Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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sábado, 27 de junio de 2015

Lluís Solà: el último pasador lo cuenta (casi) todo

Excombatiente republicano, exiliado en Francia, internado en el campo de Arles sur Tech, de donde se fugó para ser repatriado y deportado al penal gaditano de Isla Saltés, y huido de nuevo a Andorra, adonde llegó a finales de 1939, Lluís Solà evoca a sus 99 años su peripecia como contrabandista y guía durante la II Guerra Mundial, así como su amistad con Marcel·lí Massana y Ramon Vila, Caracremada, los últimos maquis antifranquistas.
[Lluís Solà murió el 1 de julio de 2015 en Andorra la Vella; nos cuenta su nieta, Regina Solà, que esta crónica fue una de sus últimas lecturas, y que se sentía especialmente satisfecho del resultado. Que la tierra le sea leve.]

Solà, en agosto de 2014 en Andorra la Vella, donde reside. Fotografia: Archivo Familia Solà.


Foto de carnet tomada probablemente durante la Guerra Civil. Fuente: Archivo Familia Solà.

Carnet de antiguo combatiente expedido por la oficina francesa de veteranos y víctimas de guerra, válido para el período comprendido entre junio de 1982 y junio de 1983. Fuente: Guies, fugitius i espies / Archivo Familia Solà.



Normalmente, a sus fugitivos los acompañaba hasta Josa del Cadí (Lérida), donde se hacía cargo de ellos el siguiente tramo de la cadena, que los conducía hasta el consulado británico de Barcelona. Eran grupos de siete u ocho: "así es como pasé a muchos polacos", dice Lluís Solà (Santa Eulalia de Lluçà, Barcelona, 1916), vecino de Andorra la Vella y el último superviviente de la estirpe de los pasadores. Gente de una pieza, poco dada a los alardes -recuerden los casos de Forné, Baldrich, Molné o Català- y que mantuvo casi hasta el final el silencio más absoluto sobre sus gestas. En fin: el caso es que en aquella ocasión modificó, a saber  por qué, el procedimiento habitual: el cliente era un aviador norteamericano derribado en los cielos de Francia, y decidió acompañarlo personalmente hasta el final del trayecto. Todo fue bien hasta Manresa, adonde llegaron en tren: como polizones, subidos a la cabina del guardafrenos, dice, y saltando justo antes de entrar en la estación, cuando el convoy empezaba a frenar. El plan era esperar en la misma estación la salida del primer tren para Barcelona: al aviador, que no hablaba una palabra de español, lo colocó en el primer vagón; él se subió al último. Y como pudo, recuerda, "le hice entender que si le pillaba la Guardia Civil, a él no le pasaría nada, pero que a mí me cortarían el cuello".

Hizo bien en advertírselo porque la cosa se torció enseguida. Solà sospecha que los delató algún chivato que los pilló en los servicios, cambiándose de ropa para la etapa final. El caso es que llegada la hora -"Muy pronto, no recuerdo si salía a las 6 de la mañana"- el tren no acababa de arrancar. Al cabo de un cuarto de hora, sacó la cabeza y lo que vio encendió todas las alarmas: su aviador se acercaba cada vez más... amablemente escoltado por la reglamentaria pareja: "Iban controlando a todo el pasaje. '¿Conoce usted a este hombre?', le preguntaron al americano cuando llegaron a mi altura. Él no dijo nada. Me pidieron la documentación, y todo estaba en orden. 'No pases cuidado', le dijo un guardia al otro, 'que ya hablará antes de llegar a Barcelona'".

Solá no se quedó para comprobarlo. Antes de que ganara velocidad, ya había saltado del tren marcha -lo que hay que hacer cuando uno se ve con un pie en el calabozo, especialmente si el calabozo es franquista. "No debieron verme, porque si hubiera sido así, me fríen a balas", deduce. Pues esta es la vez que más cerca estuvo de caer en su larga carrera como guía o pasador de fugitivos durante la II Guerra Mundial. Una trayectoria que ya habían apuntado Claude Benet en Guies, fugitius i espies -lo pone a las órdenes de Antoni Forné i de Francesc Viadiu- y también Josep Calvet en Las montañas de la libertad, y que el mismo Solà relató en una extensa entrevista hasta ahora inédita, recogida por su nieta, Regina, y a la que hemos tenido el privilegio de acceder. 

Como en tantos otros casos, el origen de su peripecia como pasador -del francés passeur, aunque ellos raramente se referían a sí mismos con esta palabra, sino más bien como guías- hay que rastrearlo en el oficio de contrabandista que empezó a ejercer al año de instalarse en Andorra. Y esto ocurrió a finales de 1939: se empleó de mozo con los masoveros de Casa Rebés. Venía de pasarlas de todos los colores: excombatiente republicano -voluntario de primerísima hora en la columna Acero Rápido, que combatió en el frente de Tardienta, Huesca, y perdió a un altísimo precio la ermita de Santa Quiteria: apenas sobrevivieron una treintena de los 150 hombre de la unidad-, fugitivo del campo de concentración francés de Arles sur Tech, capturado por la gendarmería y empaquetado en un tren hacia España, fue a parar al campo de prisioneros de Isla Saltés, en Huelva, donde tampoco lo pasó tan mal y de donde fue finalmente puesto en libertad. Volvió a casa, en Obiols (Barcelona), pero cuando Franco vuelve a llamar a filas a todos los quintos de los reemplazos del 35 al 42 él se planta y huye. A Andorra, con otro compañero y con la ayuda de cierto contrabandista que se negaba a cobrar por el trabajo y al que obligaron a aceptar 20 duros por sus servicios. Lo pasó mal, en sus primeros tiempos por aquí arriba, como sus compañeros de exilio: "Nos teníamos que esconder: los que tenían algo de dinero, en el hotel Espel de Escaldes o en el Pol de Sant Juliò; los que no, aunque tuviéramos trabajo no podíamos dejarnos ver demasiado". Solà tuvo la habilidad de ir encadenando faenas, pero esto no le evitó la inquina de cierto policía que le hizo la vida imposible y que por lo menos en dos ocasiones lo amenazó explícitamente: "'No te quiero ver más por aquí', me decía. No sé si porque era un refugiado republicano o si simplemente me tenía manía. En fin, me aconsejaron que me casara, porque así no me molestarían, pero la verdad es que hasta que terminó la guerra [mundial] nos sentimos perseguidos por la policía [andorrana] y por los gendarmes [franceses]".

Solà, en fin, debutó como paquetaire -o porteador- por cuenta de un tal Tarrés, de Sant Llorenç de Morunys (Barcelona): por llevar hasta esta localidad de la comarca del Solsonés un fardo con 35 kilos de tabaco de picadura le pagaban 300 pesetas; 500, hasta Berga: "¡Collons! Si yo ganaba 15 pelas diarias, y 10 o 12 se me iban en pagar la habitación y el plato en la mesa!" Así que no es de extrañar que en cuanto reunió un capital se instaló por su cuenta. El género lo colocaban en Avià o en cal Rosal. Y para amortizar algo  más la excursión, en el trayecto de regreso -un itinerario que transcurría por la mina de Coll de Jou, el Pi de les Tres Branques, Llinars, Sorribes, Gósol y Josa, antes de salvar la sierra del Cadí, cruzar por el puente de Arenys i desembocar en la Rabassa, Andorra- cargaban el fardo con lana. Cada expedición le reportaba, recuerda, un beneficio de entre 700 y 1.000 pelas. Añadamos aquí que quien con al poco tiempo se convertiría en su suegro se había dedicado al contrabando con cierta intensidad, dice, durante la Guerra Civil: "En la ida cargaban tabaco; a la vuelta, gente de derechas que querían huir a la zona de Franco a través de Andorra y de Francia. Con este negocio hizo bastante dinero".Y recuerda en este punto -otra muesca en la leyenda negra- el caso de cierto individuo -su viuda era la propietaria de la compañía de taxi para la que trabajó durante un tiempo- que se hizo rico durante la contienda traficando con lana... y con fugitivos de la zona republicana: a algunos de ellos los entregó, sostiene, a la Guardia Civil antes de llegar a Andorra. "Era una mala persona", concluye, y el consuelo es que lo liquidaron en la Palanca de Noves. 

Inquilino en la Tercera galería de la Modelo
Recibían una cantidad similar -unas 1.000 pesetas, la tercera parte de la tarifa de la cadena de Baldrich- por cada hombre que entregaban. Contaban con la complicidad de ciertas masías de la zona que, dice, "o bien eran gente de izquierdas o bien tenían un hijo en el contrabando y nos camuflaban: allí comíamos, descansábamos y comprábamos pan para el camino: la Casa Gran, lo llamábamos". Algunas de aquellas familias lo pagaron caro: Solà recuerda más de un caso en que la Guardia Civil les aplicó la infame ley de fugas. Los contrabandistas también se la jugaban: lo hemos visto en el caso de su topetazo en Manresa. Escapó por los pelos, pero la Guardia Civil liquidó sin contemplaciones, dice, a "tres o cuatro compañeros que pillaron por las montañas". Él mismo, en cierta ocasión en que se dirigía a la Seo con otros dos compañeros, oyó el sonido apagado de unos pasos en la nieve -una nieva muy oportuna, por otra parte. No les hizo falta más para abandonar allí mismo el fardo y largarse: "Pegaron tres o cuatro tiros, pero no sentí ninguna bala y no pasó nada, pero en el trayecto de regreso [en sus primeros años andorranos residió en Sant Julià de Lòria, donde se casó en 1942 con la hija de la casa donde se hospedaba] me rompí el dedo gordo de pie y estuve por lo menos un mes con bastón". Y sin contrabando, cabe pensar.

Para el anecdotario queda la cena que compartió en Ca la Castellar de Gósol con Marcel·lí Massana, en la última expedición como contrabandista que protagonizó el después celebre maquis catalán. El único, por cierto, que salió con vida de este asunto. Y Massana no desaprovechó la oportunidad de captarlo para su grupúsculo, en cuanto se hubo pasado al maquis full time: "'Si quieres unirte a mi grupo, siempre estarás a tiempo', me decía. Yo les respondía que tenía mujer y dos hijos y que por lo tanto debía de andar con ojo. Pero él no se daba por vencido: 'Lo que ganes con el contrabando, también lo tendrías...' Pero nunca intervine en nada con ellos, porque se jugaban del pellejo de verdad."

Ni el dedo gordo ni Massana son nada comparados con el episodio que puso el punto final a su carrera como contrabandista: fue en marzo de 1957, cuando ya ejercía de taxista a Barcelona y aprovechaba las carreras para bajar "un par de botellas de whisky, unos kilos de Rosly, en fin, cuatro cosillas". A los guardias de la aduana los tenía en el ajo -"Siempre dejaba cinco duros en el cenicero o en una cajetilla de cerillas dentro de la guantera"- pero aquel día, en la plaza de la Villa de Madrid de Barcelona, cuando estaba a punto de subirse el coche para emprender el camino de vuelta, "se presentaron dos señores: 'La documentación, haga el favor'. Lo tenía todo en regla, pero no sirvió de nada; iban a por mí". De la comisaría de la calle Lauria a la de Vía Layetana, y de aquí, fin de trayecto, a la tercera galería de la Modelo. Lo acusaban de distribuir propaganda contra el régimen -franquista, se entiende. No le encontraron nada que pudiera inculparle, pero lo mejor del caso es que los guardias burlados estaban en lo cierto: "Llevaba propaganda, sí, pero, ¿sabes dónde? Escondida entre las hojas de papel de fumar de aquellos libritos que se lamaban Jan; la escribía Ventura Armengol [el Mestre Orelleta, personaje conocido en la Andorra de los años 40 y 50, incluso antes]". Pero la broma le salió cara: el fiscal solicitaba para él cuatro años de prisión. Y se temía lo peor cuando una noche, al cabo de once meses, lo llaman: "'Coja usted la ropa o lo que sea y afuera'. No me dieron ninguna explicación. Eso sí, tuve que pagar 50.000 pesetas de fianza y otra 50.000 más al abogado: "En aquellos años, con este dineral hubiera podido comprar toda Andorra".

[Este artículo es una ampliación del que se publicó el 25 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

domingo, 1 de junio de 2014

El maquis anarquista: ni ángeles ni demonios

Cuatro décadas después de la caída de los últimos maquis, el historiador Ferran Sánchez Agustí reconstruye la historia de la guerrilla anarquista. Atención, porque esto es novedad, sin concesiones hagiográficas.

El franquismo los despachó como bandoleros, facinerosos o delincuentes comunes, expediente dócilmente repetido por una prensa sumisa que de paso le ahorraba el esfuerzo y el riesgo de tener que reconocer e interpretar las implicaciones subversivas que el maquis anarquista comportaba. Por su parte, la escasa historiografía reciente que se atrevido a bucear en este apasionante y oscuro episodio del ,digamos, altofranquismo, se ha limitado en la mayoría de los casos a repetir acríticamente las versiones puestas en circulación en los años 70 por los autores hoy canónicos sobre la materia -Pons Prades y Téllez Solá, principalmente. El resultado ha sido una tendenciosa reescritura de la historia -quizás para saldar la deuda moral con los últimos luchadores antifranquistas- ha hecho insólita fortuna.

El caso más flagrante es el atraco que Josep Lluís Facerias perpetró en octubre de 1951 en el meublé de Pedralbes, golpa célebre recreado por el director Carles Balagué en La Casita Blanca -¿recuerdan la canción de Serrat: "Pero aquello era otra cosa..."- y que se saldó con el homicidio de un cliente de la casa de citas. La historia hoy oficial ha consagrado una versión apócrifa -per repetida ad nauseam- según la cual la víctima era un personaje más o menos próximo al Régimen, con conexiones estraperlistas y a quien Facerias pilló encamado con una sobrina menor de edad -sobrina del fulano este, no de Facerias. De ahí el vestidito de colegiala -al mejor estilo hentai- que el rumor popular y ahora también el erudito le endosaban a la chica. Pues resulta que Sánchez Agustí de ha molestado en rastrear las fuentes -incluida la partida de nacimiento de la susodicha- para descubrir con estupefacción que ni el muerto era un simpatizante franquista -de hecho, ni tan solo era un acaudalado estraperlista- ni la chica, a la que ha puesto nombre y apellidos -que por cierto se reserva- era sobrina suya. Y aún menos, menor de edad.

Facerias y Quique Martínez, en enero de 1947: el segundo cayó junto a Celes García el 26 de agosto de 1949 cuando estaban a punto de cruzar la frontera, camino de Francia; estén terrados en Espolla (Gerona). Atracador reincidente de la Casita Blanca, el célebre meublé de Pedralbes -y de Serrat- cayó víctima de una emboscada que le tendió la policía el 30 de agosto de 1957, en la esquina Urrutia y Pi i Molist de Barcelona. Fotografía: El maquis anarquista. 

El cadáver de Ramon Vila, Caracremanda, el último guerrillero, abatido en el paraje conocido como la Creu del Perelló, entre Castellnou y Balsareny, el 7 de agosto de 1963, cuando se retiraba a Francia tras su última misión: la voladura de tres torres de alta tensión en Sant Joan de Vilatorrada. Fotografía: El maquis anarquista.

Marcel·lí Massana (derecha) en 1977: fue de los pocos guerrilleros anarquistas que supo (y pudo) retirarse a tiempo: lo dejó en 1951, seis años después de echarse al monte. Acabó sus días en el mas Letaillet, en Couserans, en el Arieja, al otro lado de la frontera, donde había llevado desde su jubilación una vida espartana ganándose las alubias como payés, minero, mecánico y jornalero. Fotografía: El maquis anarquista.

¿Cómo llegó a adquirir carta de naturaleza una versión tan alejada de la realidad? El historiador lo tiene claro: "Una víctima con los antecedentes correctamente tuneados salvaba la reputación de Facerias y ocultaba el hecho de que se trató, simple y llanamente, de un asesinato a sangre fría. Es más: la propaganda anarquista lo podía explotar como la eliminación de un representante de la burguesía opresora, y a la vez desenmascaraba la doble moral de la sociedad de la época. Y todo esto, aliñado a los detalles morbosos del caso apócrifo, ayuda a vender libros".

Precisamente a la reconstrucción de la realidad histórica de la guerrilla antifranquista, hasta donde sea posible pero huyendo como se ve del lugar común por bienintencionado que sea, ha consagrado Sánchez Agustí El maquis anarquista (Milenio), la última, prolija y documentadísima entrega de la tetralogía que ha dedicado a la resistencia armada contra la dictadura de Franco, donde el reconocimiento del papel protagonista del maquis no le hace caer en la hagiografía. ¿Hay lugar para una historiografía científica, rigurosa, objetiva, que huya tanto de la demonización como de la idealización interesadas? "Sin duda", responde, "aunque hay que tener en cuenta que nos movemos en un ámbito en que la línea que separaba al simple bandolero del guerrillero antifranquista era muy delgada. Delgadísima". Facerias, por ejemplo, compaginaba los golpes de guerrilla urbana -el incendio de los depósitos de Campsa en la calle Sepúlveda de Barcelona, el amatrellamiento de la comisaría de Gracia, la bomba de la calle Ancha, la siembra periódica de octavillas subversivas...- con el atraco a sucursales bancarias y el asalto a meublés -su especialidad. Botín de la primera incursion en la Casita Blanca, el 5 d agosto de 1949: 700 pesetas en metálico, un reloj y un anillo de oro; una estilográfica y una petaca de plata, tres carteras de piel y unas gafas de sol... No le hacían ascos ni a las cartillas de racionamiento. Estas "expropiaciones" -según la terminología resistente- las explica Agustí por la precariedad de recursos, una de las constantes el maquis hasta el último momento: "No tenían otra manera de recaudar fondos: en el exilio, simplemente no había dinero; tampoco podían esperar gran cosa de las aportaciones de los simpatizantes del interior, ni tenían una Internacional detrás como había sido el caso del maquis comunista, el primero que históricamente se levantó en armas contra Franco". El resultado, concluye, es que pillaban lo que podían, y la realidad es que este tipo de resistencia estaba condenada a subsistir de una manera agónica: "Eso sí, en el maquis nadie se forró. Eran unos idealistas de austeridad probada que nunca se embolsaron un duro. Marcel·lí Massana, el único de los cuatro grandes que supo retirarse a tiempo, vivió muy humildemente hasta su fallecimiento en una pequeña granja del Arieja".

¿Cuál era entonces el objetivo del maquis anarquista? Constituye un flagrante anacronismo pensar que la finalidad de la guerrilla era instaurar una democracia representativa, con el reconocimiento de los derechos individuales, la división de poderes y el pluralismo político que ello comporta: "Con la victoria aliada, y especialmente tras el fusilamiento en febrero de 1946 de Cristino García -uno de los héroes de la Resistencia francesa contra los nazis- el maquis estaba convencido de que el derrocamiento de Franco era cuestión de tiempo". En esta coyuntura era altamente recomendable, llegado el caso, la existencia de fuerzas autóctonas que diesen apoyo a una eventual intervención aliada en los asuntos españoles. Pero con la reobertura de las fronteras, en 1948, Franco ve el camino expedito para explotar su papel de Centinela de Occidente. Es a partir de entonces cuando la guerrilla se convierte en un fenómeno marginal, de pura supervivencia, que no puede contar ni con el apoyo de un pueblo exhausto y medio muerto de hambre y de miedo. Desde 1951, la mismísima Frederica Montseny -máxima dirigente del movimiento libertario- desautoriza la lucha armada, y los que quedan son epígonos, individuos que hacen la guerra por su cuenta, a título individual. "En este contexto, al maquis sólo se apuntaba o un loco o un Quijote... dispuesto en cualquier caso a caminatas kilométricas, habitualmente de noche, cargando armamento semipesado, con el peligro constante de un encontronazo con la Guardia Civil y el temor a la delación, la detención y la tortura. Es en este sentido en el que sostengo que la del maquis fue la última guerra por unos ideales que tuvo lugar en el siglo XX". Pero, ¿qué querían? "Ni ellos mismos lo sabían, aunque cuando se les preguntaba al respecto respondían que estaban en eso para 'hacer la Revolución'".

Liberadores sin pueblo: una guerrilla aislada
La actividad guerrillea del maquis anarquista comenzó oficialmente en otoño de 1947, después de que el II congreso del Movimiento Libertario Español (MLE) convocado en Tolosa ordenara impulsar la resistencia, la acción directa y el sabotaje. Y continuó, a pesar del alto el fuego decretado en 1951 por Montseny, hasta la muerte de Ramon Vila Capdevila, Caracremada, el 7 de septiembre de 1963 en la localidad barcelonesa de Castellnou de Bages, triste hito que le valió el título de último guerrillero. Agustí hace balance de los tres lustros de la guerrilla catalana, y le salen más de un centenar de muertos: 12 civiles asesinados por el maquis, más 14 miembros de las fuerzas de seguridad y 37 guerrilleros caídos en enfrentamientos directos. Para terminar con los 39 guerrilleros capturados y fusilados. El período de máxima intensidad fue el trienio 1947-49, con acciones sonadas como el sabotaje de Carburos Metálicos de Berga, el apagón de Terrasa, los atentados contra los consulados de Brasil, Perú y Bolivia en Barcelona, y la continua voladura de torres eléctricas. Por lo que respecta al aspecto recaudatorio, en 1949 se contabilizó el montante total ingresado en concepto de "expropiaciones sociales forzosas": dos millones de pesetas, procedentes de medio centenar de golpes. Pura calderilla, sostiene Agustí, para unas gentes que pretendían nada menos que derrocar a Franco. La pregunta, después de todos estos muertos y de toda la gente -imposible averiguar cuánta- que terminó en prisión tiene que ser: ¿valió la pena?

Porque llegados a este punto hay que añadir otro de los matices que aporta Agustí a esta materia: el apoyo popular al maquis anarquista fue escaso. Escasísimo. Geográficamente se concentró en las localidades rurales de las comarcas barcelonesas del Bages y del Berguedà, donde las masías se encontraban justo en medio de las rutas habituales para llegar hasta Barcelona. En total, continúa, el maquis movilizó uno, como mucho dos centenares de activistas, más un millar de simpatizantes o colaboradores. Y aun esto, siendo generosos: "Una base popular ni existió ni hubiera podido existir, porque al pueblo derrotado no le quedaban fuerzas ni ánimos, y colaborar con la guerrilla significaba exponerse al riesgo de terribles represalias. Al final, casi todos fuimos algo, poco o mucho franquistas. Por acción o por omisión". En cualquier caso, las cifras delatan el nulo sentido de la realidad de unos hombres a quienes el exilio había alejado, y no solo geográficamente, del país que pretendían liberar. Aun así, Agustí insiste en limpiar la imagen de facinerosos que les endosó la propaganda franquista: "Hubo homicidios digamos accidentales, como el del meublé de Pedralbes, y víctimas inocentes, sí. Pero no eran hombres de gatillo fácil. Nada de tiros en la nuca".

¿De dónde salieron estos dos centenares de idealistas que se enrolaron en una guerra perdida de antemano? ¿Dónde se reclutó la clase de tropa que engrosó las listas de muertos, fusilados y prisioneros? "La extracción social era claramente obrera: Facerias había sido camarero; Quico Sabater, hojalatero; Massana, minero y jornalero... En la guerrilla anarquista no hubo grandes teóricos, ni pensadores de gran altura. Luchaban por derrocar el régimen emergido de la Guerra Civil y en ocasiones se apuntaban al maquis como última opción, porque si los pillaban iban directos a la prisión o al pelotón de fusilamiento".

Lo más hiriente de toda esta historia es el papel absolutamente marginal que el anarquismo tuvo durante la Transición, después de haber mantenido hasta bien entrados los años 60 la -digamos- llama de la resistencia armada. Y el relativo vacío historiográfico que aun hoy existe sobre la materia. Agustí se resiste a creer en un complot académico para silenciar el protagonismo de la guerrilla anarquista, sobre todo a partir de la fracasada invasión del Valle de Arán, en 1944, canto del cisne del maquis comunista: "La realidad, más prosaica, es que las condiciones de vida en los años 60 habían mejorado substancialmente. Con la democracia, y con pan para todos, conceptos como la lucha de clases y la democracia asamblearia habían perdido casi todo el sentido".


Ramon Vila Capdevila, 'Caracremada': el último idealista
Agustí lo trata de "personaje enigmático y fascinante, difícil de entender si no se tiene en cuenta que fue el último idealista". Su muerte, la medianoche del 6 de agosto de 1963, pone el punto final a la guerrilla antifranquista en Cataluña, hasta el punto que a Caracremada -Caraquemada, en catalán- le ha quedado el triste honor de ser considerado el último maquis. Cayó abatido por las balas e tres guardias civiles -Jerónimo Bernal, Evangelista Fernández y Anacleto Adeva- cuando se retiraba hacia Francia tras su último sabotaje, la voladura de tres torres de alta tensión en Sant Joan de Vilatorrada (Barcelona). Lo interceptaron en el paraje conocido por la Creu del Perelló, entre Castellnou de Bages y Balsareny. El historiador también refuta la versión oficial de la agonía de Caracremada a partir de a necropsia que se le practicó en el 2000, cuando sus restos fueron trasladados al cementerio de Castellnou: "Durante años circuló la especie de que Vila no expiró hasta la madrugada, tras seis horas de agonía, versión que comprensiblemente intenta alimentar la leyenda. Pero la gravísima herida que presentaba en la pierna izquierda precipitó el óbito en un plazo máximo de media hora, porque la bala fatal le provocó una hemorragia muy abundante". Agustí sólo le ha podido documentar la muerte de un guardia civil: "Fue un encontronazo: era o él o el guardia". Antiguo obrero téxtil, minero, leñador y payés, Vila se especializó en el sabotaje de la red eléctrica y actuó preferentemente en las comarcas del Bages y del Berguedà, en Barcelona. Su ruta habitual transcurría por la Molina, Toses y Setcases. En mayo de 1947 lideró un atentado contra Franco en una visita a las minas de Sallent. Frustrado, claro, como todos los de que fue objeto el dictador.


Josep Lluís i Facerias, 'Face': el Dillinger catalán
De los cuatro grandes de la guerrilla anarquista catalana, Facerias es el que merece en opinión de Agusti el  juicio más crítico: "Diría que fue el menos idealista de todos, hasta el punto de que en muchas ocasiones rayaba el puro bandolerismo. Y era a quien menos temblaba la mano a la hora de disparar". De hecho, es él quien disparó contra Antoni Massana en el meublé de Pedralbes, en otoño de 1951, en un episodio que Agustí ha reconstruido a partir de documentación inédita -y que el director Carles Balagué convirtió en película en La Casita Blanca. El historiador se aleja aquí del lugar común y sostiene que el silencio que muchas de sus víctimas de los asaltos a casa de citas no era debido al temor a quedar en evidencia sino a la consigna policial de no dar publicidad a sus fechorías. En cualquier caso, sí que le reconoce un carisma especial y llega a decir que "por la audacia de sus golpes, fue lo más próximo a un Dillinger que tuvimos por aquí. Además, era un tipo culto, elegante -le llamaban el Dandy- y que hablaba idiomas..." Antes de empezar su carrera como guerrillero, había ejercido como cajero y como camarero en la Rotonda, popular restaurante barcelonés ubicado al pie del Tibidabo. Debutó en julio de 1947 atracando la Hispano-Olivetti. En la década siguiente se labró una aureola legendaria: los objetivos -aparte las casas de citas- eran entidades bancarias, los consulados de países favorables la ingreso de España en la ONU y un sonado atentado con boba contra la tribuna instalada en el Paseo de Gracia de Barcelona, el 1 de abril de 1950, con motivo del desfile en conmemoración del -ejem- Día de la Victoria. En 1952 se refugió en Italia, de donde regresó en agosto de 1957 para una última aparición en escena: la caída de dos de sus compañeros reveló su posición a la policía, que el 30 de agosto le tendió una emboscada en el punto de reunión: la esquina entre los paseos Urrutia y Pi i Molist. Y cayó.



Marcel·lí Massana i Bancells, 'Pancho': una retirada a tiempo...
El único guerrillero del santoral anarquista que supo retirarse a tiempo, en 1951, seis años después de emprender la vía armada y cuando estaba a punto de ser repatriado desde Francia: "Estos hombres durísimos, curtidos en mil batallas, no temían morir en acción, sino a la tortura. Les producía auténtico terror", argumenta Agustí. Massana acabó sus días en 1981 en el mas Letaillet, en Couserans, en el Arieja, donde había llevado desde su jubilación una vida espartana dedicado a mil quehaceres: payés, minero, mecánico, jornalero... Había recalado en el maquis, como tantos otros, a través del contrabando, que ejercía por la ruta clásica que une Oseja y Guardiola de Berguedà. A diferencia de Facerias y de Sabaté, Massana practicó un maquis esencialmente rural, y el Bages y el Berguedà fueron -como en el caso de Caracremada- su escenario preferido: sabotajes contra las líneas de alta tensión -de escasa eficacia propagandística, dice Agustí, porque los apagones se acababan atribuyendo a las pertinaces restricciones-, los llamados "atracos económicos" e incluso secuestros, con incursiones de casytigo contra capataces y patronos especialmente odiados. Caracremada, Facerias, Massana y Sabaté son los más conocidos de entre los guerrilleros antifranquistas que operaron en Cataluña. Pero no fueron los únicos, como tampoco los anarquistas lo fueron en combatir con las armas en la mano contra el régimen franquista. Pero indiscutiblemente, brillan con luz propia y su recuerdo, más o menos tamizado, tuneado incluso, ha llegado hasta nosotros. Además, el hecho de ser algo así como los epígonos de la Guerra Civil -como los soldados japoneses que continuaron por su cuenta la guerra emboscados en la jungla hasta los años 70- unido a unas trayectorias con episodios espectaculares, les ha reservado en un lugar preferente en la memoria popular. Pero también hubo maquis comunistas -que fueron de hecho los promotores de la fracasada invasión del valle de Arán, en 1944- y los hubo también fuera de Cataluña, especialmente en Sierra Morena, Mamede, el Bierzo y el Maestrazgo, con la Pastora -recuerden- entre sus protagonistas.



Francesc Sabaté Llopart, 'Quico'
El más célebre de los maquis anarquistas tuvo en el acto final de su vida de guerrillero el momento de máxima audacia épica. El episodio es bien conocido: tras ser rodeado su comando por la Guardia Civil en el mas Clará de Palol de Revardit (Gerona), Quico Sabaté consiguió huir y subir -a la altura de Fornells- a un tren que hacía la ruta Portbou-Barcelona. Había dejado atrás los cadáveres de cuatro de sus compañeros y de un teniente de la Benemérita. Se bajó en Sant Celoni, donde tuvo lugar el enfretamiento final con dos miembros del somatén local -Abel Rocha y Josep Sibina- y con el sargento Antonio Martínez Collado. También en este punto la versión de Agustí difiere de la oficial: la bala que hirió de muerte a Sabaté salió efectivamente de la ametralladora de Rocha, que a su vez recibió dos impactos -uno en la pierna, que lo dejó por cierto cojo, y otro a la altura del corazón, que milagrosamente fue desviado por la granada que guardaba en el bolsillo de la guerrera. Pero quien remató a un agonizante Sabaté no fue Rocha sino su compañero Sibina: "Rocha no era un asesino; simplemente, cumplió con su deber", asegura Agustí, para quien Sabaté "siempre venía vendido por la información de sus movimientos que los infiltrados les pasaban a la policiía". Y es que, como apunta el historiador, "en aquellos años de estrecheces y de penurias, el régimen no escatimaba recursos a la hora de mantener bien engrasado el servicio de inteligencia y tener así controlada a la oposición". La jugada le salió redonda, porque tras la invasión del valle de Arán, Franco ya no estuvo nunca más contra las cuerdas y, como es bien sabido, murió en la cama. El maquis no derrocó ciertamente a la dictadura -ni el maquis, ni nadie, cabe añadir. Pero moralmente estuvo mucho más cerca de conseguirlo que la tropa de "asesinos de Franco" -con tanta voluntad como desacierto- recientemente retratada por Francesc-Marc Àlvaro.

Las rutas del maquis
¿Qué rutas seguían los guerrilleros en sus incursiones desde la base operativa, en el número 4 de la calle Belfort de Tolosa? El sector más peligroso era la frontera hispanofrancesa, con la zona tampón que la rodeaba y donde durante muchos años fue necesario el salvoconducto, el pase fronterizo para circular sin ser molestado por la policía franquista. Sabaté, por ejemplo, entraba por la parte de Setcases con destino a Moyá. Más de cien kilómetros, siempre de noche y a pie, evitando los núcleos de población y los caminos más transitados. Massana lo hacía por Oseja, en la Cerdaña francesa, y caminaba hasta Castellar de n'Hug, la Pobla de Lillet, Borredà y Guardiola de Berguedà, donde cogía el tren hacia Barcelona. Una marcha maratoniana que, si se olía el peligro, podía alargarse hasta Puig-reig, Berga, Manresa y, si hacía falta, Terrasa. Andorra también fue otro de sus puntos habituales de entrada, siguiendo la ruta tradicional del contrabando y donde pudo haber coincidido -pudo- con Baldrich y compañía. Por la zona del Ampurdán, preferían lugares remotos como Rabós. Se movían en grupos reducidos, de seis, siete, como mucho quince unidades. En cuanto alcanzaban zonas urbanas ocultaban las amas largas en zulos y se quedaban tan solo con pistolas y subfusiles, y las recogían terminada la misión: que nadie se piense, advierte Agustí, que aparecían un buen día por la plaza de Cataluña empuñando sus metralletas...

El doctor que salvó a Franco
Los libros de Sánchez Agustí siempre guardan una sorpresa, como los huevos Kinder. En el anterior, Espías, contrabando, maquis y evasión, planteó una hipótesis alternativa a la del suicidio oficial de Walter Benjamin: afirmaba que el filósofo falleció a consecuencia de una hemorragia cerebral, y aportaba como prueba la partida de defunción firmada por el doctor Ramon Vila Moreno. En El maquis anarquista, además de desmontar la versión oficial del asalto de Facerias al meublé de Pedralbes, da por primera vez noticia de los doctores catalanes que colaboraron con la guerrilla, jugándose como es notorio la libertad. Al lado de Josep Pujol Grau, Domingo Castells Batalla y Mariano Torralba Gómez, merece especial atención el doctor Joaquim Trias i Pujol (Badalona, 1887-Barcelona, 1964), detenido en diciembre de 1949 -y liberado un mes después- acusado de haber intervenido dos años antes al guerrillero Juan Cazorla, con dos heridas de bala que le atravesaban el intestino. De nada le valió, a Trias, el honor de haber sido el cirujano que el 29 de junio de 1916 había salvado la vida del entonces capitán Francisco Franco, que llegó a su ambulancia móvil con el hígado perforado por un proyectil. Ocurrió en los alrededores de Ceuta, donde Trias servía como médico militar del ejército español desplegado en el Protectorado de Marruecos. Durante la Guerra Civil sirvió como comandante en jefe des unidades de Sanidad del ejército del este, y desde 1939 hasta 1947 vivió en el exilio -Andorra incluida: montó un ambulatorio en la Casa Rebés por el que pasaron algunos de los refugiados de guerra reseñados en este blog. La cuestión que no podemos evitar plantearnos es: ¿cómo hubiera cambiado la historia de España si el capitán Franco hubiera ido a parar a manos de un cirujano menos eminente que Trias? Y el doctor, ¿lo hubiera tratado tan bien de haber sabido lo que ocurriría 20 años después?

[Este artículo se publicó el 19 de mayo de 2006 en la revista Presència]