Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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miércoles, 11 de junio de 2014

Lluís Capdevila: un olvidado con mucha memoria

Cossetània publica el tercer volumen de la monumental autobiografía del dramaturgo, periodista y político catalán; La república, el periodisme, el teatre repasa sus años de madurez, como director del diario La Humanitat y hombre de confianza del presidente Companys

En nuestra muy transitada galería de ilustres olvidados, Lluís Capdevila (Barcelona, 1895-Andorra la Vella, 1980) es uno de los más egregios. Cosa que le hemos pagado como sólo saben nuestras muy ilustradas autoridades: ni una calle, mucho menos una plaza, ni un triste rincón del callejero lleva hoy su nombre. Nada. Como si por aquí arriba abundaran los tipos de una pieza -de muchas piezas, de hecho- como él, dramaturgo de éxito en los años dorados del Paralelo barcelonés, letrista de Cançó d'amor i de guerra -probablemente, la más célebre de las zarzuelas catalanas-, así como reportero de primera hora y protagonista de la época más gloriosa del periodismo catalán -los años de la II República, que Capdevila vivió como director de La Humanitat, el diario de Esquerra Republicana de Cataluña (ERC).

Y no se vayan todavía, que aún hay más: amigo íntimo de Companys, comisario de propaganda y cronista bélico durante la Guerra Civil, exiliado tras la derrota republicana primero en Poitiers y desde finales de los 60 en Andorra, y autor -atención- de Història de la meva vida i dels meus fantasmes, monumentales memorias en doce volúmenes de los que tan sólo se habían publicado los dos primeros -y como quien dice en la prehistoria: L'alba dels primers camins (1968) y De la Rambla a la presó (1975). Los dos pasto hoy de bibliófilo. Como el Llibre d'Andorra, ya que hablamos de libros inencontrables, probablemente la introducción más suculenta a los asuntos de este rincón nuestro de Pirineo que jamás haya salido de pluma humana. Y lo dice Sergi Mas, que conste.

El dramaturgo, periodista, político y finalmente,  memorialista Lluís Capdevila, fotografiado durante la Guerra Civil en su época de comisario de propaganda de la columna Macià-Companys, con la que cubrió entre otras la batalla de Belchite. Fotografía: Cròniques de guerra.

Pero hablábamos de Història de la meva vida..., que tan mala fortuna había tenido... hasta hoy, claro, que Cossetània rescata la tercera entrega: un tocho de tres centenares y medio de páginas, editado por el periodista catalán Francesc Canosa y titulado precisamente La República, el periodisme, el teatre. Es decir, los años de madurez de Capdevila, que coinciden con el segundo experimento republicano en España y que él vivirá des de primerísima fila como director de La Humanitat, militante de ERC y hombre con privilegiado hilo director con el presidente Companys. Canosa lo define como "un francotirador, un outsider y una rara avis" sin pelos en la lengua a la hora de juzgar severamente los Fets d'Octubre -ya saben, Companys proclamando el Estado Catalán desde el balcón del palacio de la Generalidad, en la plaza de San Jaime. Por falta de realismo, dice Canosa: "Capdevila lo vive como un fogonazo, un disparo al aire que acaba con la supresión del Estatuto y con Companys en prisión; la prueba, en fin, de que el país, la sociedad catalana del momento no está madura para un régimen como el republicano".

Era, insiste, un hombre de partido, catalanista, republicano y de izquierdas. Facción sindicalista. Por este motivo Companys lo colocó al frente del diario de ERC, un fenómeno -este de la prensa partidista- hoy exótico pero en la época absolutamente imprescindible para hacer carrera política. Pero si hay una característica que define a Capdevila es una personalidad intelectualmente poliédrica: dramaturgo, periodista, novelista, político y finalmente memorialista: "Un personaje polifacético, con inquietudes y campos de actuación muy diversos, emparentado con un humanismo en cierta manera muy actual", dice, y que no tendrá reparos en apartarse del discurso oficial y -siendo como era un miembro del stablishment- criticar la incapacidad de los hombres que habían de gobernar la República.

Memorialista ingente
Es precisamente en las memorias donde emerge con toda su potencia el carácter proteico del personaje: "Es su terreno, donde se siente más cómodo, más él, donde más se deja ir".Un concentrado donde aparecen todas las facetas de Capdevila. Por ejemplo, la de hombre de mundo: por las páginas de La República, el periodisme, el teatre pululan una multitud de personajes: Companys, por supuesto, pero también García Lorca y Margarida Xirgú y H. G. Wells. Porque Capdevila no se conformaba con cualquiera a la hora de buscarse amistades. Atención también porque los doce volúmenes de Història de la meva vida... no tienen parangón en la literatura catalana contemporánea. Y habría que ver si en la española. Así que no es raro que Canosa los coloque en lo más alto de su bibliografía, por encima de su obra como dramaturgo y como novelista, e incluso como reportero de guerra -faceta que, por cierto, la Fundació Josep Irla recuperó hace dos temporadas en Cróniques de guerra: pueden descargrase la edición electrónica en la página web de esta entidad. 
¿Cómo puede ser que semejante personaje haya caído en el semiolvido? Canosa (se) lo explica por la debacle republicana, que acabó con el 80% de los periodistas catalanes en el exilio: "Es lo que denomino la Cataluña iceberg, congelada: todo lo que existía antes de la guerra no tuvo continuidad y jamás se retomaría". Y resulta que lo que había antes del 36 era mucho. Tanto, que hoy difícilmente nos lo podemos imaginar, sugiere. El periodismo catalán de los años 30 había llegado a un grado de desarrollo que no tenía nada que envidiar a los grandes coetáneos que en ese mismo momento triunfaban en los EEUU, Francia y Alemania. Mucho antes de que Capote inventara el Nuevo Periodismo, dice, en Cataluña ya se practicaba un reporterismo de estirpe indudablemente moderna. Con Domènech de Bellmunt, por ejemplo, otro que terminó con sus huesos en Andorra. Y otros muchos personajes que integraban la lustrosa clase media del ecosistema comunicativo catalán: Irene Polo, Just Cabot, Josep Maria Planes, Plató Peig, Josep Amic... y Lluís Capdevila, claro. Ellos y otros muchos como ellos, añade Canosa, son los que le confieren al Barrio Chino barcelonés su aura maldita: los sucesos ligados a la prostitución, la droga y el alcohol que cubrían como periodistas los procesaban como material de ficción y los acababan regurgitando en los dramas y sainetes que ellos mismos escribían y estrenaban en los teatros del Paralelo: "La primera cultura de masas que se generó en Barcelona".

Su papel durante la Guerra Civil, como comisario de propaganda de la columna Macià-Companys -cubrió por ejemplo la batalla de Belchite- queda para sucesivas entregas de las memorias, en manos de la familia y que Canosa confía que irán saliendo a la luz. El caso es que en una época como la nuestra en que se publica casi todo -y sin muchos miramientos- es sorprendente que lo más granado de la obra de Capdevila continúe mayoritariamente inédito. Unas memorias que comenzó a trazar en el exilio de Poitiers -en cuya universidad ejercía como profesor de literatura española- y que tendrán en Andorra su acto final. Así que ha llegado el momento de devolver la palabra a Sergi Mas, que retrata no al autor sino al personaje. Por ejemplo, a través de la anécdota quien sabe si apócrifa y que otras fuentes -advierte Mas- atribuyen al filósofo Francesc Pujols. Cuenta la leyenda que al dirigirse hacia el exilio y justo en el momento de cruzar la frontera, Capdevila trocó la cazadora de cuero y la gorra de comisario por el sombrero de copa, la corbata de diplomático, los pantalones de mil rayas y los botines de charol: "En fin, que el batallón de gendarmes que vigilaba la aduana no tuvo más remedio que cuadrarse para rendirle honores: ¡menudo tío!"

El mismo tío, dice, que se iba al frente con su monóculo, hecho un dandy, y que en los días de vino y rosas, cuando triunfaba como dramaturgo en Madrid y alternaba con Benavente, Valle Inclán y Echegaray en la tertulia del Pombo, se hacía conducir por un chófer negro... Como Cela, ya ven, pero medio siglo antes. O más. Un dandismo que lo acompañó en sus días andorranos, cuando ejercía como asesor de Editorial Andorra -a él se debe en buena parte el impresionante catálogo del sello: Sender, Max Aub y en este plan- y venía a pasar sus verano en cal Nagol de Sant Julià de Lòria. Hasta que se quedó: "Siempre con la pipa cargada con tabaco Dunhill, con coñac francés a mano y con el sueño de adquirir una capillita románica para instalarse en ella con sus libros". En fin, ya lo saben: La República, el periodisme, el teatre. Y a poner velas para que alguien se dé por aludido y se decida a publicar los otros nueve volúmenes de su vida que se nos deben. 

[Este artículo se publicó el 12 de febrero de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 9 de mayo de 2014

Tierra y Libertad, o el terror planificado

El historiador Jordi Albertí desmonta en El silenci de les campanes el mito libertario y acusa a la CNT y a la FAI de planificar la eliminación física del estamento religioso en Cataluña durante los primeros meses de la Guerra Civil; el historiadpor catalán reconstruye la ejecución del sacerdite andorrano mosén Jaume Calvet y la de los sacerdotes de Salás beatificados en 2005.

Este es el libro que deberían haber leído intelectuales  modélicamente progresistas como Ken Loach y Vicente Aranda antes de perpetrar películas como Tierra y Lubertad y Libertarias, corresponsables de que el movimiento libertario -para entendernos, la CNT y la FAI- goce hoy de una aureola romántica, e´pica e idealista que no se corresponde de ninguna manera con la realidad histórica. Por lo menos, a la que Jordi Albertí (Casà de la Selva, Gerona, 1950) ha reconstruido en El silenci de les campanes, donde deconstruye uno a uno los tópicos y los lugares colmunes pacientemente pergeñados a lo largo de siete décadas por una historiografía con sospechosa tendencia a la amnesia selectiva.

Comencemos por las cifras: la represión en la retaguardia durante la Guerra Civil se cobró en Cataluña 8.360 víctimas mortales, de las que 2.441 fueron eclesiásticos. Esta última cifra supone más de un tercio de los hombres (y mujeres) de iglesia asesinados en toda España, que ascendieron a 6.818. Un porcentaje desproporcionadamente elevado, sobre todo si se tiene en cuenta -como destaca Albertí- que la Iglesia catalana mostró un talante mucho más concciliador -hacia la República, se entiende- que la jerarquía española, abiertamente decantada hacia el bando franquista. Esta es una de las paradojas: "De las crónicas de las matanzas se infiere que cuanto más querido por el pueblo un capellán, o cuanto más cultivado, o cuanto más indefenso se encontraba, con más sadismo se le atacaba. Lo cual tiene una lógica, aunque sea una lógica perversa".

La FAI, culpable
Albertí insiste desde el subtítulo en denunciar lo que tilda sin ambages de "persecución religiosa" y en refutar el mito de los "incontrolados", a quienes históricamente se ha endosado la escabechina en un intento de eludir responsabilidades propias: "Los congresos de la FAI de 1933 y de 1936 ordenan claramente que, en cuanto estalle el golpe de estado contra la República que ya se veía venir, hay que rentabilizar el caos y el vacío de poder subsiguiente para implantar la revolución proletaria. Y si hace falta, mediante el terror. Nos encontramos, por lo tanto, ante una estrategia en abvsoluto improvisada sino largamente planificada que se dirigía en primer lugar contra la Iglesia, el más débil, geográficamente disperso e ideológicamente simbólico de los tres enemigos tradicionales del pueblo: los otros dos son el Ejñercito y el capital". Está perfectamente documentado, remacha el historiador, cómo los elementos más "activos" de los comités locales y de las patrullas de control que sembraron el terror en los primeros meses de la contienda pertenecían a la FAI. Incluso se atreve a poner nombre y apellidos a los cerebros de la "persecución": Joan García Oliver, Bonaventura Durruti y los hermanos Ascaso, el núcleo duro de la FAI, los guardianes de las esencias libertarias, todos ellos miembros del grupo Solidarios -posteriormente, Nosotros.

La represión en la retaguardia comenzó a remitir en diciembre de 1936. La toma de conciencia de las autoridades y la creciente oposición a las matanzas en nombre de la revolución -especialmente, por parte de los democristianos de Unió Democràtica de Catalunya (UDC), por la que Albertí siente una clara predilección- fueron sólo dos de los factores que influyeron en el giro político de la Generalitat; a ellos habría que añadir, sobre todo, la oposición de los agricultores a las colectivizaciones forzosas -recuerde el lector le hechos de la Fatarella- a la usurpación del poder judicial que perpetraron los llamados tribunales populares, la desfavorable evolución de la guerra, y la creciente influencia del PSUC en detrimento del movimiento libertario.

Albertí juzga de forma muy poco complaciente la actuación de la Geenralitat durante este período, con el presidente Companys como primer responsable de los desmanes: "Se le puede imputar, por ejemplo, la decisión de no impedir el asalto a las casernas de Sant Andreu y las Atarazanas, donde militantes de la CNT-FAI se incautaron de más de 20.000 fusiles con los que se hicieron los dueños de la calle. Esta es una responsabilidad por acción, no por omisión. También se le debe recriminar cierta complicidad ideológica: esta convicción de que todo lo que fuese atacar a la Iglesia era bueno para la sociedad, que abonó el clima de pasividad inicial. Cuando los elementos más avisados se dan cuenta de la magnitud de las matanzas, ya ha transcurrido medio año. Y en este punto hay que advertir que si la persecución no fue más mortífera fue porque en diciembre de 1936 la mayoría de los que no habían sido asesinados se habían ocultado o se habían marchado al exilio".

Y el mito continúa
Las matanzas, concluye, no fueron obra de incontrolado que actuaban de forma espontánea. Y tampoco fueron inevitables: "Hubo una docena de comités especialmente activos, como los de Orriols, Puigcerdà, Tremp y Lérida que implantaron el terror en su zona de influencia y siempre -no lo olvidemos- con la anuencia y complicidad de conmilitones locales". En este marasmo moral también hubo lugar para el heroísmo: como el alcalde de Cassà de la Selva, Josep Delmàs, que evitó que en el pueblo hubiese un solo muerto. Ejemplos como éste demuestran -contra lo que arguyó el mismo Companys- que era posible hacer frente al terror: pero hacía falta actuar con el coraje que requería el momento y que muchos no supieron o pudieron hallar.

Ante la siniestra responsabilidad que Albertí adjudica a la CNT y sobre todo a la FAI, ¿cómo se explica que haya persisitido hasta hoy esta imagen casi angelical del movimiento libertario que encontramos en panfletos como las susodichas películas de Loach y Aranda? El autor lo tiene claro: "Por una parte, durante mucho tiempo pareció que husmear en la represión en la retaguardia conllevaba el desprestigio de la República y hacerle el juego al franquismo. Por otra, anticlericalismo y anarquismo todavía mantienen hoy en ciertos ambientes y sectores un aura que sólo se explica desde la ignorancia de los hechos históricos".

La persecución en el Obispado de Urgel
En el Obispado de Urgel las estadísticas ofrecen unas conclusiones ligeramente más benignas que en el conjunto de Cataluña: de los 458 clérigos diocesanos censados en 1936, sólo 107 muerieon asesinados: apenas el 20% del total. Cabría pensar que la proximidad de la frontera y el tradicional papel de Andorra como tierra de refugio jugaron aquí a favor de los perseguidos, pero Albertí lo duda: "El índice de víctimas de la represión en las comarcas limítorfes de la Cerdaña y el Alto Urgel -3,8 y 4,4 por mil, respectivamente- fue muy superior a la media de Cataluña. Un dato que permite concluir que las autoridades andorranas "no fueron  especialmente activas en la defensa y acogida de los religiosos perseguidos".

Reconstruye el historiador la ejecución sumarísima de los sacerdotes fusilados el 13 de agosto de 1936 en el cementerio de Salàs de Pallars, que atribuye al comité de Lérida: Josep Tàpies, Pere Martret, Silvestre Arnau, Francesc Castells, Pasqual Araguàs, Josep Poblet i Josep Joan Perot. Todos ellos fueron beatificados en octubre de 2005. "El delito, dice Albertí, quedó claro cuando la primera vez que detienen a Martret salieron en su defensa unos parientes de la Seo: '¿Por qué lo queréis matar?' 'Porque es sacerdote, y con esto es suficiente'". Entre el centenar largo de víctimas mortales de la persecución religiosa en el Obispado de Urgel se cuenta mosén Jaume Calvet, asesinado junto con su hermano Samuel, ciudadano francés, el 18 de agosto de 1936, "más allá de Cortingles, en la entrada del Pont Trencat, sobre el Valira, a manos de una patrulla de la FAI. Fue enterrado cerca del río, y sus restos desaparecieron con las crecidas de octubre de 1937".

[Este artículo se publicó el 15 de mayo de 2007 en el Diari d'Andorra]


viernes, 4 de abril de 2014

Puerto de Envalira, invierno del 36

Fermí Rubiralta reconstruye en Vida i mort d'un separatista la trayectoria de Miquel Badia, político independentista y excomisario de Orden Público de la Generalitat asesinado en Barcelona hace 75 años.

Ayer se cumplieron 75 años. Miquel Badia (Torregrossa, Lérida, 1906-Barcelona, 1936), antiguo comisario general de Orden Público de la Generalitat, cabeza visible de los comandos paramilitares de Estat Català, veterano de los Fets d'Octubre e independentista de largo recorrido que acababa de regresar a Cataluña después de dos años de exilio, era abatido a tiros en la calle Muntaner de Barcelona -número 38, esquina Diputación: una placa recuerda hoy el episodio- por cuatro pistoleros de la CNT, la principal central anarquista del momento. Faltaban tres meses escasos para que estallara la Guerra Civil, y el sector más radical del separatismo catalán perdía a un hombre de acción que como número 2 de Josep Dencàs en la consejería de Interior de la Generaliat había impuesto el orden -a tortazos, cuando convenía- en la turbulenta Barcelona de 1933 y 1934.

10 de febrero de 1936: Miquel Badia, a la izquierda, departe con Secundino Tomàs, jefe de la policía andorrana, en la actual plaza Benlloch de la capital; atención al campanario de San Esteban, al fondo, antes de la remodelación a la que lo sometió Puig i Cadafalch en 1940: salió de ella con un piso más. Fotografía: Archivo Arnau González i Vilalta.

Badia, hoy figura casi legendaria para cierta izquierda irredenta y que nuestro Jaume Ros -él también militante de Estat Català de primera hora- había retratado cuando nadie se acordaba del personaje en Un defensor oblidat de Catalunya, dispone ya de su primera biografía académica. se titula Vida i mort d'un separatista (Duxelm) y la firma el historiador Fermí Rubiralta. Biografía que tiene, por cierto, una curiosa, poco conocida y finalmente decisiva deriva andorrana: porque Badia, exiliado desde los Fets d'Octubre -de 1934: ya saben, cuando Companys salió al balcón de la Generalitat para proclamar por su cuenta y riesgo y saltándose la legalidad republicana el Estat Català- y que había sido todopoderoso comisario general de la Generalitat, apareció el 19 de enero de 1936 en el refugio del puerto de Envalira.

Hasta el 13 de febrero de aquel mismo año, cuando se le pierde definitivamente la pista andorrana, fue una de las vedettes de la vida social, política y también policial del momento: el batlle episcopal primero -Antoni Tomàs, en la época- y el secretario del veguer francés, después -Paul Larrieu, que últimamente nos aparece en todas partes- sometieron a aquel incómodo huésped a sendos interrogatorios que el historiador Arnau González i Vilalta -a quien Rubiralta sigue en este punto- rescató de las profundidades abisales del archivo de la veguería francesa en Nantes. Sostiene Rubiralta que la aventura andorrana de Badia constituye la última etapa del exilio que había estrenado dos años atrás y que lo había llevado a Francia, Colombia, México, Alemania y Bélgica. Se trataba de estar lo más cerca posible de Cataluña para cuando se consumara el esperado triunfo de las izquierdas en las municipales de febrero de 1936. Unas elecciones que, esperaba, le abrirían las puertas del regreso: él era el hombre destinado a reorganizar a las juventudes de Estat Català descabezadas tras los Fets d'Octubre. Pero no tuvo tiempo: los pistoleros de la CNT, con un tal Justo Bueno como jefecillo del comando, lo liquidaron en el atentado del 28 de abril que les costó la vida a él y a su hermano Josep.

Un conspirador de altura
El invierno andorrano del 36 fue, por lo tanto, el último de su breve y agitada existencia. El 19 de enero había entrado clandestinamente en el país bajo el nombre falso de Miquel Comes -según Vilalta, que recoge el episodio en Miquel Badia: documents sobre el seu pas per Andorra- y después de recorrer esquiando los 20 kilómeros que separan Pimoren de Envalira. Los excursionistas que se encontraban aquel día en el refugio -que por otra parte se convirtió en su hogar durante las siguientes cuatro semanas, con ocasionales escapadas a la capital y Escaldes, donde se hospedaba en el hotel Palacín: ¡el mismo donde el invierno siguiente pernoctaría Escrivá de Balaguer!- reportan la llegada de un individuo "vestido de esport, con el pecho al aire y con semblante patibulario, que vestía armilla especialmente corta y muy falto de elementos económicos..." Él ni se inmuta: dedica las siguientes jornadas a entrevistarse con sus conmilitones de Estat Català -Miquel Xicota y Manuel Masaramon- con la consecuencia que el 6 de febrero las autoridades locales empiezan a inquietarse ante la frenética actividad más o menos conspirativa que despliega Badia. Con la excusa de unas supuestas injurias que podría haber proferido contra los veguers con motivo de la lejana expulsión de Enric Canturri, alcalde de la Seo que tras los Fets d'Octubre se había refugiado en Andorra, el batlle Tomás lo cita a declarar. Y Badia, claro, lo niega todo: "En el ánimo del declarante sólo hay un poso de agradecimiento hacia las autoridades y hacia el pueblo andorrano donde ha encontrado acogida", manifiesta con algo de peloteo.

El veguer francés también mete baza y envía al secretario Larrieu para que lo interrogue en el mismo refugio de Envalira. Donde, por cierto, tiene que esperarlo cinco horas hasta su regreso de una jornada de esquí con un periodista de La Dépéche du Midi. Lo más sospechoso que le sonsaca Larrieu es alguna baladronada y una luctuosa premonición -"Se ha jactado de algunos golpes de fuerza en que tuvo que esgrimir el revólver con cierto virtuosismo, y teme ser víctima de una muerte violenta, que por otra parte espera lejana...- y le asegura que se opondrá a una eventual extradición a España. El veguer concluye que llegado el caso habría que expulsarlo a la fuerza. Una eventualidad que afortunadamente para todos no llegó a producirse porque Badia desapareció el 13 de febrero exactamente igual a como había llegado: por sorpresa y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo.

Tampoco a las autoridades andorranas, que se quitaron un peso de encima mientras Badia se encaminaba con paso firme a su cita con la muerte. El atentado del 28 de abril levantó mucha polvareda. Todavía hoy la sigue levantando. La versión oficial sostiene que los autores materiales del asesinato fueron cuatro anarquistas de la CNT -Manuel Costas, Ignacio de la Fuente, José Villagrasa y Bueno, el cabecilla- como venganza porque Badia, al frente de las juventudes de Estat Català les había reventado en 1934 una huelga de tranvías. A eso se le llama tener memoria. Esta es también la tesis de Rubiralta, que niega verosimilitud a hipótesis más rocambolescas: la extrema derecha, las mafias del juego y hasta Companys (?), por un oscuro asunto de faldas a cuenta de Carme Ballester, entonces esposa del presidente de la Generalitat.

Lo cierto, concluye el historiador, es que la enemistad con Companys era manifiesta desde los Fets d'Octubre, cuando los separatistas de Estat Català se sintieron engañados por el presidente. Le reprochaban haber hecho, según ellos, todo lo posible para que el golpe fracasara. Según esta tesis, Companys sólo buscaba un golpe de efecto de cara a la galería; Estat Català, la efectiva separación de España: "A Badia lo asesinan el 28 de abril de 1936", concluye Rubiralta. "Pero políticamente ya estaba muerto desde el 6 de octubre de 1934. Es entonces cuando fracasa su estrategia y la de Dencàs, el ideólogo de Estat Català, de profundizar en la nacionalización [glups] de Cataluña aprovechando la hegemonía política de ERC y, si se presentaba la ocasión, lanzarse por el atajo hacia la independencia. Este atajo tenían que ser los Fets d'Octubre: cuando fracasa el golpe, fracasa Badia". Con algún matiz, todo este asunto suena inquietantemente familiar.

[Este artículo se publicó el 29 de abril de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

jueves, 13 de febrero de 2014

Las tres muertes del anarquista Eroles

Roland Eroles investiga el papel de su primo, Dionisio, en la represión en la retaguardia catalana durante la Guerra Civil; militante de la CNT y faista, fue jefe de las patrullas de control y orden público de la Generalitat entre octubre de 1936 y mayo de 1937.

Hubo un tiempo en que el apellido Eroles imponía en Barcelona respeto, temor e incluso terror. Normal, si tenemos en cuenta que Dionisio Eroles (Barcelona, 1900-¿Andorra, 1941?) fue entre octubre de 1936 y mayo de 1937 -justo en los inicios de la Guerra Civil- el jefe del servicio de orden público de la Generalitat. De la poli, vamos. Y que entre las responsabilidades de este histórico militante libertario, miembro de la FAI -la vanguardia política del sindicato y núcleo duro del anarquismo catalán, al lado de hombres como Aurelio Fernández, Manuel Escorza y José Asens- figuraba la de dirigir las célebres patrullas de control (!), que durante los primeros meses de la contienda impusieron su revolucionaria ley a sangre y fuego en la retaguardia catalana. Una represión en muchos casos extrajudicial que se saldó con cifras terroríficas: 8.360 vítimas mortales, según las cuentas del historiador catalán Jordi Albertí en El silencio de las campanas. El reinado de Eroles terminó abruptamente cuando en mayo de 1937 los anarquistas fueron desalojados de la posición de fuerza que desde los inicios de la guerra habían ocupado con el beneplácito del presidente de la Generalitat, Lluís Companys. Son los Fets de Maig. Desde entonces, Eroles se dedicó a sobrevivir, esquivando las represalias de los antiguos compañeros de lucha antifascista y evitando hábilmente acabar en el frente. Con relativa buena fortuna, porque fue unos de los miles de catalanes que con la derrota republicana emprendieron el camino del exilio. Otros no llegaron vivos a la debacle.

Foto sin fechar de nuestro hombre. Fotografía: Archivo.

Dionisio Eroles en noviembre de 1936, cuando era jefe de orden público de la Generalitat: sentado, en el centro y rodeado de Els Nanos d'Eroles, su guardia pretoriana, en la época en que su nombre imponía respeto, temor y terror en las calles de Barcelona. Fotografía: Mi revista.
 
Era febrero de 1939, y si hablamos de Eroles aquí y hoy es en parte por este motivo: su trayectoria bélica, que ya durante el último tramo de la contienda es difícil de reconstruir, entra a partir del exilio en el campo de la pura y fascinante leyenda. Lo cierto es que en un momento indeterminado de 1940 se le pierde definitvamente la pista. Dos hipótesis explicaban hasta ahora la desaparición de Eroles: la primera, sustentada en una carta del aragonés Antonio Ortiz Ramírez -como él mismo, antiguo militante libertario- fechada en 1977, sostiene que nuestro hombre fue capturado entre la primavera y el verano de 1940 en el campo de concentración de Vernet por un comando del grupo Ponzán -la célebre red de pasadores en que militó Joan Català, recientemente fallecido- que iba tras un supuesto botín cuyo paradero se supone que Eroles conocía.

Para sorpresa de Ortiz, consiguió escapar con vida de sus captores. La alegría no le duró mucho: al cabo de unas semanas volvieron a pillarle y esta vez no hubo contemplaciones. Lo liquidaron. Según esta versión, sus antiguos conmilitones, que como se ve no se endaban con tonterías, lo enterraron "dans un coin des Pyrénées". La segunda versión es todavía más inquietante: Eroles habría conseguido refugiarse en Montalban, en el departamento del Tarn, hasta que fue localizado por las autoridades francesas, detenido y entregado a la polícia franquista, que en lugar de trasladarlo a España para juzgarlo optó por la expeditiva solución de ejecutarlo... ¡en territorio andorrano! De confirmarse esta segunda hipótesis, uno de los hombres a los que tradicionalmente se ha atribuido la responsabilidad del terror rojo yace, glups, entre nosotros.

En busca de la verdad (en la medida de lo posible)
Pelín rebuscado, la verdad, pero en cualquier caso una nueva y prometedora página en el libro de la Guerra Civil que nos toca -o que nos podría tocar- de bien cerca: ¿fue un hecho puntual, o era práctica habitual, que la policía franquista ejecutara a sus huéspedes incómodos en tierra andorrana? ¿Tuvieron alguna noticia de ello, las autoridades locales? Y si es así: ¿prefirieon mirar hacia otro lado? Hay veces en que lo mejor es no saber... Para determinar cuánto hay de verdad, cuánto, de acusación malintencionada, y cuánto, de pura fabulación en esta figura escurridiza, Roland Eroles (Andorra la Vella, 1967) emprendió un decenio atrás una maratoniana investigación con la que pretende "restablecer la verdad, saber quién fue y qué fue de Dionisio, para lo bueno y para lo malo".

Como habrá intuido el lector, Roland parte de un interés muy personal, casi íntimo en el asunto: Dionisio era primo hermano de su padre, Francesc Eroles, exiliado también de primera hora y que -casualidades sinistras que depara la vida- se instaló en Andorra en 1948. Roland se ha sumergido en archivos españoles, franceses y holandeses -los de la CNT están depositados en Amsterdam- siguiendo el rastro de su pariente. Y a las dos hipótesis digamos que tradicionales sobre el mutis de Dionisio añade ahora una tercera pista: que cambiase de identidad y que embarcara rumbo a la América Latina para emprender una nueva vida. A favor de esta hipótesis juega, arguye Roland, el ejemplo de otros correligionarios como el mismo Escorza, que se instaló en la ciudad chilena de Valparaíso hasta su muerte, en 1968. Incluso podría darse el caso de que hubiera formado una nueva familia. Pero también hay algún contra: "Aunque en un contexto bélico y ante el temor de represalias nunca se sabe cómo va uno a reaccionar, parece que esto de desaparecer sin dejar rastro no se avenía con su talante".

Pero es un hilo y por lo tanto, una esperanza. Además, Roland tampoco acaba de ver claras las otras dos alternativas: de la solución franquista no le cuadra la falta de publicidad que hicieron las mismas autoridades españolas de la época, que utilizaban la captura de figuras como Eroles como munición para la batalla propagandística: "No he encontrado ni rastro en los archivos policiales". Que los culpables fueran los anarquistas de Ponzán tampoco lo ve claro: "El único testimonio que hay es el de un antiguo militante que habla de oídas y treinta años después de los hechos de un botín que Dionisio difícilmente se hubiera podido llevar consigo a Francia, porque a los exiliados las autoridades francesas les confiscaban absolutamente todas sus pertenencias al cruzar la frontera".

¿Cabeza de turco?
Así que el enigma Eroles continúa vigente. Pero retrocedamos unos años y regresemos a la Guerra Civil: ¿fue este hombre de aquí arriba -en una de las escasa fotografías que se conservan: ésta se publicó en el número de diciembre de 1936 del semanario barcelonés Mi revista: en el apogeo de su reinado- uno de los responsables del terror que imperó en la retaguardia catalana en los primeros meses de la contienda? Roland sospecha que Dionisio, como tantos otros anarquistas, sirvieron como cabeza de turco a quien endosar las culpas del llamado terror rojo. Un deporte, éste, al que se aplicaron con entusiasmo no sólo el bando franquista sino también los que hasta mayo de 1937 habían sido compañeros de armas de CNT y FAI: es decir, ERC, PSUC, POUM, Estat Català...: "Se  habla de Eroles y de los anarquistas como de elementos incontrolados, sanguinarios, siniestros y criminales. Pero lo cierto es que la violencia en la calle remite a partir de octubre de 1936, justo cuando él es nombrado jefe del servicio de orden".

Pero, ¿hasta qué punto estaba pringado Dionisio? ¿Qué parte alícuota de responsabilidad le corresponde entre las 8.360 muertos de la represión? "El Comité de milicias antifascistas lo integraban miembros de todos los partidos; fijémonos en su composición y en la proporción y sabremos qué parte de culpa le corresponde a cada cual", insiste. ¿Es Eroles, en fin, un hombre inocente a quien la historia -que escriben, ya saben, los vencedores- ha colocado injustamente del lado de los malos? Entre 1920 y 1935 estuvo constantemente entrando y saliendo de prisión acusado de atentados y sabotajes varios. Pero nunca, jamás se le pudo endosar ni un solo muerto, sostiene. Tampoco durante su mandato como jefe de la policía de la Generalitat -y de las patrullas de control- se le puede imputar, asegura, ningún delito de sangre.

Eso sí: su nombre aparece en el sumario por la extorsión y asesinato de 46 hermanos maristas que pretendían escapar a Francia. Según esta acusación, se podría haber apropiado de parte de los 200.000 francos que la orden había pagado en concepto de rescate. "Pero se trata de un solo testimonio que dice que le parece que quizás le habían entregado a él el dinero. Y tampoco llegó a demostrarse. Así que la acusación hay que tomarla con muchísimas reservas", recalca Roland. Llegados a este punto, convendrá el lector que se hace inevitable especular: ¿y si era este rescate el botín que perseguían los anarquistas de Ponzán? En un relato como este, construido a base de sombras, de suposiciones y de suplantaciones, no constituiría la hipótesis más estrambótica.

[Este artículo se publicó el 11 de diciembre de 2012 en El Periòdic d'Andorra]

viernes, 17 de enero de 2014

Albert Villaró: "Batet apoyó a Companys, Cataluña se independizó y no hubo Guerra Civil..."

Terenci Moix, Baltasar Porcel, Teresa Pàmies, Llorenç Villalonga, Josep Maria Castellet... ¡Ufff! Estos son algunos de los figurones de la literatura catalana -y, por qué no, peninsular- con los que el novelista andorrano Albert Villaró (la Seo de Urgel, 1964) comparte desde la noche de Reyes el palmarés del premio Josep Pla de narrativa en catalán, que con una bolsa de 6.000 euros no forma ni remotamente parte, cosa curiosa, de los galardones mejor dotados de la literatura catalana, pero que es de los pocos que se ha mantenido al margen de los pucherazos que todos sospechamos en los premios mayores. O por lo menos, eso es lo que nos han vendido con cierto éxito los editores; es decir, Destino.

Villaró se lo adjudicó con Els ambaixadors, novela en la que el padre de Boix el Viudo -el prota de Azul de Prússia y de L'escala de dolor- se estrena en el prometedor campo de la ucronía literaria.Sí, hombre, este género que juega con la historia alternativa -¿qué hubiera pasado si...? Por eso los anglosajones lo llaman What if...?- y que en España (y alrededores) es prácticamente desconocido, con la excepción que el mismo autor nos dirá enseguida. Un tocho de 800 páginas, en fin, Els ambaixadors, que si traemos hoy aquí a colación es porque por él desfilan cerca de 300 personajes, la mitad de los cuales históricos, dese Companys, Franco y Sanjurjo hasta el obispo de Urgel, Iglesias Navarri, copríncipe que fue de Andorra, y Esteve Albert, y todo a cuenta de una premisa oportunísima, visto cómo está el patio en el noreste peninsular: estamos en 1949 y Cataluña, independiente desde los Fets d'Octubre de 1934 -ya saben, Companys saliendo al balcón de la Generalitat en la plaza de San Jaime y proclamando la República catalana... ¡con el apoyo del general Batet!- intena recuperarse de las secuelas de una II Guerra Mundial en que se implicó -siempre en la imaginación de Villaró- al lado de los buenos, claro, al precio de una invasión alemana. La red de espías que la Gene mantenía en Madrit ha sido desarticulada, y el ministerio del Interior catalán envía  la capital española a Esteve Farràs, falso mosén retirado en  Andorra y antiguo elemento de las cloacas de la seguridad del estado catalán, para cazar al topo y resolver el marrón. Unos cuantos que ustedes y yo sabemos se estarán relamiendo solo con pensar que todo esto pudo pasar... En fin, que el 6 de febrero lo encontrarán en las librerías. De momento, en catalán.

-¿Pesa, todo un Josep Pla en el bolsillo?
-Pues sí. Mucho. Por el palmarés y por el prestigio que tiene. Es un galardón bien considerado entre la profesión, con mucha proyección y bien situado de cara al Día del Libro. Todo esto me obligará, claro, a poner toda la carne en el asador y a estar a la altura de las expectativas. Con mucho gusto, por supuesto. Pero déjame añadir que pesan más sus Obras Completas que el galardón.


-Ya que lo tenemos casualmente con nosotros, ¿nos avanza la trama de la novela?
-La premisa inicial es la siguiente: en lugar de reprimir a Companys y a los suyos cuando el 6 de octubre de 1934 proclamó el Estado Catalán, Batet le presa su apoyo. A partir de aquí, la historia será muy diferente a como la hemos conocido; se proclama una República catalana y no estalla la Guerra Civil, por ejemplo.

-Así que Batet desobedeció órdenes, en esta fascinante historia alternativa...
-Sí, porque tuvo la premonición de que acabaría fusilado por los suyos. Y así fue: juzgado en consejo de guerra por los nacionales, fue condenado a muerte y ejecutado en febrero de 1937.

-...y que así nos ahorramos una Guerra Civil...
-Así es, aunque persistió cierta hostilidad entre España y Cataluña.

-...pero Cataluña se vio involucrada en la II Guerra Mundial. No se puede tener todo.
-Efectivamente, se aliena al lado de las democracias parlamentarias europeas. España, en cambio, juega la carta de la neutralidad, la misma que jugó Franco -pero ahora, con Sanjurjo como jefe del estado- y se ahorra la visita de las tropas nazis.

-Por cierto, ¿qué pasó con Franco?
-Pues que murió el 18 de julio de 1936. El Dragon Rapide se estrelló. ¡Sabotaje!

-Pues usted es una de las escasas personas que podrá responder a esta pregunta: ¿qué se siente al liquidar a un dictador (aunque sea de forma preventiva)?
-Una gran satisfacción literaria.

El novelista andorrano Albert Villaró, la noche de Reyes en el hotel Ritz de Barcelona, donde desde 1968 tiene lugar la entrega del premio Josep Pla de narrativa en catalán. Patrocina editorial Destino. Fotografía: Joan Puig (El Periòdic de Catalunya).

-Y Andorra, ¿qué pinta en todo este embrollo?
-Pues se erige en una isla de neutralidad, como sucedió en la realidad histórica.

-¿Quién es mosén Farràs, el protagonista?
-Hijo de Tor, en el Pallars, estudia en el seminario de la Seo,  y antes de cantar Misa deja los hábitos y se va a Barcelona. Estamos en los años 30, en plena fiesta, así que mi Farràs se mete en todos los fregados y siempre desde primera línea.

-Ideológicamente, ¿dónde lo ubicamos?
-En un sector intermedio entre ERC y Estat Català. Cuando se proclama la República catalana, y en atención a su impecable currículum de hombre de acción, ingresa en las fuerzas de choque y se mueve como pez en el agua en las cloacas del nuevo estado.

-Hasta que acaba en Andorra. ¿Por algún motivo en concreto?
-Evidentmente, pero no lo puedo desvelar porque incurriría en un caso inédito de autospoiler.

-Volvamos con el pobre Batet, burro y apaleado: apoyando a Companys en 1934, ¿no se habría convertido en un general golpista, exactamente igual que Franco y compañía dos años después?
-Hummm... Es una cuestión de legitimidad.

-¿No estamos hablando más bien de legalidad?
-Yo no: creo que estamos hablando de legitimidad. Pero no entraré en debates de este tipo porque Els ambaixadors es pura especulación. He escrito una novela, no una tesis de filosofía política.

-La ucronía que construye en ella, ¿coincide con la forma en que a usted le hubiera gustado que discurriera la historia?
-Lo que yo querría es que las cosas hubiesen ido de otra manera desde mucho antes. Pongamos que desde Atenas. Mi ideal seria que el mundo se pareciera a la Florencia de finales del siglo XV. La de mi novela es sólo una historia posible. Un juego. Y como juego, tendría mucha menos gracia si la situara en una Arcadia.

-Se trata en cualquier caso de un género, este de la historia alternativa, muy poco transitado en las literaturas peninsulares.
-Que recuerde, existe por lo menos una estupenda novela en catalán, Paraules d'Opoton el Vell, de Tísner, en que especula con que fueron los aztecas los que descubrieron Europa en 1492, desembarcando en la costa gallega. En castellano, En el día de hoy, de Jesús Torbado, imagina una victoria republicana en la Guerra Civil. Y en inglés está Fatherland, de Richard Harris, magnífica: nos transporta a los años 60, a una Europa bajo la férula nazi. Las tres las leí hace tiempo, y no me atrevería a afirmar que me han servido de modelo. Recuerdo, eso sí, la mucha gracia que me hizo en su momento esta reelaboración, por no decir corrección de la historia en que consiste el género.

-En Els ambaixadors combina la novela histórica que ha cultivado en L'any dels francs con el género negro de Guárdame las vacas y Azul de Prusia. La cuadratura del círculo.
-Yo no le pondría etiquetas. En mi novela hay un poco de todo, como en las que me gusta leer: hay acción, por supuesto, pero también momentos más reflexivos y digresivos... Una novela de Le Carré, salvando las obvias distancias, no la puedes despachar diciendo que es una de espías. Le Carré reflexiona siempre sobre la condición humana, sobre la triste condición humana. Y esto le hace trascender el género concreto.

-¿Quiénes son, los malos ?
-Muchos, de todo pelaje y de todo el espectro ideológico. Malos, antagonistas y némesis. De todo.

-Permítame que insista: estamos en 1949 y la Generalitat mantiene una red de espías en Madrid. Esto quiere decir que las relaciones entre los dos... estados no son precisamente idílicas.
-Digamos que Cataluña y España tienen puntos de vista diferentes. España continúa siendo una dictadura, solo que con Sanjurjo en lugar de Franco. Pero con los mismos ingredientes esencialmente fascistas.

-Le hemos oído afirma que la novela la está cociendo desde hace por lo menos diez años. Vamos, que no tiene nada que ver con el -digamos- proceso soberanista. Y el jurado, ¿cree que también lo ha visto así? ¿No habrá visto la ocasión de subirse a la ola?
-Pienso que han escogido la novela que les ha gustado más. Así me lo han hecho saber y no tengo por qué dudar de su palabra.

-En cualquier caso, ¡qué casualidad! ¿No le parece?
-Pienso que no es una novela oportunista. ¡¿Que coincide con un momento digamos propicio?! Pues perfecto. Pero un artefacto de 800 páginas no lo escribes ni en un año ni en dos. No me he apuntado a ninguna moda.

-¡800 páginas! Ostras, si juega usted en la liga de Las benévolas. ¿Era necesario, tanto papel?
-Es una novela de larga gestación y, si se me permite, ambiciosa. Cuando haces el esfuerzo de crear un mundo alternativo no te puedes quedar en 300 páginas. La trama es compleja y necesita recorrido. Pero es a la vez ágil, o eso creo, con capítulos breves donde continuamente ocurren cosas. Es un artefacto complejo por donde pulula una pequeña multitud de personajes.

-¿Cuántos, para que nos hagamos una idea?
-Unos 300, la mitad de los cuales, reales. Hasta 1934, claro. A partir de entonces, sus peripecias son ficticias. Y al final incluyo una breve biografía de cada uno donde cuento lo que les ocurrió después de la novela.

-¿Hay banda sonora, como en L'escala de dolor y en La primera pràctica?
-Pues sí: la Novena de Beethoven.

-¿A cargo de alguien en concreto?
-Claro. Pero hasta aquí puedo leer.

-¿Quiénes son los embajadores del título?
-Hay unos cuantos. Y me temo que cada lector encontrará los suyos.

-Con el trabajo de promoción que se le avecina, sospecho que aparcará por unos meses las nuevas peripecias del  viudo Boix. Qué lástima.
-Estoy agotado, así que no veo el momento de volver a escribir. Tengo seis o siete imágenes en la cabeza -así es como empiezan mis novelas- pero todavía no sé cuál será la siguiente.

-Para acabar: y ya que es el nuevo Josep Pla, ya sabe que él acostumbraba a decir que leer novela después de los 40 es una...
-...bobada.

-Exactamente. Y entonces, escribir, ¿qué sería?
-Pla me encanta, por supuesto. Pero lo que opine un personaje como Pla sobre cuestiones morales no me preocupa en exceso, como comprenderás.

[Esta entrevista se publicó el 8 de enero de 2014 en El Periòdic d'Andorra]