Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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domingo, 1 de junio de 2014

El maquis anarquista: ni ángeles ni demonios

Cuatro décadas después de la caída de los últimos maquis, el historiador Ferran Sánchez Agustí reconstruye la historia de la guerrilla anarquista. Atención, porque esto es novedad, sin concesiones hagiográficas.

El franquismo los despachó como bandoleros, facinerosos o delincuentes comunes, expediente dócilmente repetido por una prensa sumisa que de paso le ahorraba el esfuerzo y el riesgo de tener que reconocer e interpretar las implicaciones subversivas que el maquis anarquista comportaba. Por su parte, la escasa historiografía reciente que se atrevido a bucear en este apasionante y oscuro episodio del ,digamos, altofranquismo, se ha limitado en la mayoría de los casos a repetir acríticamente las versiones puestas en circulación en los años 70 por los autores hoy canónicos sobre la materia -Pons Prades y Téllez Solá, principalmente. El resultado ha sido una tendenciosa reescritura de la historia -quizás para saldar la deuda moral con los últimos luchadores antifranquistas- ha hecho insólita fortuna.

El caso más flagrante es el atraco que Josep Lluís Facerias perpetró en octubre de 1951 en el meublé de Pedralbes, golpa célebre recreado por el director Carles Balagué en La Casita Blanca -¿recuerdan la canción de Serrat: "Pero aquello era otra cosa..."- y que se saldó con el homicidio de un cliente de la casa de citas. La historia hoy oficial ha consagrado una versión apócrifa -per repetida ad nauseam- según la cual la víctima era un personaje más o menos próximo al Régimen, con conexiones estraperlistas y a quien Facerias pilló encamado con una sobrina menor de edad -sobrina del fulano este, no de Facerias. De ahí el vestidito de colegiala -al mejor estilo hentai- que el rumor popular y ahora también el erudito le endosaban a la chica. Pues resulta que Sánchez Agustí de ha molestado en rastrear las fuentes -incluida la partida de nacimiento de la susodicha- para descubrir con estupefacción que ni el muerto era un simpatizante franquista -de hecho, ni tan solo era un acaudalado estraperlista- ni la chica, a la que ha puesto nombre y apellidos -que por cierto se reserva- era sobrina suya. Y aún menos, menor de edad.

Facerias y Quique Martínez, en enero de 1947: el segundo cayó junto a Celes García el 26 de agosto de 1949 cuando estaban a punto de cruzar la frontera, camino de Francia; estén terrados en Espolla (Gerona). Atracador reincidente de la Casita Blanca, el célebre meublé de Pedralbes -y de Serrat- cayó víctima de una emboscada que le tendió la policía el 30 de agosto de 1957, en la esquina Urrutia y Pi i Molist de Barcelona. Fotografía: El maquis anarquista. 

El cadáver de Ramon Vila, Caracremanda, el último guerrillero, abatido en el paraje conocido como la Creu del Perelló, entre Castellnou y Balsareny, el 7 de agosto de 1963, cuando se retiraba a Francia tras su última misión: la voladura de tres torres de alta tensión en Sant Joan de Vilatorrada. Fotografía: El maquis anarquista.

Marcel·lí Massana (derecha) en 1977: fue de los pocos guerrilleros anarquistas que supo (y pudo) retirarse a tiempo: lo dejó en 1951, seis años después de echarse al monte. Acabó sus días en el mas Letaillet, en Couserans, en el Arieja, al otro lado de la frontera, donde había llevado desde su jubilación una vida espartana ganándose las alubias como payés, minero, mecánico y jornalero. Fotografía: El maquis anarquista.

¿Cómo llegó a adquirir carta de naturaleza una versión tan alejada de la realidad? El historiador lo tiene claro: "Una víctima con los antecedentes correctamente tuneados salvaba la reputación de Facerias y ocultaba el hecho de que se trató, simple y llanamente, de un asesinato a sangre fría. Es más: la propaganda anarquista lo podía explotar como la eliminación de un representante de la burguesía opresora, y a la vez desenmascaraba la doble moral de la sociedad de la época. Y todo esto, aliñado a los detalles morbosos del caso apócrifo, ayuda a vender libros".

Precisamente a la reconstrucción de la realidad histórica de la guerrilla antifranquista, hasta donde sea posible pero huyendo como se ve del lugar común por bienintencionado que sea, ha consagrado Sánchez Agustí El maquis anarquista (Milenio), la última, prolija y documentadísima entrega de la tetralogía que ha dedicado a la resistencia armada contra la dictadura de Franco, donde el reconocimiento del papel protagonista del maquis no le hace caer en la hagiografía. ¿Hay lugar para una historiografía científica, rigurosa, objetiva, que huya tanto de la demonización como de la idealización interesadas? "Sin duda", responde, "aunque hay que tener en cuenta que nos movemos en un ámbito en que la línea que separaba al simple bandolero del guerrillero antifranquista era muy delgada. Delgadísima". Facerias, por ejemplo, compaginaba los golpes de guerrilla urbana -el incendio de los depósitos de Campsa en la calle Sepúlveda de Barcelona, el amatrellamiento de la comisaría de Gracia, la bomba de la calle Ancha, la siembra periódica de octavillas subversivas...- con el atraco a sucursales bancarias y el asalto a meublés -su especialidad. Botín de la primera incursion en la Casita Blanca, el 5 d agosto de 1949: 700 pesetas en metálico, un reloj y un anillo de oro; una estilográfica y una petaca de plata, tres carteras de piel y unas gafas de sol... No le hacían ascos ni a las cartillas de racionamiento. Estas "expropiaciones" -según la terminología resistente- las explica Agustí por la precariedad de recursos, una de las constantes el maquis hasta el último momento: "No tenían otra manera de recaudar fondos: en el exilio, simplemente no había dinero; tampoco podían esperar gran cosa de las aportaciones de los simpatizantes del interior, ni tenían una Internacional detrás como había sido el caso del maquis comunista, el primero que históricamente se levantó en armas contra Franco". El resultado, concluye, es que pillaban lo que podían, y la realidad es que este tipo de resistencia estaba condenada a subsistir de una manera agónica: "Eso sí, en el maquis nadie se forró. Eran unos idealistas de austeridad probada que nunca se embolsaron un duro. Marcel·lí Massana, el único de los cuatro grandes que supo retirarse a tiempo, vivió muy humildemente hasta su fallecimiento en una pequeña granja del Arieja".

¿Cuál era entonces el objetivo del maquis anarquista? Constituye un flagrante anacronismo pensar que la finalidad de la guerrilla era instaurar una democracia representativa, con el reconocimiento de los derechos individuales, la división de poderes y el pluralismo político que ello comporta: "Con la victoria aliada, y especialmente tras el fusilamiento en febrero de 1946 de Cristino García -uno de los héroes de la Resistencia francesa contra los nazis- el maquis estaba convencido de que el derrocamiento de Franco era cuestión de tiempo". En esta coyuntura era altamente recomendable, llegado el caso, la existencia de fuerzas autóctonas que diesen apoyo a una eventual intervención aliada en los asuntos españoles. Pero con la reobertura de las fronteras, en 1948, Franco ve el camino expedito para explotar su papel de Centinela de Occidente. Es a partir de entonces cuando la guerrilla se convierte en un fenómeno marginal, de pura supervivencia, que no puede contar ni con el apoyo de un pueblo exhausto y medio muerto de hambre y de miedo. Desde 1951, la mismísima Frederica Montseny -máxima dirigente del movimiento libertario- desautoriza la lucha armada, y los que quedan son epígonos, individuos que hacen la guerra por su cuenta, a título individual. "En este contexto, al maquis sólo se apuntaba o un loco o un Quijote... dispuesto en cualquier caso a caminatas kilométricas, habitualmente de noche, cargando armamento semipesado, con el peligro constante de un encontronazo con la Guardia Civil y el temor a la delación, la detención y la tortura. Es en este sentido en el que sostengo que la del maquis fue la última guerra por unos ideales que tuvo lugar en el siglo XX". Pero, ¿qué querían? "Ni ellos mismos lo sabían, aunque cuando se les preguntaba al respecto respondían que estaban en eso para 'hacer la Revolución'".

Liberadores sin pueblo: una guerrilla aislada
La actividad guerrillea del maquis anarquista comenzó oficialmente en otoño de 1947, después de que el II congreso del Movimiento Libertario Español (MLE) convocado en Tolosa ordenara impulsar la resistencia, la acción directa y el sabotaje. Y continuó, a pesar del alto el fuego decretado en 1951 por Montseny, hasta la muerte de Ramon Vila Capdevila, Caracremada, el 7 de septiembre de 1963 en la localidad barcelonesa de Castellnou de Bages, triste hito que le valió el título de último guerrillero. Agustí hace balance de los tres lustros de la guerrilla catalana, y le salen más de un centenar de muertos: 12 civiles asesinados por el maquis, más 14 miembros de las fuerzas de seguridad y 37 guerrilleros caídos en enfrentamientos directos. Para terminar con los 39 guerrilleros capturados y fusilados. El período de máxima intensidad fue el trienio 1947-49, con acciones sonadas como el sabotaje de Carburos Metálicos de Berga, el apagón de Terrasa, los atentados contra los consulados de Brasil, Perú y Bolivia en Barcelona, y la continua voladura de torres eléctricas. Por lo que respecta al aspecto recaudatorio, en 1949 se contabilizó el montante total ingresado en concepto de "expropiaciones sociales forzosas": dos millones de pesetas, procedentes de medio centenar de golpes. Pura calderilla, sostiene Agustí, para unas gentes que pretendían nada menos que derrocar a Franco. La pregunta, después de todos estos muertos y de toda la gente -imposible averiguar cuánta- que terminó en prisión tiene que ser: ¿valió la pena?

Porque llegados a este punto hay que añadir otro de los matices que aporta Agustí a esta materia: el apoyo popular al maquis anarquista fue escaso. Escasísimo. Geográficamente se concentró en las localidades rurales de las comarcas barcelonesas del Bages y del Berguedà, donde las masías se encontraban justo en medio de las rutas habituales para llegar hasta Barcelona. En total, continúa, el maquis movilizó uno, como mucho dos centenares de activistas, más un millar de simpatizantes o colaboradores. Y aun esto, siendo generosos: "Una base popular ni existió ni hubiera podido existir, porque al pueblo derrotado no le quedaban fuerzas ni ánimos, y colaborar con la guerrilla significaba exponerse al riesgo de terribles represalias. Al final, casi todos fuimos algo, poco o mucho franquistas. Por acción o por omisión". En cualquier caso, las cifras delatan el nulo sentido de la realidad de unos hombres a quienes el exilio había alejado, y no solo geográficamente, del país que pretendían liberar. Aun así, Agustí insiste en limpiar la imagen de facinerosos que les endosó la propaganda franquista: "Hubo homicidios digamos accidentales, como el del meublé de Pedralbes, y víctimas inocentes, sí. Pero no eran hombres de gatillo fácil. Nada de tiros en la nuca".

¿De dónde salieron estos dos centenares de idealistas que se enrolaron en una guerra perdida de antemano? ¿Dónde se reclutó la clase de tropa que engrosó las listas de muertos, fusilados y prisioneros? "La extracción social era claramente obrera: Facerias había sido camarero; Quico Sabater, hojalatero; Massana, minero y jornalero... En la guerrilla anarquista no hubo grandes teóricos, ni pensadores de gran altura. Luchaban por derrocar el régimen emergido de la Guerra Civil y en ocasiones se apuntaban al maquis como última opción, porque si los pillaban iban directos a la prisión o al pelotón de fusilamiento".

Lo más hiriente de toda esta historia es el papel absolutamente marginal que el anarquismo tuvo durante la Transición, después de haber mantenido hasta bien entrados los años 60 la -digamos- llama de la resistencia armada. Y el relativo vacío historiográfico que aun hoy existe sobre la materia. Agustí se resiste a creer en un complot académico para silenciar el protagonismo de la guerrilla anarquista, sobre todo a partir de la fracasada invasión del Valle de Arán, en 1944, canto del cisne del maquis comunista: "La realidad, más prosaica, es que las condiciones de vida en los años 60 habían mejorado substancialmente. Con la democracia, y con pan para todos, conceptos como la lucha de clases y la democracia asamblearia habían perdido casi todo el sentido".


Ramon Vila Capdevila, 'Caracremada': el último idealista
Agustí lo trata de "personaje enigmático y fascinante, difícil de entender si no se tiene en cuenta que fue el último idealista". Su muerte, la medianoche del 6 de agosto de 1963, pone el punto final a la guerrilla antifranquista en Cataluña, hasta el punto que a Caracremada -Caraquemada, en catalán- le ha quedado el triste honor de ser considerado el último maquis. Cayó abatido por las balas e tres guardias civiles -Jerónimo Bernal, Evangelista Fernández y Anacleto Adeva- cuando se retiraba hacia Francia tras su último sabotaje, la voladura de tres torres de alta tensión en Sant Joan de Vilatorrada (Barcelona). Lo interceptaron en el paraje conocido por la Creu del Perelló, entre Castellnou de Bages y Balsareny. El historiador también refuta la versión oficial de la agonía de Caracremada a partir de a necropsia que se le practicó en el 2000, cuando sus restos fueron trasladados al cementerio de Castellnou: "Durante años circuló la especie de que Vila no expiró hasta la madrugada, tras seis horas de agonía, versión que comprensiblemente intenta alimentar la leyenda. Pero la gravísima herida que presentaba en la pierna izquierda precipitó el óbito en un plazo máximo de media hora, porque la bala fatal le provocó una hemorragia muy abundante". Agustí sólo le ha podido documentar la muerte de un guardia civil: "Fue un encontronazo: era o él o el guardia". Antiguo obrero téxtil, minero, leñador y payés, Vila se especializó en el sabotaje de la red eléctrica y actuó preferentemente en las comarcas del Bages y del Berguedà, en Barcelona. Su ruta habitual transcurría por la Molina, Toses y Setcases. En mayo de 1947 lideró un atentado contra Franco en una visita a las minas de Sallent. Frustrado, claro, como todos los de que fue objeto el dictador.


Josep Lluís i Facerias, 'Face': el Dillinger catalán
De los cuatro grandes de la guerrilla anarquista catalana, Facerias es el que merece en opinión de Agusti el  juicio más crítico: "Diría que fue el menos idealista de todos, hasta el punto de que en muchas ocasiones rayaba el puro bandolerismo. Y era a quien menos temblaba la mano a la hora de disparar". De hecho, es él quien disparó contra Antoni Massana en el meublé de Pedralbes, en otoño de 1951, en un episodio que Agustí ha reconstruido a partir de documentación inédita -y que el director Carles Balagué convirtió en película en La Casita Blanca. El historiador se aleja aquí del lugar común y sostiene que el silencio que muchas de sus víctimas de los asaltos a casa de citas no era debido al temor a quedar en evidencia sino a la consigna policial de no dar publicidad a sus fechorías. En cualquier caso, sí que le reconoce un carisma especial y llega a decir que "por la audacia de sus golpes, fue lo más próximo a un Dillinger que tuvimos por aquí. Además, era un tipo culto, elegante -le llamaban el Dandy- y que hablaba idiomas..." Antes de empezar su carrera como guerrillero, había ejercido como cajero y como camarero en la Rotonda, popular restaurante barcelonés ubicado al pie del Tibidabo. Debutó en julio de 1947 atracando la Hispano-Olivetti. En la década siguiente se labró una aureola legendaria: los objetivos -aparte las casas de citas- eran entidades bancarias, los consulados de países favorables la ingreso de España en la ONU y un sonado atentado con boba contra la tribuna instalada en el Paseo de Gracia de Barcelona, el 1 de abril de 1950, con motivo del desfile en conmemoración del -ejem- Día de la Victoria. En 1952 se refugió en Italia, de donde regresó en agosto de 1957 para una última aparición en escena: la caída de dos de sus compañeros reveló su posición a la policía, que el 30 de agosto le tendió una emboscada en el punto de reunión: la esquina entre los paseos Urrutia y Pi i Molist. Y cayó.



Marcel·lí Massana i Bancells, 'Pancho': una retirada a tiempo...
El único guerrillero del santoral anarquista que supo retirarse a tiempo, en 1951, seis años después de emprender la vía armada y cuando estaba a punto de ser repatriado desde Francia: "Estos hombres durísimos, curtidos en mil batallas, no temían morir en acción, sino a la tortura. Les producía auténtico terror", argumenta Agustí. Massana acabó sus días en 1981 en el mas Letaillet, en Couserans, en el Arieja, donde había llevado desde su jubilación una vida espartana dedicado a mil quehaceres: payés, minero, mecánico, jornalero... Había recalado en el maquis, como tantos otros, a través del contrabando, que ejercía por la ruta clásica que une Oseja y Guardiola de Berguedà. A diferencia de Facerias y de Sabaté, Massana practicó un maquis esencialmente rural, y el Bages y el Berguedà fueron -como en el caso de Caracremada- su escenario preferido: sabotajes contra las líneas de alta tensión -de escasa eficacia propagandística, dice Agustí, porque los apagones se acababan atribuyendo a las pertinaces restricciones-, los llamados "atracos económicos" e incluso secuestros, con incursiones de casytigo contra capataces y patronos especialmente odiados. Caracremada, Facerias, Massana y Sabaté son los más conocidos de entre los guerrilleros antifranquistas que operaron en Cataluña. Pero no fueron los únicos, como tampoco los anarquistas lo fueron en combatir con las armas en la mano contra el régimen franquista. Pero indiscutiblemente, brillan con luz propia y su recuerdo, más o menos tamizado, tuneado incluso, ha llegado hasta nosotros. Además, el hecho de ser algo así como los epígonos de la Guerra Civil -como los soldados japoneses que continuaron por su cuenta la guerra emboscados en la jungla hasta los años 70- unido a unas trayectorias con episodios espectaculares, les ha reservado en un lugar preferente en la memoria popular. Pero también hubo maquis comunistas -que fueron de hecho los promotores de la fracasada invasión del valle de Arán, en 1944- y los hubo también fuera de Cataluña, especialmente en Sierra Morena, Mamede, el Bierzo y el Maestrazgo, con la Pastora -recuerden- entre sus protagonistas.



Francesc Sabaté Llopart, 'Quico'
El más célebre de los maquis anarquistas tuvo en el acto final de su vida de guerrillero el momento de máxima audacia épica. El episodio es bien conocido: tras ser rodeado su comando por la Guardia Civil en el mas Clará de Palol de Revardit (Gerona), Quico Sabaté consiguió huir y subir -a la altura de Fornells- a un tren que hacía la ruta Portbou-Barcelona. Había dejado atrás los cadáveres de cuatro de sus compañeros y de un teniente de la Benemérita. Se bajó en Sant Celoni, donde tuvo lugar el enfretamiento final con dos miembros del somatén local -Abel Rocha y Josep Sibina- y con el sargento Antonio Martínez Collado. También en este punto la versión de Agustí difiere de la oficial: la bala que hirió de muerte a Sabaté salió efectivamente de la ametralladora de Rocha, que a su vez recibió dos impactos -uno en la pierna, que lo dejó por cierto cojo, y otro a la altura del corazón, que milagrosamente fue desviado por la granada que guardaba en el bolsillo de la guerrera. Pero quien remató a un agonizante Sabaté no fue Rocha sino su compañero Sibina: "Rocha no era un asesino; simplemente, cumplió con su deber", asegura Agustí, para quien Sabaté "siempre venía vendido por la información de sus movimientos que los infiltrados les pasaban a la policiía". Y es que, como apunta el historiador, "en aquellos años de estrecheces y de penurias, el régimen no escatimaba recursos a la hora de mantener bien engrasado el servicio de inteligencia y tener así controlada a la oposición". La jugada le salió redonda, porque tras la invasión del valle de Arán, Franco ya no estuvo nunca más contra las cuerdas y, como es bien sabido, murió en la cama. El maquis no derrocó ciertamente a la dictadura -ni el maquis, ni nadie, cabe añadir. Pero moralmente estuvo mucho más cerca de conseguirlo que la tropa de "asesinos de Franco" -con tanta voluntad como desacierto- recientemente retratada por Francesc-Marc Àlvaro.

Las rutas del maquis
¿Qué rutas seguían los guerrilleros en sus incursiones desde la base operativa, en el número 4 de la calle Belfort de Tolosa? El sector más peligroso era la frontera hispanofrancesa, con la zona tampón que la rodeaba y donde durante muchos años fue necesario el salvoconducto, el pase fronterizo para circular sin ser molestado por la policía franquista. Sabaté, por ejemplo, entraba por la parte de Setcases con destino a Moyá. Más de cien kilómetros, siempre de noche y a pie, evitando los núcleos de población y los caminos más transitados. Massana lo hacía por Oseja, en la Cerdaña francesa, y caminaba hasta Castellar de n'Hug, la Pobla de Lillet, Borredà y Guardiola de Berguedà, donde cogía el tren hacia Barcelona. Una marcha maratoniana que, si se olía el peligro, podía alargarse hasta Puig-reig, Berga, Manresa y, si hacía falta, Terrasa. Andorra también fue otro de sus puntos habituales de entrada, siguiendo la ruta tradicional del contrabando y donde pudo haber coincidido -pudo- con Baldrich y compañía. Por la zona del Ampurdán, preferían lugares remotos como Rabós. Se movían en grupos reducidos, de seis, siete, como mucho quince unidades. En cuanto alcanzaban zonas urbanas ocultaban las amas largas en zulos y se quedaban tan solo con pistolas y subfusiles, y las recogían terminada la misión: que nadie se piense, advierte Agustí, que aparecían un buen día por la plaza de Cataluña empuñando sus metralletas...

El doctor que salvó a Franco
Los libros de Sánchez Agustí siempre guardan una sorpresa, como los huevos Kinder. En el anterior, Espías, contrabando, maquis y evasión, planteó una hipótesis alternativa a la del suicidio oficial de Walter Benjamin: afirmaba que el filósofo falleció a consecuencia de una hemorragia cerebral, y aportaba como prueba la partida de defunción firmada por el doctor Ramon Vila Moreno. En El maquis anarquista, además de desmontar la versión oficial del asalto de Facerias al meublé de Pedralbes, da por primera vez noticia de los doctores catalanes que colaboraron con la guerrilla, jugándose como es notorio la libertad. Al lado de Josep Pujol Grau, Domingo Castells Batalla y Mariano Torralba Gómez, merece especial atención el doctor Joaquim Trias i Pujol (Badalona, 1887-Barcelona, 1964), detenido en diciembre de 1949 -y liberado un mes después- acusado de haber intervenido dos años antes al guerrillero Juan Cazorla, con dos heridas de bala que le atravesaban el intestino. De nada le valió, a Trias, el honor de haber sido el cirujano que el 29 de junio de 1916 había salvado la vida del entonces capitán Francisco Franco, que llegó a su ambulancia móvil con el hígado perforado por un proyectil. Ocurrió en los alrededores de Ceuta, donde Trias servía como médico militar del ejército español desplegado en el Protectorado de Marruecos. Durante la Guerra Civil sirvió como comandante en jefe des unidades de Sanidad del ejército del este, y desde 1939 hasta 1947 vivió en el exilio -Andorra incluida: montó un ambulatorio en la Casa Rebés por el que pasaron algunos de los refugiados de guerra reseñados en este blog. La cuestión que no podemos evitar plantearnos es: ¿cómo hubiera cambiado la historia de España si el capitán Franco hubiera ido a parar a manos de un cirujano menos eminente que Trias? Y el doctor, ¿lo hubiera tratado tan bien de haber sabido lo que ocurriría 20 años después?

[Este artículo se publicó el 19 de mayo de 2006 en la revista Presència]

sábado, 1 de marzo de 2014

El último viaje de Joan Català

Muere en la Seo de Urgel el veterano anarquista y pasador de hombres durante la II Guerra Mundial.

En enero de 2012 nos dejaba Joaquim Baldrich, pedazo de hombre que hace una década rompió medio siglo de silencio y aireó la heroica, fascinante peripecia de los pasadores de hombres. Ya saben: antiguos combatientes republicanos, contrabandistas o simplemente aventureros que se pusieron durante la contienda al servicio de los aliados y ayudaron a huir de la Europa ocupada por los nazis a centenares, quien sabe si miles de fugitivos, pilotos abatidos sobre suelo alemán, judíos de todas las nacionalidades, franceses en edad militar y políticos de todas las tendencias. Baldrich era probablemente el más carismático de entre nuestros pasadores, aparte del primero de estos hombres de acción que habló abiertamente de su pasado. Pero no fue el único. Además de la cadena de Baldrich, que dirigía Antoni Forné desde el hotel Palanques de la Massana, durante la guerra operaron desde nuestro rincón de Pirineo otras muchas redes, células y grupos. En uno de ellos, el que dirigía desde Tolosa el anarquista aragonés Francisco Ponzán, se enroló Joan Català (Llavorsí, Lérida, 1913-la Seo de Urgel, Lérida, 2012), uno de los últimos supervivientes de aquella gesta, que murió el 14 de octubre [de 2012].  Tenía 99 años y un pasado tan plagado de peripecias de todos los colores que a veces costaba creer lo que contaba. Para que nadie hablara en su nombre él mismo lo explicó en El eterno descontento, atribulada autobiografía que merece la pena revisar para conocer desde dentro y en boca de unos de sus protagonistas algunos de los episodios más oscuros del siglo XX.

Català hojea un ejemplar de su autobiografia, El eterno descontento, en su domicilio de la Seo de Urgel, en el invierno de 2007. Fotografía: Màximus.

El caso es que la vida de Català es una y múltiple, como una matrioshka rusa. Y el historiador Josep Calvet, autoridad máxima sobre la materia, la ha reconstruido también en Las montañas de la libertad. Pasará probablemente a nuestra pequeña historia pirenaica como miembro del grupo Ponzán, como correo de la central anarquista CNT y como agente libre al servicio del consulado británico de Barcelona. Pero su trayectoria bélica arranca con la Guerra Civil española -voluntario primero en la celebre columna Durruti, espía al final de la contienda del Servei d'informació especial perifèric, el SIEP, donde contactó con Ponzán- y continúa tras la derrota republicana: se evade del campo de concentración de Vernet, se refugia en Andorra -en el hotel Paulet de Escaldes- y se recicla como contrabandista, como tantos otros de sus colegas. Ponzán lo ficha entonces como correo para su cadena, en 1940 es detenido en Cádiz, ingresa en prisión y protagoniza la primera de sus fugas: de la madrileña prisión del Cisne. Regresa a Andorra, de nuevo al servicio de Ponzán, pero ahora ya como pasador, utilizando en sus misiones las rutas que cruzaban el Pirineo por Andorra y la Cerdaña, a pie hasta Manresa, donde cogían el tren hasta Barcelona.

El destino final, como es sabido, era el consulado británico ubicado inicialmente en la plaza Urquinaona. En 1941 vuelve a caer, esta vez en la estación de Francia de Barcelona y en compañía de dos pilotos aliados. Otra vez es encerrado y por segunda ocasión se fuga; la historia se repetirá en 1942 y el 1943, y Català se convierte con toda legitimidad en el Houidini de los pasadores. En fin, que desarticulado el grupo Ponzán -al servicio a su vez de la Línea Pat O'Leary, mantenida por los servicios secretos de Churchill- Català se pone directamente a las órdenes del Servicio de Operaciones Especiales de Su Graciosa Majestad y se especializa -dice Calvet- en ayudar a cruzar los Pirineos a militares polacos, bien por la ruta de la Cerdaña o por los mucho más accesibles -y por eso mismo, mucho más vigilados- pasos del Ampurdán. Hasta que el 25 de junio de 1944 es de nuevo capturado en Adrall por la policía franquista.

Termina aquí la segunda vida de Català, la de pasador, y comienza la de fugitivo: en 1946 es condenado a 12 años de prisión, pero para mantener la tradición al año siguiente se escapa del penal madrileño de Carabanchel; pasa a Francia, donde es nuevamente detenido -por indocumentado, ¿les suena?- y liberado, decía, gracias a la intervención de los servicios secretos galos y en reconocimiento a su papel en las cadenas de evasión durante la guerra. No tendrá tanta suerte en 1951: la policía lo pilla tras atracar un furgón correo en Lyon: pasará los siguientes 14 años como inquilino de las prisiones francesas. Sale en liberad en 1965 y se instala otra vez en Andorra, penúltima estación antes de recalar definitivamente, ahora sí, en La Seo. Una vida como se ve intensa como pocas, hoy difícilmente concebible -fuera de la gran pantalla, claro- y una mezcla de heroísmo, temeridad n inconsciencia que a veces parece salida de una entrega de Hazañas bélicas, y otras, de un reportaje de El Caso, y que él aliñaba con silencios y sobreentendidos que la hacían todavía más suculenta. Sus últimos años, especialmente a partir de la publicación de El eterno descontento, recibió el reconocimiento público que casi siempre le fue esquivo.

[Este artículo se publicó el 17 de octubre de 2012 en El Periòdic d'Andorra]


lunes, 20 de enero de 2014

Enric Marco, o el falso deportado: dos entrevistas

[El caso Marco. Ya saben, el falso deportado que llegó a la presidencia de la Amical Mauthausen de Barcelona, se convirtió en infatigable propagandista de la causa de los exdeportados y fue reconocido por la Generalitat con la Creu de Sant Jordi, la máxima condecoración catalana. Una carrera que terminó abrupta e inopinadamente en abril de 2005, cuando el historiador Benito Bermejo descubre y hace pública la impostura. Uno tuvo ocasión de entrevistar a Marco en su plenitud, cosa que no tiene mayor mérito porque durante unos años fue el deportado mediático por excelencia. Y por dos veces. La primera, en abril de 2004, con ocasión de una de sus giras por institutos del Alto Urgel; la segunda, al año siguiente, con motivo de un reportaje por el 60º aniversario del fin de la II Guerra Mundial, y justo antes de estallar el caso.

Decir ahora que soltaba su discurso con tanto aplomo como frialdad y que todo en él sonaba raro es muy fácil; como difícil es mantener los mecanismos del escepticismo ante un exdeportado que (supuestamente) ha pasado las mil y una. Cuando algún conocido me critica la candidez, la facilidad con la que tantos periodistas picamos el anzuelo, suelo contestarle que no íbamos a pedirle a precisamente a Marco, presidente de la Amical, Creu de Sant Jordi de la Generalitat, sus credenciales de superviviente del horror nazi. Tampoco le pedimos al decano del Colegio de Abogados o del Colegio de Médicos su título de licenciado. Pero es un sofisma: picamos, y sólo nosotros fuimos culpables. En cualquier caso, la segunda entrevista tuvo lugar a finales de abril de 2005, en el despacho que Marco tenía en la sede de la Amical de Mauthausen, y cuando él ya sabía la que se le avecinaba. Quizá por eso se limitó a repetir el discurso y se mostró especialmente, sospechosamente esquivo. Pero ahora, cualquiera; como decimos en catalán, "tu, quan li veus el cul, dius que és femella" (Tú sólo dices que es hembra cuando le has visto el trasero)]

Viaje al infierno nazi: "Der Spanien, andere tag"

El 22 de abril se cumplen 59 años de la liberación del campo de concentración de Flossenburg. El barcelonés Enric Marco, que ingresó en el campo a finales de 1943, es uno de los 2.000 republcianos españoles que sobrevivieron a la deportación. Seis decenios después evoca la vida cotidiana en el infierno, las vejaciones constantes, la convivencia conla muerte y la mala consciencia de los supervivientes. Pero también os actos de dignidad que mundeaban en el submundo del sistema concentracionario. Y el deber de no olvidar.

"Quedamos pocos. En Cataluña, no más de treinta; en toda España, quizás el doble. Supongo que es por esta razón por la que estos últimos años hemso asistido a una cierta reivindicación de nuestra memoria. Pero estamos a punto de desaparecer: para el 60º aniversario de la liberación de los campos, que celebraremos el año que viene, no hemos superado las 150 invitaciones... ¡en todo el mundo!" Lo advierte Enric Marco (Barcelona, 1921), un auténtico superviviente. De la Guerra Civil española, de la primerísima resistencia antifranquista y de la diáspora republicana, que acabó con 7.300 rojos en los campos de concentración -entre 7.189 y 7.288, según un estudio de la Fondation pour la mémoire de la Deportation citado por la historiadora Rosa Toran en Vida i mort dels republicans als camps nazis.

Cinco mil de ellos no volvieron nunca. Marco, sí. ¿Por qué? Enérgico, sanguíneo, incansable divulgador de la experiencia de las víctimas del sistema concentracionario nazi desde la Amical de Mauthausen de Barcelona, lo tiene en este punto claro: "No dejé el pellejo en Flossenburg de pura chiripa". Una suerte que se le presentó en forma de sonrisa. La que le dedicó a loficial de las SS que en el momento de seleccionar a dedo a los 25 internos del barracón 18 que iban a ser ejecutados como castigo colectivo por un intento de evasión pasó de largo cuando llegó a la altura de nuestro hombre: "Tenía el presentimiento de que ese día me tocaba. Así que cuando el oficial se plantó delante de mí, laventé la vista, lo miré directamente y le dediqué la sonrisa más seductora que jamás haya dedicado a nadie. Él me apuntó con el dedo y escupió: 'Der Spanien, andere tag'. El español, otro día. El caso es que aquel SS seleccionó a otro pobre desgraciado, y siempre me quedará la duda de si ese hobre murió en mi lugar". Tambiñehn tuvo que ver, en la supervivencia de Marco, su oficio de mecánico, que le abrió las puertas del taller de reparación de fuselajes para aviones Messerschmitt -la joya de la Luftwaffe- instalado al lado de Flosssenburg para aprovechar la mano de obra esclava. Un destino que en aquel infierno se podía considerar un auténtico privilegio porque le permitía esquivar el kommando que trabajaba en la cantera del campo y mejorar la ración diaria de alimentos y tabaco -que era la moneda de cambio en el campo.

Enric Marco, en abril de 2004 en la Seo de Urgel, adonde acudió para presentar una exposición sobre la deportación y desfiló por los institutos de la localidad. Fotografía: El Periòdic d'Andorra.

Pero la peripecia de Marco, como la de sus compañeros de infortunio republicanos, había comenzado mucho antes. Exactamente, el 18 de julio de 1936, con la revuelta de una parte del ejército contra la legalidad republicana. Siguiendo, dice, la tradición familiar, se afilió en la CNT -"Que hoy no es nada, pero que en aquellos momentos era la fuerza poklítica e incluso social más significativa que existía en Cataluña", puntualiza- y participó en la frustrada invasión de Mallorca enrolado en la centuria Roja y Negra. Concluye el periplo militar en la 26a división, la antigua columna Durruti, con la que es herido en el frente del Segre. La victoria nacional lo pilla convalesciente en Montserrat, reconvertido en la época en hospital militar. En lugar de emprender el camino del exilio, decide regresar a Barcelona para organizar la incipiente resistencia antifranquista. Pero la clandestinidad se interrumpe abruptamente en las Navidades de 1941, con una delación y la caída de sus compañeros de célula, que le aconseja cambiar de aires y abandonar España. "Pero fue alejarme del fuego para caer en las brasas: la gendarmería pétainista me cazó al poco de desembarcar en Marsella y me entregó a los alemanes. Acabé trabajando como mecánico en la base de submarinos de Kiel. ¡Montábamos unos enormes motores Mercedes de 20 cilindros en V que eran una preciosidad! Allí descubrí que aflojando de cierta manera las válvulas la compresión fallaba. Y esto fue mi perdición: el 6 de marzo de 1942 la Gestapo me detuvo, acusado de sabotaje, alta traición y conspiración contra el III Reich: ¡nunca en la vida he vuelto a ser tan importante!"

Marco pasará nueve meses ebn una celda de aislamiento -"Querían que delatara a la red de la que supuestamente formaba parte. Pero no existía, porque siempre he ido a mi aire. Esta es una de las razones por las que hoy estoy aquí: cuantas menos cosas sabes, mejor para los demás; y cuanto menos saben los otros, mejor para ti"- hasta que es condenado en consejo de guerra a reclusión indefinida.

La vida cotidiana en un campo de concentración
Mauthausen es el primer contacto de Marco con los campos. Un destino provisional antes de ingresar a finales de 1943 en Flosenburg. Su campo, donde (sobre)vivirá hasta la liberación. Unos de los primeros en construirse, por cierto, con Buchenwald y Dachau, a partir de 1933. A diferencia de Birkenau, Chelmno, Sobibor y Treblinka, campos de exterminio puro que no disponían ni de alojamiento para los deportados -pasaban directamente desde los trenes a las cámaras de gas- Flossenburg era un campo de trabajo. Primera puntualización: "Todos los campos de concentración eran campos de exterminio. Lo que ocurre es que en lugares como Flossenburg a los internos se les liquidaba trabajando. Pero todos los campos tenían su cámara de gas y sus hornos crematorios" El sistema concentracionario estaba diseñado para humillar, despersonalizar y explotar hasta reventar -en ocasiones, literalmente- a los prisioneros, que podían ser alquilados a grandes corporaciones industriales -Siemens, Bayer, Ig Faber, entre otras- a cambio de un salario que iba a parar a los bolsillos de las SS. Una jornada laboral normal en Flossenburg comenzaba a las 4 o a las 5 de la madrugada, según si era verano o invierno.

Había que dejar el jergón impecable -bajo la vigilancia amenzadora del kapo del barracón- antes de desfilar a toda pastilla hacia las letrinas, con el tiempo cronometrado para que no todos los prisioneros pudieran pasar por este humillante trance. Y siempre a la vista de los demás, por supuesto. La (digamos) higiene personal dejaba paso al recuento matutino, uno de los momentos más temidos por los internos: "Eran un auténtico martirio, porque se podían eternizar horas y horas, en posición de firmes y a temperaturas que podían llegar a los -30º -y no olvidemos que vestíamos aquellos infames pijamas de rayadillo, no abrigos de invierno. Así, hasta que las cuentas salían. Y no siempre cuadraban, bien porque se descontaban, o porque sencillamente, alguien se había muerto durante la noche o se había dejado vencer por el espíritu del campo y decidía no levantarse de la litera. Nosotros mismos teníamos que estirarlo para que saliera... Una vez hecho el recuento -que se repetía al atardecer, a la vuelta del trabajo- comenzaba la jornada laboral: diez o doce horas diarias." A las pésimas condiciones hay que añadir la deficiente alimentación, que consistía en un sucedáneo de café y cuscurro de pan -el único alimento sólido que recibían durante todo el día- y el rancho de la comida y la cena, "un líquido con tronchos de nabo, alguna verdurita y cortezas de patata. ¡Aquello era comida para caballos!" Los únicos momentos de ocio eran los domingos: "Hasta 1942 los republicanos españoles -considerados apátridas por los alemanes, después de que Serrano Súñer se desentendiera de nosotros- estábamos completamente desaparecidos. No existíamos para la Cruz Roja y no nos permitían ni escribir a casa. A partir de entonces nos concedieron 25 líneas cada seis meses para enviar una postal y decir que estábamos bien (!). Y basta".

El "espíritu del campo", diagnosticado por Amat-Piniella en la novela K. L. Reich, es el estado de abandono que inducía a algunos de los internos a renunciar a la supervivencia. Marco lo plantea con tanta crudeza como claridad: "Los más jóvenes tenían más posibilidades de sobrevivir, no sólo por una cuestión de resistencia física sino sobre todo por la forma de asumir la reclusión. Los de mi quinta llegábamos ligeros de equipaje, sin responsabilidades familiares, y si éramos españoles con la experiencia añadida de años de exilio y de ir dando tumbos por el mundo. Para los que habían dejado atrás una familia o tenían que convivir con la angustia de saberla internada en otro lager... La sensación de haberlo perdido todo hacía que algunos abandonaran cualquier expectativa y que buscaran la muerte de forma deliberada". Son los "musulmanes", "tarados" o "idiotas", en el argot del campo, absolutamente dominados por una apatía que los conducía a la muerte.

La promiscuidad del campo generaba extrañas afinidades, así como también enemistades previsibles: los rojos españoles intimiban fácilmente con franceses y checos, en cambio, "los polacos pensaban que éramos unos comecuras y violadores de monjas". En la cúspide del sistema estaban los temidos kapos, "delincuentes comunes, pero alemanes, de sangre aria". Las castas más bajas las ocupaban judíos, eslavos y gitanos, directamente destinados al exterminio. "En estas condiciones no había lugar para el heroismo. Como mucho, para puntuales actos de dignidad, como velar por un compañero enfermo, que te permitían recuperar parcialmente la autoestima... hasta que la volvías a perder al cabo de nada. Después de pasarlo tan mal, de soportar tantas vejaciones, la idea de ser valiente ni se te pasaba por la cabeza".

La proximidad de la liberación, que en Flossenburg tuvo lugar el 22 de abril de 1945, fue paradójicamente la causa de los últimos tormentos que tuvieron que afrontar los internos, aterrorizados ante las órdenes de Himmler de desmantelar los campos y trasladar a los deportados al interior de Alemania: "Nosotros éramos testigos de la barbarie y sospechábamos que iban a eliminarnos para que no puediéramos contarlo, o como un último gesto de desesperación ante la inminente derrota. El temor era que con la excusa de un bombardedo nos concentraran en los túneles en que habían camuflado las fábricas subterráneas y los dinamitaran o nos gasearan. El algunos lugares llegó a ocurrir. En Flossenburg, no, quizás porque veían próximo el momento de ajustar cuentas y al final la única obsesión de los alemanes era huir de los rusos y entregarse a los americanos". La amaneza, sin embargo, no cesó con la liberación: Marco recuerda el peligro que comportaba cruzarse accidentalmente con grupos de soldados alemanes en retirada, completamente desorganizados y que no dudaban en liquidar a los deportados que encontraban fuera de los campos.

Entre las secuelas que sufrieron los supervivientes de los campos, una de las más terribles es la mala consciencia, que Marco plantea en los términos siguientes: "Por Flossenburg pasaron 100.000 deportados, y sólo sobrevivimos 27.000. Menos de la cuarta parte. ¿Por qué unos murieron y otros nos salvamos? ¿Hasta qué punto soy culpable de aquella sonrisa que le dediqué al oficial nazi, y que comportó que otro murierra quizás en mi lugar? Hay quien no pudo soportarlo, quien no fue capaz de encontrarle un sentid a la vida despuçés de todo esto. Otros habían dejado su familia en España y, al no poder regresar, volvieron a formar otra en el exilio y así olvidar el pasado, pero también mujer e hijos... Todo esto pasa factura, sobre todo cuando las condiciones físicas comienzan a mermar. A veces no puedes evitar preguntarte de qué sirvió, sobrevivir, o que tú hubieses podido ser unon de los que no salió con vida del campo".

A los que no dejaron el pellejo, el campo les robó lo mejor de la vida. Como a Marco, que llegó a Flossenburg "antes del primer beso y del primer amor". La derrota definitiva. Marco, que volvió a Barcelona en 1946 y que sobrevivió en la clandestinidad hasta la muerte de Franco, opuso una vitalidad y un optimismo que conserva intactos a sus 84 años, y que lo llevaron a la presidencia de la Amical de Mauthausen de Barcelona y a una frenética campaña de conscienciación pública con centenares de conferencias en escuelas e institutos catalanes, "porque los chavales de hoy no saben nada de nada de los campos nazis. Con nuestro trstimonio intentamos despertar su curiosidad, que reflexionen sobre las causas de todo aquello, que resumiría en el convencimiento de la supremacía racial que comportaba la esclavización de los no arios".

Contra el olvido y la banalización
Como cada año, sant Jorid lo sorprenderá a miles de kilómetros de Sant Cugat del Vallés, la localidad barcelonesa donde reside. En Flossenburg, por supuesto, conmemorando la liberación del campo por las fuerzas del III Cuerpo de ejército norteamericano. La suya es una lucha contra el olvido que amenaza con sepultar la barbarie nazi. Su arma es la palabra y el testimonio que da allí donde lo solicitan -dos semanas atrás visitó las escuelas de la Seo de Urgel, invitado por el consejo comarcal del Alto Urgel. No siente rencor, asegura, contra los civiles alemanes que decidieron no saber que a escasos cientos de metros del pueblo de Flossenburg se levantaba aquella fábrica de muerte: "Y ahora menos que nunca, porque te das cuenta de que todos cerramos los ojos a cosas terribles que suceden a nuestro lado y que no les prestamos atención hasta que nos tocan de cerca", afirma en alusión a los atentados del 11-M en Madrid. Pero avisa de la persistencia de preiódicos abscesos de racismo: "El verano pasado acompañé a Ravensbruck [el tristemente célebre campo de concentración femenino] a chicos de tres institutos catalanes. Intentamos que se relacionaran con los chicos del pueblo, y resultó imposible. Hasta en los bares se negaban a servirles una consumición."

Marco considera que es mas pernicioso el  "oscurecimiento" y la "relativización" -dice- del fenómeno concentracionario que no su negación. "Quieren olvidar, pasar página. Las grandes empresas que se vieron implicadas en el exterminio pretenden finiquitar su mala consciencia a coia de indemnizaciones. Sobre todo ahora, que quedamos pocos. Quieren comprar cuatro años de esclavitud por 8.000 o 10.000 euros, y liquidar así el asunto. Pero si nos olvidamos de lo que psaó, volverá a ocurrir, advierte. La otra gran amenaza es la banalización, que ilustra con tres ejemplos que rozan el sarcasmo: "Como se encuentran cada vez más cerca de las aglomeraciones urbanas, los terrenos que couparon los campos resultan muy tentadores. En Flossenburg luchamos ahora para que no permitan el trazado de una avenida que lo dividiría en dos. No es impensable, porque en Ravensbruck abrieron un supermercado, y en Auschwitz, ¡una discoteca! Que no nos quiten la memoria, que es lo único que tenemos". Una banalización de la que no escapan, remata Marco, películas como La lista de Schindler. Atención, en cambio, a La zona gris, de Tim Blake, y a K. L. Reich, "porque son otra cosa". Huelen a verdad de la buena. Palabra de exdeportado.

[Este artículo de publicó en abril de 2004 en la revista Informacions]

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Deportado nº 6.448 en el campo de concentración de Flossenburg

"Aquel día tenía el presentimiento de que me había llegado la hora. Tenían que escoger al azar a 25 internos del barracón 18 para una ejecución de castigo por un intento de evasión. Cuando el oficial de las SS se quedó petrificado ante mí, levanté la vista, lo miré a los ojos y le dediqué la sonrisa más seductora que nunca he esbozado. Él me apuntó co el dedo y gritó: "Der Spanien, andere tag" ("El español, oto día"). El caso es que aquel SS eligió a otro desgraciado en mi lugar". Éste es el terrible dilema moral, el sentimiento de culpa con que se enfrentan desde hace seis décadas los supervivientes de los campos de concentración. El protagonista de esta historia es Enric Marco (Barcelona, 1921), que había ingresado en el campo de Flossenburg en 1943. La misma (mala, pésima) suerte que corrieron los más de 7.200 ciudadanos españóles -entre 7.189 y 7.288, según la historiadora Rosa Toran- que tuvieron que colgarse en Buchewald, Dachau, Dora, Ravensbruck o Mauthausen el triángulo azul con la S de Spanier en los infames pijamas a rayas de deportados. Menos de la tercera parte sobrevivió al cautiverio. Hoy, los supervivientes de aquella odisea pueden contarse con los dedos de una mano. La lista de la Amical Mauthausen, que Marco preside, ha quedado reducida a una decena de exdeportados: Neus Català, Marcel·lí Garriga, Vicenç Enric Mac, Antoni Ivern Eroles, Josep Jornet, Marcial Mayan, Edmon Gimeno, Joaquim Valcells, Antoni Lozano Bonafont y el mismo Marco.
Mauthausen fue su primer contacto con el sistema concentracionari, y llegó de rebote, como un castigo más a los nueve meses en régimen de aislamiento que acababa de pasar en la prisión de Kiel acusado de sabotaje, alta traición y conspiración contra el III Reich -que ya es alto honor- en la cadena de montaje de motores para submarinos donde trabajaba como mecánico. El caso es que era cierto. Mauthausen fue tan solo una estación de paso hacia su destino definitivo: Flossenburg. Otra vez, su oficio de mecánico le salvó la vida y obtuvo una preciada plaza en el taller de reparación de fuselaje de aviones Messerchsmitt anejo al campo. La vida cotidiana en Flossenburg -que Amat Piniella, él mismo exdeportado, describe con mano maestra en K. L. Reich, la novela definitiva (en catalán) sobre el sistema concentracionario nazi- era un infierno que comenzaba a las 4 de la madrugada: había que dejar el colchón impecable, desfilar a toque de silbato hacia las letrinas y pasar el recuento matutino, que se podía alargar horas y horas, hasta que cuadrabam los números, con los internos en posición de firmes en la Apellplatz y a temperaturas, dice, de hasta -30ºC. Y después, a trabajar: doce horas diarias, seis días a la semana, con una alimentación consistente en un sucedáneo de café y un cuscurro para desayunar, y el mismo rancho para la comida y la cena: "Un líquido dudoso con tronchos de nabo y cortezas de patata".
No había lugar para el heroísmo, advierte. Como mucho, para puntuales actos de dignidad como velar al compañero enfermo. Y así, un día tras otro hasta la liberación, que a Flossenburg llegó el 22 de abril de 1945. Marco fue uno de los 14 españoles que se contaban entre los 27.000 supervivientes del campo: el resto de 73.296 deportados que ingresaron en él nunca más salió. Su peripecia, recogida en Memòria de l'infern, de David Bassa i Jordi Ribó, había comenzado nueve años antes, con el Alzamiento del 18 de julio. Afiliado a la CNT, fue herido en el frente del Segre. Terminada la Guerra Civil se queda en Barcelona para reorganizar la resistencia antifranquista, pero en las Navidades de 1941 una delación le obliga a refugiarse en Marsella. La gendarmería petanista lo caza inmediatamente después de desembarcar, y de Marsella pasa a los astilleros de la base de submarinos de Kiel, adonde volverá una vez acabada la guerra antes de instalarse definitivamente en Barcelona, en 1946. Siempre con la misma desazón: "¿Por qué unos nos salvamos y otros murieron? ¿Hasta qué punto soy culpable de aquella sonrisa de complicidad que le dediqué al oficial nazi, y que implicó que otro desgraciuado muriera en mi lugar? Los hubo que no lo soportaron, que no pudieron encontrarle sentido a la vida".

[Este artículo se publicó el 6 de mayo de 2005 en la revista Presència]

martes, 24 de diciembre de 2013

Historia, ficción y licencias poéticas (a propósito de 'Entre el torb i la Gestapo' I)

Hoy constituye casi un lugar común historiográfico, pero trece años atrás, cuando TV3 produjo Entre el torb i la Gestapo -con una generosa aportación del gobierno de Andorra: 130 de los 325 millones de pesetas del presupuesto total- la gesta de los pasadores -ya saben: los contrabandistas y excombatientes republicanos reconvertidos en guías de montaña que condujeron a través de los Pirineos y hasta el consulado británico de Barcelona a centenares, quizás miles de refugiados procedentes de la Europa ocupada por los nazis- formaba parte de una nebulosa histórica que lindaba con la leyenda, incluso con la leyenda negra. Por este motivo, la miniserie basada en la novela homónima de Francesc Viadiu -180 minutos divididos en dos episodios estrenados por Andorra Televisió el 8 y el 9 de junio del 2000- significó para buena parte de la audiencia el descubrimiento de un episodio de nuestra historia que hasta entonces sólo conocían los lectores de la novela de Viadiu y de aquella serie fundacional de artículos inspirados en su experiencia personal que Antoni Forné publicó en los años 70 en el semanario Andorra 7.

La reemisión de la serie, el jueves en TV3, es una excelente ocasión para recordar como encajaron Entre el torb y la Gestapo dos testigos tan cualificados de los hechos que Viadiu relata como Joaquim Baldrich (el Pla de Santa Maria, Tarragona, 1916-Escaldes, 2012) y Jaume Ros (Agramunt, Lérida, 1918-Oliana, Lérida, 2005): el primero, miembro de la cadena que el mismo Forné dirigía desde el hostal Palanques de la Massana; el segundo, de la de Estat Català que operaba desde Perpiñán. Con ambos tuvimos la oportunidad de hablar con motivo del estreno de Entre el torb i la Gestapo, y los dos coincidían en criticar agriamente la visión edulcorada que ofrecía de una época oscura, en que lo habitual consistía en contemporizar con los nazis o, como mucho, intentar pasar desapercibidos. Ros se indignaba ante el burdo intento del director, Lluís Maria Güell, y del guionista, Joaquim Jordà, de convertir el hotel Mirador de Andorra la Vella, donde se alojaban los agentes alemanes destacados durante los años centrales de la II Guerra Mundial en Andorra, en el Rick's de Casablanca: "¡¿Cómo pueden decir que los refugiados catalanes cantaban Els Segadors en el comedor del hotel?! Pero si lo evitábamos tanto como podíamos, el Mirador, y andábamos todos cabizbajos..."

Portada de le edición en catalán de Entre el torb i la Gestapo, publicada en el 2000 por Rafael Dalmau i la librería La Puça; la traducción en castellano, titulada Cadena de evasión, la publicaron Hogar del Libro (1974) y Ruedo Ibérico (1976).

En este mismo sentido se expresaba Baldrich, que se escandalizaba de las farras que en la serie se montan en el Mirador, incluido un buen surtido de señoritas de compañía: "Todo esto de las putas y el champán y de las fiestas que se corrían... ¡Todo esto es mentira!" El caso es que ni uno ni otro le perdonaban a Entre el torb i la Gestapo que la versión de los hechos que daba no tenía nada que ver con la que ellos recordaban. Con la diferencia -a su favor- que tanto Baldrich como Ros sabían de lo que hablaban... porque lo habían vivido de primerísima mano. Ya les podías ir diciendo que se trataba de una serie de ficción inspirada en una novela. Para ellos, aquello era "mentira", y no había nada más que decir. Más aún: los dos cuestionaban el papel que Viadiu -Viel, en la ficción televisiva- se arroga en el funcionamiento de las cadenas de evasión que operaban a través de Andorra: para Baldrich, "era un hombre de letras, sí, pero de pasar montañas..." El único viaje en que ejerció de guía de un grupo de fugitvos, sostenía, acabó con el grupo dispersado a tiros en la estación de Manresa: "El consulado británico no volvió a confiar en él". Ros, lo mismo: "La supuesta cadena de Viadiu nunca ha tenido una explicación semioficial".

En cualquier caso, la reemisión de Entre el torb i la Gestapo es una estupenda ocasión para recuperar la novela original, publicada inicialmente en castellano con el título de Cadena de evasion por Hogar del Libro (1974) y Ruedo Ibérico (1976), y traducida en el 2000 al catalán por Rafael Dalmau y la librería La Puça de Andorra la Vella coincidiendo con el estreno de la adaptación televisiva.

[Este artículo se publicó el 24 de diciembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]