Corría el año 1686, y los hombres de Canillo y de Encamp no se cortaban un pelo a la hora de dirimir sus diferencias con sus incómodos vecinos franceses. Lo sufrió en sus carnes un tal Martí, batlle de Enveig, al otro lado de la frontera, que había dejado temerariamente a una treintena de reses pastando al pie del Pimorén. Los animales, claro, no entienden de fronteras y cosas así, y fueron y cruzaron el río Arieja para pastar en el lugar que hoy se conoce como la Vaca Morta -enseguida entenderán por qué. En plena Solana, territorio litigioso que tanto unos -andorranos- como otros -gabachos- reclamaban como propia: faltaba todavía un siglo y medio para que el tribunal de Tolosa (1834) resolviera definitivamente la andorranidad de aquel pedazo de yermo. Así que los de Canillo -y sus vecinos de Encamp- tiraron de usos y costumbres -algo bestias, enseguida lo comprobarán-, se agenciaron los animales y se los llevaron a casa. A la suya, claro. Pero no a todos: a una de las vacas la sacrificaron in situ de un tiro para "marcar con su sangre el lugar donde la pignorada de las bestias debía de hacerse". Lo explica Martí Salvans, conseller general aquí en la faceta de historiador -"aficionado, que conste", pide- en uno de los momentos culminantes de De la Solana d'Andorra, prometedora monografía que se zambulle en la historia del Extremo Norte del país y con el que Salvans se embolsó un accésit del premio Principado de Andorra de investigación histórica del 2010.
Se trata, continúa, del último caso de degolla documentado en el país. ¿"Degolla"? Pues sí: así se denominaba a esta expeditiva y algo salvaje práctica de liquidar uno de los animales que se había aventurado a pastar sin autorización en tierra andorrana, y confiscar de paso el resto del ganado como prenda que garantizase el pago de la consecuente multa. Hay que añadir que a nuestros fogosos andorranos la broma les acabó saliendo algo cara porque el tal Martí, el batlle de Enveig, se chivó al gobernador de Mont-Louis -un día habrá que hablar de esta especacular fortaleza levantada por el ingeniero Vauban en 1679 en la entonces recién adquirida Cerdaña francesa. Y con los franceses, ya se sabe, no caben bromas: resulta que un escuadrón gabacho -"mil hómens" de nada, según las fuentes- se plantó como si nada en Canillo "i sen aporta presoners a vuyt homens de la mateixa parrochia dels quals ne detingue sis de presoners en la plassa de Monlluis". Glups. La cosa se prolongó un par de meses, para desesperación de los homens de Canillo tomados ellos mismos como prenda. Y no resolvió hasta que el cristianísimo rey de Francia dictó una ordonnance aboliendo el recurso a la degolla y estableciendo que los futuros litigios por incursiones de animales en tierras del vecino se resolvieran con el nombramiento de un tribunal paritario. Algo decididamente razonable, por mucho que viniera del rey de Francia.
Así las gastaban unos y otros, en fin, en el territorio de la Devesa d'Erevall o Solana d'Andorra, como históricamente se ha denominado al extremo nordeste del país, la única parte estratégicamente situada en la vertiente atlántica de los Pirineos. Un capricho geopolítico que se tradujo en seis siglos de sempiterna conflictividad entre andorranos, de un lado, y merangueses, querolanos y deretanos, por el otro. Este mal ambiente entre vecinos condenados a entenderse tuvo de paso un curioso efecto colateral: por lo menos en estos asuntos en que tocaba enfrentarse al pérfido francés, Canillo y Encamp olvidaron provisionalmente las diferencias por el territorio de Concordia que han envenenado tradicionalmente las relaciones entre las dos localidades y lograron unirse frente al enemigo común. Más de uno se sorprenderá de que un territorio deshabitado -el Pas de la Casa data de los años 30 del siglo XX: anteayer, como quien dice- y prácticamente desolado levantara semejantes pasiones entre vecinos de uno y otro lado del río Arieja. Pero no nos equivoquemos: se trata de los mejores pastos del país, advierte Salvans, hasta el punto de que a mediados del verano -a partir del 15 de agosto, exactamente- empezaban a subir grupos de segadores. A 2.000 metros de altura, y más. Sí.
De la Solana d'Andorra repasa, en fin, los conflictos surgidos a lo largo de seis siglos de problemática convivencia y, sobre todo, el laberíntico y apasionante corpus jurídico y administrativo que regulaba derechos y deberes, con los banders levantando acta de las infracciones e imponiendo bans, multas a los infractores. Atención a la sección cartográfica del libro, con joyas como el mapa de 1811 levantado por orden de Napoleón con la vista puesta en una hipotética anexión de la Solana con el argumento, ya saben, de que un territorio que desagua en el Atlántico debía ser naturalmente francés. No hubo ocasión, pero el emperador había previsto incluso que la Solana se repartiría entre la Arieja y los Pirineos Orientales. Lo más curiosos de todo es que De la Solana d'Andorra, con su mina de anécdotas, es un subproducto de la manía toponímica de Salvans, autor también -ya saben- de Andorra románica, Andorra vascónica. Así que si además de las escaramuzas a cuenta del ganado tiene el lector algún interés en los nombres de lugar, ese es también su libro, porque Salvans ha identificado medio millar de topónimos en la zona de la Solana, territorio hasta ahora casi virgen hasta el punto de que la topografía oficial sólo consigna medio centenar de nombres. Hasta ahora, claro. Para acabar, descubrirán lo que era una allargada, un aixivernil, un dec o una tala, y descubrirán que Encamo y Canillo, contra todo pronóstico, sabían enterrar cuando convenía el hacha de guerra para hacer frente al rostro pálido de turno. De la Solana d'Andorra, que es un buen tocho, quizás no será la lectura del verano, pero se le parece mucho. Prueben, prueben, y luego nos lo dicen.
[Este artículo se publicó el 1 de julio de 2011 en El Periòdic d'Andorra]
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