Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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miércoles, 1 de julio de 2015

El parricida afortunado (o Manuel Bacó: el hombre que esquivó al garrote)

Manuel Bacó, vecino de Escaldes y el segundo hombre en ser condenado en Andorra al garrote por parricidio -el tribunal lo consideró culpable de haber molido a palos y estrangulado a su señora madre, el 11 de enero de 1896- esquivó a la muerte y la pena capital le fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad; su esposa, Rosa Albós, fue condenada a diez años de prisión como instigadora del crimen. El expediente, inédito hasta hoy, se conserva en el Archivo Nacional de Andorra.

Sensacional instantánea de lectura pública de la sentencia de muerte dictada contra Manuel Bacó el 17 de abril de 1896, en la plaza de Andorra la Vella (actual plaza Benlloch). La imagen se ha atribuido habitualmente al veguer Charles Romeu, aficionado a la fotografía -suyas es la serie de la primera ascensión en automóbil al puerto de Envalira desde el Pas de la Casa, en el verano de 1912. Pero es dudoso que la tomara él personalmente, porque debido a su función su puesto estaba entre las autoridades que presiden la lectura, reglamentariamente situadas frente al reo. En cualquier caso, la escena guarda sorprendentes similitudes con la que fotografió en 1943 Valentí Claverol, entonces con Pere Areny ocupando el lugar del reo. Fotografía: Biblioteca Nacional de Andorra.

"Diligencias practicadas per l'Hble D. Joseph Palmitjavila en la causa criminal sobre homicidi... 1896" Fuente: Archivo Nacional de Andorra.

"Acusació final" a cargo del instructor del caso: el Tribunal de Corts de Andorra, única instancia penal -las sentencias eran ejecutivas y ante ellas no cabía recurso- se reunía ad hoc y lo integraban los dos veguers -el episcopal y el francés- así como el llamado jutge d'apelacions -que era el único que necesariamente tenía formación jurídica- y dos representantes del Consell General. Fuente. Archivo Nacional de Andorra.


Nota en que el cónsol de Andorra la Vella, Bonaventura Calba, infora al batlle Josep Pal, del hallazgo del cuerpo de la víctima, Maria Calbó, de Casa Marió de Engordany, y de las disposiciones que ha tomado, entre las cuales, que los vecinos custodien el cadáver "hasta nuevo aviso". Fuente: Archivo Nacional de Andorra.

Informe del doctor Pompeyo Jordana, que asiste al levantamiento del cadáver al día siguiente del homicidio. Concluye que Maria Calbó murió a causa de conmoción cerebral y asfixia, "la primera producida por las contusiones que presentaba en la cabeza, y la segunda por constricción del cuello por medio de la mano", y sugiere que las quemaduras se produjeron con posterioridad a la muerte porque, en una alarde de erudición -es dudoso que el buen Jordana se las hubiese visto antes con un caso semejante- aduce que "por cuanto dicen los autores de medicina legal las carnes se ponen apergaminadas, que es lo que se observaba en este cadaver". No está mal para el humilde cirujano de los Valles de Andorra... Fuente: Archivo Nacional de Andorra.

Recibo fechado en Porte, al otro lado de la frontera, el 17 de abril de 1896, en que los gendarmes Negre y Baylard, del puesto de La Tour de Querol, se hacen cargo del reo, Manuel Bacó, "condamné per le tribunal des Corts aux travaux forcés à perpétuité". Fuente. Archivo Nacional de Andorra.
Minuta con los gastos generados con posterioridad a la sentencia que condena a Manuel Bacó a la pena de muerte -conmutada in extremis por trabajos forzados a perpetuidad- que incluye entradas como "lo animal" que debe conducir el preso hasta Soldeu (2 pesetas). Fuente: Archivo Nacional de Andorra.


Comencemos por el final. Un final que tiene lugar en Porta, al otro lado de la frontera francoandorrana, hasta donde los gendarmes Négre y Baylard, procedentes de la Tour de Querol, han ido a recoger a Manuel Bacó. Hemos retrocedido hasta el 17 de abril de 1896 y hasta Porta ha sido conducido por la -ejem- "policía andorrana", por decirlo con las (in)exactas palabras de los gendarmes, este hombre de 39 años que cumplirá en Francia la pena de trabajos forzados a perpetuidad que le acaba de imponer el Tribunal de Corts. Esto es lo que dice la nota firmada por "le gendarme chef d'escorte" -Négre- con que se cierra el grueso expediente del caso Bacó, el último condenado a muerte del siglo XIX andorrano... y el segundo que iba a ser ejecutado con el garrote vil que el buen obispo Caixal introdujo en 1854 como sustituto de la "poco humana" horca. En fin, Bacó tuvo la rarísima suerte de ver cómo se le conmutaba la pena capital por la de trabajos forzados -una cadena perpetua, pero con saña- y esto convierte el suyo en un caso excepcional, porque es el único entre los cuatro condenados a muerte por aquí arriba desde lo de Caixal que esquivó el patíbulo. Le precedieron Joan Mandicó, en febrero de 1860, y el tal Masteü, contrabandista catalán -del Pallars- que fue supuestamente decapitado en abril de 1861, y le siguió el también parricida Pere Areny, en octubre de 1943, éste fusilado.

Pues aquí va la historia de Bacó. O parte de ella, porque nos falta la peripecia que siguió en su condena "a perpetuidad": ni dónde cumplió la pena, ni si realmente no salió nunca más de la prisión, ni cuándo murió. En fin, que si el hombre escapó del garrote al que estaba destinado fue porque en la lectura pública de la sentencia y a diferencia de lo que ocurrió en los casos de Mandicó y Areny alguien -autoridades o particulares, no lo sabemos- pidió clemencia al tribunal, y la obtuvo. Otra particularidad del ya de por sí singular proceso penal a la andorrana, en que la sentencia del Tribunal de Corts, la instancia única, por ejemplo, no admitía recurso alguno. El veguer Romeu dejó una sensacional fotografía del preciso momento de la lectura de la sentencia en una escena que parece calcada a la que medio siglo después tendría a Areny como triste protagonista.

Nuestro hombre fue hallado culpable de haber dado muerte a su madre, Maria Calbó de Casa Marió de Engordany. Las diligencias empiezan con la nota que el cónsol de Andorra la Vella, Bonaventura Calba, eleva al batlle Josep Palmitjavila informándole del hallazgo del cuerpo de la víctima: "Li dono coneixement de que Isidro Pujol me adonat coneixement de que habia trobat dintre de casa de Marió de Engordany la mestressa majó morta e lo sol, lo cual coneixement estat donat lo dia 11 de jene á 13 hores y mitja del mati (...) Enseguida e practicat diligecias ay anat a troba los bains de casa Marió y los ay fet coresponsables de dit cadabre asta nou abis".

El parricidio tuvo lugar el 11 de enero de 1896 y según la instrucción, que firma el batlle Palmitjavila, la abuela Mariona -como era conocida entre los vecinos- murió molida a palos y ahogada, en el que fue el funesto capítulo final de una larga historia de encontronazos familiares en que jugó un papel destacado -al decir de la sentencia- la nuera, Rosa Albós. Tan destacado, que el mismo tribunal que condenó a Bacó a muerte la castigó a ella con diez años de trabajos forzados como "cómplice" del parricida y por haber "coadyuvad" al crimen. Pena que tampoco en este caso consta dónde cumplió, cabe esperar que en algún presidio francés, ni si pudo regresar a casa una vez saldadas sus cuentas con la justicia.

El mal ambiente en la casa de los Bacó arranca por lo visto inmediatamente después del matrimonio entre Manuel y Rosa. Hasta el punto que la pareja decide irse a Francia -destino por otra parte habitual de los segundones andorranos- "per no poder avenirse ab sos pares", aunque no tardan en regresar "creyentse haurien acabat las discordias". Pues se equivocaban. Y la cosa no hizo sino empeorar. Incluso los vecinos, que aconsejaban a la pareja abandonar de nuevo el domicilio familiar para evitar las "discordias" habituales, le oyeron decir a Manuel que la de largarse no era alternativa, que "primerament lo portarian al cementiri o a una presó".

Pues esto es exactamente lo que ocurrió. Un mes antes del fatídico 11 de enero, Manuel ya había amenazado a su padre, Narcís, en la borda -o cabaña- donde cobijaban al ganado. Y se las debieron tener bastante tiesas porque el pobre Narcís se negó por lo visto a volver a la borda "pel temor de que no li fes algun ultratge dit son fill". La madre también debía verse venir algo porque los testigos que desfilan ante el batlle Palmitjavila declaran haberle oído decir que "no volia quedarse a la nit sola a casa per temor la asesinarían". El 10 de enero, nuera y suegra tuvieron un último y premonitorio encontronazo por una cuestión de dinero. Un clásico. Manuel no podía más: "Estaba fastidiat de aixo y feya massa temps que duraba", afirman los vecinos que repetía a quien quería escucharle.

Y en estas que llegamos al 11 de enero. A las diez y media sale el padre, Narcís; tres cuartos de hora más tarde, la nuera, Rosa, con el niño que tienen con Manuel. Y se quedan solos en casa el hijo, Manuel, y la madre, Mariona. El relato del doctor que asiste al levantamiento del cadáver sostiene que el cuerpo presentaba heridas en la cabeza producidas con un palo "de unos cuatro palmos de longitud" -porque a diferencia de la sentencia, la autopsia está redactada en castellano. Golpes que por lo visto no fueron mortales y hubo que rematarla, concluye la sentencia. Pero ni así se dio por vencido el parricida: todavía tuvo la ocurrencia de acercar el cadáver al fuego de la cocina y le chamuscó la parte derecha del rostro, "ja sia per precipitar la mort, ja sia per demostrar que arribá un accident a la victima". La instrucción del caso lo cuenta como sigue: "La escena que va succehir es facil de describi: Manuel Bacó donà tres garrotades al cap de la ferida produintli les feridas que declara lo facultatiu y com sens dupte la victima encara respiraba la agafá per lo coll y la escañá segons resulta de las ungladas que tenia al mateix coll y la escañá segons resulta de las ungladas. Per ultim va collocar lo cap del cadaver al foch".

A Manuel lo delataron no sólo los vecinos -aseguraron que el día de autos no entró ni salió de la casa familiar nadie que no fuese de la familia- sino la sangre que le salpicó la ropa. Intentó justificar las incriminadoras y sanguinolentas manchas con una pintoresca coartada: primero alegó que precisamente ese 11 de enero había ayudado en la matanza de los "tocinos" de su suegro. Como no coló  -resulta que habían sido sacrificados en Navidad-, lo intentó de nuevo con el mismo argumento: que había ayudado en la matanza de los cerdos de un tal Tabacaire. También este declaró que la matanza había tenido lugar tres semanas antes del día de autor. Una y otra fueron consideradas por el tribunal, excusas "inadmisibles", y no le tiembla el pulso a la hora de dictar sentencia: "De totas aqueixas circumstancias y tambe de la unanimitat de la opinió púlica es desprén que lo asasinat de Maria Calbó es imputable a son fill". Y le impone a Manel la pena de muerte. No será el único condenado: su esposa también es señalada como cerebro del crimen: "Resulta de la instruccio de la present causa que la instigadora del crim ha estat Rosa Albós per ser la causa constant de las cuestions amb sa difunta sogra ja que la presencia de ella en la casa de sos sores feya perdre la tranquilitat y originava la discordia". No era mujer fácil, Rosa, y además demostró muy poca prudencia, porque la sentencia recoge las "expressions que habia proferit de que dos donas eran masa en una casa" para concluir que "no es duptos de que Manuel Baco, a las excitacions de sa esposa hagia cumplert son parricidi". En fin, que Rosa Albó será condenada como "cómplice" a diez años de trabajos forzados. Con un remate pelín estrambótico: y es que uno y otra resultan también condenados al pago de los gastos y las costas "solidariamente". Cabe pensar que, en caso de insolvencia, no le cargaran el asunto al pobre Narcís...

La autopsia del doctor Pompeyo
El expediente del caso, conservado en el Archivo Nacional de Andorra, incluye también el informe del "médico cirujano de los Valles de Andorra", el doctor Pompeyo Jordana, que examina el cuerpo de la víctima al día siguiente del parricidio, todavía en la escena del crimen, al que acude con el juez, el secretario y el alguacil para encontrarse, dice, "con una mujer tendida en el suelo en decúbito supino, sin pulso, sin latidos cardíacos y con el cuerpo rígido y frío (...) de unos cincuenta a cincuenta y cinco años de edad, vestida al estilo del país y no levaba pañuelo en la cabeza". Con la misma frialdad describe el doctor Jordana el arma del  crimen, "un palo de unos cuatro palmos de longitud", y las heridas que el homicida provocó a la víctima: "En la cabeza presentaba en la parietal izquierda una herida contusa de unos cinco centímetros de longitud, y de profundidad hasta el hueso (...). Tenía otra contusión que tocaba a la región frontal, parietal y temporal del lado izquierdo, con los huesos un poco hundidos". La cosa no se acaba aquí, de lo que se deduce que el encarnizamiento con que obró el autor: "En la parte anterior del cuello presentaba tres escoriaciones (...) producidas al parecer con las uñas de los dedos de la mano derecha"; en la espalda, "dos contusiones de poca importancia (...), en la rodilla izquierda, ora contusión también de poca importancia." Pero lo peor está por llegar: "La cara la tenía toda quemada menos la región de la mandíbula inferior izquierda". De todo lo que antecede -y no está mal para nuestro humilde cirujano, concluye que Maria Calbó murió a causa de conmoción cerebral y asfixia, "la primera producida por las contusiones que presentaba en la cabeza, y la segunda por constricción del cuello por medio de la mano", y sugiere que las quemaduras se produjeron con posterioridad a la muerte porque, en una alarde de erudición -es dudoso que el buen Jordana se las hubiese visto antes con un caso semejante- aduce que "por cuanto dicen los autores de medicina legal las carnes se ponen apergaminadas, que es lo que se observaba en este cadáver". El doctor cobró por sus servicios unos honorarios de seis pesetas. Y ya que hablamos de honorarios, digamos que el batlle recibió 100 pesetas; los dos hombres que acompañaron al reo hasta Porta y que los gendarmes Negre y Baylard confunden con "policías", 32 pesetas; el arriero Sisco de Sans, 20 (¿por llevarlos a los tres a Francia?).

[Esta artículo es una versión ampliada de un artícuo publicado el 6 de octubre de 2014 en el Diari d'Andorra]

viernes, 5 de junio de 2015

Vivir y morir en los años de la peste

Los historiadores Valentí Gual y Jordi Buyreu avanzan las primeras conclusiones del estudio sobre la demografía andorrana entre los siglos XVI y XIX; el país calca los patrones y tendencias de las comarcas y valles vecinos excepto en un aspecto: la peste y otras enfermedades epidémicas tardaban una media de dos años en cruzar el cordón sanitario que las autoridades locales establecían en las puertas del país para evitar el contagio. Unas medidas de eficacia limitada, porque la peste terminaba imponiéndose, y con efectos igual de devastadores que en casa del vecino.

"Vui a catorse de juliol de mil sis cents y vuit, aresta lo concell que de esta hora en avant se tinga guardes a Soldeu y també a Llorts". Guardias de ocho días en las que se iban a suceder, por lo que respecta a la zona de Soldeu, un tal Pallarés de Encamp, un Vidal de Prats y un Areny, también de Encamp, mientras que por el lado de Llorts el muerto les toca a un Giberga de la Aldosa, a un Babot de Ordino y a un tal Jovany de quien no consta vecindad. Parece que se ha declarado una epidemia de peste en la Arieja, y el Consell toma las medidas profilácticas habituales en estos casos: sellar la frontera e impedir el paso de los forasteros "encara que portant certificatorias". Lo cuenta en documento número 1.165 del Archivo Nacional.

El cordón sanitario se relajará esta vez muy pronto -"Aresta que de avuy endevant no.s tinga sino una guarda a Llorts y altra a Soldeu y Pradaderodo, y asò per lo morbo, en pena del quot de la terra", decreta el Consell tres semanas después- pero constituye la prueba documental de una de las particularidades de la historia demográfica de nuestro rincón de Pirineos: el cierre más o menos hermético de las fronteras retrasaba la llegada de las grandes epidemias de peste que hasta el siglo XVIII castigaron Europa Occidental de forma recurrente. Y aunque la alarma de julio de 1608 solo se prolongó por espacio de dos meses, "lo morbo" tardaba una media de dos años en cruzar la frontera.

El problema era previsible: mantener un retén de guardia era caro. Cuando la vigilancia se relajaba, cosa que acababa pasando, la peste aprovechaba para colarse. Y lo hacía, de esto no cabe la menor duda, y enseguida lo comprobaremos. Pero este retraso es precisamente uno de los fenómenos mas interesantes -y diferenciales- que ha constatado el historiador tarraconense Valentí Gual, y una de las conclusiones del Estudi demogràfic de l'Andorra moderna -es decir, entre 1563, cuando el Concilio de Trento instituye la obligatoriedad de los libros de bautismos, matrimonios y defunciones, y 1838, fecha del primer censo moderno, obra de fra Tomàs Junoy- que todavía tardará un curso en completar.

Pero hablábamos de la peste negra. Y no nos engañemos: la Humanidad no ha tenido enemigo más letal ni peligroso. Ni el Sida, ni el Ebola, insiste Gual: sostienen los epidemiólogos que la peste ha sido la única enfermedad que hubiera podido liquidar a la especie humana. La buena noticia es que la última aparición estelar del bacilo en Europa se remonta a 1725, en la zona de Marsella, y que nunca más ha rebrotado con la virulencia y morbilidad de siglos anteriores. Pero subsiste en determinadas zonas de África y de Asia. En fin, nada mejor que una ducha de datos para comprender el alcance de la amenaza que representaba la peste: en 1590 se registraron en Encamp 13 defunciones, cuatro veces la cifra anual ordinaria. ¿Culpable? La peste. Un siglo más tarde es la capital, Andorra a Vella, la que sufre el devastador azote de la epidemia: de una media de 25 óbitos anuales, en 1694 pasa a 76. De nuevo, la peste, que hace de las suyas. Son los que Gual denomina, de forma gráfica, "años de mortalidad catastrófica".

Vivir hasta los 60
Será, en fin, la retirada de la peste uno de los grandes argumentos que explican la explosión demográfica del siglo XIX, con un descenso acusado de la mortalidad y el mantenimiento de altísimas tasas de natalidad. Pero esta es otra historia. Volvamos atrás: sostiene Gual que la demografía andorrana de los siglos XVI, XVII y XVIII se mueve en los parámetros habituales de las regiones vecinas. Es decir, una natalidad elevada, entre el 35 y el 45 por mil -para hacernos una idea, en Europa Occidental hoy no supera el 10 por mil- con una mortalidad que rozaba el 25 por mil -hoy, el 3,5 por mil- pero que escalaba hasta un dramático 450 por mil en el caso de niños y jóvenes -hoy oscila entre el 20 y el 25 por mil. Esta última variante, la mortalidad infantil, es la principal diferencia entre la demografía moderna y la contemporánea, concluye.

Aventura el historiador, basándose en unas primeras proyecciones a partir del número de bautismos registrados en el siglo XVIII, que la población de Andorra oscilaba entre los 4.000 y los 5.000 habitantes; que Sant Julià de Lòria y Andorra la Vella concentraban la mitad de la población total, y que las parroquias altas -la Massana, Ordino, Encamp y Canillo- mostraban una clara tendencia a la endogamia que se traduce, dice, en el sistema de patronímicos y alias que se repiten una generación tras otra. En este punto, Gual y su colaborador, el también historiador Jordi Buyreu, tienen entre manos un proyecto tan fascinante como monumental: reconstruir a partir de los libros sacramentales ni más ni menos que la genealogía de las familias que vivieron por aquí arriba durante este período: "Es el único país de Europa donde algo así es posible", advierte. Y calcula que entre 1563 y 1838 les saldrán entre 70.000 y 80.000 personas: curiosamente, la población de Andorra en la actualidad.

Más cifras: según los casos estudiados -de momento, una parte ínfima del total- los hombres se casaban a los 24 o 25 años; las mujeres, un poco antes, a los 21 o 22. Y tenían entre 8 y 10 hijos por pareja: tres, cuatro, incluso cinco de ellos no llegaban a la edad adulta: "Eran familias prolíficas, es evidente, pero no numerosas". Con estos devastadores índices de mortalidad infantil, no es extraño que la esperanza de vida no superara los 30 años. Pero es una cifra engañosa: pasada la primera infancia, pongamos que los 5 años y de largo la etapa más vulnerable, nuestros tatarabuelos podían razonablemente esperar vivir hasta los 60 años; hasta los 70 con algo de suerte. "Nos falta comprobar si existen diferencias substanciales entre hombres y mujeres a la hora de morir -en Cataluña se han obtenido resultados contradictorios- y también entre parroquias, y en el caso de que las haya, proponer una interpretación", dice Gual.

También les interesa la estacionalidad. Es decir, la época del año en que se concentraban las defunciones: de momento, se ha confirmado que los picos de mortalidad infantil se registraban en verano, mientras que en los adultos se repartían durante todo el año... excepto en caso de peste, que por lo visto tenía especial predilección por la primavera y el verano. ¿Y de qué moríamos, por aquí, hace tres, cuatro siglos? Los registros callan, en este punto; los libros de óbitos se limitan a decir en la inmensa mayoría de los casos que el difunto ha fallecido de muerte "natural", y solo en caso de muerte accidental o violenta el párroco de turno se digna a registrar las causas. Porque sí: había en Andorra muertes violentas. Entre tres y cuatro por década, a finales del XVII, dice Gual. Pero todo esto es solo el entrante. Para que vayamos salivando. Gual y Buyreu han descubierto una mina. En unos meses, más.

[Este artículo se publicó el 3 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

viernes, 15 de mayo de 2015

Cairat: el síndico providencial

Teresa Cairat repasa en El meu padrí la trayectoria vital del hombre que dirigió el destino de Andorra entre 1937 y 1960: el estadista que sorteó tanto las amenazas anarquistas como el bombardeo franquista de la central hidroeléctrica de Escaldes y la ocupación alemana durante la II Guerra Mundial. Su nieta revela además capítulos hasta ahora inéditos de la biografía del síndico, como la detención en Barcelona, en los primeros años 50, por unas supuestas connivencias con los refugiados republicanos a los que acogió en su casa de Sant Julià de Lòria tras la victoria franquista.


El síndico pronuncia unas palabras ante el micrófono de Radio Andorra, el 7 de agosto de 1939, día en que se inauguró la estación. El estallido de la II Guerra Mundial aconsejó suspender las emisiones hasta el 3 de abril de 1940. Fotografía: Archivo familiar.
Con el coronel Baulard, comandante de las fuerzas de la gendarmería francesa que se estrenaron en Andorra en el verano de 1933, un año especialmente convulso en la historia de Andorra, y que regresaron en septiembre de 1937 para garantizar la integridad del país durante la Guerra Civil; cuenta Teresa que entre Cairat y Baulard nació una cordial que mantuvieron tras la marcha del coronel, en 1940. Fotografía: Archivo familiar.
Con el subsíndico Josep Areny, en 1956, en un reportaje de la revista Life.


Parecía mentira que el primer hombre de estado propiamente dicho que tuvimos en este rincón nuestro de Pirineo careciera a estas alturas ni que fuese de una aproximación biográfica. Sobre todo porque pueden contarse con los dedos de una mano los -ejem- estadistas de verdad, y todavía nos sobrarían unos cuantos. Pues ya no: Teresa Cairat (Sant Julià de Lòria), nieta de nuestro héroe de hoy, acaba de publicar un curioso volumen titulado El síndic Cairat: el meu padrí, que no es estrictamente una biografía académica -"No puedo  ser objetiva porque era mi abuelo y lo quería mucho"- sino una especie de evocación personal, familiar y también política, claro, aliñada con anotaciones históricas e incluso sociológicas, que traza un perfil humano, como si dijésemos en zapatillas, de Francesc Cairat Freixes (Sant Julià de Lòria, 1881-1968), cònsol de Sant Julià, conseller general, subsíndico y finalmente síndico, cargo que ejerció ininterrumpidamente entre 1937 y 1960. En otras palabras: asistimos a la transformación del Cisquet de can Manel -por el comercio de ultramarinos que regentaba su esposa- en el casi venerado síndico Cairat, cuyo mandato transcurrió en los años sin duda más convulsos de la historia contemporánea de Andorra.

Cairat fue un hombre "menudo y valiente, de talante conservador y extremadamente religioso", dice Teresa, que llevaba la política en las venas y que pasó, superados ya los cincuenta, por pruebas que sacaron a relucir un coraje, un sentido común y unas habilidades negociadoras inusitadas en alguien que a los 14 años dejó los estudios dispuesto a embarcar para América. No pasó de Barcelona -atrapado y quizás asustado por las tensiones sociales derivadas de la guerra de Cuba: estamos en 1896- y que empezó su vida laboral como aprendiz en un comercio de tejidos -Torre Eiffel, se llamaba- con sede en la calle del Carme. Regresó pronto a Andorra, se casó con Lola Ribot en 1907, el año de su primer cargo público -cònsol de Sant Julià: lo fue por dos años- y en sus primeros años de matrimonio regentó el Cafè del Cisquet, frente a la iglesia parroquial. Y estuvo a punto de acabar aquí esta historia, antes incluso de empezar, cuando en 1914 contrajo el tifus. Sobrevivió de milagro, pero cuenta Teresa que Cairat jamás volvió a caer enfermo y que no pisó nunca un hospital. Como paciente, claro. En 1922 fue elegido conseller general, y en 1923, subsíndico, cargo que ejerció hasta 1927. Desaparece después un tiempo de la vida pública -se ahorra la los algo sainetescos hechos de 1933, con la ocupación del Consell General, la huelga de los trabajadores de Fhasa, la movilización del somatén y la llegada de los gendarmes de Baulard, incluso el golpe de estado de Borís Skossyreff- y en diciembre de 1936 es elegido síndico. Teresa pasa lista a la liliputiense administración que se encontró al asumir el cargo: el secretario del Consell General, Bonaventura Riberaygua; la secretaria del síndico, Dolors Ubach, y el nunci, Josep Ubach: "Este era todo el personal que movía la burocracia del país". Un país que en aquellos años apenas superaba los 6.000 habitantes.

Nada más asumir el cargo estalla la Guerra Civil y comienza un largo período de convulsiones internacionales que afectan de pleno a Andorra. Cairat tuvo que hacer frente a las incursiones faístas y a las amenazas de franquistas de bombardear la central hidroeléctrica de Fhasa, en Escaldes, durante la Guerra Civil. Empezó entonces un tránsito de refugiados -primero de derechas, y terminada la contienda, de republicanos que huían al exilio- que continuó durante la subsiguiente guerra mundial, ahora en dirección sur y con la amenaza de ocupación nazi: Hitler mantuvo desde noviembre de 1942 un pequeño destacamento en la aduana del Pas de la Casa -que cayó en manos de la Resistencia en agosto de 1944, pero esta es otra historia-, y el caso es que el buen Cairat tuvo que lidiar con lo mejor de cada casa: "En cierta ocasión, en plena Guerra Civil, unos conocidos le advirtieron de que aquella noche una patrulla iba a subir desde la Seo con la intención de liquidarlo. Él se tomó la amenaza muy en serio, pero no quiso pedir ayuda a los gendarmes de Baulard, que había regresado con sus gendarmes en septiembre de 1937, y que se quedó hasta 1940. Se vistió con el traje que llevaba a las sesiones del Consell General, y se dirigió a su despacho, donde se sentó a esperar la llegada de los incontrolados. Así pasó toda la noche, pero no se presentó nadie". Por lo visto, la patrulla de milicianos -faístas, dice Teresa- entró efectivamente en el país, pero pasó de largo por Sant Julià y se dirigió a Os de Civís. "Después supieron que otros vecinos de Sant Julià se habían enterado de la posible llegada de milicianos y que pasaron la noche agarrados a sus escopetas de caza". ¿Recuerdan a Quevedo: "Caló el chapeo, miró al soslayo, fuese y no hubo nada..."? Pues eso.

Faístas, nazis y grises
En cualquier caso, la anécdota ilustra tanto el valor del síndico como la inquietante impunidad con la que circulaban por aquí los faístas de la Seo, así como cierta inoperancia de los gendarmes franceses, que parecen vivir en la inopia. Y eso que con el coronel Baulard mantuvieron unas relaciones "muy cordiales y cultivaron una amista que se prolongó durante décadas". Años después, ya durante la contienda mundial, tuvo lugar un incidente parecido pero ahora con una partida de maquis armados que aparecieron de nuevo por Os de Civís -enclave español al que solo se puede llegar por una carretera que pasa por Sant Julià y cuyo último trecho transcurre por territorio andorrano. En esta ocasión Cairat fue a esperarlos a la carretera de la Rabassa, donde se levantaba por entonces el hotel Pla y por donde se esperaba que apareciera el grupo. El plan era convencerlos de que tenían que abandonar el país con cierta urgencia. Se trataba de no soliviantar a las fuerzas franquistas estacionadas en la Seo. Y no las tenía todas consigo, porque cualquiera convence a una treintena de milicianos armados con naranjeros.

Pues Cairat lo consiguió: mandó que les prepararan algo de comer, y se agenció un camión con el que los empaquetó hacia la frontera del Pas. Claro que esto no fue nada, prosigue Teresa, comparado con la vez que se vio parlamentando con los alemanes de la aduana, de nuevo en el Pas: "Todavía no me explico cómo mi abuelo, desarmado y con la única compañía de Lluís Duró, alias Colltort -una especie de guardaespaldas que ya lo había acompañado en su encuentro con el maquis- les convenció de que no debían entrar en Andorra. De mayor le pregunté en más de una ocasión qué argumentos había esgrimido: 'Les dije lo que había que decir, que aquello era Andorra, un estado soberano, y que ellos no podían entrar en el país". Contra todo pronóstico, le hicieron caso. Hubo otros episodios con los nazis de por medio: cuenta Teresa que en otra ocasión un oficial alemán se presentó en cal Manel y le exigió a Cairat que dejara de proteger a las redes de pasadores, "y que si no lo hacía, se atuviera a las consecuencias: una amenaza con todas las de la ley que no pasó de ahí, parece, pero que desde luego no era del todo infundada: "Nunca mostró excesivo celo en expulsar a los extranjeros que sabía o intuía que trabajaban para uno u otro bando; frente a ellos mantuvo siempre una actitud neutral y por ejemplo con Viadiu [el autor de Entre el torb i la Gestapo] se saludaban casi a diario y como si nada. Su máxima preocupación era evitar la ocupación alemana, y asegurarse de que los refugiados, del signo que fuesen, no fueran molestados: en noviembre de 1942 el Consell General promulgó un edicto en que solicitaba a la población que no participara en ninguna actividad que pudiera comprometer la neutralidad del país".

Claro que en estos años oscuros llevó a la perfección el noble arte de hacerse el andorrano; es decir, mirar hacia otro lado -cuenta Teresa- tanto cuando entraban en el país grupos de refugiados que huían de los rojos, como cuando lo hicieron los refugiados republicanos después de la victoria franquista, o cuando se establecieron por aquí espías de todos los países contendientes en la guerra mundial y las redes de pasadores que operaban a través de Andorra. La amenaza de ocupación alemana -que por lo visto no fue solo un rumor ni un bulo más o menos exagerado- fue uno de los momentos clave de larguísimo mandato de Cairat. El otro -con el permiso de los conflictos diplomáticos que ocasionó la gestión de Fhasa y de la concesión de Radio Andorra- fueron los alimentos que en plena guerra civil, y con una población que se había visto incrementada en varios centenares, quizás miles de refugiados, para un total de 6.000 naciones, hizo traer desde la España nacional y a través de Francia y de la Cataluña republicana.

En todos estos asuntos sacó nuestro hombre a relucir un sensacional poder de convicción, porque como es de suponer, la posición de Andorra y del menudo Cairat frente a una patrulla anarquista, una partida de maquis, un destacamento alemán, o las autoridades franquistas recién instaladas en la Seo y comarca, era francamente precaria. Pero según Teresa el episodio más ingrato -y atención, hasta hoy inédito- en la trayectoria de su abuelo tuvo lugar en los años 50, no concreta más, y estuvo estrechamente relacionado con su actuación durante la Guerra Civil, cuando acogió en su propia casa de Sant Julià a refugiados de uno y otro signo: "Fue en Barcelona. Se hospedaba en un hotel de Portaferrissa, y cierta noche se presentaron en el hotel una patrulla de la policía y se lo llevaron a la comisaría de Vía Layetana". Y aunque faltaban quizás unos años para que Vía Layetana adquiriera su funesta reputación, pasar una noche en el calabozo no debía de ser lo que entendemos por un buen plan.

El caso es que lo retuvieron durante 24 horas y lo interrogaron sobre los refugiados rojos a los que supuestamente había protegido. Algo había de cierto, y es que Cairat abrió su casa de par en par, dice Teresa, a refugiados de uno y otro signo: "Como persona de ideas conservadoras y profundamente religiosa, estaba más próximo a los nacionales que a los rojos, pero acogió a combatientes y refugiados de los dos bandos. Al comenzar la Guerra Civil se instalaron en cal Manel el doctor Palau, un canónigo de la Seo y su hermana; más adelante llegaron el doctor Sicre, amigo suyo y republicano convencido, y Antoni Forné. Pero por encima de todo era un pacifista que jamás comprendió por qué España se había embarcado en aquella guerra fratricida".

La detención se debió a una denuncia -"Nunca supimos la identidad del delator"- y sólo la familia y un restringido círculo de íntimos tuvieron noticia del incidente. Pero aunque la broma no pasó a mayores, "él siempre lo interpretó como un golpe demoledor a su dignidad personal e incluso a la nacional, porque no dejaba de ser la primera autoridad del país. Todo esto hacía que se sintiera muy avergonzado y que casi nunca hablara de ello".

Hay más, mucho más. Por ejemplo, su papel en la ejecución de Pere Areny, el fratricida que se convirtió en el último condenado a muerte de la historia penal de Andorra - "Abiertamente contrario a la pena de muerte, se vio obligado a asistir a la ejecución, y aunque chocaba con sus creencias profundas sobre la pena de muerte, prevaleció su deber como síndico"; la admiración incondicional que le profesaba a De Gaulle, la antipatía que le generaba el veguer francés durante la Guerra Muncial, Lesmartres -colaboracionista notorio con quien el síndico rompió formalmente relaciones en abril de 1943, y la desonconfianza que le inspiraban Trémoulet -el factótum de Radio Andorra- y Miguel Mateu, el fundador de Fhasa que gestionó ante las autoridades de Burgos la ayuda alimentaria que Franco prestó a Andorra en plena Guerra Civil y que evitó el bombardeo de la central - "Se lo cobró con creces", repetía con cierta amargura. El meu padrí es, en fin, un libro necesario. Pero si hay un personaje del siglo XX andorrano que merece sin duda una biografía académica y como dios manda, sin duda es Cairat. Y con urgencia.

[Este artículo es una ampliación del publicado el 17 de abril del 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

viernes, 10 de abril de 2015

Y le cortaron la cabeza en la plaza de Andorra

Bueno, o eso es lo que cuenta Héliodore Castillon en sendos artículos publicados en abril y mayo de 1878 en Le Soleil Illustré y rescatados por el bibliófilo Casimir Arajol. Y dice  el polígrafo francés que un contrabandista catalán llamado algo así como Masteü fue ejecutado en abril de 1861 en la plaza de Andorra la Vella. A golpes de espadón, y luego de ser declarado culpable del asesinato de un colega de oficio para arrebatarle un botín de 100 duros. Es el único caso de decapitación -por lo menos en época moderna-documentado hasta la fecha en nuestro rincón de Pirineo. Aunque decir "documentado" es en este caso quizás demasiado. Castillon es la única fuente, y del caso Masteü (¿deformación de Masdéu, quizás?) no queda rastro en el archivo del Tribunal de Corts que se conserva en el Archivo Nacional. Pero aunque el asunto atufa a mixtificación histórica perpetrada por nuestro buen Castillon, echémosle un vistazo. Nunca se sabe.






Portada del número de Le Soleil Illustré del 28 de abril de 1878 en que se publicó la primea parte del artículo de Héliodore Castillon en que el historiador (?) evoca el asesinato, diecisiete años antes, de un contrabandista de nombre Olette a manos de un colega de oficio, un tal Masteü, y la captura, juicio y ejecución de éste último: el verdugo le cortó la cabeza, cuenta Castillon, en una ceremonia que tuvo lugar el 11 de abril de 1861 en la actual plaza Benlloch de Andorra la Vella, un trabajo por el que se le abonaron 50 francos. Fotografía: Archivo Arajol.

Sabíamos por Robert Pastor que por aquí a las brujas las colgaban de horca bien alta y levantada -dice- hacia la parte donde hoy se encuentra el aparcamiento de los grandes almacenes Pyrénées, en pleno centro comercial de la capital. Sabíamos también por Lídia Armengol que el buen obispo Caixal decretó en 1854, y a instancias del Consell General, que en adelante las penas capitales dictadas por aquí arriba fuesen ejecutadas por el mucho más compasivo garrote vil, siguiendo el ejemplo de España, donde Fernando VII lo había instaurado en 1822. Argumentaba el prelado, en una pintoresca, o cuanto menos discutible interpretación de lo que es (y no es) "humanitario", que el garrote "permite conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena máxima". Claro: no como la horca, que era inhumana e indecente. Y sabíamos, en fin, por Antoni Morell y sus Set lletanies de mort, por el documentalista Jorge Cebrián y su Pena capital, y de nuevo por Armengol, que en la última sentencia de muerte, dictada el 18 de octubre de 1943 -recuerden la celebérrima instantánea de Valentí Claverol, y las recientemente descubiertas por Climent Miró- el parricida Pere Areny, vecino de Canillo y el último reo condenado a muerte (y ejecutado) en Andorra, fue pasado excepcionalmente por las armas. Corría la II Guerra Mundial y la situación internacional no permitía recurrir al procedimiento habitual -importar un verdugo de Barcelona o de Foix, según- con lo que el Tribunal de Corts tomó una decisión salomónica: el pelotón de fusiamiento.

Pero todo esto yal lo sabíamos. Lo que desconocíamos, y que a muchos probablemente les helará la sangre, es que entre la horca, el garrote y el fusil -caramba, esto parece La hoguera de Krahe- habrá que añadir desde ahora mismo y en adelante la espada. O mejor, el espadón. Porque fue así, de un tajo de una enorme espada de doble filo -decapitado, glups- como ejecutaron a el 11 de febrero de 1861 al tal Masteü, alias El Borni [el Tuerto], contrabandista de 24 años de edad, originario de Esterri d'Àneu, en la vecina comarca del Pallars Sobirà, y culpable de haber asesinado a puñaladas y "a poca distancia del lugar de Salden" (¿quizás Soldeu?) a José Olette, colega de correrías por estas montañas. El homicidio había tenido lugar por lo visto el 10 de enero de 1861 en un lugar entre el Serrat y Ordino -que para los estándares andorranos esta más bien a "mucha distancia" de Soldeu. El móvil, un saquito con cien duros -500 francos, a lo que se ve y según Castillon- que el tal Olette se había agenciado como jefe de la partida en la última operación de contrabando en la que también había participado Masteü. Porque resulta que uno y otro eran socios.La víctima, dice el cronista, "era un hombre de constitución robusta, como lo suelen ser los contrabandistas del país, y muy conocido en el lugar; había recibido diecinueve puñaladas, y el robo había sido el móvil del crimen, porque el saco de cuero que la víctima llevaba a modo de riñonera, como acostumbran los contrabandistas, fue localizado cortado en tres pedazos, a unos 50 pasos del cuerpo y totalmente vacío". El pobre Olette fue trasladado a Ordino y enterrado en el cementerio de la localidad.

El caso es que nuestro hombre no fue capturado hasta una semana después del crimen y por una partida de hombres de Canillo, después de reconstruir los últimos días de vida de Masteü y su paso por una especie de hostal con muy mala reputación, de nombre Tête de loup (!), que servía de refugio y punto de reunión a los contrabandistas". Castillon aprovecha para esbozar un retrato entre tremendista y romántico del contrabandista, "oficio plagado de peligros que reporta a quienes lo ejercen grandes ingresos que casi siempre son dilapidados en bebida, juego y juergas". El antro en cuestión lo sitúa sin gran concreción por la parte del puerto de Callat, que según él conduce a Tavascan, en la Cerdaña (¿quizás el puerto de Cabús?). Por lo que respecta al homicida, dice que lo tuvieron que conducir atado y entre doce hombres hasta la Casa de la Vall, en Andorra la Vella, y que apenas lo podían contener: "Enseguida lo reconocieron: era el célebre Masteü, apodado El Tuerto, contrabandista de la peor especie, hombre de fuerza hercúlea y de audacia contrastada, nacido en el vecino valle de Esterri y que recorría estas montañas desde la infancia, primero como pastor y después como contrabandista".

Dice que lo pillaron "no lejos del puerto de Niouve (?), peligrosísimo durante todo el año pero sobre todo en invierno, en una cabaña de pastor abandonada". Se explaya luego en la vida y milagros del Tuerto, entonces de 24 años y cuya mayor hazaña fue una sonada guerra entre pastores españoles y franceses que pastoreaban por la parte de la solana del puerto de Garbet -dice-, y que tuvo lugar en 1858 terminó con tres hombres de Sigues muertos, y cinco de Montgarri gravemente heridos. Fue en esta ocasión donde el mismo Masteü perdió un ojo y se ganó el sobrenombre con que llegó al patíbulo. Aún hay más: al año siguiente, y cuando se había enrolado en una partida de muleteros que hacían el trayecto entre Huesca y Lérida, fue señalado por la justicia de Huesca como el principal sospechoso del asesinato de un viajero extranjero que había hecho insensatamente acto de presencia en medio de una reunión de contrabandistas en cierta Posada del Rey. Cuando lo fueron a prender, el bueno de Masteü ya se había esfumado: lo fichó un tal Meritchel, "jefe de los contrabandistas de Tabescan".

La operación que terminó con la carrera de Olette y del Tuerto fue una vulgar carrera entre la Seo y el albergue Tête de loup -"al pie del puerto de Callat, insiste, y después de pasar por Setúria y Pal- adonde uno y otro, junto a otros tres contrabandistas, llevaron sendos fardos -lástima que no se detenga en el contenido- por cuenta de su contacto francés. Es el 8 de enero de 1861, y cuando entregan la mercancía se reparten los honorarios pactados: Olette, como jefe de la partida, de embolsa sus 500 francos; los otros cuatro, 300 (o 60 duros, según dice). La misma noche del 8 de enero abandonan la posada, bajan por Pal y Arinsal y pasan por la fragua del Serrat, con la intención de llegar hasta Ordino. En la madrugada del 10 de enero, a Olette lo encuentra, exangüe y cerca de Soldeu -el itinerario es ciertamente caprichoso- un sacerdote francés que se dirige a pie hacia Andorra la Vella.

Entre los indicios que apuntan la culpabilidad de Masteü, la justicia señala un puñal "que hacía pasar por cuchillo", con sangre incrustada en el mango y el filo recientemente afilado, la ropa desgarrada y fuertes contusiones en la zona de la cabeza y de la espalda causadas supuestamente tras un forcejeo. Lo más sospechoso: los 700 francos que le fueron encontrados en su saquito reglamentario (140 duros, aclara Castillon), "suma exorbitante por cuanto su parte del negocio se limitaba a 300 francos". La suerte del Tuerto estaba echada. El juicio tuvo lugar el 10 de abril en el "palais de la République". Es decir, en la Casa de la Vall. De nada sirvió que el raonador -una especie de abogado defensor, dice Castillon- suplicara clemencia al tribunal -integrado por el veguer francés y el episcopal, el juez de apelaciones civiles y dos consellers generals que se limitaban a velar por el estricto cumplimiento de la legalidad- "para que el nble suelo andorrano no sea violado por a sangre criminal de este facineroso". A cambio, propone que lo condenen a cadena perpetua en los "presidios" -en los penales españoles del norte de África- "para que tenga la oportunidad de arrepentirse, hacer penitencia y reconciliarse con Dios".

No hubo lugar. La lectura de la sentencia, al día siguiente, en la actual plaza Benlloch y ante la expectación general: 200 persones asistieron al espectáculo -para una población que en la época difícilmente superaba los 5.000 habitantes en todo el país: el tribunal condena a Masteü, llamado el Tuerto, convicto de robo y asesinato, a la pena de muerte, que será ejecutada en las próximas 24 horas en la plaza de la capital. ¡Que Dios tenga misericordia del condenado!"

Todos estos detalles, y muchos otros, los aporta el historiador (?) Héliodore Castillon -autor de una curiosa Histoire d'Ax et de la Vallée d'Andorre (1851) y buen conocedor, cabe suponer, de nuestras cosas- en sendos artículos publicados en abril de 1878 y bajo el título Cour criminelle de la République d'Andorre en Le Soleil Illustré, revista quincenal -¡hebdomanaire!- con sede en París. La aguja en el pajar la ha localizado el bibliófilo Casimir Arajol -¿quién, si no? Recuerda Castillon que en las dos penas capitales que se habían dictado recientemente en Andorra -no aporta más detalles, ni los nombres de los reos ni las fechas- "si no aparecía un voluntario el Consell General mandaba buscar un verdugo a Barcelona o a Foix para hacer el trabajo: en este caso, el condenado sufría la pena ya fuese en el cadalso, ya en el garrote, según el estado del que provenía el verdugo". En el caso de Masteü, la espada. Así que no sabemos si fue un espontáneo o importado.

A mediodía del 11 de febrero, el verdugo -"Un individuo macizo, de cuello robusto y de constitución hercúlea, con el rosto oculto tras un pañuelo negro"- se dirige a la mazmorra de la Casa de la Vall para recoger al reo. "Así que tú eres el verdugo", le suelta Masteü. Y la respuesta es de una frialdad y de un estoicismo digna de Epicteto: "Sea yo o cualquier otro, alguien tiene que hacer el trabajo". Dicho esto, la arranca de un manotazo la barretina al Tuerto y lo conduce hasta la plaza escoltado por una guardia de ocho hombres y al carcelero, que responde al improbable nombre de Bepo: "En medio de la plaza, sigue el cronista, se ha erigido un patíbulo de un metro de altura sobre un lecho de arena y paja. Nada más llegar, el enmascarado le cubre al reo los ojos con un trapo, lo obliga a arrodillarse y le coloca la cabeza sobre un madero al que lo ata por los hombros; inmediatamente después, el verdugo coge con las dos manos una enorme espada de doble hoja, y de un solo tajo la cabeza del desgraciado cae al suelo".

Glups. Esto es exactamente lo que debieron pensar los centenares de vecinos que, siguiendo una tradición por lo visto universal, asistieron a la ejecución. Continúa Castillon -que por cierto, ni cita fuente ni dice en ningún lugar que él mismo fuera testimonio presencial de los hechos- que "un grito de terror se escapó del pecho de los espectadores", y que luego de la ejecución, "tres o cuatro vagabundos" reclutados para la ocasión se llevaron cuerpo y cabeza del reo mientras el verdugo, todavía enmascarado, regresaba a la Casa de la Vall para recoger sus emolumentos: 50 francos. Lo que son las cosas: la décima parte del botín por el que el ¿pobre? Tuerto perdió la cabeza.

[Esta entrada es una versión ampliada del artículo publicado el 29 de septiembre de 2014 en el Diari d'Andorra]

viernes, 27 de febrero de 2015

1943: el lado oculto de la sentencia

Los milagros existen. Y si no, que se lo digan al conservador de los fondos fotográfico del Archivo Nacional de Andorra, Isidre Escorihuela, y a su directora, Susanna Vela, que seis meses atrás se quedaron estupefactos cuando el historiador Climent Miró se presentó en las dependencias con su último descubrimiento: tres instantáneas inéditas de la fatídica jornada del 18 de octubre de 1943. Seguro que lo recuerdan porque lo hemos contado aquí mismo en otras ocasiones: la lectura de la sentencia de muerte de Pere Areny Aleix, autor confeso del parricidio de su medio hermano, Antoni, la madrugada del 31 de julio de ese mismo año en el dormitorio que compartían en el domicilio familiar de Casa Gastó, en el lugar de Ransol (Canillo). Areny fue pasado por las armsas a mediodía del 18 de octubre, previa lectura pública de la sentencia en plaza Benlloch de Andorra la Vella, en un episodio convertido en espectáculo y del que hasta la fecha conocíamos tan solo gracias a la muy divulgada y canónica fotografía de Valentí Claverol, tomada desde el edificio del Comú, y a los dos minutos de película rodados por Bonaventura Rebés desde el balcón de la casa familiar en la misma plaza. Hasta ahora, insistimos: las tres imágenes exhumadas por Miró mientras revisaba fondos fotográficos para L'Abans: la Seu d'Urgell -monumental ejercicio de memoria gráfica de la que un día les hablaremos- forman parte de la colección particular de Manuel Pomares (la Seo, 1924-2014) que su nieta, Anna Solans, ha depositado en el Archivo Comarcal del Alto Urgel. Tres fotografías de autor vamos a decir que desconocido y de las que Solans ha cedido copia digital al Archivo Nacional de Andorra. Un tesoro documental que complementa la visión que hasta ahora teníamos de este trágico y decisivo capítulo de nuestra historia reciente, porque Areny fue el último reo condenado a muerte y ejecutado en este rincón de los Pirineos.


18 de octubre de 1943: el reo, Pere Areny Aleix, es conducido desde la prisión, ubicada en  la Casa de la Vall, hasta la plaza Benlloch de Andorra la Vella, donde se ha concentrado una pequeña multitud -que parece más numerosa en la fotografía de Claverol- para asistir a la lectura pública de la sentencia, que lo condenará a muerte. Las fotografías de Pomares están tomadas desde el lateral de la misma plaza, frente al Comú, probablemente desde el primer piso de Casa Cintet. Claverol era el único fotógrafo autorizado por el Consell General para documentar el episodio, por eso las imágenes de Pomares, que por otra parte era un fotógrafo aficionado, son de peor calidad, poco nítidas e incluso "sucias" : no dejan de ser imágenes robadas. Fotografía: Colección Pomares / Archivo Comarcal del Alto Urgel / Archivo Nacional de Andorra.

La fotografía canónica de Claverol, autor de las únicas imágenes de la lectura pública de la sentencia conocidas hasta la fecha. Claverol disparó desde el Comú de Andorra la Vella; Pomares, dese el segundo piso de Casa Cintet, que no aparece (por poco) en la fotografia de Claverol. En cambio, quien sí que sale con toda claridad es Bonaventura Rebés, que rodó dos impresionantes minutos de película: es el hombre trs la cámara a la derecha del balcón que preside la escena. Fotografia: Fundación Valentí Claverol / Todos los derechos reservados.

La más borrosa y probablemente la más impresionante de la fotografías aparecidas en el archivo de Pomares: tras la lectura de la sentencia y cuando ya conoce el veredicto, Pere Areny es conducido en comitiva hasta el patíbulo, situado al lado del cementerio de Andorra la Vella, a unos 500 metros escasos de este lugar. Aquí todavía está en la plaza, escoltado por un agente de policía y por mossèn Lluís Pujol, arcipreste de los Valles de Andorra, que le auxiliará en este último trance.  Fotografía: Colección Pomares / Archivo Comarcal del Alto Urgel / Archivo Nacional de Andorra.

Las fotografías de Pomares están tomadas desde el lateral de la plaza Benlloch que queda frente al Comú -el ayuntamiento de Andorra la Vella. Es decir, desde el ángulo inverso al de Claverol, que -lástima- no aparece en las fotografías de Pomares. Seguramente, por poco. Opina Escorihuela que nuestro hombre -hablamos ahora de Pomares, no de Claverol- debía encontrarse en el segundo piso de Casa Molines o, más probablemente, de Casa Cintet. Iconográficamente no aportan, advierte, novedad alguna al material hasta ahora conocido. Pero revelan una perspectiva absolutamente inédita del episodio: Calverol, que era el único fotógrafo autorizado por el Consell General para documentar la escena, tomó la versión oficial que ha permanecido hasta hoy en la memoria colectiva.

Por eso vemos de frente a consellers, batlles veguers, así como al resto de las autoridades que presiden el espectáculo. Nuestro fotógrafo va por libre, moviéndose como un reportero en tierra hostil, dispara a escondidas y por eso el resultado recuerda -en opinión de nuevo de Escorihuela y salvando todas las distancias- la fotografía "sucia" de los corresponsales de guerra de la época. Especialmente, arguye, la impresionante instantánea tomada a pie de calle, claramente robada y con el reo escoltado por un agente de policía y por mossèn Lluís Pujol, arcipreste de los Valles de Andorra, que lo atenderá en sus últimos momentos. Porque no olvidemos que este hombre a quien el mismo tribunal ha descrito en la sentencia como un individuo de mentalidad "bastante simple" y por quien no tendrá clemencia se dirige con la cabeza gacha, humilde y resignadamente al patíbulo, un poste de madera levantado al efecto en la Roureda de Moles, al lado del cementerio de Andorra la Vella, donde lo atarán, le vendarán los ojos y lo fusilarán.

La perspectiva de Pomares ayuda a hacerse una composición de lugar y una idea cabal de la escena: la plaza Benlloch no parece tan abarrotada como en las fotografías de Claverol, y asistimos, con mucha mayor nitidez que en la película de Rebés, al trágico, patético paseíllo que le obligaron a recorrer al reo desde la cárcel, un habitáculo entonces en la Casa de la Vall, hasta el centro de la plaza donde tendrá lugar la lectura de la sentencia. Pomares nos muestra también cómo el círculo de espectadores que asiste al espectáculo va cerrándose a su paso, cómo escucha el veredicto y cómo se lo llevan a pie, maniatado y escoltado, camino del patíbulo.

Estas tres fotografías son la prueba, en fin, de que todavía es posible que aparezcan documentos históricos inéditos, de que en este ámbito no está todo dicho, aunque lo parezca. En este caso, los negativos de material plástico y del formato estándar en la época, 6 por 7 centímetros- forman parte de la colección de Pomares, contable de profesión y fotógrafo aficionado durante toda su vida, que se interesó sobre todo en las escenas, fiestas y celebraciones familiares. Un archivo que depositó en manos de la nieta con el encargo de no divulgarlo hasta su fallecimiento. Quizás era consciente de la transcendencia histórica del documento, algo que se les escapó a Solans pero que Miró supo detectar a tiempo. Por lo que respecta a la autoría, el mismo Miró especula con que fuese Pomares el autor de la serie; su nieta, en cambio, descarta la hipótesis y se decanta por alguno de los amigos de juventud del abuelo, que lo acompañaron hasta Andorra para asistir a un episodio que sin duda dio mucho que hablar en la comarca. El enigma está servido y esta historia parece que no se termina nunca. Estén atentos, porque habrá más.

[Este artículo se publicó, con alguna modificación, en el diario Bon Dia Andorra el 13 de febrero de 2015]