Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

Mostrando entradas con la etiqueta De Gaulle. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta De Gaulle. Mostrar todas las entradas

viernes, 15 de mayo de 2015

Cairat: el síndico providencial

Teresa Cairat repasa en El meu padrí la trayectoria vital del hombre que dirigió el destino de Andorra entre 1937 y 1960: el estadista que sorteó tanto las amenazas anarquistas como el bombardeo franquista de la central hidroeléctrica de Escaldes y la ocupación alemana durante la II Guerra Mundial. Su nieta revela además capítulos hasta ahora inéditos de la biografía del síndico, como la detención en Barcelona, en los primeros años 50, por unas supuestas connivencias con los refugiados republicanos a los que acogió en su casa de Sant Julià de Lòria tras la victoria franquista.


El síndico pronuncia unas palabras ante el micrófono de Radio Andorra, el 7 de agosto de 1939, día en que se inauguró la estación. El estallido de la II Guerra Mundial aconsejó suspender las emisiones hasta el 3 de abril de 1940. Fotografía: Archivo familiar.
Con el coronel Baulard, comandante de las fuerzas de la gendarmería francesa que se estrenaron en Andorra en el verano de 1933, un año especialmente convulso en la historia de Andorra, y que regresaron en septiembre de 1937 para garantizar la integridad del país durante la Guerra Civil; cuenta Teresa que entre Cairat y Baulard nació una cordial que mantuvieron tras la marcha del coronel, en 1940. Fotografía: Archivo familiar.
Con el subsíndico Josep Areny, en 1956, en un reportaje de la revista Life.


Parecía mentira que el primer hombre de estado propiamente dicho que tuvimos en este rincón nuestro de Pirineo careciera a estas alturas ni que fuese de una aproximación biográfica. Sobre todo porque pueden contarse con los dedos de una mano los -ejem- estadistas de verdad, y todavía nos sobrarían unos cuantos. Pues ya no: Teresa Cairat (Sant Julià de Lòria), nieta de nuestro héroe de hoy, acaba de publicar un curioso volumen titulado El síndic Cairat: el meu padrí, que no es estrictamente una biografía académica -"No puedo  ser objetiva porque era mi abuelo y lo quería mucho"- sino una especie de evocación personal, familiar y también política, claro, aliñada con anotaciones históricas e incluso sociológicas, que traza un perfil humano, como si dijésemos en zapatillas, de Francesc Cairat Freixes (Sant Julià de Lòria, 1881-1968), cònsol de Sant Julià, conseller general, subsíndico y finalmente síndico, cargo que ejerció ininterrumpidamente entre 1937 y 1960. En otras palabras: asistimos a la transformación del Cisquet de can Manel -por el comercio de ultramarinos que regentaba su esposa- en el casi venerado síndico Cairat, cuyo mandato transcurrió en los años sin duda más convulsos de la historia contemporánea de Andorra.

Cairat fue un hombre "menudo y valiente, de talante conservador y extremadamente religioso", dice Teresa, que llevaba la política en las venas y que pasó, superados ya los cincuenta, por pruebas que sacaron a relucir un coraje, un sentido común y unas habilidades negociadoras inusitadas en alguien que a los 14 años dejó los estudios dispuesto a embarcar para América. No pasó de Barcelona -atrapado y quizás asustado por las tensiones sociales derivadas de la guerra de Cuba: estamos en 1896- y que empezó su vida laboral como aprendiz en un comercio de tejidos -Torre Eiffel, se llamaba- con sede en la calle del Carme. Regresó pronto a Andorra, se casó con Lola Ribot en 1907, el año de su primer cargo público -cònsol de Sant Julià: lo fue por dos años- y en sus primeros años de matrimonio regentó el Cafè del Cisquet, frente a la iglesia parroquial. Y estuvo a punto de acabar aquí esta historia, antes incluso de empezar, cuando en 1914 contrajo el tifus. Sobrevivió de milagro, pero cuenta Teresa que Cairat jamás volvió a caer enfermo y que no pisó nunca un hospital. Como paciente, claro. En 1922 fue elegido conseller general, y en 1923, subsíndico, cargo que ejerció hasta 1927. Desaparece después un tiempo de la vida pública -se ahorra la los algo sainetescos hechos de 1933, con la ocupación del Consell General, la huelga de los trabajadores de Fhasa, la movilización del somatén y la llegada de los gendarmes de Baulard, incluso el golpe de estado de Borís Skossyreff- y en diciembre de 1936 es elegido síndico. Teresa pasa lista a la liliputiense administración que se encontró al asumir el cargo: el secretario del Consell General, Bonaventura Riberaygua; la secretaria del síndico, Dolors Ubach, y el nunci, Josep Ubach: "Este era todo el personal que movía la burocracia del país". Un país que en aquellos años apenas superaba los 6.000 habitantes.

Nada más asumir el cargo estalla la Guerra Civil y comienza un largo período de convulsiones internacionales que afectan de pleno a Andorra. Cairat tuvo que hacer frente a las incursiones faístas y a las amenazas de franquistas de bombardear la central hidroeléctrica de Fhasa, en Escaldes, durante la Guerra Civil. Empezó entonces un tránsito de refugiados -primero de derechas, y terminada la contienda, de republicanos que huían al exilio- que continuó durante la subsiguiente guerra mundial, ahora en dirección sur y con la amenaza de ocupación nazi: Hitler mantuvo desde noviembre de 1942 un pequeño destacamento en la aduana del Pas de la Casa -que cayó en manos de la Resistencia en agosto de 1944, pero esta es otra historia-, y el caso es que el buen Cairat tuvo que lidiar con lo mejor de cada casa: "En cierta ocasión, en plena Guerra Civil, unos conocidos le advirtieron de que aquella noche una patrulla iba a subir desde la Seo con la intención de liquidarlo. Él se tomó la amenaza muy en serio, pero no quiso pedir ayuda a los gendarmes de Baulard, que había regresado con sus gendarmes en septiembre de 1937, y que se quedó hasta 1940. Se vistió con el traje que llevaba a las sesiones del Consell General, y se dirigió a su despacho, donde se sentó a esperar la llegada de los incontrolados. Así pasó toda la noche, pero no se presentó nadie". Por lo visto, la patrulla de milicianos -faístas, dice Teresa- entró efectivamente en el país, pero pasó de largo por Sant Julià y se dirigió a Os de Civís. "Después supieron que otros vecinos de Sant Julià se habían enterado de la posible llegada de milicianos y que pasaron la noche agarrados a sus escopetas de caza". ¿Recuerdan a Quevedo: "Caló el chapeo, miró al soslayo, fuese y no hubo nada..."? Pues eso.

Faístas, nazis y grises
En cualquier caso, la anécdota ilustra tanto el valor del síndico como la inquietante impunidad con la que circulaban por aquí los faístas de la Seo, así como cierta inoperancia de los gendarmes franceses, que parecen vivir en la inopia. Y eso que con el coronel Baulard mantuvieron unas relaciones "muy cordiales y cultivaron una amista que se prolongó durante décadas". Años después, ya durante la contienda mundial, tuvo lugar un incidente parecido pero ahora con una partida de maquis armados que aparecieron de nuevo por Os de Civís -enclave español al que solo se puede llegar por una carretera que pasa por Sant Julià y cuyo último trecho transcurre por territorio andorrano. En esta ocasión Cairat fue a esperarlos a la carretera de la Rabassa, donde se levantaba por entonces el hotel Pla y por donde se esperaba que apareciera el grupo. El plan era convencerlos de que tenían que abandonar el país con cierta urgencia. Se trataba de no soliviantar a las fuerzas franquistas estacionadas en la Seo. Y no las tenía todas consigo, porque cualquiera convence a una treintena de milicianos armados con naranjeros.

Pues Cairat lo consiguió: mandó que les prepararan algo de comer, y se agenció un camión con el que los empaquetó hacia la frontera del Pas. Claro que esto no fue nada, prosigue Teresa, comparado con la vez que se vio parlamentando con los alemanes de la aduana, de nuevo en el Pas: "Todavía no me explico cómo mi abuelo, desarmado y con la única compañía de Lluís Duró, alias Colltort -una especie de guardaespaldas que ya lo había acompañado en su encuentro con el maquis- les convenció de que no debían entrar en Andorra. De mayor le pregunté en más de una ocasión qué argumentos había esgrimido: 'Les dije lo que había que decir, que aquello era Andorra, un estado soberano, y que ellos no podían entrar en el país". Contra todo pronóstico, le hicieron caso. Hubo otros episodios con los nazis de por medio: cuenta Teresa que en otra ocasión un oficial alemán se presentó en cal Manel y le exigió a Cairat que dejara de proteger a las redes de pasadores, "y que si no lo hacía, se atuviera a las consecuencias: una amenaza con todas las de la ley que no pasó de ahí, parece, pero que desde luego no era del todo infundada: "Nunca mostró excesivo celo en expulsar a los extranjeros que sabía o intuía que trabajaban para uno u otro bando; frente a ellos mantuvo siempre una actitud neutral y por ejemplo con Viadiu [el autor de Entre el torb i la Gestapo] se saludaban casi a diario y como si nada. Su máxima preocupación era evitar la ocupación alemana, y asegurarse de que los refugiados, del signo que fuesen, no fueran molestados: en noviembre de 1942 el Consell General promulgó un edicto en que solicitaba a la población que no participara en ninguna actividad que pudiera comprometer la neutralidad del país".

Claro que en estos años oscuros llevó a la perfección el noble arte de hacerse el andorrano; es decir, mirar hacia otro lado -cuenta Teresa- tanto cuando entraban en el país grupos de refugiados que huían de los rojos, como cuando lo hicieron los refugiados republicanos después de la victoria franquista, o cuando se establecieron por aquí espías de todos los países contendientes en la guerra mundial y las redes de pasadores que operaban a través de Andorra. La amenaza de ocupación alemana -que por lo visto no fue solo un rumor ni un bulo más o menos exagerado- fue uno de los momentos clave de larguísimo mandato de Cairat. El otro -con el permiso de los conflictos diplomáticos que ocasionó la gestión de Fhasa y de la concesión de Radio Andorra- fueron los alimentos que en plena guerra civil, y con una población que se había visto incrementada en varios centenares, quizás miles de refugiados, para un total de 6.000 naciones, hizo traer desde la España nacional y a través de Francia y de la Cataluña republicana.

En todos estos asuntos sacó nuestro hombre a relucir un sensacional poder de convicción, porque como es de suponer, la posición de Andorra y del menudo Cairat frente a una patrulla anarquista, una partida de maquis, un destacamento alemán, o las autoridades franquistas recién instaladas en la Seo y comarca, era francamente precaria. Pero según Teresa el episodio más ingrato -y atención, hasta hoy inédito- en la trayectoria de su abuelo tuvo lugar en los años 50, no concreta más, y estuvo estrechamente relacionado con su actuación durante la Guerra Civil, cuando acogió en su propia casa de Sant Julià a refugiados de uno y otro signo: "Fue en Barcelona. Se hospedaba en un hotel de Portaferrissa, y cierta noche se presentaron en el hotel una patrulla de la policía y se lo llevaron a la comisaría de Vía Layetana". Y aunque faltaban quizás unos años para que Vía Layetana adquiriera su funesta reputación, pasar una noche en el calabozo no debía de ser lo que entendemos por un buen plan.

El caso es que lo retuvieron durante 24 horas y lo interrogaron sobre los refugiados rojos a los que supuestamente había protegido. Algo había de cierto, y es que Cairat abrió su casa de par en par, dice Teresa, a refugiados de uno y otro signo: "Como persona de ideas conservadoras y profundamente religiosa, estaba más próximo a los nacionales que a los rojos, pero acogió a combatientes y refugiados de los dos bandos. Al comenzar la Guerra Civil se instalaron en cal Manel el doctor Palau, un canónigo de la Seo y su hermana; más adelante llegaron el doctor Sicre, amigo suyo y republicano convencido, y Antoni Forné. Pero por encima de todo era un pacifista que jamás comprendió por qué España se había embarcado en aquella guerra fratricida".

La detención se debió a una denuncia -"Nunca supimos la identidad del delator"- y sólo la familia y un restringido círculo de íntimos tuvieron noticia del incidente. Pero aunque la broma no pasó a mayores, "él siempre lo interpretó como un golpe demoledor a su dignidad personal e incluso a la nacional, porque no dejaba de ser la primera autoridad del país. Todo esto hacía que se sintiera muy avergonzado y que casi nunca hablara de ello".

Hay más, mucho más. Por ejemplo, su papel en la ejecución de Pere Areny, el fratricida que se convirtió en el último condenado a muerte de la historia penal de Andorra - "Abiertamente contrario a la pena de muerte, se vio obligado a asistir a la ejecución, y aunque chocaba con sus creencias profundas sobre la pena de muerte, prevaleció su deber como síndico"; la admiración incondicional que le profesaba a De Gaulle, la antipatía que le generaba el veguer francés durante la Guerra Muncial, Lesmartres -colaboracionista notorio con quien el síndico rompió formalmente relaciones en abril de 1943, y la desonconfianza que le inspiraban Trémoulet -el factótum de Radio Andorra- y Miguel Mateu, el fundador de Fhasa que gestionó ante las autoridades de Burgos la ayuda alimentaria que Franco prestó a Andorra en plena Guerra Civil y que evitó el bombardeo de la central - "Se lo cobró con creces", repetía con cierta amargura. El meu padrí es, en fin, un libro necesario. Pero si hay un personaje del siglo XX andorrano que merece sin duda una biografía académica y como dios manda, sin duda es Cairat. Y con urgencia.

[Este artículo es una ampliación del publicado el 17 de abril del 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

miércoles, 7 de mayo de 2014

'Time', 75 años: "vellans", "escaldans" y un sicario de Dillinger

La hemeroteca digital de la revista norteamericana  permite el acceso en línea a las noticias publicdas desde la fundación de la revista, en 1923, incluido el medio centenar de referencias andorranas; el tono paternalista que dedica sistemáticamente a la "feudal relic" perdura hasta  bien entrados los años 70.

Tres cuartos de siglo dan inofrmativamente para mucho. O deberían dar. Pues a la revista Time, el siglo XX andorrano le dio exactamente para medio centenar escaso de referencias. Un puñado de noticias que arrancan en 1923, apenas seis meses después de la aparición de la decana de las revistas de su género en los EEUU, y a cuenta de los ciudadanos andorranos que eran incluidos en la lista Other Europe -¡other!- a la hora del recuneto de las cuotas de inmigración para julio de ese año. A Andorra, Gibraltar, Liechtenstein, Malta, Mónaco y San Marino -esa otra Europa- les tocaron 17 plazas, a repartir entre todas ellas. Tampoco está tan mal si se tiene en cuenta que según Time, "strictly speaking, all these countries are not countries". Un tono como se ve entre condescendiente y paternalista que persistirá hasta bien entrados los años 70: durante más de medio siglo se repetirán los trillados tópicos que identifican Andorra como una "reliquia feudal", una "minúscula república" y un país "de pastores y contrabandistas".

Un país de opereta, en fin, escenario ideal para las andanzas del aventurero de turno: el número del 30 de noviembre de 1942, en plena guerra mundial, sigue la pista de un "americano" que ocho años antes había ofrecido la fabulosa cantidad de 54.000 dólares por todo el país. Afortunadamente, dice Time, "el pequeño consejo escogido por llos cabezas de familia declinó la oferta". En octubre de 1930 merece una discreta mención la aparcición de una compañía, esta vez francesa, dispuesta a invertir 4,5 millons de dólares -esto es una oferta, y no la propina del "americano"- para convertir Andorra en un "segundo Monte Carlo, con casino, ruleta y hotel de lujo". Les faltó añadir una familia real con glamour -aunque quizás lo hubieran hecho tres años después, cuando apareció Borís Skossyreff- y sobre todo, un buen trozo de mar, con su playa, su puerto, sus yates y sus millonarios. Pero es que no se puede tener todo.

Hay referencias, claro, a las convulsiones sociales de la época. En abril de 1932 Time cuenta como la República Neutral de Andorra -esta es ahora la terminología de la revista- ha declarado la ley marcial y mobilizado a sus ciudadanos "más robustos" para controlar a los "escasos" trabajadores extranjeros que han convocado una huelga en la "pequeña central hidroeléctrica del país". Bueno, "ciudadanos robustos" es lo que el redactor de turno creyó que debía ser el somatén; y le debían paracer "escasos" el cerca de medio millar de trabajadores que construían la primera central del país... En fin, que como se ve para Time todo lo que tiene que ver con Andorra es pequeño, escaso o directamente minúsculo. Hay que añadir que los andorranos del momento son retratados poco menos que como unos esquiroles, cosa que no deja de tener algo que ver con la realidad: "El Gobierno, integrado exclusivamente por rudos montañeses, arrojó contra los huelguistas españoles a los hijos de las mejores familias [deben de ser los ciudadanos "robustos" de más arriba], que reventaron fácilmente la huelga y les expulsaron del país". Estos mismos y robustos hijos de las "mejores familias" son los que al año siguiente secuestrarán por unas horas el Consell General -el parlamento local- exigiendo el sufragio universal (masculino, por supuesto). Pero esto Time ya no lo cuenta.

Mas pintoresca, a la altura quizás del nuestr gran Borís -de quien por cierto no hay ni una sola referencia- es la crónica del 17 de enero de 1938. Bajo el prometedor título de Andorra: no admittance, el cronista explica que un tipo que se hace llamar Alex Abraham Sikorski -¿judío, quizás?- se había presentado en Bourgmadame, al otro lado de la frontera hispanofrancesa en Puigcerdá, con la inusitada pretensión de instalarse en Andorra. Ofrecía a cambio la construcción de un "sanatorio" en el país. Y atención, alegaba como carta de presentación su pasado como sicario de John Dillinger. "Soy un gánster, es verdad, pero no un criminal. Jamás he secuestrado a nadie". En el fondo, no era malo, sólo lo habían dibujado así. En fin, según la crónica, este tal Sikorski pretendía ser el hombre que la banda había enviado a Europa tras los pasos de Anna Sage, la putilla rumana que había delatado a John al FBI de Hoover. "Impresionados por el alegato", concluye Time, "Andorra respondió: No admitido". En cambio, por lo visto sí que admitieron a Sikorski las autoridades republicanas, necesitadas -dice la revista con ese tono bufón tan propio- de "buenos pistoleros". Time concluye el episodio de forma bien pintoresca: "En Europa puede ser tan exótico hacerse pasar por gánster americano como pretenderse príncipe en los EEUU".

Tres copríncipes y una pequeña república
Qiuzás por esto mismo, los grandes momentos de Andorra llegaran de la mano de los tres copríncipes franceses: el primero de todos, Vincent Auriol, a cuenta de la Guerra de las radios. Atención, porque estamos en octubure de 1953 y el redactor recurre otra vez al tópico del país "feudal" habitado poruna "feliz comunidad de pastores y contrabandistas hispanohablantes". Error fatal que merecerá una carta al director firmada el 26 de octubre de ese mismo año por un tal George Engerrand, de la Universidad de Texas, que aclara que "el pueblo de Andorra no habla español sino catalán, una de las ocho lenguas de raíz latina". Bravo por el texano.

En septiembre de 1962 asoma brevemente la nariz por Time el entonces síndico, Julià Reig -uno de los escasos andorranos que merece el honor de ser citado con nombre y apellido por la revista. Pues he aquí que Reig ha de dirimir lo que para Time, tan aficionada al exótico guerracivilismo peninsular, constituye una especie de lucha fratricida entre los "vellans" -hay que suponer que se refiere así a los vecinos de Andorra la Vella- y los "escaldans" -los de la vecina localidad de Escaldes, entonces todavía agregada a la capital. Una "guerra" que terminará según Time con la frontera clausurada por orden de la Mitra y la advertencia del veguer francés de que Andorra se podía convertir en un "nuevo Berlín" -entonces en estado de shock por el Muro que la URSS comenzaba a erigir. El rigor, por encima de todo. El momento estelar será la visita de Charles de Gaulle, en octubre de 1967, la primera de un copríncipe francés y -como remata la revista con malicia- efectuada con sus habituales maneras "monárquicas".

Espectacular, vean: por motivos de seguridad, la "milicia" andorrana no pudo rendirle la reglamentaria salva de honor, el país fue ocupado por un millar de gendarmes, y surgieron fricciones cuando el ilustre huésped reclamó que se relajara la estricta ley de la nacionalidad que impedía la naturalización de los -entonces- 15.000 residentes extranjeros: los andorranos, dice Time, se rebelaron, desafinando ostensiblemente en el momento de entonar la Marsellesa. Momento glorioso que tendrá un epígono mucho menos tenso diez años después con la vista de Giscard d'Estaing y Joan Martí Alanis -el copríncipe episcopal, que por cierto ejerce en la crónica un puro papel de comparsa. Hasta el redactor del Time, siempre tan perspicaz, deja constancia de la muy andorrana institución del prestanoms -que permitía a los ciudadanos extranjeros invertir en el país a través de un hombre de paja local. Una institución, por cierto, vigente como quien dice hasta anteayer. Pero esta es otra historia. Como diría Forges, "¡País!"

[Este artículo se publicó el 18 de mayo del 2011 en El Periòdic d'Andorra]

sábado, 8 de febrero de 2014

Jean Léon Donnadieu: una historia de la Resistencia

El 1 de septiembre de 1939 se confirmaban los peores augurios y Hitler invadía Polonia. Dos días después, la Gran Bretaña y Francia declaraban la guerra a la Alemania nazi y estallaba la II Guerra Mundial. Aquel fatídico 3 de septiembre Jean Léon Donnadieu juraba bandera en la base de Istres y comenzaba una peripecia bélica que lo había de conducir al Servicio de Información de la Francia Libre, en Lyon, y a la oficina de búsqueda de criminales de guerra, una vez conjurada la pesadilla nazi. Con la paz, Donnadieu se recicló en administrador colonial en Indochina, donde vivió de primera mano el deterioro de las relaciones con la metrópolis que degeneraría en el avispero de Vietnam. Una trayectoria que incluye, por lo tato, dos de los grandes seísmos de la historia francesa del siglo XX. Seis dácadas después, y desde el retiro andorrano, reivindica el papel de la Resistencia en la derrota del nazismo y evoca literariamente la Cochinchina que no pudo ser.

Encarna la Francia ilustrada, liberal y demócrata que en elpeor momento de su historia se negó a claudicar ante el nazismo y lo arriesgó todo para levantar el mito de la resistencia auspiciado por De Gaulle. Donnadieu (Tolón, 1920) habría podido quedarse en la idílica granja del Jura, en la Suiza francófona, adonde había ido a parar después del armisticio. Pero el patriotismo y un cierto idealismo de cariz cristiano -dos valores que hooy cotizan a la baja- le dieron el empujoncito necesario para enrolarse en la Resistencia. Porque a veces, como recuerda Fernando Savater, "la idea de ser cobarde asusta más que las consecuencias concretas de no serlo". En fin, que esta es la esencia del heroismo, probablemente. Llegada su hora de la verdad, la generación de Donnadieu escogió no ser cobarde. Cosa que no equivale a no tener miedo: "Teníamos mucho: a las delaciones, a las torturas, a las redadas... Vivíamos continuamente con el miedo el cuerpo", advierte. Y en ocasiones este temor se materializaba en una patrulla de la Gestapo. Como la que en julio de 1944 tendió una emboscada a Francis Chirat y Gilbert Dru, dos de sus compañeros en los grupos de resistencia espiritual que después de la Liberación dieron lugar al Movimiento Republicano Popular. Chirat y Dru fueron capturados y torturados, y el 27 de julio los fusilaron en la plaza Bellecour, donde hoy se levanta un monolito en su memoria. Donnadieu escapó por los pelos: "Aquel día tenía cita con algunos miembros de mi célula militar. Cuando me dirigía a la reunión, me crucé por casualidad con Gilbert y Francis. Nos conocíamos de los grupos cristianos clandestino. Iban a ver al jefe, Maurice Guérin -su nombre de guerra era Patrice, creo- y como yo también lo conocía me invitaron a acompañarles. Pero una de las reglas de oro de la clandestinidad es no llegar nunca tarde a una cita. Cualquier reraso es sospechoso. Y yo ya tenía una cita. Pues esto es lo que me salvó la vida. En el piso de Guérin, que se lo debió de oler porque no se presentó, los esperaba la Gestapo. Fue su perdición."

El estallido de la guerra pilló a Jean Léon Donnadieu como cadete en la base aérea de Istres, en la región de Marsella; tras la invasión de Francia y el armisticio, recala en Perpiñán y se alista en el movimiento Jeunesse et Montagne, y más adelante pasa a Suiza, donde oficiales del ejército helvético lo ponen en contacto con la Resistencia; lo destinan a Lyon, donde pasará el resto de la contienda. Fotografía: Archivo Donnadieu.
Donnadieu, en 2005. Fotografía: Fernando Galindo / Informacions.

Por edad, Donnadieu estaba obligado a enrolarse en el Servicio de Trabajo Obligatorio, que obligaba a los hombres franceses de entre 20 y 22 años servir como mano de obra en la industria de guerra alemana (y en Alemania). Para evitar este destino -había nacido en 1920 y entraba en el cupo- se las arregló para suplantar la personalidad de Jacques-Henri Duprat, inspector de la policía de Vichy con la edad correcta para escapa del STO -había nacido en 1917. Como advierte el mismo Donnadieu, era una falsedad a medias, porque Duprat existía, "sólo que había muerto; pero sus papeles eran buenos, muy buenos". Los documentos de la imagen, sellados por las autoridades nazis, fueron el salvoconducto de Donnadieu durante los años más duros de la guerra. La carte d'identité de la izquierda es una tarjeta plástica... de 1943: tecnología punta nazi. Fotografía: Archivo Donnadieu.

Donnadieu todavía da las gracias a la fortuna que lo acompañó durante toda su vida de resistente, que lo convirtió en el único de los miembros de su célula que nunca fue detenido ni interrogado por la Gestapo: "Y eso que me tenían fichado: joven rubio y con bigote... Hasta pillaron a mi compañero de piso y clandestinidad. Lo torturaron pero no cantó, y finalmente la Resistencia puso liberarlo. Tuvo más suerte que otros compañeros que fueron deportados a campos de concentración, que fueron fusilados o quemados vivos..." El precio que tuvo que pagar fueron dos años de vida precaria, solitaria y nómada -los continuos cambios de residencia eran una cuestión de pura supervivencia- en que una sesión de cine o un bistec en el bistrot de la esquina se convertían en acontecimientos memorables. Donnadieu pertenecía al Servicio Central de Información y de Acción de la Francia Libre (BCRA, según las siglas en francés), la división de inteligencia encargada de recoger información sobre el orden de batalla alemán: efectivos., movimientos de tropas, aviones y carros de combate disponibles oficiales al mando...: "Todo lo que pudiera ser de alguna utilidad cuando las tropas aliadas desembarcaran en el continente". Pero no se considera un hombre de acción: el suyo era un trabajo de hormiga, más estrategico que táctico: "Recorríamos la regió en bicicleta tras los destacamentos alemanes, espiábamos los aeródromos para comprobar los mdoelos y catida de aeronaves de que disponían, y sólo excepcionalmente ayudábamos a alguna personalidad más o menos prominente a llegar a Suiza. Ni sabotajes ni enfrentamientos directos con las tropas: no era nuestra función".

Además de suerte, de seguir de pe a pa el abecé de la clandestinidad y de acreditar cierta pericia para moverse en arenas movedizas, Donnadieu sobrevivió gracias también a la identidad falsa que asumió en Lyon, cuando dejó de ser Jean Léon para convertirse en Jacques-Henri Duprat, inspector de policía del gobierno colaboracionista de Vichy. Falsedad a medias, porque Duprat existió realmente, pero su muerte surtió de papeles en regla a Donnadieu, que además de envejecer para la ocasión tres años -el auténtico Duprat había nacido en 1917- y esquivó de esta manera el Servicio de Trabajo Obligatorio que por edad le tocaba.

La célula de Donnadieu la integraban media docena de hombres y formaba parte de la red de la Resistencia en la región de Lyon, que dirigía un tal Ramon, el único nexo entre los diversos grupos que operaban en la zona. No es ciertamente una cifra impresionante, y es que, como matiza Donnadieu, "los resistentes activos éramos pocos, hay que decirlo, pero la mayoría de la población practicó lo que podríamos denominar una resistencia pasiva, dándonos apoyo logístico, aportando información, advirtiéndonos de posibles batidas. Sin esta complicidad no hubiéramos tenido nada que hacer". El tercer vértice de la Resistencia se lo adjudica a De Gaulle, el irredento general que coincidiendo con el armisticio de Pétain lanzó desde Londres la llamada decisiva a la lucha contra el ocupante: "Era un mito, la personificación de la Resistencia. Mucha gente murió por él, y fue quien después de la contienda se opuso al designio de los norteamericanos, que pretendían instalar en Francia un gobierno provisional. Es que De Gaulle dotó de esperanzas a una generación que había contemplado impotente el hundimiento de Francia". Es la que denomina gráficamente "Generación De Gaulle", imbuida de los valores de patriotismo, libertad y democracia que el mismo Donnadieu ha plasmado en la segunda de sus incursiones novelísticas, Une géneration éperdue (L'Harmattan). La diferencia con Julien, el protagonista de esta novela en gran parte autobiográfica, es que el autor sobrevivió a la guerra. Como Julien, Donnadieu también se comprometió en un doble activismo, militar e ideológico. El primero, en el ejército de la Francia Libre; el segundo, en los grupúsculos de inspiración cristiana que operaban en la región y que editaban un periódico clandestino, Cahier de temoignage chrétien, y que en la postguerra dieron lugar a partidos como el MRP.

La clandestinidad exigía una rutina, unas normas que pretendían garantizar la supervivencia: "No sabíamos nada los unos de los otros. De hecho, no conocíamos ni la identidad real de la mayoría de nuestros compañeros de célula, y mucho menos dónde vivían. Así nos asegurábamos de que en caso de caer en las garras de la Gestapo nadie cantaría. Pero claro, incluso así había filtraciones". Había otra razón, además de la seguridad, para mantener a cada grupo en un compartimento estanco, sin relación con las otras células: confrontar la información que cada una pasaba. "Si dos fuentes que no tenían nada que ver coincidían en un dato, había más probabilidades de que fuera cierto, o por lo menos de que no proviniera de una intoxicación de los servicios de espionaje. Por eso también era conveniente evitar en lo posible la militancia simultánea en diversas células".

Y después de la guerra, a Indochina
Pero, ¿cómo había ido a parar a Lyon, Donnadieu? El estallido de la guerra lo sorprendió en la base aérea de Istres, en la región de Marsella: "Me había enrolado en la aviación porque desde el contubernio de Múnich [en septiembre de 1938 la Gran Bretaña y Francia habían claudicado ante Hitler y aceptado la incorporación de Checoslovaquia al III Reich] la guerra era sólo cuestión de tiempo. Fuimos muchos los que interpretamos como un error fatal la cesión de Chamberlain y Daladier en la cuestión checa. Había que defender la democracia, y parecía claro que su futuro se dirimiría en los campos de batalla. Por eso me alisté. Y eso que todavía no sabíamos nada de las barbaridades que los nazis estaban perpetrando en los campos de concentración". Después de pasar la drôle de guerre, la guerra de broma, haciendo instrucción en la base de Rodez, la invasión de Francia y el armisticio, el 22 de junio de 1940, convierten a Donnadieu en uno de los miles de refugiados que llegan a Perpiñán con la esperanza de embarcar hacia Inglaterra i unirse a las fuerzas de la Francia Libre que De Gaulle se empeñaba en levantar contra viento y marea.

Ante la imposibilidad de encontrar pasaje y después de unos meses enrolado en Jeunesse et Montagne, grupo paramilitar integrado por oficiales del arma de aviación que se preparaba en los Alpes para una hipotética ofensiva francesa que nunca llegó, Donnadieu desestimó huir por los Pirineos -"Había oído que si la policía franquista te pillaba te encerraba en un campo de refugiados. Posteriormente he sabido de la existencia de redes de evasión que operaban desde Andorra, pero entonces no tenía ni idea"- y optó por refugiarse en Suiza. Esto fue en otoño de 1942. En Friburgo, oficiales del ejército suizo lo pusieron en contacto con miembros de la Resistencia. Se enroló y lo destinaron a Lyon, donde se instaló a principios de 1943. Aquí se quedaría hasta li liberación de la ciudad por las fuerzas aliadas, el 3 de septiembre de 1944. El primer destino, ya con uniforme francés y con la guerra todavía en marcha, fue París, en la división que buscaba y capturaba criminales de guerra. Un trabajo sucio que rápidamente desengañó al antiguo resistente.

Donnadieu se acogió al decreto de De Gaulle que permitía a los antiguos oficiales de la Francia Libre reconvertirse en administradores coloniales. En 1946 embarco hacia Indochina, entonces todavía colonia francesa y que acababa de ser recuperada de manos de los japoneses. La aventura asiática se prolongó dos años durante los que se encargó básicamente de reconstruir la administración colonial, primero desde el servicio de reparaciones de guerra -que devolvía a sus legítimos propietarios los bienes incautados durante la ocupación nipona- y finalmente como "controlador" o recaudador de impuestos coloniales en Cholon, la ciudad china pegada a Saigón -"Como Escaldes y Andorra la Vela", dice- y que ya entonces era la capital pública y notoria de la prostitución, el juego y las drogas. Unos ambientes, unos personajes y unos argumentos, por cierto, que han inspirado una considerable bibliografía (El americano impasible) y también un buen número de películas (Indochina), y que el mismo Donnadieu aprovechó como materia prima de su debut literario, la novela negra Cholon (L'Harmattan). "Cuando llegué, aquello era la selva. Mi misión consistía en devolver los bienes expoliados, pero nos encontramos con que los nativos no cerraban sus tratos con documentos escritos. Ni contratos ni facturas ni recibos. Nada. Todo lo hacían de palabra. Era imposible que alguien demostrara documentalmente la propiedad que reclamaba. Entonces, y para evitar que salieran a subasta y acabaran en manos del Vietminh -una amalgama de partidos entre los que se terminarían imponiendo los comunistas del Vietcong- las casas, coches, electrodomésticos y armas, muchas armas, que habíamos recuperado, ideé un procedimiento quizás poco ortodoxo desde el punto de vista administrativo pero que acabó funcionando: aceptamos declaraciones juradas como prueba de propiedad".

Todos estos antecedentes convierten a Donnadieu en testimonio privilegiado del avispero en que Incochina, después Vietnam, estaba llamado a convertirse. De Gaulle, Ho Chi Minh y Leclerc, tres de los protagonistas de los convulsos años que precedieron a la intervención norteamericana, pasan bajo el ojo crítico de Donnadieu. Deja claras sus nulas simpatías por el líder comunista, pero también cómo la escasa cintura negociadora de la metrópolis hizo imposible el entendimiento con un personaje "culto y francófono", dice: "El gran error fue creer que la solución podría ser militar. Desde mi punto de vista, lo que se imponía era negociar con el Vietminh para tantear las condiciones en que Francia podría salir de la región conservando la influencia cultural, política y económica. Creo que Leclerc -el de La Nueve, entonces comandante en jefe de las fuerzas francesas en Indochina- tenía también esta idea en la cabeza. El mismo De Gaulle, que en la época ya no tenía responsabilidades de gobierno, reconoció años después que era inútil enviar a un ejército a luchar contra un pueblo que exigía la independencia. Pero el estado mayor no lo entendió así. Y aprovechó que Ho Chi Minh se había trasladado a Francia para parlamentar con el gobierno para bombardear ciertas ciudades costeras. Aquello fue el detonante de la guerra".

Donnadieu ya no la vivió in situ: en 1947 se había desengañado completamente sobre las posibilidades de llegar a una solución pacífica y solicitó la repatriación. Se ahorró el progresivo encarnizamiento del conflicto, que culminó con el desastre francés de Dien Bien Phu (7 de mayo de 1954), que a su vez precipitó los acuerdos de Ginebra y la paz provisional. Inmediatamente los EEUU tomarían el relevo de la antigua metrópolis, pero esta es ya otra historia. La conclusión de Donnadieu es triste: "Des de los años 40 hasta que los EEUU evacuaron Saigón, en abril de 1975, varias generaciones de vietnamitas habían crecido en un clima de guerra. Ya no sentían ninguna nostalgia de Francia ni de la época colonial porque, sencillamente, no la habían conocido. Y claro, el sentimiento francófono se estaba diluyendo. Al final, no diré que Vietnam se hubiera convertido en un país antifrancés, pero lo que está claro es que había dejado de ser un país francés. Una lástima".

[Este artículo se publicó en mayo de 2005 en Informacions]

martes, 4 de febrero de 2014

Normandía: recuerdos de un soldado

Militar retirado y veterano de la II Guerra Mundial, Channing King Hall pertenece a la ilustre y prolífica nómina de los norteamericanos expatriados en Europa, donde ha vivido desde 1949. En 1973 se instaló en Sant Julià de Lòria (Andorra). Ahora evoca su vida nómada en Mémoires d'un libérateur de la France, una autobiografía ágil cruzada de un cierto humor negro y de un involuntario nihilismo, que se lee como una novela y que se centra en el episodio culminante de su peripecia vital y profesional: el desembarco aliado en Normandía y la campaña de Francia. Allí vamos.

Hall (Newton, Massachussets, 1921) nos recibe en su piso de Sant Julià el día después de la captura de Saddam. Ni puede ni quiere disimular la euforia que lo embarga, y el eslogan manufacturado en el servicio de propaganda del US AEmy que espetó el administrador civil norteamericano en Iraq, Paul Bremmer, al difundir las imágenes del dictador capturado -"We got him!"- le sirven para evocar la noticia de la liberación de París, el 25 de agosto de 1944. King se encontraba en algún lugar del centro de Francia, en medio de una de las interminables misiones de abastecimiento que el cuerpo de ingenieros al que estaba adscrito puso en marcha bajo el nombre en clave de Operación Ballon Rouge. "Fue una jornada inolvidable. Por la radio alguien dijo que París había caído. '¡La tenemos!', exclamamos. Como ahora con Saddam".

Hall, a la ziquierda, en una imagen tomada durante la campaña de Francia. Como veterano de guerra, al contraer matrimonio con Georgette, joven francesa a la que conoció durante la contienda, pudo disfrutar de un viaje de novios por todo lo alto, repartido entre el hotel Négresco de Niza y el Martínez de Cannes. Fotografía: Archivo Chaning K. Hall.

El libro destila este patriotismo tan norteamericano que los europeos, con cierta condescendencia, acostumbramos a calificar de ingenuo. Por ejemplo, cuando no duda en describir como "el más feliz de mi vida" el día que recibió los galones de oficial. Fue el 16 de abril de 1943, siete meses después de ser movilizado: "Ha habido otras ocasiones memorables: los ascensos, los matrimonios... Pero nada se puede comparar a la felicidad y al orgullo inmenso que me produjo mi nombramiento como oficial del ejército de mi país". Medio siglo lejos de los EEUU, donde desde 1959 no ha pasado más de cinco semanas en total, le han europeizado, sin duda. Él mismo lo reconoce, pero no han conseguido borrar el orgullo patrio marca de la casa: "Todo lo que tengo está aquí: mis recuerdos, mis pertenencias... En los EEUU no tengo nada. Pero cuando has luchado por tu país en lo último en que piensas es en cambiar de nacionalidad. Estoy orgulloso de lo que hice y me siento orgulloso de ser norteamericano".

Pero atención: Hall no es el americano de una pieza, sin aristas ni matices, que sólo existe en las viñetas de los caricaturistas de El País y en la imaginación de los profesionales del antiamericanismo. Al contrario: una vez proferida esta declaración de principios, se desmarca con una profesión de fe antimilitarista y con una sorprendente confesión que hay que leer teniendo en cuenta que toda su vida profesional, toda, la pasó en el ejército, primero como militar de carrera y desde 1953 hasta la jubilación, 18 años después, como trabajador civil: "Si pudiera volver atrás, no me alistaría", dice. Es la paradójica sentencia de quien ha entregado su vida al ejército, pero también ha visto de cerca los desastres de la guerra. De hecho, guarda en los más recóndito de su cerebro recuerdos que todavía le quitan el sueño. El más terrible y siniestro, cuando hubo de improvisar una compañía de enterradores, poco después del desembarco de Normandía: "Nos ordenaron coger cinco camiones y dirigirnos a un punto no muy lejano de la playa donde se habían acumulado los cadáveres de los soldados muertos en combate, recogerlos y transportarlos al cementerio de ese sector. Fue horrible. Lanzábamos los cuerpos a los contenedores como si fueran ladrillos, uno encima del otro. Alguno de aquellos soldados llevaba hasta ocho días muerto, olían terriblemente y se habían ennegrecido. En el cementerio no tenían derecho a ataúd: los envolvíamos en una sábana y los enterrábamos así. Este trabajo lo hacían los prisioneros alemanes. Pero medio siglo después de aquello, todavía se me aparece la escena en sueños. Nunca podré borrarla de mi espíritu."

Andorra aparece en el horizonte vital de Hall cuando con su primera esposa, Georgette, decidió establecerse en Sant Julià de Lòria tras la jubilación. Fue a principios de los años 70 y Andorra se convirtió en el epicentro de una vida nuevamente nómada, con continuos viajes por toda Europea al volante de la autocaravana familiar. Dos años después de morir Georgette, en la fotografía, Hall contrajo nuevamente matrimonio con Marie-Hélène. Fotografía: Archivo Channing K. Hall.

Otras escenas prefiguran el pánico cerval ante el inminente combate, o la muy humana compasión hacia los compañeros que parten hacia el frente. En las Navidades de 1944, en  plena ofensiva alemana de las Ardenas, la compañía que mandaba esperaba en la base aérea de Laon, cerca de la frontera francobelga, la llegada de un contingente de paracaidistas procedente de Inglaterra. Fue la única ocasión en que la columna de Hall fue atacada por la aviación alemana: "No sufrimos ninguna baja porque el avión llevaba las ametralladoras montadas en las alas y la hilera de camiones alineados en la pista del aeródromo quedó justo en medio del ángulo de fuego. Un milagro". Pasado este incidente, llegaron los paracaidistas: "Los cargamos en los camiones y partimos de inmediato hacia el frente. Que lástima me daban. En el bosque donde se apearon, en plena noche, les ordenaron cavar hoyos en el suelo helado para protegerse. La mayoría de ellos no tenía más de 18 años, y se veía en sus ojos que aquella era su primera misión de combate. Enseguida nos ordenaron regresar. No hizo falta que nos lo ordenaran dos veces".

A Hall, como a tantos otros de sus compatriotas, el bombardeo japonés de Pearl Harbour le cambió las expectativas vitales hasta el punto de que no duda en considerarla "la fecha más importante de mi vida: sin Pearl Harbour es improbable que me hubiera convertido en el expatriado -voluntario, eso sí- que soy hoy. Aunque, tal como iban las cosas en Europa, mi país se hubiera implicado en la guerra antes o después". Pero si hasta entonces había llevado una vida sin rumbo -la biografía de Hall es indudablemente americana, con una adolescencia especialmente difícil, expulsado de la casa paterna a los 17 años, con una subsiguiente etapa de vagabundeo- la movilización le descubrió su lugar en el mundo: el ejército. Se alistó en septiembre de 1942, y ya no lo abandonaría hasta la jubilación, con la sola excepción de un breve período justo después de terminada la contienda. La vida militar le permitió, dice, desarrollar sus potencialidades. Y se muestra especialmente orgulloso de su rápido acenso en el escalafón: "No sé si se puede llegar a comprender lo que sentí: yo, que tres años antes estaba en la calle, que había pasado hambre, que me había visto obligado a frecuentar a gente de una clase social inferior a la mía... Aquel chico desnortado se había ganado un respeto, se había convertido en oficial, merecía importantes responsabilidades. Y todo esto, apenas siete meses después de la movilización, y de alistarme como soldado raso" Este orgullo propio del self made man salpica todo el libro, en que Hall deja puntual constancia de los sucesivos ascensos hasta la jubilación, en 1971, con el grado civil de G13, equivalente al de teniente coronel en el escalafón del ejército norteamericano.

El punto culminante de su carrera militar fue la campaña de Francia. Tomó parte activa en el desembarco de Normandía. No con las primeras oleadas, las que tomaron tierra en la madrugada del 6 de junio, pero sí con los batallones de aprovisionamiento que llegaron una vez aseguradas las cinco playas. La compañía de Hall, la brigada especial del cuerpo de ingenieros, arribó el 30 de junio a Utah Beach. La espera en Inglaterra se les había hecho eterna: "Llegamos en enero, a bordo del Queen Mary, donde me separaron de mi hermano gemelo, con quien había hecho la instrucción. ¡Los soldados no sabían a qué teniente Hall se tenían que dirigir!" De Fur de Clyde a Southampton, de aquí a Cornualles y finalmente a Plymouth. "Cada segundo del día pensábamos en el momento en que llegaría la orden de partir. Nos tenían encerrados en el campo, casi como prisioneros, con la única ocupación de preparar el material, los jeeps y los camiones para que resistiesen el contacto con el agua del mar, porque preveíamos que desembarcaríamos lejos de la costa. Matábamos el tiempo jugando a las cartas. Me aficioné en Plymouth, y a todo el mundo le ocurrió más o menos lo mismo. Después me costó doce años dejarlo, pero lo conseguí en junio de 1956".

Lo peor había pasado Los alemanes estaban cinco kilómetros tierra adentro, y la aviación aliada enseguida liquidó las últimas defensas costeras. La brigada de Hall se encargó los primeros días de descargar los barcos que continuamente llegaban a las playas -el puerto de Cherburgo todavía no había sido tomado- llenos de alimentos, recambios y combustible. A mediados de agosto lo transfirieron a la 380a compañía de camiones del cuartel general, encargada de la Operación Ballon Rouge. Una gigantesca red tejida por los aliados para asegurar la llegada de suministros desde la costa atlántica hasta el frente, que cada día penetraba decenas de kilómetros en el interior de Francia. "El nombre de la operación procede de los convoyes ferroviarios que tienen prioridad absoluta, y que en los EEUU se denominan Red Balloon, en francés, Ballon Rouge. El alto mando habilitó unas carreteras por las que los únicos que estábamos autorizados a circular éramos nosotros. Y por eso bautizaron así la operación. Cada convoy lo formaban 25 camiones con 25 conductores bajo el mando de un oficial. Recogíamos el cargamento en las playas y lo transportábamos hasta una especie de vivac que se encontraba más o menos a medio camino; aquí nos relevaba otro equipo que llevaba la carga hasta el frente, descargaba y regresaba al vivac, y así sucesivamente". Una misión digna de Sísifo que le proporcionó su pero recuerdo de guerra: cierta misión en la que se pasó 60 horas al volante, sustituyendo a los conductores que iban cayendo uno detrás de otro rendidos por el cansancio. Un trabajo gris, en apariencia, pero fundamental para el desarrollo de la guerra, como reconoció el mismísimo general Patton, jefe del III Ejército norteamericano: "Una vez que nos detuvimos a descansar en el borde de la carretera, de repente vimos que se acercaba un jeep con las tres estrellas de general. Era Patton. Se paró a mi altura, preguntó a qué unidad pertenecíamos, se lo expliqué y contestó: 'Teniente, están haciendo un muy  buen trabajo. Acábenlo' Y se fue".

Hall deja constancia en Mémoires d'un libérateur de la France de un personalísimo gusto por la anécdota històrica y la curiosidad más o menos letraherida: por ejemplo, su estancia en Fort Sill, en 1948, le sirve para evocar la cautividad de Gerónimo, el célebre caudillo apache, a principios del siglo XX. No es menos curioso que en 1947, cuando regresó provisionalmente a la vida civil y se instaló en Berkeley (California), recibió la yuda de jun pariente paterno: James Norman Hall, el autor nada menos que de El motín de la Bounty. Fotografía. Archivo Channing K. Hall.

El fin de la guerra en Europa, el 8 de mayo de 1945, lo pilló en el hospital militar de Villejuive -menudo nombre- en los suburbios de París, donde había ingresado para tratarse un cuadro de estrés derivado de un curioso caso de, digamos, racismo a la inversa. O de racismo de ida y vuelta, para ser precisos: "Cuando me dieron el alta, los médicos me recomendaron un nuevo destino en otra unidad integrada por soldados blancos: una de las causas de la hospitalización había sido el hecho de haber servido durante toda la campaña de Francia en una unidad negra. Puedo asegurarte que con 150 soldados negros en una unidad que contaba con solo cinco oficiales blancos no te quedaba ni un momento de reposo. Había que estar continuamente en estado de alerta para no decir ni hacer nada que pudiera se reinterpretado remotamente como un acto, un gesto o una palabra racista; por ejemplo, si un oficial llamaba la atención de un soldado que hacía la guardia de manera impropia, siempre corrías el riesgo de que el sodlado alegara que todo se debía al hecho de que él era negro, y tú, blanco".

Hall rememora en este punto el consejo de guerra y la ejemplar (?) pena de 10 años de presión a la que fue sometido un soldado de su unidad que una noche abandonó el campamento para hacer una escapadita a París. Pequeñas historias paralelas que quedan sepultadas bajo e lpeso de la historia con mayúscula que se estaba gestando en la campaña de Francia. Como ésta de las relaciones interétnicas en el ejército yanqui, que según Hall terminó en la guerra de Corea con la desaparición de las unidades exclusivamente negras.

Medio siglo de vida en Europa -Francia y Alemania, principalmente- no lo han vuelto indiferente a las oleadas de recurrente antiamericanismo que periódicamente recorren el continente desde la Guerra Fría. Como es natural, ha elaborado una particular teoría al respecto: "En los años 50, los muros de las ciudades francesas estaban llenas de pintadas con el clásico 'Yankees, Go Home'. La campaña la había impulsado el Partido Comunista, y se reforzó durante la guerra de Corea. Los franceses no querían más guerras, y De Gaulle no echó de Francia. Literalmente. Él y nadie más es el responsable. No fue agradable, porque queríamos al país. Sus argumentos eran dos: uno personal y otro digamos que estratégico. No tragaba a los nortemaericanos, era un hombre rencoroso y no olvidaba que en la cumbre de Casablanca, en 1942, Roosevelt no lo invitó a sentarse con Churchill y Stalin. Ni la olvidó ni la perdonó jamás, aquella afrenta. Además, no podía tolerar que el ejército norteamericano utilizara las bases en suelo françés para un hipotético ataque nuclear. Y con la guerra de Corea, este peligro se hizo más real que nunca".

Los años, sin embrago, le han conferido cierto barniz de escepticismo, que es quizá la clave de la supervivencia: "Estoy acostumbrado a ser un extranjero en todas partes donde he vivido. Ya no me molesta: es como si hubiera ido construyendo un caparazón de tortuga para protegerme".

[Este artículo se publicó el 4 de enero de 2004 en Informacions]