Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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miércoles, 1 de julio de 2015

El parricida afortunado (o Manuel Bacó: el hombre que esquivó al garrote)

Manuel Bacó, vecino de Escaldes y el segundo hombre en ser condenado en Andorra al garrote por parricidio -el tribunal lo consideró culpable de haber molido a palos y estrangulado a su señora madre, el 11 de enero de 1896- esquivó a la muerte y la pena capital le fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad; su esposa, Rosa Albós, fue condenada a diez años de prisión como instigadora del crimen. El expediente, inédito hasta hoy, se conserva en el Archivo Nacional de Andorra.

Sensacional instantánea de lectura pública de la sentencia de muerte dictada contra Manuel Bacó el 17 de abril de 1896, en la plaza de Andorra la Vella (actual plaza Benlloch). La imagen se ha atribuido habitualmente al veguer Charles Romeu, aficionado a la fotografía -suyas es la serie de la primera ascensión en automóbil al puerto de Envalira desde el Pas de la Casa, en el verano de 1912. Pero es dudoso que la tomara él personalmente, porque debido a su función su puesto estaba entre las autoridades que presiden la lectura, reglamentariamente situadas frente al reo. En cualquier caso, la escena guarda sorprendentes similitudes con la que fotografió en 1943 Valentí Claverol, entonces con Pere Areny ocupando el lugar del reo. Fotografía: Biblioteca Nacional de Andorra.

"Diligencias practicadas per l'Hble D. Joseph Palmitjavila en la causa criminal sobre homicidi... 1896" Fuente: Archivo Nacional de Andorra.

"Acusació final" a cargo del instructor del caso: el Tribunal de Corts de Andorra, única instancia penal -las sentencias eran ejecutivas y ante ellas no cabía recurso- se reunía ad hoc y lo integraban los dos veguers -el episcopal y el francés- así como el llamado jutge d'apelacions -que era el único que necesariamente tenía formación jurídica- y dos representantes del Consell General. Fuente. Archivo Nacional de Andorra.


Nota en que el cónsol de Andorra la Vella, Bonaventura Calba, infora al batlle Josep Pal, del hallazgo del cuerpo de la víctima, Maria Calbó, de Casa Marió de Engordany, y de las disposiciones que ha tomado, entre las cuales, que los vecinos custodien el cadáver "hasta nuevo aviso". Fuente: Archivo Nacional de Andorra.

Informe del doctor Pompeyo Jordana, que asiste al levantamiento del cadáver al día siguiente del homicidio. Concluye que Maria Calbó murió a causa de conmoción cerebral y asfixia, "la primera producida por las contusiones que presentaba en la cabeza, y la segunda por constricción del cuello por medio de la mano", y sugiere que las quemaduras se produjeron con posterioridad a la muerte porque, en una alarde de erudición -es dudoso que el buen Jordana se las hubiese visto antes con un caso semejante- aduce que "por cuanto dicen los autores de medicina legal las carnes se ponen apergaminadas, que es lo que se observaba en este cadaver". No está mal para el humilde cirujano de los Valles de Andorra... Fuente: Archivo Nacional de Andorra.

Recibo fechado en Porte, al otro lado de la frontera, el 17 de abril de 1896, en que los gendarmes Negre y Baylard, del puesto de La Tour de Querol, se hacen cargo del reo, Manuel Bacó, "condamné per le tribunal des Corts aux travaux forcés à perpétuité". Fuente. Archivo Nacional de Andorra.
Minuta con los gastos generados con posterioridad a la sentencia que condena a Manuel Bacó a la pena de muerte -conmutada in extremis por trabajos forzados a perpetuidad- que incluye entradas como "lo animal" que debe conducir el preso hasta Soldeu (2 pesetas). Fuente: Archivo Nacional de Andorra.


Comencemos por el final. Un final que tiene lugar en Porta, al otro lado de la frontera francoandorrana, hasta donde los gendarmes Négre y Baylard, procedentes de la Tour de Querol, han ido a recoger a Manuel Bacó. Hemos retrocedido hasta el 17 de abril de 1896 y hasta Porta ha sido conducido por la -ejem- "policía andorrana", por decirlo con las (in)exactas palabras de los gendarmes, este hombre de 39 años que cumplirá en Francia la pena de trabajos forzados a perpetuidad que le acaba de imponer el Tribunal de Corts. Esto es lo que dice la nota firmada por "le gendarme chef d'escorte" -Négre- con que se cierra el grueso expediente del caso Bacó, el último condenado a muerte del siglo XIX andorrano... y el segundo que iba a ser ejecutado con el garrote vil que el buen obispo Caixal introdujo en 1854 como sustituto de la "poco humana" horca. En fin, Bacó tuvo la rarísima suerte de ver cómo se le conmutaba la pena capital por la de trabajos forzados -una cadena perpetua, pero con saña- y esto convierte el suyo en un caso excepcional, porque es el único entre los cuatro condenados a muerte por aquí arriba desde lo de Caixal que esquivó el patíbulo. Le precedieron Joan Mandicó, en febrero de 1860, y el tal Masteü, contrabandista catalán -del Pallars- que fue supuestamente decapitado en abril de 1861, y le siguió el también parricida Pere Areny, en octubre de 1943, éste fusilado.

Pues aquí va la historia de Bacó. O parte de ella, porque nos falta la peripecia que siguió en su condena "a perpetuidad": ni dónde cumplió la pena, ni si realmente no salió nunca más de la prisión, ni cuándo murió. En fin, que si el hombre escapó del garrote al que estaba destinado fue porque en la lectura pública de la sentencia y a diferencia de lo que ocurrió en los casos de Mandicó y Areny alguien -autoridades o particulares, no lo sabemos- pidió clemencia al tribunal, y la obtuvo. Otra particularidad del ya de por sí singular proceso penal a la andorrana, en que la sentencia del Tribunal de Corts, la instancia única, por ejemplo, no admitía recurso alguno. El veguer Romeu dejó una sensacional fotografía del preciso momento de la lectura de la sentencia en una escena que parece calcada a la que medio siglo después tendría a Areny como triste protagonista.

Nuestro hombre fue hallado culpable de haber dado muerte a su madre, Maria Calbó de Casa Marió de Engordany. Las diligencias empiezan con la nota que el cónsol de Andorra la Vella, Bonaventura Calba, eleva al batlle Josep Palmitjavila informándole del hallazgo del cuerpo de la víctima: "Li dono coneixement de que Isidro Pujol me adonat coneixement de que habia trobat dintre de casa de Marió de Engordany la mestressa majó morta e lo sol, lo cual coneixement estat donat lo dia 11 de jene á 13 hores y mitja del mati (...) Enseguida e practicat diligecias ay anat a troba los bains de casa Marió y los ay fet coresponsables de dit cadabre asta nou abis".

El parricidio tuvo lugar el 11 de enero de 1896 y según la instrucción, que firma el batlle Palmitjavila, la abuela Mariona -como era conocida entre los vecinos- murió molida a palos y ahogada, en el que fue el funesto capítulo final de una larga historia de encontronazos familiares en que jugó un papel destacado -al decir de la sentencia- la nuera, Rosa Albós. Tan destacado, que el mismo tribunal que condenó a Bacó a muerte la castigó a ella con diez años de trabajos forzados como "cómplice" del parricida y por haber "coadyuvad" al crimen. Pena que tampoco en este caso consta dónde cumplió, cabe esperar que en algún presidio francés, ni si pudo regresar a casa una vez saldadas sus cuentas con la justicia.

El mal ambiente en la casa de los Bacó arranca por lo visto inmediatamente después del matrimonio entre Manuel y Rosa. Hasta el punto que la pareja decide irse a Francia -destino por otra parte habitual de los segundones andorranos- "per no poder avenirse ab sos pares", aunque no tardan en regresar "creyentse haurien acabat las discordias". Pues se equivocaban. Y la cosa no hizo sino empeorar. Incluso los vecinos, que aconsejaban a la pareja abandonar de nuevo el domicilio familiar para evitar las "discordias" habituales, le oyeron decir a Manuel que la de largarse no era alternativa, que "primerament lo portarian al cementiri o a una presó".

Pues esto es exactamente lo que ocurrió. Un mes antes del fatídico 11 de enero, Manuel ya había amenazado a su padre, Narcís, en la borda -o cabaña- donde cobijaban al ganado. Y se las debieron tener bastante tiesas porque el pobre Narcís se negó por lo visto a volver a la borda "pel temor de que no li fes algun ultratge dit son fill". La madre también debía verse venir algo porque los testigos que desfilan ante el batlle Palmitjavila declaran haberle oído decir que "no volia quedarse a la nit sola a casa per temor la asesinarían". El 10 de enero, nuera y suegra tuvieron un último y premonitorio encontronazo por una cuestión de dinero. Un clásico. Manuel no podía más: "Estaba fastidiat de aixo y feya massa temps que duraba", afirman los vecinos que repetía a quien quería escucharle.

Y en estas que llegamos al 11 de enero. A las diez y media sale el padre, Narcís; tres cuartos de hora más tarde, la nuera, Rosa, con el niño que tienen con Manuel. Y se quedan solos en casa el hijo, Manuel, y la madre, Mariona. El relato del doctor que asiste al levantamiento del cadáver sostiene que el cuerpo presentaba heridas en la cabeza producidas con un palo "de unos cuatro palmos de longitud" -porque a diferencia de la sentencia, la autopsia está redactada en castellano. Golpes que por lo visto no fueron mortales y hubo que rematarla, concluye la sentencia. Pero ni así se dio por vencido el parricida: todavía tuvo la ocurrencia de acercar el cadáver al fuego de la cocina y le chamuscó la parte derecha del rostro, "ja sia per precipitar la mort, ja sia per demostrar que arribá un accident a la victima". La instrucción del caso lo cuenta como sigue: "La escena que va succehir es facil de describi: Manuel Bacó donà tres garrotades al cap de la ferida produintli les feridas que declara lo facultatiu y com sens dupte la victima encara respiraba la agafá per lo coll y la escañá segons resulta de las ungladas que tenia al mateix coll y la escañá segons resulta de las ungladas. Per ultim va collocar lo cap del cadaver al foch".

A Manuel lo delataron no sólo los vecinos -aseguraron que el día de autos no entró ni salió de la casa familiar nadie que no fuese de la familia- sino la sangre que le salpicó la ropa. Intentó justificar las incriminadoras y sanguinolentas manchas con una pintoresca coartada: primero alegó que precisamente ese 11 de enero había ayudado en la matanza de los "tocinos" de su suegro. Como no coló  -resulta que habían sido sacrificados en Navidad-, lo intentó de nuevo con el mismo argumento: que había ayudado en la matanza de los cerdos de un tal Tabacaire. También este declaró que la matanza había tenido lugar tres semanas antes del día de autor. Una y otra fueron consideradas por el tribunal, excusas "inadmisibles", y no le tiembla el pulso a la hora de dictar sentencia: "De totas aqueixas circumstancias y tambe de la unanimitat de la opinió púlica es desprén que lo asasinat de Maria Calbó es imputable a son fill". Y le impone a Manel la pena de muerte. No será el único condenado: su esposa también es señalada como cerebro del crimen: "Resulta de la instruccio de la present causa que la instigadora del crim ha estat Rosa Albós per ser la causa constant de las cuestions amb sa difunta sogra ja que la presencia de ella en la casa de sos sores feya perdre la tranquilitat y originava la discordia". No era mujer fácil, Rosa, y además demostró muy poca prudencia, porque la sentencia recoge las "expressions que habia proferit de que dos donas eran masa en una casa" para concluir que "no es duptos de que Manuel Baco, a las excitacions de sa esposa hagia cumplert son parricidi". En fin, que Rosa Albó será condenada como "cómplice" a diez años de trabajos forzados. Con un remate pelín estrambótico: y es que uno y otra resultan también condenados al pago de los gastos y las costas "solidariamente". Cabe pensar que, en caso de insolvencia, no le cargaran el asunto al pobre Narcís...

La autopsia del doctor Pompeyo
El expediente del caso, conservado en el Archivo Nacional de Andorra, incluye también el informe del "médico cirujano de los Valles de Andorra", el doctor Pompeyo Jordana, que examina el cuerpo de la víctima al día siguiente del parricidio, todavía en la escena del crimen, al que acude con el juez, el secretario y el alguacil para encontrarse, dice, "con una mujer tendida en el suelo en decúbito supino, sin pulso, sin latidos cardíacos y con el cuerpo rígido y frío (...) de unos cincuenta a cincuenta y cinco años de edad, vestida al estilo del país y no levaba pañuelo en la cabeza". Con la misma frialdad describe el doctor Jordana el arma del  crimen, "un palo de unos cuatro palmos de longitud", y las heridas que el homicida provocó a la víctima: "En la cabeza presentaba en la parietal izquierda una herida contusa de unos cinco centímetros de longitud, y de profundidad hasta el hueso (...). Tenía otra contusión que tocaba a la región frontal, parietal y temporal del lado izquierdo, con los huesos un poco hundidos". La cosa no se acaba aquí, de lo que se deduce que el encarnizamiento con que obró el autor: "En la parte anterior del cuello presentaba tres escoriaciones (...) producidas al parecer con las uñas de los dedos de la mano derecha"; en la espalda, "dos contusiones de poca importancia (...), en la rodilla izquierda, ora contusión también de poca importancia." Pero lo peor está por llegar: "La cara la tenía toda quemada menos la región de la mandíbula inferior izquierda". De todo lo que antecede -y no está mal para nuestro humilde cirujano, concluye que Maria Calbó murió a causa de conmoción cerebral y asfixia, "la primera producida por las contusiones que presentaba en la cabeza, y la segunda por constricción del cuello por medio de la mano", y sugiere que las quemaduras se produjeron con posterioridad a la muerte porque, en una alarde de erudición -es dudoso que el buen Jordana se las hubiese visto antes con un caso semejante- aduce que "por cuanto dicen los autores de medicina legal las carnes se ponen apergaminadas, que es lo que se observaba en este cadáver". El doctor cobró por sus servicios unos honorarios de seis pesetas. Y ya que hablamos de honorarios, digamos que el batlle recibió 100 pesetas; los dos hombres que acompañaron al reo hasta Porta y que los gendarmes Negre y Baylard confunden con "policías", 32 pesetas; el arriero Sisco de Sans, 20 (¿por llevarlos a los tres a Francia?).

[Esta artículo es una versión ampliada de un artícuo publicado el 6 de octubre de 2014 en el Diari d'Andorra]

sábado, 13 de junio de 2015

1860: al garrote por 30 libras

Juan Mandicó, vecino de Canillo, fue condenado a la pena capital y ejecutado el 29 de febrero de 1860. Fue el primer reo que sufrió en Andorra el garrote vil, que en 1854 había sustituido a la horca como método de ejecución. El primero... y también el último. El garrote no volvería a funcionar por aquí arriba: el siguiente condenado a muerte -Manuel Bacó, en 1896- vio en el último momento conmutada la pena por la de prisión a perpetuidad, y Pere Areny fue ejecutado en 1943 por un pelotón de fusilamiento. 



A instancias del Consell, el obispo Caixal instituyó en 1854 el garrote como forma de ejecución en el caso de pena capital, en sustitución de una horca que el Excelentísimo y Reverendísimo Señor tenía por método algo primitivo. Según el prelado, el garrote permitía conciliar "lo últim e inevitable rigor de la justicia ab la humanitat y la decencia en la execucio de la pena capital", en una pintoresa interpretación de lo que es y no es "humanitario". En fin, que el garrote de aquí arriba se conserva hoy en el depósito del servicio de Patrimonio del ministerio de Cultura. A principios de los años 80 apareció por sorpresa en el interior de un cuartucho situado bajo las escaleras de Casa de la Vall que por lo visto utilizaban los verdugos. Hay que tener en cuenta que el garrote original es el artefacto metálico; poste y silla son añadidos actuales. Fotografía: Servicio de Patrimonio.





El notario, Pere Calvet, y el veguer, Don Guillem Torres, son junto con el fiscal -de quien no aparece citado el nombre- los protagonistas destacados del caso Mandicó. Por la causa desfilan una docena larga de testigos, aparte del mismo reo, de cuyas declaraciones se deduce la culpabilidad del inculpado. Hay que decir que entre que es detenido, el 28 de enero de 1859, y la ejecución, el 29 de febrero de 1860, transcurre más de un año. En este caso, como ocurrirá en 1943 con el reo Pere Areny, nadie ejerció por lo visto el derecho de solicitar la gracia para el condenado; Manuel Bacó, en 1896, tuvo más suerte: la pena capital le fue a él conmutada por la cadena perpetua, que cumplió en una prisión frabcesa. Fotografía: Màximus / Fondo Tribunal de Corts / Archivo Nacional de Andorra. 

"Lo dia 27 de febrer del 1860, entre les tres i les quatre horas de la tarda, fou posat en capella en la iglesia de Casa la Vall Juan Mandicó, y lo dia 29 del corrent mes y entre onse y dotse del mati fou executada la sentencia, y entre 5 y 6 de la tarda li daren sepultura a la fosa de la vila de Andorra". Esta es la lacónica nota que da carpetazoal caso Mandicó, por no decir que lo liquida. Que tiene de especial que fue el primer y último agarrotamiento que ha tenido lugar en nuestro rincón de Pirineo. Y eso que el garrote jubiló a la horca en 1854 y estuvo teóricamente vigente hasta que se abolió la pena de muerte por aquí arriba, en 1990. Fue el obispo Caixal quien tuvo la ocurrencia: consideraba por lo visto que el garrote era un método mucho más humanitario que la horca. Mandicó fue, en fin, el único de los cuatro sentenciados a muerte desde 1854 que fue agarrotado: en abril de 1862, un tal Masteü, contrabandista acusado de asesinar a un colega de oficio de quien hemos dado cuenta aquí mismo, fue decapitado a golpe de espadón en la misma plaza de Andorra la Vella. Según la noticia que dio tres lustros después de los hechos el historiado Héliodore Castillon, que muy fiable no parece porque no hay rastro ni de la sentencia ni del caso en el archivo del Tribunal de Corts que se conserva en el Archivo Nacional de Andorra. A Manuel Bacó, el parricida de Escaldes que en 1896 fue condenado por la muerte de su madre, Maria Calbó, la pena le fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad. Como es bien sabido, hubo un cuarto condenado a muerte, este ya en el siglo XX: Pere Areny Aleix, otro parricida y vecino como Bacó de Canillo, que sí que fue ejecutado -en octubre de 1943- pero no al garrote sino fusilado.

En fin, que nuestro hombre de hoy tuvo el dudoso privilegio de estrenar el garrote. El tribunal lo consideró culpable de la muerte de Gil Areny, yerno de la casa Marticella de Els Plans (Canillo), la noche del 25 de enero de 1859. Y no vacila: "Vist, ates i considerat tot cuant devia veure's, atendre's i considerarse, declara que deu condemnar com ab la presenta condemna a Juan Mandico, fadrí, pagès de Canillo, segons la pena de mort en garrot vil, que deura ser executada en lo terme de esta vila en lo punt designat per l'execució de la sentencia". Lo firma el veguer, Don Guillem Torres. La sentencia fue reglamentariamente publicada "entre las onse y dotse horas del mati del dia de avui [27 de febrero de 1860, un año y un mes después de los hechos], pel jurat de esta cort, que la ha cridada ab clara e inteligible veu".

El informe del fiscal no deja lugar a la duda desde la primera línea: acusa a Mandicó, que tenía en el momento de los hechos 27 años, de ser "plenament convicte del homicidi alevos comes en la persona del mencionat Gil Areny". Los hechos se remontan a la noche del 25 de enero de 1859: "Després de haber sopat, resat lo rosari y enseñat la doctrina a sa familia", declara la suegra de Areny, Antonia Font, la víctima salió de su casa -Cal Marticella de Els Plans- para dar de comer a los animales. Como tardaba en regresar, "baixa la muller de dit Gil y fila de la declarant y lo troba mort y estes davant la porta del estable, regresant a casa amb gran alarma davant la noticia". Inmediatamente acuden los vecinos, y el primero en llegar es Andreu Rossa, quien depone al día siguiente ante el veguer, Guillem Torres. Y es éste quien ordena al batlle de Canillo "la formació de las diligencias, rebent las declaracions convenients y evacuant las citas dels testimonis". El fiscal no puede evitar la tentación y tira de retórica para explotar el dramatismo del momento: "Pero esta mort, fou natural o violenta? Y en est cas, que causas la produiren, quina clase de medis o instruments emplea lo agresor?"

La víctima, en fin, murió "per un derrame de sanch en las yugulars" y como consecuencia de la docena de cuchilladas en el cuello que le propinó Mandicó, así como de un porrazo que le soltó en la cabeza "con un palo largo y ensangrentado" que los vecinos encontraron "seguint un rastre de sanch y pasos deixat per lo agresor prop del lloch de la ocurrencia". Un tal Joan Bofastar, probablemente médico, que inspecciona el cadáver, cuenta una decena de heridas: "Una ferida grave en lo cap feta amb instrument contundent; altra molt grave en la part superior de la part dreta del costat de la traquea feta mab instrument punxant i cortant; altra també molt grave en la part superior del coll esquerra; tres feridas graves en la mateixa part del coll donades amb arma igual; altra ferida grave en la regó humilical feta també amb instrument punxant y cortant, altra de molt grave en los nas amb instrument contundent y en fi tres feridas leves totas de arma punxant y cortant". El informe forense concluye con la opinión de Josep Rey, médico y cirujano, y Pere Rialp, cirujano, de que "algunas de las feridas descritas son per si solas mortals de necessitat, tant mes quan anaven acompañadas de moltas altras de no tanta gravetat".

El vicario de la parroquial de San Cernín de Canillo, mosén José Campmajor, certifica a instancias del tribunal el 16 de febrero la muerte de Gil Areny, "estado, casado, que falleció de muerte violenta entre las ocho y las nueve del día 25 [de enero de 1859], de edad cerca unos veinte y seis años poco más o menos, hijo legítimo y natural de los consortes Francisco Areny, natural de la Costa, y de Maria Heretes, de la Seo de Urgel" (en castellano, en el original). El vicario termina advirtiendo -como si hiciera falta- que el difunto "no recibió sacramento alguno por ser imprevista su muerte, y se le dio sepultura con misa baja".

El homicida no sólo no tuvo la prudencia de deshacerse del arma del crimen -el día que es capturado le encuentran encima "lo ganivet brut de sanch"- sino que además perdió durante la trifulca el corbatín, que apareció chorreando sangre al lado del cuerpo de la víctima. Por si no fuera poco, el día que presta declaración ante el veguer, inmediatamente después de ser capturado, presentaba heridas en cuello y rodillas. El fiscal rechazó por "ridículas e inadmisibles" las explicaciones que al respecto aportó el reo: que "estaba ple de sanch o gabinet per haber ajudat a sos amos a matar lo tosino", y que las heridas se las había hecho la noche de autos durante un errático periplo entre Canillo y Os, entre Os y Andorra la Vella, y vuelta a Canillo, donde se presenta la noche del 26 de enero "tot ensangrentat, especialment del mich en amunt".

No se acaban aquí los "indicios indubitables" -según el fiscal y el sentido común, claro- de culpabilidad: añade la "mala fama y no bona conducta que [Mandicó] tenia en la parroquia", los antecedentes penales -el reo admite haber birlado algún dinero a un tal Anton del Magistre, y haber estado preso en España por el robo de treinta carneros- y, atención, "a circunstancia de estar devent al difunt trenta lliures". Esto es lo más próximo a un móvil que aporta el fiscal. La conclusión de lo que antecede se veía venir desde el principio. No se trata de un "simple" homicidio, dice el señor fiscal, un lince, sino de una muerte "alevosa", "per haberlo comes en una persona desprevinguda y indefensa", "ab premeditació coneguda y evident", en la "soledat del lloch", y "per haber escollit una hora de nit". La lista de agravantes enterita. Y con voluntad de matar. Dolo, vamos, como deduce "per lo número y gravetat de feridas, per haber esperat una ocasio tan favorable per la poca resistencia que pogue fer el difunt, desarmat y indefens com estaba". Gil Areny fue sin duda víctima de un asesinato. Y el culpable es Juan Mandicó, como se concluye de la "serie de indicis cuasi tots indubitables y evidents" que obran en autor.

Desfilan ante el tribunal varias decenas de testimonios. Y cada declaración es un clavo más en los maderos del garrote: Antonia Farré, la mestressa de casa Call del Font, en Canillo, la casa donde trabajaba como mozo, asegura haberle visto a Mandicó un pañuelo igual al que aparece en el suelo, al lado de la víctima, y que al siguiente de los hechos apareció en casa sin el corbatín dichoso. El marido de Farré, Nicolau Naudí, sostiene que el cuchillo que se le encuentra "es propi de sa casa, reconeguentlo com a tal per haverlo lo declarant treballat". El cerco se va estrechando, y las desposiciones de lo vecinos dejan cada vez lugar a menos dudas. Jaume Font, Miquel Casal y de nuevo Andreu Rossa, los tres que primero llegaron al lugar del crimen, localizan en el prado de la casa Marticella de Els Plans "un tros de pal llargarut y ensangrentat" que otros testigos aseguran que era propiedad de Mandicó, que por lo visto se paseó por medio país con las manchas de sangre y las heridas que se llevó de la pelea: Juan Pintat, vecino de Os, dice que a las 7 de la mañana del 26 de enero -pocas horas después del homicidio- Mandicó se presentó en su casa ensangrentado y con un dedo malherido, y al sospechoso no se le ocurre coartada mejor que alegar que de camino a Os, y a la altura de Bixessarri, se le ha caído encima un muro. En su declaración, Mandicó alega haber ido por  a Os a reclamarle al tal Pintat una deuda en nombre de "la vella Marticella dels Plans", la suegra del difunto Gil; deuda que resulta ser cierta según Pintat. El hombre, sin duda aturdido, aparece a mediodía en la capital y echa un trago en el hostal de Pau Martí, que también repara en las heridas que luce en la cara, el cuello y el dedo índice de la mano derecha. Los cirujanos que lo reconocieron una vez capturado -el ya conocido Rialp y un tal Francisco Rafartés- coinciden con los testigos: Mandicó presentaba cuatro lesiones, una en el cuello producida por instrumento "punxant y cortant"; otra en la rodilla izquierda del mismo origen, y dos más "en lo expressat dit indice de la ma dreta".

El fiscal y probablemente todo el mundo lo ve claro desde el primer moment: ""Esta sang, estas feridas, ¿no son un indici vehement y clar de que lo desgraciat Gil Areny a pesar de trobarse desprevingut i indefens se resisti tot lo posible y lucha hasta caure mort?" El cuchillo que se le incauta es para el perspicaz fiscal otro indicio "indubitable de culpabilitat del reo Mandicó", que se enreda en un ovillo de coartadas a cual más inverosímil: sostiene que la sangre de su cuchillo se debe a haber ayudado a sus amos con la matanza del cerdo, y al carnicero de Canillo a despellejarlos, excusa "ridícula e inadmisible", rebate el fiscal, "cuant l'últim tocino que es mata en sa casa lo fou quinse dias abans del dia de la desgracia". Y en un último y poco convincente intento, a la pregunta de por qué cree que ha sido conducido ante el tribunal, responde el hombre que por el asunto del tal Anton de Magistre. El alegato final es demoledor, y lo cierto es que lo tiene fácil, por no decir chupado, acusarlo de homicidio con los agravantes de alevosía, "per haberlo comes en una persona desprevinguda y indefensa", premeditación "coneguda y evident", dice, y nocturnidad, "per la soledat del lloch y per lo haber assaltat una hora de nit".

Así que el fiscal pide la única pena que cabe al caso: la de muerte, aparte las costas ocasionadas "en la present inquisició", en lo que a todas luces parece un exceso de celo leguleyo: difícilmente cabe pensar que el desgraciado Mandicó tuviera pecunio suficiente para cubrir los 193 duros a que -enseguida lo veremos- subió la minuta del caso. El Tribunal de Corts lo vio igual de claro. "En garrote vil y por mano de verdugo". Y así fue. No sabemos dónde -quizá en la misma plaza de la capital donde se leyó públicamente la sentencia "ab clara e inteligible veu", quizás en el cementerio, o puede que en la intimidad de la Casa de la Vall- pero lo cierto es que Mandicó murió agarrotado "entre las 11 y las 12 del 29 de febrero de 1860", en la primera y última vez que rechinó el garrote vil que ven aquí arriba.

Lo que costaba una ejecución: 193 duros
El expediente del caso Mandicó conserva una detallada nota con la relación de gastos generados durante los trece meses que se alargó la instrucción, entre el 26 de enero de 1859 y el 29 de febrero del año siguiente. La minuta más onerosa la presenta el notario, Pere Calvet, que asiste a las declaraciones y las transcribe extensamente: 48 duros. Le sigue, atención, el verdugo, que contra todo pronóstico -recordemos que el reo fue agarrotado- no es español sino que hubo que ir a buscarlo a Francia -por cierto: el hombre que fue a buscarlo, no sabemos dónde, recibió 2 duros y 12 reales. El verdugo, en fin, se embolsó por sus servicios 26 duros, más un complemento de 16 reales "por los días que está tancat"; al veguer, don Guillem Torras, le tocaron 7 duros y 12 reales; los carpinteros, menudo trabajito, se llevaron seis duros más por arreglar el cadalso, un duro con ocho reales suplementarios por la -ejem- caja donde depositar el cuerpo del reo tras la ejecución, y otro duro con cuatro reales "per engrandir els forats dels seps". Los guardias que custodiaron a Mandicó los tres días que estuvo en capilla recibieron dos duros, y por el transporte del cuerpo hasta el cementerio hubo que abonar un duro y 12 reales. La factura incluye incluso la nota por "desfer y portar lo cadalso en Casa la Vall": un duro y doce reales. En total, 193 duros con 17 reales. Y queda la duda de dónde estuvo recluido Mandicó durante los trece meses que transcurrieron entre la captura y la ejecución.

[Este artículo es una versión ampliada del que se publicó el 13 de octubre de 2014 en el Diari d'Andorra]

sábado, 26 de abril de 2014

Barcelona era un patíbulo

Colgados, quemados, descuartizados, despellejados, degollados, ahogados, fusilados o agarrotados, y convertidos en protagonistas de un sádico espectáculo de masas. Así morían nuestros criminales hasta 1897: Joan de Déu Domènech nos lo cuenta en L'espectacle de la pena de mort (La Campana).

En Barcelona se ha ejecutado: mucho, en público y hasta hace poco más de un siglo: la última pena de muerte concebida como un espectáculo publico tuvo lugar en julio de 1897. Domènech (Barcelona, 1954) retrocede hasta el siglo XIII y deja constancia de las causas que podían conducir a un ciudadano -mas bien un súbdito, cuando no un vasallo- al patíbulo, así como de las modalidades, los rituales y los lugares donde se ejecutaba a los delincuentes de por aquí arriba. Y lo hace con el mismo tono ameno y erudito con que años atrás sorprendió al personal con la dulcísima Xocolata cada dia.

Nos horrorizamos al contemplar las imágenes de la última lapidación pública en el Irán de los ayatolás o en el Irak post-Sadam, y nos estremecemos al recordar el tiro en la nuca a la supuesta adúltera en el estadio de Kandahar, en el Afganistan de los talibanes, esas almas puras. Pero nos consolamos con la convicción que son barbaridades que ocurren en el Tercer Mundo. Nosotros somos europeos cultos y civilizados, ciudadanos sostenibles y moderadamente progresistas que nos podemos permitir el lujo de patrocinar la última película de Woody Allen: más modernos, imposible. Pero no siempre fue así. De hecho, hasta antes de ayer, como quien dice, Barcelona fue un inmenso patíbulo donde se ejecutaba de las formas más crueles, sádicas y sanguinarias a los pobres diablos que iban a parar a manos de la justicia. En público, ante masas igual de alienadas que las de Kandahar, Bagdad y Teherán que vemos por televisión. Unas masas en las que probablemente encontraríamos a alguno de nuestros abuelos repartiendo collejas entre los más pequeños -"Para que te acuerdes de este día!"- y para los que una ejecución era un espectáculo en mismo sentido en que hoy lo son el fútbol, el cine y el boxeo. Espectáculos que -casualidad o no- comenzaron a despuntar cuando las ejecuciones dejaron la plaza pública y pasaron a concretarse en la intimidad de las prisiones.

Ramon Casas refleja en Garrote vil (1894) el ritual que rodeaba la pena, con los actores principales -reo y verdugo- y los secundarios -capellanes, cofrades- y el respetable público, indispensable en todo espectáculo digno de este nombre. Parece que la ejecución a la que asistió Casas fue la de un tal Aniceto Peinador, encuadernador de 19 años convicto de asesinato; fue ajusticiado en el patio de la prisión de la calle Reina Amalia, actual plaza de Folch i Torres, en julio de 1892. Aun hubo en Barcelona un último agarrotado en público: Silvestre Luis, reo de doble parricidio, ejecutado en junio de 1897. Fotografia: Centro de Arte Reina Sofía.

Esta es la tesis central de L'espectacle de la pena de mort, uno de los libros más singulares de los últimos tiempos. Por el tema, radicalmente inédito en una oferta bibliográfica tan previsible como la que padecemos- y también por la perspectiva, porque Domènech se desmarca de la autocomplacencia habitual y carga de paso -y temerariamente, vistos los vientos que soplan en el noreste peninsular- contra la "memoria histórica", un concepto "antitético", dice, porque "mientras que la memoria actúa de manera arbitraria y selectiva, a la historia no le valen los olvidos, intencionados o no, y parece como sia los encargados de velar por la cosa esta de la memoria histórica solo miraran a un lado, y encima a muy poca distancia". Lo que decíamos: un francotirador y un temerario. Que conste que el objetivo de Domènech no es erigir un memorial en cada rincó de la ciudad en que alguna se levantó un patíbulo -en Barcelona los hay a docenas- ni ampliar la nómina de reos ilustres, hoy limitada a tres de los mártires oficiales de una cierta Cataluña -el general Moragues, el president Companys y Puig Antich- sino denuncia el "pacto de silencio" consistente, dice, en dar gusto a la buena conciencia propalando las barbaridades de los otros mientras disimulamos las propias: "Lo que me rebela es el olvido, no solo de los ejecutados sino sobre todo del hecho de que aquí se liquidaba al personal. Mucho, y no hace tanto". Tocado de un cierto pesimismo antropológico, Domènech concluye que todo lo que rodeaba a la pena de muerte era garantía de éxito entre el público, y que "muy probablemente, si si hoy tuviesen lugar en Barcelona ejecuciones en públicas, la gente asistiría con el mismo entusiasmo que hace uno, tres o cinco siglos". O con que lo hacen hoy Teherán. Que no va tan desencaminado lo demuestra la existencia de un comercio tan secreto y nauseabundo como lo es el de las snuff movies. Pero atención: no es que Barcelona fuera una ciudad especialmente sanguinaria, pero tampoco es un consuelo que el mismo gusto por los espectáculos sádicos sea extrapolable a todo Occidente.

El arte de dar mala muerte
La penúltima ejecución en y con público en Barcelona se remonta al mes de julio de 1892. El reo fue Aniceto Peinador, un encuadernador de 19 años convicto del asesinato de un hombre al que pretendía robar el reloj -con tan mala pata, recuerda el cronista Xavier Theros, que liquidó de paso a uno de sus cómplices. La ejecución tuvo lugar en el patio de la prisión de Reina Amalia, actual plaza de Folch i Torres, en pleno Raval, donde se levantaba el garrote vil del presidio, y Ramon Casas dejó dejó un impresionante testimonio pictórico del momento. Según Theros, parece que todavía hubo en este mismo escenario una ejecución pública posterior a la de Peinador: la de un tal Silvestre Luis, acusado de un doble parricidio -mujer e hija, glups- y ajusticiado en junio de 1897. Para nuestra desgracia, no hubo ese día un Casas para tomar apuntes del espectáculo...

Domènech retrocede, en fin, hasta el siglo XIII -exactamente hasta el Domingo de Pascua de 1285- para rescatar del anonimato y del olvido a su primer reo: Berenguer Oller, "caudillo de una revuelta ciudadana", condenado por Pedro el Ceremonioso a ser arrastrado, atención, de la cola de un mulo por todas las calles de la ciudad para acabar siendo colgado de un olivo en la montaña de MontjuIch, como castigo a un frustrado regicidio -según las fuentes oficiales, claro. A partir de aquí pasa cronológicamente revista a las modalidades con que los catalanes han tenido el gusto de darse legalmente muerte unos a otros -la llamada "mala muerte"- así como al ritual escénico que acompañaba al reo hasta el cadalso para escarmiento del pueblo. Resulta que el método más recurrente ha sido históricamente la horca. También el mas barato y sencillo -sólo se necesita un nudo corredizo y un tronco o palo más alto o largo que la víctima, esto último es esencial- y uno de los más crueles, porque la agonía podía prolongarse hasta 20 minutos. Aparte, pero esto quizás al reo le trajese en última instancia si cuidado, "del más vil e ignominioso, y por eso mismo destinado a la gente del pueblo".

Ladrones, bandoleros, homicidas, falsificadores y, en menor medida, violadores eran los principales candidatos a acabar en la horca. Las de Barcelona eran de buena ley y estaban preparadas para afrontar cualquier contingencia: en una sola jornada de abril de 1573 fueron ahorcados en ellas hasta 21 bandoleros. Dos siglos más tarde, ocho colegas de la misma partida fueron a su vez colgados de una sola tacada. Y funcionaron regularmente hasta 1832, para fortuna del verdugo, individuo de mala fama del que se decía que comerciaba con los restos del ajusticiado, que se arriesgaba a ser apedreado por el populacho si fallaba el golpe, que estaba obligado a vestir capa amarilla, sombrero blanco y guantes, en el mercado no podía tocar los alimentos con las manos y que, en fin, hasta tenía que llevar consigo su propia escudilla cuando iba a una taberna. Como para pensárselo dos veces. Un intocable, vamos, que según se terciara igual torturaba que ejecutaba o descuartizaba a su cliente... después, eso sí, de solicitarle retorcidamente perdón por lo que estaba a punto de hacerle. La última posición en el escalafón de la muerte lo ocupaba el estiracordetes, glups, que debe su nombre a la siniestra función que desempeñaba en todo este sórdido asunto: era el individuo que llegado el caso tenía que colgarse de las piernas del reo que se resistía a morir para acelerar la asfixia...

Hay que añadir que la ejecución comenzaba mucho antes de que el reo llegara al patíbulo. Previamente le obligaban a pasar la llamada "pena de la verguenza", algo así como la actual pena del telediario, pero a lo bestia: la víctima era paseada en comitiva por las principales vías de la ciudad, y los verdugos aprovechaban la ocasión para mutilarlo, azotarlo, atenazarlo (!), desorejarlo (!!) o marcarlo a fuego, atenciones todas ellas que recibia el pobre diablo para regocijo del respetable. El caso paradigmático es el de Joan de Canyamars, que el 7 de diciembre de 1492 fracasó en el intento de matar al rey Fernando y que fue condenado a morir "de crudelísima muerte, para ejemplo y castigo de los otros", dice la condena. Juzgue el lector si la sentencia se cumplió escrupulosamente (o no): "En la plaza del Blat le fue cortado un puño; en el Born, el otro. En la plaza de San Jaime le cortaron la nariz y una pierna, y le sacaron un ojo; en la plaza Nova, un muslo; en la plaza de Santa Ana, la otra pierna y el otro muslo, y en la calle de San Pedro acabaron de descuartizarlo". Si es que quedaba algo, claro. Una vez muerto, el cuerpo del ajusticiado se dejaba pudrir en el patíbulo, o bien se descuartizaba y los pingajos se exhibían en el lugar en que había cometido el crimen o a las puertas de la ciudad, como aviso a navegantes. La cabeza de Joan Sala, el bandolero Serrallonga, fue expuesto en el portal de San Antonio (1634), y el del general Moragues colgó en una jaula del portal del Mar entre 1715 y 1727. Y uno se pregunta por qué doce años, precisamente. Y que hicieron después con lo que quedaba de la cabeza. En fin.

De la horca al garrote
Justo en este punto hay que añadir que Moragues no murió en la horca sino agarrotado. Porque también a la hora de morir había clases, y las altas -nobles, militares, religiosos y bastardos (reales, se entiende)- morían como los señores que eran. Es decir, ahogados en agua, decapitados de un tajo de espada o bien agarrotados como el general austracista. Una de las sorpresas mayúsculas del libro es precisamente el decubrimiento de que el garrote constituyó una auténtica y, atención, humanista revolución en el arte de dar mala muerte: cuando Fernando VII jubiló la horca y decretó en 1832 que en adelante las penas de muerte de ejecturían a garrote acababa de dar un paso decisivo hacia la democratización patibularia: a partir de entonces todos los ciudadanos serían iguales ante el verdugo, sin distinción de crimen ni de clase.

No podían faltar, en fin, en el listado del arte de ejecutar ni la hoguera, método preferido por la Inquisición -que dejaba el trabajo sucio al brazo secular, eso sí- ni el fusilamiento. Y hay que decir que a pesar de la mala fama que arrastra, entre la primera (1488) y la última ejecución en la hoguera (1726), sólo un centenar de desgraciados (y desgraciadas) fueron ejecutados en Barcelona a instancias del Santo Oficio: judaizantes, renegados, luteranos, brujas, sodomitas y, agárrense, reos de bestialismo. En este último caso parece que se ejecutaba también, y por si acaso, a la bestia. A la de cuatro patas, se entiende. Lo que no sabemos es cómo.

La última ejecución pública tuvo lugar como se ha visto en 1897. Pero en la ciudad se continuó matando legalmente durante otras ocho décadas, aunque fuera en la intimidad. El último ajusticiado fue Salvador Puig Antich, agarrotado el 2 de marzo de 1974 en la Modelo. Aquel mismo día, pero en Tarragona, el verdugo daba garrote a Heinz Chez: ya saben, la torna de Boadella. Pero el siniestro honor de ser el último preso ejecutado en Cataluña no corresponde ni a Puig Antich ni a Chez, sino al etarra Juan Paredes Manot, alias Txiqui, fusilado en un bosque de los alrededores de Cerdañola el 27 de septiembre de 1975. Cuando al cabo de dos meses cayó por fin la estaca, con ella se fue también al otro barrio la pena de muerte. De momento, porque como recuerda muy oportunamente Domènech, "el suplicio y la pena de muerte son una de las carcaterísticas de la humanidad".

Un cadalso en cada plaza
Lo denominaban "pasar la vergüenza" y consistía en pasear al reo en comitiva "subido a un burro, atado de manos y desnudo de cintura para arriba, y con un rótulo colgado del pecho en el que se enunciaba el delito cometido": el calvario comenzaba en la prisión de la plaza del Ángel y pasaba por las calles de la Bòria, Corders, plaza Marcús, Consolat, Fusteria, Ample, Regomir, Ciutat, Bisbe, plaza Nova, Corríbia, Tapineria y vuelta a la prisión. Un viacrucis que en condiciones normales hubiera podido recorrerse en tres cuartos de hora pero que entre azotes, tenazas, marcas al fuego y otras atenciones podía prolongarse durante horas, dependiendo de la resistencia del reo y de la pericia del verdugo. De ahí que haya quedado en la memoria popular de los barceloneses la expresión "pasar Bòria abajo", sinónimo de que las cosas van mal dadas. Otras locuciones procedentes del lenguaje patibulario so "levantar la camisa", "curt de gambals" -literalmente, piernicorto, o mejor aun, grilletes cortos, que viene a significar algo así como tonto del bote- o "irse a la quinta forca" -a la quinta horca. Hablando de horcas, éstas se levantaban en lo que hoy es el Pla de la Boqueria, en Pla de Palau y la explanada de la Ciudadela, donde a partir e 1832 también se agarrotaba y se fusilaba. El portal de Sant Antoni también fue a partir de 1839 escenario del garrote. Y las hogueras de la Inquisición humearon en el Poblenou hasta 1726. Por otra parte, los reos no se iban solos al otro barrio: las cofradías de la Sangre y de los Desamparados les prestaban asistencia espiritual y material en los últimos momentos. Los cofrades acompañaban al reo en procesión hasta el patíbulo: son los hábitos y capirotes que no faltan en los testimonios gráficos de la época, y que dieron lugar a un luctuoso y nefando negocio consistente en alquilar los hábitos para asistir a la ejecución desde primera fila.

El garrote catalán: el otro hecho diferencial
La historia del garrote vil es una caja de sorpresas. Ya se ha visto cómo la instauración de este sistema de ejecución, en 1832, jubiló a la horca e igualó a nobles, religiosos y plebeyos ante la pena de muerte. Hasta 1897 fueron agarrotados en Barcelona unas setenta personas. Más sorprendente aún es la taxonomía de tan singular instrumento: la historia universal de la infamia reserva el adjetivo catalán para la versión más brutal del garrote, con un punzón de hierro que -dice Domènech- "penetra y quiebra las vértebras cervicales a la vez que empuja el cuello hacia delante, aplastando la tráquea contra el cuello: la muerte sobreviene por asfixia y por la destrucción de la médula espinal, y el punzón no sólo impide que el desenlace sea rápido sino que incrementa las posibilidades de una larga agonía". Un instrumento, como se ve, sofisticadísimo, a la altura de la delicadísima y proverbial sensibilidad catalana y que convertía en un artefacto rudimentario el vulgar garrote español, donde la muerte sobrevenía por vulgar asfixia al atornillar la soga metálica que se le encasquetaba al reo.

[Este artículo se publicó el 27 de julio de 2007 en el semanario Presència]