Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

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jueves, 7 de mayo de 2015

Claudio Meunier, historiador: "La Bolsa de Falaise, en la campaña de Normandía, fue el momento estelar de Charney"

"Per ardua ad astra". Hacia las estrellas, a través de la adversidad. He aquí la sensacional divisa de la RAF, y he aquí también la leyenda que lucirá a partir del 9 de mayo la tumba de Kenneth Langley Charney (Quilmes, Argentina, 1920-La Massana, Andorra, 1982) en el sector británico del cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, donde será enterrado con todos los honores del as de la aviación que nuestro hombre fue. Los restos del piloto viajan hoy [12 de enero de 2015] hacia su Argentina natal, siete años después de que el historiador Claudio Meunier (Bahía Blanca, 1970) los localizara en un nicho anónimo del cementerio de la Quera, en la Massana. A partir de ahora descansaran definitivamente en casa. "Per ardua ad astra": capitán Ken, ¡qué envidia! En la conversación que transcribimos a continuación, mantenida el 10 de enero en el homenaje de despedida que el comú de la Massana le tributó a nuestro hombre, participan también el capitán Alejandro Covello, antiguo piloto de combate de la Fuerza Aérea Argentina, y Mike Leonard, quien fue vecino y amigo de Charney en sus años andorranos -además de piloto deportivo.

10 de enero de 2015: Michael Leonard, amigo de los años andorranos de Charney, conversa con el historiador Claudio Meunier y con el piloto Alejandro Covello en el cementerio de la Quera, en la Massana (Andorra), después de recoger la urna con las cenizas del aviador angloargentino. Fotografía: Máximus.
Lápida de la tumba del sector británico del cementerio de la Chacarita (Buenos Aires) donde yacen las cenizas de Kenneth L. Charney. El encabezamiento de la lápida, "Per ardua ad astra", es la sensacional divisa de la RAF; Charney se enroló en 1942, obtuvo su bautismo de fuego en julio de 1943 durante la campaña de Malta, y terminó la guerra con siete derribos confirmados y cinco probables. El rey Jorge VI le concedió la Distinguished Flying Cross, máxima condecoración del arma aérea británica, no una sino dos veces, de ahí la "bar", o banda. El sobrenombre de Caballero Negro se lo ganó en Malta por su temeraria táctica de combate. Foto: Archivo Claudio Meunier.

La tumba de Charney se encuentra a escasos 100 metros de la de Hans Langsdorff, el capitán del Graf Spee, el célebre acorazado de bolsillo. Ironías que tiene el destino.
Claudio Meunier: El sector británico de la Chacarita está al lado del alemán, donde descansan los caídos en la batalla del Río de la Plata. Pero han transcurrido 70 años y no hay rencor: angloargentinos y germanoargentinos conmemoran a sus muertos en armonía y con absoluto respeto. Al final todos son camaradas de armas. Lo mismo ocurre con los veteranos de las Malvinas, sean argentinos o británicos.

Charney es un as de la II Guerra Mundial porque abatió más de cinco aviones enemigos. Pero no queda claro si fueron seis o siete.
Claudio Meunier: Recientemente he localizado un informa de combate del piloto neozelandés Gray Stenborg. Volaron juntos en Malta y cuenta que en una misión conjunta derribaron un Messerschmitt 109. De regreso a la base, y en el momento de apuntarse la victoria, Ken le soltó: "¡A la mierda: quédesela usted!"

¿Conclusión?
Claudio Meunier: Los pilotos de combate eran así: cumplían con su deber, hacían su trabajo y no se daban importancia porque sabían que tarde o temprano les llegaría su hora, que vivían con los días contados. No acaparaban victorias para aumentar su score

Sobrevivió a cuatro años de guerra, y él mismo contaba que había visto morir a muchos pilotos que eran mejores que él. ¿Tuvo suerte?
Claudio Meunier: El Charney que llega a Malta en 1942 -a bordo del HMS Eagle, desde donde despegó sin experiencia previa en operar desde la cubierta de un portaaviones- es un piloto indudablemente novato y con escasas perspectivas de supervivencia. Pero de la veintena de pilotos que defendían la isla sólo dos salieron de ella con vida. La suerte en combate cuenta, por supuesto. Pero también la pericia, y el Ken que combate en Caen y en Normandía es un veterano con dos Distinguished Flying Cross en el zurrón. Va camino de la leyenda y lo sensato era apostar por él.
Mike Leonard: Pienso que era un piloto muy, muy bueno. Y la prueba es que tras la guerra permaneció en la RAF, algo que sólo lograban los mejores.

¿Es el más letal de los pilotos argentinos de la guerra?
Claudio Meunier: Este honor es para Eric Norman Woods, que ants de desaparecer en 1944 sobre el Adriático sumó 17 victorias. Por otra parte, en el Imperial War Museum de Londres se conservan filmaciones tomadas desde el avión -una cámara instalada en el morro se activaba automáticamente cuando el piloto disparaba el cañón- y resulta que tenemos documentadas 38 misiones de Charney. Hay que estudiarlas, y es posible que aparezcan nuevas victorias que hasta ahora no teníamos contabilizadas.

¿Cuántos veteranos angloargentinos quedan con vida?
Claudio Meunier: En 2004, cuando publiqué Alas de trueno -donde recogía la trayectoria de los 880 argentinos enrolados en las fueras aéreas aliadas- quedaban una veintena. Hoy, sólo uno: Ronald Scott, que tiene 97 años y que voló en el 838 escuadrón. Y que asistirá a la ceremonia del 9 de mayo.

Piere Clostermann, el gran as francés -además de íntimo de Charney: lo saca en su Gran circo- abatió 23 aviones enemigos; el récord absoluto de la guerra lo tiene el piloto alemán Eric Hartmann, con... ¡353! Las seis (o siete) de nuestro Ken le pueden saber a alguien a poco.
Claudio Meunier: Los aliados, sobre todo en los primeros años, cuando perdían la guerra, necesitaban saber por que y llevaban una estadística rigurosa; Hitler, en cambio, necesitaba héroes; la Luftwafe no hacía estadísticas, sino propaganda. Por otra parte, no era lo mismo combatir en el frente del Este, donde los alemanes consiguieron centenares de victorias, que en el del Oeste.

¿A qué se debe el sobrenombre de El Caballero Negro que Charney se ganó en Malta?
Claudio Meunier: A la nueva doctrina de combate que él y su compañero Alfred Ogilvie idearon: consistía en atacar de frente, con rumbo de colisión, a las formaciones cerradas de bombarderos enemigos, como los caballeros medievales que se enfrentaban en un torneo. Para evitar el impacto, los aviones enemigos acababan rompiendo la formación, dispersándose y convirtiéndose en un blanco fácil para los cazas. Ea el momento en que el resto del escuadrón aprovechaba para lanzarse a por el enemigo. Por supuesto, hacían falta grandes dosis de sangre fría, y por lo visto Ken la tenía.
Alejandro Covello: Se trataba de ver quién aflojaba primero. Un clásico de la aviación de combate.

Comparado con sus enemigos -el Macchi 202 italiano, y los Me 109 y Focke Wulff 190 alemanes- el Spitfire de Charney, ¿era una máquina superior?
Claudio Meunier: La guerra también se libró en el campo de batalla tecnológico: los británicos fabricaron una veintena de versiones del Spitfire. Más que superior, requería una habilidades diferentes, y una manera diferente de pilotar: los cazas alemanes atacaban en picado, disparaban y salían pitando; el Spitfire, en cambio, aprovechaba el excelente comportamiento en los virajes que le confería su ala  llevar al enemigo a su terreno: si el Me 109 picaba el anzuelo, estaba frito.
Mike Leonard: Los últimos modelos del Spitfire tenían hasta 3.000 CV de potencia. Una barbaridad. Hubo pilotos que tras la guerra intentaron pilotarlos y se estrellaron porque era una máquina especialmente caprichosa, sobre todo al despegar y al aterrizar. Como el Mersserscmitt, por otra parte.
Alejandro Covello: Durante la Batalla de Inglaterra, por lo visto un día Goring se acercó a Galland, otro de los grandes ases alemanes, muy desmoralizado por las enormes pérdidas de la Luftwaffe. "¿Qué necesitas?", le preguntó. Y Galland respondió: "Un escuadrón de Spitfires".

En 1945 fue transferido al Pacífico, pero no llegó a entrar en combate: ¿cuáles hubieran sido sus prestaciones ante los Zero japoneses?
Claudio Meunier: A aquellas alturas de la guerra las fuerzas aéreas niponas prácticamente habían dejado de existir. He entrevistado a veteranos del Pacífico que cuentan que podían transcurrir semanas enteras sin divisar un solo aparato enemigo. En cualquier caso, Ken formaba parte del primer escuadrón que llegó a Hong Kong, a bordo del portaaviones HMS Smiter.
Mike Leonard: Cuentan también que los Zero que intentaban seguir los virajes del Spitfire rompían las alas: no podían resistirlo.

Su historial de guerra incluye Malta y Normandía, raids sobre las rampas de lanzamiento de las V-1, y la célebre misión sobre Casen en que abatió con Clostermann cinco aviones alemanes. ¿Con cuál se queda usted?
Claudio Meunier: El momento estelar de Ken en la II Guerra Mundial fue la Bolsa de Falaise, en agosto de 1944. Él fue el primero en localizar lo que quedaba del VII Ejército pánzer en retirada, intentando huir de la ratonera en que se había convertido Normandía. Fue él quien dio la voz de alarma - "Envíen toda la fuerza aérea", fue su mensaje por radio. Los aliados destruyeron en aquella acción centenar y medio de blindados alemanes. Fue un golpe decisivo de la campaña, que allanó el camino hacia París.

Charney falleció en junio 1982, en el momento álgido de la guerra de las Malvinas. ¿Cómo cree que encajó aquel conflicto?
Claudio Meunier: Algunos compañeros de Ken, veteranos como él de la II Guerra Mundial -pienso en Wittinghton y en Harvey- se ofrecieron para volar con la fuerza aérea argentina. Otros quemaron su pasaporte y sus condecoraciones británicas. No sé lo que Ken hubiera hecho, ni lo que pensó, por supuesto. Pero probablemente hubiera dicho algo así como: "¡Mierda de guerra! Vayamos a tomar un whisky".

Nació en Quilmes, vivió en Bahía Blanca y lo entierran en Buenos Aires. ¿Por qué?
Claudio Meunier: También vivió en Buenos Aires, y en Rosario. Lo iban echando de todos los internados, porque por lo visto era un estudiante especialmente rebelde. Lo apodaban El Indio, que es como en Argentina llamamos a los tipos indomables.
Mike Leonard: Es curiosoque un tipo tan indisciplinado como Ken se enrolara en la RAF e hiciera carrera. Sus primeros meses debieron ser para él un auténtico suplicio.
Alejandro Covello: Esta querencia por la indisciplina es un rasgo de carácter muy común entre los pilotos de combate. Por otra parte, la comunidad británica tiene su centro en Buenos Aires, donde la comunidad inglesa tiene mucha presencia y mucha actividad. Era el lugar ideal para preservar su memoria.

¿Es fácil, disparar contra otro avión?
Alejandro Covello: Es algo instintivo. Cuando estás en el aire apenas hay tiempo para pensar. Si te agarra una turbulencia lo correcto, lo sensato y lo que te sale por instinto es responder tal como te has entrenado a hacer.

La viuda de Charney, June, ¿nunca propuso repatriar los restos de Ken a Inglaterra, a Sussex, donde ella vive?
Claudio Meunier: Jamás. Siempre estuvo de acuerdo con la idea de devolverlo a la Argentina.
Mike Leonard: Creo que también tiene un memorial en la capilla de Saint Clementines, donde se recuerda a todos los caídos de la RAF.

Oficialmente murió de un ataque al corazón. Pero existe la sospecha de que falleció a consecuencia de un cáncer que pudo tener su origen en las pruebas atómicas en Christmas, en el Pacífico, que tuvieron lugar durante su servicio en la isla.
Claudio Meunier: Esto es lo que sostiene su viuda, June. Por otra parte, se ve que dio bastante la tabarra a sus superiores porque empezó a cuestionar las pruebas: decía que comprometían la supervivencia de las formaciones coralinas que rodean la isla.
Mike Leonard: Un tío de mi esposa estuvo también destinado en Christmas y murió de cáncer a los 39 años. Es posible que recibieran altas dosis de radiación.

¿Pilotó siempre cazas, Charney? ¿Nunca lo hizo a bordo de bombarderos?
Claudio Meunier: El piloto de caza es un ser especial, individualista, que esta acostumbrado a volar solo y a solucionar por sí mismo los problemas que van surgiendo. Por otra parte, una de las primeras decisiones que se toman en una escuela de vuelo es el destino de los candidatos según sus cualidades: los hay que claramente no serán buenos pilotos, pero en cambio apuntan a artilleros, navegantes, ingenieros de vuelo...
Alejandro Covello: La verdad es que los que tienen mejores condiciones van a la aviación de caza. Y el resto, a bombarderos. Además de habilidad, el piloto de caza necesita ese plus de agresividad que es fundamental para este oficio. El piloto de bombardero está entrenado para despegar, volar cuatro horas -o las que haga falta- hasta el objetivo-, esquivar a los cazas enemigos y el fuego antiaéreo, soltar su carga de bombas y regresar a casa. El piloto de caza es todo lo contrario: básicamente, un depredador.

[Esta entrevista se publicó de forma muy resumida el 12 de enero el 2015 en el Diari d'Andorra]




jueves, 9 de enero de 2014

El ángel de la guarda de los pilotos aliados

Edward Allcard evoca su peripecia bélica en el Servicio de Rescate Aéreo de la RAF.

Lo que toca este año, con la excusa del centenario, es hablar de la I Guerra Mundial. Pero vayan ustedes a buscar un superviviente de, no sé, pongamos que Verdún o el Somme, a ver si lo encuentran. Nosotros lo intentamos pero, hay que reconocerlo, fue imposible. En cambio, sí que dimos, casi por casualidad, con un veterano de la Segunda Guerra Mundial: Edward Allcard, al timón del coqueto y muy británico chalecito que navega por la parte alta de la Aldosa, valga la redundancia, subiendo a mano derecha. Un lobo de mar, él también casi, casi centenario -tiene cita con el siglo este mismo 2014: ¡casi nada!- de quien días atrás les hablábamos aquí mismo a cuenta de Rodamons de la mar -seguro que lo recuerdan: las aventuras de la tribu de los Allcard a bordo del queche Johanne Regina- y la verdad, era un pecado que no compartiéramos con los lectores (si los hay) la peripecia bélica de Edward.

"Usted debe de ser el joven que quiere saber cómo gané la guerra, ¿verdad'", nos suelta a modo de bienvenida. Y sí, porque eso es exactamente lo que hicieron hombres de una pieza como él, como Ken Charney -el as angloargentino enterrado en el cementerio de la Quera (la Massana)- y, atención, otro vecino ilustre de este rincón nuestro de mundo: Norman Westby, veterano del Bomber Command y uno de los hombres de Bomber Harris que trituraron la Alemania nazi (y cercanías). Pero habíamos venido a hablar de Allcard, ingeniero naval que antes de lanzarse a la aventura de navegar en velero -y siempre en solitario, "por supuesto; si no, ¿para qué?"- se enroló nada más estallar la guerra en el Air-Sea Rescue Service, sección de la RAF de lema glorioso -y pelín temerario: "The sea shall not have them"- consagrada a rescatar las tripulaciones de los cazas y bombarderos abatidos sobre el Canal antes de que el mar se los zampara.

Edward Allcard, ingeniero naval, nacido en 1914 y desde mediados de los años 80 residente en la Aldosa (Andorra). Durante la guerra sirvió en el Air-Sea Rescue, y fue el 14º hombre en dar la vuelta al mundo en solitario. Fotografía: Tony Lara.

¿Qué hacía, él, en el ASR? Consolarse, exactamente, porque tenía un ojo escacharrado que le impidió alistarse en la Royal Navy, su destino natural. Ironías de la vida -y de sus casi 100 años- hoy ve perfectamente del ojo tonto, y por lo tanto sería declarado apto para el servicio en la mar. En fin, que la Navy perdió un marino pero la ASR ganó un hombre que durante toda la guerra se dedicó a diseñar y probar los botes con que los hombres del ASR se hacían a la mar para pescar a los tripulantes de los Bristol, Spitfire, Hurricane y demás animalitos que participaron en la Batalla de Inglaterra.. Una trabajo, éste de recuperar pilotos abatidos, que se parece enormemente al de nuestros pasadores, y que como se ha visto no estaba a signado a la Royal Navy sino a la RAF.

No se trataba, recuerda Edward, de diseñar buques desde cero sino de adaptar modelos ya existentes a las específicas necesidades de tan peculiar servicio: el resultado eran unas naves de pequeña eslora que lo fiaban todo a la velocidad. El modelo estándar apenas llegaba a los 30 metros, pero podía alcanzar los 20 nudos, que no está nada mal. Pero los había aún menores, casi unos botes salvavidas de 10 metros, fabricados en madera y con forma de canoa, que se anclaban bajo el fuselaje de los aviones del ASR -primero, bombarderos Lancaster; después, Vickers- que los llevaban hasta donde se encontraban las tripulaciones siniestradas y se los lanzaban con paracaídas desde 200 metros de altura. Sólo hacía falta que los aviadores rescatados supieran manejar uno de aquellos artefactos. Y para eso les adjuntaban... ¡un libro de instrucciones! Pónganse en situación: noche cerrada, un par de náufragos en medio del Canal, quizás heridos, medio muertos de frío... como para ponerse a leer un manual. Y en inglés.

Pues el sistema debía funcionar razonablemente bien porque al final de la guerra el ASR había rescatado un total de 10.663 personas, 5.271 de las cuales resultaron ser aviadores aliados, y 277, enemigos. A esto se le llama llevar una buena contabilidad. Pero, ¿rescataban también alemanes? ¿Qué sentido tenía, salvar a las tripulaciones de un Messerschmitt, un Junkers o un Heinkel? Mucho, dice Edward: "Los servicios de inteligencia les sacaban información". Pero no todos lo veían con esta británica clarividencia: los polacos enrolados en el ASR, recuerda, no hilaban tan fino y ametrallaban sin contemplaciones y con más bien escaso fair play a los alemanes abatidos que encontraban en el mar: "Así que si sospechábamos que íbamos a encontrarnos con algún alemán, intentábamos dejar a los polacos en la base".

Las escuadrillas del SAR, en fin, estaban repartidas por bases móviles a lo largo de la costa para evitar ser descubiertas y atacadas por la Luftwaffe. Gran parte del trabajo de Edward consistía en peregrinar de astillero en astillero y de base en base para supervisar la construcción de los botes. Y fue en una de estas visitas de trabajo cuando más cerca estuvo de dejarse el pellejo por Su Graciosa Majestad. Y paradójicamente, a bordo del avión que lo llevaba desde Irlanda del Norte hasta una base en la isla escocesa de Islay: "Era una noche de lluvia y niebla. Mucha niebla. El piloto intentó una maniobra de descenso para vislumbrar la superficie del mar y tener una referencia. Pero era imposible: no se veía nada de nada. Debíamos haber bajado a menos de 30 metros cuando de repente notamos un fuerte golpe de timón, nos pegamos a los asientos y ascendimos bruscamente". ¿Ataque enemigo? No. ¿Las clásicas turbulencias? Tampoco. Entonces, ¿qué? "Cuando hubo pasado todo, va y el piloto nos dice: 'Quizás le interese saber que acabamos de cruzar entre los dos mástiles de un acorazado norteamericano'". Una maniobra, no dirán que no, digna de William Overstreet, el piloto yanqui recientemente traspasado que en la primavera de 1944 hizo pasar su P-51 Mustang entre las patas de la Torre Eiffel cuando perseguía a un caza alemán.

Uno de los buques de rescate que Allcard diseñó durante sus seis años de carrera en el Air-Sea Rescue Service. El modelo estándar medía 30 metros de eslora y podía desarrollar 20 nudos de velocidad; los había mucho menores, como otro en forma de canoa que era transportado por vía aérea hasta el punto exacto donde se encontraban los náufragos, momento en que se les lanzaba el bote en paracaídas. Fotografía: Archivo.

Del Blitz al Cabo de Hornos
Edward ha sido sin duda alguna un hombre con suerte. Acrobacias aéreas aparte, a bordo del Johanne Regina sobrevivió a un huracán en el Caribe, a un tifón en el Índico, a un ataque pirata en el estrecho de Malaca y a un asalto anfibio de la Camorra en Nápoles. Pero volvamos a la guerra, cuando le faltó muy poco para convertirse en una de las 43.000 víctimas que causó el Blitz entre septiembre de 1940 y mayo de 1941. Su puesto estaba en el cuartel general del ASR, al lado del Puente de Londres, hasta donde se desplazaba cada mañana a pie desde el barrio de Chelsea, donde residía: "Lo más cerca del río que me era posible, porque era la zona con menos edificios y, por lo tanto, la menos peligrosa en caso de ataque aéreo".

Con el tiempo desarrolló la habilidad de reconocer por el silbido que emitían en la fase final de la aproximación el momento aproximado en que las bombas harían blanco: "Cuando se les terminaba el combustible, caían a peso con un ruido muy característico". En cierta ocasión vio venir una, por increíble que parezca; entró en un café próximo abarrotado de parroquianos para advertirles del peligro inminente; le hicieron caso y huyeron por patas. Con la mala suerte de que la bomba cayó como había previsto Edward en la misma calle, y la onda expansiva liquidó a muchos de los que pretendía salvar. Él, en cambio, se negó a salir corriendo -"Por una cuestión de principios", dice- y la explosión le pilló todavía dentro del local. Las heridas -le quedó el cuerpo lleno de fragmentos de cristal- requirieron tres meses de hospitalización. Pero cinco años después todavía la extraían de vez en cuando un pedazo de metal de la cabezota. Durante la convalescencia tuvo como vecino de camilla a un soldado italiano capturado: "No sé si ellos hubieran hecho lo mismo con uno de los nuestros".

La buena estrella también lo acompañó en cierta ocasión en que visitó Portsmouth. Edward adelantó un día el viaje de regreso a Londres y resultó que el hotel donde tenía que haberse alojado fue borrado literalmente del mapa en el bombardeo del día siguiente. En fin, que entre bombardeo y rescate Edward se pasó toda la guerra en el ASR. Y con la paz pudo retomar el viejo proyecto de navegar en solitario que en 1939 había tenido que guardar en el armario de los buenos propósitos. Una segunda vida que ha explicado en un puñado de libros que huelen a salitre -Single-handed passage, Voyage alone, Temptress Returns- tanto o más azarosa que la bélica, con unas cuantas gestas sensacionales, imprescindibles: principalmente, la travesía del Atlántico -en cuatro ocasiones: primero, a bordo del Temptress; después, del Sea Wanderer- y, atención, la circunnavegación del globo, odisea que le llevó doce años, doce -desde 1961 hasta 1973- y que le convirtió en el 14º hombre -el segundo entre los británicos- en conseguirlo.

He aquí Edward Allcard, un hombre que ha sobrevivido al Blitz y que ha cruzado el Cabo de Hornos en solitario y sin ayuda externa. No encontrarán muchos con un currículum semejante, aunque él se quite importancia: "Yo pasé Hornos a la segunda, después de refugiarme de oído en la Isla de los Estados para escapar de una tempestad que me dejó el queche como un queso Gruyere, lleno de vías de agua, y me obligó a darle a las bombas durante cinco días seguidos. Pero encontré tierra, descansé unos días y cuando volví a intentarlo, hacía un sol radiante. Chupado. Nada que ver con los navegantes de siglos anteriores, que tenían que cruzar hiciese el tiempo que hiciese. Lo suyo sí que era mérito". En fin Edward: un trago de ron a su centenaria salud. Esta ronda la pago yo.

[Este artículo se publicó el 9 de enero de 2014 en El Periòdic d'Andorra]