El bibliógrafo Pere-Miquel Fonolleda descubre en la revista Ex-libris el periplo andorrano de Richard Hallibruton, viajero norteamericano que en 1925 dejó constancia de sus prejuicios y experiencias con la fauna local en el volumen The royal road to romance; entre los hitos de la trayectoria de este aventurero con ínfulas románticas se cuentan la travesía del canal de Panamá... ¡a nado! -previo peaje de 36 céntimos de dólar, el más reducido en los cien años de historia del canal- y la primera ascensión hivernal al monte Fuji. Documentada, claro. Para culminar una peripecia digna de un Scott, un Shackleton o un Mallory, Halliburton desapareció en 1939 en algún lugar del océano Pacífico, cuando pretendía llegar con el junco Sea Dragon a San Francisco. Había zarpado de Hong Kong.
Creíamos que el capítulo de excéntricos, amables viajeros anglosajones que se plantaron en Andorra a caballo entre los siglos XIX y XX -cuando el país tenía justa fama de ser "la más pequeña, la más antigua, la más elevada, la más pintoresca y la más aislada república del universo", por decirlo con las exactas palabras de nuestro hombre- y que tuvieron el detalle de dejar constancia escrita de la jornada la habíamos cerrado con Bayard Taylor, Cunninghame, Deverell y Meriwether. Pues nos equivocábamos. Y mucho. Porque va y el bibliógrafo (y librero) Pere-Miquel Fonolleda nos descubre en el último número de Ex-libris -la exquisita revista que cada Sant Jordi se saca de la manga la Biblioteca Nacional- el periplo andorrano de Richard Halliburton (Brownsville, Tennessee, 1900-océano Pacífico, 1939). He aquí un personaje que por momentos parece sacado de una novela de Scott Fitzgerald, que nada más licenciarse en Priceton y bajo la influencia del Dorian Gray de Wilde -"Aprovecha la juventud mientras la tienes. ¡Juventud! No existe nada más en el mundo, excepto la juventud"- decide lanzarse a la aventura y convertirse en el más grande viajero de su época. No lo tenía fácil. Piensen en Scott, en Shackleton, en Mallory. Eso sí, le puso un digno colofón al intento porque el hombre murió en 1939, cuando el junco Sea Dragon con que había zarpado de Hong Kong y a bordo del que pretendía llegar a San Francisco -y en solitario: ¡ni nuestro Edward Allcard!- naufragó en algún lugar del Pacífico. Thor Heyerdahl seguro que se lo agradeció.
"He aquí al presidente de Andorra, que posó para mí: me cogió del brazo, me hizo entrar en la cocina de su Casa Blanca y me hizo sentar en un gran banco..." Por lo visto, en la semana que estuvo por aquí arriba Halliburton intimó con el síndico Vilarubla. En la imagen central posa muy satisfecho ante el Taj Mahal, una de las paradas de su vuelta al mundo; arriba, portada de The royal road to romance, su primer libro (1925), con las peripecias de del viaje.
Hay que reconocer, sin embargo, que Halliburton puso le puso todas las ganas a su empeño. La primera piedra de una trayectoria legendaria la puso en 1921, cuando cogió los bártulos y se embarcó en un periplo mundial que lo llevó por Europa, Egipto, la India, Tailandia y el Japón. La jornada europea -Inglaterra, claro, pero también Francia, España, y Mónaco- tuvo como se imaginará el lector una breve pero suculenta escapada andorrana. Una semanita, que le bastó, dice, para pergeñar un capítulo de su primer libro, The royal road ro romance, publicado en 1925, convertido automáticamente en un best seller en su país, y que en 1933 dio lugar a una adaptación cinematográfica. El caso es que el bueno de Hallibruton se plantó en nuestro rinconcito de Pirineos en noviembre de 1921. Venía de Carcasona, un clásico, e iba de camino a España: "No me pude resistir a rendir visita a Andorra: ¡es un país tan minúsculo, tan romántico, tan encantador!", larga a las primera de cambio de forma bien poco prometedora. Las pasa canutas al cruzar el puerto de Envalira, tras sobrevivir a la proverbial tormenta de nieve y al consabido torb, con la sola compañía de un burro -eran célebres en la época los burros andorranos, y sea esto dicho sin segundas- al que le cambia el nombre de Josefina por el mucho más épico de Aníbal. Lo más exótico es como justifica el hombre su interés por el país que está a punto de descubrir: "Durante muchos años no supe si la palabra Andorra, que me sonaba vagamente familiar, se refería a un pescado o a una fruta, hasta que un día di por casualidad con un mapa y descubrí que Andorra no era un producto comestible sino una república de 6.000 habitantes, con su parlamente, su Casa Blanca, su ejecutivo y su congreso, y todo ello perdido durante más de diez siglos en lo más alto y recóndito de los Pirineos". Y esperando su llegada para revelar al mundo la buena nueva, podría haber añadido.
No se olvida ninguno de los tópicos con que los viajeros anglosajones -y también algunos gabachos, cosa que tiene mucha menos justificación, recuerden los casos de Vuillier y de Regnaud- y dice para empezar que "esta democracia de mentirijillas es el único rincón de Europa que no se ha visto contaminado por el alud del turismo". Visionario que era Halliburton. Pero eso sí, estaba tocado por el don de la escritura -que no es otro que cierto sentido del humor. Por eso, cuando le advierten del peligro de aventurarse Envalira arriba en pleno noviembre, responde, campechano, que si Aníbal fue capaz de cruzar los Pirineos al frente de todo un ejército, "cómo no he de poder yo sin?" Con este espíritu deportivo digno de sus pares victorianos -o eduardianos- le perdonaremos en adelante cualquier salida de pata de banco. Incluso que diga que llega a "Andorra City" y la describa como "la más patética, la más miserable capital de cualquier nación que haya en la Tierra". Perdonado, Halli. Sobre todo, porque tras una semana entre nuestros abuelos -y abuelas- abandona el país con una pena enorme en el corazón. O al menos, eso es lo que dice: "En este pueblo sucio y destartalado como pocos he visto vive gente tan sencilla y tan encantadora que sabe mal, muy mal regresar al mundo con sus complejidades y su infelicidad".
"Vive Andorre et son Président!"
Y lo que decíamos: el sentido del humor. A la hora de buscar alojamiento, nos confiesa que elegirá el hotel que menos hedor despida... "pero hay tan poco por escoger que finalmente me decanto por el que tiene... ¡menos perros!" En su primera incursión por las calles de, ejem, Andorra City, llega a la plaza de la Concordia (!?), con toda probabilidad la actual plaza Benlloch, que se llama así desde 1913, y da con un monolito a la memoria de los nueve hombres de "este país en miniatura" que por lo visto se enrolaron en el ejército francés durante la I Guerra Mundial: "Tres de estos soldados volvieron a casa condecorados; otros tres, mutilados, y los tres que quedan cayeron en defensa de los ideales de la sagrada república", zanja. Hay que añadir que Halliburton se agenció el mejor guía para ir descubriendo este país apestoso: el mismísimo presidente de la república, que para su sorpresa lo recibe en persona en la Casa de la Vall -el prefiere referirse a este edificio, con funciones de parlamento como The White House a la andorrana- y lo pone al día sobre la idiosincrasia local en una lección de urgencia en la histórica cocina de la Casa, que todavía hoy se conserva más o menos intacta.
No nos dice el nombre de su gran amigo el presidente. Y eso que le sacó un retrato. Pongamos que si apareció por aquí en el otoño de 1921 se refiere al síndic Bonaventura Vilarubla. Aunque su "simplicidad" y "amabilidad" le chocaron, asegura. Y nos quedamos con las ganas de saber si lo dice (o no) con segundas. El síndic le confiesa el secreto de la insólita longevidad de este país "sin historia": "No hemos tenido ni guerras ni enemigos ni revoluciones ni héroes. Nos ha protegido nuestra debilidad, nuestra pobreza y nuestro aislamiento. Nadie ganaría nada, ganando Andorra". Un tono a medio camino entre la humildad, la reserva y un autocomplaciente masoquismo que repite al referirse al Consell General -"Nuestros congresistas son convocados cuatro veces al año, en sesiones de dos jornadas, y con frecuencia no tienen suficiente trabajo con que ocupar las sesiones"- y el inmobilismo secular del país: "No tenemos arte, ni industria ni literatura; la mayor parte de mis conciudadanos no ha subido jamás a un tren ni ha ido nunca al cine. Así que... ¿para qué lo queremos, el progreso, si la única vida a la que podemos aspirar es la rústica?"
Un discurso, en fin, que le hubiera encantado a Fiter i Rossell -recuerden aquella edificante ocurrencia que suelta en el Manual Digest: "Que no sean los caminos de frontera buenos, ni estén en gran disposición, antes bien, que sean bruscos, estrechos y pedregosos..."- y que termina con una sentencia que delata las escasas dotes visionarias del buen síndico Vilarubla: "La población andorrana ha fluctuado en los últimos seis siglos entre los 5.800 y los 6.000 habitantes, y nunca superará este tope porque jamás hemos tenido una industria capaz de atraer inmigrantes. Estamos condenados a no crecer..." Hoy, en fin, Andorra supera de largo los 70.000 habitantes: si Vilarubla levantara la cabeza, le da un síncope. Y quizás también a Halliburton, que nos abandona caminito de la Seo, Barcelona, Sevilla, Granada y, cuidado, Kheops, Bagkok, Angkor y Japón. Casi nada. A lomos de Aníbal, al grito de "Vive Andorre et son Président!" y convencido de que es la última ocasión en su vida en que vería "the green and happy valey of Andorra". Y en esto sí que tenía toda la razón.
No nos dice el nombre de su gran amigo el presidente. Y eso que le sacó un retrato. Pongamos que si apareció por aquí en el otoño de 1921 se refiere al síndic Bonaventura Vilarubla. Aunque su "simplicidad" y "amabilidad" le chocaron, asegura. Y nos quedamos con las ganas de saber si lo dice (o no) con segundas. El síndic le confiesa el secreto de la insólita longevidad de este país "sin historia": "No hemos tenido ni guerras ni enemigos ni revoluciones ni héroes. Nos ha protegido nuestra debilidad, nuestra pobreza y nuestro aislamiento. Nadie ganaría nada, ganando Andorra". Un tono a medio camino entre la humildad, la reserva y un autocomplaciente masoquismo que repite al referirse al Consell General -"Nuestros congresistas son convocados cuatro veces al año, en sesiones de dos jornadas, y con frecuencia no tienen suficiente trabajo con que ocupar las sesiones"- y el inmobilismo secular del país: "No tenemos arte, ni industria ni literatura; la mayor parte de mis conciudadanos no ha subido jamás a un tren ni ha ido nunca al cine. Así que... ¿para qué lo queremos, el progreso, si la única vida a la que podemos aspirar es la rústica?"
Un discurso, en fin, que le hubiera encantado a Fiter i Rossell -recuerden aquella edificante ocurrencia que suelta en el Manual Digest: "Que no sean los caminos de frontera buenos, ni estén en gran disposición, antes bien, que sean bruscos, estrechos y pedregosos..."- y que termina con una sentencia que delata las escasas dotes visionarias del buen síndico Vilarubla: "La población andorrana ha fluctuado en los últimos seis siglos entre los 5.800 y los 6.000 habitantes, y nunca superará este tope porque jamás hemos tenido una industria capaz de atraer inmigrantes. Estamos condenados a no crecer..." Hoy, en fin, Andorra supera de largo los 70.000 habitantes: si Vilarubla levantara la cabeza, le da un síncope. Y quizás también a Halliburton, que nos abandona caminito de la Seo, Barcelona, Sevilla, Granada y, cuidado, Kheops, Bagkok, Angkor y Japón. Casi nada. A lomos de Aníbal, al grito de "Vive Andorre et son Président!" y convencido de que es la última ocasión en su vida en que vería "the green and happy valey of Andorra". Y en esto sí que tenía toda la razón.
[Este artículo se publicó el 28 de abril de 2014 en El Periòdic d'Andorra]
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