Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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martes, 22 de julio de 2014

Los zapadores se divierten

El historiador Claude Benet aporta luz (y datos) sobre los militares franceses descubiertos por Casimir Arajol; fueron requeridos por Baulard, el comandante de los gendarmes estacionados en Andorra durante la Guerra Civil, y tenían su base en Porte, a escasos kilómetros de la frontera.

Pues no; no vinieron al final de la Guerra Civil, como especulábamos días atrás, sino al comienzo; y lo hicieron a instancias del coronel Baulard -ya saben, el comandante de los gardes mobiles, los gendarmes que el Copríncipe francés envió hasta este rincón de Pirineo para desalentar el aventurerismo de los incontrolados, ay, que ya habían dado muestras de sus apetencencias expansionistas aprovechando el río revuelto de la guerra. Y fue exactamente el 25 de noviembre de 1936, es decir, cuatro meses después de iniciado el conflicto: Baulard sugería a sus superiores que enviaran al país (o alrededores) un destacamento de skieurs militaires para garantizar la circulación del correo postal entre Andorra y Francia. Lo dice con la boca pequeña, porque de momento es algo más que una hipótesis pero algo menos que un hecho documentado, el historiador Claude Benet, autor -seguro que lo recuerdan- de Guies, fugitius i espies y que es, con el permiso de la también historiadora Amparo Soriano (Andorra durant la Guerra Civil espanyola), la máxima autoridad sobre esta convulsa y todavía confusa época.



Arriba: cuatro de los zapadores del 28ème Génie posan en las escaleras del hotel Paulet de Escaldes, con un niño y un policía andorrano, quizás Pere Canturri; jugando distendidamente con unos gorrinos en un punto de la carretera de la Massana: el hombre de la izquierda, con americana y corbata, es sin duda un civil, lástima que quedara fuera del encuadre; sobre estas líneas, vista de Escaldes desde la habitación del hotel Paulet. Fotografías: Colección Casimir Arajol.


Retrato de grupo en la carretera de la Massana, ahora con uno de los gendarmes de Baulard (a la derecha), y otra escena doméstica desde la terraza del Paulet. Fotografías: Colección Casimir Arajol.

El caso es que, según cuenta Benet, los skieurs plantaron su cuartel general en Porte, localidad de la Cerdaña francesa justo al otro lado de la frontera andorrana -ni en Ospitalet ni en Ax, como también aventurábamos días atrás- desde donde subían y bajaban (o al revés) a bordo de sus flamantes skis y cargando con las sacas de correos. Aunque debemos pensar que los esquís los reservaban para el invierno y que hasta que las nieves cerraban el puerto de Envalira el servicio lo prestaban de forma motorizada. Una situación, ésta de calzarse los esquís para llevar de un lado a otro paquetes postales, absolutamente inédita y consecuencias directa de la situación bélica, porque España y Francia habían firmado en 1930 un convenio para facilitar precisamente el tránsito postal por el otro lado cuando la climatología impedía hacerlo por la frontera natural. Por decirlo claramente: cuando Envalira estaba cerrado, el correo francés pasaba por la frontera española, y desde aquí, hasta Puigcerdá y Bourgmadame.
Así que tenemos de un lado a los esquiadores militares de Baulard -que muy probablemente sean los que Pere Canturri recierda bajando en procesión desde el puerto y en dirección al Pas de la Casa- y de otro los militares del 28ème Génie rescatados del olvido por el bibliófilo Casimir Arajol en aquella estupenda serie de fotografías que hoy completamos con una nueva entrega inédita. ¿Se trata del mismo destacamento? Benet deja en el aire la respuesta hasta que aparezca la prueba fehaciente, quizás un registro que certifique la unidad a la que pertenecían los skieurs... Por supuesto, podremos sobrevivir unos años más sin resolver este pequeño enigma, pero, ¿no darían algo -no sé, un poquito de soberanismo, ahora que cotiza tan a la baja y a todo el mundo le sobran un par de arrobas- por dar con la respuesta? En cualquier caso, Benet especula que el nulo rastro que dejaron en la memoria colectiva andorrana -las fotografías de Arajol aparte, claro- se deba probablemente al hecho de que no estuvieron estacionados en el país sino en Porte, y a que complementaban las funciones esencialmente policíacas que ejercían los gendarmes de Baulard: "Es muy posible que los andorranos del momento no distinguieran entre unos y otros, entre gardes y soldados".
De hecho, y contrariamente a los que sosteníamos días atrás, en las fotografías que hoy reproducimos sí que encontramos escenas en que militares del 28ème Génie -si es que lo son- y gardes mobiles confraternizan relajadamente en un punto de la carretera de la Massana. Aun más: también accede a retratrse con ellos unos de los seis agentes de la Policía andorrana -Benet sugiere que se trata de Canturri, el padre de nuestro Pere: otro dato pendiente de confirmación- en este caso en las escaleras del Paulet, que en algún momento sirvió de cuartel del destacamento como prueban las imágenes tomadas desde el balcón de una de las habitaciones del hotel, con Escaldes al fondo. El historiador, en fin, ha aportado algo de luz al misterio de los zapadores. Queda por comprobar, entre otros extremos, si se trata de la misma unidad que Baulard mandó llamar, pero los indicios apuntan en esta dirección. Y falta también por confirmar cuál era exactamente esta unidad -¿el 28º regimiento de ingenieros? ¿El 28º batallón? ¿O el 28º de transmisiones?- y sobre todo hasta cuándo prestaron sus servicios de enlace postal. Tampoco estaría mal conocer el nombre de su comandante -quizás dejó un dietario de su aventura andorrana, extremos al que eran muy aficionados los militares franceses, vean el caso del mismo Baulard- y cuál fue su destino en la inminente guerra mundial. Pero si hemos llegado hasta aquí, no duden que daremos con el final de esta historia. Es cuestión de tiempo, y la verdad, después de 74 años, no viene de unos meses.

[Este artículo se publicó el 8 de julio de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

domingo, 29 de junio de 2014

El enigma de los zapadores (con un final tirando a triste)

El bibliófilo Casimir Arajol localiza una serie de fotografíes de un destacamento del cuerpo de ingenieros desplegado en Andorra probablemente a finales de los años 30; es la primera vez en que se documenta la presencia militar francesa en el país.

Sabíamos de la presencia de los gendarmes de Baulard. Y en dos tandas: el tenso verano de 1933 y durante la Guerra Civil. Ya saben: para prevenir las tentaciones anexionistas de los contendientes. Sabíamos también de las esporádicas y clandestinas incursiones de la Gestapo en los difíciles años de la II Guerra Mundial -recuerde el lector la captura de Eduard Molné y los cuatro militares polacos perpetrada en octubre de 1943- y sabíamos por Claude Benet que patrullas alemanas acostumbraban a visitarnos de estrangis, y que tenían especial querencia por la Vall d'Incles, donde da noticia de mas de un avistamiento -¡cómo si estuviéramos hablando de Ovnis! Por no hablar de los soldados de la Werhmacht que Paul Barberan, el "contrabandista feliz" rescatado del olvido por Sala Rose en El marqués y la esvástica, solía contratar como paquetaires -que es el sonoro nombre como por aquí arriba se conoce a los porteadores, especialmente cuando se dedican a contrabandear: por el paquet, el inmenso fardo que cargaban a la espalda. Ni la estupenda instantánea de Francesc Pantebre que ejerce de pórtico de este blog, con la esvástiva ondeando en el mástil de la aduana francesa del Pas de la Casa: era el 16 de enero de 1944. Y tenemos finalmente la imagen de los requetés navarros en la Farga de Moles, recién terminada la Guerra Civil, y la de los guardias civiles que Franco empaquetó hacia Andorra durante la guerra mundial para marcar bíceps. Pero nunca, jamás hasta ahora habíamos visto un destacamento militar campando alegremente y abiertamente por aquí. ¿Quiénes son, estos soldados de aquí al lado? ¿Cuándo vinieron? Y sobre todo, ¿para qué?

Estupenda instantánea del grupo de militares franceses pertenecientes al 28º regimiento de ingenieros en la aduana francesa del Pas de la Casa; el primero, el tercero (con sus galones de soldado de primera, matiza a historiadora Amparo Soriano) y el cuarto por la izquierda aparecerán en varias de las fotografías de la serie. Compárece con la imagen tomada por Francesc Pantebre el 16 de enero de 1944, con la esvástica ondeando en el mástil, que sirve de pórtico a Pirineos en Guerra. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Nieve, esquís y, al fondo, lo que parece en opinión de Canturri, Arajol y Lacueva el refugio de Envalira, en las primeras rampas del puerto. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Una cara conocida, en la carretera de la Massana, tras los túneles de Sant Antoni: a la izquierda de la imagen, la Serra de l'Honor; a la derecha, el Pui de la Massana. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Otro de los protagonistas habituales de la serie, en la plaza Rebés de Andorra la Vella; a la derecha de la imagen, la desaparecida terraza de Casa Rebés, que da nombre a la plaza; al fondo, la estafeta de Correos, y detrás, la Poste. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Los ingenieros ejercen de lo que son. O por lo menos, lo simulan: trepando por un poste de telégrafos en algún punto entre la Aldosa y Anyós, con el Casamanya al fondo. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Turismo cultural: en el rótulo bajo la cubierta de Sant Miquel d'Engolasters se lee: "Llac d'Engolasters". La puerta de la iglesia se encuentra hoy bajo los soportales; ésta se había abierto en 1902 y se cegó con la restauración del templo. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

De nuevo camino de la Massana, una vez superados los túneles de Sant Antoni; pero ahora, con estos dos misteriosos figurantes que no pertenecen al grupillo de amigos que suele aparecer en las fotografías: ¿quiénes eran? Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Ante el hotel Paulet de Escaldes, en un momento de distensión. En la fachada, entre las ventanas, puede leerse: "Hotel Paulet (Banys)". El rubio que asoma la cabeza no se ha perdido casi ninguna de las fotografías. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

En el lago de Engolasters, probablemente el mismo día que se fotografiaron en Sant Miquel. Atención a las vías del primer término, que servían a las vagonetas de Fhasa, la eléctrica propiedad de Miguel Mateu que durante la Guerra Civil Franco amenazó con bombardear -cuenta Amparo Soriano en Andorra durant la Guerra Civil espanyola- si no cesaba de suministrar fluido a las fábricas catalanas. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Sobre esta fotografía no hay acuerdo: Arajol y la historiadora Lourdes López opinan que se trata del puente de Aixovall, desaparecido con las inundaciones de 1982; Canturri se decanta por el vecino puente de la Margineda, mientras que la también historiadora Ludmilla Lacueva tercia en el debate e introduce una tercera opción: el puente de la Tosca, en Escaldes. Vecino, por cierto, del hotel Paulet. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Este documento gráfico excepcional es uno de los últimos tesoros desenterrados por el bibliófilo y coleccionista Casimir Arajol: medio centenar de minúsculas fotografías en blanco y negro -7 por 4 centímetros- con una sola y lacónica leyenda -"28eme Génie"- y un montón de enigmas por resolver. El mayor de todos: ¿cómo es posible que no hubiera quedado constancia en ningún lado de la presencia de este destacamento francés en suelo andorrano? Es evidente que pertenecen a una unidad de ingenieros. Sí, pero, ¿a cuál? ¿Al 28º regimiento? ¿Al 28º batallón? ¿O al 28º de transmisiones? ¿Fueron destinados a Andorra durante la Guerra Civil? Si es así, ¿cuándo? ¿Al principio? ¿Ya avanzada la conflagración? ¿O más probablemente, hacia el final? Si compartieron escapada andorrana con Baulard y compañía, que no abandonaron el país hasta agosto de 1940 y a instancias de Franco, ¿por qué no aparece ningún gendarme, en las fotografías? ¿O es que quizás aparecieron por Andorra una vez terminada la Guerra Civil y cuando la mundial era todavía una drôle de guerre, la guerra de mentirijillas que terminó abruptamente en mayo de 1940 con la invasión nazi de Francia?
Hay que ver cómo son las cosas: le solicitamos al historiador Pere Canturri que eche un vistazo a las fotografías. Y resulta que el que nos responde no es el historiador sino el niño Pere, que recuerda -¡bingo!- la presencia en los estertores de la Guerra Civil de un batallón de zapadores alpinos. ¿Nuestros ingenieros? Muy probablemente, opina: de hecho, el 28º du génie, formado en 1929 y acuartelado en Montpeller, estaba adscrito a la 28ª división de infantería alpina. Así que todo cuadra. O lo parece, por lo menos.
Canturri era entonces Pere, ya se ha dicho: un niño de 4, quizás 5 años, y se le quedó clavada en la retina la imagen de una hilera de soldados que descendían esquiando desde lo alto del puerto de Envalira hacia el Pas de la Casa. ¿Y qué hacía él en el Pas, donde en los años 30 se levantaban a lo sumo media docena de cabañas de madera? Pues ayudar a su abuelo, que atendía el refugio Calones, el primero que abrió las puertas en el poblado. Iban camino de Hospitalet o, quizás, Ax-les-Thermes: "Hasta recuerdo el nombre del oficial que estaba al mando, porque se llamaba igual que yo: Pierre. Y eso a un chaval lo impresiona". Dice Canturri que debieron llegar al país hacia el final de la Guerra Civil, en un momento en que la proximidad del frente -con los nacionales presionando por la parte del Pallars- hacía poco recomendable circular por la zona fronteriza. Los ingenieros, continúa, tenían la misión de asegurar las comunicaciones con Francia. Sobre todo, el correo, que en tiempos de paz y en pleno invierno, mientras el puerto permanecía cerrado, se distribuía pasando primero por España. Con las comarcas del Pallars, el Alt Urgell y la Cerdaña convertidas en escenario bélico, Envalira se convirtió en la única puerta de entrada a Francia. Formidable, sí, pero no infranqueable, como los paquetaires habían demostrado en tiempos de paz, y como comprobarían enseguida los miles de fugitivos de la Europa ocupada por los nazis que desfilarían por Andorra durante la inmediata guerra mundial.

Tambores de guerra
No es la memoria de Canturri la única que habla; también la fotografia de aquí arriba en que se intuye a un grupo de militares en un entorno nevado y que él mismo y también Arajol identifican con el refugio de Envalira. Y la historiadora Ludmilla Lacueva, que recuerda que el refugio se abrió en 1933. Pero lo cierto es que el resto de las imágenes nos presentan a un puñado de hombres -casi siempre los mismos, con alguna variación- en escenas campestres: en Sant Miquel d'Engolasters, en el lago -atención a las vías de las vagonetas de Fhasa en primer término-, paseando por la plaza Rebés de la capital, o en la salida de los túneles de Sant Antoni, camino de la Massana. También nos los encontramos descansando ante el hotel Paulet de Escaldes -Canturri opina que estaban acantonados en Hospitalet y que iban y venían, pero que probablemente de vez en cuando hacían noche en el país: ¿por qué no en el Paulet?- y, atención, trepando por un poste de telégrafos en algún lugar entre la Aldosa y Anyòs, con el Casamanya al fondo, porque es posible, añade, que una de sus ocupaciones habituales fuera el mantenimiento y reparación de la línea.
En fin, que se les ve distendidos y sonrientes, un grupo de amigotes de excursión más que en misión militar, hecho que parece corroborar la hipótesis de que nos encontramos todavía en los meses finales de la Guerra Civil y que la mundial es una posibilidad, sí, pero todavía lo suficientemente remota como para que tengan el tiempo, las ganas y el humor de hacer turismo y pasárselo razonablemente bien. La historiadora Amparo Soriano -máxima autoridad en estos fascinantes años: Andorra durant la Guerra Civil espanyola, no se lo pierdan- comparte la hipótesis de Canturri: el caos y el interregno que precedieron y acompañaron a la derrota republicana, el fuerte despliegue militar que siguió a la victoria nacional y, sobre todo, la presión a que Franco sometió a Andorra a cuenta de los convoyes de alimentos que había hecho llegar durante la Guerra Civil -Mateu mediante- debieron aconsejar al gobierno francés que prescindiera temporalmente de la (dudosa) buena voluntad española para asegurar las comunicaciones con el país.
Desconocemos en fin cuánto tiempo se quedaron por aquí nuestros zapadores, y cuándo se marcharon para no volver. Es probable que esto ocurriera como muy tarde a mediados de 1940, con la mobilización de todos los recursos para hacer frente a la invasión alemana -y el oportunista zarpazo de Mussolini. Dicen las crónicas militares que la 28a división alpina tuvo un papel destacado y lucido en la Batalla de Francia. Y produce una cierta desazón pensar que estos muchachos de quienes no conocemos ni el nombre -solo sus caras casi adolescentes- y que posan despreocupadamente para el fotógrafo estaban a punto de marchar hacia el frente, aunque ellos todavía no lo saben. Y que el mundo que han conocido está a punto de estallar en mil pedazos. ¿Cuántos de ellos no volvieron a casa? ¿Para cuántos Andorra fue una de les últimas visiones de un mundo en (relativa) paz?

[Este artículo de publicó el 28 de junio de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 4 de abril de 2014

Puerto de Envalira, invierno del 36

Fermí Rubiralta reconstruye en Vida i mort d'un separatista la trayectoria de Miquel Badia, político independentista y excomisario de Orden Público de la Generalitat asesinado en Barcelona hace 75 años.

Ayer se cumplieron 75 años. Miquel Badia (Torregrossa, Lérida, 1906-Barcelona, 1936), antiguo comisario general de Orden Público de la Generalitat, cabeza visible de los comandos paramilitares de Estat Català, veterano de los Fets d'Octubre e independentista de largo recorrido que acababa de regresar a Cataluña después de dos años de exilio, era abatido a tiros en la calle Muntaner de Barcelona -número 38, esquina Diputación: una placa recuerda hoy el episodio- por cuatro pistoleros de la CNT, la principal central anarquista del momento. Faltaban tres meses escasos para que estallara la Guerra Civil, y el sector más radical del separatismo catalán perdía a un hombre de acción que como número 2 de Josep Dencàs en la consejería de Interior de la Generaliat había impuesto el orden -a tortazos, cuando convenía- en la turbulenta Barcelona de 1933 y 1934.

10 de febrero de 1936: Miquel Badia, a la izquierda, departe con Secundino Tomàs, jefe de la policía andorrana, en la actual plaza Benlloch de la capital; atención al campanario de San Esteban, al fondo, antes de la remodelación a la que lo sometió Puig i Cadafalch en 1940: salió de ella con un piso más. Fotografía: Archivo Arnau González i Vilalta.

Badia, hoy figura casi legendaria para cierta izquierda irredenta y que nuestro Jaume Ros -él también militante de Estat Català de primera hora- había retratado cuando nadie se acordaba del personaje en Un defensor oblidat de Catalunya, dispone ya de su primera biografía académica. se titula Vida i mort d'un separatista (Duxelm) y la firma el historiador Fermí Rubiralta. Biografía que tiene, por cierto, una curiosa, poco conocida y finalmente decisiva deriva andorrana: porque Badia, exiliado desde los Fets d'Octubre -de 1934: ya saben, cuando Companys salió al balcón de la Generalitat para proclamar por su cuenta y riesgo y saltándose la legalidad republicana el Estat Català- y que había sido todopoderoso comisario general de la Generalitat, apareció el 19 de enero de 1936 en el refugio del puerto de Envalira.

Hasta el 13 de febrero de aquel mismo año, cuando se le pierde definitivamente la pista andorrana, fue una de las vedettes de la vida social, política y también policial del momento: el batlle episcopal primero -Antoni Tomàs, en la época- y el secretario del veguer francés, después -Paul Larrieu, que últimamente nos aparece en todas partes- sometieron a aquel incómodo huésped a sendos interrogatorios que el historiador Arnau González i Vilalta -a quien Rubiralta sigue en este punto- rescató de las profundidades abisales del archivo de la veguería francesa en Nantes. Sostiene Rubiralta que la aventura andorrana de Badia constituye la última etapa del exilio que había estrenado dos años atrás y que lo había llevado a Francia, Colombia, México, Alemania y Bélgica. Se trataba de estar lo más cerca posible de Cataluña para cuando se consumara el esperado triunfo de las izquierdas en las municipales de febrero de 1936. Unas elecciones que, esperaba, le abrirían las puertas del regreso: él era el hombre destinado a reorganizar a las juventudes de Estat Català descabezadas tras los Fets d'Octubre. Pero no tuvo tiempo: los pistoleros de la CNT, con un tal Justo Bueno como jefecillo del comando, lo liquidaron en el atentado del 28 de abril que les costó la vida a él y a su hermano Josep.

Un conspirador de altura
El invierno andorrano del 36 fue, por lo tanto, el último de su breve y agitada existencia. El 19 de enero había entrado clandestinamente en el país bajo el nombre falso de Miquel Comes -según Vilalta, que recoge el episodio en Miquel Badia: documents sobre el seu pas per Andorra- y después de recorrer esquiando los 20 kilómeros que separan Pimoren de Envalira. Los excursionistas que se encontraban aquel día en el refugio -que por otra parte se convirtió en su hogar durante las siguientes cuatro semanas, con ocasionales escapadas a la capital y Escaldes, donde se hospedaba en el hotel Palacín: ¡el mismo donde el invierno siguiente pernoctaría Escrivá de Balaguer!- reportan la llegada de un individuo "vestido de esport, con el pecho al aire y con semblante patibulario, que vestía armilla especialmente corta y muy falto de elementos económicos..." Él ni se inmuta: dedica las siguientes jornadas a entrevistarse con sus conmilitones de Estat Català -Miquel Xicota y Manuel Masaramon- con la consecuencia que el 6 de febrero las autoridades locales empiezan a inquietarse ante la frenética actividad más o menos conspirativa que despliega Badia. Con la excusa de unas supuestas injurias que podría haber proferido contra los veguers con motivo de la lejana expulsión de Enric Canturri, alcalde de la Seo que tras los Fets d'Octubre se había refugiado en Andorra, el batlle Tomás lo cita a declarar. Y Badia, claro, lo niega todo: "En el ánimo del declarante sólo hay un poso de agradecimiento hacia las autoridades y hacia el pueblo andorrano donde ha encontrado acogida", manifiesta con algo de peloteo.

El veguer francés también mete baza y envía al secretario Larrieu para que lo interrogue en el mismo refugio de Envalira. Donde, por cierto, tiene que esperarlo cinco horas hasta su regreso de una jornada de esquí con un periodista de La Dépéche du Midi. Lo más sospechoso que le sonsaca Larrieu es alguna baladronada y una luctuosa premonición -"Se ha jactado de algunos golpes de fuerza en que tuvo que esgrimir el revólver con cierto virtuosismo, y teme ser víctima de una muerte violenta, que por otra parte espera lejana...- y le asegura que se opondrá a una eventual extradición a España. El veguer concluye que llegado el caso habría que expulsarlo a la fuerza. Una eventualidad que afortunadamente para todos no llegó a producirse porque Badia desapareció el 13 de febrero exactamente igual a como había llegado: por sorpresa y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo.

Tampoco a las autoridades andorranas, que se quitaron un peso de encima mientras Badia se encaminaba con paso firme a su cita con la muerte. El atentado del 28 de abril levantó mucha polvareda. Todavía hoy la sigue levantando. La versión oficial sostiene que los autores materiales del asesinato fueron cuatro anarquistas de la CNT -Manuel Costas, Ignacio de la Fuente, José Villagrasa y Bueno, el cabecilla- como venganza porque Badia, al frente de las juventudes de Estat Català les había reventado en 1934 una huelga de tranvías. A eso se le llama tener memoria. Esta es también la tesis de Rubiralta, que niega verosimilitud a hipótesis más rocambolescas: la extrema derecha, las mafias del juego y hasta Companys (?), por un oscuro asunto de faldas a cuenta de Carme Ballester, entonces esposa del presidente de la Generalitat.

Lo cierto, concluye el historiador, es que la enemistad con Companys era manifiesta desde los Fets d'Octubre, cuando los separatistas de Estat Català se sintieron engañados por el presidente. Le reprochaban haber hecho, según ellos, todo lo posible para que el golpe fracasara. Según esta tesis, Companys sólo buscaba un golpe de efecto de cara a la galería; Estat Català, la efectiva separación de España: "A Badia lo asesinan el 28 de abril de 1936", concluye Rubiralta. "Pero políticamente ya estaba muerto desde el 6 de octubre de 1934. Es entonces cuando fracasa su estrategia y la de Dencàs, el ideólogo de Estat Català, de profundizar en la nacionalización [glups] de Cataluña aprovechando la hegemonía política de ERC y, si se presentaba la ocasión, lanzarse por el atajo hacia la independencia. Este atajo tenían que ser los Fets d'Octubre: cuando fracasa el golpe, fracasa Badia". Con algún matiz, todo este asunto suena inquietantemente familiar.

[Este artículo se publicó el 29 de abril de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

jueves, 27 de marzo de 2014

La Virgen de Meritxell: ¿chamuscada, secuestrada o robada?

Erik el Belga sugiere que el incendio del santuario de Meritxell, el 8 de septiembre de 1972, podría haber servido de coartada para ocultar la sustracción de la talla románica de la patrona de Andorra; Sergi Mas, último restaurador de la pieza, y Pere Canturri, en la época director del servicio de Arqueología del Consell General, discrepan sobre los detalles de un episodio que todavía levanta ampollas.

"Más que sopechoso". Contundente y lacónico: así despacha René vanden Berghe, alias Erik el Belga, el incendio que la noche del 8 de septiembre de 1972 arrasó el santuario de Meritxell, en Canillo (Andorra) y -siempre según la versión oficial- la talla románica de la patrona. Sospechoso porque la coartada del incendio -viene a decir nuestro hombre- es un expediente clásico que ha servido históricamente para camuflar el robo de incontable sobras de arte. Y lo dice uno que sabe de lo que habla. Vale que Erik el Belga desmiente inmediatamente cualquier implicación en el asunto y que alega no saber nada sobre lo que ocurrió aquella fatídica noche.

Más que nada, reconoce, por las dificultades logísticas que comportaba trabajar en el país. Y vale que, como él mismo se encarga de resaltar en el subtítulo de sus memorias, estamos hablando del ladrón de arte "más famoso del mundo", y por lo tanto hay que aplicar a su testimonio una saludable y preventiva dosis de escepticismo. Pero exactamente por el mismo motivo, se trata de la opinión de un experto en la materia. Una opinión que además coincide con los rumores que ya en la época corrieron de boca en boca y que apuntaban a una versión alternativa: que la talla no había ardido con el santuario sino que alguien la había hecho desaparecer oportunamente antes del incendio. Una hipótesis que está, por cierto, en la base de la trama de Azul de Prusia, la novela con que Albert Villaró se llevó en el 2006 el premio Carlemany.


Talla románica policromada de la Virgen de Meritxell que ardió en el incendio del 8 de septimebre de 1972 (según la versió oficial, claro). Medía 83 centímetros de altura, y calzaba unos zuecos tan desproporcionados que recibió el sobrenombre de Mare de Déu dels Esclops, la Virgen de los Zuecos. La fotografía esta tomada por Guillem de Plandolit antes de 1933; hay que decir que hasta 1950 la imagen que se veneraba en el santuario como si fuera la Virgen de Meritxell no era la talla románica de la patrona sino otra talla gótica de la Virgen del Roser, más acorde con los gustos estéticos de la época.. Fotografía: Fondo Guillem de Plandolit / Archivo Nacional de Andorra.

El incendio del santuario de Meritxell se declaró a medianoche del 8 de septiembre de 1972, justo después de la romería que cada año se celebra este día con motivo de la festividad de la patrona; el informe oficial atribuye el desastre a una chispa provocada por el obsoleto sistema eléctrico que prendió en el entarimado del templo. Fotografía: Fondo Peig / Archivo Nacional de Andorra.
El tallista Sergi Mas contempla una copia de la talla de Meritxell en su taller de Aixovall, Sant Julià de Lòria; el Consell General le encargó en 1969 una réplica exacta para obsequiar al obispo Iglesias Navarri, así que Más conoce al dedillo las intimidades físicas de la Virgen. Fotografía: Máximus.

Lo recuerda desde su refugio de Aixovall, Sant Julià de Lòria, el tallista Sergi Mas. Voz doblemente autorizada porque él es el autor de la réplica de la talla original que el Consell General le ofreció al obispo Iglesias Navarri cuando hizo efectiva su renuncia, en 1969 -una copia "exacta, la más fiel al original que jamás se haya hecho", dice ,y que como veremos le proporcionó un conocimiento exhaustivo, casi forense de la anatomía de la pieza- y porque Mas fue unno de los centenares de ciudadanos que la mañana del 9 de septiembre de 1972 se plantificó en Meritxell para contemplar el desastre. Con la particularidad de que tuvo la ocurrencia de saltarse de estranquis el cordón policial, penetrar en lo que quedaba del santuario, subir al camarín de la Virgen e inspeccionar personalmente la magnitud de la tragedia.

¿Qué se encontró, allí arriba? O por decirlo con más propiedad: ¿qué no se encontró en el camarín? De entrada, recogió lo que quedaba de la talla gótica de la Virgen del Roser que hasta 1950 se había venerado en lugar de la de Meritxell, más rústica y primitiva y por lo que parece menos del gusto de los andorranos del siglo XIX y primera mitad del XX. Un tocón, este del Roser, al que todavía se le reconocían vagamente las formas marianas y que entregó diligentemente a los bomberos que trabajabanen la extinción del incendio. Hasta aquí, todo iba bien. Pero en el camarín de la patrona las cosas empezaron a torcerse: alí no quedaban ni los restos del tocón carbonizado de lo que durante los últimos ocho siglos había sido la Virgen de Meritxell. nada. Ni tan siquiera los clavos de hierro forjado -seis, como mínimo, asegura- que fijaban la talla a su humilde trono de madera.

El misterio de los clavos forjados
La talla se había fundido, literalmente. Y precisamente la de la patrona. Un fenómeno que cuatro dácadas después todavía le da a Mas que pensar: "Cuando tallé la copia que le regalaron al obispo Iglesias Navarri tuve que subir muchas veces al santuario para tomarle medidas y muestras de color, calcar la silueta de frente y de lado, tanto de la Virgen como del Niño. Hasta le hice una máscara; en fin, que tallé una copia exacta", insiste. Tanta intimidad le permitió conocer algunos de sus secretos mejor guardado, comenzando por los clavos de forja y terminando por la policromía: en la capa de pintura original -que sólo se había conservado en la parte posterior de la talla- se le había añadido como mínimo otra capa en una restauración anónima que fecha a finales del siglo XIX. Si a las reglamentarias tres capas de cola que los artesanos medievales aplicaban de oficio a una talla les añadimos la del lífting decimonónico, el resultado final da un grosor de entre 2 y 5 milímetros que, añade Mas, "funcionaba como una especie de armadura de yeso incombustible". Además, estamos hablando de un tocón que tenía casi mil años y que por lo tanto tenía que haber perdido casi toda la resina, que es el elemento que hace a la madera combustible: "Tendría que haber quedado por lo menos el mismo tocón carbonizado que en el caso de la talla del Roser". Pero no: no quedaron ni los clavos de hierro forjado.

A esta opinión autoriuzada hay que añadirle otro elemento que, recuerda Mas, circul´p en la época con insistencia y que alimentó la imaginación de los más escépticos. Según ellos, los primeros vecnos que llegaron a Meritxell una vez declarado el incendio no entraron en el camarín oirque las llamas ya lo impedían; pero sí que pudieron meter la nariz en la ventanilla posterior del santuario, que daba precisamente al camarín de la patrona. Y la talla ya no estaba en su sitio. A todo lo que antecede hay que añadir -y así lo hace Mas- que la instalación eléctrica del santuario -la causa última del incendio, según la versión oficial- se encontraba en unas condiciones deplorables y que era perfectamente plausible que alguno de los cirios de la procesión nocturna -el 8 de septiembre es la festividad de Meritxell, de gran devoción popular- que se dejaban en el interior del templo cayera accidentalmente al suelo y la llamita prendiera el entarimado de madera.

¿Qué conclusión de puede sacar de todo lo que antecede? ¿Que alguien prendió fuego al santuario para agenciarse la talla de la Virgen? ¿O quizás se aprovechó de un incendio fortuito para sustraerla? Si es asi, ¿quién? "Unos, quizás los más crédulos, se tragaron la versión oficial; los más desconfiados pensaron que aquello no fue un accidente; que no pudo serlo. ¿Qué creo yo? Pues yo explico lo que vi, y sólo sé que en aquellos años corrían por los Pirineos bandas de ladrones de arte". como la de Erik el Belga, aunque él mismo se borrara de lista de hipotéticos sospechosos con el impecable argumento de que, prescrito como estaría el supuesto delito, nada le impediría hoy admitir el trabajo de Meritxell. Si hubiera sido él, claro. Y dice que no.

Así que sólo nos queda la versión oficial. La redactó Pere Canturri, entonces director del servicio de Arqueología que el Consell General había creado en los años 60. Ni las insinuaciones de Erik el Belga ni el testimonio de Mas lo desvían ni un solo milímetro de lo que escribió hace cuatro décadas: "Ojalá me equivoque y algún día la talla aparezca; pero para mi, desgraciadamente, la Virgen se quemó en el incencio". Canturri rebate uno a uno los argumentos que la -digamos- teoría de la conspiración ha ido acumulando durante estos años. Para empezar, apunta como es lógico al mal estado de la instalación eléctrica: "Es perfectamente posible queuna sobrecarga provocara una chispa", dice. Por lo que respecta a la talla, contradice los datos aportados por Mas y sostiene que la Virgen no estaba clavada a la silla por seis clavos; tan solo por uno, que ni siquiera era de forja sino "sencillo, normal y corriente, imposible de disinguir entre los restos de miles de clavos que había en el templo calcinado".

Insiste también en la alta combustibilidad de una talla casi vacía en su parte posterior -donde se ocultaba un reconditorio para las reliquias- y bajo las piernas de la Virgen, por donde iba clavada a la silla, y resta valor al testimonio de los primeros vecinos que se alzaron hasta la ventanilla de la parte posterior del santuario: "Por el ángulo de visión, desde allí era sencillamente imposible alcancar a ver el camarín de la Virgen". Así que lo despacha finalmente con la misma contundencia con que Erik el Belga abría este artículo: "Se trató desgraciadamente de un incendio catastrófico; que la talla se quemara no es en absoluto extaño. Pero insisto: ojalá me equivoque".

'Azul de Prusia': una alternativa de novela
Ni ardió ni la robaron. Por lo menos, en el incendio de 1972. Esta es la tercera vía, la suculenta hipótesis alternativa que plantea Albert Villaró en Azul de Prusia. Según el novelista, aquel 8 de septiembre de 1972 un grupo de tradicionalistas sector intransigente que se presentaban como el Consell de la terra hurtó la talla en una acción inspirada en el secuestro de la Virgen de Nuria perpetrado en junio de 1967 por un comando de antifranquistas catalanes. Con la mala fortuna que justo después de retirar la talla del camarín se declara un incendio y han de salir por patas. No se acaba aquí la cosa porque, cuatro décadas y dos cadáveres después, el espavilado Andreu Boix, o Boix el Viudo -el poli que protagoniza la novela de Villaró- descubre accidentalmente que la talla secuestrada por los héroes de el Consell de la Terra no era la original sino una copia de los años 20 que alguien había colocado en algún momento en lugar de la pieza románica original. Pero, ¿quién? Digamos sólamente que las elucubraciones literarias de Villaró se acercan antes a las de Más que a las de Canturri. Pero háganse un favor y lean Azul de Prusia.

[Este artículo se publicó el 21 de enero de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

lunes, 10 de febrero de 2014

Cuando vivíamos en castillos

El yacimiento de La Margineda, en Santa Coloma (Andorra), conserva la mayor fortaleza medieval jamás excavada en la vertiente sur de los Pirineos; los arqueólogos sitúan el momento de esplendor a mediados del siglo XIII; los muros llegaban hasta los cinco metros de altura y los seis de grosor.

Retrocedamos 800 años, hasta 1190. El conde de Urgel acaba de ceder la fortaleza de Sant Vicenç d'Enclar al vizconde de Castellbò y, según un documento citado por el historiador Roland Viader- le ha dado permiso para levantar nuevas defensas "en la parte baja del monte Enclar". Es decir, en La Margineda. Esta es por lo visto la primera y única referencia documental del castillo que desde hace dos temporadas la propiedad de la finca, Casa Molines, excava en Santa Coloma (Andorra). Un yacimiento que emerge a escasos cien metros de la carretera general y donde se han localizado los vestigios de lo que -según el arqueólogo catalán Ivan Salcedo, director de las excavaciones- constituye la mayor fortaleza medieval exhumada en la vertiente sur de los Pirineos.

La excavación del yacimiento de la Roureda de la Margineda, en Santa Coloma (Andorra), se inició en 2007. Hasta el momento se ha excavado el llamado recinto soberano, el corazón de la casa fuerte, que se extiende por una superficie de unos 1.500 metros cuadrados. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.
El recinto soberano desde el exterior: los muros podían llegar hasta los cinco metros d altura, y en determinados puntos, hasta los seis de grosor. El recinto soberano, el corazón del castillo, constaba de edificio residencial de dos plantas y, posiblemente, una tercera rematada con una terraza defensiva; en la planta baja se concentraban las dependencias funcionales -cocina, fresquera, forja y despensa-, más el patio de armas y una pequeña capilla de planta absidial. Ilustración: Molines Patrimonis.
 La fortificación del recinto empezó hacia 1190, mientras que con la firma de los Pareatges de 1288 decae el uso militar y el castillo retorna a sus primitivos usos agrícolas. Los muros se utilizaron como cantera y se adosaron nuevas casas al recinto. La peste negra de 1348 comporta el abandono del asentamiento. Ilustración: Molines Patrimonis.

El castillo sigue la estructura habitual de las casas fuertes catalanas de la época: edificio residencial de dos plantas y posiblemente una tercera rematada con una terraza defensiva. En los bajos se concentraban las dependencias funcionales -cocina con lar, fresquera, forja y despensa- más un patio de armas y hasta una pequeña capilla de planta absidial. En el primer piso residía la familia del castlá -el señor del castillo por cuenta del vizconde de Castellbò- más los sirvientes y una pequeña guarnición de hombres de armas.

Pero lo más espectacular e insólito del yacimiento es el perímetro amurallado que rodeaba el recinto llamado soberano que constituía el corazón del castillo: una faja de piedra que podía llegar en algunos tramos hasta los seis metros de grosor -la altura no se ha podido determinar: una lástima. Una estructura defensiva condicionada por la topografía, ya que la fortificación se levantaba sobre un  pedregal que impedía la excavación de fosos, y al estar ubicada en un terreno en pendiente, había que proteger especialmente el flanco expuesto a un hipotético ataque desde una posición superior. Es en este tramo donde se levantaron los muros ciclópeos que la distinguen respecto a otras casas fuertes hermanas excavadas en yacimientos catalanes como el castillo de Mataplana, en Barcelona. Como éstas, tampoco la de La Margineda luce torre del homenaje, aunque sí bastiones y baluartes que denotan unos depurados conocimientos de arquitectura militar en el maestro que diseñó la fortaleza. El recinto soberano, que es el único que se ha excavado, se extiende por una superficie de unos 1.500 metros cuadrados, pero las prospecciones en la zona exterior han permitido deducir la existencia de una muralla que protegía el llamado recinto jussà y que completaba el perímetro defensivo. Sumados ambos, el yacimiento se va hasta los 4.000 metros cuadrados.

La vida útil de castillo fue sin embargo efímera: según los Pareatge de 1288, el obispo de Urgel y el conde de Foix acuerdan no erigir en lo sucesivo edificaciones defensivas en los Valles de Andorra e inutilizar las entonces existentes. Decae a partir de entonces la función militar que había tenido la fortaleza y comienza una nueva etapa que se prolongara hasta 1350, y que está  marcada por el retorno a los usos agrícolas que había tenido el primitivo asentamiento de la Margineda. Se conserva el edificio residencial, pero las murallas se arrasan y se aprovecha la piedra para levantar nuevos edificios. Hasta que a mediados del siglo XIV se abandona definitivamente el asentamiento.Se pierde entonces su rastro hasta el siglo XIX, cuando se rellena con tierra y se reutilizan como bancales las estructuras supervivientes. Es en este contexto en el que hay que situar la leyenda de la bruja que es arrastrada por una yunta de bueyes hasta La Margineda. Según Pere Canturri, que realizó las primeras prospecciones en la zona en los años 50, los mayores del lugar contaban que por el camino que había seguido la bruja en cuestión no crecía ni una brizna de hierba. Pues bien: parece que estos puntos yermos podrían coincidir con los cimientos de los muros.

La utilización militar del yacimiento data del siglo XII, pero el primer asentamiento humano se remonta según Salvadó al siglo XI. De esta época se han excavado los restos de una pequeña construcción y se han recuperado tres piedras procedentes de prensas primitivas. Y poca cosa más se sabe. En la tercera campaña arqueológica se excavarán los pavimentos de losa y piedra así como los nivelamientos del recinto soberano. Según Montserrat Cardelús, consejera delegada de Molines Patrimonis, faltará una cuarta campaña para que el castillo sea visitable, objetivo último de las excavaciones. Así que habrá que esperar por lo menos hasta 2010.

[Este artículo se publicó el 3 de julio de 2009 en El Periòdic d'Andorra]


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¿Víctimas de la peste negra?
Los arqueólogos que excavan el yacimiento de La Margineda plantean la hipótesis de que el castillo fuera abandonado a causa de la pandemia que liquidó a un tercio de la población europea en el siglo XIV; hasta tres decenas de hombres residían en la fortaleza en los años de esplendor

Las noticias sobre la previsible mortalidad que la llamada gripe nueva provocará en invierno son cada día que pasa más inquietantes. Quizás no servirá de gran consuelo, pero hace 700 años, a mediados de siglo XIV, otra pandemia arrasó Europa: la peste negra o, glups, bubónica, cuyo sólo nombre ya da algo de miedo. Se calcula que liquidó entre un cuarto y un tercio de la población europea de la época. Incluida la andorrana.

Hasta aquí, nada que no se supiese. La novedad es que la peste negra fue probablemente la causa del abandono del castillo de La Margineda, que se produjo precisamente a mediados del mismo siglo XIV. Esta es la hipótesis con la que trabaja el arqueólogo catalán Ivan Salvadó, que dirige desde hace tres temporadas las excavaciones de la fortaleza. Una hipótesis todavía no sustentada documentalmente, pero que considera plausible. La cronología coincide y -dice Salvadó- "es relativamente habitual toparse con yacimientos de esta época que de repente son abandonados sin una causa aparente; y esta causa acostumbra a ser la peste negra". Sólo así se explica la evacuación de un recinto que había estado ininterrumpidamente habitado por lo menos desde el siglo XI, protegido por murallas que medían hasta cinco metros de alto y seis de grosor, rodeado de campos de cultivo y erigido en un promontorio privilegiado, al pie de Sant Vicenç d'Enclar y dominando todo el valle.

Las últimas huellas humanas en el yacimiento las fecha Salvadó entre 1325 y 1350. Y la peste negra llega a la ciudad italiana de Mesina a bordo de un barco genovés procedente del Mar Negro en septiembre de 1347. Si la cronología y la hipótesis son correctas, la evacuación del castillo de La Margineda fue fulminante. El hombre no volvió a instalarse en el lugar hasta el siglo XIX, cuando lo que quedaba de las murallas ciclópeas se rellenó de tierra y se aprovechó para construir bancales. Pero con estos antecedentes todavía sorprende menos la leyenda de la bruja que rodea el yacimiento. Aunque lo cierto es que cuando la peste arrasó o simplemente vació por precaución el asentamiento de La Margineda ya había pasado el momento de esplendor de la fortaleza, que el arqueólogo sitúa entre 1190, cuando el conde de Urgel autoriza a Arnau, vizconde de Castellbò, a erigir un castillo "en la parte baja del monte Enclar", y la firma del segundo Pareatge, en 1288.

Es en este período cuando se levanta el recinto amurallado: un conjunto de cerca de 4.500 metros cuadrados de superficie que tenía su centro neurálgico en la casa fortificada ahora exhumada, que constaba de dos o tres plantas, más patio de armas y una pequeña capilla. Hoy quedan los cimientos y poco más. La levantaron los mismos vasallos del vizconde bajo la supervisión de un maestro de obra que -aventura Salvadó- tenía sólidos conocimientos de arquitectura militar, "por la forma como sabe defender las puertas, el punto más vulnerable de un castillo de estas características, de manea que un hipotético enemigo que penetrara en el recinto quedara siempre expuesto al contraataque de los defensores desde un posición elevada". Calcula que tardaron entre tres y cinco años en levantar el conjunto. Un caso especialmente singular porque en toda Andorra sólo se tiene constancia de otros tres castillo: el de Bragafolls, en Aixovall, del que tan sólo se conserva un lienzo del muro; el de San Vicenç d'Enclar, estrechamente relacionado con el de La Margineda, y el de las Bons, en Encamp- y sobre todo porque conserva la estructura original de una fortaleza del siglo XII, sin añadidos ni modificaciones posteriores.

Efecto psicológico
Salvadó aventura que en los años dorados, cuando ejercía como centro estratégico para el control de los valles de Andorra, residían en la casa fortificada el castlá con su familia, los sirvientes y una pequeña guarnición de hombres de armas. En total, entre 20 y 30 almas. Los soldados, probablemente en dependencias adosadas a las murallas del recinto soberano, el corazón del castillo y la única parte que hasta ahora se ha excavado: "Pero no debemos imaginarnos ni grandes ejércitos ni soldados uniformados; probablemente eran hombres a sueldo, algo así a los guardaespaldas de hoy". Tampoco podemos esperar ni operaciones de sitio ni grandes batallas: "Como mucho, algún golpe de mano con nobles rivales en los años previos a los Pareatge". Lo cual no significa que las murallas del castillo fueran un lujo inútil y absurdo: "Hay que pensar que los campesinos de la época, que mantenían al clero y a la nobleza, vivían en casas que eran poco más que chozas; para ellos, una casa fortificada como esta, con sus pisos y sus murallas, debía de parecerles un edifico imponente, probablemente el más grande que nunca vieron". El castillo constituía, además, el simbolo del poder, la sede de la justicia y el lugar donde estaba la mazmorra en que se encerraba a los reclacitrantes: "Hoy lo vemos con nuestros ojos de turistas, pero en la Edad Media un castillo tenía un efecto psicológico y disuasorio importantísimo para mantener el orden feudal. Y la gente del pueblo lo debía ver con una mezcla de admiración, temor y reverencia".

[Este artículo se publicó el 20 de julio de 2009 en El Periòdic d'Andorra]