentro: "Una mañana se presentó en la prisión un chico del consulado que me explicó que de paso por Andorra se había enterado de mi caso. Me dijo que no  me preocupara, me aseguró que saldría pronto y me invitó a escribir a casa para tranquilizar a la familia. Y así fue: al cabo de dos o tres días más me llamaron por mi nombre, y a la mañana siguiente un coche de la Gestapo me condujo hasta el Pas de la Casa". Dice Lacueva que incluso recuperó su Renault. Buena gente, como se ve, los chicos de Goebbels.

Vale que fue la única ocasión -como no se olvidaba nunca de recalcar, alejando de sí el foco de atención- en que Molné participó de manera activa en la cadena que dirigía su futuro cuñado, Antoni Forné. Pero como recalcaba el historiador leridano Josep Calvet (Las montañas de la libertad)  con ocasión de su fallecimiento, en agosto del 2012, "sin la complicidad esporádica de gente como Molné la misión de los pasadores hubiera fracasado". Más contundente aún se mostraba Claude Benete (Guies, fugitius i espies) en esta misma ocasión: "Fue un hombre de una humildad y de una elegancia incuestionables; otros con muchísimos menos méritos han explotado su participación en esta epopeya sin escrúpulos; él optó siempre por la discreción".

Pero volvamos al comienzo: si contamos hoy aquí y por vez enésima la peripecia de Molné es porque la aciaga incursión de la Gestapo de aquel 23 de septiembre de 1943 -se desconoce el destino final de los cuatro polacos y de Bobby, pero Benet sospecha que terminaron en un campo de concentración, donde no es aventurado augurar su muerte- tenía la cadena del Palanques como objetivo. Así que hagamos algo más de historia y pongámosle biografía al establecimiento con más pedigrí bélico del país. Y en este punto la autoridad indiscutible es de nuevo Lacueva, autora de Els pioners de l'hoteleria andorrana, la biblia de la materia. El Palanques es hoy un humilde hotel de una estrella situado a los pies de la avenida de Sant Antoni, el nombre de la Carretera General a su paso por la Massana. Empezó a construirse en 1933, y fue inaugurado el 15 de agosto de 1935. Era el segundo establecimiento de este nombre dedicado a la hotelería regentado por la familia Molné. El primero, abierto por Francisco Molné Mora -el abuelo de nuestro Eduard-, estaba situado en lo alto del núcleo histórico de la Massana, a unos 100 metros -dice Lacueva- de la parroquial de Sant Iscle.

A esta primitiva fonda debe su nombre el Palanques, porque se levantaba en unos terrenos donde confluían los ríos de Ordino y de Erts, motivo por el cual existían en la finca dos palanques, o rudimentarias pasarelas de madera. De ahí que los terrenos fueran conocidos en la Massana como Les Palanques, y que la casa levantada por los Molné se conociera en adelante como Cal Palanques. El hotel actual lo erigió Francisco Molné Rogé, Sisquet (1883-1980), según un proyecto del arquitecto Rafael Besolí -autor también del hotel Mirador de Andorra la Vella (1934)- y se inauguró, como ya se ha dicho, en 1935. Se adscribe junto con edificios como el hotel Rosaleda de Encamp y el Valira de Escaldes a la denominada arquitectura del granito, corriente propia de la arquitectura local y caracterizada por el uso generoso de los sillares de granito. En el Palanques constituyen el elemento principal de las columnas esquineras y le confieren un aspecto característico a la fachado, al lado de las cubiertas de madera y piedra llicorella, a dos vertientes y achaflanadas.

En este punto hay que indicar que a diferencia de los otros ejemplos de arquitectura del granito, en que los sillares ocupan toda la fachada, en el Palanques su presencia se limita a las susodichas esquinas. Constaba (y consta todavía hoy) de planta baja -con un comedor para los clientes del pueblo, cocina, administración y tienda de comestibles-, dos pisos y buhardillas, en lo que en Andorra se denomina "cap de casa". Las 20 habitaciones originales -hoy, 16- disponían de lavabo con agua corriente -un lujo en la Andorra de los años 30- y baño compartido en el primer piso, donde también se encontraba el comedor de los huéspedes. Esta estructura se ha conservado prácticamente intacta hasta hoy. Cuenta Lacueva que durante la Guerra Civil un pequeño grupo del destacamento de gendarmes al mando de Baulard -quién sabe si alguno de nuestros zapadores- se hospedó de forma más o menos permanente en el Palanques, para escándalo de alguno de los vecinos, poco amigo de la ocupación gabacha y que por lo visto amenazaba a Sisquet al grito de "¡Et pelarem!" ("¡Te liquidaremos!").

Lo cierto es que al único que estuvieron a punto de liquidar fue a Eduard, y no sus vecinos sino la Gestapo. El Palanques, en fin, o un local directamente inspirado en el Palanques, es el escenario donde transcurre buena parte de Un any a la nostra vida, la obra de teatro que bebe en la epopeya de los pasadores escrita y dirigida por Xavi Fernández, y estrenada el 11 de noviembre en el teatro les Fontetes de la Massana. También tiene un cierto papel en la versión televisiva de Entre el torb i la Gestapo, aquel plúmbeo bodrio dirigido por Lluís Maria Güell que entra a saco en la novela homónima de Francesc Viadiu. Güell, que debió de oír campanas sobre la peripecia de Forné, Molné y compañía, se toma la libertad de ubicar en el Palanques el centro de operaciones de uno de los malos de la historia, el sádico y nefando doctor Coco -Fermí Reixach, en la pequeña pantalla, que pergeña, por cierto, uno de los pocos personajes que se salva de la quema.

Y ya que hablamos del doctor Coco, consignemos para acabar que el aviador británico Cyrill Penna, cuyo Short Stirling fue derribado de regreso de una misión de bombardeo sobre las factorías Fiat de Turín y que pasó por Andorra entre el 1 y el 10 de marzo de 1943, consigna en sus memorias de guerra, Escape and Evasion, cómo tuvo que librar a un compañero suyo, el también aviador Dick Adams, de las garras de un doctor Antoni de Barcia, que insistía en amputarle el pie izquierdo, congelado en el paso del Pirineo. Penna logró sacarlo del tugurio donde el tal Barcia operaba, un hotelucho de Escaldes, y trasladarlo a la improvisada clínica que el doctor Trias, eminencia de la cirugía española por entonces refugiado también en Andorra, regentaba en la Casa Rebés de la capital. Claude Benet insinúa en Guies, fugitius i espies que sí, que efectivamente nuestro Barcia podría ser el alcohólico y cocainómano -de ahí el sobrenombre- doctor Coco de Viadiu. Que ejerciera en realidad en un hotel de Escaldes y no en el Palanques es un detalle menor que no nos va a estropear un buen titular.

Añadamos para terminar, ahora sí, que nuestro Palanques -cuya propiedad conserva Roser Molné, hermana pequeña de Eduard, pero que la familia dejo de regentar en los años 50- tiene también un par de estupendos cameos de cómic, los dos gracias a Joan Pieras y el salón de la Massana: el primero, cronológicamente hablando, corresponde a Las montañas voladoras (2004), aventura andorrana del Superlópez de Jan, que se atreve a sobrevolar el hotel como ven en la viñeta de aquí arriba. Lo mejor que se puede decir del asunto es que el Palanques sobrevivió al paso de Superlópez, que ya es decir. El segundo, y nuestra debilidad personal, es el cartel del Salón del Cómic de la Massana  2011 dibujado por Paco Roca, que entonces presentaba El invierno del dibujante, y en que aparecen Escobar y Peñarroya, dos de los historietistas convertidos por Roca en protagonistas de este álbum metacomiquero, deambulando felizmente ante un Palanques con estupenda estética años 50. Como decíamos ayer, hay otros hoteles, pero como el Palanques, ninguno. Con el permiso del poeta Feliu Formosa: "¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?"

viernes, 2 de mayo de 2014

Barberan: feliz y locuaz

Paul Barberan recoge en Le passe-débout su legendaria trayectoria como contrabandista y pasador de hombres durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial, y evoca el ambiente enrarecido que se respiraba en la neutral Andorra de la época, con agentes de la Gestapo controlando a resistentes y refugiados desde el hotel Mirador de la capital.

Lo decía días atrás y en este mismo rincón de diario la lectora Elena Aranda: entre la marabunta de títulos clónicos con los que Sant Jordi nos tortura un año y otro año, siempre cae la posibilidad de que salte la sorpresa, el título remoto que un librero audaz saca a pasear por si las moscas y que sin el sarao libresco jamás habríamos descubierto. Pues esto es exactamente lo que ocurrió el último 23 de abril en la plaza del Poble de Andorra la Vella: Jordi Rossell, el capitán de Antic Rossell tuvo la feliz ocurrencia de rescatar de los fondos abisales de su librería de viejo -lo más parecido a la extinta Canuda que queda por aquí arriba- un ejemplar de Le passe-débout. Sí, hombre, las memorias de guerra de Paul Barberan (Azillanet, Hérault, 1906-¿?), contrabandista legendario de los años heroicos, pasador de hombres durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial y probablemente el único hombre de su generación -¡que es la de nuestro Quimet Baldrich, decenio arriba, decenio abajo!- que nos dejó una detallada, suculenta bitácora de los años dorados del oficio más viejo del mundo. Un volumen publicado en 1979, que hoy es carne de bibliófilo, del que la Biblioteca Nacional conserva un ejemplar, y que Rosa Sala Rose y Plàcid Garcia-Planas citan profusamente en El marqués y la esvástica, ya saben, la monografía donde prueban la implicación de César González Ruano en el infame tráfico de refugiados judíos en el París de la Ocupación, con deriva andorrana incluida. Lo definen con tino como "el contrabandista feliz". Nosotros le añadiremos locuaz. Pero no es lo mismo -convendrá el lector- leerlo por referencias que tenerlo en las manos y comprobar de paso que, aparte de un tipo tan locuaz como decidido, Barberan estaba dotado de un muy saludable sentido del humor, tenía otro don innato para el relato.


Foto de familia del clan Barberan, antes de la guerra mundial: Paul aparece marcado con una cruz; a su izquirda, Marguerite, la esposa leal. Barberan se istaló e Andorra en 1934, huyendo de una más que probable condena que le cocinaba la Cour d'appel de Tolosa; rápidamente se gestionó un pasaporte local a nombre de Pablo Vitals, natural de la Massana. Fotografía: P. B. / Le passe-débout.

Pues bien: este es el raro milagro que nos deparó el último Día del Libro. Barberan. De él hablamos aquí mismo semanas atrás porque él es el hombre que pergeñó el sistema más audaz, temerario y a la vez eficaz -en Le passe-débout se jacta legítimamente de que jamás perdió uno solo de sus clientes en la montaña, ni tampoco a manos de los alemanes- para pasar refugiados judíos por la frontera francoandorrana: la cita era en Hospitalet, la última localidad en suelo francés, en el hotel que regentaba una tal Mariette y donde hacía que la expedición de turno -una docena de hombres, habitualmente- cambiaran las ropas de civil por el uniforme oficioso de contrabandista; les hacía cagar las escasas pertenencias que llevaban encima en el fardo reglamentario, y se hacía acompañar por el destacamento de soldados alemanes que tenía untado y que participaba alegremente en el negocio haciendo de porteadores. La cosa era por supuesto tan exótica que alguno de los refugiados se ponía nervioso: uno de ellos sufrió, dice, una crisis epiléptica cuando descubrió la insólita escolta que iba a acompañarlos hasta la boda de la Palomera, ya en el lado andorrano de la frontera y punto final del trayecto, donde Barberan entregaba pasaje y fardos -porque aprovechaba el viaje para contrabandear- a los socios que se hacían cargo del género hasta Barcelona.

Sostiene Barberan que su grupo jamás cobró ni un céntimo a ninguno de los fugitivos que ayudaron a cruzar los Pirieneos. Otra cosa, añade, eras los socios españoles de la cadena, que sí que ponían la mano y que tenían -recuerda- un curioso método para establecer la cuantía del pasaje, "en función de la simpatía que les suscitaba el fugitivo en cuestión". "Quizás no era un método de facturación muy objetivo", admite, "pero tenía la ventaja de que tranquilizaba la conciencia de quien prestaba el servicio". El caso es que Barberan sí que aceptaba, y de buen grado, gratificaciones a posteriori: en 1946 recibió de forma anónima un millón de francos, y cree adivinar su procedencia: de la familia judía -padre, madre, hija, yerno y bebé- que pasó en cierta ocasión: "Hicieron falta diez de mis hombres para la operación: a la criatura tuvimos que colocarla dentro de un fardo, y buena parte del trayecto hubo que transportar a los mayores a horcajadas". Claro que la mayor parte de los fugitiovos, advierte, "se olvidan de todo esto cuando amaina la tormenta".

Pues esta familia no lo olvidó, y tampoco un tal Racine (!), otro fugitivo judío al que Barberan conoció en Andorra la Vella mientras se recuperaba -el judío, no Barberan- de las graves congelacioones en los pies que había sufrido durante el pasaje. Tuvo que quedarse un año por aquí arriba, y Barberan se ocupó durante este tiempo de traerle botas ortopédicas desde Perpiñán, así como dinero de mano que le enviaba su familia -gentil, para más señas. Pues este Racine, que no había sido cliente de nuestro hombre, "me demostró después de la guerra una gratitud inmensa, diría que incluso desmesurada para los humildes servicios que le había prestado".

Pero tampoco en Andorra era oro todo lo que relucía, ni se había terminado su via crucis cuando los fugitivos cruzaban la frontera. En absoluto. En uno de los capítulos más fascinantes del libro, el locuaz Barberan se explaya sobre este espinoso asunto y lo hace además de forma bien poco complaciente para su país adoptivo, en la línea -para entendernos, de Jaume Ros y del mismo Baldrich. Pone el contrabandista nombre y apellido al "secuaz" que la Gestapo destacó en nuestro rincón de galaxia, con cuartel general en el Mirador -ya saben, aquel hotel donde los iluminados que adapataron a la televisión la novela Entre el torb i la Gestapo ponen a un grupo de refugiados catalanes a cantar Els Segadors en los morros de la SS. Pues en el Mirador, continúa barberan, "reinaba Sapëy von Engelen, hombre de confianza de la Gestapo e individuo infecto que recogía los soplos de agentes nazis en todos los departamentos limítrofes con los Pirineos."

Las SS, Spaëy y el doctor Coco
Spaëy... ¿No les suena, el nombre? Por el currículum tiene que tratarse del mismo Marcos von Spaein que semanas atrás sacaba por aquí la oreja a cuenta de las aventuras andorrana de Germain Soulié, el contorvertido secretario de la veguería durante la guerra. El hombre -Spaëy, no Soulié, aunque quien sabe si éste también. tenía en el punto de mira a los resistentes franceses y a los refugiados españoles, y reportaba directamente a la Gestapo de Ax-les-Thermes y de Foix. Pero hacía mucho más, y le cedemos en este punto la palabra a Barberan porque, como verán enseguida, no tiene pelos en la lengua: "Spaëy los hacía arrestar en territorio andorrano, o mejor secuestrar, por esbirros del Sicherheitsdient [el servicio de información de las SS] vestidos de civil y venidos expresamente de Francia para estas operaciones".

En una de ellas debieron de caer los polacos capturados junto a Eduard Molné en el célebre raid del 29 de septiembre de 1943. Y miren por dónde, también saca la cabeza por aquí "cierto doctor" -quizás el doctor Coco, nuestro viejo conocido- a quien los fugitivos más incautos eran conducidos "con el pretexto de facilitarles el viaje hacia la libertad". En casa del señor médico eran liquidados in situ -sostiene Barberan- y naturalmente expoliados, o bien entregados a la Gestapo, a la policía de Vichy o a las autoridades franquistas si se destapaban como género con un cierto valor de cambio. Una joya, en fin, este Spaëy y compañía, entre la cual -según el mismo y demoledor informe que repasa la carrera de Marcos von Spaein- se contaban un tal Vecchi, otra tal Hallic y un tal Trouve.

Tampoco salen mucho mejor parados los nativos, de quien Barberan acponseja encarecidamente "desconfiar": "Los pronazis andorranos eran uña y carne con los alemanes, y ni siquiera las autoridades ocultaban sus simpatías hitlerianas: de hecho, la veguería francesa era  más pétainista que Pétain (...) pero tenían que respetar aunque solo fuera exteriormente la neutralidad andorrana y gracias a esto los colaboracionistas locales no pudieron cometer todos losc crímenes que les pedía el cuerpo". Igual de demoledor e igual de vago se muestra a la hora de despachar la leyenda negra -y conviene en este punto tener en cuenta que Barberan escribe con el recuerdo aun fresco de la serie de reportajes de Eliseo Bayo en la revista Reporter. Sostiene que sí, que hubo pasadores que asesinaron sin piedad a sus clientes. Pero como ocurre con el doctor, otra vez se queda a medias y pone como ejemplo a cierto guía de P. (por la localidad de donde este cierto guía debía ser originario) "que se pagó la empresa de transporte gracias a la genrosidad involuntaria de una pareja de abuelo que le confió la maleta llena de joyas; recuperaron el cadáver del hombre cosido a balas en el vall de Ora; el de la mujer nunca apareció, y la maleta con las joyas, tampoco..." Un guía... "de P.": ¿no se parece mucho a hacer tarmpa, decirlo así? ¿Se vale, esto de poner la puntita, nada más?

Hasta aquí, en fin, la trayectoria de Barberan como pasador. Una actividad digamos que paralela al oficio de contrabandista con que se ganaba la vida desde siempre. De hecho, aterrizó en Andorra en fecha tan temprana como 1934 cuando la Cour d'appel de Tolosa lo amenaza con una multa de 15 millones de francos y 15 meses de prisión, y opta sabiamente por quitarse de enmedio. No es casualidad que se deje caer por Andorra, uno de los puntos por donde hacía entrar en Francia cantidades industriales de atenol -el ingrediente principal para la elaboración de pastís, ese potingue. Rápidamente se gestiona un pasaporte andorrano a nombre de Pablo Vitals, natural de la Massana, con la digamos connivencia de la policía, que se lo pone muy fácil, y la miopía no sabemos si interesada de la veguería.

Tráfico de armas y de pornografía
Como era un tipo emprendedor, enseguida se asocia con un tal Bago, ruso blanco huido tras la Revolución, estafador profesional que tenía el dudoso honor de figurar en la lista negra de las policías de media Europa -menos en la andorrana, por lo visto- y que levantó un pequeño imperio a partir de la estafa -se hacía enviar hasta Andorra muestras gratutas de los mejores fabricantes de relojes, estilográficas, encendeddores y orfebrería, muestras que revendía con el consiguiente- y atención, el tráfico de pornografía, con género que le facilitaba su esposa y cómplice desde Hamburgo, o que producía él mismo con modelos españolas venidas expresamente hasta Andorra. La lástima es que el hombre no se explaye más sobre los negocios de Bago: ¡dónde debía tener su estudio? En fin, que a Barberan lo tenía en nómina como transitario, gracias a su pasaporte. La legendaria figura del hombre de paja -o prestanoms, según la muy gráfica denominación local.

Pero claro, Andorra de le queda enseguida pequeña y Barberan emigra a Barcelona en busca de mejor fortuna. Aquí descubrirá las infinitas posibilidades del tabaco como objeto de contrabando. Otra vez a escala industrial, como con el atenol pero más: llegó incluso a fletar tres barcos que iban arriba y abajo, con agentes locales destacados no sólo en las Canarias, un clásico, sinó también en Ceuta y Melilla. Así que es en Barcelona donde lo pilla el estallido de la Guerra Civil, pero hábil como es enseguida sabrá encontrar una oportunidad de negocio en la nueva coyuntura: entre otros productos, lo prueba ahora con el tráfico de armas -a favor de la República, faltaría más. Un negocio de altos vuelos para el que pergeña una coartada por lo menos tan pintoresca como aquella de disfrazar de porteadores a los soldados de la Werhmchat: la construcción de una central hidroeléctrica en Andorra, que justificaba el tráfico local de "convoys excepcionales" con maquinaria industrial procedente de Suiza y Bélgica: "Estas caravanas entraban por el Pas de la Casa y cruzaban majestuosamente y ruidosamente el país sin tan siquiera parar, y salían por el lado español, donde el ejército republiocano se hacía cargo del material y lo custodiaba en un desfile triunfal hasta Barcelona". No nos vayamos a pensar que por aquí pasaron tanques ni cazas ni cañones: armas ligeras, munición de pequeño calibre y, como muhco, unos pocos obuses de artillería antiaérea. Nada, conlcuye, que tuviera ninguna influencia en el desenlace de la contienda. Vaya, que sólo sirvió para lenar los bolsillos de unos cuantos espabilados (como él).

Pero cuando demostrará que todavía podía dar mucho más de sí será durante la guerra mundial, cuando traslada el cuartel general a Hospitalet, confraterniza con los alemanes desplegados en la zona -el teniente Rolf von Wigginhaus, el sargento Max y el también teniente Schawahl: estos dos últimos terminarán fusilados- y pone el negocio bajo la protección ni que fuese involuntaria de la Werhmacht: además de convertir a los soldados en porteadores, Barberan conseguirá también que camiones del ejército escolten caravanas de decenas de vehículos -Hotchkiss, Juvaquatre, Primaquatre, Peugeot 202, Studebaker, Fiat, Ford-  que adquiría en Francia, hacía pasar por Andorra ante la impotencia de los aduaneros franceses, y revendía en España con pingüe beneficio. Como comprenderá el lector, los coches eran el género que más le molaba.

Con este historial a sus espaldas, no es extraño que Barberan terminara detenido por la Gestapo -él sostiene que por culpa de Spaëy- y que algunos de sus paisanos sospecharan que si fue liberado al cabo de tres días y sin que los alemanes le tocaran un solo pelo, fue a cambio de algo. De hecho, dedica los últimos capítulos de Le passe-débout a argumentar tan sospechosa deferencia. Y la verdad es que no logra disipar la sombra de la duda. Pero qué quieren que les diga: nos cae bien, el dicharachrero de Paul, que acabó arruinado (por el fisco) y abriendo un restaurante de carretera no con Mariette, compinche de los años heroicos, sino con Marguerite, esposa leal y madre de sus dos hijos.

[Este artículo se publicó el 2 de mayo de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 2 de abril de 2014

Dos pasadores salen del armario

Sala Rose y Garcia-Planas rescatan en El marqués y la esvástica la carrera de Paul Barberan y Manuel Huet, secundarios de lujo en el infausto periplo de González Ruano en el París de la Ocupación.

Lo mencionábamos aquí mismo hace cosa de un par de semanas y con motivo de la publicación de El marqués y la esvástica, el tocho con que la germanista Rosa Sala Rose y el reportero Plàcid Garcia-Planas destripan el infame papel del escritor César González Ruano en el tráfico de fugitivos a través de los Pirineos en el París de la II Guerra Mundial. Y probablemente no lo hayan olvidado porque Paul Barberan ingenió un sistema en verdad singular para pasar a sus clientes desde el lado francés hasta Andorra -y de aquí, a Barcelona. Singular, audaz -por no decir temerario- y de rara eficacia, porque nuestro protagonista de hoy sostiene que no perdió ni uno solo de sus clientes. Pero juzgue el lector: ciudadano francés criado en Andorra, contrabandista notorio -dicen los autores- y con cuartel general por aquí arriba durante los años álgidos de la Ocupación nazi, Barberan instaba a los hombres que tenía que conducir a través de la frontera a disfrazarse como si fueran porteadores, con el fardo a la espalda y todo. Un fardo que podía contener las escasas pertenencias que los fugitivos habían podido salvar del desastre o que, para aprovechar el trayecto, llenaba con la mercancía con la que contrabandeaba arriba y abajo -botones de nácar, aneto lsintético para fabricar pastís, neumáticos, licor y cigarrillos. Si disfrazar a sus fugitivos de contrabandistas ya era un expediente de los más intrépido, qué decir de la manera como se aseguraba la aquiescencia de las patrullas alemanas que pululabanpor la forntera: ¡enrolándolos también a ellos como porteadores!

Un grupo de porteadores fotografiado en los años 40 en el puerto de Envalira por Josep Alsina. Fotografía: Fondo Alsina / Archivo Nacional de Andorra.
Los Nanos d'Eroles, con Dionisio en medio, en una imagen de sus días de vino y rosas publicada en noviembre de 1936. ¿Se encuentra Huet entre ellos? Fotografía: Mi Revista.

Obviamente, a los judíos que habían confiado en Barberan la visión de los soldados convertidos en improvisados compañeros de evasión les debía parecer cualquier cosa menos tranquilizadora: "El momento en que les decía que iban a ser escoltados por una guardia alemana siempre iba acompañado de reacciones que podían llegar hasta el desmayo. Entonces restablecía la situación por diversos medios, incluidos la firmeza y el coñac. Los soldados, armados y con el fardo a la espalda, saludaban ruidosamente a los porteadores, que respondían con una sonrisa crispada que se podía atribuir al rudo temperamento catalán..." Esto es lo que explica Barberan en unas suculentas memorias -Le passe-débout (1979)- hoy inencontrables y que por aquí arriba han pasado absolutamente desapercibidas, pero que Sala Rose y Garcia-Planas han desenterrado oportunamente del cementerio de los libros olvidados y que citan profusamente en El marqués y la esvástica. Le consagran un capítulo entero, El contrabandista feliz, una docena de páginas de las que emerge un tipo simpaticote, decidido y de una pieza, del estilo -para entendernos- de Joaquim Baldrich, pero "pícaro y mujeriego" -dicen- y que se enorgullecía de su oficio: "Mi único país era el que atravesaban los caminos del contrabando; mi única ley, el fraude; mi única moral, la amistad". Audaz como pocos, para ahorrarse problemas con los aduaneros franceses del Pas de la Casa, cuando conducía un convoy de camiones con género de contrabando ponía a sus amigos alemanes como chóferes: "Los aduaneros callaban y ni tan solo se tomaban la molestia de salir de la garita..."

La estratagema de disfrazar a los fugitivos de porteadores era inviable -por motivos obvios- con niños, mujeres y ancianos. No colaba. Pero Barberan era hombre de recursos: los cargaba en automóviles y los conducía hasta cierta curva de la N-20, la carretera del lado francés que une Ospitalet con el Pas de la Casa, y desde aquí los llevaba a pie hasta territorio andorrano. Una curva, por cierto, que en el libro de Sala Rose y Garcia-Planas tiene un inopinado protagonismo: los autores especulan que era precisamente en este punto, a siete kilómetros de la aduana pero a escasos 200 metros en línea recta del río Palomera -frontera natural entre Francia y Andorra- donde los traficantes de hombres obligaban a sus fugitivos a bajar de los camiones en que los habían transportado hasta allí y los ametrallaban sin contemplaciones: una de las tesis de El marqués y la esvástica y sucio episodio en que intentan involucrar a González Ruano. Sin conseguirlo, porque por lo visto el autor de Mi medio siglo se confiesa a medias era sólo un vil estafador, pero no un asesino ni que fuese por delegación.

Amigote de los alemanes (pero no de la Gestapo)
Como la humildad no era precisamente su mayor virtud, Barberan alardea en Le passe-débout de que él, a diferencia de otros pasadores "con muy mala suerte" -dice- no perdió ni a uno solo de sus fugitivos, a quienes por otra parte asegura que jamás cobró un duro por sus servicios. Otra cosa eran los colegas del lado español que los tenían que conducir hasta Barcelona, que "no trabajaban gratis". Y pasa disertar sobre el sistema de precios vigente en el mercadeo de fugitivos: "Había fugitivos que podían pagar generosamente, disponían de un considerable viático en divisas, oro o piedras preciosas (..) y se ofrecían a compartir esos tesoros con nostros; otros en cambio eran unos colgados e insolventes, y los había también que discutían por cada céntimo, como si de ese asunto no dependiera su vida; así que había que adaptar la tarifa a cada cliente", dice de forma pelín contradictoria -¿no habíamos quedado que él no cobraba?- y con ciertas dosis de cinismo que remata con la afirmación de que "se lllegaba a hacer pagar en función de la simpatía que se sentía por los individuos". Así que mejor caerles en gracia, a Barberan y a su tropa de generosos pasadores...

Estaba claro que aquel juego a dos bandas -fugitivos por aquí; alemanes por allá- era tan temerario que no podía terminar bien: por un lado, las estrechas relaciones con los ocupantes generaron lógicas suspicacias, especialmente -dicen Sala Rose y Garcia-Planas- la amistad "íntima" que lo unía a Germain Soulié, el secretario de la veguería francesa -y sustituto de Larrieu, ya ven cómo cuadran las cosas- individuo de reputación dudosa y conocido por sus onerosos tratos con los alemanes: "Los recibía en casa", admite Barberan, "pero esto no me convertía en sospechoso a los ojos de mis compatriotas: era sabido quemis relaciones con el ocupante se terminaban ante las puertas de la Gestapo".

Así que no es de extrañar que el 11 de abril de 1944 fuese capturado por la misma Gestapo en Ospitalet, acusado de "corrupción del personal militar del III Reich". Lo que más sorprendió a sus coetáneos -y también a nosotros, digámoslo todo- es que lo soltaran tranquilamente al cabo de dos días. Sobre todo, si tenemos en cuenta que a dos de sus cómplices alemanes los fusilaron sin contemplaciones -y que Puigdellívol, metido también en el tráfico clandestino de fugitivos y que fue  capturado poco despupés por la Gestapo- se pasó un año largo en Buchenwald. Barberan alega que a los ojos de la policía secreta nazi era un vulgar contrabandista sin compromisos políticos conocidos y que la gendarmería intervino a su favor... Los autores sospechan que tantos miramientos sólo se explican si Barberan delató a cambio a alguno de sus rivales en el ramo del contrabando... como quizás Puigdellívol. Quizás. La cuestión es que por si acaso nuestro hombre se refugió a su vez en España y que no regresó a Andorra hasta principios de 1946, ya sin alemanes en la costa.

El otro protagonista de hoy es Manuel Huet Piera, que es quien aporta en El marqués y la esvástica la pista que seguirán Sala Rose y Garcia-Planas para sdesenmascarar a González Ruano, que en el París de la Ocupación se dedicó -demuestran los autores- a timar a fugitivos a cambio de falsas promesas de evasión. Hasta el punto que los tribunales franceses de postguerra lo condenaron a 20 años de trabajos forzados -que por cierto, no cumplió. Pero regresemos con Huet, enrolado en el maquis de Robert Terres, alias El Padre, y que es el hombre que recoge malherido al judío Rosenthal, ametrallado por sus falsos pasadores con todos sus compañeros de evasión de camino hacia Andorra. Huet es también el hombre que acomaña al mismo Rosentahl a París para identificar al tipo que le vendió el billete para tan funesto viaje: y resultó que este individuo era González Ruano.

Esta historia la contamos días atrás aquí mismo. Si la retomamos hoy es porque los autores de El marqués y la esvástica también reconstruyen sucintamente la trayectoria de nuestro Huet, nacido en Valencia en 1908 y fallecido en 1984, y que en 1946 se había establecido -y mira que hay sitios- en Andorra. Conocemos su papel como pasador de la red Ponzán y como maquis a las órdenes de Terres, pero es que la (digamos) prehistoria de Huet es tan movida como la de la guerra mundial. Resulta que el hombre, mecánico de profesión, fue uno de los protagonistas -dicen los autores- del primer vuelo nocturno sobre Barcelona, que tuvo lugar en 1929 y en pena Exposición Universal. Militante anarquista de primera hora, en los primeros años 30 participó en los grupos de acción directa de la FAI, honrada actividad que se traducía, por ejemplo, en el atraco frustrado a un furgón blindado por el que fue detenido por la policía en julio de 1935. Lo encontrarán en la hemeroteca de La Vanguardia.

Con estos antecedentes tampoco es extraño -o bien mirado, y tanto que lo es: Huet, un presunto atracador, formando parte del servicio de orden!- que durante la Guerra Civil lo encontremos enrolado en los temibles Nanos d'Eroles, los hombres que bajo la dirección de Dionisio Eroles, el jefe del Orden Público de la Generalitat entre octubre de 1936 y mayo de 1937, impusieron la ley revolucionaria en la retaguardia catalana. A sangre y fuego y con los consabidos viajes. Su posterior trayectoria bélica, a partir que Eroles cae en desgracia, es algo confusa: algunas fuentes amigas lo sitúan como piloto de la fuerza aérea republicana y aseguran que, con la Retirada, sigue el periplo habitual de los exiliados españoles en Francia: Perpiñán, Burdeos, París, Beziers...

Después de la contienda y antes de instalarse definitivamente en Andorra -donde aseguran Sala Rose y Garcia-Planas que en los años 50 departía amigablemente con Terres y con Pons Prades, el autor de Los senderos de la libertad y quien aporta la pista que conduce de Rosenthal a González Ruano- todavía tuvo tiempo de un último gesto de cara a la galería: el atraco a una sucursal del Crédit Lyionnais: por lo que parece, su célula pretendía adqurir con el botín una avioneta con la que bombardear ni más ni menos que el yate de Franco anclado en San Sebastián... Un atentado fallido, como es notorio ,pero que eleva a Huet al rango que entre nosotros ocupa mosén Farrás, el otro andorrano honorífico que tuvo narices de atentar contra Franco. A favor de Farràs diremos que el buen mosén se sale con la suya y liquida al dictador. Que sea en la ficción de Els ambaixadors, la novela de Albert Villaró, es un detalle menor que no le vamos a tener en cuenta. Nadie es perfecto.

[Este artículo se publicó el 1 de abril de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

sábado, 22 de marzo de 2014

Larrieu o Lasmartres: ¿quién fue el malo de la veguería?

Documentos exhumados en los archivos departamentales de Perpiñán permiten reconstruir la íntima enemistad que se profesaban el veguer francés y su secretario durante la II Guerra Mundial; el enfrentamiento terminó con la destitución de Larrieu, acusado después de la contienda de... ¡los crímenes de Lasmartres!

Que el veguer Lasmartres no era trigo limpio, sino un elemento de quien lo mejor que podía uno hacer era mantenerse lo más lejos posible, ya nos lo habían advertido Roser Porta y Jorge Cebrián en Els andorrans als camps de concentració nazis. Los extractos de la demoledora Note au sujet de M. Lasmartres, redactada según todos los indicios entre julio y agosto de 1943 por el secretario Larrieu y elevada al prefecto de los Pirineos Orientales (y delegado permanente para Andorra) nos retratan a un individuo "altivo y negligente", que "menosprecia" el contacto con la población local, que se creía que era (y actuaba como si lo fuese) "el amo absoluto del país", que prodigaba las "vejaciones y humillaciones" al Síndico y a los consejeros generales, y que había instaurado "un régimen despótico inspirado en el terror y el desprecio de las costumbres locales", con "accesos de furia y violencia arbitrarios" y que no se cortaba un pelo a la hora de dar rienda suelta a sus "instintos sádicos". Un elemento de tomo y lomo, ya ven. Y llegados a este punto uno echa de menos algo de concreción en Larrieu, que se podría haber explayado un poco más en esto de los "instintos sádicos" de su jefe... Pero no. Que lástima.

Juramento de Iglesias Navarri, obispo de Urgel, como copríncipe de Andorra, el 1 de mayo de 1943: Lasmartres es el tercero por la izquierda de la primera fila, con uniforme de gala y el pecho a rebosar de medallas; a su izquierda, el síndico Cairat, la máxima autoridad civil de Andorra; y al lado de Cairat, el obispo. En las filas posteriores, con tricornio, los consellers generals. Fotografia: Ramon d'Areny-Plandolit / Archivo Nacional de Andorra.
Carta del veguer Lasmartres al jefe del gobierno de Vichy (y ministro de exteriores) fechada el 27 de mayo de 1943 y en que detalla los motivos que a su juicio justifican la destitución de Larrieu, entre otros haber ocupado los tres pisos de la veguería, vender permisos de importación y asociarse con reconocidos contrabandistas del país. Fotografía: Archivos departamentales de los Pirineos Orientales (Perpiñán).
Declaración de Larrieu, detenido en Perpiñán, fechada en noviembre de 1944, en que acusa a Lasmartes de haber  entregado a los alemanes del Pas de la Casa una expedición de cinco militares franceses, y que los reproches por esta conducta fueron el motivo de la animadversión que en adelante le profesó el veguer. Archivos departamentales de los Pirineos Orientales (Perpiñán).
Una de las muchas cartas con testimonios de refugiados franceses a los que Larrieu asistió como delegado de la Cruz Roja en Zaragoza y que utilizó como prueba de su patriotismo tras su detención en Andorra y traslado a Perpiñán, en septiembre de 1944. Esta la firma el arquitecto Jean Henri Tarral. Archivos departamentales de los Pirineos Orientales (Perpiñán).
Panfleto del Agrupament Andorrà Antifeixista que recrimina el comportamiento de ciertos conciudadanos que no han recibido con el entusiasmo debido al sucesor de Lasmartres en la veguería: "Lo comprendemos", dicen; "Queríais un Larrieu que tratara a los andorranos no con liberalidad y humanidad sino despóticamente..." ¿Quiere esto decir que Larrieu era un déspota, o un funcionario íntegro? ¿O quizá lo confunden ellos también con Lasmartres? Archivos departamentales de los Pirineos Orientales (Perpiñán).

Para que no le falte nada a esta salsa, el Lasmartres que emerge de la Note es un tipo avaro y tirando a tacaño, traficante y acaparador, que cobra en pesetas -la moneda fuerte de la época- y paga en francos, y que tiene a su servicio a un esbirro llamado Trouve que ejerce como chófer, mano derecha, matón y chico para todo, y a quien Larrieu describe al paso como un "auténtico gángster", que lo mismo contrabandea por aquí y por allí que despluma a los desgraciados fugitivos que van a caer en sus zarpas. Volveremos a hablar de este Trouve, pero antes acabemos con el veguer, que en sus días de vino y rosas más parece un virrey y que no se corta a la hora de amenazar al delegado permanente de la Mitra con una inminente ocupación de Andorra por parte de sus amigotes, las tropas alemanas estacionadas en el Pas de la Casa. Larrieu le restriega las dos visitas que gira al cuartel general de la Gesatpo en Tolosa, comilonas incluidas, y sobre todo, sobre todo, lo acusa de haber entregado a los alemanes sendas expediciones de refugiados que habían conseguido llegar hasta Andorra: cinco militares franceses, el 23 de noviembre de 1942, y siete hombres más, también franceses, el 16 de marzo de 1943. Con el agravante que el 18 de abril siguiente, Lasmartres y Trouve se chivan a unos oficiales alemanes desplazados expresamente hasta nuestro rinconcito de Pirineo y con lo que previamente se habían regalado un pequeño banquete en el hotel Mirador, del paso del Port de Siguer, hasta entonces y por lo que se ve una autopista para los refugiados, con resultados trágicos: el 21 de abril interceptan una partida de fugitivos, a tres de los cuales los liquidan a tiros.

Pues según una nueva e inédita serie de documentos exhumados en los archivos departamentales de los Pirineos Orientales, la relación entre el veguer -que lo era desde noviembre de 1940- y el secretario -todo un veterano, en el cargo desde abril de 1932 y que, atención, se estableció por aquí arriba con la misión de instruir al por entonces recién creado servicio de policía- empezó a deteriorarse cuando Larrieu le reprocha abiertamente la entrega de la primera expedición, la de noviembre de 1943: "Lo fui a ver al hotel [Valira], discutimos, me acusó de gaullista, le eché en cara que no respetara el derecho de asilo previsto en las costumbres del país, y se puso a chillar que devolvería a Francia a todos los franceses que se refugiaran en Andorra de camino a España o a África.". Hay que decir que esta es una de las graves acusaciones que el secretario lanza en enero de 1945: Francia ya ha sido liberada y Larrieu -refugiado a su vez en España en agosto de 1943 y que desde entonces hasta septiembre de 1944, cuando volvió a Andorra para reincorporarse a su antiguo puesto, había ejercido como delegado de la Cruz Roja francesa en Zaragoza- se encuentra detenido en la prisión de Perpiñán: acusado, quién se lo iba a decir, de haber entregado a los alemanes a estas dos expediciones.

Larrieu firma ante sus interrogadores una Declaración todavía más detallada que la Note del inicio -lógico, porque se jugaba el cuello- y afirma que el mismo Lasmartres, que ya se la tenía jurada a raíz del incidente del hotel Valira, se desplaza a Barcelona para acusarlo otra vez de "gaullista" y de "traidor" ante el cónsul francés, y que en la primavera de 1943 el veguer en persona se puso a "perseguir por las calles de Andorra" a otro grupo de refugiados -que fueron reglamentariamente reexpedidos hacia Francia.

Fuego cruzado y juego sucio
El caso es que en junio de este mismo año uno y otro se lanzan con entusiasmo a una intensísima actividad epistolar -más todavía en el caso de Larrieu, pero es que le iba casi la vida en ello. Lasmartres, por su parte, llega incluso a informar al jefe de gobierno (de Vichy, claro), que es ala vez ministro de exteriores: el veguer acumula argumentos para justificar la destitución del secretario, y este no se cansa de escribir un pliego tras otro en su descargo (y que le sirven de paso para atacar la reputación de su todavía jefe: lo será exactamente hasta el 23 de julio, cuando se incorpora su sucesor). Esta guerra abierta la ganará Lasmartres, que se sale con la suya: el nuevo secretario, Germain Soulié, es un viejo conocido nuestro, lo tuvimos por aquí de visita hace unos días y resultó ser otro elemento. Entre medio asistimos a un fuego cruzado y granead, donde vale todo. Larrieu acusa a su jefe de desahuciarlo, al ordenarle que abandone el piso de la veguería que ocupaba con su familia -mujer y dos hijos de 3 años y 11 meses; de escatimarle hasta el pago de los 22 días de julio que todavía ejerció sus funciones comos secretario, y de amenazarle cn forzar su repatriación: dice que se decidió a huir él mismo a España porque unos amigos andorranos le advirtieron de que Lasmartres le había tendido una trampa y que había llegado al Pas de la Casa una patrulla especial de la Gestapo para llevarse hacia Tolosa un huésped especial: él mismo.

Pero la versión de Larrieu ya la conocíamos y por partida doble -la Note y la declaración desde la prisión de Perpiñán. En cambio, entre los nuevos documentos aparecidos como de milagro en los archivos departamentales figuran sendas y suculentas cartas del veguer, las dos fechadas el 27 de mayo de 1943 -con toda la carne en el asador- y dirigidas a M. Breddy, "ministro plenipotenciario" de Vichy encargado de los "asuntos europeos" y -ya lo habíamos dicho algo más arriba- al mismísimo jefe del gobierno (francés), porque Lasmartres no se conforma con menos: en plena contienda mundial él despacha un asunto laboral con el jefe supremo. A esto se le llaman contactos. En la primera carta se muestra relativamente contenido: "M. Larrieu no merece ninguna piedad: tendrá que responder ante la justicia francesa por fraude aduanero [hay que interpretar que por contrabando] y también ante la justicia andorrana por actos de venalidad". Y aprovecha para vender en las más altas esferas al sustituto que ya tiene en mente, este Soulie que -dice el veguer- "ofrece todas las garantías y por su conocimiento del país me será de gran utilidad". Menudo ojo clínico: "Todas las garantías..." Vea el lector -si tiene un momento- la entrada de días atrás Auge y caída del secretario Soulié y juzque por sí mismo.

En la segunda misiva dispara ya con toda la artillería. Una carga que nos ofrece la otra cara de Larrieu y que, lo comprobarán enseguida, acaba sembrando dudas también sobre un personaje que hasta ahora nos caía simpático, qué le vamos a hacer, y parecía tan solo otra pobre víctima de las circunstancias (y de los espabilados de turno). Dice que lo echa "por desacato a mi autoridad, por deslealtad y por venalidad", y enseguida pasa a desgranar las imputaciones con hechos en ocasiones (aparentemente) graves; otras, gravísimos, y unos terceros, sorprendentemente anecdóticos, como cuando dedica un par de párrafos a explicar con pelos y señales cómo Larrieu se ha lucrado con la importación de... ¡dos máquinas de escribir!

Desleal porque, continúa, Larrieu "se ha confabulado con un pequeño grupo de andorranos que gravitan alrededor de la Mitra", y porque por "ánimo vengativo" le ha proveído de falsos informes sobre ciertos ciudadanos que han acabado siendo juzgados (y condenados) por el Tribunal de Corts, del que él mismo, como veguer, forma parte: "Conducta ésta tan deshonrosa que por ella sola ya justificaría plenamente la destitución", porque Lasmartres, ya ven, es a su manera hombre de honor, como el Caspar de Muerte entre las flores. Pero lo mejor lo reserva para el final: primero siembra dudadas -gato viejo como es- sobre el patrimonio y la situación financiera de su subordinado, que según él gusta de ir de pobre -"Quejándose desde el primer día que llegué de su miserable situación", dice- pero que cobraba 30.000 francos anuales -alojamiento en la veguería aparte, acababa de contratar un seguro de vida por valor de 200.000 francos, y tenía depositados en Francia otros 100.000. ¿Cómo se lo había montado el humilde secretario de un remoto puesto de avanzada?

"Fácil", responde Lasmartres: "Traficando con sus influencias en la veguería, vendiendo sus funciones como secretario del veguer, cobrando comisiones por los permisos de importación que gestionaba en virtud de su cargo, y asociándose con contrabandistas". La conclusión es para Lasmartres tan obvia como demoledora: "Larrieu ha actuado según sus intereses personales, y la indignación que ha levantado en Andorra es inmensa". Una situación que según el veguer ya habían detectado sus dos antecesores, Samalens y Laumond, pero que por alguna razón, se sorprende, se le ocultó cuando accedió al cargo en 1940. No lo acusa, en cambio, de haber devuelto fugitivos a Francia, el cargo que se le imputará en 1944 y del que parece que finalmente se libró gracias a las cartas de refugiados franceses a quienes atendió durante su etapa en la Cruz Roja y que avalan un comportamiento intachable. Por lo menos, en Zaragoza. Pero entre la documentación de Perpiñán hay también un curioso panfleto (sin fecha) que firma un hasta ahora desconocido Agrupament Andorrà, "organización antifascista que ha llevado una lucha sorda y secreta contra la Gestapo y sus colaboradores".

Pues bien, entre las diatribas del pasquín hay una que parece escrita a propósito para turbar nuestro ánimo y alimentar las dudas con respecto al secretario: "Nos hemos dado cuenta de que la llegada del nuevo veguer [se refiere sin duda al sustituto de Lasmartres, él también huido a su vez a España tras la Liberación] no ha sido bien vista por ciertos elementos. Lo comprendemos. Queríais un nuevo Larrieu! Un Larrieu que tratara a los andorranos no con liberalidad y humanidad sino despóticamente..." Nuestro secretario... ¿¡un déspota!? ¿O es que quizás los del Agrupament también lo confundieron con Lasmartres? Una última carta del 16 de febrero del 1945, ésta del mismísimo director general de la Seguridad Nacional y dirigida al comisario de Montpeller puede sacarnos de dudas: "Parece que el interesado [Larrieu] ha sido acusado de hechos de los que podría ser culpable, en fin, M. Lasmartres, actualmente huido". Convendrá el lector que lo teníamos claro, al principio, quiénes eran los buenos y quiénes, los malos de este asunto. Pues ahora, ya no. Y uno ya no pone la mano en el fuego por nadie.

[Este artículo se publicó el 22 de marzo de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

jueves, 20 de marzo de 2014

Los héroes del Palanques suben al escenario

La productora K-Das-Q debuta con Un any de la nostra vida, inspirada en la epopeya de los pasadores.

La cita es el 11 de noviembre [de 2013] en el teatro de Les Fontetes (la Massana, Andorra), en la primera de las seis funciones programadas de Un any de la nostra vida. Y empecemos por el principio: el año del título es 1943, en plena guerra mundial y con toda la carne en el asador: los nazis han ocupado el pedazo de Francia que le habían dejado a Pétain para mantener las apariencias, y grupos de pasadores integrados mayoritariamente por antiguos soldados republicanos, contrabandistas y miembros de la Resistencia inspirados por el MI6 se juegan la vida para conducir hasta el consulado británico Barcelona a miles de fugitivos de la Europa ocupada: aviadores aliados abatidos sobre el continente, jóvenes franceses refractarios al Servicio de Trabajo Obligatorio o que pretenden unirse a las fuerzas de la Francia Libre, y judíos de todas las nacionalidades -o peor aún, apátridas- destinados a los campos de exterminio.

Los actores de Un any de la nostra vida, obra de Martí Llimois estrenada el 11 de noviembre en el teatre de les Fontetes (la Massana, Andorra). De izquierda a derecha: Joan Sans (mosén Manel), Emma Laurent (Paquita), Xavi Fernández (Ton), Meri Rabassa (Glòria), María Alaminos (mademoiselle Laila), Marcos Rodríguez (Ramon) y Noemí Pagès (Sió). Fotografía: K-Das-Q.

En fin, la historia es suficientemente conocida porque la hemos contado aquí en repetidas ocasiones -y las que vendrán. No hace mucho, a cuenta de la defunción de Eduard Molné, el último superviviente -bueno, ahora ya no- de la cadena que Antoni Forné dirigía desde el hotel Palanques de la Massana. Y como ciertos acontecimientos tienen en ocasiones un raro, perturbador eco, he aquí que la productora K-Das-Q ha escogido para su debut en los escenarios Un any en la nostra vida, texto firmado por un tal Martí Llimois -les advertimos que se trata de un pseudónimo- que se estrena también como autor dramático con una peripecia ambientada -lo decíamos al comienzo- en 1943, con el telón de fondo de la contienda y el tráfico de refugiados de lo más variopinto que generó en nuestro rinconcito de la galaxia.

Antes de pasar al meolllo del asunto, digamos que K-Das-Q es la (pen)última aventura escénica de Xavi Fernández, el hombre-para-todo de la escena nacional -con minúsculas, atención, nada que ver con la Escena Nacional de verdad- que se ha decantado para su puesta de largo por un tema, dice -y con toda la razón- "fascinante y que incomprensiblemente no había sido llevado nunca a los escenarios". Un any en la nostra vida encarna por otro lado el ideario teatral de K-Das-Q y, por lo tanto, de Fernández: "Un proyecto nacido a partir del texto, que es el que ha marcado el equipo técnico y artístico que necesitábamos, y no al revés, como suele ser habitual en nuestros escenarios". Así funcionará en adelante la productora, una aventura -por cierto- inédita (y también incierta) por aquí arriba, donde nadie se juega un céntimo -ni en aventuras teatrales ni de ningún otro tipo- si no tiene detrás, o debajo, o dentro un buen cojín en forma de subvención. K-Das-Q procederá al revés: primero levantará el montaje y luego irá a buscar el patrocinio público y privado. Pobres: cómo diría Ash, el androide de Alien, "no tenéis ninguna posibilidad, pero contáis con toda mi simpatía..."

Micromecenazgo
Una opción arriesgada porque se juega el peculio, con un presupuesto que roza los 28.000 euros -sin cortarse un pelo, ya ven- astronómico para los estándares andorranos -y sospechamos que también para los catalanes- que espera reunir a través del micromecenazgo y de la taquilla, y que le reportará al director y productor una envidiable, rarísima libertad creativa: para empezar, ha prescindido de la clásica compañía estable, el sempiterno grupo de actores que cada curso busca una texto que se adapte a sus necesidades; Fernández, lo hemos dicho, procederá exactamente al contrario: es la productora la que irá a buscar a los intérpretes que considere más oportunos para cada proyecto en concreto. Como se estila en la escena profesional, vamos. El primero de todos es Un any de la nostra vida. El artefacto lo produce K-Das-Q a través de su -ejem- división teatral, Prou Ensemble, y lo dirige, claro, Fernández. Para esta singladura ha enrolado a cinco actores que provienen del Aula de Teatro de Andorra la Vella y de Lapsus, la joven compañía de Encamp -Meri Rabassa, Emma Laurent, María Alaminos, Marcos Rodríguez y Joan Sans. Y se ha permitido el lujo de repescar a Noemí Pagés, antigua alumna del Aula hoy embarcada en el Retaule de Sant Ermengol de la Seo.

Advierte el director, para que nadie se lleve  engaño, que el texto navega en las fecundas aguas de la ficción histórica: los protagonista -comenzando por Ramón, exiliado catalán de la Guerra Civil y contrabandista reconvertido en pasador, un trasunto, claro, de Joaquim Baldrich, y acabando por Ton, que dirige la cadena junto a mosén Manel- los resultarán muy, pero que muy familiares a los que hayan seguido la epopeya de nuestros pasadores exhumada por Claude Benet (Guies, fugitius i espies) y Josep Calvet (Las montañas de la libertad). Hasta el punto de que el cuartel general de Ramon, Ton i mosén Manel está ubicado en una fonda que recuerda abiertamente al Palanques, aunque sin citar ni una sola vez el nombre -y no acabamos de entender por qué.

Pero no se trata sólo de pasadores. El texto está trufado de episodios que remiten directamente a la estricta realidad histórica: Ramon es capturado por los alemanes precisamente la noche del 29 de septiembre del 1943, la misma fecha en que se produjo la aciaga incursión de la Gestapo que terminó con Eduard Molné en Saint Michel, y con los cuatro soldados polacos que viajaban en su taxi deportados: nunca más se supo. Un capítulo clave en la biografía de Molné y en la historia de los pasadores que el mismo Antoni Forné -que se libró de un pelo de acompañar a Molné- contó con todo detalle en aquella fundacional serie de artículos publicados en 1979 el semanario Andorra 7 -y novelado por otra parte por Francesc Viadiu (Entre el torb i la Gestapo) y Norbert Orobitg (Pau dins la guerra).

Radio Andorra, banda sonora
Para que no falte de nada, el autor -este Llimois tan recatado- ha aliñado la trama con algún elemento enteramente ficticio pero que, como verán, si non è vero è ben trovato. Por ejemplo, se ha sacado de la manga un programa de Radio Andorra -Café, copa y caliqueño- con dedicatorias que ocultan mensajes cifrados. Licencia poética que queda muy lejos de la realidad histórica porque Radio Andorra -matiza Fernández- emitía "como mucho" canciones para notificar de la llegada a territorio andorrano o a su desitno final en Barcelona de cierto grupo de refugiados (lo contamos, ejem, en la entrada Tout va rès bien, madame la marquise de este mismo blog). La guerra de las ondas -qué lástima- era cosa de la BBC. Pero este detalle le basta para involucrar a la estación -no falta la voz de una locutora que recuerda sospechosamente a la de Victoria Zorzano- y dotar a la obra de una estupenda banda sonora por donde desfilan los hits de aquel 1943, desde Perfidia hasta Rascayou, y desde Glenn Miller hasta Edit Piaf. 

Un any en la nostra vida, en fin combina la gran historia -la peripecia de los pasadores y la infiltración de un topo con el objetivo de dinamitar la cadena: hubo en realidad uno, Nicodème, alias Nico, el falso polaco que delató a Molné- con una subtrama digamos doméstica que se centra en el affaire de Ramon, nuestro héroe, con mademoiselle Laila, enviada por la Resistencia para desenmascarar al traidor. La cosa se complica con el pequeño detalle de que Ramon está casado -y bien casado- con una pubilla del país, y la cosa traerá naturalmente cola. Atención también a los cameos ilustres: especialmente, al del obispo Iglesias Navarri, que aparece en la obra -cortesía del No-Do- en la jura como copríncipe, el 1 de mayo de 1943, con la chiquillería de Sant Julià saludando tan tranquilamente, glups, brazo en alto, y al de Gastó de Canillo, nuestro último condenado a muerte (y ejecutado: cualquier día hablamos de él). Si han tenido la paciencia de seguirnos hasta aquí, ¿no se mueren de ganas de que llegue el 11 de noviembre?

[Este artículo se públicó el 2 de octubre del 2013 en El Periòdic d'Andorra]