Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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viernes, 9 de mayo de 2014

Tierra y Libertad, o el terror planificado

El historiador Jordi Albertí desmonta en El silenci de les campanes el mito libertario y acusa a la CNT y a la FAI de planificar la eliminación física del estamento religioso en Cataluña durante los primeros meses de la Guerra Civil; el historiadpor catalán reconstruye la ejecución del sacerdite andorrano mosén Jaume Calvet y la de los sacerdotes de Salás beatificados en 2005.

Este es el libro que deberían haber leído intelectuales  modélicamente progresistas como Ken Loach y Vicente Aranda antes de perpetrar películas como Tierra y Lubertad y Libertarias, corresponsables de que el movimiento libertario -para entendernos, la CNT y la FAI- goce hoy de una aureola romántica, e´pica e idealista que no se corresponde de ninguna manera con la realidad histórica. Por lo menos, a la que Jordi Albertí (Casà de la Selva, Gerona, 1950) ha reconstruido en El silenci de les campanes, donde deconstruye uno a uno los tópicos y los lugares colmunes pacientemente pergeñados a lo largo de siete décadas por una historiografía con sospechosa tendencia a la amnesia selectiva.

Comencemos por las cifras: la represión en la retaguardia durante la Guerra Civil se cobró en Cataluña 8.360 víctimas mortales, de las que 2.441 fueron eclesiásticos. Esta última cifra supone más de un tercio de los hombres (y mujeres) de iglesia asesinados en toda España, que ascendieron a 6.818. Un porcentaje desproporcionadamente elevado, sobre todo si se tiene en cuenta -como destaca Albertí- que la Iglesia catalana mostró un talante mucho más concciliador -hacia la República, se entiende- que la jerarquía española, abiertamente decantada hacia el bando franquista. Esta es una de las paradojas: "De las crónicas de las matanzas se infiere que cuanto más querido por el pueblo un capellán, o cuanto más cultivado, o cuanto más indefenso se encontraba, con más sadismo se le atacaba. Lo cual tiene una lógica, aunque sea una lógica perversa".

La FAI, culpable
Albertí insiste desde el subtítulo en denunciar lo que tilda sin ambages de "persecución religiosa" y en refutar el mito de los "incontrolados", a quienes históricamente se ha endosado la escabechina en un intento de eludir responsabilidades propias: "Los congresos de la FAI de 1933 y de 1936 ordenan claramente que, en cuanto estalle el golpe de estado contra la República que ya se veía venir, hay que rentabilizar el caos y el vacío de poder subsiguiente para implantar la revolución proletaria. Y si hace falta, mediante el terror. Nos encontramos, por lo tanto, ante una estrategia en abvsoluto improvisada sino largamente planificada que se dirigía en primer lugar contra la Iglesia, el más débil, geográficamente disperso e ideológicamente simbólico de los tres enemigos tradicionales del pueblo: los otros dos son el Ejñercito y el capital". Está perfectamente documentado, remacha el historiador, cómo los elementos más "activos" de los comités locales y de las patrullas de control que sembraron el terror en los primeros meses de la contienda pertenecían a la FAI. Incluso se atreve a poner nombre y apellidos a los cerebros de la "persecución": Joan García Oliver, Bonaventura Durruti y los hermanos Ascaso, el núcleo duro de la FAI, los guardianes de las esencias libertarias, todos ellos miembros del grupo Solidarios -posteriormente, Nosotros.

La represión en la retaguardia comenzó a remitir en diciembre de 1936. La toma de conciencia de las autoridades y la creciente oposición a las matanzas en nombre de la revolución -especialmente, por parte de los democristianos de Unió Democràtica de Catalunya (UDC), por la que Albertí siente una clara predilección- fueron sólo dos de los factores que influyeron en el giro político de la Generalitat; a ellos habría que añadir, sobre todo, la oposición de los agricultores a las colectivizaciones forzosas -recuerde el lector le hechos de la Fatarella- a la usurpación del poder judicial que perpetraron los llamados tribunales populares, la desfavorable evolución de la guerra, y la creciente influencia del PSUC en detrimento del movimiento libertario.

Albertí juzga de forma muy poco complaciente la actuación de la Geenralitat durante este período, con el presidente Companys como primer responsable de los desmanes: "Se le puede imputar, por ejemplo, la decisión de no impedir el asalto a las casernas de Sant Andreu y las Atarazanas, donde militantes de la CNT-FAI se incautaron de más de 20.000 fusiles con los que se hicieron los dueños de la calle. Esta es una responsabilidad por acción, no por omisión. También se le debe recriminar cierta complicidad ideológica: esta convicción de que todo lo que fuese atacar a la Iglesia era bueno para la sociedad, que abonó el clima de pasividad inicial. Cuando los elementos más avisados se dan cuenta de la magnitud de las matanzas, ya ha transcurrido medio año. Y en este punto hay que advertir que si la persecución no fue más mortífera fue porque en diciembre de 1936 la mayoría de los que no habían sido asesinados se habían ocultado o se habían marchado al exilio".

Y el mito continúa
Las matanzas, concluye, no fueron obra de incontrolado que actuaban de forma espontánea. Y tampoco fueron inevitables: "Hubo una docena de comités especialmente activos, como los de Orriols, Puigcerdà, Tremp y Lérida que implantaron el terror en su zona de influencia y siempre -no lo olvidemos- con la anuencia y complicidad de conmilitones locales". En este marasmo moral también hubo lugar para el heroísmo: como el alcalde de Cassà de la Selva, Josep Delmàs, que evitó que en el pueblo hubiese un solo muerto. Ejemplos como éste demuestran -contra lo que arguyó el mismo Companys- que era posible hacer frente al terror: pero hacía falta actuar con el coraje que requería el momento y que muchos no supieron o pudieron hallar.

Ante la siniestra responsabilidad que Albertí adjudica a la CNT y sobre todo a la FAI, ¿cómo se explica que haya persisitido hasta hoy esta imagen casi angelical del movimiento libertario que encontramos en panfletos como las susodichas películas de Loach y Aranda? El autor lo tiene claro: "Por una parte, durante mucho tiempo pareció que husmear en la represión en la retaguardia conllevaba el desprestigio de la República y hacerle el juego al franquismo. Por otra, anticlericalismo y anarquismo todavía mantienen hoy en ciertos ambientes y sectores un aura que sólo se explica desde la ignorancia de los hechos históricos".

La persecución en el Obispado de Urgel
En el Obispado de Urgel las estadísticas ofrecen unas conclusiones ligeramente más benignas que en el conjunto de Cataluña: de los 458 clérigos diocesanos censados en 1936, sólo 107 muerieon asesinados: apenas el 20% del total. Cabría pensar que la proximidad de la frontera y el tradicional papel de Andorra como tierra de refugio jugaron aquí a favor de los perseguidos, pero Albertí lo duda: "El índice de víctimas de la represión en las comarcas limítorfes de la Cerdaña y el Alto Urgel -3,8 y 4,4 por mil, respectivamente- fue muy superior a la media de Cataluña. Un dato que permite concluir que las autoridades andorranas "no fueron  especialmente activas en la defensa y acogida de los religiosos perseguidos".

Reconstruye el historiador la ejecución sumarísima de los sacerdotes fusilados el 13 de agosto de 1936 en el cementerio de Salàs de Pallars, que atribuye al comité de Lérida: Josep Tàpies, Pere Martret, Silvestre Arnau, Francesc Castells, Pasqual Araguàs, Josep Poblet i Josep Joan Perot. Todos ellos fueron beatificados en octubre de 2005. "El delito, dice Albertí, quedó claro cuando la primera vez que detienen a Martret salieron en su defensa unos parientes de la Seo: '¿Por qué lo queréis matar?' 'Porque es sacerdote, y con esto es suficiente'". Entre el centenar largo de víctimas mortales de la persecución religiosa en el Obispado de Urgel se cuenta mosén Jaume Calvet, asesinado junto con su hermano Samuel, ciudadano francés, el 18 de agosto de 1936, "más allá de Cortingles, en la entrada del Pont Trencat, sobre el Valira, a manos de una patrulla de la FAI. Fue enterrado cerca del río, y sus restos desaparecieron con las crecidas de octubre de 1937".

[Este artículo se publicó el 15 de mayo de 2007 en el Diari d'Andorra]


jueves, 13 de febrero de 2014

Las tres muertes del anarquista Eroles

Roland Eroles investiga el papel de su primo, Dionisio, en la represión en la retaguardia catalana durante la Guerra Civil; militante de la CNT y faista, fue jefe de las patrullas de control y orden público de la Generalitat entre octubre de 1936 y mayo de 1937.

Hubo un tiempo en que el apellido Eroles imponía en Barcelona respeto, temor e incluso terror. Normal, si tenemos en cuenta que Dionisio Eroles (Barcelona, 1900-¿Andorra, 1941?) fue entre octubre de 1936 y mayo de 1937 -justo en los inicios de la Guerra Civil- el jefe del servicio de orden público de la Generalitat. De la poli, vamos. Y que entre las responsabilidades de este histórico militante libertario, miembro de la FAI -la vanguardia política del sindicato y núcleo duro del anarquismo catalán, al lado de hombres como Aurelio Fernández, Manuel Escorza y José Asens- figuraba la de dirigir las célebres patrullas de control (!), que durante los primeros meses de la contienda impusieron su revolucionaria ley a sangre y fuego en la retaguardia catalana. Una represión en muchos casos extrajudicial que se saldó con cifras terroríficas: 8.360 vítimas mortales, según las cuentas del historiador catalán Jordi Albertí en El silencio de las campanas. El reinado de Eroles terminó abruptamente cuando en mayo de 1937 los anarquistas fueron desalojados de la posición de fuerza que desde los inicios de la guerra habían ocupado con el beneplácito del presidente de la Generalitat, Lluís Companys. Son los Fets de Maig. Desde entonces, Eroles se dedicó a sobrevivir, esquivando las represalias de los antiguos compañeros de lucha antifascista y evitando hábilmente acabar en el frente. Con relativa buena fortuna, porque fue unos de los miles de catalanes que con la derrota republicana emprendieron el camino del exilio. Otros no llegaron vivos a la debacle.

Foto sin fechar de nuestro hombre. Fotografía: Archivo.

Dionisio Eroles en noviembre de 1936, cuando era jefe de orden público de la Generalitat: sentado, en el centro y rodeado de Els Nanos d'Eroles, su guardia pretoriana, en la época en que su nombre imponía respeto, temor y terror en las calles de Barcelona. Fotografía: Mi revista.
 
Era febrero de 1939, y si hablamos de Eroles aquí y hoy es en parte por este motivo: su trayectoria bélica, que ya durante el último tramo de la contienda es difícil de reconstruir, entra a partir del exilio en el campo de la pura y fascinante leyenda. Lo cierto es que en un momento indeterminado de 1940 se le pierde definitvamente la pista. Dos hipótesis explicaban hasta ahora la desaparición de Eroles: la primera, sustentada en una carta del aragonés Antonio Ortiz Ramírez -como él mismo, antiguo militante libertario- fechada en 1977, sostiene que nuestro hombre fue capturado entre la primavera y el verano de 1940 en el campo de concentración de Vernet por un comando del grupo Ponzán -la célebre red de pasadores en que militó Joan Català, recientemente fallecido- que iba tras un supuesto botín cuyo paradero se supone que Eroles conocía.

Para sorpresa de Ortiz, consiguió escapar con vida de sus captores. La alegría no le duró mucho: al cabo de unas semanas volvieron a pillarle y esta vez no hubo contemplaciones. Lo liquidaron. Según esta versión, sus antiguos conmilitones, que como se ve no se endaban con tonterías, lo enterraron "dans un coin des Pyrénées". La segunda versión es todavía más inquietante: Eroles habría conseguido refugiarse en Montalban, en el departamento del Tarn, hasta que fue localizado por las autoridades francesas, detenido y entregado a la polícia franquista, que en lugar de trasladarlo a España para juzgarlo optó por la expeditiva solución de ejecutarlo... ¡en territorio andorrano! De confirmarse esta segunda hipótesis, uno de los hombres a los que tradicionalmente se ha atribuido la responsabilidad del terror rojo yace, glups, entre nosotros.

En busca de la verdad (en la medida de lo posible)
Pelín rebuscado, la verdad, pero en cualquier caso una nueva y prometedora página en el libro de la Guerra Civil que nos toca -o que nos podría tocar- de bien cerca: ¿fue un hecho puntual, o era práctica habitual, que la policía franquista ejecutara a sus huéspedes incómodos en tierra andorrana? ¿Tuvieron alguna noticia de ello, las autoridades locales? Y si es así: ¿prefirieon mirar hacia otro lado? Hay veces en que lo mejor es no saber... Para determinar cuánto hay de verdad, cuánto, de acusación malintencionada, y cuánto, de pura fabulación en esta figura escurridiza, Roland Eroles (Andorra la Vella, 1967) emprendió un decenio atrás una maratoniana investigación con la que pretende "restablecer la verdad, saber quién fue y qué fue de Dionisio, para lo bueno y para lo malo".

Como habrá intuido el lector, Roland parte de un interés muy personal, casi íntimo en el asunto: Dionisio era primo hermano de su padre, Francesc Eroles, exiliado también de primera hora y que -casualidades sinistras que depara la vida- se instaló en Andorra en 1948. Roland se ha sumergido en archivos españoles, franceses y holandeses -los de la CNT están depositados en Amsterdam- siguiendo el rastro de su pariente. Y a las dos hipótesis digamos que tradicionales sobre el mutis de Dionisio añade ahora una tercera pista: que cambiase de identidad y que embarcara rumbo a la América Latina para emprender una nueva vida. A favor de esta hipótesis juega, arguye Roland, el ejemplo de otros correligionarios como el mismo Escorza, que se instaló en la ciudad chilena de Valparaíso hasta su muerte, en 1968. Incluso podría darse el caso de que hubiera formado una nueva familia. Pero también hay algún contra: "Aunque en un contexto bélico y ante el temor de represalias nunca se sabe cómo va uno a reaccionar, parece que esto de desaparecer sin dejar rastro no se avenía con su talante".

Pero es un hilo y por lo tanto, una esperanza. Además, Roland tampoco acaba de ver claras las otras dos alternativas: de la solución franquista no le cuadra la falta de publicidad que hicieron las mismas autoridades españolas de la época, que utilizaban la captura de figuras como Eroles como munición para la batalla propagandística: "No he encontrado ni rastro en los archivos policiales". Que los culpables fueran los anarquistas de Ponzán tampoco lo ve claro: "El único testimonio que hay es el de un antiguo militante que habla de oídas y treinta años después de los hechos de un botín que Dionisio difícilmente se hubiera podido llevar consigo a Francia, porque a los exiliados las autoridades francesas les confiscaban absolutamente todas sus pertenencias al cruzar la frontera".

¿Cabeza de turco?
Así que el enigma Eroles continúa vigente. Pero retrocedamos unos años y regresemos a la Guerra Civil: ¿fue este hombre de aquí arriba -en una de las escasa fotografías que se conservan: ésta se publicó en el número de diciembre de 1936 del semanario barcelonés Mi revista: en el apogeo de su reinado- uno de los responsables del terror que imperó en la retaguardia catalana en los primeros meses de la contienda? Roland sospecha que Dionisio, como tantos otros anarquistas, sirvieron como cabeza de turco a quien endosar las culpas del llamado terror rojo. Un deporte, éste, al que se aplicaron con entusiasmo no sólo el bando franquista sino también los que hasta mayo de 1937 habían sido compañeros de armas de CNT y FAI: es decir, ERC, PSUC, POUM, Estat Català...: "Se  habla de Eroles y de los anarquistas como de elementos incontrolados, sanguinarios, siniestros y criminales. Pero lo cierto es que la violencia en la calle remite a partir de octubre de 1936, justo cuando él es nombrado jefe del servicio de orden".

Pero, ¿hasta qué punto estaba pringado Dionisio? ¿Qué parte alícuota de responsabilidad le corresponde entre las 8.360 muertos de la represión? "El Comité de milicias antifascistas lo integraban miembros de todos los partidos; fijémonos en su composición y en la proporción y sabremos qué parte de culpa le corresponde a cada cual", insiste. ¿Es Eroles, en fin, un hombre inocente a quien la historia -que escriben, ya saben, los vencedores- ha colocado injustamente del lado de los malos? Entre 1920 y 1935 estuvo constantemente entrando y saliendo de prisión acusado de atentados y sabotajes varios. Pero nunca, jamás se le pudo endosar ni un solo muerto, sostiene. Tampoco durante su mandato como jefe de la policía de la Generalitat -y de las patrullas de control- se le puede imputar, asegura, ningún delito de sangre.

Eso sí: su nombre aparece en el sumario por la extorsión y asesinato de 46 hermanos maristas que pretendían escapar a Francia. Según esta acusación, se podría haber apropiado de parte de los 200.000 francos que la orden había pagado en concepto de rescate. "Pero se trata de un solo testimonio que dice que le parece que quizás le habían entregado a él el dinero. Y tampoco llegó a demostrarse. Así que la acusación hay que tomarla con muchísimas reservas", recalca Roland. Llegados a este punto, convendrá el lector que se hace inevitable especular: ¿y si era este rescate el botín que perseguían los anarquistas de Ponzán? En un relato como este, construido a base de sombras, de suposiciones y de suplantaciones, no constituiría la hipótesis más estrambótica.

[Este artículo se publicó el 11 de diciembre de 2012 en El Periòdic d'Andorra]