El historiador Albert Ibáñez Sanpol traza en La fortificació dels Pirineus el primer examen exhaustivo de los búnkers de la Cerdaña; la monografía se fija en los -así llamados en la terminología militar de la época- "centros de resistencia" de Martinet y completa el Parque de los Búnkers inaugurado en 2007.
Hasta no hace demasiado, pongamos que cinco años, los búnkers de la Línea P, la mayor obra de ingeniería militar del siglo XX español, eran poco más que siluetas fantasmagóricas que salpicaban el paisaje de la Cerdaña, del Alto Urgel e incluso de Andorra: fíjense bien si un día de estos, por una de aquella casualidades, pasean a los pies del Pic Negre, en el paraje de Camp Ramonet de Sant Julià de Lòria. Espectros que alimentaban la imaginación de unos poco iluminados, que cualquier conductor que circulaba por la N-260 veía a ambos lados de la carretera sin acabar de entender -¿qué es eso?- y de los que casi nadie sabía dar razón. La situación comenzó a cambiar en 2007 con la inauguración del Parque de los Búnkers de Martinet, y hace un par de años el también historiador Josep Clara publicó el primer y clarificador intento de sistematizar la poca información disponible en Els fortins de Franco, la biblia de la materia. Pues ahora es el turno de Albert Ibáñez Sanpol, que ha puesto su lupa de investigador en los dos centros de resistencia -esta es la terminología oficial que gastaba el ejército español de los años 40 para referirse a un conjunto más o menos autosuficiente de búnkers- levantados en la zona de Martinet i Montellà, en la Cerdaña. El resultado es Franco i la Línia P: la fortificació dels Pirineus, editado por Farell y que constituye una muy necesaria radiografía íntima y exhaustiva de los búnkers de este rincón de mundo.
Íntima porque destripa todos sus secretos; exhaustiva porque el autor se ha pateado, GPS en mano, todos y cada uno de los búnkers de la zona que han sobrevivido hasta hoy. Y para los aficionados a la cosa bélica, una tentación imposible de resistir, porque invita a pillar el morral al vuelo y lanzarse a la apasionante aventura de cazar búnkers por los bosques de la Cerdaña. Apasionante... y adictiva, como decimos una cosa decimos también la otra. Unos datos básicos, antes de entrar en materia: la Línea P tenía que ser una colosal obra de ingeniería militar con la que Franco pretendía blindar los Pirineos con la erección de unas 10.000 fortificaciones entre el Port de la Selva (Gerona) y Hendaya (Guipúzcoa), distribuidos entre 166 de los llamados centros de resistencia. La construcción comenzó en otoño de 1944 y se prolongó hasta 1957, aunque en fecha tan temprana como 1947, coincidiendo con el perdón occidental al régimen franquista, se abandonaron las obras más importantes. En total, se llegaron a levantar la mitad de los 10.000 búnkers proyectados, de los que unos 2.850 fueron a parar al sector catalán de la Línea P.
La pregunta es obvia: ¿contra qué enemigo se erigió esta obra faraónica? ¿Contra los aliados? ¿Contra la Alemania nazi? ¿O contra los maquis que soñaban con derrocar a Franco y que aquel mismo otoño de 1944 protagonizaron la fracasada invasión del Valle de Arán? Ibáñez Sanpol repasa estas prometedoras hipótesis -¿y si Eisenhower hubiese decidido asaltar Europa por la península ibérica, en lugar de Italia?- y sorprende descubrir que si los aliados diseñaron hasta tres operaciones, tres, para ocupar la península -nombres en clave Pilgrim, Tonic y String, suenan bien- los nazis ya lo tenían todo previsto en fecha tan remota como 1942 con la llamada operación Ilona, y en 1943 disponían incluso de planes para fortificar los Pirineos para hacer frente a un hipotético desembarco aliado -por abajo, se entiende. Incluso Francia parece que soñó en algún momento de 1945 con una improbable expedición militar tras los Pirineos. Como se ve, candidatos a enemigo no le faltaban, a Franco, pero lo cierto es que cuando ordena la erección de la Línea P no se especifica cuál es el enemigo que los estrategas españoles tenían en la cabeza. Lo único que parece claro, dice Ibáñez Sanpol siguiendo la opinión de la mayoría de los autores, es que una fortificación de esta magnitud y características era inútil contra las incursiones guerrilleras estilo maquis, las únicas que efectivamente tuvieron lugar.
Cada centro de resistencia contaba con un número variable de fortificaciones: en el caso de los de Martinet, unos 70 por barba. Los había de observación y de mando, para fusilería, antitanque y a cielo abierto, para morteros y para artillería antiaérea. Atención al coste, porque estamos a mediados de los años 40: entre 19 y 27 millones de pesetas cada centro de resistencia. Los búnkers estaban diseñados para resistir, en teoría, el impacto directo de proyectiles del calibre 155, y se completaban con parafernalia bélica que de hecho nunca se llegó a desplegar sobre el terreno, como tampoco el armamento que debía asegurar las posiciones: ametralladoras Hotchins y Alfa, morteros de 50 y de 81 milímetros; antiaéreas Oerlikon y cañones contra carro. El perímetro de cada centro se protegía -en teoría, claro- con fosos, minas y alambre de espino, y debía estar servido por un batallón de medio millar de hombres. Todo esto, claro, sobre el papel y antes de que a partir de mediados de los 50 la Línea P comenzara a caer en el olvido. Pero aquí está Ibáñez Sanpol para rescatarla. Vaya, que tenemos una cita en Martinet.
La pregunta es obvia: ¿contra qué enemigo se erigió esta obra faraónica? ¿Contra los aliados? ¿Contra la Alemania nazi? ¿O contra los maquis que soñaban con derrocar a Franco y que aquel mismo otoño de 1944 protagonizaron la fracasada invasión del Valle de Arán? Ibáñez Sanpol repasa estas prometedoras hipótesis -¿y si Eisenhower hubiese decidido asaltar Europa por la península ibérica, en lugar de Italia?- y sorprende descubrir que si los aliados diseñaron hasta tres operaciones, tres, para ocupar la península -nombres en clave Pilgrim, Tonic y String, suenan bien- los nazis ya lo tenían todo previsto en fecha tan remota como 1942 con la llamada operación Ilona, y en 1943 disponían incluso de planes para fortificar los Pirineos para hacer frente a un hipotético desembarco aliado -por abajo, se entiende. Incluso Francia parece que soñó en algún momento de 1945 con una improbable expedición militar tras los Pirineos. Como se ve, candidatos a enemigo no le faltaban, a Franco, pero lo cierto es que cuando ordena la erección de la Línea P no se especifica cuál es el enemigo que los estrategas españoles tenían en la cabeza. Lo único que parece claro, dice Ibáñez Sanpol siguiendo la opinión de la mayoría de los autores, es que una fortificación de esta magnitud y características era inútil contra las incursiones guerrilleras estilo maquis, las únicas que efectivamente tuvieron lugar.
Cada centro de resistencia contaba con un número variable de fortificaciones: en el caso de los de Martinet, unos 70 por barba. Los había de observación y de mando, para fusilería, antitanque y a cielo abierto, para morteros y para artillería antiaérea. Atención al coste, porque estamos a mediados de los años 40: entre 19 y 27 millones de pesetas cada centro de resistencia. Los búnkers estaban diseñados para resistir, en teoría, el impacto directo de proyectiles del calibre 155, y se completaban con parafernalia bélica que de hecho nunca se llegó a desplegar sobre el terreno, como tampoco el armamento que debía asegurar las posiciones: ametralladoras Hotchins y Alfa, morteros de 50 y de 81 milímetros; antiaéreas Oerlikon y cañones contra carro. El perímetro de cada centro se protegía -en teoría, claro- con fosos, minas y alambre de espino, y debía estar servido por un batallón de medio millar de hombres. Todo esto, claro, sobre el papel y antes de que a partir de mediados de los 50 la Línea P comenzara a caer en el olvido. Pero aquí está Ibáñez Sanpol para rescatarla. Vaya, que tenemos una cita en Martinet.
[Este artículo se publicó el 16 de marzo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]
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