Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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sábado, 27 de junio de 2015

Lluís Solà: el último pasador lo cuenta (casi) todo

Excombatiente republicano, exiliado en Francia, internado en el campo de Arles sur Tech, de donde se fugó para ser repatriado y deportado al penal gaditano de Isla Saltés, y huido de nuevo a Andorra, adonde llegó a finales de 1939, Lluís Solà evoca a sus 99 años su peripecia como contrabandista y guía durante la II Guerra Mundial, así como su amistad con Marcel·lí Massana y Ramon Vila, Caracremada, los últimos maquis antifranquistas.
[Lluís Solà murió el 1 de julio de 2015 en Andorra la Vella; nos cuenta su nieta, Regina Solà, que esta crónica fue una de sus últimas lecturas, y que se sentía especialmente satisfecho del resultado. Que la tierra le sea leve.]

Solà, en agosto de 2014 en Andorra la Vella, donde reside. Fotografia: Archivo Familia Solà.


Foto de carnet tomada probablemente durante la Guerra Civil. Fuente: Archivo Familia Solà.

Carnet de antiguo combatiente expedido por la oficina francesa de veteranos y víctimas de guerra, válido para el período comprendido entre junio de 1982 y junio de 1983. Fuente: Guies, fugitius i espies / Archivo Familia Solà.



Normalmente, a sus fugitivos los acompañaba hasta Josa del Cadí (Lérida), donde se hacía cargo de ellos el siguiente tramo de la cadena, que los conducía hasta el consulado británico de Barcelona. Eran grupos de siete u ocho: "así es como pasé a muchos polacos", dice Lluís Solà (Santa Eulalia de Lluçà, Barcelona, 1916), vecino de Andorra la Vella y el último superviviente de la estirpe de los pasadores. Gente de una pieza, poco dada a los alardes -recuerden los casos de Forné, Baldrich, Molné o Català- y que mantuvo casi hasta el final el silencio más absoluto sobre sus gestas. En fin: el caso es que en aquella ocasión modificó, a saber  por qué, el procedimiento habitual: el cliente era un aviador norteamericano derribado en los cielos de Francia, y decidió acompañarlo personalmente hasta el final del trayecto. Todo fue bien hasta Manresa, adonde llegaron en tren: como polizones, subidos a la cabina del guardafrenos, dice, y saltando justo antes de entrar en la estación, cuando el convoy empezaba a frenar. El plan era esperar en la misma estación la salida del primer tren para Barcelona: al aviador, que no hablaba una palabra de español, lo colocó en el primer vagón; él se subió al último. Y como pudo, recuerda, "le hice entender que si le pillaba la Guardia Civil, a él no le pasaría nada, pero que a mí me cortarían el cuello".

Hizo bien en advertírselo porque la cosa se torció enseguida. Solà sospecha que los delató algún chivato que los pilló en los servicios, cambiándose de ropa para la etapa final. El caso es que llegada la hora -"Muy pronto, no recuerdo si salía a las 6 de la mañana"- el tren no acababa de arrancar. Al cabo de un cuarto de hora, sacó la cabeza y lo que vio encendió todas las alarmas: su aviador se acercaba cada vez más... amablemente escoltado por la reglamentaria pareja: "Iban controlando a todo el pasaje. '¿Conoce usted a este hombre?', le preguntaron al americano cuando llegaron a mi altura. Él no dijo nada. Me pidieron la documentación, y todo estaba en orden. 'No pases cuidado', le dijo un guardia al otro, 'que ya hablará antes de llegar a Barcelona'".

Solá no se quedó para comprobarlo. Antes de que ganara velocidad, ya había saltado del tren marcha -lo que hay que hacer cuando uno se ve con un pie en el calabozo, especialmente si el calabozo es franquista. "No debieron verme, porque si hubiera sido así, me fríen a balas", deduce. Pues esta es la vez que más cerca estuvo de caer en su larga carrera como guía o pasador de fugitivos durante la II Guerra Mundial. Una trayectoria que ya habían apuntado Claude Benet en Guies, fugitius i espies -lo pone a las órdenes de Antoni Forné i de Francesc Viadiu- y también Josep Calvet en Las montañas de la libertad, y que el mismo Solà relató en una extensa entrevista hasta ahora inédita, recogida por su nieta, Regina, y a la que hemos tenido el privilegio de acceder. 

Como en tantos otros casos, el origen de su peripecia como pasador -del francés passeur, aunque ellos raramente se referían a sí mismos con esta palabra, sino más bien como guías- hay que rastrearlo en el oficio de contrabandista que empezó a ejercer al año de instalarse en Andorra. Y esto ocurrió a finales de 1939: se empleó de mozo con los masoveros de Casa Rebés. Venía de pasarlas de todos los colores: excombatiente republicano -voluntario de primerísima hora en la columna Acero Rápido, que combatió en el frente de Tardienta, Huesca, y perdió a un altísimo precio la ermita de Santa Quiteria: apenas sobrevivieron una treintena de los 150 hombre de la unidad-, fugitivo del campo de concentración francés de Arles sur Tech, capturado por la gendarmería y empaquetado en un tren hacia España, fue a parar al campo de prisioneros de Isla Saltés, en Huelva, donde tampoco lo pasó tan mal y de donde fue finalmente puesto en libertad. Volvió a casa, en Obiols (Barcelona), pero cuando Franco vuelve a llamar a filas a todos los quintos de los reemplazos del 35 al 42 él se planta y huye. A Andorra, con otro compañero y con la ayuda de cierto contrabandista que se negaba a cobrar por el trabajo y al que obligaron a aceptar 20 duros por sus servicios. Lo pasó mal, en sus primeros tiempos por aquí arriba, como sus compañeros de exilio: "Nos teníamos que esconder: los que tenían algo de dinero, en el hotel Espel de Escaldes o en el Pol de Sant Juliò; los que no, aunque tuviéramos trabajo no podíamos dejarnos ver demasiado". Solà tuvo la habilidad de ir encadenando faenas, pero esto no le evitó la inquina de cierto policía que le hizo la vida imposible y que por lo menos en dos ocasiones lo amenazó explícitamente: "'No te quiero ver más por aquí', me decía. No sé si porque era un refugiado republicano o si simplemente me tenía manía. En fin, me aconsejaron que me casara, porque así no me molestarían, pero la verdad es que hasta que terminó la guerra [mundial] nos sentimos perseguidos por la policía [andorrana] y por los gendarmes [franceses]".

Solà, en fin, debutó como paquetaire -o porteador- por cuenta de un tal Tarrés, de Sant Llorenç de Morunys (Barcelona): por llevar hasta esta localidad de la comarca del Solsonés un fardo con 35 kilos de tabaco de picadura le pagaban 300 pesetas; 500, hasta Berga: "¡Collons! Si yo ganaba 15 pelas diarias, y 10 o 12 se me iban en pagar la habitación y el plato en la mesa!" Así que no es de extrañar que en cuanto reunió un capital se instaló por su cuenta. El género lo colocaban en Avià o en cal Rosal. Y para amortizar algo  más la excursión, en el trayecto de regreso -un itinerario que transcurría por la mina de Coll de Jou, el Pi de les Tres Branques, Llinars, Sorribes, Gósol y Josa, antes de salvar la sierra del Cadí, cruzar por el puente de Arenys i desembocar en la Rabassa, Andorra- cargaban el fardo con lana. Cada expedición le reportaba, recuerda, un beneficio de entre 700 y 1.000 pelas. Añadamos aquí que quien con al poco tiempo se convertiría en su suegro se había dedicado al contrabando con cierta intensidad, dice, durante la Guerra Civil: "En la ida cargaban tabaco; a la vuelta, gente de derechas que querían huir a la zona de Franco a través de Andorra y de Francia. Con este negocio hizo bastante dinero".Y recuerda en este punto -otra muesca en la leyenda negra- el caso de cierto individuo -su viuda era la propietaria de la compañía de taxi para la que trabajó durante un tiempo- que se hizo rico durante la contienda traficando con lana... y con fugitivos de la zona republicana: a algunos de ellos los entregó, sostiene, a la Guardia Civil antes de llegar a Andorra. "Era una mala persona", concluye, y el consuelo es que lo liquidaron en la Palanca de Noves. 

Inquilino en la Tercera galería de la Modelo
Recibían una cantidad similar -unas 1.000 pesetas, la tercera parte de la tarifa de la cadena de Baldrich- por cada hombre que entregaban. Contaban con la complicidad de ciertas masías de la zona que, dice, "o bien eran gente de izquierdas o bien tenían un hijo en el contrabando y nos camuflaban: allí comíamos, descansábamos y comprábamos pan para el camino: la Casa Gran, lo llamábamos". Algunas de aquellas familias lo pagaron caro: Solà recuerda más de un caso en que la Guardia Civil les aplicó la infame ley de fugas. Los contrabandistas también se la jugaban: lo hemos visto en el caso de su topetazo en Manresa. Escapó por los pelos, pero la Guardia Civil liquidó sin contemplaciones, dice, a "tres o cuatro compañeros que pillaron por las montañas". Él mismo, en cierta ocasión en que se dirigía a la Seo con otros dos compañeros, oyó el sonido apagado de unos pasos en la nieve -una nieva muy oportuna, por otra parte. No les hizo falta más para abandonar allí mismo el fardo y largarse: "Pegaron tres o cuatro tiros, pero no sentí ninguna bala y no pasó nada, pero en el trayecto de regreso [en sus primeros años andorranos residió en Sant Julià de Lòria, donde se casó en 1942 con la hija de la casa donde se hospedaba] me rompí el dedo gordo de pie y estuve por lo menos un mes con bastón". Y sin contrabando, cabe pensar.

Para el anecdotario queda la cena que compartió en Ca la Castellar de Gósol con Marcel·lí Massana, en la última expedición como contrabandista que protagonizó el después celebre maquis catalán. El único, por cierto, que salió con vida de este asunto. Y Massana no desaprovechó la oportunidad de captarlo para su grupúsculo, en cuanto se hubo pasado al maquis full time: "'Si quieres unirte a mi grupo, siempre estarás a tiempo', me decía. Yo les respondía que tenía mujer y dos hijos y que por lo tanto debía de andar con ojo. Pero él no se daba por vencido: 'Lo que ganes con el contrabando, también lo tendrías...' Pero nunca intervine en nada con ellos, porque se jugaban del pellejo de verdad."

Ni el dedo gordo ni Massana son nada comparados con el episodio que puso el punto final a su carrera como contrabandista: fue en marzo de 1957, cuando ya ejercía de taxista a Barcelona y aprovechaba las carreras para bajar "un par de botellas de whisky, unos kilos de Rosly, en fin, cuatro cosillas". A los guardias de la aduana los tenía en el ajo -"Siempre dejaba cinco duros en el cenicero o en una cajetilla de cerillas dentro de la guantera"- pero aquel día, en la plaza de la Villa de Madrid de Barcelona, cuando estaba a punto de subirse el coche para emprender el camino de vuelta, "se presentaron dos señores: 'La documentación, haga el favor'. Lo tenía todo en regla, pero no sirvió de nada; iban a por mí". De la comisaría de la calle Lauria a la de Vía Layetana, y de aquí, fin de trayecto, a la tercera galería de la Modelo. Lo acusaban de distribuir propaganda contra el régimen -franquista, se entiende. No le encontraron nada que pudiera inculparle, pero lo mejor del caso es que los guardias burlados estaban en lo cierto: "Llevaba propaganda, sí, pero, ¿sabes dónde? Escondida entre las hojas de papel de fumar de aquellos libritos que se lamaban Jan; la escribía Ventura Armengol [el Mestre Orelleta, personaje conocido en la Andorra de los años 40 y 50, incluso antes]". Pero la broma le salió cara: el fiscal solicitaba para él cuatro años de prisión. Y se temía lo peor cuando una noche, al cabo de once meses, lo llaman: "'Coja usted la ropa o lo que sea y afuera'. No me dieron ninguna explicación. Eso sí, tuve que pagar 50.000 pesetas de fianza y otra 50.000 más al abogado: "En aquellos años, con este dineral hubiera podido comprar toda Andorra".

[Este artículo es una ampliación del que se publicó el 25 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

martes, 9 de junio de 2015

Los vencedores de Enigma, fugitivos pirenaicos

Dos de los tres matemáticos polacos -Marian Rejewski (1905-1980) y Henryk Zygalski (1907-1978)- que descifraron la criptografía nazi a principios de los años 30 fueron capturados por la Guardia Civil en Puigcerdà (Gerona) cuando huían de la Francia ocupada: fue el 29 de enero de 1943; el tercero, Jerzy Rozycki, había muerto en enero de 1942 en el naufragio del Lamoricière en aguas de las Baleares.


Arriba, Marian Rejewski, que en 1932 realizó una réplica de Enigma; como sus compañeros, Jerzy Rozycki y Henryk Zygalski (abajo), fue reclutado tras licenciarse en Matemáticas en la universidad de Poznan por la Oficina de Criptografia del Estado Mayor polaco; tras la guerra regresó a Polonia, trabajó como contable y no reveló su pasado como criptógrafo hasta 1967; Zygalski, por su parte, se estableció en la Gran Bretaña y se consagró a la docencia: fue profesor de matemáticas en la Universidad de Surrey. Fotografías: Wikipedia.


29 de enero de 1943. Dos fugitivos agotados, asustados y esquilmados son capturados por la Guardia Civil en la localidad fronteriza de Puigcerdà (Gerona). Son polacos y hace tres meses, desde que en noviembre del año anterior los alemanes han ocupado lo que quedaba de Francia, pululan arriba y abajo, adelante y atrás, buscando el momento de cruzar la frontera por los Pirineos y ganar la neutralidad española: desde Uzés, en el Languedoc, hasta Niza, y desde Niza a Cannes, Antibes, de nuevo Niza, Marsella, Tolosa, Narbna, Perpiñán y finalment Ax-les-Thermes, la última población francesa antes de la frontera andorrana. Parece que por fin han llegado al fin del periplo. Y es en Ax donde se hacen con los servicios de un guía paa que los ayude en la última etapa: el salto a España.

Pero no tienen suerte: el guía que el destino les depara es uno de los infames espavilados que se dedican a desplumar a los desgraciados que, como Rejewski y Zygalski, caen en sus garra: a punta de pistola les despoja de sus últimas pertenencias de valor y los abandona a medio camino. Pero aquí sí que se reencuentran con la fortuna: otros en su misma situación vuelven desorientados al punto de partida para caer en manos de los alemanes o, pero aún, se extravían en la montaña y nunca más vuelve a saberse de ellos.. Eso, si el guía de turno no los liquida en las mismas montañas para no dejar rastro, como Lázaro Cabrero.

En fin, que nuestros dos hombres de hoy han tenido la relativa suerte de ser sólo atracados por su guía, y de ir a darse de cabeza con la patrulla de la Guardia Civil de Puigcerdà, que los empaqueta inmediatamente para Bellver y, de aquí, a la Seo, donde se encuentra la prisión del partido. Aquí se quedarán hasta el 23 de marzo, cuando son transferidos a Lérida, punto de encuentro de todos los fugitivos capturados en la provincia bajo la acusación de "paso clandestino". De fronteras, se entiende. Volveremos enseguida a Lérida para seguir la pista que los conducirá hasta Londres. Pero, ¿quiénes son, Rejewski y Zygalski, estos dos polacos de quien jamás habíamos oído hablar? Pues ni más ni menos que dos héroes (semi)olvidados de la II Guerra Mundial: ellos dos, junto con un tercer hombre -el también matemático y también polaco Jerzy Rozycki, fallecido en enero de 1942 en el naufragio del transporte de pasajeros Lamoricière, en aguas de las Baleares- tuvieron una participación decisiva en la reconstrucción, primero, y el descifrado, después, de las primeras máquinas Enigma, el célebre artefacto supuestamente inviolable que el ejército y la marina alemana utilizaban para encriptar (y desencriptar) sus mensajes.

La historia que cuenta Imitation Game, vaya, con la particularidad de que la película británica sigue la vida y milagros del muy mediático Alan Turing, la estrella polar del equipo de criptógrafos que desde el cuartel general de Bletchley Park luchan contra reloj y a mayor gloria de Su Graciosa Majestad para descifrar las nuevas y cada vez más sofisticadas versiones de Enigma, mientras que pasa de largo por los antecedentes polacos de una gesta que, al decir de ciertos historiadores, abrevió dos años el desenlace de la guerra.

Héroes (semi)olvidados
El descubrimiento se lo debemos, como es habitual en el negociado de la II Guerra Mundial y alrededores, a Claude Benet, aquí en funciones de historiador emérito, preso de legítimo entusiasmo por el hecho de que dos personajes clave en la derrota de Hitler fueran a parara a la prisión de la Seo, qué pequeño es el mundo, y quién sabe si con deriva andorrana incluida: "Una vez en Ax, no es gratuito pensar que pudieran pasar por Andorra o que el guía que los traicionó fuera conocido de los Forné, Molné, Solá y compañía". Quizás uno de los aragoneses con los que Baldrich pasó en cierta ocasión por el pico del Port Negre y le indicaron el lugar exacto donde habían esquilmado y liquidado a una pareja de judíos. Quizás. Rejewski, Zygalski y Rozycki tuvieron en los primeros años 30 un papel destacadísimo cuando, tras pasar por la Universidad de Poznan fueron reclutados por la Oficina de Criptografia del Estado Mayor polaco: Rejewski construyó en fecha tan avanzada como 1932 una réplica de Enigma, mientras que Zygalski y Rozicki idearon un método para descifrar los famosos y diabólicos rotores del artefacto.

Con la invasión de Polonia, el 1 de septiembre de 1939, los criptógrafos polacos fueron inmediatamente evacuados a Francia en un tren especial, y en septiembre de 1940 los encontramos en una base secreta camuflada en el castillo de Fauzes, en Uzés, hasta que la ocupación de Vichy, en noviembre de 1942, los obliga a huir. Ya saben: Niza, Cannes, Antibes, Niza, Marsella, Tolosa, Narbona, Perpiñán y Acs. Los reencontramos en Lérida, en la especie de prisión habilitada en el Seminario Viejo que Alberto Poveda describe en Paso clandestino. Pero no se quedarán ahí por mucho tiempo porque, dice Benet, el MI6 -el espionaje exterior de Churchill- mueve cielo y tierra para recuperar a estos dos hombres: el 4 de mayo salen rumbo a Madrid; el 21 de mayo, hacia Lisboa, y el 3 de agosto llegan a Londres tras hacer escala en Gibraltar, para incorporarse a las filas del ejército polaco en el exilio, en labores de inteligencia de segunda fila.

Terminada la guerra siguieron trayectorias diversas: Rejewski regresó a Polonia, ejerció de contable y no dijo ni pío de su trabajo como criptoanalisa hasta 1967; Zygalski se estableció en la Gran Bretaña y se consagró a la docencia -profesor de matemáticas- en la Universidad de Surrey. En el 2000 recibieron a título póstumo la máxima condecoración civil polaca, y su epopeya la recoge Sekret Enigmy, ignoto largometraje estrenado en 1979 que no tuvo ni remotamente la fortuna mediática de The Imitation Game -¡era polaco!- y que quizás deberíamos recuperar. Así que cualquier día de estos volvemos a la carga.

Sánchez Agustí pone nombre a víctimas y verdugos de las evasiones en la Guerra Civil
Empecemos por el final, con la desventurada expedición que terminó trágicamente el 5 de marzo de 1938: cinco hombres -los hermanos Antoni y Agustí Codina, de Hortoneda de la Conca (Lérida), y Josep Estrada, Antniet Batalla y Ramón Castejón, los tres de Vilanova de Meià (Lérida)- intentan pasar a Andorra huyendo de la Guerra Civil, como tantos otros antes, y tantos otros después. Lo hacían con la ayuda del guía Joan Guitart, que lo había recogido en Isona. Y todo parecía ir bien; tan bien, que cuando descendían por el barrando de Llimois, en dirección a Bixessarri -ya en Andorra- fueron descubiertos por una patrulla de carabineros. Guitart pudo escapar de milagro, pero sus clientes cayeron "al pie del Bony dels Tres Culs, en el camino de Civís hacia Os". Fueron fusilados sin contemplaciones allí mismo, en los cortals de Serbellà." Los cuerpos fueron recuperados los días siguientes por Vicenç Baró y Joan Reig, ambos vecinos de Os, y enterrados en el cementerio de esta localidad. El funesto desenlace de esta expedición lo recoge el historiador barcelonés Ferran Sánchez Agustí en La Guerra Civil al Montsec, que llega la semana que viene a las librerías, y una auténtica mina que en el capítulo dedicado a la etapa final de las evasiones por Andorra -Del Rialb a les Valls de Valira, carrefour d'evasió, por i mort- pasa luctuosa lista a una treintena de casos como el del grupo del guía Guitart, la mayoría -religiosos, carlistas, disidentes, desertores o simplemente desafectos que huían de la España republicana- víctimas de los carabineros.

[Este artículo se publicó el 9 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

viernes, 22 de agosto de 2014

¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?

El ministerio de Cultura destina 35.000 euros a la rehabilitación de la fachada del histórico hotel de la Massana, cuartel general de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné; en 1943, un comando de la Gestapo secuestró a Eduard Molné, hijo de los propietarios, y a cinco militares polacos que intentaban evadirse a España.

¡Ay, el Palanques! Es verdad que otros hoteles en Andorra comparten su mismo pedigrí épico: el Coma de Ordino, el Pol de Sant Julià de Lòria y, sobre todo, el Mirador de Andorra la Vella, que se ha llevado la gloria mediática gracias a Francesc Viadiu y su novela Entre el torb i la Gestapo. Otro día hablaremos de ellos, piezas clave de la epopeya de los pasadores (en este caso, más bien de los pasados) durante la II Guerra Mundial. Muy pronto, palabra. Pero el Palanques es otra cosa. Lo hemos contado aquí mismo en otras ocasiones: fue en este establecimiento de la Massana, inaugurado en 1935, donde el abogado catalán Antoni Forné estableció el cuartel general de su red de pasadores. Una cadena para la que trabajaron hombres de una pieza como Alfredo Conejos, Josep Mompel, Joaquim Baldrich y... Eduard Molné, él mismo hijo de los propietarios del hotel -Francisco Molné y su esposa, Emília Armengol- y que ejerció de taxista ocasional para la cadena a bordo de su Renault, uno de los escasos vehículos existentes en la Andorra de la época.

Hoy los recuerda un humilde monolito situado enfrente del hotel. En fin, que si hablamos hoy aquí del Palanques es en primer lugar porque el ministerio de Cultura destinará este curso 35.000 euros a la restauración de la fachada del edificio. Que buena falta le hace porque -como comprobará el lector- abundan en ella los desconchados y el aspecto general corresponde al de una dolorosa y -nos temíamos algunos- inexorable decadencia. Nada extraño si tenemos en cuenta que el mismo ministerio advertía en 2004, año en que lo incluyó en el catálogo del patrimonio cultural de Andorra, que en siete décadas -hoy, ocho- el edificio no ha sufrido modificaciones significativas, así que conserva todos los elementos estructurales originales. En definitiva: que tal como lo vemos hoy es como lo vieron -y lo vivieron- Forné, Molné, Badrich y compañía. El papel central del Palanques en la epopeya de los pasadores se debe no sólo a que fue el epicentro de una de las cadenas de pasadores mejor conocidas entre las que operaron en Andorra, sino también a que fue escenario de la célebre razia que la Gestapo lanzó la noche del 23 de septiembre de 1943: delatados por un tal Nicodème -Enrico Nicodem, según consigna Ludmilla Lacueva Canut en Els pioners de l'hoteleria andorrana-, un topo infiltrado en la cadena y que para mayor escarnio se hospedaba en el mismo hotel, y guiados por esbirros de la vegueria francesa, los agentes alemanes se plantaron en el Palanques en dos vehículos -un Delaye y un Citroën, evocaba el mismo Forné en una serie de artículos publicada en 1979 en la revista Andorra 7- dispuestos a desmantelar la cadena.  

Monumento que desde 2005 recuerda la gesta de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné desde el hotel Palanques, y de la que también formaban parte Joaquim Baldrich, Josep Mompel, Alfred Conejos i Eduard Molné, el único que probó la hospitalidad de la Gestapo al ser capturado la noche del 23 de septiembre de 1943 y trasladado a la prisión del monte de Saint Michel, en Tolosa; fue liberado diez días después. Fotografía: Tony Lara.

El hotel Palanques, proyectado por el arquitecto Rafael Besolí, comenzó a erigirse en 1933 y se inauguró el 15 de agosto de 1935; constaba (y todavía consta) de planta baja, dos pisos y buhardillas. Debe su nombre a que los propietarios, la familia Molné, se habían instalado una generación antes en unos terrenos denominados Les Palanques porque estaban situados en la confluencia de los ríos de Ordino y Erts, a unos cien metros de la parroquial de la Massana. Allí levantaron el primer hostal hasta que en 1933, y gracias a una permuta con la propiedad de Casa Ramon, se trasladaron a lo que hoy es el Palanques. Arriba, el hotel ya terminado; aquí encima, el edificio en construcción. Fotografías: Colección Casimir Molné Armengol / Els pioners de la hoteleria andorrana.
Durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial en el Palanques se hospedaron huéspedes de toda procedencia: desde un pequeño destacamento de los gendarmes de Baulard hasta el abogado Antoni Forné -que acabó casándose con una de las hijas de la familia Molné- pasando por fugitivos que huían de la España republicana, primero, y de la nacional, después. En la imagen, Joana y Maria Molné en agosto de 1942 (¿o 1944?) posan con los músicos franceses que acudían a tocar a la fiesta mayor de la Massana. El texto dice: "À notre gentille hotesse, notre meilleur souvenir", y lo firman Miney y Louis... ? Fotografía: Colección particular Joana Molné Armengol / Els pioners de l'hoteleria andorrana.




Tres vistas actuales del hotel Palanques, situado en la avenida de Sant Antoni y que conserva casi intactos los elementos estructurales originales, especialmente los sillares esquineros de granito que permiten incluir el edificio en la denominada arquitectura del granito, corriente en boga en la Andorra de los años 30 y que incluye otros edificios como los hoteles Rosaleda de Encamp y Valira de Escaldes. Fotografías: Máximus.
La Massana en los años 40: el Palanques es el edificio en segundo plano del centro de la imagen, escorado a mano derecha; se distingue por su cubierta achaflanada y sus esquina con sillares de granito.
Los dibujantes Escobar y Peñarroya, en el cartel del salón de cómic de la Massana de 2011, obra de Paco Roca, que ese año publicaba El invierno del dibujante. Ambientado en 1958, los cómics no son todavía cómics, ni tan solo historietas, sino tebeos. Dibujo: Paco Roca / La Massana Cómic.
Y para que no falte nada, incluso Superlópez se permitió un vuelo de reconocimiento sobre el Palanques: la viñeta pertenece a Las montañas voladoras, la premonitoria aventura inmobiliaria del superhéroe de Jan, y se publicó en 2004, auspiciada también por la Massana Cómic. Dibujo: Jan. 

Lo consiguieron a medias: la buena fortuna (o mala, no está del todo claro) quiso que aquella misma noche los hombres de Forné tuvieran que ir a recoger a un grupo de militares polacos al Vilaró, donde desembocaba la ruta de evasión que pasaba por el puerto de Siguer. Molné se ofreció en aquella ocasión para acompañarles hasta el Vilaró, donde entonces moría la carretera, recoger los paquetes y conducirlos hasta Sant Julià de Lòria. Todo transcurrió con normalidad hasta que al pasar por delante del Palanques se percataron de la presencia de los dos vehículos y sobre todo de sus inquietantes ocupantes: cuatro o cinco hombres -recuerda Forné- vestidos con sospechosas gabardinas -cine negro obliga- que se lanzaron tras el Renault de Molné, que aceleró en dirección a Andorra la Vella en cuanto Conejos gritó: "¡La Gestapo!"

La huida no se prolongó más que unos cientos de metros: en el cruce de Sispony, y tras unos disparos intimidatorios, Molné cruzó el Renault en la carretera, dando tiempo a Forné y Conejos para saltar del coche y perderse en la noche. Ni Molné ni los cuatro fugitivos polacos -Claude Benet descubrió sus nombres en Guies, fugitius i espies: dos oficiales, Jan Daniez y Jan Sarnicki, y dos soldados, Czeslaw Giejsowt y Josep Lawicki- tuvieron tanta suerte, fueron capturados y conducidos hasta Tolosa junto a un tal Bobby, norteamericano de origen polaco que formaba parte de la cadena que fue la única presa que cazaron en el Palanques. 

De la tele al cómic
Cuenta Lacueva que en el trayecto hasta Tolosa Molné se cruzó hasta en dos ocasiones con conocidos a los que trató de llamar la atención -con nulo éxito: la primera vez, en la aduana del Pas de la Casa, donde el jefe de la policía andorrana en la época, Daniel Armengol -vecino como él mismo de la Massana- estaba de guardia esa madrugada y fue quien levantó la barrera para dar paso a la comitiva. Unos kilómetros más adelante, en Tarascon-sur-Ariège -nada que ver co el Tarascón de Tartarín, en las Bocas del Ródano-, y ya con las primeras luces del día, divisó a otro vecino suyo, Josep Montané, que había acudido a la feria de ganado de esta localidad; incluso le tocó el cláxon. Pero nada.

En Tolosa perdió Molné la pista a sus compañeros de peripecia. Por suerte para él, porque tras ocho o diez días de cautiverio en la fortaleza de Saint Michel fue liberado gracias a las gestiones de su padre. Le ayudó el pequeño detalle que Francisco Molné, subsíndico entre 1933 y 1936, sucedió este último año al destituido Síndico General, Pere Torres. Solo duró un año en el cargo, y a Francisco le sucedió Francesc Cairat, que era quien ejercía el cargo en 1943 -y hasta 1960: he aquí otro personaje que reclama urgentemente una biografía- y que hizo las oportunas y exitosas gestiones ante la Mitra -el Obispo de Urgel y Copríncipe del momento, Iglesias Navarri, había sido vicario general castrense durante la Guerra Civil (del lado nacional, se entiende) y conservaba cierto ascendente sobre Franco y, sobre todo, su esposa- para conseguir la liberación de Molné.

El caso es que las gestiones de Cairat ante el Obispo o la misma vegueria francesa, ante la cual también intercedieron por el cautivo -y atención, que eran los años del reinado del nefasto Lesmartres- consiguieron que al cabo de una semana un funcionario del consulado alemán en Barcelona se desplazara hasta Tolosa. Así es como nuestro hombre recordaba en 2003 para la revista Informacions aquel breve encuentro: "Una mañana se presentó en la prisión un chico del consulado que me explicó que de paso por Andorra se había enterado de mi caso. Me dijo que no  me preocupara, me aseguró que saldría pronto y me invitó a escribir a casa para tranquilizar a la familia. Y así fue: al cabo de dos o tres días más me llamaron por mi nombre, y a la mañana siguiente un coche de la Gestapo me condujo hasta el Pas de la Casa". Dice Lacueva que incluso recuperó su Renault. Buena gente, como se ve, los chicos de Goebbels.

Vale que fue la única ocasión -como no se olvidaba nunca de recalcar, alejando de sí el foco de atención- en que Molné participó de manera activa en la cadena que dirigía su futuro cuñado, Antoni Forné. Pero como recalcaba el historiador leridano Josep Calvet (Las montañas de la libertad)  con ocasión de su fallecimiento, en agosto del 2012, "sin la complicidad esporádica de gente como Molné la misión de los pasadores hubiera fracasado". Más contundente aún se mostraba Claude Benete (Guies, fugitius i espies) en esta misma ocasión: "Fue un hombre de una humildad y de una elegancia incuestionables; otros con muchísimos menos méritos han explotado su participación en esta epopeya sin escrúpulos; él optó siempre por la discreción".

Pero volvamos al comienzo: si contamos hoy aquí y por vez enésima la peripecia de Molné es porque la aciaga incursión de la Gestapo de aquel 23 de septiembre de 1943 -se desconoce el destino final de los cuatro polacos y de Bobby, pero Benet sospecha que terminaron en un campo de concentración, donde no es aventurado augurar su muerte- tenía la cadena del Palanques como objetivo. Así que hagamos algo más de historia y pongámosle biografía al establecimiento con más pedigrí bélico del país. Y en este punto la autoridad indiscutible es de nuevo Lacueva, autora de Els pioners de l'hoteleria andorrana, la biblia de la materia. El Palanques es hoy un humilde hotel de una estrella situado a los pies de la avenida de Sant Antoni, el nombre de la Carretera General a su paso por la Massana. Empezó a construirse en 1933, y fue inaugurado el 15 de agosto de 1935. Era el segundo establecimiento de este nombre dedicado a la hotelería regentado por la familia Molné. El primero, abierto por Francisco Molné Mora -el abuelo de nuestro Eduard-, estaba situado en lo alto del núcleo histórico de la Massana, a unos 100 metros -dice Lacueva- de la parroquial de Sant Iscle.

A esta primitiva fonda debe su nombre el Palanques, porque se levantaba en unos terrenos donde confluían los ríos de Ordino y de Erts, motivo por el cual existían en la finca dos palanques, o rudimentarias pasarelas de madera. De ahí que los terrenos fueran conocidos en la Massana como Les Palanques, y que la casa levantada por los Molné se conociera en adelante como Cal Palanques. El hotel actual lo erigió Francisco Molné Rogé, Sisquet (1883-1980), según un proyecto del arquitecto Rafael Besolí -autor también del hotel Mirador de Andorra la Vella (1934)- y se inauguró, como ya se ha dicho, en 1935. Se adscribe junto con edificios como el hotel Rosaleda de Encamp y el Valira de Escaldes a la denominada arquitectura del granito, corriente propia de la arquitectura local y caracterizada por el uso generoso de los sillares de granito. En el Palanques constituyen el elemento principal de las columnas esquineras y le confieren un aspecto característico a la fachado, al lado de las cubiertas de madera y piedra llicorella, a dos vertientes y achaflanadas.

En este punto hay que indicar que a diferencia de los otros ejemplos de arquitectura del granito, en que los sillares ocupan toda la fachada, en el Palanques su presencia se limita a las susodichas esquinas. Constaba (y consta todavía hoy) de planta baja -con un comedor para los clientes del pueblo, cocina, administración y tienda de comestibles-, dos pisos y buhardillas, en lo que en Andorra se denomina "cap de casa". Las 20 habitaciones originales -hoy, 16- disponían de lavabo con agua corriente -un lujo en la Andorra de los años 30- y baño compartido en el primer piso, donde también se encontraba el comedor de los huéspedes. Esta estructura se ha conservado prácticamente intacta hasta hoy. Cuenta Lacueva que durante la Guerra Civil un pequeño grupo del destacamento de gendarmes al mando de Baulard -quién sabe si alguno de nuestros zapadores- se hospedó de forma más o menos permanente en el Palanques, para escándalo de alguno de los vecinos, poco amigo de la ocupación gabacha y que por lo visto amenazaba a Sisquet al grito de "¡Et pelarem!" ("¡Te liquidaremos!").

Lo cierto es que al único que estuvieron a punto de liquidar fue a Eduard, y no sus vecinos sino la Gestapo. El Palanques, en fin, o un local directamente inspirado en el Palanques, es el escenario donde transcurre buena parte de Un any a la nostra vida, la obra de teatro que bebe en la epopeya de los pasadores escrita y dirigida por Xavi Fernández, y estrenada el 11 de noviembre en el teatro les Fontetes de la Massana. También tiene un cierto papel en la versión televisiva de Entre el torb i la Gestapo, aquel plúmbeo bodrio dirigido por Lluís Maria Güell que entra a saco en la novela homónima de Francesc Viadiu. Güell, que debió de oír campanas sobre la peripecia de Forné, Molné y compañía, se toma la libertad de ubicar en el Palanques el centro de operaciones de uno de los malos de la historia, el sádico y nefando doctor Coco -Fermí Reixach, en la pequeña pantalla, que pergeña, por cierto, uno de los pocos personajes que se salva de la quema.

Y ya que hablamos del doctor Coco, consignemos para acabar que el aviador británico Cyrill Penna, cuyo Short Stirling fue derribado de regreso de una misión de bombardeo sobre las factorías Fiat de Turín y que pasó por Andorra entre el 1 y el 10 de marzo de 1943, consigna en sus memorias de guerra, Escape and Evasion, cómo tuvo que librar a un compañero suyo, el también aviador Dick Adams, de las garras de un doctor Antoni de Barcia, que insistía en amputarle el pie izquierdo, congelado en el paso del Pirineo. Penna logró sacarlo del tugurio donde el tal Barcia operaba, un hotelucho de Escaldes, y trasladarlo a la improvisada clínica que el doctor Trias, eminencia de la cirugía española por entonces refugiado también en Andorra, regentaba en la Casa Rebés de la capital. Claude Benet insinúa en Guies, fugitius i espies que sí, que efectivamente nuestro Barcia podría ser el alcohólico y cocainómano -de ahí el sobrenombre- doctor Coco de Viadiu. Que ejerciera en realidad en un hotel de Escaldes y no en el Palanques es un detalle menor que no nos va a estropear un buen titular.

Añadamos para terminar, ahora sí, que nuestro Palanques -cuya propiedad conserva Roser Molné, hermana pequeña de Eduard, pero que la familia dejo de regentar en los años 50- tiene también un par de estupendos cameos de cómic, los dos gracias a Joan Pieras y el salón de la Massana: el primero, cronológicamente hablando, corresponde a Las montañas voladoras (2004), aventura andorrana del Superlópez de Jan, que se atreve a sobrevolar el hotel como ven en la viñeta de aquí arriba. Lo mejor que se puede decir del asunto es que el Palanques sobrevivió al paso de Superlópez, que ya es decir. El segundo, y nuestra debilidad personal, es el cartel del Salón del Cómic de la Massana  2011 dibujado por Paco Roca, que entonces presentaba El invierno del dibujante, y en que aparecen Escobar y Peñarroya, dos de los historietistas convertidos por Roca en protagonistas de este álbum metacomiquero, deambulando felizmente ante un Palanques con estupenda estética años 50. Como decíamos ayer, hay otros hoteles, pero como el Palanques, ninguno. Con el permiso del poeta Feliu Formosa: "¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?"

martes, 22 de julio de 2014

Los zapadores se divierten

El historiador Claude Benet aporta luz (y datos) sobre los militares franceses descubiertos por Casimir Arajol; fueron requeridos por Baulard, el comandante de los gendarmes estacionados en Andorra durante la Guerra Civil, y tenían su base en Porte, a escasos kilómetros de la frontera.

Pues no; no vinieron al final de la Guerra Civil, como especulábamos días atrás, sino al comienzo; y lo hicieron a instancias del coronel Baulard -ya saben, el comandante de los gardes mobiles, los gendarmes que el Copríncipe francés envió hasta este rincón de Pirineo para desalentar el aventurerismo de los incontrolados, ay, que ya habían dado muestras de sus apetencencias expansionistas aprovechando el río revuelto de la guerra. Y fue exactamente el 25 de noviembre de 1936, es decir, cuatro meses después de iniciado el conflicto: Baulard sugería a sus superiores que enviaran al país (o alrededores) un destacamento de skieurs militaires para garantizar la circulación del correo postal entre Andorra y Francia. Lo dice con la boca pequeña, porque de momento es algo más que una hipótesis pero algo menos que un hecho documentado, el historiador Claude Benet, autor -seguro que lo recuerdan- de Guies, fugitius i espies y que es, con el permiso de la también historiadora Amparo Soriano (Andorra durant la Guerra Civil espanyola), la máxima autoridad sobre esta convulsa y todavía confusa época.



Arriba: cuatro de los zapadores del 28ème Génie posan en las escaleras del hotel Paulet de Escaldes, con un niño y un policía andorrano, quizás Pere Canturri; jugando distendidamente con unos gorrinos en un punto de la carretera de la Massana: el hombre de la izquierda, con americana y corbata, es sin duda un civil, lástima que quedara fuera del encuadre; sobre estas líneas, vista de Escaldes desde la habitación del hotel Paulet. Fotografías: Colección Casimir Arajol.


Retrato de grupo en la carretera de la Massana, ahora con uno de los gendarmes de Baulard (a la derecha), y otra escena doméstica desde la terraza del Paulet. Fotografías: Colección Casimir Arajol.

El caso es que, según cuenta Benet, los skieurs plantaron su cuartel general en Porte, localidad de la Cerdaña francesa justo al otro lado de la frontera andorrana -ni en Ospitalet ni en Ax, como también aventurábamos días atrás- desde donde subían y bajaban (o al revés) a bordo de sus flamantes skis y cargando con las sacas de correos. Aunque debemos pensar que los esquís los reservaban para el invierno y que hasta que las nieves cerraban el puerto de Envalira el servicio lo prestaban de forma motorizada. Una situación, ésta de calzarse los esquís para llevar de un lado a otro paquetes postales, absolutamente inédita y consecuencias directa de la situación bélica, porque España y Francia habían firmado en 1930 un convenio para facilitar precisamente el tránsito postal por el otro lado cuando la climatología impedía hacerlo por la frontera natural. Por decirlo claramente: cuando Envalira estaba cerrado, el correo francés pasaba por la frontera española, y desde aquí, hasta Puigcerdá y Bourgmadame.
Así que tenemos de un lado a los esquiadores militares de Baulard -que muy probablemente sean los que Pere Canturri recierda bajando en procesión desde el puerto y en dirección al Pas de la Casa- y de otro los militares del 28ème Génie rescatados del olvido por el bibliófilo Casimir Arajol en aquella estupenda serie de fotografías que hoy completamos con una nueva entrega inédita. ¿Se trata del mismo destacamento? Benet deja en el aire la respuesta hasta que aparezca la prueba fehaciente, quizás un registro que certifique la unidad a la que pertenecían los skieurs... Por supuesto, podremos sobrevivir unos años más sin resolver este pequeño enigma, pero, ¿no darían algo -no sé, un poquito de soberanismo, ahora que cotiza tan a la baja y a todo el mundo le sobran un par de arrobas- por dar con la respuesta? En cualquier caso, Benet especula que el nulo rastro que dejaron en la memoria colectiva andorrana -las fotografías de Arajol aparte, claro- se deba probablemente al hecho de que no estuvieron estacionados en el país sino en Porte, y a que complementaban las funciones esencialmente policíacas que ejercían los gendarmes de Baulard: "Es muy posible que los andorranos del momento no distinguieran entre unos y otros, entre gardes y soldados".
De hecho, y contrariamente a los que sosteníamos días atrás, en las fotografías que hoy reproducimos sí que encontramos escenas en que militares del 28ème Génie -si es que lo son- y gardes mobiles confraternizan relajadamente en un punto de la carretera de la Massana. Aun más: también accede a retratrse con ellos unos de los seis agentes de la Policía andorrana -Benet sugiere que se trata de Canturri, el padre de nuestro Pere: otro dato pendiente de confirmación- en este caso en las escaleras del Paulet, que en algún momento sirvió de cuartel del destacamento como prueban las imágenes tomadas desde el balcón de una de las habitaciones del hotel, con Escaldes al fondo. El historiador, en fin, ha aportado algo de luz al misterio de los zapadores. Queda por comprobar, entre otros extremos, si se trata de la misma unidad que Baulard mandó llamar, pero los indicios apuntan en esta dirección. Y falta también por confirmar cuál era exactamente esta unidad -¿el 28º regimiento de ingenieros? ¿El 28º batallón? ¿O el 28º de transmisiones?- y sobre todo hasta cuándo prestaron sus servicios de enlace postal. Tampoco estaría mal conocer el nombre de su comandante -quizás dejó un dietario de su aventura andorrana, extremos al que eran muy aficionados los militares franceses, vean el caso del mismo Baulard- y cuál fue su destino en la inminente guerra mundial. Pero si hemos llegado hasta aquí, no duden que daremos con el final de esta historia. Es cuestión de tiempo, y la verdad, después de 74 años, no viene de unos meses.

[Este artículo se publicó el 8 de julio de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

domingo, 29 de junio de 2014

El enigma de los zapadores (con un final tirando a triste)

El bibliófilo Casimir Arajol localiza una serie de fotografíes de un destacamento del cuerpo de ingenieros desplegado en Andorra probablemente a finales de los años 30; es la primera vez en que se documenta la presencia militar francesa en el país.

Sabíamos de la presencia de los gendarmes de Baulard. Y en dos tandas: el tenso verano de 1933 y durante la Guerra Civil. Ya saben: para prevenir las tentaciones anexionistas de los contendientes. Sabíamos también de las esporádicas y clandestinas incursiones de la Gestapo en los difíciles años de la II Guerra Mundial -recuerde el lector la captura de Eduard Molné y los cuatro militares polacos perpetrada en octubre de 1943- y sabíamos por Claude Benet que patrullas alemanas acostumbraban a visitarnos de estrangis, y que tenían especial querencia por la Vall d'Incles, donde da noticia de mas de un avistamiento -¡cómo si estuviéramos hablando de Ovnis! Por no hablar de los soldados de la Werhmacht que Paul Barberan, el "contrabandista feliz" rescatado del olvido por Sala Rose en El marqués y la esvástica, solía contratar como paquetaires -que es el sonoro nombre como por aquí arriba se conoce a los porteadores, especialmente cuando se dedican a contrabandear: por el paquet, el inmenso fardo que cargaban a la espalda. Ni la estupenda instantánea de Francesc Pantebre que ejerce de pórtico de este blog, con la esvástiva ondeando en el mástil de la aduana francesa del Pas de la Casa: era el 16 de enero de 1944. Y tenemos finalmente la imagen de los requetés navarros en la Farga de Moles, recién terminada la Guerra Civil, y la de los guardias civiles que Franco empaquetó hacia Andorra durante la guerra mundial para marcar bíceps. Pero nunca, jamás hasta ahora habíamos visto un destacamento militar campando alegremente y abiertamente por aquí. ¿Quiénes son, estos soldados de aquí al lado? ¿Cuándo vinieron? Y sobre todo, ¿para qué?

Estupenda instantánea del grupo de militares franceses pertenecientes al 28º regimiento de ingenieros en la aduana francesa del Pas de la Casa; el primero, el tercero (con sus galones de soldado de primera, matiza a historiadora Amparo Soriano) y el cuarto por la izquierda aparecerán en varias de las fotografías de la serie. Compárece con la imagen tomada por Francesc Pantebre el 16 de enero de 1944, con la esvástica ondeando en el mástil, que sirve de pórtico a Pirineos en Guerra. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Nieve, esquís y, al fondo, lo que parece en opinión de Canturri, Arajol y Lacueva el refugio de Envalira, en las primeras rampas del puerto. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Una cara conocida, en la carretera de la Massana, tras los túneles de Sant Antoni: a la izquierda de la imagen, la Serra de l'Honor; a la derecha, el Pui de la Massana. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Otro de los protagonistas habituales de la serie, en la plaza Rebés de Andorra la Vella; a la derecha de la imagen, la desaparecida terraza de Casa Rebés, que da nombre a la plaza; al fondo, la estafeta de Correos, y detrás, la Poste. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Los ingenieros ejercen de lo que son. O por lo menos, lo simulan: trepando por un poste de telégrafos en algún punto entre la Aldosa y Anyós, con el Casamanya al fondo. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Turismo cultural: en el rótulo bajo la cubierta de Sant Miquel d'Engolasters se lee: "Llac d'Engolasters". La puerta de la iglesia se encuentra hoy bajo los soportales; ésta se había abierto en 1902 y se cegó con la restauración del templo. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

De nuevo camino de la Massana, una vez superados los túneles de Sant Antoni; pero ahora, con estos dos misteriosos figurantes que no pertenecen al grupillo de amigos que suele aparecer en las fotografías: ¿quiénes eran? Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Ante el hotel Paulet de Escaldes, en un momento de distensión. En la fachada, entre las ventanas, puede leerse: "Hotel Paulet (Banys)". El rubio que asoma la cabeza no se ha perdido casi ninguna de las fotografías. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

En el lago de Engolasters, probablemente el mismo día que se fotografiaron en Sant Miquel. Atención a las vías del primer término, que servían a las vagonetas de Fhasa, la eléctrica propiedad de Miguel Mateu que durante la Guerra Civil Franco amenazó con bombardear -cuenta Amparo Soriano en Andorra durant la Guerra Civil espanyola- si no cesaba de suministrar fluido a las fábricas catalanas. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Sobre esta fotografía no hay acuerdo: Arajol y la historiadora Lourdes López opinan que se trata del puente de Aixovall, desaparecido con las inundaciones de 1982; Canturri se decanta por el vecino puente de la Margineda, mientras que la también historiadora Ludmilla Lacueva tercia en el debate e introduce una tercera opción: el puente de la Tosca, en Escaldes. Vecino, por cierto, del hotel Paulet. Fotografía: Colección Casimir Arajol.

Este documento gráfico excepcional es uno de los últimos tesoros desenterrados por el bibliófilo y coleccionista Casimir Arajol: medio centenar de minúsculas fotografías en blanco y negro -7 por 4 centímetros- con una sola y lacónica leyenda -"28eme Génie"- y un montón de enigmas por resolver. El mayor de todos: ¿cómo es posible que no hubiera quedado constancia en ningún lado de la presencia de este destacamento francés en suelo andorrano? Es evidente que pertenecen a una unidad de ingenieros. Sí, pero, ¿a cuál? ¿Al 28º regimiento? ¿Al 28º batallón? ¿O al 28º de transmisiones? ¿Fueron destinados a Andorra durante la Guerra Civil? Si es así, ¿cuándo? ¿Al principio? ¿Ya avanzada la conflagración? ¿O más probablemente, hacia el final? Si compartieron escapada andorrana con Baulard y compañía, que no abandonaron el país hasta agosto de 1940 y a instancias de Franco, ¿por qué no aparece ningún gendarme, en las fotografías? ¿O es que quizás aparecieron por Andorra una vez terminada la Guerra Civil y cuando la mundial era todavía una drôle de guerre, la guerra de mentirijillas que terminó abruptamente en mayo de 1940 con la invasión nazi de Francia?
Hay que ver cómo son las cosas: le solicitamos al historiador Pere Canturri que eche un vistazo a las fotografías. Y resulta que el que nos responde no es el historiador sino el niño Pere, que recuerda -¡bingo!- la presencia en los estertores de la Guerra Civil de un batallón de zapadores alpinos. ¿Nuestros ingenieros? Muy probablemente, opina: de hecho, el 28º du génie, formado en 1929 y acuartelado en Montpeller, estaba adscrito a la 28ª división de infantería alpina. Así que todo cuadra. O lo parece, por lo menos.
Canturri era entonces Pere, ya se ha dicho: un niño de 4, quizás 5 años, y se le quedó clavada en la retina la imagen de una hilera de soldados que descendían esquiando desde lo alto del puerto de Envalira hacia el Pas de la Casa. ¿Y qué hacía él en el Pas, donde en los años 30 se levantaban a lo sumo media docena de cabañas de madera? Pues ayudar a su abuelo, que atendía el refugio Calones, el primero que abrió las puertas en el poblado. Iban camino de Hospitalet o, quizás, Ax-les-Thermes: "Hasta recuerdo el nombre del oficial que estaba al mando, porque se llamaba igual que yo: Pierre. Y eso a un chaval lo impresiona". Dice Canturri que debieron llegar al país hacia el final de la Guerra Civil, en un momento en que la proximidad del frente -con los nacionales presionando por la parte del Pallars- hacía poco recomendable circular por la zona fronteriza. Los ingenieros, continúa, tenían la misión de asegurar las comunicaciones con Francia. Sobre todo, el correo, que en tiempos de paz y en pleno invierno, mientras el puerto permanecía cerrado, se distribuía pasando primero por España. Con las comarcas del Pallars, el Alt Urgell y la Cerdaña convertidas en escenario bélico, Envalira se convirtió en la única puerta de entrada a Francia. Formidable, sí, pero no infranqueable, como los paquetaires habían demostrado en tiempos de paz, y como comprobarían enseguida los miles de fugitivos de la Europa ocupada por los nazis que desfilarían por Andorra durante la inmediata guerra mundial.

Tambores de guerra
No es la memoria de Canturri la única que habla; también la fotografia de aquí arriba en que se intuye a un grupo de militares en un entorno nevado y que él mismo y también Arajol identifican con el refugio de Envalira. Y la historiadora Ludmilla Lacueva, que recuerda que el refugio se abrió en 1933. Pero lo cierto es que el resto de las imágenes nos presentan a un puñado de hombres -casi siempre los mismos, con alguna variación- en escenas campestres: en Sant Miquel d'Engolasters, en el lago -atención a las vías de las vagonetas de Fhasa en primer término-, paseando por la plaza Rebés de la capital, o en la salida de los túneles de Sant Antoni, camino de la Massana. También nos los encontramos descansando ante el hotel Paulet de Escaldes -Canturri opina que estaban acantonados en Hospitalet y que iban y venían, pero que probablemente de vez en cuando hacían noche en el país: ¿por qué no en el Paulet?- y, atención, trepando por un poste de telégrafos en algún lugar entre la Aldosa y Anyòs, con el Casamanya al fondo, porque es posible, añade, que una de sus ocupaciones habituales fuera el mantenimiento y reparación de la línea.
En fin, que se les ve distendidos y sonrientes, un grupo de amigotes de excursión más que en misión militar, hecho que parece corroborar la hipótesis de que nos encontramos todavía en los meses finales de la Guerra Civil y que la mundial es una posibilidad, sí, pero todavía lo suficientemente remota como para que tengan el tiempo, las ganas y el humor de hacer turismo y pasárselo razonablemente bien. La historiadora Amparo Soriano -máxima autoridad en estos fascinantes años: Andorra durant la Guerra Civil espanyola, no se lo pierdan- comparte la hipótesis de Canturri: el caos y el interregno que precedieron y acompañaron a la derrota republicana, el fuerte despliegue militar que siguió a la victoria nacional y, sobre todo, la presión a que Franco sometió a Andorra a cuenta de los convoyes de alimentos que había hecho llegar durante la Guerra Civil -Mateu mediante- debieron aconsejar al gobierno francés que prescindiera temporalmente de la (dudosa) buena voluntad española para asegurar las comunicaciones con el país.
Desconocemos en fin cuánto tiempo se quedaron por aquí nuestros zapadores, y cuándo se marcharon para no volver. Es probable que esto ocurriera como muy tarde a mediados de 1940, con la mobilización de todos los recursos para hacer frente a la invasión alemana -y el oportunista zarpazo de Mussolini. Dicen las crónicas militares que la 28a división alpina tuvo un papel destacado y lucido en la Batalla de Francia. Y produce una cierta desazón pensar que estos muchachos de quienes no conocemos ni el nombre -solo sus caras casi adolescentes- y que posan despreocupadamente para el fotógrafo estaban a punto de marchar hacia el frente, aunque ellos todavía no lo saben. Y que el mundo que han conocido está a punto de estallar en mil pedazos. ¿Cuántos de ellos no volvieron a casa? ¿Para cuántos Andorra fue una de les últimas visiones de un mundo en (relativa) paz?

[Este artículo de publicó el 28 de junio de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

sábado, 12 de abril de 2014

La leyenda negra: una prueba documental

Claude Benet da noticia de los cadáveres de dos hombres asesinados de un tiro en la cabeza en el trayecto hacia Andorra; los esqueletos fueron localizados en un camino de montaña del Arieja que desemboca en Fontargent, muy frecuentado por contrabandistas y fugitivos durante la II Guerra Mundial.

¡Ay, la leyenda negra de los pasadores! Cuando parecía que sobre esta materia todo estaba dicho y redicho y que difícilmente saldríamos del recuento que Sala Rose y Garcia-Planas hacen en El marqués y la esvástica -seguro que lo recuerdan: la decena de fugitivos muertos de camino hacia Andorra registrados en cuatro operaciones diferentes- va y Claude Benet, quién si no, nos pone sobre la pista de dos víctimas más del lado oscuro. Y éstas, además, documentadas con pelos y señales. Resulta que el autor de Guies, fugitius i espies recibió en noviembre de 2012 aviso de uno de los informantes del Arieja con los que había contactado cuando preparaba la monografía. Le pedía que fuese inmediatamente porque tenía unas fotografías que no se podía perder.

La sorpresa fue mayúscula cuando vio el material: las imágenes mostraban los esqueletos amontonados de lo que después resultaron ser dos hombres, semiocultos bajo unas rocas en un camino de montaña a una hora escasa de la frontera andorrana. Los dos cráneos presentaban sendos agujeros de bala, y los investigadores de la gendarmería que retiraron los restos encontraron dentro de uno de ellos una bala del calibre 9 milímetros muy habitual en los años 40, mientras que los huesos de las piernas del otro hombre aparecieron rotos. También se recuperaron las botas del mayor de los dos hombres, con el regalo sorpresa de que todavía era posible leer la marca: resultó que se trataba de un par de botas fabricadas en Tolosa por una empresa que en los años 30 y 40 suministraba material al ejército francés. Para confirmar aun más la datación, asociada a los restos se recuperó una moneda francesa de 1943.

Benet, en la presentación de Guies, fugitius i espies, la monografía definitiva sobre los pasadores centradad específicamente en el caso andorrano. Fotografía: El Periòdic d'Andorra.

Para Benet y su informante, que han tenido acceso a las fotografías del yacimiento, no cabe duda: se trata de los restos de dos fugitivos a los que por algún motivo el guía liquidó a medio camino: "El itinerario que seguían conducía a Andorra por la parte de Fontargent, punto de entrada habitual de fugitivos y contrabandistas", sostiene. Los restos, analizados en el instituto de medicina legal de Tolosa, corresponden a un adulto de entre 40 y 50 años y a un adolescente. Padre e hijo, especula Benet, que dibuja la siguiente escena: "El chico, que tenía una pierna rota, debía caminar con suma dificultad, hasta que ya no pudo más: el guía lo conminó a seguir adelante, el padre se puso naturalmente del lado de su hijo, y el guía los liquidó a los dos." Y aprovechó para llevarse las botas del adulto; si hubieran sido soldados alemanes, opina Benet, no se hubieran molestado en robar las botas del muerto.

En fin, que el homicida medio escondió los cuerpos bajo unas rocas, y aquí se habían conservado las últimas siete décadas hasta que en verano de 2012 un grupo de estudiantes alemanes de medicina que practicaban senderismo en la zona los descubrieron, con la buena fortuna -dice- que tenían nociones de anatomía y se dieron enseguida cuenta de que se trataba de restos humanos: "Como se encontraban relativamente cerca de un sendero, es probable que otros excursionistas los hubiesen avistado antes, pero pensaran que se trataba de restos de animales".

Los prefectos se lavan las manos
El caso es que el descubrimiento de los dos cuerpos ha pasado desapercibido en el Arieja. Y si Benet ha decidido hacerlo ahora público es porque ni el prefecto que había en 2012 ni el actual han atendido su petición de que permitieran que expertos en ADN estudiaran los restos para determinar su origen: "No hemos obtenido respuesta ni remitiéndoles la petición a través de la embajada de Francia en Andorra. Me parece de una insensibilidad monumental, sobre todo este 2014 que celebran por todo lo alto el centenario de la I Guerra Mundial", se lamenta. La mala suerte es que no se recuperó documentación que permitiera a los dos hombres. Pero incluso para esto tiene Benet una hipótesis más o menos plausible: otro informante suyo, André Trigano, alcalde de Pàmies y él mismo brevemente refugiado en Andorra durante la II Guerra Mundial -unos pocos meses en los que coincidió, por cierto, con el cantante y actor Serge Reggiani- recuerda a dos fugitivos, padre e hijo, que salieron en cierta ocasión de la zona de Pàmies y que nunca llegaron a su destino: Andorra.

Eran dos judíos apellidados Schwabb. ¿Tienen alguna relación los Schwabb con los dos cuerpos aparecidos ahora? "Si no podemos analizar los restos, nunca lo averiguaremos", dice Benet, estupefacto por la indiferencia mostrada por la prefectura en este asunto: "Parece incongruente tirar la casa por la ventana por el centenario de la Gran Guerra y en cambio negarse a analizar posibles pruebas de interés histórico sobre un capítulo tan sensible de la II Guerra Mundial como es el de los fugitivos". En cualquier caso, se trata de las primeras pruebas documentales de la leyenda negra de los pasadores -si descontamos el montaje del que fue víctima (¿o era instigador?) Eliseo Bayo en Reporter. Si se da el caso, ciertamente poco probable, de que las fotografías, hoy en manos de la gendarmería, son algún días desclasificadas.

Como el lector recordará, una de las aportaciones de Sala Rose y Garcia-Planas sobre este infausto capítulo consiste en haber puesto algo de orden con un balance sobre las "matanzas" de fugitivos -así las denominan ellos- que tuvieron lugar de camino a Andorra -o en la misma Andorra. A los autores de El marqués y la esvástica les salían una decena de muertos: los dos matrimonios belgas que Joaquim Baldrich afirmaba haber visto semienterrados enla nieva en la zona del Estany Negre, víctimas de dos pasadores aragoneses que se llamaban -y queden sus nombres para nuestra historia local de la infamia- Mulero y Trallero; Jacques Grumbach, judío, diputado socialista y director del diario Le Populaire a quien su guía, el también aragonés Lázaro Cabrero, liquidó de un tiro en la nuca en un caso por el que fue juzgado en Foix en 1953. Juzgado... y absuelto por falta de pruebas, aunque Cabrero admitió haber matado a Grumbach, alegando que el hombre había quedado malherido a consecuencia de una caída y que tenía consignas superiores de eliminar a los fugitivos que entorpecieran la marcha para evitar que cayeran en manos de las patrullas alemanas.
El caso de Grumbach lo han contado con pelos y señales tanto Josep Calvet (Las montañas de la libertad) como Francis Aguila (Les cols de l'espoir). El siniestro balance lo completan las tres chicas judías que Jose Bazán (Jo, un nen de la guerra) recuerda que fueron recuperadas, muertas, en el valle del Madriu en 1942 y enterradas en el cementerio de Escaldes, y el matrimonio Allerhand, Gustave e Ida, judíos franceses que en septiembre de 1942 salieron de Ussats les Bains y de quien nunca más se tuvieron noticias. Un caso recogido también por Calvet.

La leyenda negra -reverso de la epopeya de los pasadores- se alimenta más de recuerdos que de documentos. Por eso mismo es tan importante, por no decir milagrosa, el hallazgo que nos ocupa. Aparte de los que integran la, digamos, lista oficial, Benet añade por su cuenta a las víctimas no de la codicia o de la mala fe de los pasadores de turno, sino de la montaña -el frío, el torb, el agotamiento- como por ejemplo el teniente Charles Peacock, aviador aliado también malherido que prefirió descolgarse de su expedición para no comprometer la supervivencia del grupo: sus compañeros intentaron localizarlo al día siguiente, pero no lo consiguieron. También añade a los dos militares canadienses desaparecidos con Eloïse, la misteriosa agente de quien reconstruye la trayectoria en Guies, fugitius i espies, y en fin, a la media docena larga de muertos en la montaña -y aquí incluye tanto a fugitivos como a contrabandistas- que constan en el registro de defunciones de Canillo de los años 40. 

[Este artículo se publicó el 11 de abril de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

martes, 1 de abril de 2014

La guerra de las piedras

El escritor Pep Coll evoca el periplo andorrano de su padre durante la Guerra Civil en Giranto, volumen que reúne los relatos de la Trobada d'escriptors al Pirineu de 2010; Albert Villaró también incluye la experiencia paterna en el infame campo de Argelés en su aportación al volumen colectivo.

Fue uno de los centenares, quien sabe si miles de hombres y mujeres para quien Andorra se convirtió en sinónimo de libertad. Y no hablamos ahora de los fugitvos de la Europa ocupada por los nazis, de quienes se han ocupado -y estupendamente, por cierto- desde Claude Benet (Guies, fugitius i espies) hasta Rosa Sala Rose (La penúltima frontera) i Roser Porta (Andorrans als camps de concentració nazis), sino de los que huían, ay, de la España republicana durante la Guerra Civil. Por motivos diversos: por temor a las represalias de los incontrolados -ya saben, los héroes de Ken Loach y compañía- o simplemente para no convertirse en carne de cañón... El padre de Pep Coll (Pessonada, 1949) fue de estos últimos, y el novelista del Pallars (L'abominable crim de l'Alsina Graells) evoca la jornada andorrana de su progenitor en Giranto: relats pirinencs sobre la memòria històrica, la colección de relatos de la Trobada d'escriptors al Pirineu que tuvo lugar en 2010 en Valls d'Àneu, en el Pallars Sobirà (Lérida). Coll sénior y otros tres compañeros se largaron el 26 de julio de 1936 de Pessonada -de donde era el Ciscu que delató a la Pastora, el maquis hermafrodita, pero esto lo veremos otro día- y guiados, má o menos, por un tal Baldomero de Torallola -un pastor reconvertido enpasador que cobraba sus servicios a cien duros por barba- se plantaron en tres jornadas en Salau, a punto de dar el salto a la vecina Arieja: Francia, la (supuesta) salvación. Pero no: les esperaba el campo de concentración, ejemplo de la proverbial hospitalidad francesa. Coll y sus amigos sólo resistieron un mes, antes de largarse de nuevo, esta vez con destino a Andorra. Instalado en el hotel Peres (¿Pyrénées?) de la capital, se dispuso a busca trabajo de mozo, con la mosca tras la oreja porque sólo le quedaba dinero para una semana. Mal asunto en un país que -como recuerda Coll hijo- "era en aquella época más miserable incluso que el Pallars y donde lo que sobraba era precisamente mano de obra de refugiados de la guerra de España".

Pep Coll evoca en Les dues guerres del meu pare la huida del pueblo natal, Pessonada, al estallar la Guerra Civil, el paso a Francia y la llegada a Andorra, donde residió hasta abril de 1939 y donde encontró trabajo gracias a su dominio de la técnica de la piedra seca. Fotografía: Àlex Lara / El Periòdic d'Andorra.
Albert Villaró (Els ambaixadors) firma Patrimonis, uno de los veinte relatos del volumen colectivo Giranto. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.

Pero la suerte le sonrió una mañana en la Massana, cuando se topó con los hombres de casa Martí de Anyós levantando un muro de piedra seca: ¡su oficio, nada menos! "Se acercó, les dio los buenos días y se puso a construir la pared con ellos". La terminaron en cuatro días. Pero aquella buena gente no se podía permitir el lujo, dice Coll júnior, de mantener un mozo, "y menos todavía en invierno". Aunque le hicieron un último favor: recomendarlo a casa Capdevila, una de las más grandes del pubelo y donde fue acogido gracias a la generosidad del hereu, que incluso lo hizo dormir en su misma habitación. Y allí se quedó los 18 meses siguientes, hasta que la Guerra Civil terminó, en abril del 39, y regresó a Pessonada. Col evoca también la dura vida del progenitor como constructor de paredes -secas o no- y extrae de todo ello una alta lección de humanidad: "Gracias a una pared de piedra encontró un techo en los valles fríos e inhóspitos de Andorra. El padre, luchador infatigable en la dura guerra de las piedras, había comprendido que cada persona tiene que construir algo... sin pensar si su obra resisitrá el paso del tiempo; lo tiene que hacer aunque solo sea para darle algo de sentido a su vida".

'Allez, allez'
El periplo de Coll padre "De la otra guerra, la que aparece en los libros de Historia, el hombre se enorgulleció toda su vida de haber desertado"- no es el único toque andorrano (o cercanías) de Giranto. Albert Villaró combina en Patrimonis la anécdota personal -fue vecino, puerta por puerta, de la viuda de Guillem de Plandolit, el fotógrafo, en el número 1 de la calle de Sant Ot de la Seo- con la profesional, al recordar el triste destino de los trastos de Plandolit al morir su viuda, en 1972: "El Quierdo, un vecino de la calle del Carme que vendía sacos de serrín hizo no sé cuántos viajes con la carretilla hasta la Palanca, y vació en el río [Segre] sacos y más sacos llenos de pergaminos. Treinta años después, como los restos del naufragio que vuelven a la playa, llegaron al archivo [de la Seo ,donde el novelista trabajaba entonces] una parte de los miles de fotografías que don Guillem había sacado entre 1900 y 1932..." Conviene añadir aquí que otra parte de este monumental legado forma hoy parte de los fondos fotográficos del Archivo Nacional de Andorra.

El relato de Villaró incluye, en fin, un (probablemente) involuntario giro de justicia poética: resulta que el padre del autor de Els ambaixadors, veterano -él, sí- de la Guerra Civil, fue uno de los miles de refugiados republicanos que fueron a parar al campo de Argelés. También él se quedó con la hospitalidad gabacha: "Recordaba siempre a los senegaleses que vigilaban el campo que decían continuamente 'Allez, allez', y que amenazaban con pegar un bastonazo al que no obedecía co la debida rapidez". La sutil, fría y dulce venganza se hizo esperar, pero llegó. Años después, dice Villaró, cuando turistas franceses entraban en la pastelería paterna en la calle Mayor de la Seo y pretendían pagar con francos, "los echaba de la tienda al grito de 'Allez, allez'".

Giranto se completa con una veintena de relatos más. Atención, porque entre los autores del volumen hay más de una y más de dos estrellas de la literatura catalana contemporánea, desde Jaume Cabré (Poldo) hasta Maria Barbal (Fadrins) y Joan daniel Bezsonoff (Els camins obscurs de la romanística), sin olvidarnos del coordinador del volumen y alma de la Trobada, Ferran Rella, que firma Angelets, relato que transcurre en Giranto, el prado de València d'Àneu donde las tropas franquistas fusilaron al final de la Guerra Civil a una decena de vecinos de Isavarre. Rella reconstruye en clave de ficción un episodio que considera paradigmático de la represión y de la recuperación de la memoria histórica... si se nos permite en este último caso el oxímoron.

[Este artículo se publicó el 1 de agosto de 2011 en El Periòdic d'Andorra]