Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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lunes, 18 de agosto de 2014

Tor: manual de instrucciones

En mayo pasado [2006] la justicia dijo su última palabra en el interminable culebrón de la montaña de Tor y adjudicaba la propiedad a los herederos de las trece familias primigenias. La pacificación parece encarrilada, pero por el camino quedan tres homicidios, uno de los cuales sin resolver. Repasamos con Carles Porta, autor de La montaña maldita, las claves de un caso en que confluyen contrabandistas, especuladores inmobiliarios, traficantes de armas, vecinos enfrentados por odios seculares y un puñado de perdedores vocacionales protagonistas de unos hechos dignos de figurar con capítulo propio en el gran libro de la España negra.
El clímax de esta historia sórdida, que se empezó a gestar en 1896 cuando las trece familias que entonces residían en la localidad leridana de Tor (el Pallars Sobirà) constituyeron la Sociedad de Condueños de la Montaña de Tor, tuvo lugar el 30 de julio de 1995. Aquel domingo, dos de los llamados hippies que en la época malvivían en las bordas de Pleià acogidos a la interesada generosidad de Josep Monatné, alias el Sansa, dieron en el interior de casa Sansa "con un cuerpo tendido en el suelo, plagado de gusanos, con los brazos tendidos a ambos lados del tronco y con las palmas de las manos mirando al techo", según el relato del periodista Carles Porta (Vila-sana, Lérida, 1963). El cadáver, como no es difícil conjeturar, era el del propietario de la casa, que apareció no sólo medio devorado por los gusanos sino también con el cráneo reventado y, para rematar la macabra escena, con un cable anudado al cuello, como si los asesinos hubieran tratado de asegurar así el trabajo. Era la tercera muerte violenta registrada en Tor desde 1980, cuando dos leñadores de Vic al servicio de Jordi Riba -alias el Palanca, el otro protagonista de esta historia- fueron tiroteados por guardaespaldas del mismo Sansa. Murieron, claro. Demasiados fiambres para tan poco pueblo. Pero mientras que aquellos dos primeros homicidios -las víctimas se llamaban Pedro Liñán y Miguel Aguilar- terminaron con los autores materiales -Dionisio Rodrigo y Ramón Miró- en prisión, el de Sansa quedó finalmente archivado después de que los dos únicos sospechosos, Josep Mont y Marli Pinto, fuesen liberados en diciembre de 1996.
La causa remota de tanta sangre derramada en localidad tan minúscula hay que buscarla en el contrato de arrendamiento que en 1976 firmaron Sansa y Francesc Sarroca, de casa Cerdà, con Ruben Castañer, contrato que estaba llamado a convertirse en primera piedra de un ambicioso proyecto que iba a conectar la montaña de Tor con la vecina estación de Arinsa, ya en Andorra. Un acuerdo por el que Sansa y Cerdà se arrogaban la propiedad de las 4.800 hectáreas de la montaña y por el que excluían paralelamente del pastel a los otros once condueños de la Sociedad creada en 1896, y que tuvo una segunda entrega cuando en 1981 Sansa y Cerdà interpusieron un pleito contra sus vecinos para reclamar judicialmente lo que se habían atribuido de hecho. En mayo pasado [2006], tres lustros después de aquella primera demanda, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña dictaminó en última y definitiva instancia que la propiedad de la montaña de Tor pertenece a los herederos de los trece condueños originales, ya daba así carpetazo a quince años de periplo judicial. Pero quedan todavía dos flecos pendientes que afectan -y no es casualidad- a las dos personalidades sobre las que ha pivotado la vida de Tor en el último medio siglo: la oposición numantina del Palanca a cualquier arreglo que no pase por el reconocimiento de su derecho de propiedad exclusivo sobre la montaña, y sobre todo la resolución del asesinato de su vecino y rival, Sansa. Porque, como recuerda Porta, "si hay algo incontrovertible en todo este turbio asunto es que hay un asesino que anda suelto por ahí".
La muerte de Sansa fue precedida de una resolución del juzgado de primera instancia de Tremp que en febrero del mismo 1995 le reconocía a él exactamente lo que hoy reclama el Palanca. Un giro inesperado para un pleito que se arrastraba desde 1981 y que los sucesivos y fugaces inquilinos del juzgado de Tremp se habían ido pasando los unos a los otros sin acabar nunca de ponerle el punto final: la sentencia de 1995, en fin, declaraba al Sansa propietario único de la montaña en perjuicio de los otros once condueños contra los cuales se había dirigido la demanda inicial, pero también de su hasta entonces único aliado, Cerdà, que quedaba apartado de tan suculento plato después de tantos años de pleitear y precisamente en el momento de la verdad. No sólo esto: inmediatamente de saberse satisfecho como ni el mejor de los sueños, los primeros y desconcertantes pasos del Sansa fueron prescindir del letrado que le había llevado al éxito -el abogado barcelonés Joaquín Hortal- e iniciar las gestiones para anular el viejo contrato de arrendamiento firmado por Castañer para buscar inversores dispuestos a convertir Tor en un complejo de ocio invernal. No tuvo tiempo de ver terminadas estas maniobras, porque la muerte lo sorprendió sobre el 19 de julio, que es la fecha en que se cree se perpetró el asesinato. Tenía 72 años, y no es aventurado especular que aquella sentencia fue al mismo tiempo su condena a muerte.

Quien es quien en Tor
Porta se resiste a hablar de una Cataluña profunda para referirse a su caso. Como se resiste también a establecer paralelismos con la escabechina de Puerto Hurraco. Pero sí que admite las especiales características que convierten el de Tor en un caso único: "Historias de mala vecindad, de codicia y de especulación hay muchas. Y si bien todos los crímenes tienen sus especificidades, en Tor confluyen una serie de connotaciones que lo singularizan incluso más: la proximidad de Andorra, a presencia del contrabando, la quimera de convertir en oro una montaña casi yerma, la sempiterna rivalidad entre el Sansa y el Palanca..." Con la ayuda del periodista leridano, reconvertido en La montaña maldita en detective, repasamos a continuación la lista de personajes que podrían estar interesados -y mucho, en ocasiones- en la muerte el Sansa. Con la certeza, manifestada por el mismo Porta, de que el asesino -o asesinos- se encuentra entre ellos.
De entrada, aquí va una descripción somera de Tor aquel fatídico julio de 1995: "Aquello era un avispero al rojo vivo, con una veintena de individuos -que los vecinos denominaban muy generosamente como hippies- que vivían de cualquier manera en las bordas de Pleia, acogidos más o menos por el Sansa y para el que funcionaban como una especia de ejército particular. Había allí de todo, y no precisamente bueno. Gente con un currículum hiperviolento, viejos conocidos de la Guardia Civil de la Seo, que al día siguiente del crimen de volatilizaron, más algún contrabandista aficionado que soñaba con quedarse con la ruta de Tor. A todo este personal hay que añadir el hecho de que justo después de la sentencia de febrero que le reconocía como el propietario único de la montaña, parece que al Sansa se le subió a la cabeza e iba regalando pedazos de montaña al primero que pasaba. No era extraño que en una finca se encontraran dos de aquellos tipos, cada uno alegando que aquel trozo de tierra era suyo porque el Sansa se lo había dado. Por supuesto, con promesas como estas hechas a tipos con antecedentes violentos y vete tú a saber si medio bebido o medio drogados, terminar con un golpe mal dado en la cabeza era una posibilidad que cabía dentro de lo esperable".
El primer sspechoso no es, sin embargo, uno de los hippies sino el otro gallo del gallinero, el vecino y enemigo jurado del Sansa: Jordi Riba., el Palanca, que al enterarse de la muerte del primero no dudó en exclamar públicamente: "¡Mirad, este gilipollas ya cuelga!" La rivalidad entre ambos venía de lejos. De muy lejos. Según algunos, desde que el Sansa delató a unos maquis en 1944, en un encontronazo con la Guardia Civil que terminó con los primeros muertos, cuatro de las casas del pueblo quemadas y el inicio del éxodo de sus vecinos. Las pubilles de Tor, como las denomina Porta, sostienen que la enemistad surgió a raíz de la construcción de la pista forestal que conducía del Tor al puerto de Cabús, iniciativa del mismo Sansa que tuvo lugar en los años 60. Y quien fue rector del pueblo atribuye a otra carretera, esta vez a la que leva de Tor hasta Alins, la semilla de la discordia: "La cuestión es que no se podían ni ver, y menos aun desde que el juez había declarado al Sansa propietario único, y de la llegada de un tal Lázaro, el hombre de confianza del Palanca -hoy enemistados- todavía más violento que él y que en la época rondaba los 30 años. ¿Coartadas? El día que se supone que mataron al Sansa, el Palanca se encontraba en Civís, y Lázaro en la Pobla, aunque después se demostró que se había ocultado en casa de su novia, la Pili de casa Sisqueta de Tor. Pero la verdad es que también el Palanca se había recluido en Civís, porque no las tenía todas, y todavía no las tiene. Era la segunda ocasión en que veía pasar la muerte de muy, muy cerca -la anterior fue, recordemos, en 1980- y en el fondo sospechaba que él era el siguiente de la lista...
Josep Mont y Marli Pinto fueron los dos únicos detenidos y acusados por la muerte del Sansa. Pasaron catorce meses en prisión hasta que la audiencia de Lérida los puso en libertad: el primero, vecino del Alto Urgel, excontrabandista y sin trabajo conocido; ella, brasileña y exprostituta. Los dos tenían 47 años en la época, y se habían embarcado en un dudoso negocio de restauración en unas bordas propiedad cómo no del Sansa. Le habían avanzado un millón de pesetas, se las habían reclamado y él se resistía a devolvérselo. Terminaron en prisión por el testimonio sobrevenido -en octubre de 1995, dos meses después del crimen- de Antonio Gil José, uno de los "hilos buenos" para desenredar la madeja, según Porta. Gil José afirmaba haber visto a Mont y Marli amenazar y pegar al Sansa en el patio trasero de la casa, y aseguraban que dentro de la casa había "más gente". Además, aportaron una descripción sorprendentemente exhaustiva y detallada de las heridas que le causaron la muerte: "Lo había apaleado en algún lugar, y al final le habían reventado la cabeza y lo habían estrangulado. Después lo debieron arrastrar hasta la cocina de la casa", relata Porta. Testimonio, en fin, desacreditado por la psicóloga forense, que calificó a Gil José de "casi border line", y de tener "escasa capacidad fabuladora". Aun así, Porta insiste en su convicción que "o bien lo vio todo, o bien formaba parte del grupo que estaba dentro de la casa". La credibilidad de Gil José quedó en entredicho porque no pudo probar su presencia en Tor a finales de julio de 1995, por su enemistad manifiesta con los encausados -parece que Mont lo había engañado con un negocio fallido en Mallorca, y que Marli lo había rechazado repetidamente- y sobre todo porque, añade Porta, "la sentencia absolutoria de la Audiencia no cuestiona su relato -incluso admite que podría ser cierto- sino que presenciase lo que cuenta: estoy seguro que si el día del juicio se presenta en el juzgado bien vestido y bien afeitado, y no con una barba lasta el obligo estilo Bin Laden, muy probablemente Mont y Marli no salen de la prisión. Hay encerrada mucha gente con pruebas mucho menos concluyentes". A la aparente escasa consistencia del relato de Gil José hay que añadirle un testimonio de descargo, el del contrabandista que Porta bautiza con el seudónimo de Batallé, que afirma haberlos oídos amenazar al Sansa, sí, pero también haberlos conducido él mismo hasta la Seo días antes del crimen. Mont y Marli -el primero ha muerto, la segunda sigue hoy terapia de desintoxicación- siempre alegaron que el día del asesinato se encontraban en la Seo celebrando el cumpleaños de la madre de él. En este caso, Porta se moja y se muestra convencido de que "estos dos no fueron los autores del asesinato, lo cual no quiere decir que no se encontraran en el lugar del crimen".
Con todo, la pista de Mont y Marli nos conduce a la hipótesis de los contrabandistas, la más inconcreta pero también la más inquietante, y que enlaza con la insistencia con que todo el mundo, en Tor, evoca la existencia de una misteriosa mano negra que mueve los hilos: el encarnizamiento y la extrema violencia con que se condujeron los asesinos parece descartar la autoría de profesionales... a no ser que se tratara de profesionales que pretendían hacerse pasar por aficionados. El hecho de que el Sansa fuera el principal adalid de la modernización de Tor lo convertía ciertamente en un obstáculo para el gremio de los traficantes, que habían convertido el puerto de Cabús en su autopista particular y que estaban por lo tanto especialmente interesados en mantener el statu quo de aquel rincón de mundo: "Es más que probable que alguno de aquellos contrabandistas estuviera más que interesado en que el Sansa desapareciera de circulación, porque era un incordio que les buscaba las cosquillas y se empeñaba en cobrarles peajes. Pero los contrabandistas son precisamente esto: contrabandistas; no asesinos. Por lo que respecta a Batallé, que pasaba continuamente por Tor y que los conocía a todos, nadie lo ha acusado jamás". Lo cierto, sin embargo, es que tanto el Palanca como Lázaro han expresado en más de una ocasión su temor a ser "los próximos de la lista": "Y para apoquinar a dos tipos como estos y liquidar al Sansa hace falta mucha sangre fría. Y mucho poder."
La aparición en escena de los contrabandistas nos lleva directamente hasta Ruben Castañer, personaje turbio de los años 70 andorranos, la cerilla que en 1976 encendió el fuego de la discordia, uno de los protagonistas del sangriento episodio de 1980 y que en 1995 se vio definitivamente descabalgado de un proyecto en que había depositado sus (muchas) expectativas económicas, cuando el Sansa decidió rescindir el contrato de arrendamiento de 1976 y buscarse nuevos socios. Unos nuevos socios que, según las indagaciones de Porta, podrían ser unos inversores francobelgas que habrían avanzado al Sansa 600 de los 14.000 millones de pesetas en que se había tasado la operación. La cuestión es que entre febrero de 1995 -fecha de la sentencia de Tremp- y julio de aquel mismo año, cuando fue asesinado, el Sansa y Ruben se habían enemistado: "Pero a Ruben no le hace falta coartada porque nadie lo ha vinculado nunca con el asesinato", concluye Porta.
A quien sí que se le relacionó inmediatamente con los hechos fue a Miguel Aguilera, unos de los hippies de Tor que se había presentado dos años antes en la localidad y que contra todo pronóstico se había ganado la confianza del Sansa hasta el punto de que dormía en su misma casa. Parece que las discusiones entre ambos eran frecuentes, con amenazas de muerte incluidas. Uno de los motivos recurrentes era la afición de Aguilera -que hoy ha rehecho completamente su vida y que reside en una "gran ciudad catalana", según Porta- a cavar en el suelo de casa Sansa. Una peculiar manía que se ha relacionado con la posibilidad de que buscara un, ejem, hipotético tesoro -una de las muchas leyendas que aquel verano circularon por Tor- enterrado en el subsuelo del edificio: ¿quizás el avance entregado por los inversores belgas? Lo cierto es que Aguilera protagonizó una desaparición tan obvia y teatral que lo acabó descartando como sospechoso: tras una sonada discusión con el Sansa dejó colgada del rincón donde dormía una nota dirigida a la Guardia Civil donde explicaba los motivos de su huida. Una nota sospechosamente firmada el 22 de julio, tres días después de la fecha más probable de la muerte del Sansa: "El juez comprobó su coartada y desapareció del caso", concluye aquí Porta.
Más pintoresca parece la insinuación de que el crimen podía tener implicaciones pasionales. O por lo menos, de venganza por alguna antigua violencia sexual que podría haber cometido la víctima. Porta recoge la sospecha lanzada, medio en broma medio en serio, por la más joven de las cuatro pubilles de Tor, pero la matiza inmediatamente: "Las relaciones de consanguinidad que pudieran darse en Tor son las mismas que encontraríamos en cualquier comunidad ultrapequeña y aislada donde a principios de siglo XX convivían como mucho medio centenar de vecinos que pasaban seis meses sin ningún contacto con el exterior. En un lugar así y en estas condiciones podía ocurrir de todo. Y ocurría". Descartadas las pubilles, el último de la lista es Francesc Sarroca, Cerdà, presidente de la Sociedad de Condueños en los 70 y el único de los vecinos de Tor que se alineó al lado del Sansa, hasta el punto de que firmó la demanda de 1981 en que ambos reclamaban la propiedad de la montaña ante los otros condueños. Instigado, eso sí, pos su suegra, "cerebro en la sombra de la operación y cabeza visible de un influyente matriarcado", sostiene Porta, hecho que emparenta directamente Tor -a pesar del mismo Porta- con Puerto Hurraco. Cerdà también vio frustradas -frustradísimas- sus aspiraciones con la funesta sentencia de 1995: "Pero era un hombre ya mayor que, como el resto de los vecinos, estaba más o menos localizado el supuesto día del crimen y que, sinceramente, creo que no había tenido tiempo de gestar tanto resentimiento contra el Sansa". Claro que Cerdà fue, aparte del Sansa, el único de los protagonistas que no aceptó hablar con Porta.

¿Y el futuro?
Repasado la lista de sospechosos -casi todos exculpados de una u otra manera por Porta- y dejando de lado el detalle mayor de que existe en Tor un crimen sin resolver, ¿cuál es el futuro del pueblo? La sentencia de mayo pasado [2006] deja las cosas como en 1896, cuando se constituyó la Sociedad de Condueños, y reconoce el derecho de propiedad a los descendientes de los trece condueños originales. Todos aceptaron... menos el Palanca, precisamente quien en los años 70 más decididamente se opuso a las pretensiones del Sansa, Cerdà y Castañer que lo podian haber dejado al margen de la montaña: "Lo cierto es que si no hubiera sido por el Sansa, ninguno de ellos tendría hoy expectativas razonables de convertirse en uno de los propietarios de Tor": ¿Y qué pretende el Palanca? "Él está convencido de que es el único que ha luchado por la montaña. En os 70 lideró coyunturalmente a la digamos oposición vecinal a los planes del Sansa. Pero era, es y será un lobo solitario que cree que la montaña le pertenece a él, en exclusiva, y no atenderá a razones. Después de sufrir tanto, ya no pretende tanto quedarse él con la montaña, sino impedir que la tengan los otros. Es un matiz. Pero lo cierto es que el acuerdo parece hoy mas cerca que nunca antes: los otros condueños tienen un proyecto de estatuto redactado y un presidente pactado. Sólo falta que lo apruebe la junta para comenzar a operar legalmente. Y esto puede ocurrir tranquilamente en el plazo de un año. Pero más que a las trabas legales, a lo que de verdad temen es a la oposición ciega del Palanca". Jordi Riba es hoy un hombre mayor que roza los 80 años y sin herederos claros a la vista. Sin él en escena se abrirían las puertas a una explotación turística que el parque natural del Alt Pirineu, al que Tor pertenece, no excluye: "Quizás no se convertiría en otra Vaqueira, pero la parte catalana del Pic Negre, por el pla de Llumaneres, está limpia. Sólo que se pudiera erigir en este paraje 200 apartamentos, ¡imagina el rendimiento que podría sacar la Sociedad de Condueños...!"

La (otra) conexión andorrana
La aparición en escena de Ruben Castañer, como la serpiente que siembra la discordia en Tor, no es la única conexión andorrana del caso. En el libro abundan los nombres propios -y algún error menor, como rebautizar la plaça del Poble de Andorra la Vella como la plaza de las Naciones, o confundir la Casa de la Vall con el comú o ayuntamiento de la capital- y Porta recuerda y repasa las especiales relaciones, incluso de parentesco, que históricamente han unido Tor y la Massana. Y enumera los "tres intereses" que Andorra podría tener en la montaña de Tor: el primero de todos, turístico: la creación de una estación de esquí que uniera los dos lados de la frontera era factible, aunque económica y jurídidicamente muy compleja. Pero este era un interés relativo, porque Andorra ya contaba en la época con sus propias estaciones, algunas de las cuales recién nacidas. En segundo lugar, el contrabando, que tenía en el puerto de Cabús su salida habitual. Finalmente, la posibilidad de abrir una tercera puerta de entrada a Andorra a través del coll de la Botella. Por es se construyó una carretera única en el mundo, a 2.500 metros de altura y co siete metros de anchura... pero que no lleva a ninguna parte. "Que los contrabandistas la amortizaron haciendo pasar por aquí sus rutas para pasar tabaco y armas es cosa sabida... para todo el que lo quiera saber, claro. Otra cosa es que circularan por aquí misiles Excocet destinados a Libia, como Castañer parece sugerir". Por cierto, que Castañer, desterrado de Andorra, al parecer, en los años, 80, vive hoy a caballo entre la Manga del Mar Menor (Murcia), Cartagena, Tarragona y Barcelona. Según Porta, continúa siendo el Ruben -con la u tónica y el genio siempre a punto de estallar- pero ya es un hombre de 70 años que ha analizado profundamente su vida y que no se siente precisamente orgulloso de sus capítulos más violentos. Eso sí, ama enormemente a Andorra".

[Este artículo se publicó el 3 de enero de 2006 en la revista Informacions]

martes, 28 de enero de 2014

Rostros que huían del horror

La historiadora catalana Rosa Sala Rose reúne en 'La penúltima frontera' el periplo de 23 fugitivos detenidos por las autoridades franquistas al cruzar los Pirineos durante la II Guerra Mundial.

Esta es, con el permiso de Ford Madox Ford, una de las historias más tristes que jamás me hayan contado. La protagoniza -es un decir- Karol Radewicz, adolescente polaco originario de Lwow detenido por la clásica pareja de la Guardia Civil el 5 de junio de 1941, cuando caminaba por la carretera Nacional de Gerona a Barcelona. Venía de Marsella y el nefando delito del que se le acusaba era el de paso clandestino de frontera. En fin, que fue recluido en la prisión provincial de Gerona, primero, e inmediatamente después y en atención, por lo visto, a su corta edad, en la Casa de Misericordia. En el hospicio, vaya. Por cierto: Karol era mudo. Había perdido la voz, según declaró él mismo -y hay que pensar que por escrito- en los inicios de la contienda, en el mismo bombardeo que lo dejó huérfano, y había cruzado media Europa solo y a pie, con la remota esperanza de reunirse un día y en algún lugar con lo que quedaba de su familia. Pero parece que el internamiento el hospicio de Gerona terminó con sus escasas fuerzas. Una semana después de su ingreso en el centro, elevaba una carta al director anunciándole sus intenciones suicidas y -atención- pidiendo perdón por adelantado por las molestias que ello pudiera conllevar: "No puedo quedarme aquí porque mi mundo se ha acabado y no querría matarme en esta casa porque hacerlo le causaría a usted tristeza. Me doy cuenta de que no podré llegar a Portugal ni tampoco regresar a Francia"... Una carta que obtuvo el silencio como respuesta. El caso de Radewicz se resolvió el 5 de julio, un mes después de su detención, cuando la Guardia Civil lo acompañó hasta la frontera y lo obligó a entrar en Francia.

Jenny Kehr y su marido, Nathan, matrimonio de judíos alemanes originario de Appenheim que fue detenido por la Guardia Civil el 8 de octubre de 1942 en Coll de Nargó (Lérida), y deportados el 11 de diciembre. Fotografia: La penúltima frontera.

Paulino Coll Meseguer, gobernador civil de Gerona entre 1939 y 1942; dice Sala que "nunca se permitió ningún comentario que sonara remotamente antisemita", pero en octubre de 1940 ordenó la detención de los Levi, refugiados judíos procedentes de Francia, porque en el hotel del Perthus donde se alojaban les habían oñido dirigirse al perro de la familia con el nombre de Franco. Fotografía: La penúltima frontera.


La bailarina y streaper Dora Poch, judía polaca originaria de Sosnowice, fue detenida en octubre de 1942 e internada en la prisión de Figueras; logró salir e inició en el teatro Tívoli de Barcelona una nueva carrera artística con el nombre de Dora Henríquez. Fotografía: La penúltima frontera.


"No sabemos qué fue de Radewicz, ni si llegó a cumplir su propósito de poner fin a su trágica vida", dice la filóloga y germanista Rosa Sala Rose (Barcelona, 1969), que ha rescatado de las profundidades de los archivos del gobierno civil de Gerona la historia de Karol y la de otra veintena de fugitivos de la Europa ocupada por los nazis que fueron a parar a las prisiones franquistas por "paso clandestino de frontera" y, en casos como el de este joven polaco, amablemente retornados a Francia. Los ha reunido todos en La penúltima frontera (Papel de liar), libro que destila una rara emoción y que revela los nombres, las peripecias y hasta los rostros de los refugiados -especialmente, de los judíos- que cruzaron los Pirineos con la esperanza de escapar a un destino fatal en los campos de exterminio. Una historia que nos ha sido contada en otras ocasiones desde la perspectiva de los pasadores -recuerden las monografías canónicas sobre la materia: Guies, fugitius i espies, de Claude Benet, i Las montañas de la libertad, de Josep Calvet- pero que ahora cede la voz a sus auténticos protagonistas, los fugitivos para quienes la aventura era cuestión de vida o muerte.

En el caso de Radewicz queda margen para la esperanza: que lo volviese a intentar, burlara la vigilancia de las autoridades españolas y llegara finalmente a Portugal, donde él veía su salvación. Pero no queda ni la más remota esperanza en el caso de Jenny Kehr, joven judía originaria de Appenheim (Alemania) detenida el 8 de octubre de 1942 en Coll de Nargó (Alto Urgel). Se había fugado en agosto del campo de concentración de Gurs, en los Pirineos Atlánticos, justo antes de que los judíos de este campo fuesen transferidos al Este. El periplo de Kehr por las prisiones franquistas incluye el calabozo de la de la Seo de Urgel, el campo de Miranda de Ebro y la Modelo de Barcelona, donde ingresa la madrugada del 10 de diciembre. Su destino está sellado: al día siguiente la iban a deportar a Francia. Pero nunca llegó, porque esa misma madrugada se colgó en su celda de la Modelo: "cansada de vivir", dice el parte oficial.

Culpable de judía
Lo que convierte a Kehr, esta mujer "cansada de vivir", en un caso aparte es que el gobernador civil de Lérida en la época, Juan Antonio Cremades, había ordenado su expulsión del territorio español precisa y exactamente "por ser judía". Un caso auténticamente insólito que destaca en la práctica habitual de las autoridades franquistas, que acostumbraban a alegar "paso clandestino de frontera" como causa de expulsión. El caso de Kehrs, opina Sala, obliga a replantear el papel de España en la historia oficial de la Shoah y contradice -o ´por lo menos, lo matiza- al historiador Patrick von zur Mühlen, que en 1992 afirmaba sin ambages que "no existe el menor indicio de que España participara indirectamente en el Holocausto entregando fugitivos a sus verdugos en virtud de su filiación". A partir de ahora, hay por lo menos uno: el de Jenny Kehr.

Hay que añadir que el antisemitismo esgrimido por Cremades -que llega a referirse a la ciudadana hebrea Jenny Sara Kehr, asumiendo por su cuenta y riesgo la legislación nazi que obligaba a las mujeres judías a interponer el apelativo de Sara entre el nombre y el apellido- contrasta vivamente con la práctica habitual de los gobernadores civiles de Gerona, "que nunca se permitieron ningún tipo de comentario que sonara remotamente antisemita". Los detenidos en Gerona lo son bajo la conocida acusación de paso ilegal de frontera. No por su condición de judíos. Ahora bien, continúa Sala, "el documento de Cremades revela una sangre fría terrorífica, porque supone la entrega de una mujer judía en un momento en que la Solución Final ya está en marcha".

Por otra parte, el de Kehr no es el único caso de un refugiado judío entregado a los alemanes por su filiación religiosa y, ejem racial: Calvet ha documentado una decena más, extremo éste que le permite reclamar en el prólogo de La penúltima frontera una reformulación del análisis sobre la conducta de España con respecto a los refugiados porque, dice, "la mayor parte de los expulsados por el gobierno español terminaron en campos de concentración, y la participación española en el Holocausto es por lo tanto evidente".

Dora, la streaper, y Franco, el perrillo
No todas las historias que relata Sala terminan como la de Jenny Kehr. También nos cuenta el pintoresco episodio de los Levi, familia de judíos franceses detenida en La Junquera en octubre de 1940. ¿El delito? Por lo visto, según el delator de turno y durante su estancia en un hotel de la localidad vecina del Perthus, todavía en territorio francés, los había oído referirse a su perrillo con el nombre de Franco, "ofensa grave a la persona de nuestro Caudillo por lo que los he ingresado en la cárcel", justificaba el gobernador civil de Gerona, un tal Coll Meseguer que quizás no era antisemita como Cremades pero que tenía la piel muy fina a la hora de defender el honor ultrajado del Caudillo. Los Levi tuvieron que abonar una multa de 5.000 pesetas antes de ser deportados. Pero tuvieron más suerte al segundo intento: el 28 de diciembre de 1940 toda la familia embarcaba en Lisboa con rumbo al Brasil. Toda la familia... menos Franco. Se desconoce lo que fue del animal.

También deja un buen sabor de boca el periplo de los Poch, familia de judíos polacos originarios de Sosnowice detenida en Vilallovent en octubre de 1942. La hija pequeña, Dora, tenía 20 años en el momento de la detención y había sido bailarina en el Bal Tabarin, el primer coro femenino de París que saltaba al escenario completamente desnudo. Una strepaer, vamos. No sólo se las arregló para salir de la prisión de Figuera en que la habían internado sino que inició una sólida carrera en el Tívoli de Barcelona con el nombre artístico de Dora Henríquez hasta que en abril de 1944 embarca con rumbo a Casablanca. Por La penúltima frontera asoman, claro, otros fugitivos judíos (atención a la peripecia de los Furtmuller), pero también antifascistas italianos (Franco Venturi), un desertor alemán (Otto Pieric), un agente del servicio de inteligencia británico (James Scott Hopkins), el pasador Valeri Pinto -con sede en Oseja y excombatiente republicano, del que se dice que había pertenecido a la partida del Cojo de Málaga, ay- e incluso un descendiente del capitán Dreyfuss, el de J'accuse.

Todos tuvieron que pasar el trago de la hospitalidad que las autoridades franquistas dispensaban a los refugiados que cruzaban los Pirineos huyendo de Hitler: una celda en la prisión provincial -la de Figueras, en la mayoría de los casos reseñados por Sala- y en el célebre campo de Miranda de Ebro (Burgos). Algunos tuvieron la mala suerte de ser deportados a Francia; otros consiguieron legar a Portugal y desde aquí saltar a la Gran Bretaña y la América Latina. ¿Qué juicio le merece a la autora la política española respecto a estos refugiados? Sala evita la contundencia de Calvet, pero no exime al régimen de una cierta responsabilidad: a todos los detenidos, mujeres y niños incluidos, les esperaba un período más o menos largo de reclusión, mientras que los hombres eran internados por un tiempo aleatorio en Miranda. Por supuesto, comparado con los campos de concentración y de exterminio nazis, "no hay color", dice, "pero la mayoría de los refugiados que pasaron por Miranda -y algunos estuvieron recluidos durante tres años- lo consideraban una iniquidad. Y más si se tiene en cuenta que España era un país que se proclamaba neutral. Y eso, sin olvidar los casos de los judíos deportados a Francia. Los hubo, como se ha demostrado".

[Este artículo se publicó el 1 de marzo de 2011 en El Periòdic d'Andorra]