Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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jueves, 30 de enero de 2014

Una tarde con héroes

El Barón Rojo en el Centre d'Art d'Escaldes y Ken Charney en la Quera: dos ases coinciden en Andorra.

De vez en cuando viene la mar de bien pasar la tarde en compañía de tipos hechos de otra pasta. No sé, alguien que pueda fardar de 80 victorias confirmadas, que guarde una Cruz de Hierro y otra Pour le Mérite en el zurrón. Ya saben, por si es verdad lo que dice Jacinto Antón en Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias: "To believe in heroic makes heroes". En mi caso no tengo demasiadas esperanzas, esta es la verdad. Pero quien sabe. Animado con estas elevadas reflexiones me planté el otro día en la exposición La Gran Guerra en el Centre d'Art d'Escaldes (Andorra), donde las últimas semanas he pasado ratos memorables enfangado en las trincheras del Somme, comprobando la eficacia de la máscara E95 contra el gas mostaza, desembarcando en Gallípoli o esperando el ataque de Ernst Junger y sus terroríficas Sturmtruppen. Glups.

Retrato de Manfred von Richtoffen con su perro Moritz que forma parte de la exposición La Gran Guerra en imágenes. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

El piloto angloargentino Ken Charney, con un Spitfire detrás. Fotografía: Archivo Claudio Meunier.

Fui esta vez con la secreta intención de dejar bajo el retrato del bueno de Manfred von Richtoffen, el Barón Rojo, la estupenda maqueta de un triplano Fokker que encontré de milagro en el bazar Valira y que he tardado quince días en armar y pintar reglamentariamente de rojo. En fin, que aproveché un momento en que la directora del CAEE, Ruth Casabella, estaba distraída para depositar mi pequeño homenaje al valor a los pies de Richtoffen y de Moritz, su gran dogo -y ya que sacamos el tema de Moritz, diremos de paso que da un poco de grima: parece escrofuloso. Pero me quedé pasmado: allí abajo había por lo menos una escuadrilla completa de Fokkers y de Albatros -el biplano con el que el Barón comenzó a cultiva su leyenda, en septiembre de 1916. En miniatura, claro. Vaya -me dije- si nos reuniéramos un día todos los admiradores secretos de Richtoffen de este rincón de Pirineo nuestro a lo mejor dábamos para una ala de combate. Esto, o es que se me había avanzado Antón, qué rabia. Otra cosa es lo que harán, la gente del CAEE, con esta parafernalia bélica cuando dentro de quince días se clausure la exposición. La divisa ya la tenemos: "Virtus Unita Fortior". Mola más que "Hasta el infinito y más allá", que no está mal pero que ya empieza a estar algo gastada. Así que ahora, cuando paseo Carlemany abajo, escruto los rostros de los peatones a ver si detecto los rasgos de un candidato a squadron leader que se me hubiera pasado por alto. Quien sabe.
El próximo paso es hacerme con un Spitfire de Airfix, e lcaza con que nuestro Charney abatió siete aparatos del Eje -sí, ya lo sé: no son las 80 victorias de Manfred, ni tan siquiera las 12 de Chuck Yeager, pero no me negarán que no sería un dignísimo compañero de misión y que, con sus dos Distinguished Flying Cross, es de lo mejor que le podemos ofrecer por aquí arriba en materia de ases. Enseguida que la tenga armada le llevaré al cementerio de la Quera, tumba 209, la maqueta del Spitfire, y cuando los de mantenimiento no miren, añadiré a la triste lápida un epitafio a la altura de su ilustre inquilino. Pienso en algo así como "To the gallant and worthy Ken". Con Richtoffen funcionó: después de mucho pulular, sus restos descansan hoy en el panteón familiar de Wiesbaden. A ver si le trae suerte, y Charney se puede ir de una vez a Bahía Blanca.

[Este artículo se publicó el 18 de junio de 2012 en El Periòdic d'Andorra]


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El jurista Josep Pol, especializado en derecho humanitario internacional, con una prótesis francesa de la I Guerra Mundial que se expone en el Centre d'Art d'Escaldes. Fotografía: Àlex Lara.

Tarantino en la Gran Guerra
El Centre d'Art d'Escaldes expone una prótesis auténtica, veterana de la contienda; el jurista Josep Pol inaugura el ciclo de conferencias sobre la I Guerra Mundial.

La Gran Guerra en imágenes: ya les hemos hablado de ella los últimos días. No es por repetirnos, pero ayer el Centre d'Art inauguraba el ciclo de conferencias temáticas -con el jurista Josep Pol, especializado en derecho humanitario internacional y un friqui de la I Guerra Mundial- con una novedad a la altura de la exposición. la cosa es algo truculenta, se lo advertimos de entrada: una auténtica prótesis de -ejem- pierna, de procedencia francesa, parece, y digna de El pabellón de los oficiales, aquel tremebundo peliculón de Dupeyron que te ponía un nudo en el estómago desde el minuto 1.
La tienen aquí arriba: una pata de palo como Dios manda, vestidita de negro y que tiene mucho que ver con la conferencia que impartía ayer Pol. Porque él vino a hablarnos de la -probablemente- única consecuencia indiscutiblemente positiva que tuvo la contienda. Una escabechina que, ya saben, costó la vida de 10 millones de hombres: el Convenio de Ginebra, ratificado en 1929 y que pretendía introducir algo de humanidad cuando los unos y los otros se ponen estupendos y deciden dirimir sus diferencias en el campo de batalla. En resumen: dice Pol que los ejércitos beligerantes se econtraron de golpe con la sorpresa de bolsas inmensas de prisioneros, centenares de miles de hombres a los que había que alimentar, vestir y alojar.
Y no estaba tan claro, porque hasta la I Guerra Mundial no se acostumbraba a tomar prisioneros. A los que caían en manos enemigas se los liquidaba. Y a los heridos, también. Recuerda Pol la tarantiniana figura del nettoyer, carnicero armado hasta los dientes -mostró la fotografía de uno de esta calaña: cuchillo de 30 centímetros de hoja, pistolón al cinto y saco de granadas en bandolera- cuya misión consistía en limpiar la retaguardia propia de enemigos que habían tenido la mala pata de quedarse atrás. En el ejército francés se les conocía con el apelativo de nettoyer. Pero los boches también tenían un equivalente. Algo así como los antepasados de los infaustos sonderkommando de la II Guerra Mundial. El caso es que con el armisticio quedó claro que había que reglamentar el trato debido a los prisioneros. Loable iniciativa que cristalizó, ya se ha dicho, con el Convenio de Ginebra de 1929, que obliga a respectar la vida del soldado que se rinde en el campo de batalla, a alimentarlo y a proporcionarle si lo requiere asistencia sanitaria.
Pol insistió en la paradoja: las guerras acostumbran a actuar como espoleta de nuevos avances en materia de derecho humanitario. Si a la Gran Guerra le siguió el Convenio de 1929, específicamente centrado en los prisioneros, a la II Guerra Mundial le siguió el de 1949, con la muy noble pretensión de proteger a la población civil, erigida en víctima principal de las guerras industriales. Otra paradoja: Andorra, uno de los escasos países del universo que no mantiene un ejército en pie de guerra, no lo ratificó hasta 1993, y alguien se olvidó de publicarlo en el Boletín Oficial del Estado, dice Pol, hasta 2008. Resumiendo: que en el ránquing del derecho humanitario internacional, Andorra ocupa la algo deshonrosa posición número 189 entre los 197 estados miembros de la ONU. Al lado de Angola, Eritrea, Haití y Corea del Norte. Es verdad que la probabilidad de que Andorra declare la guerra a alguien es más bien remota. Y no digamos que recurra a las armas bacteriológicas, como no sea la gripe invernal. Pero quizás convendría buscarse vecinos más recomendables, en en el campo del derecho humanitario. Sin ánimo de ofender, por supuesto.

[Este artículo se publicó el 23 de mayo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]

jueves, 16 de enero de 2014

El as que recuperó el nombre (el caso Charney III)

La Massana identifica la tumba hasta ahora anónima de Ken Charney, aviador angloargentino y as de la II Guerra Mundial

A veces, el ejercicio del periodismo depara pequeñas, íntimas satisfacciones personales como la que motiva este artículo. Verán: un par de años atrás, en noviembre de 2008, El Periòdic d'Andorra recogía en un reportaje titulado El héroe sin nombre del nicho 209 el tristísimo destino de los restos de Kenneth Langley Charney (Quilmes, Argentina, 1920-la Massana, 1982), olvidados en una tumba anónima del cementerio del Bosc de la Quera, en la Massana (Andorra). El historiador argentino Claudio Meunier -autor de Alas de trueno y Nacidos con honor, donde recoge las peripecias de sus paisanos enrolados en las fuerzas aéreas aliadas durante la II Guera Mundial- las había localizado en este rincón, después de años de pesquisas y de que incluso la familia de Charney hubiera dado sus restos por perdidos.



La tumba de Charney en el cementerio de la Quera, antes (arriba) y después de que el Comú de la Massana identificara con una humilde lápida a su ilustre inquilino. La fecha de nacimiento de Charney es errónea: vino al mundo en 1920, no en 1902. Fotografía: El Periòdic d'Andorra.


Pues no. No estaban perdidos sino simplemente olvidados y, eso sí, en peligro inminente de deshaucio porque el alquiler del nicho se dejó de pagar en 1988 y durante todo este tiempo se había acumulado una deuda de 1.291 euros. Y ya se sabe que no le puedes ir a la burocracia con romanticismos. O sí, aunque sólo sea por una vez, porque a raíz del reportaje el Comú de la Massana contactó con Meunier, comprobó los datos y en verano pasado [2010] la corporación acordó colocar en el nicho 209 una modesta lápida -"Aquí va ser enterrat Kenneth Langley Charney, heroi de la II Guerra Mundial"- que honra la memoria de su ilustre inquilino. Meunier, además, se ha asegurado de que Cahrney acabe, glups, en el osario mientras reúne los cerca de 11.000 euros que, calcula, le permitirían saldar deudas y repatriarlo a la Argentina, donde según la viuda de Ken -nos permitiremos llamarle por su nombre- nuestro hombre había manifestado en vida la voluntad de ser inhumado.
El final redondo de esta historia será por lo tanto una tumba como dios manda en el cementerio de Bahía Blanca, la ciudad donde vivió hasta los 13 años y donde, gracias a la profesión de su padre -ejecutivo de la compañía Anglo Mexican Petroleum- conoció a pioneros de la aviación como Antoine de Saint Éxupéry -el autor, ya saben, de Vuelo de noche y El principito, y piloto celebérrimo entonces enrolado en la línea postal que operaba en la Patagonia. Así que nuestro Ken parecía predestinado a una vida aérea. Y lo consiguió al estallar la II Guerra Mundial: él fue unos de los cerca de 4.000 ciudadanos argentinos que se alistaron en los ejércitos aliados. Charney lo hizo en la RAF, la fuerza aérea británica, y a finales de 1943 inició su periplo bélico en la defensa de Malta. Fue aquí donde consiguió la primera de las siete victorias -con el derribo de un Macchi 202 italiano: es la guerra- que coleccionó hasta 1945. Es verdad que no son las 12 de Chuck Yeager, pero en cualqiuer caso son suficientes para entrar en el olimpo de los ases -que requiere un mínimo de cinco aviones abatidos; enemigos, claro- y lo convierten en el más letalmente eficaz de los pilotos argentinos que tomaron parte en la guerra. Y si Yeager combatió a la cabina de un Mustang P-51, el formidable caza norteamericano que se enfrentó con éxito a los Focke-Wulff alemanes, no menos mítioco es el Spitfire de Charney, el auténtico héroe de la Batalla de Inglaterra.


Charney posa en 1944 con su Spitfire, bautizado con el nombre de Jean en honor a su novia de entonces. Fotografía. Archivo Claudio Meunier.

Estrés bélico
En Malta se ganó el sobrenombre de Caballero Negro por su temeraria táctica de combate, que consistía en atacar de frente los escuadrones de bombarderos alemanes para provocar la desbandada y proceder a eliminarlos uno a uno. Una versión aérea del clásico a ver quién se aparta primero. Pero su momento de mayor gloria militar la vivió en 1944 sobre los cielos de Normandía, donde tuvo a sus órdenes -atención- a Pierre Clostermann, el gran as francés -23 victorias en sus alas, casi nada- y donde fue el primer piloto aliado que descubrió lo que quedaba del VII Ejército pánzer en retirada, una acción célebre que ha pasado a los libros de historia -y a Call of Duty- con el nombre de Bolsa de Falaise. Charney desfiló a lo largo de la guerra por los escuadrones 185, 602 y 132 de la RAF. Y con este último fue tranferido al Pacífico en diciembre de 1944 y estacionado en Sri Lanka -entonces, Ceilán- a la espera de la orden para invadir Malasia. Pero no llegó a entrar en combate contra Japón. Al final de la guerra entra al servicio de Lord Mountbatten, el último virrey de la India, y reingresa inmediatamente en la carrera militar, que abandona en 1970. Después de un breve período como instructor de la fuerza aérea saudí, se establece en España y a mediados de los 70 recala definitivamente en Andorra -primero en Soldeu, luego en la Massana- con June Cherry, con quien se casaría en 1980 y a quien Meunier ha localizado por fin en el condado de East Sussex, en el suroeste de Inglaterra.
La experiencia béñlica lo dejó profundamente tocado -de hecho, su primera mujer, con quien no llegó a contraer matrimonio y con quien tuvo dos hijas, lo abandonó en 1945- y según recordaba en 2008 Michael Leonard, que lo trató de cerca en sus años andorranos, "nunca fue capaz de adaptarse a la vida civil: decía que durante la guerra había vivido 50 vidas, se lo veía cansado y hastiado". Meunier aún va un poco más allá: "Al final de su vida se abandonó al alcohol y murió de cáncer en 1982, probablemente a causa de las radiaciones procedentes de las pruebas nucleares de 1959 en la isla de Christmas, que presenció. Murió solo y en la pobreza, y ningún fammiliar asistió al entierro".
De hecho, y según el Comú, June se marchó del país sin pagar siquiera los servicios funerarios. Añade Meunier que para sobrevivir acabó vendiendo las condecoraciones militares de Ken, incluida la Distinguished Flying Cross (DFC), la máxima distinción de larma aérea británica, que recibió en dos ocasiones. Así que podemos considerar casi un milagro que sus restos hayan resistido hasta hoy en el nicho 209 de la Quera. "Es una lástima que una vida tan intensa acabe de manera tan triste y anónima", remataba Leonard dos años atrás. La rara sensibilidad que ha mostrado en este asuntop el Comú de la Massana le restituye mínimamente el lugar que le corresponde en nuestra memoria colectiva, tan escasa en héroes de verdad, y hace justicia ni que sea póstuma a unos de los hombres que contribuyeron con hechos -y no con mera retórica- a la derrota del nazismo en Europa.

[Este artículo se publicó el 18 de octubre de 2010 en El Periòdic d'Andorra]