Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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miércoles, 27 de agosto de 2014

El Mirador: vida y leyenda de un hotel

El hotel Mirador es un pozo sin fondo, una mina de anécdotas donde realidad y ficción se dan la mano para construir un relato con toques de épica, lírica y también de drama. Pero la inconfundible silueta del hotel, con su balconada de ladrillo visto y dudosísimo gusto,  ya no rivaliza con la vecina Casa de la Vall. Las màquinas han arrasado el solar donde se levantará la nueva sede del Consell General y se han cargado el escenario de medio siglo de historias y de alguna leyenda, desde que Alexandre Amigó abrió las puertas del primer Mirador, en 1934, hasta que Gerard Sasplugas las cerró, en 1987.

A lo largo de los años y por diversas sendas confluyen en el Mirador refugiados de la Guerra Civil, maquis, espías, agentes de la Gestapo, colaboracionistas, resistentes, pasadores, contrabandistas, conspiradores antifranquistas, literatos de leyenda e incluso un nazi clandestino que terminó como portero del hotel. Tambien la llamada colonia de los russos, los parranos que venían de Lérida, las sucesivas oleadas de turistas y una marabunta de nobres propios, desde Samuel Pereña, alma mater del Mirador, hasta los hermanos Joan y Antoni Sasplugas, que tomaron el relevo, el maestro Florit, el cocinero Martínez, el notario Doret, la señora Carmen, a la que los años convirtieron en una institución del lugar, o el misterioso personaje conocido simplemente como Monsieur. A todos ellos los evocan Ramona Marsinyach, Pilar Buesa, Pilar Triquell y el mismo Gerard Sasplugas, todos ellos estrechamente vinculados al hotel.

El jardín del Mirador en los días de esplendor: al fondo, las escaleras, elemento característico del hotel  y un escenario clásico para inmortalizar en fotografías; a la derecha, la galería de ladrillo visto que colgaba sobre el valle central de Andorra la Vella, con unas altísimas columnas también de ladrillo que le conferían un aspecto de barraca improvisada y a medio acabar. Fotografía: Escudo de Oro.

El Mirador cerró definitivamente las puertas en 1987; enseguida se convirtió en refugio de las bandas de chavales del barrio, y el proceso de degradación fue imparable; los últimos arrendatarios intentaron sin éxito una rehabilitación integral del establecimiento, pero el tiempo del Mirador ya había pasado. Finalmente, el Consell General adquirió el solar para levantar la nueva sede del parlamento. La demolición se llevó a cabo en 2002. En las imágenes superiores se aprecian algunos de los elementos característico del hotel como las escaleras del jardín y los balcones del pabellón de habitaciones, a la derecha. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra
El nuevo Consell General, a la izquierda, se levanta en el solar que hasta 2002 ocupaba el hotel Mirador, en la calle de la Vall de Andorra la Vella. El parlamento se inauguró oficialmente el 11 de marzo de 2011, y sustituye a la vecina Casa de la Vall, al fondo de la imagen, un caserón erigido en el siglo XVI adquirido en 1702 por el Consell de la Terra -antecedente del actual Consell General. Fotografía: Máximus.

Buesa nació en 1935 en can Tonet del Carbonell, en el número 20 de la calle de la Vall. Es decir, frente al Mirador. Ella es la niña que sostiene las llaves de Casa de la Vall en una célebre fotografía de Claverol. La terraza de su casa, en fin, se alza casi encima del solar que hasta el 30 de septiembre [de 2002] ocupaba el complejo del Mirador. Buesa ha sido testigo privilegiado de la historia del hotel y de la progresiva degradación del edificio desde su poco glorioso final, en 1987, cuando se convirtió en refugio improvisado de los chavales del barrio. Suyos -de Buesa, vamos- son los recuerdos más antiguos de esta historia. Imágenes en sepia de los primeros años 40, cuando el hotel acogía una abigarrada humanidad integrada básicamente por refugiados catalanes, gendarmes franceses y agentes nazis. Es el ambiente que recoge Entre el torb i la Gestapo, donde Francesc Viadiu retrató la red de pasadores que tenía en el hotel uno de sus centros de operaciones: "Todo el mundo iba a lo suyo. Era una relación correcta pero distante. Los huéspedes se saludaban pero nada más. Recuerdo que de vez en cuando aparecía por el hotel un militar que parecía un oficial y que departía con los agentes alemanes destacados en el país. Los refugiados, en cambio, solo estaban de paso. Incluso tuvimos algunos en casa, hijos de amigos de mi abuelo, que había sido director de escuela en Mollerussa. Una de las mayores satisfacciones que tuvo mi padre fue cuando uno de aquellos chicos que se había hospedado en casa camino de Francia, volvió años después, ya casado con una chica francesa, para agradecerle personalmente el trato recibido".
A Buesa se le ilumina el rostro al recordar los multitudinarios bailes de Carnaval que organizaba Samuel Pereña, abogado leridano que sucedió a Alexandre Amigó al frente del establecimiento y al que considera el alma de los años dorados del Mirador. Como Buesa, también Marsinyach conserva un recuerdo entrañable de Pereña, que confirió al hotel el característico toque familiar que lo distinguió a lo largo de los años: "Pereña tenía las puertas abiertas para todo el mundo. En ocasiones se habían llegado a hospedar en el Mirador una treintena de parientes suyos, que él acogía generosamente. Y al final, con toda su hombría de bien, fue a morir solo en una residencia de ancianos de Figueras". Marsinyach (Vilasana, Lérida, 1927), llegó al Mirador en 1945: "Vine a parar aquí porque una tía mía trabajaba en el hotel como encargada. Y con la intención de quedarme una sola temporada. En fin, no me he vuelto a mover de aquí. Cuando en casa me dijeron que era hora de volver a casa, les dije que no. Venía de un pueblo pequeño y sin expectativas, mientras que aquí lo pasábamos bien y me ganaba la vida". En el Mirador sirvió hasta que se casó, en 1950. Entre los personajes que cada noche se reunían en el bar del hotel a jugar a la botifarra recuerda al doctor Vilanova -hoy con una calle vecina a su nombre- y a Bartumeu Rebés, el señor de la también vecina casa Rebés, a los que habitualmente se añadía Ramon Villeró, que ayudaba a Pereña en las tareas de administración: "En verano se organizaban bailes en los jardines, el señor Pereña hacía venir a orquestas de Orgañá o sacaba la gramola al jardín, y venía gente de todas las parroquias. Antes de la renovación del hotel [que Jan Sasplugas acometió en la segunda mitad de los años 50] se organizaban unas timbas de póquer muy concurridas, y eran célebres las comilonas y las fiestas animadas por grupos de parranos, que es como llamábamos a los gitanos blancos que venían de Lérida".

Un nazi en el Mirador
En 1952 se jubila Pereña y lo suceden al frente del Mirador Joan Sasplugas y Magda Triquell, que se habían incorporado al personal tras su llegada al país, en 1940 y que mediada la década se habían establecido por s cuenta en el restaurante Metropol. Pilar Triquell (Castelldans, Lérida, 1941) vivió los inicios de esta segunda época. A partir de 1955 acostumbraba a pasar los veranos en el Mirador ayudando a sus tíos: "Para mí, aquella experiencia fue como asistir a un curso de andorranidad: por el Mirador pasaba todo el mundo, desde los consejeros que iban a tomar el aperitivo o a comer tras una sesión del Consell General, hasta los habituales de las partidas de botifarra. En el bar del Mirador es donde por primera vez oí hablar del contrabando. Andorra era entonces minúscula, un pueblecito de nada, pero con la mentalidad muy abierta: a los que veníamos de fuera, como yo misma, nos trataban estupendamente, diría que incluso mejor que en nuestros lugares de origen". Entre los trabajadores con que coincidió, Triquell recuerda al maître, Pau, "siempre vestido de oscuro". Las camareras, seis o siete en verano, vestían uniformes impecables, con sus bordados y la cofia para los días señalados. En la cocina mandaba Martínez, el chef, una institución que estuvo al frente de los fogones del Mirador durante casi tres décadas: "Cuando me casé no había cocinado en mi vida", cuenta Triquell. "Me espabilé recordando cómo lo hacía Martínez". A este singular personaje, siempre con un puro en la boca, lo retrató el maestro Florit en una recreación del Moulin Rouge que colgaba sobre la barra del bar, y que al cerrar el Mirador Gerard Sasplugas se llevó a su nuevo establecimiento. Otro personaje que dejó huella en la memoria de Triquell es Carme, "una auténtica mula que no descansaba jamás y que hacía de todo: hasta que vinieron las lavadoras era ella quien se encargaba de lavar a mano toda la colada del hotel, en un lavadero cubierto que había en el jardín; y cuando terminaba, todavía le quedaban ánimos para subir a ayudar a la cocina".
Pero quizás el personaje más fascinante, por oscuro, de toda esta historia sea el Monsieur, "hombre educadísimo, que hablaba cuatro o cinco idiomas y que lo mismo te lo encontrabas ejerciendo de mozo que de maître. Después de su muerte nos enteramos de que había sido el secretario de un jerarca del partido nazi belga", evoca Gerard Sasplugas (Andorra la Vella, 1948), que tenía cuatro años cuando sus padres se hicieron cargo el Mirador. Él lo regentó desde que en 1974 cogió el relevo de su hermano, Jordi, y fue el encargado de bajar el telón, en 1987: "Cuando hoy paso por delante de lo que había sido el Mirador me duele el corazón. Es natural, porque es un pedazo muy grande y muy importante de mi vida. Fue una lástima que no prosperara el proyecto de levantar un hotel de nueva planta que sirviera de nexo entre el Prat del Call y el barrio antiguo, con un concepto similar al que plantea el nuevo edificio del Consell General. Pero la propiedad [la familia Cerqueda] no lo vio claro. Aunque también diré que el destino final del solar, acoger el nuevo parlamento, tampoco está mal".
Los recuerdos de Sasplugas incluyen anécdotas vividas en el Metropol pero perfectamente extrapolables, dice, al Mirador, como cierto maquis que se hospedó en una ocasión en el hotel y que dejó los bártulos en el rincón donde le indicaron los dueños: "Mi hermano, que entonces debía tener 8 o 10 años, husmeó entre los bultos y apareció en el bar con una cosa verde en la mano: ¡una granada! la concurrencia se quedó de piedra, claro. Aquel tipo había venido con todo el arsenal a cuestas". El ambiente que los Sasplugas supieron dar al Metropol lo trasladaron al Mirador cuando volvieron a casa, en 1952. Un ambiente que mantuvieron con las importantes reformas del final del decenio, con la ampliación de 27 a 44 habitaciones y con el turismo -sobre todo francés- convertido en la clientela habitual. Se habían acabado los aventureros de otros tiempos: "Siguieron viniendo algunos de los habituales de la etapa anterior. Se congregaban alrededor de una estufa de leña y con el frío el grupo se iba juntando. Hasta una veintena de personas. Recuerdo al notario Doret, el que pronunció la última sentencia de muerte, que se casó con una chica que trabajaba en el hotel. Hay que decir que Doret vivió el resto de su vida más limpio y arreglado que nunca antes. Estaba también el Tetu, personaje singular que de vez en cuando se encaramaba a una silla para impartir a la concurrencia imaginarias clases de esgrima". El Mirador también era parada obligatoria para los consellers, que después de cada sesión del parlamento celebraban tradicionalmente un ágape en el hotel: "Por la mañana asistían al Consell, más protocolario, pero las decisiones se tomaban durante la comida. Había cierto conseller abstemio como el que más, pero que insistía en que todo el mundo tuviera la copa llena... También acostumbraban a comer en el Mirador los batlles [jueces de primera instrucción], que se reunían aquí antes de impartir justicia. Hasta que uno de ellos, no tan resistente como sus colegas a los efluvios del alcohol, o quizás porque le pilló en un mal día, resulta que dictó una sentencia extaordinariamente más severa de lo que requería el caso, por no decir incongruente. Vamos, que se terminaron aquella comilonas de trabajo". Entre los huéspedes ilustres que desfilaron por el establecimiento, Sasplugas evoca a Narcís Casals, Rafael Benet y Cèsar Martinell, que se hospedaron en el hotel mientras restauraban las pinturas del salón de los Pasos Perdido de Casa de la Vall, a mediados de los 60: "Martinell era un señor muy afable que tenía un especial interés en Andorra porque había diseñado la Casa dels Russos, la primera y única que se levantó de aquel confuso episodio que pretendía erigir en Andorra una especia de comuna libertaria..."

El Mirador: un espacio literario
El Mirador ha dejado una huella más considerable en la literatura y el cine. De hecho, mucho más que cualquier otro lugar de nuestro rincón de Pirineos. Isabelle Sandy, para empezar, ubicó en este mismo lugar la Solana, la casa pairal de los Asnurri, la saga protagonista de su novela Les hommes d'Airain. La primera edición es de 1922, una década larga antes de que Alexandre Amigó inaugurara el primer Mirador. La novela de Sandy dio pie a un segundo episodio, el rodaje de su adaptación a la pantalla grande, un proyecto dirigido por el cineasta frances Émile Couzinet y que se concretó en el otoño de 1941, en plena ocupación alemana de Francia. El equipo se instaló en el Mirador mientras se rodaban los exteriores de la película. Los interiores, en cambio, se rodaron en los estudios Burgus Films, en Royan, en la costa atlántica francesa. Fue la primera película que se rodaba tras la ocupación, cosa que no queda del todo claro si le pone o le quita mérito. En cualquier caso, y para rizar el rizo, el rodaje de Les hommes d'Arain dio a su vez pie a Guerra, terra i estrelles, en que el historiador Jean Claude Chevalier novela la azarosa filmación de la película. Pero si el Mirador ha pasado a los anales de la literatura -aunque sea en una nota a pie de página- es por Entre el tor i la Gestapo, donde Francesc Viadiu pasa por el tamiz de la ficción su propia experiencia como cabecilla de una cadena de pasadores con sede en el hotel durante la II Guerra Mundial. A su vez, Entre el torb i la Gestapo tuvo también versión televisiva, en una miniserie dirigida en el 2002 por Lluís Maria Güell. La productora reprodujo en el estudio el interior del Mirador, entonces ya en ruinas, y contó con el asesoramiento del mismo Jordi Sasplugas. Pero algunos no quedaron en absoluto satisfechos con el resultado: "Nos jugábamos la vida y no estábamos para gestos de cara a la galería como desafiar a los alemanes cantando Els Segadors en el bar del hotel. Y por allí no corrían las putillas, y mucho menos el champán", se lamenta Jaume Ros, él mismo pasador por cuenta de una cadena de Estat Català. Para finaliza, Josep Pla también evoca la hospitalidad del Mirador en un rincón de Un petit món al Pirineu.

[Este artículo se publicó en la revista Informacions en 2002]

viernes, 22 de agosto de 2014

¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?

El ministerio de Cultura destina 35.000 euros a la rehabilitación de la fachada del histórico hotel de la Massana, cuartel general de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné; en 1943, un comando de la Gestapo secuestró a Eduard Molné, hijo de los propietarios, y a cinco militares polacos que intentaban evadirse a España.

¡Ay, el Palanques! Es verdad que otros hoteles en Andorra comparten su mismo pedigrí épico: el Coma de Ordino, el Pol de Sant Julià de Lòria y, sobre todo, el Mirador de Andorra la Vella, que se ha llevado la gloria mediática gracias a Francesc Viadiu y su novela Entre el torb i la Gestapo. Otro día hablaremos de ellos, piezas clave de la epopeya de los pasadores (en este caso, más bien de los pasados) durante la II Guerra Mundial. Muy pronto, palabra. Pero el Palanques es otra cosa. Lo hemos contado aquí mismo en otras ocasiones: fue en este establecimiento de la Massana, inaugurado en 1935, donde el abogado catalán Antoni Forné estableció el cuartel general de su red de pasadores. Una cadena para la que trabajaron hombres de una pieza como Alfredo Conejos, Josep Mompel, Joaquim Baldrich y... Eduard Molné, él mismo hijo de los propietarios del hotel -Francisco Molné y su esposa, Emília Armengol- y que ejerció de taxista ocasional para la cadena a bordo de su Renault, uno de los escasos vehículos existentes en la Andorra de la época.

Hoy los recuerda un humilde monolito situado enfrente del hotel. En fin, que si hablamos hoy aquí del Palanques es en primer lugar porque el ministerio de Cultura destinará este curso 35.000 euros a la restauración de la fachada del edificio. Que buena falta le hace porque -como comprobará el lector- abundan en ella los desconchados y el aspecto general corresponde al de una dolorosa y -nos temíamos algunos- inexorable decadencia. Nada extraño si tenemos en cuenta que el mismo ministerio advertía en 2004, año en que lo incluyó en el catálogo del patrimonio cultural de Andorra, que en siete décadas -hoy, ocho- el edificio no ha sufrido modificaciones significativas, así que conserva todos los elementos estructurales originales. En definitiva: que tal como lo vemos hoy es como lo vieron -y lo vivieron- Forné, Molné, Badrich y compañía. El papel central del Palanques en la epopeya de los pasadores se debe no sólo a que fue el epicentro de una de las cadenas de pasadores mejor conocidas entre las que operaron en Andorra, sino también a que fue escenario de la célebre razia que la Gestapo lanzó la noche del 23 de septiembre de 1943: delatados por un tal Nicodème -Enrico Nicodem, según consigna Ludmilla Lacueva Canut en Els pioners de l'hoteleria andorrana-, un topo infiltrado en la cadena y que para mayor escarnio se hospedaba en el mismo hotel, y guiados por esbirros de la vegueria francesa, los agentes alemanes se plantaron en el Palanques en dos vehículos -un Delaye y un Citroën, evocaba el mismo Forné en una serie de artículos publicada en 1979 en la revista Andorra 7- dispuestos a desmantelar la cadena.  

Monumento que desde 2005 recuerda la gesta de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné desde el hotel Palanques, y de la que también formaban parte Joaquim Baldrich, Josep Mompel, Alfred Conejos i Eduard Molné, el único que probó la hospitalidad de la Gestapo al ser capturado la noche del 23 de septiembre de 1943 y trasladado a la prisión del monte de Saint Michel, en Tolosa; fue liberado diez días después. Fotografía: Tony Lara.

El hotel Palanques, proyectado por el arquitecto Rafael Besolí, comenzó a erigirse en 1933 y se inauguró el 15 de agosto de 1935; constaba (y todavía consta) de planta baja, dos pisos y buhardillas. Debe su nombre a que los propietarios, la familia Molné, se habían instalado una generación antes en unos terrenos denominados Les Palanques porque estaban situados en la confluencia de los ríos de Ordino y Erts, a unos cien metros de la parroquial de la Massana. Allí levantaron el primer hostal hasta que en 1933, y gracias a una permuta con la propiedad de Casa Ramon, se trasladaron a lo que hoy es el Palanques. Arriba, el hotel ya terminado; aquí encima, el edificio en construcción. Fotografías: Colección Casimir Molné Armengol / Els pioners de la hoteleria andorrana.
Durante la Guerra Civil y la II Guerra Mundial en el Palanques se hospedaron huéspedes de toda procedencia: desde un pequeño destacamento de los gendarmes de Baulard hasta el abogado Antoni Forné -que acabó casándose con una de las hijas de la familia Molné- pasando por fugitivos que huían de la España republicana, primero, y de la nacional, después. En la imagen, Joana y Maria Molné en agosto de 1942 (¿o 1944?) posan con los músicos franceses que acudían a tocar a la fiesta mayor de la Massana. El texto dice: "À notre gentille hotesse, notre meilleur souvenir", y lo firman Miney y Louis... ? Fotografía: Colección particular Joana Molné Armengol / Els pioners de l'hoteleria andorrana.




Tres vistas actuales del hotel Palanques, situado en la avenida de Sant Antoni y que conserva casi intactos los elementos estructurales originales, especialmente los sillares esquineros de granito que permiten incluir el edificio en la denominada arquitectura del granito, corriente en boga en la Andorra de los años 30 y que incluye otros edificios como los hoteles Rosaleda de Encamp y Valira de Escaldes. Fotografías: Máximus.
La Massana en los años 40: el Palanques es el edificio en segundo plano del centro de la imagen, escorado a mano derecha; se distingue por su cubierta achaflanada y sus esquina con sillares de granito.
Los dibujantes Escobar y Peñarroya, en el cartel del salón de cómic de la Massana de 2011, obra de Paco Roca, que ese año publicaba El invierno del dibujante. Ambientado en 1958, los cómics no son todavía cómics, ni tan solo historietas, sino tebeos. Dibujo: Paco Roca / La Massana Cómic.
Y para que no falte nada, incluso Superlópez se permitió un vuelo de reconocimiento sobre el Palanques: la viñeta pertenece a Las montañas voladoras, la premonitoria aventura inmobiliaria del superhéroe de Jan, y se publicó en 2004, auspiciada también por la Massana Cómic. Dibujo: Jan. 

Lo consiguieron a medias: la buena fortuna (o mala, no está del todo claro) quiso que aquella misma noche los hombres de Forné tuvieran que ir a recoger a un grupo de militares polacos al Vilaró, donde desembocaba la ruta de evasión que pasaba por el puerto de Siguer. Molné se ofreció en aquella ocasión para acompañarles hasta el Vilaró, donde entonces moría la carretera, recoger los paquetes y conducirlos hasta Sant Julià de Lòria. Todo transcurrió con normalidad hasta que al pasar por delante del Palanques se percataron de la presencia de los dos vehículos y sobre todo de sus inquietantes ocupantes: cuatro o cinco hombres -recuerda Forné- vestidos con sospechosas gabardinas -cine negro obliga- que se lanzaron tras el Renault de Molné, que aceleró en dirección a Andorra la Vella en cuanto Conejos gritó: "¡La Gestapo!"

La huida no se prolongó más que unos cientos de metros: en el cruce de Sispony, y tras unos disparos intimidatorios, Molné cruzó el Renault en la carretera, dando tiempo a Forné y Conejos para saltar del coche y perderse en la noche. Ni Molné ni los cuatro fugitivos polacos -Claude Benet descubrió sus nombres en Guies, fugitius i espies: dos oficiales, Jan Daniez y Jan Sarnicki, y dos soldados, Czeslaw Giejsowt y Josep Lawicki- tuvieron tanta suerte, fueron capturados y conducidos hasta Tolosa junto a un tal Bobby, norteamericano de origen polaco que formaba parte de la cadena que fue la única presa que cazaron en el Palanques. 

De la tele al cómic
Cuenta Lacueva que en el trayecto hasta Tolosa Molné se cruzó hasta en dos ocasiones con conocidos a los que trató de llamar la atención -con nulo éxito: la primera vez, en la aduana del Pas de la Casa, donde el jefe de la policía andorrana en la época, Daniel Armengol -vecino como él mismo de la Massana- estaba de guardia esa madrugada y fue quien levantó la barrera para dar paso a la comitiva. Unos kilómetros más adelante, en Tarascon-sur-Ariège -nada que ver co el Tarascón de Tartarín, en las Bocas del Ródano-, y ya con las primeras luces del día, divisó a otro vecino suyo, Josep Montané, que había acudido a la feria de ganado de esta localidad; incluso le tocó el cláxon. Pero nada.

En Tolosa perdió Molné la pista a sus compañeros de peripecia. Por suerte para él, porque tras ocho o diez días de cautiverio en la fortaleza de Saint Michel fue liberado gracias a las gestiones de su padre. Le ayudó el pequeño detalle que Francisco Molné, subsíndico entre 1933 y 1936, sucedió este último año al destituido Síndico General, Pere Torres. Solo duró un año en el cargo, y a Francisco le sucedió Francesc Cairat, que era quien ejercía el cargo en 1943 -y hasta 1960: he aquí otro personaje que reclama urgentemente una biografía- y que hizo las oportunas y exitosas gestiones ante la Mitra -el Obispo de Urgel y Copríncipe del momento, Iglesias Navarri, había sido vicario general castrense durante la Guerra Civil (del lado nacional, se entiende) y conservaba cierto ascendente sobre Franco y, sobre todo, su esposa- para conseguir la liberación de Molné.

El caso es que las gestiones de Cairat ante el Obispo o la misma vegueria francesa, ante la cual también intercedieron por el cautivo -y atención, que eran los años del reinado del nefasto Lesmartres- consiguieron que al cabo de una semana un funcionario del consulado alemán en Barcelona se desplazara hasta Tolosa. Así es como nuestro hombre recordaba en 2003 para la revista Informacions aquel breve encuentro: "Una mañana se presentó en la prisión un chico del consulado que me explicó que de paso por Andorra se había enterado de mi caso. Me dijo que no  me preocupara, me aseguró que saldría pronto y me invitó a escribir a casa para tranquilizar a la familia. Y así fue: al cabo de dos o tres días más me llamaron por mi nombre, y a la mañana siguiente un coche de la Gestapo me condujo hasta el Pas de la Casa". Dice Lacueva que incluso recuperó su Renault. Buena gente, como se ve, los chicos de Goebbels.

Vale que fue la única ocasión -como no se olvidaba nunca de recalcar, alejando de sí el foco de atención- en que Molné participó de manera activa en la cadena que dirigía su futuro cuñado, Antoni Forné. Pero como recalcaba el historiador leridano Josep Calvet (Las montañas de la libertad)  con ocasión de su fallecimiento, en agosto del 2012, "sin la complicidad esporádica de gente como Molné la misión de los pasadores hubiera fracasado". Más contundente aún se mostraba Claude Benete (Guies, fugitius i espies) en esta misma ocasión: "Fue un hombre de una humildad y de una elegancia incuestionables; otros con muchísimos menos méritos han explotado su participación en esta epopeya sin escrúpulos; él optó siempre por la discreción".

Pero volvamos al comienzo: si contamos hoy aquí y por vez enésima la peripecia de Molné es porque la aciaga incursión de la Gestapo de aquel 23 de septiembre de 1943 -se desconoce el destino final de los cuatro polacos y de Bobby, pero Benet sospecha que terminaron en un campo de concentración, donde no es aventurado augurar su muerte- tenía la cadena del Palanques como objetivo. Así que hagamos algo más de historia y pongámosle biografía al establecimiento con más pedigrí bélico del país. Y en este punto la autoridad indiscutible es de nuevo Lacueva, autora de Els pioners de l'hoteleria andorrana, la biblia de la materia. El Palanques es hoy un humilde hotel de una estrella situado a los pies de la avenida de Sant Antoni, el nombre de la Carretera General a su paso por la Massana. Empezó a construirse en 1933, y fue inaugurado el 15 de agosto de 1935. Era el segundo establecimiento de este nombre dedicado a la hotelería regentado por la familia Molné. El primero, abierto por Francisco Molné Mora -el abuelo de nuestro Eduard-, estaba situado en lo alto del núcleo histórico de la Massana, a unos 100 metros -dice Lacueva- de la parroquial de Sant Iscle.

A esta primitiva fonda debe su nombre el Palanques, porque se levantaba en unos terrenos donde confluían los ríos de Ordino y de Erts, motivo por el cual existían en la finca dos palanques, o rudimentarias pasarelas de madera. De ahí que los terrenos fueran conocidos en la Massana como Les Palanques, y que la casa levantada por los Molné se conociera en adelante como Cal Palanques. El hotel actual lo erigió Francisco Molné Rogé, Sisquet (1883-1980), según un proyecto del arquitecto Rafael Besolí -autor también del hotel Mirador de Andorra la Vella (1934)- y se inauguró, como ya se ha dicho, en 1935. Se adscribe junto con edificios como el hotel Rosaleda de Encamp y el Valira de Escaldes a la denominada arquitectura del granito, corriente propia de la arquitectura local y caracterizada por el uso generoso de los sillares de granito. En el Palanques constituyen el elemento principal de las columnas esquineras y le confieren un aspecto característico a la fachado, al lado de las cubiertas de madera y piedra llicorella, a dos vertientes y achaflanadas.

En este punto hay que indicar que a diferencia de los otros ejemplos de arquitectura del granito, en que los sillares ocupan toda la fachada, en el Palanques su presencia se limita a las susodichas esquinas. Constaba (y consta todavía hoy) de planta baja -con un comedor para los clientes del pueblo, cocina, administración y tienda de comestibles-, dos pisos y buhardillas, en lo que en Andorra se denomina "cap de casa". Las 20 habitaciones originales -hoy, 16- disponían de lavabo con agua corriente -un lujo en la Andorra de los años 30- y baño compartido en el primer piso, donde también se encontraba el comedor de los huéspedes. Esta estructura se ha conservado prácticamente intacta hasta hoy. Cuenta Lacueva que durante la Guerra Civil un pequeño grupo del destacamento de gendarmes al mando de Baulard -quién sabe si alguno de nuestros zapadores- se hospedó de forma más o menos permanente en el Palanques, para escándalo de alguno de los vecinos, poco amigo de la ocupación gabacha y que por lo visto amenazaba a Sisquet al grito de "¡Et pelarem!" ("¡Te liquidaremos!").

Lo cierto es que al único que estuvieron a punto de liquidar fue a Eduard, y no sus vecinos sino la Gestapo. El Palanques, en fin, o un local directamente inspirado en el Palanques, es el escenario donde transcurre buena parte de Un any a la nostra vida, la obra de teatro que bebe en la epopeya de los pasadores escrita y dirigida por Xavi Fernández, y estrenada el 11 de noviembre en el teatro les Fontetes de la Massana. También tiene un cierto papel en la versión televisiva de Entre el torb i la Gestapo, aquel plúmbeo bodrio dirigido por Lluís Maria Güell que entra a saco en la novela homónima de Francesc Viadiu. Güell, que debió de oír campanas sobre la peripecia de Forné, Molné y compañía, se toma la libertad de ubicar en el Palanques el centro de operaciones de uno de los malos de la historia, el sádico y nefando doctor Coco -Fermí Reixach, en la pequeña pantalla, que pergeña, por cierto, uno de los pocos personajes que se salva de la quema.

Y ya que hablamos del doctor Coco, consignemos para acabar que el aviador británico Cyrill Penna, cuyo Short Stirling fue derribado de regreso de una misión de bombardeo sobre las factorías Fiat de Turín y que pasó por Andorra entre el 1 y el 10 de marzo de 1943, consigna en sus memorias de guerra, Escape and Evasion, cómo tuvo que librar a un compañero suyo, el también aviador Dick Adams, de las garras de un doctor Antoni de Barcia, que insistía en amputarle el pie izquierdo, congelado en el paso del Pirineo. Penna logró sacarlo del tugurio donde el tal Barcia operaba, un hotelucho de Escaldes, y trasladarlo a la improvisada clínica que el doctor Trias, eminencia de la cirugía española por entonces refugiado también en Andorra, regentaba en la Casa Rebés de la capital. Claude Benet insinúa en Guies, fugitius i espies que sí, que efectivamente nuestro Barcia podría ser el alcohólico y cocainómano -de ahí el sobrenombre- doctor Coco de Viadiu. Que ejerciera en realidad en un hotel de Escaldes y no en el Palanques es un detalle menor que no nos va a estropear un buen titular.

Añadamos para terminar, ahora sí, que nuestro Palanques -cuya propiedad conserva Roser Molné, hermana pequeña de Eduard, pero que la familia dejo de regentar en los años 50- tiene también un par de estupendos cameos de cómic, los dos gracias a Joan Pieras y el salón de la Massana: el primero, cronológicamente hablando, corresponde a Las montañas voladoras (2004), aventura andorrana del Superlópez de Jan, que se atreve a sobrevolar el hotel como ven en la viñeta de aquí arriba. Lo mejor que se puede decir del asunto es que el Palanques sobrevivió al paso de Superlópez, que ya es decir. El segundo, y nuestra debilidad personal, es el cartel del Salón del Cómic de la Massana  2011 dibujado por Paco Roca, que entonces presentaba El invierno del dibujante, y en que aparecen Escobar y Peñarroya, dos de los historietistas convertidos por Roca en protagonistas de este álbum metacomiquero, deambulando felizmente ante un Palanques con estupenda estética años 50. Como decíamos ayer, hay otros hoteles, pero como el Palanques, ninguno. Con el permiso del poeta Feliu Formosa: "¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?"

viernes, 3 de enero de 2014

Entre la farsa y el bostezo (a propósito de 'Entre el torb i la Gestapo' y II)

¡Qué vida, oigan, la de los pasadores! Todo el día viajando, alternando con gente de todas las nacionalidades -una atractiva agente del MI-6 por aquí y un oficial polaco por allá, un fotogénico maquis antifranquista (y señora) o un aviador gibraltareño, por aquello de la cosa exótica- o flirteando con alguna misteriosa francesita de la Resistencia. Pero no demasiado, porque eran gente decente que tenían a la santa esperando lealmente en casa con los chavales. Un chollo, en fin. Cuando el cuerpo no podía más, siempre cabía la posibilidad del reposo del guerrero en brazos de una de las putillas que pululaban por el Mirador. Y todo esto, bien aliñado con generosas dosis de champán francés -nada de cava, que es bebida de perdedores y mindundis. Bueno, de vez en cuando sí que podían tener algún encontronazo con la Gestapo, normalmente gentuza miserable que llevaban escrito en la cara que eran los malos del asunto, y afortunadamente obtusos como pocos. Un inconveniente fácilmente soportable con algo de deportividad británica porque al final, y con el permiso de Manel, "ja sabem que els guerrers s'avorreixen si no hi ha una mica d'acció".

En fin, que esta vida de color de rosa es la que les pintan el director Lluís Maria Güell y el guionista Joaquim Jordà a los pasadores que sacan la patita por Entre el torb i la Gestapo, la miniserie inspirada (?) en la novela homónima de Francesc Viadiu, producida el 2000 por TV3, subvencionada generosamente por el Gobierno de Andorra -con 130 de los 325 millones de pesetas del presupuesto- y reemitida la madrugada del día de San Esteban por el Canal 33. Es verdad que veníamos resabiados de casa: Joaquim Baldrch y Jaume Ros habían dicho pestes de la película, pero ingenuamente algunos pensábamos que quizás no había para tanto, que se trataba de ficción y que por lo tanto eran perfectamente comprensibles ciertas licencias poéticas.

Con este ánimo nos sentamos la madrugada del jueves delante de la televisión, ¡y cuánta razón tenían, Baldrich y Ros! ¿Por qué no les hicimos caso? Entre el torb i la Gestapo encarna y resume todos los tics, todos los vicios de la teleserie a la catalana. Todos. Y no se olvidan ni uno: personajes desprovistos de cualquier profundidad comenzando por el Viel de Antonio Valero, un blando a quien por nada del mundo confiaríamos nuestra vida; diálogos banales que se limian a remarcar lo que ya estamos viendo en la pantalla; personaje estereotipados, con buenos que lo son tanto que dan grima, como la jefa del Mirador o Joaquín, el pasador supuestamente vasco a quien algún iluminado obliga a hablar en un castellano macarrónico -¿desde cuándo los vascos chapurrean así?-, y malos a los que sólo faltan el rabo y los cuernos. Como el doctor Coco de Fermí Reixach, por ejemplo, curiosamente la criatura más simpática que desfila por esta Andorra de cartón piedra y a la que se le ven todas las cañerías, para decirlo a la manera de Marsé: Por no hablar de la producción artística, que confunde la verosimilitud con la exhibición de modelitos, automóbiles e interiores vintage, o del demoledor ritmo de caracol que lastra la trama. Más que de caracol, absoluta falta de ritmo: no ocurre nada (o casi nada) a lo largo de los 180 minutos de Entre el torb i la Gestapo, los personajes se limitan a intercambiar frases tópicas como si fueran autómatas, y todo esto en una serie se supone que de espías, en plena II Guerra Mundial.

El hotel Mirador de Andorra la Vella, según la versión televisiva de Entre el torb i la Gestapo: cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, comenzando por el hormigueo de gente que convierte la Andorra de 1943 -apenas 6.000 habitantes en todo el país- en las Ramblas barcelonesas en hora punta. O casi. [Fotografía: Televisió de Catalunya].

Prohibido aburrir
El asunto es todavía peor cuando al director le da por ponserse épico. Aquí sí que naufraga lastimosamente. Las escasísimas escenas de acción -el enfrentamiento, es un decir, entre el vasco (?) Joaquín y el colaboracionista Lemmonier en los túneles de la Massana, por no hablar del asalto al café Tout va bien- no tienen ninguna grandeza, invitan a la incredulidad y, lo que es peor, al bostezo. El momento culminante de este juego de despropósitos es la noche de Fin de Año en el Mirador en que los refugiados catalanes desafían a los agentes alemanes presentes en el hotel a golpe de Segadors. Es evidente, por no decir ingenuamente obvio, que pretende ser un homenaje a la Marsellesa que Laszlo y sus compis se marcan en Casablanca. Pero es que más que un homenaje, aquellos acaba conviertiéndose en una farsa. Involuntaria, por supuesto, con una batallita a tortzao (?) limpio que antes parece el vagón de los hermanos Marx que el Rick's del gran Humphrey. Hay que ser muy ingenuo, conocer muy poco el carácter local -que toleraba, sí, la presencia de refugiados, pero siempre que no llamasen demasiado la atención, y que no habría consentido jamás este abierto desafío al poder alemán- y hacer absoluta abstracción del momento bélico -Hitler es todavía el amo y señor de casi toda la Europa continental- para imaginar que un episodio así era posible en la Andorra de 1943.

Lo decía Ros en junio de 2000, con la sangre todavía caliente después de haber presenciado este burdo ejercicio de historia contrafactual: "Nos jugábamos la vida, no estábamos para alegrías como ponernos a cantar Els Segadors en la barra del bar. El himno lo llevábamos dentro, bien escondidito". ¿Y las putillas? "En el Mirador no había señoritas, y mucho menos champán. ¡Pero si era los años más duros del racionamiento! La vida del refugiado equivalía a miseria: puta miseria". Por todo lo que antecede sonó a completa impostura la entrevista masaje que Àlex Gorina, el crítico de cine oficial de TV3, le dispensó en el entreacto al director del artefacto, prodigando los elogios y vendiendo Entre el torb i la Gestapo poco menos que como una obra maestra del género, y comparándola repetidamente -atención, sacrilegio- con Casablanca, claro, y con Los cañones de Navarone. ¡Madre mía!

Llegamos al final y todavía no hemos hablado de la presunta participación andorrana en todo esto. Se ve que los 130 millones sólo daban derecho a colar algún remoto exterior nevado -con nieve de mentirijillas, claro- y un par de figuraciones de Xavi Fernández, aquí en la piel de un reluciente zapatero, y de Pere Tomàs, improbable mosén más improbablemente aún compinchado con la cadena de Viel. Ni una triste vista del casco antiguo de la capital -no sé, la plaza Monjó, la calle de la Vall, los restos del auténtico Mirador... Nada de nada. De hecho, el Mirador es puro cartón piedra recreado en el plató, y las calles de la capital parecen las Ramblas en hora punta -miren la foto de aquí arriba. Pues bien, resulta que la Andorra de 1943 era un país casi despoblado, con apenas 5.000 habitantes.

Uno de los momentos mas cómicos y reveladores, porque delata el absoluto desconocimiento del terreno que pisan director y guionista, es cuando Viel se despide de la casera del Mirador. Hay besos, hay lagrimitas y hay de todo, porque se quieren mucho -pero sin doblez, que estamos hablando de luchadores antifascistas- y les duele separarse. Como si se largara a la otra esquina del mundo. Pues no: Viel se muda a Sant Julià de Lòria, a apenas 10 kilómetros de Andorra la Vella. No parace distancia suficiente para justificar tanta efusión sentimental, y menos aún en un hombre acostumbrado a lidiar con agentes dobles, espias de todo pelaje y oficiales de la Gestapo.

Con todo, el mayor problema de Entre el torb i la Gestapo no es que confunda ficción y realidad, como denunciaban Baldrich y Ros -"Lo mínimo que se les debería exigir es que no mixtifiquen la historia, que expliquen los hechos tal como ocurrieron", decía el segundo. La primera obligación de una supuesta película de acción debería ser no aburrir al espectador. Por eso, lo peor de todo es que el engendro de Güell y compañía deviene una película larga, plana, mortalmente aburrida. Y con el material con el que contaban, esto sí que no tiene perdón de Dios. Vaya, que más que Entre el torb i la Gestapo, va y les salió Entre la farsa y el bostezo.

[Artículo publicado el 3 de enero de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

martes, 24 de diciembre de 2013

Historia, ficción y licencias poéticas (a propósito de 'Entre el torb i la Gestapo' I)

Hoy constituye casi un lugar común historiográfico, pero trece años atrás, cuando TV3 produjo Entre el torb i la Gestapo -con una generosa aportación del gobierno de Andorra: 130 de los 325 millones de pesetas del presupuesto total- la gesta de los pasadores -ya saben: los contrabandistas y excombatientes republicanos reconvertidos en guías de montaña que condujeron a través de los Pirineos y hasta el consulado británico de Barcelona a centenares, quizás miles de refugiados procedentes de la Europa ocupada por los nazis- formaba parte de una nebulosa histórica que lindaba con la leyenda, incluso con la leyenda negra. Por este motivo, la miniserie basada en la novela homónima de Francesc Viadiu -180 minutos divididos en dos episodios estrenados por Andorra Televisió el 8 y el 9 de junio del 2000- significó para buena parte de la audiencia el descubrimiento de un episodio de nuestra historia que hasta entonces sólo conocían los lectores de la novela de Viadiu y de aquella serie fundacional de artículos inspirados en su experiencia personal que Antoni Forné publicó en los años 70 en el semanario Andorra 7.

La reemisión de la serie, el jueves en TV3, es una excelente ocasión para recordar como encajaron Entre el torb y la Gestapo dos testigos tan cualificados de los hechos que Viadiu relata como Joaquim Baldrich (el Pla de Santa Maria, Tarragona, 1916-Escaldes, 2012) y Jaume Ros (Agramunt, Lérida, 1918-Oliana, Lérida, 2005): el primero, miembro de la cadena que el mismo Forné dirigía desde el hostal Palanques de la Massana; el segundo, de la de Estat Català que operaba desde Perpiñán. Con ambos tuvimos la oportunidad de hablar con motivo del estreno de Entre el torb i la Gestapo, y los dos coincidían en criticar agriamente la visión edulcorada que ofrecía de una época oscura, en que lo habitual consistía en contemporizar con los nazis o, como mucho, intentar pasar desapercibidos. Ros se indignaba ante el burdo intento del director, Lluís Maria Güell, y del guionista, Joaquim Jordà, de convertir el hotel Mirador de Andorra la Vella, donde se alojaban los agentes alemanes destacados durante los años centrales de la II Guerra Mundial en Andorra, en el Rick's de Casablanca: "¡¿Cómo pueden decir que los refugiados catalanes cantaban Els Segadors en el comedor del hotel?! Pero si lo evitábamos tanto como podíamos, el Mirador, y andábamos todos cabizbajos..."

Portada de le edición en catalán de Entre el torb i la Gestapo, publicada en el 2000 por Rafael Dalmau i la librería La Puça; la traducción en castellano, titulada Cadena de evasión, la publicaron Hogar del Libro (1974) y Ruedo Ibérico (1976).

En este mismo sentido se expresaba Baldrich, que se escandalizaba de las farras que en la serie se montan en el Mirador, incluido un buen surtido de señoritas de compañía: "Todo esto de las putas y el champán y de las fiestas que se corrían... ¡Todo esto es mentira!" El caso es que ni uno ni otro le perdonaban a Entre el torb i la Gestapo que la versión de los hechos que daba no tenía nada que ver con la que ellos recordaban. Con la diferencia -a su favor- que tanto Baldrich como Ros sabían de lo que hablaban... porque lo habían vivido de primerísima mano. Ya les podías ir diciendo que se trataba de una serie de ficción inspirada en una novela. Para ellos, aquello era "mentira", y no había nada más que decir. Más aún: los dos cuestionaban el papel que Viadiu -Viel, en la ficción televisiva- se arroga en el funcionamiento de las cadenas de evasión que operaban a través de Andorra: para Baldrich, "era un hombre de letras, sí, pero de pasar montañas..." El único viaje en que ejerció de guía de un grupo de fugitvos, sostenía, acabó con el grupo dispersado a tiros en la estación de Manresa: "El consulado británico no volvió a confiar en él". Ros, lo mismo: "La supuesta cadena de Viadiu nunca ha tenido una explicación semioficial".

En cualquier caso, la reemisión de Entre el torb i la Gestapo es una estupenda ocasión para recuperar la novela original, publicada inicialmente en castellano con el título de Cadena de evasion por Hogar del Libro (1974) y Ruedo Ibérico (1976), y traducida en el 2000 al catalán por Rafael Dalmau y la librería La Puça de Andorra la Vella coincidiendo con el estreno de la adaptación televisiva.

[Este artículo se publicó el 24 de diciembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]