El ministerio de Cultura destina 35.000 euros a la rehabilitación de la fachada del histórico hotel de la Massana, cuartel general de la cadena de pasadores dirigida por Antoni Forné; en 1943, un comando de la Gestapo secuestró a Eduard Molné, hijo de los propietarios, y a cinco militares polacos que intentaban evadirse a España.
¡Ay, el Palanques! Es verdad que otros hoteles en Andorra comparten su mismo pedigrí épico: el Coma de Ordino, el Pol de Sant Julià de Lòria y, sobre todo, el Mirador de Andorra la Vella, que se ha llevado la gloria mediática gracias a Francesc Viadiu y su novela Entre el torb i la Gestapo. Otro día hablaremos de ellos, piezas clave de la epopeya de los pasadores (en este caso, más bien de los pasados) durante la II Guerra Mundial. Muy pronto, palabra. Pero el Palanques es otra cosa. Lo hemos contado aquí mismo en otras ocasiones: fue en este establecimiento de la Massana, inaugurado en 1935, donde el abogado catalán Antoni Forné estableció el cuartel general de su red de pasadores. Una cadena para la que trabajaron hombres de una pieza como Alfredo Conejos, Josep Mompel, Joaquim Baldrich y... Eduard Molné, él mismo hijo de los propietarios del hotel -Francisco Molné y su esposa, Emília Armengol- y que ejerció de taxista ocasional para la cadena a bordo de su Renault, uno de los escasos vehículos existentes en la Andorra de la época.
Hoy los recuerda un humilde monolito situado enfrente del hotel. En fin, que si hablamos hoy aquí del Palanques es en primer lugar porque el ministerio de Cultura destinará este curso 35.000 euros a la restauración de la fachada del edificio. Que buena falta le hace porque -como comprobará el lector- abundan en ella los desconchados y el aspecto general corresponde al de una dolorosa y -nos temíamos algunos- inexorable decadencia. Nada extraño si tenemos en cuenta que el mismo ministerio advertía en 2004, año en que lo incluyó en el catálogo del patrimonio cultural de Andorra, que en siete décadas -hoy, ocho- el edificio no ha sufrido modificaciones significativas, así que conserva todos los elementos estructurales originales. En definitiva: que tal como lo vemos hoy es como lo vieron -y lo vivieron- Forné, Molné, Badrich y compañía. El papel central del Palanques en la epopeya de los pasadores se debe no sólo a que fue el epicentro de una de las cadenas de pasadores mejor conocidas entre las que operaron en Andorra, sino también a que fue escenario de la célebre razia que la Gestapo lanzó la noche del 23 de septiembre de 1943: delatados por un tal Nicodème -Enrico Nicodem, según consigna Ludmilla Lacueva Canut en Els pioners de l'hoteleria andorrana-, un topo infiltrado en la cadena y que para mayor escarnio se hospedaba en el mismo hotel, y guiados por esbirros de la vegueria francesa, los agentes alemanes se plantaron en el Palanques en dos vehículos -un Delaye y un Citroën, evocaba el mismo Forné en una serie de artículos publicada en 1979 en la revista Andorra 7- dispuestos a desmantelar la cadena.
Hoy los recuerda un humilde monolito situado enfrente del hotel. En fin, que si hablamos hoy aquí del Palanques es en primer lugar porque el ministerio de Cultura destinará este curso 35.000 euros a la restauración de la fachada del edificio. Que buena falta le hace porque -como comprobará el lector- abundan en ella los desconchados y el aspecto general corresponde al de una dolorosa y -nos temíamos algunos- inexorable decadencia. Nada extraño si tenemos en cuenta que el mismo ministerio advertía en 2004, año en que lo incluyó en el catálogo del patrimonio cultural de Andorra, que en siete décadas -hoy, ocho- el edificio no ha sufrido modificaciones significativas, así que conserva todos los elementos estructurales originales. En definitiva: que tal como lo vemos hoy es como lo vieron -y lo vivieron- Forné, Molné, Badrich y compañía. El papel central del Palanques en la epopeya de los pasadores se debe no sólo a que fue el epicentro de una de las cadenas de pasadores mejor conocidas entre las que operaron en Andorra, sino también a que fue escenario de la célebre razia que la Gestapo lanzó la noche del 23 de septiembre de 1943: delatados por un tal Nicodème -Enrico Nicodem, según consigna Ludmilla Lacueva Canut en Els pioners de l'hoteleria andorrana-, un topo infiltrado en la cadena y que para mayor escarnio se hospedaba en el mismo hotel, y guiados por esbirros de la vegueria francesa, los agentes alemanes se plantaron en el Palanques en dos vehículos -un Delaye y un Citroën, evocaba el mismo Forné en una serie de artículos publicada en 1979 en la revista Andorra 7- dispuestos a desmantelar la cadena.
Lo consiguieron a medias: la buena fortuna (o mala, no está del todo claro) quiso que aquella misma noche los hombres de Forné tuvieran que ir a recoger a un grupo de militares polacos al Vilaró, donde desembocaba la ruta de evasión que pasaba por el puerto de Siguer. Molné se ofreció en aquella ocasión para acompañarles hasta el Vilaró, donde entonces moría la carretera, recoger los paquetes y conducirlos hasta Sant Julià de Lòria. Todo transcurrió con normalidad hasta que al pasar por delante del Palanques se percataron de la presencia de los dos vehículos y sobre todo de sus inquietantes ocupantes: cuatro o cinco hombres -recuerda Forné- vestidos con sospechosas gabardinas -cine negro obliga- que se lanzaron tras el Renault de Molné, que aceleró en dirección a Andorra la Vella en cuanto Conejos gritó: "¡La Gestapo!"
La huida no se prolongó más que unos cientos de metros: en el cruce de Sispony, y tras unos disparos intimidatorios, Molné cruzó el Renault en la carretera, dando tiempo a Forné y Conejos para saltar del coche y perderse en la noche. Ni Molné ni los cuatro fugitivos polacos -Claude Benet descubrió sus nombres en Guies, fugitius i espies: dos oficiales, Jan Daniez y Jan Sarnicki, y dos soldados, Czeslaw Giejsowt y Josep Lawicki- tuvieron tanta suerte, fueron capturados y conducidos hasta Tolosa junto a un tal Bobby, norteamericano de origen polaco que formaba parte de la cadena que fue la única presa que cazaron en el Palanques.
De la tele al cómic
Cuenta Lacueva que en el trayecto hasta Tolosa Molné se cruzó hasta en dos ocasiones con conocidos a los que trató de llamar la atención -con nulo éxito: la primera vez, en la aduana del Pas de la Casa, donde el jefe de la policía andorrana en la época, Daniel Armengol -vecino como él mismo de la Massana- estaba de guardia esa madrugada y fue quien levantó la barrera para dar paso a la comitiva. Unos kilómetros más adelante, en Tarascon-sur-Ariège -nada que ver co el Tarascón de Tartarín, en las Bocas del Ródano-, y ya con las primeras luces del día, divisó a otro vecino suyo, Josep Montané, que había acudido a la feria de ganado de esta localidad; incluso le tocó el cláxon. Pero nada.
En Tolosa perdió Molné la pista a sus compañeros de peripecia. Por suerte para él, porque tras ocho o diez días de cautiverio en la fortaleza de Saint Michel fue liberado gracias a las gestiones de su padre. Le ayudó el pequeño detalle que Francisco Molné, subsíndico entre 1933 y 1936, sucedió este último año al destituido Síndico General, Pere Torres. Solo duró un año en el cargo, y a Francisco le sucedió Francesc Cairat, que era quien ejercía el cargo en 1943 -y hasta 1960: he aquí otro personaje que reclama urgentemente una biografía- y que hizo las oportunas y exitosas gestiones ante la Mitra -el Obispo de Urgel y Copríncipe del momento, Iglesias Navarri, había sido vicario general castrense durante la Guerra Civil (del lado nacional, se entiende) y conservaba cierto ascendente sobre Franco y, sobre todo, su esposa- para conseguir la liberación de Molné.
El caso es que las gestiones de Cairat ante el Obispo o la misma vegueria francesa, ante la cual también intercedieron por el cautivo -y atención, que eran los años del reinado del nefasto Lesmartres- consiguieron que al cabo de una semana un funcionario del consulado alemán en Barcelona se desplazara hasta Tolosa. Así es como nuestro hombre recordaba en 2003 para la revista Informacions aquel breve encuentro: "Una mañana se presentó en la prisión un chico del consulado que me explicó que de paso por Andorra se había enterado de mi caso. Me dijo que no me preocupara, me aseguró que saldría pronto y me invitó a escribir a casa para tranquilizar a la familia. Y así fue: al cabo de dos o tres días más me llamaron por mi nombre, y a la mañana siguiente un coche de la Gestapo me condujo hasta el Pas de la Casa". Dice Lacueva que incluso recuperó su Renault. Buena gente, como se ve, los chicos de Goebbels.
Vale que fue la única ocasión -como no se olvidaba nunca de recalcar, alejando de sí el foco de atención- en que Molné participó de manera activa en la cadena que dirigía su futuro cuñado, Antoni Forné. Pero como recalcaba el historiador leridano Josep Calvet (Las montañas de la libertad) con ocasión de su fallecimiento, en agosto del 2012, "sin la complicidad esporádica de gente como Molné la misión de los pasadores hubiera fracasado". Más contundente aún se mostraba Claude Benete (Guies, fugitius i espies) en esta misma ocasión: "Fue un hombre de una humildad y de una elegancia incuestionables; otros con muchísimos menos méritos han explotado su participación en esta epopeya sin escrúpulos; él optó siempre por la discreción".
Pero volvamos al comienzo: si contamos hoy aquí y por vez enésima la peripecia de Molné es porque la aciaga incursión de la Gestapo de aquel 23 de septiembre de 1943 -se desconoce el destino final de los cuatro polacos y de Bobby, pero Benet sospecha que terminaron en un campo de concentración, donde no es aventurado augurar su muerte- tenía la cadena del Palanques como objetivo. Así que hagamos algo más de historia y pongámosle biografía al establecimiento con más pedigrí bélico del país. Y en este punto la autoridad indiscutible es de nuevo Lacueva, autora de Els pioners de l'hoteleria andorrana, la biblia de la materia. El Palanques es hoy un humilde hotel de una estrella situado a los pies de la avenida de Sant Antoni, el nombre de la Carretera General a su paso por la Massana. Empezó a construirse en 1933, y fue inaugurado el 15 de agosto de 1935. Era el segundo establecimiento de este nombre dedicado a la hotelería regentado por la familia Molné. El primero, abierto por Francisco Molné Mora -el abuelo de nuestro Eduard-, estaba situado en lo alto del núcleo histórico de la Massana, a unos 100 metros -dice Lacueva- de la parroquial de Sant Iscle.
A esta primitiva fonda debe su nombre el Palanques, porque se levantaba en unos terrenos donde confluían los ríos de Ordino y de Erts, motivo por el cual existían en la finca dos palanques, o rudimentarias pasarelas de madera. De ahí que los terrenos fueran conocidos en la Massana como Les Palanques, y que la casa levantada por los Molné se conociera en adelante como Cal Palanques. El hotel actual lo erigió Francisco Molné Rogé, Sisquet (1883-1980), según un proyecto del arquitecto Rafael Besolí -autor también del hotel Mirador de Andorra la Vella (1934)- y se inauguró, como ya se ha dicho, en 1935. Se adscribe junto con edificios como el hotel Rosaleda de Encamp y el Valira de Escaldes a la denominada arquitectura del granito, corriente propia de la arquitectura local y caracterizada por el uso generoso de los sillares de granito. En el Palanques constituyen el elemento principal de las columnas esquineras y le confieren un aspecto característico a la fachado, al lado de las cubiertas de madera y piedra llicorella, a dos vertientes y achaflanadas.
En este punto hay que indicar que a diferencia de los otros ejemplos de arquitectura del granito, en que los sillares ocupan toda la fachada, en el Palanques su presencia se limita a las susodichas esquinas. Constaba (y consta todavía hoy) de planta baja -con un comedor para los clientes del pueblo, cocina, administración y tienda de comestibles-, dos pisos y buhardillas, en lo que en Andorra se denomina "cap de casa". Las 20 habitaciones originales -hoy, 16- disponían de lavabo con agua corriente -un lujo en la Andorra de los años 30- y baño compartido en el primer piso, donde también se encontraba el comedor de los huéspedes. Esta estructura se ha conservado prácticamente intacta hasta hoy. Cuenta Lacueva que durante la Guerra Civil un pequeño grupo del destacamento de gendarmes al mando de Baulard -quién sabe si alguno de nuestros zapadores- se hospedó de forma más o menos permanente en el Palanques, para escándalo de alguno de los vecinos, poco amigo de la ocupación gabacha y que por lo visto amenazaba a Sisquet al grito de "¡Et pelarem!" ("¡Te liquidaremos!").
Lo cierto es que al único que estuvieron a punto de liquidar fue a Eduard, y no sus vecinos sino la Gestapo. El Palanques, en fin, o un local directamente inspirado en el Palanques, es el escenario donde transcurre buena parte de Un any a la nostra vida, la obra de teatro que bebe en la epopeya de los pasadores escrita y dirigida por Xavi Fernández, y estrenada el 11 de noviembre en el teatro les Fontetes de la Massana. También tiene un cierto papel en la versión televisiva de Entre el torb i la Gestapo, aquel plúmbeo bodrio dirigido por Lluís Maria Güell que entra a saco en la novela homónima de Francesc Viadiu. Güell, que debió de oír campanas sobre la peripecia de Forné, Molné y compañía, se toma la libertad de ubicar en el Palanques el centro de operaciones de uno de los malos de la historia, el sádico y nefando doctor Coco -Fermí Reixach, en la pequeña pantalla, que pergeña, por cierto, uno de los pocos personajes que se salva de la quema.
Y ya que hablamos del doctor Coco, consignemos para acabar que el aviador británico Cyrill Penna, cuyo Short Stirling fue derribado de regreso de una misión de bombardeo sobre las factorías Fiat de Turín y que pasó por Andorra entre el 1 y el 10 de marzo de 1943, consigna en sus memorias de guerra, Escape and Evasion, cómo tuvo que librar a un compañero suyo, el también aviador Dick Adams, de las garras de un doctor Antoni de Barcia, que insistía en amputarle el pie izquierdo, congelado en el paso del Pirineo. Penna logró sacarlo del tugurio donde el tal Barcia operaba, un hotelucho de Escaldes, y trasladarlo a la improvisada clínica que el doctor Trias, eminencia de la cirugía española por entonces refugiado también en Andorra, regentaba en la Casa Rebés de la capital. Claude Benet insinúa en Guies, fugitius i espies que sí, que efectivamente nuestro Barcia podría ser el alcohólico y cocainómano -de ahí el sobrenombre- doctor Coco de Viadiu. Que ejerciera en realidad en un hotel de Escaldes y no en el Palanques es un detalle menor que no nos va a estropear un buen titular.
Añadamos para terminar, ahora sí, que nuestro Palanques -cuya propiedad conserva Roser Molné, hermana pequeña de Eduard, pero que la familia dejo de regentar en los años 50- tiene también un par de estupendos cameos de cómic, los dos gracias a Joan Pieras y el salón de la Massana: el primero, cronológicamente hablando, corresponde a Las montañas voladoras (2004), aventura andorrana del Superlópez de Jan, que se atreve a sobrevolar el hotel como ven en la viñeta de aquí arriba. Lo mejor que se puede decir del asunto es que el Palanques sobrevivió al paso de Superlópez, que ya es decir. El segundo, y nuestra debilidad personal, es el cartel del Salón del Cómic de la Massana 2011 dibujado por Paco Roca, que entonces presentaba El invierno del dibujante, y en que aparecen Escobar y Peñarroya, dos de los historietistas convertidos por Roca en protagonistas de este álbum metacomiquero, deambulando felizmente ante un Palanques con estupenda estética años 50. Como decíamos ayer, hay otros hoteles, pero como el Palanques, ninguno. Con el permiso del poeta Feliu Formosa: "¿Qué sería de nosotros si no existiera el Palanques?"
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