Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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domingo, 22 de febrero de 2015

Carla Kimhi: una odisea judía del siglo XX

12 de noviembre del 1942: el día siguiente de la ocupación nazi de lo que queda de Francia. Es la respuesta de Hitler al desembarco aliado en el norte de África. Se ha acabado la pantomima de Vichy. Cuatro personas caminan carretera arriba, hacia el puerto de Envalira. Acaban de rodear el Pas de la Casa. Son los Bergson, matrimonio de judíos austríacos con sus dos hijos, Sigmund, de 18 añis, i Carla, de 12. Han venido andando desde el otro lado de la frontera, hasta donde los ha acompañado un vecino de Acs, la localidad vecina donde los Bergson llevan meses ocultos: "Un día, de repente, los soldados alemanes aparecieron por la plaza de Acs. Y fui con la noticia a casa: '¡Han llegado, han llegado!' Mi padre no lo dudó un segundo: 'Nos vamos'.Y nos fuimos. Con lo puesto." Los Bergson llevaban cuatro años huyendo de Hitler: exactamente, desde el Anschluss, cuando el Tercer Reich se zampó Austria. La familia huyó primero a Italia, luego a Normandía, París y finalmente, Acs, en el pedazo de Francia que Hitler cedió a Vichy y a un tiro de piedra de España... y de Andorra. Pero estamos en la carretera de Envalira. Han bordeado el edificio de la aduana francesa del Pas de la Casa, donde pronto ondeará la esvástica, y lo han dejado unas decenas de metros atrás. De repente, sale de él un oficial alemán que se encamina con paso firme hacia el grupo de fugitivos: "Nos abrazamos los cuatro, petrificados por el miedo, y nos quedamos quietos allí en medio del camino. Por el otro lado de la carretera, aunque algo más lejos, vimos otros dos hombres acercándose. Por el uniforme, dedujimos que eran policías. Pero fue el alemán el que llegó primero". Les exigió los pasaportes, les arrestó y les ordenó que lo siguieran hasta la garita de la aduana. Los Bergson no se movían. Así es como dieron tiempo a que llegara la pareja de uniformados: dos agentes de la policía andorrana -y ya es casualidad porque en la época, estamos en 1942, en todo el país sólo había seis agentes. Y entonces se produjo el forcejeo (dialéctico) entre el oficial alemán y los dos agentes: "Enseguida se hicieron cargo de la situación, le exigieron a su vez el pasaporte con el visado en regla al alemán, y como éste no los tenía y se encontraba en territorio andorrano le hicieron retroceder. Cuando se hubo ido, nos tranquilizaron, nos aseguraron que no nos ocurriría nada y nos pidieron que les acompañáramos hasta el edificio donde se encontraba la aduana andorrana, donde esperaríamos a que nos viniera a recoger el jefe de la policía, que esa misma tarde nos conduciría a Escaldes. Y así fue. Estábamos salvados. Andorra nos había salvado la vida. Comprenderán que cada vez que recuerdo este episodio acabe llorando".


Carla Kimhi, acompañada de su actual marido, compareció el 29 de enero de 2015 en la sala de prensa del Gobierno de Andorra para agradecer la ayuda que encontró en el país cuando ella y su familia llegaron a Andorra en noviembre de 1942, huyendo de la ocupación nazi de la Francia de Vichy. Ella, su hermano y sus padres terminaron en Madrid, y en 1944 fueron autorizados a emigrar a Palestina. Fotografía: Fernando Galindo.
Vista general del Pas de la Casa a finales de los años 40, principios de los 50. A la derecha de la fotografía -en realidad, una postal de la casa APA- el edificio de la aduana francesa, de estilo alpino, y que es el mismo que que sirve de portal a este blog. El escenario no debe diferir mucho del que se encontró Carla Kimhi. Fotografía: APA / Colección Rosa Sala Rose.

Lo contaba la semana pasada Carla Bergson -hoy, Kimhi, su apellido de casada- en la sala de prensa del Gobierno de Andorra, tras una recepción oficial con el jefe de Gobierno, Toni Martí, y para dar públicamente las gracias al país que dice que la salvó. La historia es absolutamente inusual: hasta ahora habíamos conocido de primera mano las gestas de los escasos pasadores supervivientes -cada vez menos-, los contrabandistas y resistentes reconvertidos en guías que conducían hasta la relativa seguridad del consulado en Barcelona su cargamento humano; algunos de los fugitivos de entonces dejaron escrito el relato de sus peripecias, que hemos conocido así a través del papel.

Pero jamás hasta la semana pasada habíamos tenido la oportunidad de escuchar de viva voz, y en Andorra, el testimonio de uno de los centenares de hombres, mujeres y niños, quien sabe si miles, para quienes este país se convirtió un día en sinónimo de libertad. Carla Kimhi (Viena 1930) se llama esta mujer que conserva a sus 84 años el porte elegante de la hermosa mujer que sin duda fue. Cuenta que solo en una ocasión, cuatro años atrás, había visitado Andorra desde la epopeya de 1942; su historia quedó entonces en la intimidad familiar. Si ahora ha transcendido ha sido por pura casualidad: le contó la aventura al conserje del hotel en que se hospedaba, el Kandahar del Pas de la Casa, y claro, el conserje se la contó a su vez al propietario del establecimiento, Jordi Montané, y éste fue con  la historia al gabinete del jefe de Gobierno. Y ya se sabe: estamos en precampaña -elecciones el 1 de marzo- y no es cuestión de desaprovechar una ocasión tan pintiparada. Aunque para ser honestos, Martí se ha mantenido en esta ocasión en un elegante segundo plano. De hecho, en la comparecencia de Kimhi ante la prensa ni se le vio, cosa rara, cediéndole como era de ley a ella todo el protagonismo.

De apátrida a palestina; de palestina a sionista
Pero volvamos a 1942. Habíamos dejado a la pequeña Carla refugiada en la aduana andorrana del Pas. Aquella misma tarde y tal como les habían prometido, los Bergson fueron conducidos hasta Escaldes por el jefe de policía, Daniel Armengol. Atención, un hombre de salud de hierro que a sus... ¡100 años! todavía recuerda el episodio. Cualquier día de estos les hablamos del señor Armengol, toda una institución en Andorra. Pero no nos dispersemos. A los Bergson los alojaron en un hotel con aguas termales, "igual que las que habíamos dejado atrás, en Acs". Dice Carla que, por lo que le cuentan, quizás fuese el Muntanya. Quizás. Una vez salvados, el siguiente paso era pasar a España. "Nos dijeron que tendríamos que contratar los servicios de un guía. Pero no teníamos ni un céntimo. Cuatro años de exilio forzado nos habían dejado con lo puesto. Mi padre era doctor en Derecho y dirigía en Viena una empresa de exportación de madera. En París todavía pudo dedicarse a sus negocios, incluso tenía abierta una oficina. Pero cuando empezó la guerra y empezamos a huir de nuevo de los alemanes, fuimos consumiendo los ahorros. La verdad es que no sé cómo se lo hizo para mantener a mujer y dos hijos; sé que él y mi hermano trabajaron ocasionalmente en alguna granja..."

Lo cierto es que llegaron a Andorra con los bolsillos vacíos. O casi. Uno de sus anfitriones sugirió la posibilidad de empeñar las joyas de la señora Bergson. En el caso de que todavía las conservara, claro. Hubo suerte, recuerda Carla. En su memoria, la madre fue conducida a una especie de "castillo" -no hay ninguno en Andorra: como mucho, alguna casa más o menos fortificada, la casa Rossell o la casa de Areny-Plandolit, las dos en Ordino- donde empeñó sus escasas pertenencias con el compromiso de que no serían revendidas y que podría recuperarlas tras la guerra. Naturalmente, las joyas de la señora Bergson, que falleció antes de la derrota alemana, jamás regresaron a manos de la familia. Aun así, Carla se muestra todavía agradecida, porque aquella transacción les permitió contratar al día siguiente un guía. Un pasador.

Dice Carla que se llamaba Pierre, un refugiado español que se dedicaba al negocio del paso clandestino para sacarse unos dineros con que visitar a su hija de 12 años, la misma edad que ella, que se había quedado en España: "Mi padre aceptó el trato y en unos días, no recuerdo cuántos, partimos hacia España". Y que recuerda haber dormido las "noches" que duró el periplo en las "granjas" que encontraban por el camino. Una vez en la Seo de Urgel -a 10 kilómetros de Andorra- siguieron los consejos de Pierre: se dirigieron a la estación de autobuses y compraron "cuatro billetes para Barcelona" -y lo recuerda Carla en castellano. "Si nos arrestaban, que fuese en un lugar público y con testigos, que la Guardia Civil no nos pillaran en un descampado y nos pudiera pegar cuatro tiros". Y eso fue exactamente lo que ocurrió: la pareja que reglamentariamente, recuerda, ocupaba en la inmediata postguerra y en zona fronteriza los últimos asientos del coche de línea arrestó a los Bergson, que iniciaron un nuevo periplo, de prisión en prisión, hasta que terminaron en la madrileña de las Ventas, entonces cárcel de mujeres y cabe entender que destino de Carla y de su madre.

El capítulo español de los Bergson concluye en 1944, cuando obtienen unos certificados para emigrar legalmente a Palestina, entonces protectorado británico. En España, y tras los durísimos inicios a los que se enfrentaba cualquier refugiado de a pie -otra cosa eran los militares aliados, sobre todo los oficiales y los pilotos- los Bergson recibieron el auxilio del Joint Distribution Comittee, la agencia norteamericana de ayuda a los judíos cuya labor en España ha rastreado Josep Calvet en Huyendo del Holocausto. Y todavía recuerda con afecto su paso por el Liceo francés y por el orfanato de la Sagrada Familia. Se da la circunstancia, recuerda Carla con cierto humor, "de que mi primer pasaporte fue palestino. En fin, llegamos a un país joven, vacío, terriblemente caluroso... ¡con lo que a mí me gustaba la montaña! Pero vivos".

Los Bergson habían jugado al gato y al ratón con los alemanes, y al final se habían salido con la suya. Tuvieron suerte, y era conscientes de lo que se jugaban: "Mi primer recuero político, si se puede llamarle así, es el asesinato del canciller Dollfuss, perpetrado por sicarios nazis en julio de 1934. Mi padre decidió huir de Austria en marzo de 1938, y nuestro primer destino fue París. Antes de estallar la guerra, acogimos durante unos días en casa a un chico que había estado recluido en Dachau, que no era entonces un campo de exterminio pero donde se liquidaba igualmente a los judíos. Nos contó cómo los guardias colocaban una cuerda a cierta altura, y al que no lograba saltarla le pegaban un tiro. Quiero decir con esto que sabíamos perfectamente lo que nos jugábamos si caíamos en manos de los alemanes."

Los últimos judíos de Acs
Acs fue la penúltima etapa del periplo iniciado en 1938. Tampoco en esta localidad a un tiro de piedra de la frontera con Andorra y España, estuvieron nunca seguros. Recuerda Carla las frecuentes razzias a la caza del judío, y cómo su padre les ordenaba huir unos días a la montaña, hasta que la tormenta amainaba: "Fueron cuatro años de terror, de sentir que cada día que pasaba le habíamos robado un batalla a la muerte". Los Bergson fueron sin duda afortunados: en Acs coincidieron con otras ocho familias de refugiados judíos. Todas fueron deportadas. Hasta la ocupación nazi de la Francia de Vichy, el 11 de noviembre de 1942, ordenado por Hitler en respuesta al desembarco aliado en el norte de África. Al día siguiente los Bergson hicieron las maletas y se plantaron en el Pas de la Casa a bordo del coche de un vecino de Acs.

¿Que fue de Carla, una vez establecidos los Bergson en Palestina? Sobrevivir. El padre intentó regresar tras la guerra a Viena para recuperar lo que quedara del patrimonio que había dejado atrás; con la mala fortuna que murió en la capital austríaca de un ataque al corazón. Carla y su hermano -la madre había muerto durante la contienda- quedaron solos en Israel. Ella tenía 16 años: "A veces pienso que mi padre se impuso la misión de poner a su familia a salvo, y que una vez logrado esto sentía que había cumplido con su deber". En fin, con la proclamación del estado de Israel, el 14 de mayo de 1948, nuestra ya no tan pequeña Carla fue movilizada y se enroló en la fuerza aérea del recién nacido Tsahal.

Tras el servicio militar ejerció como intérprete -habla alemán, inglés, francés, hebreo y dice que entonces, en los años 40, también un muy buen español- y también como actriz, directora y productora de teatro y música clásica, al frente de la Israel's Kibbutz Chamber Orchestra. Pero esta es otra historia que quizás otro día podamos contar. Hoy Carla había venido a hablar de Andorra, "que fue para mi familia y para tantas otras un rayo de luz en una Europa negra. Negrísima". Y no se marcha antes de una última observación a cuenta de su país adoptivo: "Israel se parece algo a Andorra: los dos son pequeños pueblos rodeados de grandes vecinos. La diferencia es que a ustedes les dejan tranquilos. A nosotros no; ni un minuto. Nos acusan de todo, cuando lo único que queremos es vivir tranquilos. Uno de mis nietos tiene que cumplir pronto su servicio militar. No saben lo que eso me inquieta..."

martes, 18 de marzo de 2014

Sala Rose: "González Ruano fue un personaje profundamente amoral, un oportunista y un egoista"

González Ruano... ¡¿un vulgar estafador que se dedicaba al sucio negocio de extorsionar a los fugitivos judíos que intentaban huir de la Francia ocupada a través de los Pirineos?! Pues esta es la tesis de El marqués y la esvástica (Anagrama), un tocho de 500 páginas en que la filóloga y germanista Rosa Sala Rose y el periodista Plàcid Garcia-Planas, reportero de La Vanguardia, cartografían la nada gloriosa peripecia del autor de Mi medio siglo se confiesa a medias en el París ocupado. El resultado es demoledor, una lectura tan subyugante como inquietante... aunque no consigan su propósito: demostrar la implicación de Ruano (Madrid, 1903-1965) en la matanza organizada de judíos por falsos pasadores. Pero se quedan cerca, muy cerca.

La filóloga y germanista Rosa Sala Rose, autora, entre otros, del Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo y de La penúltima frontera, vuelve ahora a la carga con El marqués y la esvástica, a cuatro manos con Plàcid Garcia-Planas y que se abre con la sorprendente confesión de un íntimo de nuestro hombre: "A César le hubiera entusiasmado este libro". Pues a eso se le llama masoquismo... Fotografía: Daniela Dentel.


-Conclusión: González Ruano fue un extorsionador, un estafador, pero no un asesino...
-Lo único que tenemos es el testimonio de Pons Prades en Los senderos de la libertad, y las notas manuscritas que se conservan en su archivo personal y que difieren sensiblemente de lo publicado en su libro. Ciertamente, no lo pudimos probar... pero tampoco desmentir. Aunque evidentemente hay que respetar la presunción de inocencia.

-De lo que no caben dudas es de su participación en el tráfico de judíos.
-Lo hemos demostrado. Como también que denunció a sus compañeros de celda en la prisión de Cherche Midi donde lo encerró tres meses la Gestapo. También hemos averiguado que los tribunales franceses lo juzgaron y condenaron por estos hechos a 20 años de trabajos forzados.

-¿Cómo se les escapó un detalle como éste a sus biógrafos?
-Es extraño porque él mismo lo cuenta, aunque sea de refilón, en un rincón de sus diarios. En ellos admite que su situación legal en Francia es confusa, sabe que lo han condenado pero parece que no conoce la sentencia. Por raro que parezca, es un hecho en el que no había reparado hasta ahora ningún ruanista, y desde luego nadie había localizado el proceso. Quizás porque no lo habían buscado. Nosotros, sí.

-¿Cuál es concretamente el delito por el que lo condenan?
-Oficialmente, por "inteligencia con el enemigo", que es un concepto algo muy flexible. Si examinamos el sumario, comprobamos que básicamente lo procesan por haber delatado a sus compañeros de celda, en su mayor parte resistentes, y de los que había ejercido como confidente. Se chivó por ejemplo del sistema clandestino de correo en el interior de la prisión, y de que uno de los reclusos guardaba una lima en la celda, en la mejor tradición carcelaria. Lo más insidioso no es la delación en sí, sino que no cantó bajo tortura: les delató voluntariamente. Entre la documentación del sumario se conserva la denuncia de uno de ellos: cuenta la falsa promesa de tráfico de influencias que le había hecho a un judío encerrado con Ruano en Cherche Midi. Pues bien: Ruano salió a los tres meses; el judío aquel murió en Auschwitz.

-¿Cómo es que acabó en manos de la Gestapo?
-Esta es la gran pregunta. A juzgar por lo que cuenta Joan Estelrich en sus Dietaris -testimonio especialmente fiable porque fue compañero de Ruano, escribe justo después de estos hechos y sus Dietaris no estaban destinados a ser publicados- parece que la Gestapo estaba convencida de que Ruano prestaba desinteresadamente ayuda a los judíos que pretendían huir de Francia. Sólo después de los interrogatorios y registros llegan a la conclusión de que se trata de un simple, de un vulgar estafador, como él mismo admitió a sus interrogadores.

-Al negocio de la extorsión, ¿se dedica de forma puntual o sistemática?
-Desde luego no fue un caso sólo. Tenemos constancia del judío que compartió con él la celda de Cherche Midi, y también nos consta que desvalijó el piso de otro judío que tuvo que huir y que le dejó su casa, 850 metros cuadrados en la mejor zona de París, a Ruiz Aranda, que a su vez se la prestó a Ruano, que era amigo suyo. Nos pusimos en contacto con el hijo de Aranda, que nos aportó un testimonio muy interesante: entre otras cosas nos contó que Ruano se dedicó a ir vendiendo los muebles y las obras de arte que encontró en el piso.

-Después de estos tres años de investigación y de estas 500 demoledoras páginas, ¿cómo juzga a González Ruano?
-Era un oportunista dispuesto a cualquier cosa por dinero. Y esto lo dicen tanto los fascistas italianos como la Gestapo y los mismos tribunales franceses que lo juzgaron. A mi entender, lo mas grave es que violó sistemáticamente todos los códigos deontológicos imaginables, trabajando al dictado del ministerio de propaganda nazi. Llegó incluso a firmar artículos escritos por otros, y eran siempre piezas de un antisemitismo furibundo, hasta el punto que la misma Falange tuvo que llamarle la atención. Y lo que me parece todavía más grave es que un individuo de esta calaña diera hasta este mismo año nombre a uno de los premios de periodismo mejor dotados... ¡del mundo!

-Le han cambiado el nombre y lo han dejado en premio Mapfre, por la fundación que lo patrocina. ¿Por su culpa, quizás?
-Desde la Fundación Mapfre lo niegan; pero nos consta que es así.

-¿Cómo ha afectado el descubrimiento del lado oscuro de González Ruano a la percepción que usted tenía de su obra?
-Es un escritor de talento irregular pero con momentos realmente brillantes. Me interesan mucho su obra memorialística y sus diarios, y algunas de sus crónicas. Pero estamos ante el viejo dilema sobre si el hecho de que escribiera más o menos bien permite que se le perdone todo lo demás. Es un discusión bizantina, y al final nos encontramos ante un personaje profundamente amoral, un oportunista, un egoista que estaba convencido de que había nacido para ser príncipe, nada menos -y es capaz de decirlo él mismo- y que se pasó la vida pensando que el mundo le debía lo mejor. Si no se lo daba, se lo tomaba. Arrastró toda su vida este síndrome de hijo único y mimado.

-Pues la detención a manos de la Gestapo debió de ser un golpe de dura realidad.
-Fueron tres meses. En realidad no lo torturaron. No le tocaron un pelo, salvo un simulacro de fusilamiento que él mismo cuenta y que no hemos podido comprobar, aunque es posible que así fuera. Estos tres meses fueron probablemente la experiencia más intensa de su vida.. Tanto, que en su obra posterior sigue dándole vueltas a esta experiencia, llega incluso a hacer literatura con las confidencias de los compañeros de celda a los que luego delató a la Gestapo. Era, en fin, un hombre obsesionado con las joyas y con el sexo, con vicios caros, especialmente en el París ocupado. Esto le obligaba a buscar dinero de donde fuese, y sin tener en cuenta las consecuencias que esto pudiera acarrearles a los demás.

-Vayamos a la sección andorrana de El marqués y la esvástica. Con Puigdellívol pasa algo parecido que con González Ruano, pero sin sombras probadas: le someten a un juicio sumarísimo para acabar exculpándolo de toda sospecha.
-Más que nosotros, quien le somete a juicio son los tribunales franceses...

-...que también lo terminaron exculpando, como recogen en el libro. ¿Tuvo quizá Puigdellívol la mala suere de que lo citara Bayo en Reporter y de que haya dejado rastro documental? Lo digo porque todos los que han hurgado en su papel en el paso de fugitivos no han conseguido involucrarlo en la leyenda negra, por mucho que lo han intentado.
-Es cierto, pero el capítulo tiene cierta relevancia porque explica con cifras y datos concretos cómo funcionaba el negocio del pasaje de judíos. A Puigdellívol le hemos incorporado al libro porque uno de los testimonios que cita Pons Prades y del que partimos es el pasaje de judíos en camiones. Algo que no estaba al alcance de muchos pasadores en una época en que los controles, aduaneros y volantes, era constantes y muy estrictos. Hacían falta salvoconductos para todo, y el hecho de pasar a fugitivos judíos en camiones conducidos por militares alemanes lo convierte en un caso único, excepcional.

-Citan también a Barberan.
-Así es, aunque él en camiones sólo pasaba mercancías de contrabando; a los judíos los pasaba a pie, disfrazados de contrabandistas y con la colaboración también de soldados alemanes. Un caso sin duda insólito. El caso es que nos llamó la atención que Puigdellívol utilizara camiones, porque este detalle coincidía con el testimonio del que parte la investigación. Hemos intentado ir analizando todos los elementos, ofreciéndoselos al lector para que él extraiga sus conclusiones. Puigdellívol tenía además confidentes de la Gestapo en su equipo. Todo esto puede no significar nada, pero implica una serie de connivencias y sobornos y, desde luego, es un juego preligroso.

-Que se lo digan a él, que terminó en Buchenwald.
-Sí: con los miembros de su cadena y los judíos que transportaba el día que lo capturaron.

-Hagamos balance: en el libro registran cuatro "matanzas" en zona de -digamos- influencia andorrana, con el resultado de diez fugitivos judíos muertos. En el contexto bélico y teniendo en cuenta de que por Andorra circularon probablemente miles de huidos -Baldrich decía que había pasado a cerca de 300- no parece que sea lo más propio hablar de "matanzas masivas" como hace Daniel Arasa, uno de los expertos que citan en El marqués y las esvástica.
-Hay que tener en cuenta que documentar este tipo de muertes es dificilísimo. La única manera de hacerlo de forma fehaciente es desenterrando fosas, y en el epílogo contamos que han aparecido fuentes de última hora, y fidedignas, de que en Andorra, cuando se descubrían restos humanos sospechosos al levantar por ejemplo un edificio, la práctica habitual era cubrirlos sin avisar a nadie. Estas muertes raramente dejan rastro en los archivos, aunque tal vez puedan encontrarse en uno que nos ha cerrado la puerta a cal y canto: el del obispado de Urgel.

-Un clásico.
-Es un fortín. No hubo manera. Aunque, ¿qué rastro documental podemos esperar que se conserve ahí? Sus parientes quizás sabían que una familia de judíos atrapados en la ratonera europea tenía intención de huir pasando por Andorra. Pero incluso esto es mucho suponer, una huida así no es algo que se anuncie por correo. Supongamos que los familiares estaban informados de que iban a cruzar por Andorra, pero que nunca llegaron. ¿Qué hacen? ¿Dirigirse a gobiernos hostiles como los de la España franquista o la Francia de Pétain para interesarse por estas personas? Si así ocurrió, quizás podríamos encontrar correspondencia de este tipo en el archivo del obispado.

-El capítulo final en Envalira, armados con un detector de metales a la búsqueda de restos humanos en la curva de la muerte... ¿Es una escenificación, una licencia digamos literaria, o tenían de verdad la esperanza de encontrar algo?
-No fue una escenificación, sino un pronto. No queríamos dejar ningún cabo suelto, y por una serie de motivos que explicamos en el libro creíamos que esa zona de frontera era ideal para una matanza de este tipo. Todos los indicios apuntaban a este lugar. Fuimos con un arqueólogo, Albert Roig, que nos hizo ver que si alguna vez hubo allí cadáveres enterrados, el deshielo y las riadas se los habrían llevado tiempo atrás.

-Para terminar: buena parte de la leyenda negra nace con los reportajes de Eliseo Bayo para Reporter. Y para mi gran sorpresa, el propio Bayo admite en el libro que pudo ser engañado. Y surge la sospecha de que quizás en 1977, cuando escribió estos reportajes, ya tenía esta llamémosle intuición, y que a pesar de todo siguió adelante.
-No es justo. Los documentos que nos facilitó demuestran que él investiga honestamente una pista que cree cierta. No inventa ni fabula. Él vio y fotografió huesos. Lo que ocurre es que cuando uno paga por un testimonio inmediatamente surge la sospecha de si no será todo un montaje para hacerse con ese dinero. Bayo acepta esta posibilidad, y es cierto que Reporter era una revista amarillista. Pero dentro de sus parámetros él emprende una investigación honesta, busca testimonios, aporta documentos, visita los escenarios... Nadie hace todo esto si es consciente de que está contando una mentira.

-¿Decepcionados, con los resultados de sus pesquisas?
-Es muy difícil probar nada de esto sin la implicación a gran escala del gobierno [de Andorra]. Hemos removido cielo y tierra, hemos hablado con Bayo -cosa nada fácil y que no había conseguido hasta ahora ningún historiador- hemos desenterrado el proceso de Puigdellívol, que no demuestra que estuviera implicado en la entrega de judíos, pero sí que lo estuvo en una red de salida de jerarcas nazis a través de un bar de Hospitalet que regentaba su familia. Hemos desentrañado cómo funcionaba la maquinaria económica de este tipo de pasaje y, en fin, hemos rescatado el testimonio de Barberan, que como el de Pons Prades, estaba bastante olvidado.

domingo, 9 de febrero de 2014

Paco Roca: "Franco no iba a convertir en héroes a unos republicanos; por eso La Nueve cayó en el olvido"

Ostras, tú: ¡La Nueve!  Sí, hombre: Granell, Royo, Dronne y el puñado de excombatientes republicanos enrolados en la 9a compañía de la 2a división blindada de Leclerc que la noche del 24 de agosto de 1944 se convirtieron en los primeros soldados aliados que entraron en París. Y lo hicieron, seguro que el lector lo recuerda, a bordo de tanquetas -half track, según la terminología de la época- que se llamaban Madrid, Teruel, Guadalajara y cosas así. ¡La Liberación! El historietisa valenciano Paco Roca (1969) acaba de publicar una estupenda, monumental novela gráfica, Los surcos del azar (Astiberri), en que sigue la trayectoria bélica de los 146 soldados españoles de La Nueve, desde la instrucción en Marruecos y el bautismo de fuego en Túnez -¡y contra las tropas blindadas de Rommel!- hasta Normandía, la Bolsa de Falaise y naturalmente, París. ¿Por qué lo sacamos hoy aquí? Porque Roca -Premio Nacional del Cómic, mejor guión y mejor obra en el Salón de Barcelona por Arrugas y El invierno del dibujante- será la estrella de la próxima edición de la Massana Còmic: a partir del 22 de marzo expone en Les Fontetes las planchas originales de Los surcos del azar. Ñam, ñam.


Roca firma un ejemplar de Arrugas en la edición del 2011 de La Massana Cómic, en que presentó El invierno del dibujante; el 22 de marzo comparece en el Museu del Còmic con las planchas de Los surcos del azar. Será la tercera ocasión que participa en el salón andorrano. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.

Portada de Los surcos del azar, la novela gráfica de Paco Roca que sigue las peripecias de La Nueve hasta la Liberación de París, en agosto de 1944. El título procede de uno de los proverbios de Antonio Machado, cuyos últimos versos dicen así: "¿Para qué llamar caminos/ a los surcos del azar?"


-La historia de La Nueve es conocida... pero no mucho. ¿Por qué, si es uno de los capítulos más pintorescos de la II Guerra Mundial?

-En la España franquista era impensable convertir en héroes a unos republicanos que habían combatido contra los antiguos aliados de Franco. Así que toda esta gente cayó en el olvido. Hasta el 2000, más o menos, era una peripecia completamente desconocida para el gran público, y de hecho la mayoría de los integrantes de La Nueve murieron en el exilio sin el más mínimo reconocimiento.

-¿Cuántos supervivientes quedan?
-Dos: Luis Royo, que los últimos años ha hablado extensamente en público sobre este capítulo de su biografía, y un señor que se llama Rafael que vive cerca de Estrasburgo y que nunca, jamás ha querido conceder ninguna entrevista. En cierta manera me inspiré en él cuando el Miguel Ruiz de Los surcos del azar se niega a recordar: "Ya que no habéis querido saber nada de mi durante todo este tiempo, ahora sy yo quien no quiere hablar", parece que piensen.

-Me temo que Miguel Ruiz es un personaje de ficción.
-Él, sí, pero Miguel Campos, en cambio, es muy real. Su paso por La Nueve está perfectamente documentado -Dronne lo cita elogiosamente en sus Carnets de route- y desaparece sin dejar rastro, tal como indico en la novela, en una incursión tras las filas enemigas cerca de Hablanville, poco después de la Liberación. Quizás esté vivo todavía...

-La historia de amor con Estrella es una concesión romántica. Y ese nombre... ¿De verdad que hacía falta?
-Pretendía representar las dos Españas a través del sueño de un país libre del fascismo que encarna Estrella y, paralelamente, el país real que se ve reflejado en la esposa que Miguel se ve obligado a dejar en Alicante, y con quien aunque lo intenta, ya no podrá volver a vivir. Esta esposa es la España vencida, humillada y sumisa. Y que conste que se dieron casos como este: antiguos exiliados que al volver a casa se encontraron con la sorpresa de que no encajaban de ninguna manera ni con su antigua familia ni con su antiguo país. Y que volvían a marcharse, como Miguel.

-A él lo localiza en Baccarat, en la Lorena. ¿Por qué aquí, exactamente?
-Buscaba una ciudad en la ruta que siguió La Nueve; en Baccarat muere Estrella, y sobre todo es la localidad cerca de la que desapareció realmente Miguel Campos.

-Tal como lo cuenta en la novela, cualquiera diría que la Liberación de París fue un paseo. Incluso demasiado fácil diría.
-Es que ocurrió así. Y conste que el hecho de que la escena culminante de la historia se resuelva sin prácticamente disparar un tiro -salvo algún caso aislado de fuego amigo- deja cierta sensación de anticlímax. Lo cierto es que la Resistencia había arrinconado a los alemanes cuando llegaron los aliados, y que París ya estaba de hecho liberada.

-¿Entonces?
-Se trataba de un gesto antes que nada simbólico: De Gaulle pretendía llegar antes que los americanos, y lo consiguió; por otra parte, no podía consentir que la gloria de la Liberación se la adjudicara la Resistencia, que orbitaba mayoritariamente alrededor del Partido Comunista. Ni él, militar profesional, ni un aristócrata como Leclerc, estaban dispuestos a cederles este trozo del pastel.

-Desde el punto de vista dramático no deja de ser un hándicap.
-Sí, pero atención, porque con La Nueva hemos pasado de un extremo al otro.

-¿Qué quiere decir?
-Primero la olvidamos, y ahora hay quien pretende envolver la Liberación en un halo de leyenda. De ahí ese rumor -que o es más que eso: un rumor- de que Granell y Dronne emprendieron una especie de carrera a ver quién llegaba antes a la plaza del Ayuntamiento. Se ha intentado dotar de carga épica a un episodio que de épico tuvo bien poco. Para mí, esto era un hándicap, como dices. Y para resolverlo acentué el aire surrealista que tuvo la llegada de La Nueve, con la chica alsaciana que se lanzó sobre el jeep de Dronne y que ya no se bajó del capó hasta llegar a la plaza...

-¿Es cierto, este episodio?
-Lo es. Y también la aparición, que cito en la novela, del motorista armenio que guió a la columna por los bulevares de París: porque ni los soldados de La Nueve, que eran como sabemos españoles, ni Dronne, que era normando, conocían la ciudad. En fin, que ya que la jornada no tuvo demasiada épica, por lo menos que tuviera un toque surrealista.

-La ejecución sumaria de cinco jóvenes soldados alemanes que aterrizan por error en medio de la columna, ¿ocurrió en realidad?
-También. Y el intento de Miguel Campos de volar de un cañonazo de El Abuelo la embajada española en París. Alguien le quitó en el último momento la idea de la cabeza. En fin, he intentado ser lo más fiel posible a la historia, a los hechos tal como sabemos que ocurrieron, sin añadir nada que no supiera que no ocurrió.

-A su protagonista sí que le permiten en cambio cambiar la bandera franquista de la legación por la tricolor republicana.
-La verdad es que tampoco de esto tenemos pruebas documentales, pero es una anécdota que cuentan diversos testimonios.

-Por cierto: nuestro Jaume Ros, que la noche de la Liberación se alojaba en un hotel al lado de la plaza del Ayuntamiento y que fue  saludar a los combatientes de La Nueve, contaba que habló con la tripulación (catalana) de un blindado que llevaba el nombre de L'Avi. No sería El Abuelo que me contaba hace un momento?
-El Abuelo era en realidad un cañón que iba enganchado a una de las tanquetas de La Nueve. Que yo sepa, no llegó a la plaza del Ayuntamiento, pero es que alrededor de este episodio se han levantado muchos rumores y mucha leyenda: en muchas fotografías aparece otra tanqueta con el nombre de España cañí; pues bien, nadie ha sabido decir hasta ahora a que compañía pertenecía: a La Nueve, seguro que no...

-Una persistente leyenda negra sostiene que los noticiarios franceses de postguerra eliminaban a la manera soviética los nombres españoles de los blindados de Leclerc. ¿Es cierta?
-Al contrario: hay muchas fotografías que se han falseado para que aparezcan en los blindados nombres españoles. En realidad, el nombre sólo lo pintaban en la parte frontal del vehículo, sobre el radiador; en cambio, en muchas imágenes aparece en la parte lateral... En fin. Los franceses nunca pretendieron ocultar la participación de republicanos españoles en la Liberación, pero las cosas hay que ponerlas en su contexto: en primer lugar, La Nueve irrumpió el 24 de agosto por la noche; se sacaron pocas fotografías, y de esas pocas, la mayoría enfocaron a los tanques, que llevaban tripulaciones y nombres franceses, y que eran mucho más modernos, espectaculares y fotogénicos que las anticuadas tanquetas de La Nueve.

-Así que de campañas antiespañolas, nada de nada.
-Los blindados de la compañía participaron dos días después en el desfile triunfal por los Campos Elíseos, y en un lugar de privilegio, escoltando a las autoridades, porque habían sido las primeras unidades que entraron en París. Que no: nadie trató de ningunearlos. Al contrario.

-¿No tuvo la tentación de seguir a La Nueve hasta el Nido del Águila, aunque Miguel Campos hubiera desaparecido?
-Nos perdemos el final apoteósico, redondo, esto es cierto. Porque aquellos combatientes republicanos que no habían podido echar a Franco sí que llegaron a profanar el refugio alpino de Hitler. Una dulce revancha que la historia del regaló. Pero lo que me interesaba era la peripecia de Miguel, su personaje: continuar con La Nueve después de su desaparición, sólo por el placer de llegar a Berchtesgaden, no tenía en mi opinión sentido.

-La fiesta final en cierto hotel de París, con Hemingway prometiendo sobre un tubo de whisky que jamás volvería a España hasta que se reinstaurase la República, ¿está documentada?
-Hemingway estaba en París los días inmediatos a la Liberación. Podría haber coincidido con los españoles de La Nueve; la fiesta en concreto es una licencia que me tomo, pero lo de que no regresaría a España, eso sí que lo dijo.

-Pues se lo debió pensar dos veces, porque le faltó tiempo para volver...
-Por eso me interesaba: Hemingway encarna la hipocresía de las democracias occidentales con respecto a la España de Franco. Se acabaron tragando sus palabras. De hecho, a los soldados de La Nueve los engañaron con falsas promesas de que después de Hitler y Mussolini, el siguiente en caer sería Franco. Por eso luchaban.

-Por lo que respecta a la documentación: armamento, uniformes y localizaciones, ¿van a Misa?
-Absolutamente. De hecho, en la segunda edición introduje alguna corrección porque los historiadores que me asesoran habían detectado algún gazapo.

-¿Por ejemplo?
-En el bombardeo del puerto de Alicante , el Stuka llevaba en la primera edición el emblema de la Luftwaffe, cuando en realidad el avión, aunque era, sí, un Stuka, pertenecía a la Aviazione italiana y por lo tanto tenía que lleva un emblema italiano. Hilamos muy fino, ya lo sé, y lo cierto es que estos detalles en nada alteran la historia, pero si podemos, ¿por qué no hacerlo bien?

-¿Cuáles son sus referencias, por lo que respecta al cómic bélico?
-Me gustaban Hazañas Bélicas y Hugo Pratt, claro. Y también Tardi. Inicialmente, de hecho, la novela iba a tener un enfoque próximo a Malditos bastardos o a Los violentos de Kelly. Pero enseguida cambié radicalmente el tono y me encaminé hacia el verismo documental, en la línea -para entendernos- de Salvar al soldado Ryan.

-Por curiosidad, ¿cuántas veces ha visto la serie Apocalipsis?
-Varias. Me ayudó a documentar el combate tal como es en realidad, no como el cine nos muestra. Y a poner el punto de vista a pie de calle, nada de planos generales y espectaculares: la cámara, siempre siguiendo al soldado. ¿Para qué copiar recursos de otros autores si puedo ir directamente a la fuente? Spielgberg decía que su reto era evitar las muertes de cine. Por eso sus muertos no mueren como en las películas, que nos han dado una imagen falseada: cuando te pegan un tiro no te vas hacia atrás, caes a plomo y no dibujando en el suelo aquellas X tan fotogénicas...

-Luis Royo, ¿ha leído Los surcos del azar?
-En abril, cuando sale la versión francesa, espero poder entregárselo en persona.

-Para acabar, usted que es también guionista: ¿por qué el guión no acostumbra a estar casi nunca a la altura de la ilustración, en la mayoría de los cómics?
-No estoy de acuerdo. Es como lo dices en la bande dessinée, el cómic francés que impone un formato de 46 o 54 páginas con el que, por lo tanto, no puedes desarrollar argumentos de cierta complejidad por una pura cuestión de espacio. El lector francés busca sobre todo un dibujo espectacular y detallista. Prima la ilustración. En la novela gráfica española es justamente al contrario: el dibujo está al servicio del guión. Es el caso de Dublinés, de Zapico, y también el mío y de muchos otros historietistas.

[Esta entrevista se publicó el 8 de febrero de 2014 en El Periòdic d'Andorra]


martes, 4 de febrero de 2014

Normandía: recuerdos de un soldado

Militar retirado y veterano de la II Guerra Mundial, Channing King Hall pertenece a la ilustre y prolífica nómina de los norteamericanos expatriados en Europa, donde ha vivido desde 1949. En 1973 se instaló en Sant Julià de Lòria (Andorra). Ahora evoca su vida nómada en Mémoires d'un libérateur de la France, una autobiografía ágil cruzada de un cierto humor negro y de un involuntario nihilismo, que se lee como una novela y que se centra en el episodio culminante de su peripecia vital y profesional: el desembarco aliado en Normandía y la campaña de Francia. Allí vamos.

Hall (Newton, Massachussets, 1921) nos recibe en su piso de Sant Julià el día después de la captura de Saddam. Ni puede ni quiere disimular la euforia que lo embarga, y el eslogan manufacturado en el servicio de propaganda del US AEmy que espetó el administrador civil norteamericano en Iraq, Paul Bremmer, al difundir las imágenes del dictador capturado -"We got him!"- le sirven para evocar la noticia de la liberación de París, el 25 de agosto de 1944. King se encontraba en algún lugar del centro de Francia, en medio de una de las interminables misiones de abastecimiento que el cuerpo de ingenieros al que estaba adscrito puso en marcha bajo el nombre en clave de Operación Ballon Rouge. "Fue una jornada inolvidable. Por la radio alguien dijo que París había caído. '¡La tenemos!', exclamamos. Como ahora con Saddam".

Hall, a la ziquierda, en una imagen tomada durante la campaña de Francia. Como veterano de guerra, al contraer matrimonio con Georgette, joven francesa a la que conoció durante la contienda, pudo disfrutar de un viaje de novios por todo lo alto, repartido entre el hotel Négresco de Niza y el Martínez de Cannes. Fotografía: Archivo Chaning K. Hall.

El libro destila este patriotismo tan norteamericano que los europeos, con cierta condescendencia, acostumbramos a calificar de ingenuo. Por ejemplo, cuando no duda en describir como "el más feliz de mi vida" el día que recibió los galones de oficial. Fue el 16 de abril de 1943, siete meses después de ser movilizado: "Ha habido otras ocasiones memorables: los ascensos, los matrimonios... Pero nada se puede comparar a la felicidad y al orgullo inmenso que me produjo mi nombramiento como oficial del ejército de mi país". Medio siglo lejos de los EEUU, donde desde 1959 no ha pasado más de cinco semanas en total, le han europeizado, sin duda. Él mismo lo reconoce, pero no han conseguido borrar el orgullo patrio marca de la casa: "Todo lo que tengo está aquí: mis recuerdos, mis pertenencias... En los EEUU no tengo nada. Pero cuando has luchado por tu país en lo último en que piensas es en cambiar de nacionalidad. Estoy orgulloso de lo que hice y me siento orgulloso de ser norteamericano".

Pero atención: Hall no es el americano de una pieza, sin aristas ni matices, que sólo existe en las viñetas de los caricaturistas de El País y en la imaginación de los profesionales del antiamericanismo. Al contrario: una vez proferida esta declaración de principios, se desmarca con una profesión de fe antimilitarista y con una sorprendente confesión que hay que leer teniendo en cuenta que toda su vida profesional, toda, la pasó en el ejército, primero como militar de carrera y desde 1953 hasta la jubilación, 18 años después, como trabajador civil: "Si pudiera volver atrás, no me alistaría", dice. Es la paradójica sentencia de quien ha entregado su vida al ejército, pero también ha visto de cerca los desastres de la guerra. De hecho, guarda en los más recóndito de su cerebro recuerdos que todavía le quitan el sueño. El más terrible y siniestro, cuando hubo de improvisar una compañía de enterradores, poco después del desembarco de Normandía: "Nos ordenaron coger cinco camiones y dirigirnos a un punto no muy lejano de la playa donde se habían acumulado los cadáveres de los soldados muertos en combate, recogerlos y transportarlos al cementerio de ese sector. Fue horrible. Lanzábamos los cuerpos a los contenedores como si fueran ladrillos, uno encima del otro. Alguno de aquellos soldados llevaba hasta ocho días muerto, olían terriblemente y se habían ennegrecido. En el cementerio no tenían derecho a ataúd: los envolvíamos en una sábana y los enterrábamos así. Este trabajo lo hacían los prisioneros alemanes. Pero medio siglo después de aquello, todavía se me aparece la escena en sueños. Nunca podré borrarla de mi espíritu."

Andorra aparece en el horizonte vital de Hall cuando con su primera esposa, Georgette, decidió establecerse en Sant Julià de Lòria tras la jubilación. Fue a principios de los años 70 y Andorra se convirtió en el epicentro de una vida nuevamente nómada, con continuos viajes por toda Europea al volante de la autocaravana familiar. Dos años después de morir Georgette, en la fotografía, Hall contrajo nuevamente matrimonio con Marie-Hélène. Fotografía: Archivo Channing K. Hall.

Otras escenas prefiguran el pánico cerval ante el inminente combate, o la muy humana compasión hacia los compañeros que parten hacia el frente. En las Navidades de 1944, en  plena ofensiva alemana de las Ardenas, la compañía que mandaba esperaba en la base aérea de Laon, cerca de la frontera francobelga, la llegada de un contingente de paracaidistas procedente de Inglaterra. Fue la única ocasión en que la columna de Hall fue atacada por la aviación alemana: "No sufrimos ninguna baja porque el avión llevaba las ametralladoras montadas en las alas y la hilera de camiones alineados en la pista del aeródromo quedó justo en medio del ángulo de fuego. Un milagro". Pasado este incidente, llegaron los paracaidistas: "Los cargamos en los camiones y partimos de inmediato hacia el frente. Que lástima me daban. En el bosque donde se apearon, en plena noche, les ordenaron cavar hoyos en el suelo helado para protegerse. La mayoría de ellos no tenía más de 18 años, y se veía en sus ojos que aquella era su primera misión de combate. Enseguida nos ordenaron regresar. No hizo falta que nos lo ordenaran dos veces".

A Hall, como a tantos otros de sus compatriotas, el bombardeo japonés de Pearl Harbour le cambió las expectativas vitales hasta el punto de que no duda en considerarla "la fecha más importante de mi vida: sin Pearl Harbour es improbable que me hubiera convertido en el expatriado -voluntario, eso sí- que soy hoy. Aunque, tal como iban las cosas en Europa, mi país se hubiera implicado en la guerra antes o después". Pero si hasta entonces había llevado una vida sin rumbo -la biografía de Hall es indudablemente americana, con una adolescencia especialmente difícil, expulsado de la casa paterna a los 17 años, con una subsiguiente etapa de vagabundeo- la movilización le descubrió su lugar en el mundo: el ejército. Se alistó en septiembre de 1942, y ya no lo abandonaría hasta la jubilación, con la sola excepción de un breve período justo después de terminada la contienda. La vida militar le permitió, dice, desarrollar sus potencialidades. Y se muestra especialmente orgulloso de su rápido acenso en el escalafón: "No sé si se puede llegar a comprender lo que sentí: yo, que tres años antes estaba en la calle, que había pasado hambre, que me había visto obligado a frecuentar a gente de una clase social inferior a la mía... Aquel chico desnortado se había ganado un respeto, se había convertido en oficial, merecía importantes responsabilidades. Y todo esto, apenas siete meses después de la movilización, y de alistarme como soldado raso" Este orgullo propio del self made man salpica todo el libro, en que Hall deja puntual constancia de los sucesivos ascensos hasta la jubilación, en 1971, con el grado civil de G13, equivalente al de teniente coronel en el escalafón del ejército norteamericano.

El punto culminante de su carrera militar fue la campaña de Francia. Tomó parte activa en el desembarco de Normandía. No con las primeras oleadas, las que tomaron tierra en la madrugada del 6 de junio, pero sí con los batallones de aprovisionamiento que llegaron una vez aseguradas las cinco playas. La compañía de Hall, la brigada especial del cuerpo de ingenieros, arribó el 30 de junio a Utah Beach. La espera en Inglaterra se les había hecho eterna: "Llegamos en enero, a bordo del Queen Mary, donde me separaron de mi hermano gemelo, con quien había hecho la instrucción. ¡Los soldados no sabían a qué teniente Hall se tenían que dirigir!" De Fur de Clyde a Southampton, de aquí a Cornualles y finalmente a Plymouth. "Cada segundo del día pensábamos en el momento en que llegaría la orden de partir. Nos tenían encerrados en el campo, casi como prisioneros, con la única ocupación de preparar el material, los jeeps y los camiones para que resistiesen el contacto con el agua del mar, porque preveíamos que desembarcaríamos lejos de la costa. Matábamos el tiempo jugando a las cartas. Me aficioné en Plymouth, y a todo el mundo le ocurrió más o menos lo mismo. Después me costó doce años dejarlo, pero lo conseguí en junio de 1956".

Lo peor había pasado Los alemanes estaban cinco kilómetros tierra adentro, y la aviación aliada enseguida liquidó las últimas defensas costeras. La brigada de Hall se encargó los primeros días de descargar los barcos que continuamente llegaban a las playas -el puerto de Cherburgo todavía no había sido tomado- llenos de alimentos, recambios y combustible. A mediados de agosto lo transfirieron a la 380a compañía de camiones del cuartel general, encargada de la Operación Ballon Rouge. Una gigantesca red tejida por los aliados para asegurar la llegada de suministros desde la costa atlántica hasta el frente, que cada día penetraba decenas de kilómetros en el interior de Francia. "El nombre de la operación procede de los convoyes ferroviarios que tienen prioridad absoluta, y que en los EEUU se denominan Red Balloon, en francés, Ballon Rouge. El alto mando habilitó unas carreteras por las que los únicos que estábamos autorizados a circular éramos nosotros. Y por eso bautizaron así la operación. Cada convoy lo formaban 25 camiones con 25 conductores bajo el mando de un oficial. Recogíamos el cargamento en las playas y lo transportábamos hasta una especie de vivac que se encontraba más o menos a medio camino; aquí nos relevaba otro equipo que llevaba la carga hasta el frente, descargaba y regresaba al vivac, y así sucesivamente". Una misión digna de Sísifo que le proporcionó su pero recuerdo de guerra: cierta misión en la que se pasó 60 horas al volante, sustituyendo a los conductores que iban cayendo uno detrás de otro rendidos por el cansancio. Un trabajo gris, en apariencia, pero fundamental para el desarrollo de la guerra, como reconoció el mismísimo general Patton, jefe del III Ejército norteamericano: "Una vez que nos detuvimos a descansar en el borde de la carretera, de repente vimos que se acercaba un jeep con las tres estrellas de general. Era Patton. Se paró a mi altura, preguntó a qué unidad pertenecíamos, se lo expliqué y contestó: 'Teniente, están haciendo un muy  buen trabajo. Acábenlo' Y se fue".

Hall deja constancia en Mémoires d'un libérateur de la France de un personalísimo gusto por la anécdota històrica y la curiosidad más o menos letraherida: por ejemplo, su estancia en Fort Sill, en 1948, le sirve para evocar la cautividad de Gerónimo, el célebre caudillo apache, a principios del siglo XX. No es menos curioso que en 1947, cuando regresó provisionalmente a la vida civil y se instaló en Berkeley (California), recibió la yuda de jun pariente paterno: James Norman Hall, el autor nada menos que de El motín de la Bounty. Fotografía. Archivo Channing K. Hall.

El fin de la guerra en Europa, el 8 de mayo de 1945, lo pilló en el hospital militar de Villejuive -menudo nombre- en los suburbios de París, donde había ingresado para tratarse un cuadro de estrés derivado de un curioso caso de, digamos, racismo a la inversa. O de racismo de ida y vuelta, para ser precisos: "Cuando me dieron el alta, los médicos me recomendaron un nuevo destino en otra unidad integrada por soldados blancos: una de las causas de la hospitalización había sido el hecho de haber servido durante toda la campaña de Francia en una unidad negra. Puedo asegurarte que con 150 soldados negros en una unidad que contaba con solo cinco oficiales blancos no te quedaba ni un momento de reposo. Había que estar continuamente en estado de alerta para no decir ni hacer nada que pudiera se reinterpretado remotamente como un acto, un gesto o una palabra racista; por ejemplo, si un oficial llamaba la atención de un soldado que hacía la guardia de manera impropia, siempre corrías el riesgo de que el sodlado alegara que todo se debía al hecho de que él era negro, y tú, blanco".

Hall rememora en este punto el consejo de guerra y la ejemplar (?) pena de 10 años de presión a la que fue sometido un soldado de su unidad que una noche abandonó el campamento para hacer una escapadita a París. Pequeñas historias paralelas que quedan sepultadas bajo e lpeso de la historia con mayúscula que se estaba gestando en la campaña de Francia. Como ésta de las relaciones interétnicas en el ejército yanqui, que según Hall terminó en la guerra de Corea con la desaparición de las unidades exclusivamente negras.

Medio siglo de vida en Europa -Francia y Alemania, principalmente- no lo han vuelto indiferente a las oleadas de recurrente antiamericanismo que periódicamente recorren el continente desde la Guerra Fría. Como es natural, ha elaborado una particular teoría al respecto: "En los años 50, los muros de las ciudades francesas estaban llenas de pintadas con el clásico 'Yankees, Go Home'. La campaña la había impulsado el Partido Comunista, y se reforzó durante la guerra de Corea. Los franceses no querían más guerras, y De Gaulle no echó de Francia. Literalmente. Él y nadie más es el responsable. No fue agradable, porque queríamos al país. Sus argumentos eran dos: uno personal y otro digamos que estratégico. No tragaba a los nortemaericanos, era un hombre rencoroso y no olvidaba que en la cumbre de Casablanca, en 1942, Roosevelt no lo invitó a sentarse con Churchill y Stalin. Ni la olvidó ni la perdonó jamás, aquella afrenta. Además, no podía tolerar que el ejército norteamericano utilizara las bases en suelo françés para un hipotético ataque nuclear. Y con la guerra de Corea, este peligro se hizo más real que nunca".

Los años, sin embrago, le han conferido cierto barniz de escepticismo, que es quizá la clave de la supervivencia: "Estoy acostumbrado a ser un extranjero en todas partes donde he vivido. Ya no me molesta: es como si hubiera ido construyendo un caparazón de tortuga para protegerme".

[Este artículo se publicó el 4 de enero de 2004 en Informacions]



jueves, 23 de enero de 2014

El día que París no ardió (Jaume Ros estaba allí)

El general de infantería Dietrich von Choltitz, jefe militar de la guarnición alemana de París, recibió a las 10 de la mañana del 23 de agosto de 1944 un mensaje cifrado del alto mando nazi que le ordenaba entregar la ciudad "convertida en ruinas". La vanguardia de las tropas aliadas esperaba la orden de avanzar desde Limours, en los suburbios de la capital. A las 20.45 horas del 24 de agosto, la 9a compañía de la 2a división blindada del general Leclerc, integrada mayoritariamente por excombatientes republicanos de la Guerra Civil, entraba en París por la puerta de Italia. Esa misma noche tomaban posiciones en la plaza del Ayuntamiento. A la mañana siguiente, una multitud de ciudadanos los aclamaba como liberadores. París no ardió. Y Jaume Ros estaba allí. Hoy nos lo cuenta.

Entre otros muchos dones, Jaume Ros (Agramunt, Lérida, 1918-Escaldes, Andorra, 2005) tuvo en su larga vida el de la oportunidad. Al lado de una habilidad innata para desenvolverse en las situaciones más adversas y -también- una innegable dosis de fortuna. Todo esto le permitió ahorrarse los siniestros campos de refugiados de Argeles y Saint Cyprien en la inmediata postguerra, y sobrevivir al descabezamiento porte de los nazis del Servei d'Informació Militar de Catalunya (Simca), organizado por Estat Català en Perpiñán, así como el internamiento en el campo de trabajo de Dessau. El ángel de la guarda, pero también el coraje y la perseverancia, le proporcionaron un trabajo como dolmester -intérprete- en el parque móvil militar del ejército alemán acantonado en Vincennes, París. Y lo hizo in extremis: a mediados de marzo de 1944 expiraba su permiso de 15 días que como trabajador voluntario de país no beligerante había conseguido después de un año -más una condena a cinco meses de trabajos forzados acusado de sabotaje- en la factoría Deutsche Hydrierwerke de Dessau, cuando las alternativas consistían "bien en esconderme para enrolarme en el maquis, bien en volver a Alemania".

Así que después de cinco años pululando por una Europa en guerra, Ros afrontó el momento decisivo desde uno de los escenarios más simbólicos de la conflagración: París, en manos de los alemanes desde el 14 de junio del 1940. "Me di cuenta de que las cosas no iban bien -para ellos, claro- una mañana al entrar en la oficina: las perchas donde los oficiales del parque móvil dejaban pistolas y cartucheras estaban vacías. Todos iban en cambio armados, cosa insólita hasta entonces. Automáticamente desapareció el trato de relativa cordialidad y confianza con los trabajadores civiles -entre los que me encontraba, y que había sido la norma hasta entonces. Y no se equivocaban: era el 6 de junio, y los aliados acababan de desembarcar en Normandía. El principio del fin: "Desde ese mismo momento el nerviosismo fue aumentando, tanto entre los alemanes -que empezaban a caer víctimas de los atentados del maquis urbano, cada vez más osados- como entre los parisino, que temían una resistencia numantina. Y eso que las órdenes del alto mando nazi de volar los puentes, las industrias, los edificios oficiales y el patrimonio artístico y monumental de la ciudad no las conocimos hasta después de la guerra!, recuerda Ros. La retirada, con todo, tuvo un sello inconfundiblemente alemán: "Todo el mundo recibió el salario que le correspondía y se cerraron ordenadamente los portones del recinto. A mí me tocó quedarme como administrador civil". Nada que ver con el caos wagneriano de los días finales de Hitler en el búnker berlinés.

Primeros años 40: Jaume Ros, en la plaza de Cataluña de Perpiñán, localidad desde donde participó activamente en la creación del Servei d'informació militar de Cataluña (Simca), especializado en el control de los puertos de Barcelona y en el paso clandestino de aviadores aliados a través de los Pirineos. Fotografía: Archivo J. Ros.

En aquel ambiente de derrota inminente, las Fuerzas Francesas del Interior (FFI) ya habían tocado a Ros: "Cinco días antes de que los alemanes desaparecieran del parque, dos individuos que se identificaron como oficiales de la Resistencia me advirtieron a la salida del trabajo de que me hacían responsable del material, y que llegado el momento debería de entregarles las llaves". Y así fue como sucedieron las cosas: "El mismo 18 de agosto, y ya sin alemanes a la vista, se presentaron en las instalaciones y tomaron posesión de todo aquello." Así funcionaban las cosas en una ciudad completamente parada donde a partir del 10 de agosto se declararon sucesivamente en huelga los ferroviarios, los trabajadores del metro, los de correos y al final incluso la policía, y donde empezaban a menudear los encuentros entre alemanes y resistentes, bajo la amenaza permanente de francotiradores de uno y otro bando apostados en los tejados.

¿Arde, París?
Ros vivió estos días de impasse desde el hotel Idéal, donde se había instalado desde que en marzo llegó a la capital francesa. Dio la casualidad de que el hotel estaba situado en el número 22 de la calle Verrerie -22, rue de la Verrerie, vamos- un callejón que desembocaba en la plaza del Ayuntamiento. Y esto fue lo que le permitió asistir desde primerísima fila a la entrada de los tanques españoles de la división Leclerc, la primera fuerza aliada que se atrevió a asomar la nariz por las calles de París, todavía parcialmente ocupado por los alemanes. Fue la noche del 24 de agosto: la 9a compañía de la 2a división blindada que mandaba el general Leclerc -que ha pasado a los libros de historia como La Nueve, por la masiva presencia entre sus filas de excombatientes republicanos- había salido a primera hora de la mañana de la localidad de Limors. A las 20 horas cruzaba Fresnes y enfilaba los suburbios de París: l'Hay-les-Roses, Cachan, Arqueil, Kremlin-Bicetre... A las 20.45 horas cruzan por la puerta de Italia y después de dudar brevemente sobre el destino final la columna se encamina hacia el Ayuntamiento, que se había convertido en el centro de operaciones de la resistencia urbana. A las 21.22 horas el tanque Sherman y la decena de transportes blindados que integraban el destacamento -bautizados, ya saben, con nombres como Brunete, Belchite, Guernica, Ebro, Teruel y Guadalajara- toman posiciones en la plaza y se desatan las primeras muestras de entusiasmo popular.

Ros se une a la multitud que a la mañana siguiente se concentra en el lugar desde primerísima hora. Sus recuerdos son aún frescos: "Durante todo el día hubo tiros esporádicos en las calles, sobre todo hacia el cuartel general alemán, situado en la plaza de la Concordia. Cuando los tanques y los blindados de Leclerc se instalaron en la plaza del Ayuntamiento [él dice de l'Hôtel de Ville] mi sorpresa fue mayúscula cuando me percaté que muchos de aquellos carros enarbolaban la bandera tricolor de la República, y llevaban nombres que evocaban las grandes batallas de la Guerra Civil. Incluso había señeras. Me acerqué, y de uno de los blindados emergió un soldado... ¡y nos pusimos a hablar en catalán! La mayoría, si no todos, eran españoles, y se negaban a hablar en francés porque se las habían hecho pasar canutas. Y claro, la gente que nos rodeaba se quedaba de piedra al oírnos conversar". Pero la fiesta tuvo un final dramático al hacer acto de presencia un grupo de francotiradores que dispararon sobre la multitud desde los pisos superiores del edificio de enfrente del Ayuntamiento. "Lo que son las cosas: fui a refugiarme bajo las orugas de un blindado que se llamaba L'Avi ¡Si me lo cuentan no me lo creo! Nunca se supo quiénes fueron, los gilipollas que disparaban, porque los cañones de los carros arrasaron con todo. Pero entre los que estábamos en la plaza hubo bajas."

¿Por qué fue una compañía formada casi exclusivamente por combatientes españoles la primera en entrar en París? Cuestión polémica que ha dado pie a múltiples y diversas interpretaciones. Para la historiografía oficial francesa, fue una hábil maniobra de Leclerc, que pretendía así cumplir los deseos de De Gaulle, que acababa de desembarcar el día antes en Cherburgo, de que fuera una unidad francesa la primera en circular por las cales de París, en un gesto que quería monopolizar la carga simbólica de la Liberación y a la vez relegar a los norteamericanos a un papel secundario.

Combatientes de La Nueve posan sobre el transporte blindado Don Quichotte, uno de los quince semiorugas que entró en la plaza del Ayuntamiento de París la noche del 24 de agosto de 1944.

Pero no todo el mundo comulga con esta rueda de molino. El mismo Ros considera que fue Patton, comandante en jefe de los ejércitos aliados en Europa, el que se salió finalmente con la suya enviando a una compañía española para fastidiar a De Gaulle. De hecho, esta versión cuadra con la vergonzosa censura que sufrieron los noticiarios cinematográficos franceses en la inmediata postguerra: "El chovinismo francés no podía admitir que tal honor recayera en una panda de republicanos españoles. Por eso, uno o dos años después de la guerra los Teruel, Belchite, Brunete y demás, que hasta entonces habían protagonizado legítimamente los noticiarios, empezaron a desaparecer sospechosamente de las carrocerías de los blindados. ¡Las tijeras del censor! Aquello era demasiado para el orgullo francés. La grandeur a veces se nutre de mezquindades como ésta".

No es ésta la única mancha que Ros señala en la actuación francesa en la II Guerra Mundial. Porque él había vivido en una Francia donde la mayoría silenciosa, dice, dio un apoyo no precisamente honorable al régimen colaboracionista de Vichy. Lo personifica en monsieur Guérin, el propietario del hotel de la Ville de Chartres, el hostal de Orléans donde se instaló en 1939, al estrenar el exilio y justo antes de la guerra mundial: "Él y su mujer me habían acogido como al hijo que no tenían, pero mientras que ella era una mujer razonablemente ilustrada, que entendía que no todos los rouges españoles nos zampábamos un par de curas en el desayuno, el hombre era el clásico veterano de la I Guerra Mundial, seguidor de aquel antepasado ideológico de Pétain que era el coronel La Roque. Y había millones como él, en la Francia de esos momentos. La gente de orden que confiaba en Pétain -un héroe, no lo olvidemos, de la guerra del 14. Historiadores solventes han dado la cifra de 40 millones de pétainistas la víspera de la Liberación. Y semanas antes de la llegada de los aliados todavía tenía que discutir con más de uno y de dos en defensa de De Gaulle. Seguro que al día siguiente de la Liberación todos fueron a los Campos Elíseos a aclamarlo..."

Mientras el comandante de las fuerzas alemanas, Dietrich von Choltitz, desobedecía las órdenes del cuartel general de Hitler -el Nido de las Águilas, en Berchtesgaden- de no dejar que París cayera en manos aliadas si no era "convertida en un montón de escombros", se multiplicaron por las cales y bulevares parisinos los encontronazos entre las FFI y los soldados alemanes en retirada. Las primeras barricadas se habían levantado más o menos espontáneamente el 21 de agosto, y aquellas escaramuzas dejaron un saldo de más de medio millar de bajas en las filas de la Resistencia, más 127 civiles. Ros fue otra vez testigo de aquellas improvisadas batallas urbanas. Incluso protagonista: "Desde el balcón de la casa de Josep Solans, en el bulevar Sebastopol, vimos cómo francotiradores de las FFI hostigaban a una columna alemana. Dieron de lleno en un todoterreno, y dos de sus ocupantes quedaron tendidos en el suelo. El tercero tuvo tiempo de saltar del coche, herido en una pierna y lleno de sangre. Se había pegado a una pared para que los francotiradores no lo descubrieran. Pensé que no podíamos dejar que muriera de aquella manera, así que bajé para hacerlo entrar en el portal. La portera de se negaba: '¿Y si un hijo suyo se encontrara en esta misma situación en Alemania, no querría que alguien le ayudara?', le solté. Y funcionó: lo llamamos y vino adonde estábamos nosotros. Quería que lo trasladáramos al hospital alemán, pero le hice ver que lo entregaríamos a los americanos y que se podía considerar afortunado porque en un año seguro que estaba en casa..."

Lo que parece claro es que Hitler se quedó con un palmo de narices ante la negativa que recibió a la pregunta que, según la mitología de la guerra, le soltó a Choltitz la mañana del 25 de agosto: "¿Arde, París?" Por respuesta, el ayudante del comandante alemán sacó el auricular por la ventana del hotel Meurice, el cuartel general nazi: los acordes de La Marsellesa, mezclados con el repiqueteo de las campanas, inundaban París. Que no quemó, pero sí que dio pie al best seller que Dominique Lapierre y Larry Collins perpetraron dos decenios después.

Ros, en los años 90 en Escaldes (Andorra), donde se estableció a mediados de los 50. Fotografía: El Periòdic d'Andorra.

Todos los caminos conducen a París
La convulsa trayectoria de Ros arranca en verano de 1937, en plena Guerra Civil, con su incorporación como voluntario al cuerpo de sanidad del ejército republicano: "No es que tuviera mucho espíritu marcial, pero si te presentabas voluntario podías escoger destino", matiza. El desastre del Ebro precipitó la derrota y el camino del exilio: el 6 de febrero de 1939 cruzaba la frontera hispanofrancesa por el coll d'Ares. Con audacia y fortuna evitó los ignominiosos campos de concentración de Argelés y Saint Cyprien, adonde fueron a parar la mayoría de republicanos de a pie, rouges españoles sospechosos a ojos franceses de propagar el germen de la anarquía y de la revolución. Quince días más tarde reaparecía por primera vez en París, gracias a la mediación de un catalán afincado en la capital francesa que era el tío de su compañero de fuga, Josep Solans.

El estallido de la guerra lo pilla en Orléans, y paradójicamente la movilización general supone, dice, el fin de las penalidades para los refugiados catalanes, que desde entonces podrán acceder a los puestos de trabajo que dejan los franceses llamados a filas. En Orléans empieza un frenético activismo político que ya no abandonará hasta la Transición y con la decepción que le provoca el -según él- "error Tarradellas". Contacta con los dirigentes de su partido, Estat Català -casualmente refugiados como él en Orléans- y cuando termina la drôle de guerre, la guerra de broma, con el armisticio y la creación del régimen títere de Vichy, en junio de 1940, Ros y sus compañeros huyen a Perpiñán. No pueden ser más demoledores sus juicios sobre la capacidad militar de Francia: "Los franceses dormían beatíficamente convencidos de que todavía tenían el mejor ejército del mundo. Pero cuando veía a los soldados de la caserna de delante de mi hotel, en Orléans, que todavía de desplazaban a lomos de mulas, los imaginaba destrozados como terrones de azúcar. Hablaban de la Línea Maginot, de un gigantesco muro de cemento y de hierro, y lo ignoraban todo del poder destructivo de los tanques y de los aviones alemanes. Cuando veíamos tanta ignorancia y tanta inocencia, los exiliados nos persignábamos y mirábamos al cielo, de donde sólo podían venir desgracias, escribe Ros en el segundo volumen de su autobiografía, La decepció de la memoria.

El escepticismo, que lo ha acompañado a lo largo de toda la vida, no le impidió participar con entusiasmo en las actividades del Simca, creado en Perpiñán por elementos de Estat Català al servicio de los gaullistas infiltrados en el ministerio de la Marina de Vichy, y con el objetivo de controlar el tráfico de los puertos de Barcelona y Valencia y de facilitar la huida a través de los Pirineos de aviadores aliados abatidos en los cielos de la Europa ocupada. Fue así como recaló por primera vez en Andorra, en 1942. La aventura del Simca, donde sobresalió como reputado falsificador -"Nunca cazaron a nadie que utiliza papeles míos", se enorgullece- acabó sin embargo como el rosario de la Aurora con la captura, eliminación o huida de la mayoría de sus integrantes, y coincidiendo con el desembarco aliado en el norte de África y la subsiguiente ocupación alemana de toda Francia. Ros volvió entonces a Orléans, suponiéndola una plaza más segura. Pero no tardó en caer en manos de la policía de París, que aprovechaba cualquier irregularidad para cazar refugiados e indocumentados para engordar el cupo de un millón de hombres que Francia se había comprometido a enviar a Alemania en calidad de trabajadores voluntarios. "Por cada extranjero que pillaban se ahorraban a un francés...", lamenta amargamente. Ironías de la guerra, a Ros el falsificador lo cazaron por no tener el permiso de residencia en regla. Unos rudimentarios conocimientos de alemán le permitieron conseguir un puesto de cierta responsabilidad -control de salida del producto, dice- en la Deutsche Hydrierwerke, la fábrica de combustible sintético y de aceites minerales de Dessau -cerca de Halle- que fue se convirtió en su casa hasta marzo de 1944.

Tras la Liberación
La peripecia bélica de nuestro hombre acaba con la Liberación de París. Exactamente cuando empieza el principio del fin del exilio republicano entendido en sentido estricto. A partir de entonces habrá no uno, sino muchos exilios; casi tantos como exiliados. La desorganización, las rivalidades partidistas, los personalismos y -según Ros- las maquinaciones comunistas dieron el golpe de gracia que Solidaritat Catalana, la organización creada por Tarradellas para facilitar la reubicación y el retgorno, cuando era posible, de los catalanes en el exilio, se encargó de capitalizar. Que Franco se eternizara en el poder quedó meridianamente claro el día que Ros, reconvertido en periodosta de Associated Press gracias a la intervención de Eugeni Xammar -viejo conocido de la clandestinidad en Perpiñán- apareció por el hotel Idéal con un telegrama que daba fe del acuerdo entre los EEUU y el régimen franquista por el que los primeros se comprometían a suministrar petróleo a una economía -la española- que oscilaba entre la autarquía y la pura miseria. "Todo estaba decidido: les di la mala noticia a los dos ministros de la (virtual) República que residían en el hotel, Juli Just y Hernández Sarabia, y rompieron a llorar. Meses después, el mismo Tarradellas me soltó una recomendación que me acabó de abrir los ojos: 'Acabaremos como los rusos blancos, de taxistas en París. Ros, si no tienes responsabilidades, vuelve a casa'. Y eso es lo que hice. El 31 de diciembre de 1946 llegaba a Agramunt. Hacía siete años que me había ido".

La primera sección de La Nueve en el Bois de Bologne y sobre el vehículo blindado Madrid .Los nombres de los carros, con obvias referencias a los campos de batalla de la Guerra Civil, desaparecieron misteriosamente de los noticiarios franceses de los años 40 y 50, al más puro estilo soviético.

¿Qué fue de La Nueve?
Los apellidos del destacamento de la 2a división blindada de Leclerc que la noche del 24 de agosto de 1944 tomó posiciones en la plaza del Ayuntamiento delatan el origen nacional de los combatientes: Granell, Elías, Bernal-Garcés, Llanero-Domínguez, Solana, Campos, Royo, Pujol... Se percibe un cierto resentimiento entre los escasos supervivientes de aquella gesta: Lluís Royo -el único catalán con vida- hablaba abiertamente del "desagradecimiento francés" en una entrevista publicada recientemente. Y el mismo Ros recuerda los métodos típicamente estalinistas de reescritura de la historia a los que recurrió la historiografía oficial para borrar los nombres de los blindados que aparecían en los noticiarios cinematogtráficos de postguerra. Los centenares de antiguos soldados republicanos y, atención, exlegionarios de Millán Astray -ironías de la vida- que por huir de los campos de internamiento se habían alistado en los ejércitos de la Francia Libre fueron destinados en mayo de 1943 a la 2a división blindada del general Leclerc, que -por cierto- no se llamaba Leclerc sino Pierre de Hauteclocque.

La integraban cuatro centenares de vehículos blindados -tanques Sherman y los célebres half-track, transportes semioruga M8 Greyhound y M3 Stuart- y uns 15.000 hombres. El grueso de los españoles fue a parar a la 9a compañía del 3r regimiento de marcha del Chad, a las órdenes de Raymon Dronne. El 31 de julio de 1944 se convirtieron en las primeras tropas bajo bandera francesa que pisaban el Hexágono. La sección que el 24 de agosto tomó la plaza del Ayuntamiento estaba formada por tres tanques Sherman y una quincena de blindados, con el español Amadeo Granell al mando. Andelot, Châtel-sur-Moselle y Estrasburgo fueron los siguientes destinos de La Nueve, que incluso participó en la simbólica toma del Nido de las Águilas en Berchtesgaden. De los 148 excombatientes españoles que desembarcaron con La Nueve en Utah Beach, al final de la guerra -el 6 de mayo de 1945- sólo quedaban 16 en servicio: 35 habían muerto en combate; el resto habían caído heridos. Una proporción de bajas diez veces superior a la que registró el conjunto de la división Leclerc. Para que luego les borraran los nombres de sus tanques. ¿Tenían motivos o no, para estar mosqueados?

[Este artículo se publicó el 18 de agosto de 2004 en la revista Informacions]