Martínez Embid identifica al primer pirineista que se interesó por las cimas andorranas: el geólogo suizo Jean de Charpentier, que hacia 1810 -especula Embid- holló la cima de Fontargent y ascendió hasta el puerto de Siguer (y luego lo contó, claro).
La historia del pirineismo de estirpe andorrana está por escribir. Como tantas otras historias sectoriales en nuestro rinconcito de Vía Láctea. Pero no nos pongamos melancólicos. Mientras esperamos la improbable conjunción astral, el montañero y grafómano Alberto Martínez Embid ha trazado un esbozo de esta pequeña odisea en el muy recomendable blog estacionado en el web de la revista Desnivel. Lo tienen que recordar, a este aragonés locuaz, porque hace escasamente quince días se embolsó el accésit del último premio Pirene de periodismo interpirenaico que convoca el Gobierno de Andorra, y precisamente con este blog. Pero hablábamos de los pioneros del pirineismo a la andorrana. Y no nos referiremos aquí a los megaclásicos del XIX y principios del XX -los Packe, Russell, Gourdon, Saint Saud i Ussel. Embid se ha alejado, como es costumbre en su lugar, de los caminos más trillados y ha retrocedido todavía más en busca de las trazas de los primeros montañeros -colegas suyos- que se aventuraron por nuestros picos y que tuvieron el detalle de dejar constancia escrita de su peripecia. Porque no se trata sólo de subir (y de bajar, claro). Sino también de que la hazaña no caiga en el olvido. En fin, que buscando, buscando, Embid ha dado con nuestro héroe de hoy, Jean de Charpentier (Freiberg, 1786-Bex, 1855), geólogo suizo que fue -dice- "el primer pirineista que osó subir una montaña andorrana". De hecho no fue una sino tres: Fontargent, la Serrera i el puerto de Siguer -que, por cierto, tendría un protagonismo destacado siglo y medio después durante la gesta de los pasadores durante la II Guerra Mundial: si el lector tiene la paciencia y el tiempo de pulular por este blog encontrará enseguida la referencia. Embid se limita a "proponer" el nombre de Charpentier como el pionero de los pirineistas andorranos, porque en realidad se trata de una hipótesis sustentada en la descripción de estos res picos que nos dejó en su Essai de la constitution géognostique des Pyrénées, publicado en 1823 y donde dejó constancia del periplo pirenaico que lo tuvo entretenido entre 1808 y 1812, mientras el resto de Europa se las tenía con Napoleón.
En fin, que Embid nos ha ahorrado el trabajo de leer el Essai y ha dado con datos prometedores: por ejemplo, que hacia 1809 nuestro hombre se estableció en Tolosa, "y dado que le interesaban extraordinariamente las forjas, hay que deducir que visitó en alguna ocasión" -en la época, añadamos nosotros, tierra pródiga en esta protoindustria del hierro: miren la reconstruida farga Rossell, en la Massana. Lo cierto es que en su Essai se limita Charpentier a dar noticias más bien vagas y tirando a tópicas de Andorra -lo más creativo que se le ocurre es que "se trata de un país neutral que dispone de una particular frma de gobierno", y se queda tan ancho- pero también es cierto, insiste Embid, que la única forma de establecer la altura y la naturaleza geológica (o geognóstica) de los tres picos citados -que es lo que el suizo hace en el Essai- no le quedaba otra que subir. A partir de aquí concluye Embid que "muy probablemente sus reconocimientos supusieron los inicios del pirineismo en el Principado". Es decir, en Andorra. Añadamos que no se le daba mal del todo, a Charpentier, esto de medir la altura de los picos: a Fontargent le atribuyó 2.807 metros, casi 200 más que los 2.618 que en realidad hace; con el puerto de Siguer también se le fue algo la mano y le adjudicó 2.917 metros, cuando en realidad no sube más que 2.638, que tampoco está mal pero no son 2.917; en cambio, con la Serrera casi lo clava: 2.939 metros, un palmo más de los 2.917 que mide en la vida real.
De la Arcadia a la selva
Pero la visita de Charpentier fue sólo un espejismo. Como dice Embid, "después de este prometedor debut el montañismo andorrano frenó en seco y durante décadas nadie se interesó por los orgullosos picos locales". Claro que cuando lo hicieron, fue a lo grande, con la irrupción de Russell, casi medio siglo después. Hasta este redescubrimiento de la montaña andorrana, la única referencia potable es el capítulo que nos dedica en Les Pyrénées, ou voyages pédestres depuis l'océan jusqu'à la Méditerranée el viajero Vincent de Chausenque (1834). Aunque también él, como después tantos otros, se limitará a repetir los tópicos de una Arcadia feliz habitada por ingenuos nativos "que han conservado las costumbres sencillas y libres mientras alrededor todo el mundo se corrompía". Incluye también alguna nota pintoresca -"La ignorancia es menor en Andorra que en las regiones vecinas, y cada párroco dirige una escuela gratuita donde incluso se enseñan los rudimentos del latín"- y concluye con el sempiterno mantra del buen salvaje andorrano: es reconfortante, dice Chausenque, "que exista en Europa un rincón donde el hombre todavía puede soñar con ser libre sin que esta palabra mágica resulte profanada".
Charpentier es el héroe de este artículo. Por pionero y por inédito. Pero Embid también ha rescatado del semiolvido a un émulo de Francisco de Zamora -ya saben, el ilustrado español que nos visitó con intenciones un tanto dudosas en 1788 y que Albert Villaró ha convertido en uno que casi es de la familia. Casi coetánea a la de Zamora fue la jornada andorrana de José Cornide Saavedra (la Coruña, 1734-Madrid, 1803), geógrafo gallego que dedica unas líneas a nuestro país en su Descripción física, civil y militar de los montes Pirineos (1794). Aunque no queda claro si llegó a pisar jamás Andorra, porque sus apuntes sobre el país no pasan en palabras de Embid de "generalidades". Con gracia, eso sí. Para empezar, Andorra es para Cornide un "pequeño partid muy parecido en sus circunstancias locales al valle de Arán". Hasta aquí íbamos razonablemente bien, admitámoslo. Pero es que inmediatamente pasa a describir un clima que que ya querrían nuestras estaciones de esquí -"Frío y poco acogedor porque apenas hay tres meses al año que no nieve en las montañas que rodean al país"- y larga finalmente la lista de la fauna local autóctona -la de cuatro patas, no la humana- de lo que más que un país, parece un zoológico: "En sus montañas crían los osos y los lobos, las cabras y unas liebres de tamaño extraordinario, patos, gallinas silvestres y perdices; y en sus ríos se pescan grandiosas y delicadas truchas" -extremo este último rigurosamente cierto, incluso hoy. Aunque quizás tenga razón y aquella Andorra era una especie de parque jurásico. Pero por suerte, ni los lobos ni los osos de Cornide se zamparon Charpentier, desde ahora mismo I de Andorra.
Pero la visita de Charpentier fue sólo un espejismo. Como dice Embid, "después de este prometedor debut el montañismo andorrano frenó en seco y durante décadas nadie se interesó por los orgullosos picos locales". Claro que cuando lo hicieron, fue a lo grande, con la irrupción de Russell, casi medio siglo después. Hasta este redescubrimiento de la montaña andorrana, la única referencia potable es el capítulo que nos dedica en Les Pyrénées, ou voyages pédestres depuis l'océan jusqu'à la Méditerranée el viajero Vincent de Chausenque (1834). Aunque también él, como después tantos otros, se limitará a repetir los tópicos de una Arcadia feliz habitada por ingenuos nativos "que han conservado las costumbres sencillas y libres mientras alrededor todo el mundo se corrompía". Incluye también alguna nota pintoresca -"La ignorancia es menor en Andorra que en las regiones vecinas, y cada párroco dirige una escuela gratuita donde incluso se enseñan los rudimentos del latín"- y concluye con el sempiterno mantra del buen salvaje andorrano: es reconfortante, dice Chausenque, "que exista en Europa un rincón donde el hombre todavía puede soñar con ser libre sin que esta palabra mágica resulte profanada".
Charpentier es el héroe de este artículo. Por pionero y por inédito. Pero Embid también ha rescatado del semiolvido a un émulo de Francisco de Zamora -ya saben, el ilustrado español que nos visitó con intenciones un tanto dudosas en 1788 y que Albert Villaró ha convertido en uno que casi es de la familia. Casi coetánea a la de Zamora fue la jornada andorrana de José Cornide Saavedra (la Coruña, 1734-Madrid, 1803), geógrafo gallego que dedica unas líneas a nuestro país en su Descripción física, civil y militar de los montes Pirineos (1794). Aunque no queda claro si llegó a pisar jamás Andorra, porque sus apuntes sobre el país no pasan en palabras de Embid de "generalidades". Con gracia, eso sí. Para empezar, Andorra es para Cornide un "pequeño partid muy parecido en sus circunstancias locales al valle de Arán". Hasta aquí íbamos razonablemente bien, admitámoslo. Pero es que inmediatamente pasa a describir un clima que que ya querrían nuestras estaciones de esquí -"Frío y poco acogedor porque apenas hay tres meses al año que no nieve en las montañas que rodean al país"- y larga finalmente la lista de la fauna local autóctona -la de cuatro patas, no la humana- de lo que más que un país, parece un zoológico: "En sus montañas crían los osos y los lobos, las cabras y unas liebres de tamaño extraordinario, patos, gallinas silvestres y perdices; y en sus ríos se pescan grandiosas y delicadas truchas" -extremo este último rigurosamente cierto, incluso hoy. Aunque quizás tenga razón y aquella Andorra era una especie de parque jurásico. Pero por suerte, ni los lobos ni los osos de Cornide se zamparon Charpentier, desde ahora mismo I de Andorra.
[Este artículo se publicó el 16 de diciembre de 2011 en El Periòdic d'Andorra]
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