Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

viernes, 31 de enero de 2014

¿Quién te quiere, Radio Andorra?

Hay cosas que no se entienden: por ejemplo, que para conocer la historia de Radio Andorra tuviéramos que recurrir hasta ahora a La radiodifusión en Andorra, la tesis doctoral de Eugenio Giral y un sesudo, académico tocho de medio millar de páginas, al portal del historiador Jean-Marc  Printz, aquiradioandorra.ad, i -perdonen la insistencia- Aquí Radio Andorra, la novela en que el radiofonista Sylvain Athiel -el impulsor, ya saben, del museo que el ministerio de Cultura proyecta en el histórico edificio de la emisora en Encamp- pasa por el filtro de la ficción los años dorados de la estación. Nada más. Hasta ahora, decíamos, que llega Gualbert Osorio y se saca de la manga La historia d'un mite que va fer historia, monografía sintética, documentada y destinada al público general que llena un vació clamoroso (otro, vamos) en la historiografía sectorial andorrana. Ya era hora.

Osorio sabe de lo que habla: fue el último director de Radio Andorra y el hombre a quien el sábado, 7 de abril de 1984, le tocó el gordo: cerrar definitivamente el chiringuito y poner el punto final a cuatro décadas largas de trayectoria radiofónica. A instancias, por cierto, del Patrimonio Nacional (español), la oficina del ministerio de Hacienda de quien dependía entonces la estación, en uno de los capítulos menos y peor conocidos de esta historia. Y con la intervención en la sombra, atención, de Alfonso Guerra, el maquiavélico, todopoderoso y castizo vicepresidente del gobierno español que presidía en la época Felipe González. Se ve que Guerra se la tenía jurada a Luis Ezcurra, entonces presidente de Proersa, la compañía propietaria de la concesión de Radio Andorra por cuenta del gobierno español... Un galimatías, vamos. Pero, ¿por qué? Pues porque Ezcurra, que había sido subdirector general de TVE en los 60 -es decir, en  pleno franquismo- era un hombre del Antiguo Régimen. Y todos sabemos que unos de los propósitos de Guerra era que a España no la reconociera "ni la madre que la parió".

Osorio, ante la puerta principal del edificio histórico de Radio Andorra en Encamp, donde en 1939 empezaron las emisiones de la estación y donde el ministerio de Cultura proyecta abrir un museo de la radio. Fotografía: Àlex Lara / El Periòdic d'Andorra.

Era la segunda muerte de Radio Andorra, a la que el Consejo General -el Parlamento andorrano- ya había enmudecido manu militari el 10 de abril de 1981. Las emisiones se retomaron temporalmente el 4 de enero de 1984. Y Radio Andorra calló definitivamente el 7 de abril de aquel mismo año. El caso es que fue Guerra quien firmó su sentencia de muerte. Pero la enfermedad la venía incubando la emisora  desde años atrás. De hecho, casi desde el mismo nacimiento. Y esta es precisamente una de las tesis de Osorio, que cierra el libro con unas palabras demoledoras: "Radio Andorra nació sin facilidades y murió sin que hubiera ninguna necesidad". Por si quedaba alguna duda, incluso señala a los corresponsables del radiocidio: "Fue utiliza ero poco querida; en cambio, significó el final del aislamiento y la entrada de Andorra en la autovía de la comunicación".

Por La historia d'un mite que va fer historia desfilan, claro, los personajes fundamentales de esta fascinante aventura radiofónica que arranca el 8 de agosto de 1939 con Anatole de Monzie, ministro francés de Trabajos públicos, como locutor de excepción: desde Bonaventura Vila y Jacques Trémoulet, los dos artífices de todo este tinglado, hasta los primeros locutores de verdad, María Escrihuela y Edmond Abouly, que en abril de 1940 retomaron las emisiones suspendidas en septiembre con el estallido de la II Guerra Mundial, y Victoria Zorzano, el primer fenómeno mediático de la estación, las sucesivas mesdemoiselles Aquí -Carmen del Monte, Lidia Merino- con espacio de éxito estratosférico como El concierto de los radiooyentes y El cuarto de hora del oyente, los primeros programas estrictamente informativos, los boletines de María Pura y Rosabel, y Recull d'Andorra, la primera emisión en catalán, con Rossend Marsol, Sícoris, y su "peculiar dicción" -en palabras del autor- como protagonistas.

El último director de radio Andorra en la sala de máquinas del edficio histórico de Encamp, donde se conservan las emisoras que han prestado servicio en la estación. Fotografía: Àlex Lara / El Periòdic d'Andorra.


La leyenda, también
Osorio pone orden y concierto en episodios conocidos pero tan confusos como la llamada Guerra de las radios y el cierre de la frontera francoandorrana, con la retención del síndico Cairat en la aduana del Pas de la Casa, y el lanzamiento de Sofirad, futura Sud Radio, con la que el estado francés haría la competencia a Radio Andorra hasta casi hundirla. También tienen su rincón de gloria las múltiples estrellas que desfilaron por el Roc de les Anelletes, donde hoy se levanta el hospital Nostra Senyora de Meritxell y adonde en 1942 se trasladaron los estudios y la administración, con un lugar de privilegio para Antonio Machín y su tropa, en vivo desde el estudio 1 de Radio Andorra; las dos grandes revoluciones tecnológicas de la estación, con la erección de las antenas del lago de Engolasters, todavía en pie y a adquisición de la nueva emisora Brown Boveri, a principios de los años 60; o el gran hito de Radio Andorra, que tenía el espacio franquicia, ya se ha dicho, en los discos dedicados: el récord absoluto, apunta Osorio, se registró un día del Carmen de los años 60, con Madrecita María del Carmen -por supuesto- de... ¡Manolo Escobar! Para que se hagan una idea: "Las dedicatorias, que leían un locutor y una locutora, se alargaron más de tres horas". Glups.

El puñado de leyendas -o de mixtificaciones- generadas alrededor de Radio Andorra también las aborda Osorio, comenzando por el papel de la estación en la II Guerra Mundial: sostiene que no se puede probar por falta de documentación -¡qué lástima!- que jugara algún papel en la transmisión de mensajes cifrados a los submarinos alemanes -Otto Kertschemer, Erich Topp, Gunter Prien, ¡el héroe de Scapa Flow!: ¿se imaginan? Como mucho, añade, los fugitivos que cruzaban los Pirineos y acababan en Andorra colaban algún mensaje en clave en las dedicatorias para comunicar a sus familias que una expedición había llegado a buen puerto. Eso sí: los dos bando intentaron ganarse la emisora para su causa. Osorio cita una reunión en la Seo entre Trémoulet y emisarios nazis en que los enviados de Hitler pretendían adquirir el 20% de la estación; también un intento de los británicos de apropiársela una vez terminada la guerra. Por cierto, el volumen incluye una notable aproximación biográfica al mismo Trémoulet, gran patrón de Radio Andorra y hombre de apasionante peripecia vital, condenado a muerte por colaboracionista y posteriormente indultado que acabó en España protegido de Serrano Súñer, y por encima de todo, dice Osorio, un auténtico visionario. Porque no otra cosa que un iluminado había que ser a mediados e los años 30 para tener la ocurrencia de instalar una emisora en Encamp, entonces algo así como Marte. Más o menos, especula gráficamente el autor, "es como si hoy día a Turner se le ocurriera trasladar a Andorra la sede central de la CNN. ¿Qué pensaríamos?" Pues esto, insiste, es lo que hizo Trémoulet en los años 30. ¿Por qué precisamente y contra todo pronóstico -y contra el buen sentido- en Andorra? Como no se cansa de repetir estos días el expresidente Zapatero a cuenta de sus memorias, la respuesta la encontrarán en el libro. Y si me permiten un consejo, yo de ustedes no me lo perdía.

[Este artículo se publicó el 28 de octubre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]

jueves, 30 de enero de 2014

Una tarde con héroes

El Barón Rojo en el Centre d'Art d'Escaldes y Ken Charney en la Quera: dos ases coinciden en Andorra.

De vez en cuando viene la mar de bien pasar la tarde en compañía de tipos hechos de otra pasta. No sé, alguien que pueda fardar de 80 victorias confirmadas, que guarde una Cruz de Hierro y otra Pour le Mérite en el zurrón. Ya saben, por si es verdad lo que dice Jacinto Antón en Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias: "To believe in heroic makes heroes". En mi caso no tengo demasiadas esperanzas, esta es la verdad. Pero quien sabe. Animado con estas elevadas reflexiones me planté el otro día en la exposición La Gran Guerra en el Centre d'Art d'Escaldes (Andorra), donde las últimas semanas he pasado ratos memorables enfangado en las trincheras del Somme, comprobando la eficacia de la máscara E95 contra el gas mostaza, desembarcando en Gallípoli o esperando el ataque de Ernst Junger y sus terroríficas Sturmtruppen. Glups.

Retrato de Manfred von Richtoffen con su perro Moritz que forma parte de la exposición La Gran Guerra en imágenes. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

El piloto angloargentino Ken Charney, con un Spitfire detrás. Fotografía: Archivo Claudio Meunier.

Fui esta vez con la secreta intención de dejar bajo el retrato del bueno de Manfred von Richtoffen, el Barón Rojo, la estupenda maqueta de un triplano Fokker que encontré de milagro en el bazar Valira y que he tardado quince días en armar y pintar reglamentariamente de rojo. En fin, que aproveché un momento en que la directora del CAEE, Ruth Casabella, estaba distraída para depositar mi pequeño homenaje al valor a los pies de Richtoffen y de Moritz, su gran dogo -y ya que sacamos el tema de Moritz, diremos de paso que da un poco de grima: parece escrofuloso. Pero me quedé pasmado: allí abajo había por lo menos una escuadrilla completa de Fokkers y de Albatros -el biplano con el que el Barón comenzó a cultiva su leyenda, en septiembre de 1916. En miniatura, claro. Vaya -me dije- si nos reuniéramos un día todos los admiradores secretos de Richtoffen de este rincón de Pirineo nuestro a lo mejor dábamos para una ala de combate. Esto, o es que se me había avanzado Antón, qué rabia. Otra cosa es lo que harán, la gente del CAEE, con esta parafernalia bélica cuando dentro de quince días se clausure la exposición. La divisa ya la tenemos: "Virtus Unita Fortior". Mola más que "Hasta el infinito y más allá", que no está mal pero que ya empieza a estar algo gastada. Así que ahora, cuando paseo Carlemany abajo, escruto los rostros de los peatones a ver si detecto los rasgos de un candidato a squadron leader que se me hubiera pasado por alto. Quien sabe.
El próximo paso es hacerme con un Spitfire de Airfix, e lcaza con que nuestro Charney abatió siete aparatos del Eje -sí, ya lo sé: no son las 80 victorias de Manfred, ni tan siquiera las 12 de Chuck Yeager, pero no me negarán que no sería un dignísimo compañero de misión y que, con sus dos Distinguished Flying Cross, es de lo mejor que le podemos ofrecer por aquí arriba en materia de ases. Enseguida que la tenga armada le llevaré al cementerio de la Quera, tumba 209, la maqueta del Spitfire, y cuando los de mantenimiento no miren, añadiré a la triste lápida un epitafio a la altura de su ilustre inquilino. Pienso en algo así como "To the gallant and worthy Ken". Con Richtoffen funcionó: después de mucho pulular, sus restos descansan hoy en el panteón familiar de Wiesbaden. A ver si le trae suerte, y Charney se puede ir de una vez a Bahía Blanca.

[Este artículo se publicó el 18 de junio de 2012 en El Periòdic d'Andorra]


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El jurista Josep Pol, especializado en derecho humanitario internacional, con una prótesis francesa de la I Guerra Mundial que se expone en el Centre d'Art d'Escaldes. Fotografía: Àlex Lara.

Tarantino en la Gran Guerra
El Centre d'Art d'Escaldes expone una prótesis auténtica, veterana de la contienda; el jurista Josep Pol inaugura el ciclo de conferencias sobre la I Guerra Mundial.

La Gran Guerra en imágenes: ya les hemos hablado de ella los últimos días. No es por repetirnos, pero ayer el Centre d'Art inauguraba el ciclo de conferencias temáticas -con el jurista Josep Pol, especializado en derecho humanitario internacional y un friqui de la I Guerra Mundial- con una novedad a la altura de la exposición. la cosa es algo truculenta, se lo advertimos de entrada: una auténtica prótesis de -ejem- pierna, de procedencia francesa, parece, y digna de El pabellón de los oficiales, aquel tremebundo peliculón de Dupeyron que te ponía un nudo en el estómago desde el minuto 1.
La tienen aquí arriba: una pata de palo como Dios manda, vestidita de negro y que tiene mucho que ver con la conferencia que impartía ayer Pol. Porque él vino a hablarnos de la -probablemente- única consecuencia indiscutiblemente positiva que tuvo la contienda. Una escabechina que, ya saben, costó la vida de 10 millones de hombres: el Convenio de Ginebra, ratificado en 1929 y que pretendía introducir algo de humanidad cuando los unos y los otros se ponen estupendos y deciden dirimir sus diferencias en el campo de batalla. En resumen: dice Pol que los ejércitos beligerantes se econtraron de golpe con la sorpresa de bolsas inmensas de prisioneros, centenares de miles de hombres a los que había que alimentar, vestir y alojar.
Y no estaba tan claro, porque hasta la I Guerra Mundial no se acostumbraba a tomar prisioneros. A los que caían en manos enemigas se los liquidaba. Y a los heridos, también. Recuerda Pol la tarantiniana figura del nettoyer, carnicero armado hasta los dientes -mostró la fotografía de uno de esta calaña: cuchillo de 30 centímetros de hoja, pistolón al cinto y saco de granadas en bandolera- cuya misión consistía en limpiar la retaguardia propia de enemigos que habían tenido la mala pata de quedarse atrás. En el ejército francés se les conocía con el apelativo de nettoyer. Pero los boches también tenían un equivalente. Algo así como los antepasados de los infaustos sonderkommando de la II Guerra Mundial. El caso es que con el armisticio quedó claro que había que reglamentar el trato debido a los prisioneros. Loable iniciativa que cristalizó, ya se ha dicho, con el Convenio de Ginebra de 1929, que obliga a respectar la vida del soldado que se rinde en el campo de batalla, a alimentarlo y a proporcionarle si lo requiere asistencia sanitaria.
Pol insistió en la paradoja: las guerras acostumbran a actuar como espoleta de nuevos avances en materia de derecho humanitario. Si a la Gran Guerra le siguió el Convenio de 1929, específicamente centrado en los prisioneros, a la II Guerra Mundial le siguió el de 1949, con la muy noble pretensión de proteger a la población civil, erigida en víctima principal de las guerras industriales. Otra paradoja: Andorra, uno de los escasos países del universo que no mantiene un ejército en pie de guerra, no lo ratificó hasta 1993, y alguien se olvidó de publicarlo en el Boletín Oficial del Estado, dice Pol, hasta 2008. Resumiendo: que en el ránquing del derecho humanitario internacional, Andorra ocupa la algo deshonrosa posición número 189 entre los 197 estados miembros de la ONU. Al lado de Angola, Eritrea, Haití y Corea del Norte. Es verdad que la probabilidad de que Andorra declare la guerra a alguien es más bien remota. Y no digamos que recurra a las armas bacteriológicas, como no sea la gripe invernal. Pero quizás convendría buscarse vecinos más recomendables, en en el campo del derecho humanitario. Sin ánimo de ofender, por supuesto.

[Este artículo se publicó el 23 de mayo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 29 de enero de 2014

Sangre y vísceras en la Gran Guerra

El Centre d'Art d'Escaldes expone un centenar de fotografías de la I Guerra Mundial procedentes del Archivo General de Palacio

El rostro de la derrota: soldado británico capturado por los alemanes en la última ifensiva aliada sobre Flandes, en septiembre de 1917. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.


Hace días que ven al pobre hombre de aquí arriba en las banderolas de publicidad de las calles de Escaldes. Seguro: no se les puede haber escapado la mirada desconfiada, perdida y derrotada que gasta. Con toda la razón, porque este tommy -sobrenombre genérico del soldado británico, reconozcamos que algo más eufónico que el boche germano, por no hablar del poilou francés- fue hecho prisionero por los alemanes en la ofensiva aliada sobre Flandes, en junio de 1917. Los libros de historia dicen que fue una victoria británica, pero para este soldado aquella victoria debió de significar el inicio de un penoso e incierto cautiverio.

Él es, en fin, el gancho publicitario de La Gran Guerra en imágenes, estupenda, monumental exposición que reúne en el Centre d'Art d'Escaldes (CAEE) un centenar de fotografías que transportan al espectador hasta el barro de las trincheras, que le contagian el pánico cerval que precedía a un asalto a la bayoneta o, peor aún, los tensos momentos de espera ante la inminente descarga de una descarga de obuses del calibre 870 -en el CAEE ha caído como por casualidad la vaina de uno de ellos, glups- o ante la visita de las tropas de asalto alemanas, las temidas Strumtruppen -¡¿patrullas relámpago?!-que liquidaban expeditivamente y con diabólica eficacia a todo bicho viviente, de dos o de cuatro patas. El filósofo Ernst Jünger, que sirvió en un batallón relámpago, dejó un relato de sus intervenciones que pone los pelos de punta: Tempestades de acero...

Pero volvamos al CAEE, que ha recuperado una exposición producida por el Museu d'Història de Catalunya en 2008 y con motivo del 90º aniversario del fin de la I Guerra Mundial. La gracia de todo esto es que se trata de material rigurosamente inédito recolectado por la Oficina Pro Cautivos, creada durante la contienda por la Casa Real española y por la Cruz Roja Internacional para asistir a los prisioneros de guerra -España se mantuvo neutral- y actualmente conservada en una entidad que recibo el extraño nombre de Archivo General de Palacio. La mayor parte de las imágenes -la colección supera los 4.000 positivos- procede del Bild und Film Amt. Así que por una vez el punto de vista alemán es el que predomina.

El momento decisivo: tropas de asalto alemanas salen de la trinchera y se adentran en tierra de nadie. Fotografía: Bild und Film Amt / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Unidades de sanitarios retiran a los heridos de la primera oleada tras un asalto a la bayoneta a las trincheras enemigas. Escena captada en Montdidier y Noyon (Picardía, Francia) en abril de 1918. Fotografía: Bild und Film Amt./ Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Soldados búlgaros descansan en la trinchera en el frente de Doiran, el 18 de septiembre de 1918; enfrente, griegos y británicos. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Soldados británicos en una trinchera sin identificar del frente occidental observan los movimientos enemigos a través del periscopio. Fotografía: Associated llustrated Agencies Ltd. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.


Cuartel general de Manfred von Richtofen, el Barón Rojo; atención a las matrículas de aviones enemigos abatidos que decoran las paredes, y al motor de un aparato inglés reciclado y reconvertido en lámpara. A Richtofen, con 80 aviones abatidos, le siguen en el rànquing de ases de la Gran Guerra el francés René Fonck, con 75, y los británicos Edward Mannock (73) y Albert Ball (49). Fotografía: W. Braemer / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.


La Gran Escabechina
Que no espere el visitante de la exposición otra descripción cronológica de la Gran Guerra, contienda que movilizó a 65 millones de soldados, que se cobró 9 millones de vidas -murieron uno de cada ocho soldados que tomaron parte en ella, a un ritmo de... ¡6.000 hombres cada día!- y que de paso liquidó cuatro imperios -el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el turco- y tres dinastías -los Hohenzollern, los Habsburgo y los Romanov. Todo esto lo puede encontrar el visitante en Wikipedia. Lo que propone el CAEE no tiene afortunadamente nada de académico y nos propulsa inmediatamente hasta los campos de batalla de una guerra que mezclaba de forma surrealista armas casi medievales -o sin el casi- con los últimos gadgets tecnológicos de la revolución industrial: miren al caballero alemán de aquí abajo, armado con lanza clásica y que luce al mismo tiempo una estupenda máscara de gas. No son las armas químicas -el terrorífico gas mostaza, utilizado por primera vez en abril de 1915- las únicas que se estrenan en la Gran Guerra: también debutan la aviación y los carros de combate -los célebres Mark británicos-, los submarinos y la radio. Y si hubiera que buscarle alguna cosquilla a la exposición, sería sin duda el escaso, casi nulo caso que les presta a la guerra en el mar: ni Jutlandia ni la epopeya de los U-Boot tienen ni un solo rinconcito.

Pero no se puede tener todo y quizás para compensar uno de los protagonistas con nombre, apellido y fotografía es Manfred von Richtofen, el Barón Rojo, sí, el mayor as de la guerra con 81 victorias confirmadas a bordo de su Fokker Dr 1 pintado, claro, de color rojo. En el CAEE lo vemos con Moritz, su perro preferido -y hasta ayer mismo mi cerveza preferida- porque en el fondo tenía buen corazón, y atención, en la intimidad del cuartel general, decorado con las matrículas de los aviones enemigos abatidos -hasta aquí, todo más o menos normal- y el motor de un aparato inglés convertido en lámpara de techo, lo que le da al conjunto un tétrico aire kitsch, la verdad: la fiesta se terminó para Richtofen el 21 de abril de 1918, cuando él mismo fue herido de muerte -pero no abatido: todavía tuvo tiempo para un último, casi post mortem aterrizaje de emergencia- por un piloto canadiense. Bueno, esto es lo que sostiene el piloto canadiense.

Carro de combate inglés de la clase mark estrellado contra un ábrol en la batalla de Cambrai, en noviembre de 1917; el bautismo de fuego de los tanques, un invento inglés, tuvo lugar en el Somme en septiembre de 1916. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Transporte de tropas británicas hacia el Somme, en el frente occidental, en otoño de 1916. Fotografía: Associated Illustrated Agencies Ltd. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Después de la batalla: soldados rusos caídos a manos de tropas austrohúngaras que avanzaban hacia la Galitzia Oriental. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

El rostro de la derrota: soldados británicos cautivos son conducidos desde el frente de Arrás, en el norte de Francia, tras la frustrada ofensiva aliada de abril de 1917. Fotografía: Bild und Film Amt. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.

Nos hemos detenido, claro, en el Barón Rojo, pero la verdad es que el grueso de la exposición tiene por escenario las trincheras del Este y del Oeste: aquí sí que hay vísceras y sangre, fango y bang, y uno espera que en cualquier momento ruja el silbato de Kirk Douglas ordenando a la tropa que avance a la bayoneta hacia la posición de Anthill. Uno se siente tentado de pillar el fusil que se expone en el CAEE -un Manlicher austríaco de 1903- por si la cosa se pone mala de verdad... Y lo más probable es que se ponga no mala sino peor, como a los pobres poilous de Kirk, que acaban en Senderos de gloria ante el pelotón de ejecución. Hay también heridos, muchos, y unos cuantos muertos -rusos en Galitzia y británicos en Roupy, pero en cambio ningún alemán, cómo se nota de dónde vienen las fotos. Hay también la cara de comprensible estupor mezclado con miedo del soldado de cualquier bando enviado al frente, y eso que ellos no saben todavía lo que les espera, y hay para terminar el rostro de la derrota y del cautiverio. En fin, una última advertencia: si se pasan por el CAEE, yo de ustedes me agenciaba un pickhaub prusiano, por si acaso.

[Este artículo se publicó el 10 de mayo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]


martes, 28 de enero de 2014

Rostros que huían del horror

La historiadora catalana Rosa Sala Rose reúne en 'La penúltima frontera' el periplo de 23 fugitivos detenidos por las autoridades franquistas al cruzar los Pirineos durante la II Guerra Mundial.

Esta es, con el permiso de Ford Madox Ford, una de las historias más tristes que jamás me hayan contado. La protagoniza -es un decir- Karol Radewicz, adolescente polaco originario de Lwow detenido por la clásica pareja de la Guardia Civil el 5 de junio de 1941, cuando caminaba por la carretera Nacional de Gerona a Barcelona. Venía de Marsella y el nefando delito del que se le acusaba era el de paso clandestino de frontera. En fin, que fue recluido en la prisión provincial de Gerona, primero, e inmediatamente después y en atención, por lo visto, a su corta edad, en la Casa de Misericordia. En el hospicio, vaya. Por cierto: Karol era mudo. Había perdido la voz, según declaró él mismo -y hay que pensar que por escrito- en los inicios de la contienda, en el mismo bombardeo que lo dejó huérfano, y había cruzado media Europa solo y a pie, con la remota esperanza de reunirse un día y en algún lugar con lo que quedaba de su familia. Pero parece que el internamiento el hospicio de Gerona terminó con sus escasas fuerzas. Una semana después de su ingreso en el centro, elevaba una carta al director anunciándole sus intenciones suicidas y -atención- pidiendo perdón por adelantado por las molestias que ello pudiera conllevar: "No puedo quedarme aquí porque mi mundo se ha acabado y no querría matarme en esta casa porque hacerlo le causaría a usted tristeza. Me doy cuenta de que no podré llegar a Portugal ni tampoco regresar a Francia"... Una carta que obtuvo el silencio como respuesta. El caso de Radewicz se resolvió el 5 de julio, un mes después de su detención, cuando la Guardia Civil lo acompañó hasta la frontera y lo obligó a entrar en Francia.

Jenny Kehr y su marido, Nathan, matrimonio de judíos alemanes originario de Appenheim que fue detenido por la Guardia Civil el 8 de octubre de 1942 en Coll de Nargó (Lérida), y deportados el 11 de diciembre. Fotografia: La penúltima frontera.

Paulino Coll Meseguer, gobernador civil de Gerona entre 1939 y 1942; dice Sala que "nunca se permitió ningún comentario que sonara remotamente antisemita", pero en octubre de 1940 ordenó la detención de los Levi, refugiados judíos procedentes de Francia, porque en el hotel del Perthus donde se alojaban les habían oñido dirigirse al perro de la familia con el nombre de Franco. Fotografía: La penúltima frontera.


La bailarina y streaper Dora Poch, judía polaca originaria de Sosnowice, fue detenida en octubre de 1942 e internada en la prisión de Figueras; logró salir e inició en el teatro Tívoli de Barcelona una nueva carrera artística con el nombre de Dora Henríquez. Fotografía: La penúltima frontera.


"No sabemos qué fue de Radewicz, ni si llegó a cumplir su propósito de poner fin a su trágica vida", dice la filóloga y germanista Rosa Sala Rose (Barcelona, 1969), que ha rescatado de las profundidades de los archivos del gobierno civil de Gerona la historia de Karol y la de otra veintena de fugitivos de la Europa ocupada por los nazis que fueron a parar a las prisiones franquistas por "paso clandestino de frontera" y, en casos como el de este joven polaco, amablemente retornados a Francia. Los ha reunido todos en La penúltima frontera (Papel de liar), libro que destila una rara emoción y que revela los nombres, las peripecias y hasta los rostros de los refugiados -especialmente, de los judíos- que cruzaron los Pirineos con la esperanza de escapar a un destino fatal en los campos de exterminio. Una historia que nos ha sido contada en otras ocasiones desde la perspectiva de los pasadores -recuerden las monografías canónicas sobre la materia: Guies, fugitius i espies, de Claude Benet, i Las montañas de la libertad, de Josep Calvet- pero que ahora cede la voz a sus auténticos protagonistas, los fugitivos para quienes la aventura era cuestión de vida o muerte.

En el caso de Radewicz queda margen para la esperanza: que lo volviese a intentar, burlara la vigilancia de las autoridades españolas y llegara finalmente a Portugal, donde él veía su salvación. Pero no queda ni la más remota esperanza en el caso de Jenny Kehr, joven judía originaria de Appenheim (Alemania) detenida el 8 de octubre de 1942 en Coll de Nargó (Alto Urgel). Se había fugado en agosto del campo de concentración de Gurs, en los Pirineos Atlánticos, justo antes de que los judíos de este campo fuesen transferidos al Este. El periplo de Kehr por las prisiones franquistas incluye el calabozo de la de la Seo de Urgel, el campo de Miranda de Ebro y la Modelo de Barcelona, donde ingresa la madrugada del 10 de diciembre. Su destino está sellado: al día siguiente la iban a deportar a Francia. Pero nunca llegó, porque esa misma madrugada se colgó en su celda de la Modelo: "cansada de vivir", dice el parte oficial.

Culpable de judía
Lo que convierte a Kehr, esta mujer "cansada de vivir", en un caso aparte es que el gobernador civil de Lérida en la época, Juan Antonio Cremades, había ordenado su expulsión del territorio español precisa y exactamente "por ser judía". Un caso auténticamente insólito que destaca en la práctica habitual de las autoridades franquistas, que acostumbraban a alegar "paso clandestino de frontera" como causa de expulsión. El caso de Kehrs, opina Sala, obliga a replantear el papel de España en la historia oficial de la Shoah y contradice -o ´por lo menos, lo matiza- al historiador Patrick von zur Mühlen, que en 1992 afirmaba sin ambages que "no existe el menor indicio de que España participara indirectamente en el Holocausto entregando fugitivos a sus verdugos en virtud de su filiación". A partir de ahora, hay por lo menos uno: el de Jenny Kehr.

Hay que añadir que el antisemitismo esgrimido por Cremades -que llega a referirse a la ciudadana hebrea Jenny Sara Kehr, asumiendo por su cuenta y riesgo la legislación nazi que obligaba a las mujeres judías a interponer el apelativo de Sara entre el nombre y el apellido- contrasta vivamente con la práctica habitual de los gobernadores civiles de Gerona, "que nunca se permitieron ningún tipo de comentario que sonara remotamente antisemita". Los detenidos en Gerona lo son bajo la conocida acusación de paso ilegal de frontera. No por su condición de judíos. Ahora bien, continúa Sala, "el documento de Cremades revela una sangre fría terrorífica, porque supone la entrega de una mujer judía en un momento en que la Solución Final ya está en marcha".

Por otra parte, el de Kehr no es el único caso de un refugiado judío entregado a los alemanes por su filiación religiosa y, ejem racial: Calvet ha documentado una decena más, extremo éste que le permite reclamar en el prólogo de La penúltima frontera una reformulación del análisis sobre la conducta de España con respecto a los refugiados porque, dice, "la mayor parte de los expulsados por el gobierno español terminaron en campos de concentración, y la participación española en el Holocausto es por lo tanto evidente".

Dora, la streaper, y Franco, el perrillo
No todas las historias que relata Sala terminan como la de Jenny Kehr. También nos cuenta el pintoresco episodio de los Levi, familia de judíos franceses detenida en La Junquera en octubre de 1940. ¿El delito? Por lo visto, según el delator de turno y durante su estancia en un hotel de la localidad vecina del Perthus, todavía en territorio francés, los había oído referirse a su perrillo con el nombre de Franco, "ofensa grave a la persona de nuestro Caudillo por lo que los he ingresado en la cárcel", justificaba el gobernador civil de Gerona, un tal Coll Meseguer que quizás no era antisemita como Cremades pero que tenía la piel muy fina a la hora de defender el honor ultrajado del Caudillo. Los Levi tuvieron que abonar una multa de 5.000 pesetas antes de ser deportados. Pero tuvieron más suerte al segundo intento: el 28 de diciembre de 1940 toda la familia embarcaba en Lisboa con rumbo al Brasil. Toda la familia... menos Franco. Se desconoce lo que fue del animal.

También deja un buen sabor de boca el periplo de los Poch, familia de judíos polacos originarios de Sosnowice detenida en Vilallovent en octubre de 1942. La hija pequeña, Dora, tenía 20 años en el momento de la detención y había sido bailarina en el Bal Tabarin, el primer coro femenino de París que saltaba al escenario completamente desnudo. Una strepaer, vamos. No sólo se las arregló para salir de la prisión de Figuera en que la habían internado sino que inició una sólida carrera en el Tívoli de Barcelona con el nombre artístico de Dora Henríquez hasta que en abril de 1944 embarca con rumbo a Casablanca. Por La penúltima frontera asoman, claro, otros fugitivos judíos (atención a la peripecia de los Furtmuller), pero también antifascistas italianos (Franco Venturi), un desertor alemán (Otto Pieric), un agente del servicio de inteligencia británico (James Scott Hopkins), el pasador Valeri Pinto -con sede en Oseja y excombatiente republicano, del que se dice que había pertenecido a la partida del Cojo de Málaga, ay- e incluso un descendiente del capitán Dreyfuss, el de J'accuse.

Todos tuvieron que pasar el trago de la hospitalidad que las autoridades franquistas dispensaban a los refugiados que cruzaban los Pirineos huyendo de Hitler: una celda en la prisión provincial -la de Figueras, en la mayoría de los casos reseñados por Sala- y en el célebre campo de Miranda de Ebro (Burgos). Algunos tuvieron la mala suerte de ser deportados a Francia; otros consiguieron legar a Portugal y desde aquí saltar a la Gran Bretaña y la América Latina. ¿Qué juicio le merece a la autora la política española respecto a estos refugiados? Sala evita la contundencia de Calvet, pero no exime al régimen de una cierta responsabilidad: a todos los detenidos, mujeres y niños incluidos, les esperaba un período más o menos largo de reclusión, mientras que los hombres eran internados por un tiempo aleatorio en Miranda. Por supuesto, comparado con los campos de concentración y de exterminio nazis, "no hay color", dice, "pero la mayoría de los refugiados que pasaron por Miranda -y algunos estuvieron recluidos durante tres años- lo consideraban una iniquidad. Y más si se tiene en cuenta que España era un país que se proclamaba neutral. Y eso, sin olvidar los casos de los judíos deportados a Francia. Los hubo, como se ha demostrado".

[Este artículo se publicó el 1 de marzo de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

lunes, 27 de enero de 2014

Paso clandestino: teoría y práctica

Claude Benet reconstruye en 'Guies, fugitius i espies' el papel de Andorra en las redes de evasión durante la II Guerra Mundial; compila el testimonio inédito de pasadores locales y de refugiados que cruzaron los Pirineos por el Principado.

E. Lloyd y H. Turnbull, soldados de artillería del ejército británico, fueron afortunados. Muy afortunados. Capturados por los alemanes en la localidad de St. Valéry-sur-Somme, al noroeste de Francia, el 12 de junio 1940, exactamente un año después llegaban a Gibraltar para ser repatriados hacia Inglaterra y reincorporarse el 1r regimiento de artillería montada de Su Graciosa Majestad. Había una guerra que había que ganar, ahí fuera. El periplo de estos dos hombre hacia la libertad se alargó doce meses desde que se escaparon de Frevent, el 23 de junio de 1940, aprovechando un despiste de sus captores: su ruta pasa por Aquest, Plouy, Amiens y Marly-le-Roi, contando siempre con la ayuda y la complicidad de la población local, lo que no deja de tener mérito porque en 1940 la mayoría de los franceses todavía no tenían muy claro de qué lado estaban, si es que estaban de alguno. No olvidemos que la mayor parte de Francia ha sido ocupada, y que a Pétain le han dejado un rinconcito simbólico: Vichy.

El caso es que en Marly-le-Roi los acoge el jefe de la policía local y que es él mismo quien se encarga de conducirlos en tren hasta París, donde los enchufa en el expreso de Toulouse. Llegan a esta ciudad el 10 de agosto, los detiene la policía -no tan acogedora como la de Marly, por lo visto, pero vuelven a escaparse y, ahora a pie, pasan por Pamiers y Foix y llegan el 27 de agosto a Tarascón. El 1 de septiembre, la misma familia que se la ha jugado ofreciéndoles refugio durante cuatro días los ayuda a cruzar hasta Andorra: la salvación. Ocho meses en un hotel -quizás el Coma de Ordino un clásico de estos menesteres- a cuenta del consulado británico en Barcelona y de sus contactos sobre el terreno -quizás Francesc Areny, de casa Bonavida de Ordino- y el 18 de mayo de 1941 reciben la orden de unirse a unos contrabandistas que los conducirán hasta España y los empaquetarán en coche hacia Barcelona. El 6 de junio, ya se ha dicho, pisan Gibraltar, y diez días más tarde están de nuevo en Inglaterra.

Guies, fugitius i espies es la primera monografía centrada en el papel de Andorra en las redes de evasión de la II Guerra Mundial; además del testimonio de los pasadores supervivientes, la principal aportación de Benet son las docenas de relatos de los mismos fugitivos que cruzaron los Pirineos por Andorra. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.

Lloyd y Turnbull tuvieron toda la fortuna que les faltó al teniente Harold Bailey y a los sargentos Francis Owens y William B. Plasket. Los tres eran tripulantes de sendos bombarderos de la USAF abatidos sobre París, Stuttgart y Normandía entre julio y septiembre de 1943, y después de una muy cinematográfica peripecia fueron a morir de frío y de puro agotamiento en el Pla de l'Estany, bajo el Comapedrosa, el 25 de octubre, cuando tenían la libertad a un paso. Los cuerpos de los tres militares fueron descubiertos al cabo de un año, enterrados en el cementerio viejo de Arinsal y exhumados en 1950 por el ejército norteamericano.

Historias de refugiados
Lloyd, Turnbull, Bailey, Owens i Plasket son sólo cinco de los casos pacientemente reconstruidos por Claude Benet en Guies, fugitius i espies: camins de pas per Andorra durant la II Guerra Mundial, publicado por Editorial Andorra. Una obra minuciosa y magnética, que tiene el mérito indiscutible de los testimonios rigurosamente inéditos que el autor aporta: de los pasadores que operaron en este sector de los Pirineos, claro, pero también y sobre todo de los fugitivos para los cuales Andorra se convirtió en sinónimo de libertad. Entre los primeros figuran los casos ya conocidos de Joaquim Baldrich y Lluís Solà, los últimos supervivientes de la epopeya, al lado de Vicenç Conejos, Salvador Calvet y Josep Monpel, ya desaparecidos: hombres de acción a los que Benet prefiere denominar "caminadores" antes que "pasadores", y que eran los que se jugaban el pellejo en primera línea conduciendo por las montañas los convoyes de refugiados. Pero la lista elaborada por Benet es mucho más extensa: Enric Comas Cases, Antonio Guitar, Josep Ibern, Alphonse Courtade, André Benigos, Émile Delpy, Joan Català, Joan Benazet... Entre los "organizadores", los contactos locales del MI-9 que recibían el aviso de la llegada de un grupo de fugitivos, gestionaban su recogida y organizaban el trayecto final hasta el consulado británico, cita los casos también conocidos de Francesc Viadiu y su -dice- mano derecha, Antoni Forné, y rescata del olvido la figura prominente de Francesc Areny Naudi, el Cisquet de Canillo.

Pero la mayor aportación de Guies, fugitius i espies son con toda seguridad las docenas de relatos de fugitivos, desde judíos que huían de la Solución Final -la berlinesa Lilo Kohen y el nantés Maurice Rothel, entre otros- hasta jóvenes franceses que querían ahorrarse el Servicio de Trabajo Obligatoio en Alemania o enrolarse en los ejércitos de la Francia Libre -Paul Jordan, Roger Estournel, Geroges Tamissier, André Castan y el joven Grosjean, muerto de frío en la montaña y enterrado en el cementerio viejo de Llorts- y pilotos aliados, claro -Joe Cackle, Maurice Collins, James Cobbs, George Stillwell... Benet ha buceado en archivos catalanes, franceses, británicos e israelíes; comunales, departamentales, nacionales e institucionales. Todos ellos le han abierto generosa y naturalmente las puertas: para eso existen. Todos, excepto uno: el del Obispado de Urgel, con la excusa difícilmente creíble de que "no hay documentación sobre esta materia". La conclusión de las casi 300 páginas de Guies, fugitius i espies es que Andorra fue durante la contienda, y en general, "tierra de acogida, donde se trató razonablemente a los refugiados y no se entregó jamás a ninguno a los alemanes". En medio del marasmo, no es poco orgullo.

[Este artículo se publicó el 4 de noviembre de 2009 en El Periòdic d'Andorra]

domingo, 26 de enero de 2014

De Andorra al infierno

Roser Porta y Jorge Cebrián siguen en Andorrans als camps de concentració nazis el periplo de los trece ciudadanos del Principado que terminaron en el sistema concentracionario; seis de ellos no regresaron jamás.

Cuando el 19 de enero de 1944 Josep Franch (Prats de Canillo, Andorra, 1903) ingresó con el número de registro 40.525 en el campo de concentración de Buchenwald y lo asignaron al barracón 52 tuvo que llevarse una sorpresa mayúscula: entre los internos que malvivían en aquel "establo para caballos" -como define el barracón el hijo de unos d los deportados- se encontró a cinco paisanos, cosa que tiene mérito porque a mediados de los años 40 Andorra apenas sobrepasaba los 6.000 habitantes: Bonaventura Casal, Francesc Mora, Bonaventura Bonfill, Càndid Rossell y Pere Mandicó. Sólo los tres últimos escaparon de las zarpas del sistema concentracionario nazi. Ni Franch ni Mora ni Casal volvieron jamás a Andorra. Casal (Santa Coloma, Andorra, 1911) experimentó al menos el consuelo de asistir a la liberación del campo por los aliados, el 11 de abril de 1945. Pero después de dos años largos de confinamiento -fue detenido el 28 de marzo de 1943, e ingresó en Buchenwald en enero del año siguiente- su organismo dijo basta y murió en junio de 1945... libre y en el hospital. Un destino que sufrieron muchos de sus compañeros de cautiverio. Un fin más penoso todavía tuvo Mora (Sispony, Andorra, 1912): lo enrolaron en las mortíferas caravanas de la muerte que organizaron los alemanes en los estertores de la guerra, en plena retirada: "No pudo seguir el ritmo, las SS le pegaron un tiro y lo abandonaron en un rincón. Muerto", cuenta su hermano Amadeu. Según los registros del campo, Franch murió el 17 de junio de 1944, exactamente a las 5.30 horas de la madrugada a consecuencia, supuestamente, de una infección pulmonar y reglamentariamente acompañado por un médico. Una rara y muy sospechosa precisión burocrática que enmascara las torturas que le propinaron sus carceleros y que llevó a Franch a la tumba, según la Resistencia comunicó a la familia.

Bonaventura Casal (Santa Coloma, 1911) fue uno de los seis ciudadanos andorranos que coincidieron en el campo de Buchenwald; los otros cinco fueron Josep Franch (Prats de Canillo, 1903), Francesc Mora (Sispony, 1912), Bonaventura Bonfill, Càndid Rossell y Pere Mandicó. Ni Franch, que ingresó en el campo el 19 de enero de 1944, ni los dos últimos sobrevivieron a la guerra. Fotografía: Andorrans als camps nazis.

Éstas son seis de las trece historias recogidas por los periodistas Roser Porta (la Seo de Urgel, 1971) y Jorge Cebrián (Gijón, 1977) en Andorrans als camps de concentració nazis, libro reportaje editado por el ministerio de Exteriores del gobierno de Andorra, que parte de sendas investigaciones periodísticas que los autores emprendieron por separado en El Periòdic d'Andorra -donde Porta publicó a principios de 2007 una serie de cuatro reportajes sobre el asunto que nos ocupa- y en Andorra Televisíó (ATV), para la que Cebrián dirigió en junio de 2007 el documental Lluitant per la vida. La confluencia temática, el padrinazgo intelectual de la ministra Meritxell Mateu y una exhaustiva labor de documentación que los ha llevado a sumergirse en los archivos nacionales de París y Washington, en el de la veguería francesa depositado en los archivos departamentales de Nantes, en el del Memorial de la Shoah y en el de Buchenwald, entre otros, ha cristalizado en una obra que sigue el rastro y reconstruye el periplo vital -y en ocasiones la muerte, como hemos visto- de los trece ciudadanos andorranos que acabaron en los campos nazis. A los seis infortunados que en enero de 1944 se encontraron compartiendo barracón en Buchewald hay que añadir para completar la lista los nombres de Francesc Vidal (la Margineda, Andorra, 1919), Josep Calvó (1913), Miquel Adellach (Llorts, Andorra, 1908), Anton Vidal (Prats de Canillo, 1900) y Antoni Puigdellívol (la Seo de Urgel, 1917). Todos ellos fueron clasificados como presos políticos: algunos, como Franch, cayeron efectivamente por colaborar con la Resistencia; otros, como Puigdellívol, por colaborar con las redes de pasadores que ayudaban a cruzar los Pirineos a judíos, franceses refractarios al Servicio de Trabajo Obligatorio y a pilotos aliados abatidos sobre la Europa ocupada. Y hubo casos de auténtica mala suerte, como el de Mora, que venía de Tolosa en tren y tenía que bajara en l'Hospitalet, el último pueblo antes de la frontera andorrana, pero se durmió y fue capturado por la Gestapo en Latour de Querol.


Postal remitida por Bonaventura Cazal a su familia, residente en Besiers, fechada en Buchenwald el 3 de febrero de 1842. En el remite se pueden leer los datos de Cazal: su número de interno, el 40.493, y el bloque al que estaba destinado, el 52. Fotografía: Familia Casal / Andorrans als camps de concentració nazis.


El libro del año
Como advierten los autores, la lista no está cerrada y es posible que en el futuro aparezca el rastro y los nombres de otros andorranos que han quedado enterrados entre las montañas de papel que generó la burocracia concentracionario. Franch, Casal y Mora no fueron, con todo, las únicas víctimas mortales de los nazis: Vidal murió el 29 de marzo de 1945 en Mauthausen, oficialmente a causa de una enfermedad del intestino grueso. A saber que cómo murió realmente; Pons pereció en el campo de Melk en noviembre de 1944, y de Vidal y Calvó se desconoce su final: sólo se sabe que no regresaron de Alemania.

Pero Andorrans als camps de concentració nazis no es una lectura fascinante sólo porque rescata del olvido un episodio dramático. No. La exhumación de documentos inéditos en archivos de Europa y América -excepto los archivos de la veguería episcopal, en la Seo de Urgel, incomprensiblemente inaccesibles a investigadores como Porta y Cebrián- ha permitido a los autores profundizar en el papel de Andorra en uno de los capítulos más apasionantes de la historia del siglo XX: la II Guerra Mundial. En el libro aparecen las redes de pasadores con sede en el país, con los Forné, Baldrich, Ros y compañía, y también el dosier -no muy complaciente- que los servicios secretos norteamericanos consagraron a Viadiu; las tirantes relaciones entre el síndico Cairat y el veguer francés, Lasmartres, y el dudoso papel del segundo, que no dudó en entregar a la Gestapo a refugiados en nuestro rincón de Pirineos. Hay un esclarecedor apartado dedicado a las peligrosas amistades alemanas de Trémoulet, el factótum de Radio Andorra, y también se documentan las represalias francesas contra colaboracionistas en tierra andorrana, una vez terminada la contienda. Hay épica, drama y también lírica -ésta última, en las cartas personales de los deportados a las familias que habían dejado atrás. Lo tiene todo. Porta y Cebrián han escrito el libro de año. Sin duda.

La unión los hizo más fuertes
El origen de Andorrans als camps de concentració nazis hay que buscarlo en Españoles deportados en los campos nazis, donde el historiador Benito Bermejo documenta el paso por el sistema concentracionario de Adellach y de Mandicó, además del de Vidal, el único andorrano que Montserrat Roig había consignado en Els catalans als camps nazis, el título fundacional en la materia. Porta y Cebrián estiraron del hilo, cada uno por su cuenta, en sendos reportajes periodístico, y el curso pasado unieron sus fuerzas para elaborar Andorrans als camps de concentració nazis. Por lo que respecta a los autores, Porta -filóloga de formación- ha consagrado dos monografías a Mercè Rodoreda; Cebrián, por su parte, ha dirigido los documentales Lluitant per la vida y Pena capital.

Roser Porta y Jorgé Cebrián, autores de Andorrans als camps de concentració nazis, en la presentación del libro en marzo de 2009. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.


De Prats de Canillo a Mauthausen
Hasta el año 2007, Anton Vidal Felipo era el único ciudadano andorrano que oficialmente había pisado un campo de concentración durante la II Guerra Mundial. Vidal, como acabamos de ver, figuraba en la lista de deportados que Montserrat Roig había consignado en Els catalans als camps nazis, libro canónico. Aquel año, el Archivo Nacional de Andorra ingresó Españoles deportados a los campos nazis, tocho en que el historiador Benito Bermejo -el mismo que desenmascaró a Enric Marco, el falso deportado que llegó a presidir la Amical de Mauthausen de Barcelona- añadía a esta lista los nombres de Miquel Adellach y Pere Mandicó. La consiguiente nota de prensa que la archivera Susana Vela y el historiador Pere Cavero facilitaron a los medios de comunicación despertó el instinto periodístico de Roser Porta y de Jorge Cebrián, que elaboraron sendos reportajes para El Periòdic d'Andorra y ATV siguiendo el rastro que los deportados andorranos dejaron en archivos e Francia, Alemania, Austria y los EEUU.

La entonces ministra de Investigación, Meritxell Mateu, los contactó para profundizar en aquella inicial pesquisa periodística, responder a la pregunta que la atormentaba -¿por qué ciudadanos de un país neutral como Andorra terminaron en manos de los nazis?- y convertirla en el exhaustivo ensayo que ahora ve la luz: un título denso y a la vez accesible, que combina el rigor de un estudio histórico con la amenidad de un libro destinado al público interesado en la materia pero no especializado, que huye tanto de la idealización que lastra Entre el torb i la Gestapo como del sensacionalismo que destilaban los reportajes que Eliseo Bayo publicó a finales de los años 70 en la revista Reporter. Además de lo que promete el título -es decir, la vida y en algunos casos la muerte de los trece andorranos en los campos nazis- Porta y Cebrián aportan luz sobre un puñado de episodios mal documentados de la historia reciente de Andorra (y cercanías): señaladamente, las incursiones alemanas durante la II Guerra Mundial y el secuestro de refugiados judíos en territorio andorrano, la ocupación relámpago de Radio Andorra perpetrada por la España franquista, y el indigno, infame papel que jugó en todo este asunto el veguer francés de la época, Émile Lasmartres.

[Este artículo se publicó el 16 de marzo de 2009 en El Periòdic d'Andorra]

jueves, 23 de enero de 2014

El día que París no ardió (Jaume Ros estaba allí)

El general de infantería Dietrich von Choltitz, jefe militar de la guarnición alemana de París, recibió a las 10 de la mañana del 23 de agosto de 1944 un mensaje cifrado del alto mando nazi que le ordenaba entregar la ciudad "convertida en ruinas". La vanguardia de las tropas aliadas esperaba la orden de avanzar desde Limours, en los suburbios de la capital. A las 20.45 horas del 24 de agosto, la 9a compañía de la 2a división blindada del general Leclerc, integrada mayoritariamente por excombatientes republicanos de la Guerra Civil, entraba en París por la puerta de Italia. Esa misma noche tomaban posiciones en la plaza del Ayuntamiento. A la mañana siguiente, una multitud de ciudadanos los aclamaba como liberadores. París no ardió. Y Jaume Ros estaba allí. Hoy nos lo cuenta.

Entre otros muchos dones, Jaume Ros (Agramunt, Lérida, 1918-Escaldes, Andorra, 2005) tuvo en su larga vida el de la oportunidad. Al lado de una habilidad innata para desenvolverse en las situaciones más adversas y -también- una innegable dosis de fortuna. Todo esto le permitió ahorrarse los siniestros campos de refugiados de Argeles y Saint Cyprien en la inmediata postguerra, y sobrevivir al descabezamiento porte de los nazis del Servei d'Informació Militar de Catalunya (Simca), organizado por Estat Català en Perpiñán, así como el internamiento en el campo de trabajo de Dessau. El ángel de la guarda, pero también el coraje y la perseverancia, le proporcionaron un trabajo como dolmester -intérprete- en el parque móvil militar del ejército alemán acantonado en Vincennes, París. Y lo hizo in extremis: a mediados de marzo de 1944 expiraba su permiso de 15 días que como trabajador voluntario de país no beligerante había conseguido después de un año -más una condena a cinco meses de trabajos forzados acusado de sabotaje- en la factoría Deutsche Hydrierwerke de Dessau, cuando las alternativas consistían "bien en esconderme para enrolarme en el maquis, bien en volver a Alemania".

Así que después de cinco años pululando por una Europa en guerra, Ros afrontó el momento decisivo desde uno de los escenarios más simbólicos de la conflagración: París, en manos de los alemanes desde el 14 de junio del 1940. "Me di cuenta de que las cosas no iban bien -para ellos, claro- una mañana al entrar en la oficina: las perchas donde los oficiales del parque móvil dejaban pistolas y cartucheras estaban vacías. Todos iban en cambio armados, cosa insólita hasta entonces. Automáticamente desapareció el trato de relativa cordialidad y confianza con los trabajadores civiles -entre los que me encontraba, y que había sido la norma hasta entonces. Y no se equivocaban: era el 6 de junio, y los aliados acababan de desembarcar en Normandía. El principio del fin: "Desde ese mismo momento el nerviosismo fue aumentando, tanto entre los alemanes -que empezaban a caer víctimas de los atentados del maquis urbano, cada vez más osados- como entre los parisino, que temían una resistencia numantina. Y eso que las órdenes del alto mando nazi de volar los puentes, las industrias, los edificios oficiales y el patrimonio artístico y monumental de la ciudad no las conocimos hasta después de la guerra!, recuerda Ros. La retirada, con todo, tuvo un sello inconfundiblemente alemán: "Todo el mundo recibió el salario que le correspondía y se cerraron ordenadamente los portones del recinto. A mí me tocó quedarme como administrador civil". Nada que ver con el caos wagneriano de los días finales de Hitler en el búnker berlinés.

Primeros años 40: Jaume Ros, en la plaza de Cataluña de Perpiñán, localidad desde donde participó activamente en la creación del Servei d'informació militar de Cataluña (Simca), especializado en el control de los puertos de Barcelona y en el paso clandestino de aviadores aliados a través de los Pirineos. Fotografía: Archivo J. Ros.

En aquel ambiente de derrota inminente, las Fuerzas Francesas del Interior (FFI) ya habían tocado a Ros: "Cinco días antes de que los alemanes desaparecieran del parque, dos individuos que se identificaron como oficiales de la Resistencia me advirtieron a la salida del trabajo de que me hacían responsable del material, y que llegado el momento debería de entregarles las llaves". Y así fue como sucedieron las cosas: "El mismo 18 de agosto, y ya sin alemanes a la vista, se presentaron en las instalaciones y tomaron posesión de todo aquello." Así funcionaban las cosas en una ciudad completamente parada donde a partir del 10 de agosto se declararon sucesivamente en huelga los ferroviarios, los trabajadores del metro, los de correos y al final incluso la policía, y donde empezaban a menudear los encuentros entre alemanes y resistentes, bajo la amenaza permanente de francotiradores de uno y otro bando apostados en los tejados.

¿Arde, París?
Ros vivió estos días de impasse desde el hotel Idéal, donde se había instalado desde que en marzo llegó a la capital francesa. Dio la casualidad de que el hotel estaba situado en el número 22 de la calle Verrerie -22, rue de la Verrerie, vamos- un callejón que desembocaba en la plaza del Ayuntamiento. Y esto fue lo que le permitió asistir desde primerísima fila a la entrada de los tanques españoles de la división Leclerc, la primera fuerza aliada que se atrevió a asomar la nariz por las calles de París, todavía parcialmente ocupado por los alemanes. Fue la noche del 24 de agosto: la 9a compañía de la 2a división blindada que mandaba el general Leclerc -que ha pasado a los libros de historia como La Nueve, por la masiva presencia entre sus filas de excombatientes republicanos- había salido a primera hora de la mañana de la localidad de Limors. A las 20 horas cruzaba Fresnes y enfilaba los suburbios de París: l'Hay-les-Roses, Cachan, Arqueil, Kremlin-Bicetre... A las 20.45 horas cruzan por la puerta de Italia y después de dudar brevemente sobre el destino final la columna se encamina hacia el Ayuntamiento, que se había convertido en el centro de operaciones de la resistencia urbana. A las 21.22 horas el tanque Sherman y la decena de transportes blindados que integraban el destacamento -bautizados, ya saben, con nombres como Brunete, Belchite, Guernica, Ebro, Teruel y Guadalajara- toman posiciones en la plaza y se desatan las primeras muestras de entusiasmo popular.

Ros se une a la multitud que a la mañana siguiente se concentra en el lugar desde primerísima hora. Sus recuerdos son aún frescos: "Durante todo el día hubo tiros esporádicos en las calles, sobre todo hacia el cuartel general alemán, situado en la plaza de la Concordia. Cuando los tanques y los blindados de Leclerc se instalaron en la plaza del Ayuntamiento [él dice de l'Hôtel de Ville] mi sorpresa fue mayúscula cuando me percaté que muchos de aquellos carros enarbolaban la bandera tricolor de la República, y llevaban nombres que evocaban las grandes batallas de la Guerra Civil. Incluso había señeras. Me acerqué, y de uno de los blindados emergió un soldado... ¡y nos pusimos a hablar en catalán! La mayoría, si no todos, eran españoles, y se negaban a hablar en francés porque se las habían hecho pasar canutas. Y claro, la gente que nos rodeaba se quedaba de piedra al oírnos conversar". Pero la fiesta tuvo un final dramático al hacer acto de presencia un grupo de francotiradores que dispararon sobre la multitud desde los pisos superiores del edificio de enfrente del Ayuntamiento. "Lo que son las cosas: fui a refugiarme bajo las orugas de un blindado que se llamaba L'Avi ¡Si me lo cuentan no me lo creo! Nunca se supo quiénes fueron, los gilipollas que disparaban, porque los cañones de los carros arrasaron con todo. Pero entre los que estábamos en la plaza hubo bajas."

¿Por qué fue una compañía formada casi exclusivamente por combatientes españoles la primera en entrar en París? Cuestión polémica que ha dado pie a múltiples y diversas interpretaciones. Para la historiografía oficial francesa, fue una hábil maniobra de Leclerc, que pretendía así cumplir los deseos de De Gaulle, que acababa de desembarcar el día antes en Cherburgo, de que fuera una unidad francesa la primera en circular por las cales de París, en un gesto que quería monopolizar la carga simbólica de la Liberación y a la vez relegar a los norteamericanos a un papel secundario.

Combatientes de La Nueve posan sobre el transporte blindado Don Quichotte, uno de los quince semiorugas que entró en la plaza del Ayuntamiento de París la noche del 24 de agosto de 1944.

Pero no todo el mundo comulga con esta rueda de molino. El mismo Ros considera que fue Patton, comandante en jefe de los ejércitos aliados en Europa, el que se salió finalmente con la suya enviando a una compañía española para fastidiar a De Gaulle. De hecho, esta versión cuadra con la vergonzosa censura que sufrieron los noticiarios cinematográficos franceses en la inmediata postguerra: "El chovinismo francés no podía admitir que tal honor recayera en una panda de republicanos españoles. Por eso, uno o dos años después de la guerra los Teruel, Belchite, Brunete y demás, que hasta entonces habían protagonizado legítimamente los noticiarios, empezaron a desaparecer sospechosamente de las carrocerías de los blindados. ¡Las tijeras del censor! Aquello era demasiado para el orgullo francés. La grandeur a veces se nutre de mezquindades como ésta".

No es ésta la única mancha que Ros señala en la actuación francesa en la II Guerra Mundial. Porque él había vivido en una Francia donde la mayoría silenciosa, dice, dio un apoyo no precisamente honorable al régimen colaboracionista de Vichy. Lo personifica en monsieur Guérin, el propietario del hotel de la Ville de Chartres, el hostal de Orléans donde se instaló en 1939, al estrenar el exilio y justo antes de la guerra mundial: "Él y su mujer me habían acogido como al hijo que no tenían, pero mientras que ella era una mujer razonablemente ilustrada, que entendía que no todos los rouges españoles nos zampábamos un par de curas en el desayuno, el hombre era el clásico veterano de la I Guerra Mundial, seguidor de aquel antepasado ideológico de Pétain que era el coronel La Roque. Y había millones como él, en la Francia de esos momentos. La gente de orden que confiaba en Pétain -un héroe, no lo olvidemos, de la guerra del 14. Historiadores solventes han dado la cifra de 40 millones de pétainistas la víspera de la Liberación. Y semanas antes de la llegada de los aliados todavía tenía que discutir con más de uno y de dos en defensa de De Gaulle. Seguro que al día siguiente de la Liberación todos fueron a los Campos Elíseos a aclamarlo..."

Mientras el comandante de las fuerzas alemanas, Dietrich von Choltitz, desobedecía las órdenes del cuartel general de Hitler -el Nido de las Águilas, en Berchtesgaden- de no dejar que París cayera en manos aliadas si no era "convertida en un montón de escombros", se multiplicaron por las cales y bulevares parisinos los encontronazos entre las FFI y los soldados alemanes en retirada. Las primeras barricadas se habían levantado más o menos espontáneamente el 21 de agosto, y aquellas escaramuzas dejaron un saldo de más de medio millar de bajas en las filas de la Resistencia, más 127 civiles. Ros fue otra vez testigo de aquellas improvisadas batallas urbanas. Incluso protagonista: "Desde el balcón de la casa de Josep Solans, en el bulevar Sebastopol, vimos cómo francotiradores de las FFI hostigaban a una columna alemana. Dieron de lleno en un todoterreno, y dos de sus ocupantes quedaron tendidos en el suelo. El tercero tuvo tiempo de saltar del coche, herido en una pierna y lleno de sangre. Se había pegado a una pared para que los francotiradores no lo descubrieran. Pensé que no podíamos dejar que muriera de aquella manera, así que bajé para hacerlo entrar en el portal. La portera de se negaba: '¿Y si un hijo suyo se encontrara en esta misma situación en Alemania, no querría que alguien le ayudara?', le solté. Y funcionó: lo llamamos y vino adonde estábamos nosotros. Quería que lo trasladáramos al hospital alemán, pero le hice ver que lo entregaríamos a los americanos y que se podía considerar afortunado porque en un año seguro que estaba en casa..."

Lo que parece claro es que Hitler se quedó con un palmo de narices ante la negativa que recibió a la pregunta que, según la mitología de la guerra, le soltó a Choltitz la mañana del 25 de agosto: "¿Arde, París?" Por respuesta, el ayudante del comandante alemán sacó el auricular por la ventana del hotel Meurice, el cuartel general nazi: los acordes de La Marsellesa, mezclados con el repiqueteo de las campanas, inundaban París. Que no quemó, pero sí que dio pie al best seller que Dominique Lapierre y Larry Collins perpetraron dos decenios después.

Ros, en los años 90 en Escaldes (Andorra), donde se estableció a mediados de los 50. Fotografía: El Periòdic d'Andorra.

Todos los caminos conducen a París
La convulsa trayectoria de Ros arranca en verano de 1937, en plena Guerra Civil, con su incorporación como voluntario al cuerpo de sanidad del ejército republicano: "No es que tuviera mucho espíritu marcial, pero si te presentabas voluntario podías escoger destino", matiza. El desastre del Ebro precipitó la derrota y el camino del exilio: el 6 de febrero de 1939 cruzaba la frontera hispanofrancesa por el coll d'Ares. Con audacia y fortuna evitó los ignominiosos campos de concentración de Argelés y Saint Cyprien, adonde fueron a parar la mayoría de republicanos de a pie, rouges españoles sospechosos a ojos franceses de propagar el germen de la anarquía y de la revolución. Quince días más tarde reaparecía por primera vez en París, gracias a la mediación de un catalán afincado en la capital francesa que era el tío de su compañero de fuga, Josep Solans.

El estallido de la guerra lo pilla en Orléans, y paradójicamente la movilización general supone, dice, el fin de las penalidades para los refugiados catalanes, que desde entonces podrán acceder a los puestos de trabajo que dejan los franceses llamados a filas. En Orléans empieza un frenético activismo político que ya no abandonará hasta la Transición y con la decepción que le provoca el -según él- "error Tarradellas". Contacta con los dirigentes de su partido, Estat Català -casualmente refugiados como él en Orléans- y cuando termina la drôle de guerre, la guerra de broma, con el armisticio y la creación del régimen títere de Vichy, en junio de 1940, Ros y sus compañeros huyen a Perpiñán. No pueden ser más demoledores sus juicios sobre la capacidad militar de Francia: "Los franceses dormían beatíficamente convencidos de que todavía tenían el mejor ejército del mundo. Pero cuando veía a los soldados de la caserna de delante de mi hotel, en Orléans, que todavía de desplazaban a lomos de mulas, los imaginaba destrozados como terrones de azúcar. Hablaban de la Línea Maginot, de un gigantesco muro de cemento y de hierro, y lo ignoraban todo del poder destructivo de los tanques y de los aviones alemanes. Cuando veíamos tanta ignorancia y tanta inocencia, los exiliados nos persignábamos y mirábamos al cielo, de donde sólo podían venir desgracias, escribe Ros en el segundo volumen de su autobiografía, La decepció de la memoria.

El escepticismo, que lo ha acompañado a lo largo de toda la vida, no le impidió participar con entusiasmo en las actividades del Simca, creado en Perpiñán por elementos de Estat Català al servicio de los gaullistas infiltrados en el ministerio de la Marina de Vichy, y con el objetivo de controlar el tráfico de los puertos de Barcelona y Valencia y de facilitar la huida a través de los Pirineos de aviadores aliados abatidos en los cielos de la Europa ocupada. Fue así como recaló por primera vez en Andorra, en 1942. La aventura del Simca, donde sobresalió como reputado falsificador -"Nunca cazaron a nadie que utiliza papeles míos", se enorgullece- acabó sin embargo como el rosario de la Aurora con la captura, eliminación o huida de la mayoría de sus integrantes, y coincidiendo con el desembarco aliado en el norte de África y la subsiguiente ocupación alemana de toda Francia. Ros volvió entonces a Orléans, suponiéndola una plaza más segura. Pero no tardó en caer en manos de la policía de París, que aprovechaba cualquier irregularidad para cazar refugiados e indocumentados para engordar el cupo de un millón de hombres que Francia se había comprometido a enviar a Alemania en calidad de trabajadores voluntarios. "Por cada extranjero que pillaban se ahorraban a un francés...", lamenta amargamente. Ironías de la guerra, a Ros el falsificador lo cazaron por no tener el permiso de residencia en regla. Unos rudimentarios conocimientos de alemán le permitieron conseguir un puesto de cierta responsabilidad -control de salida del producto, dice- en la Deutsche Hydrierwerke, la fábrica de combustible sintético y de aceites minerales de Dessau -cerca de Halle- que fue se convirtió en su casa hasta marzo de 1944.

Tras la Liberación
La peripecia bélica de nuestro hombre acaba con la Liberación de París. Exactamente cuando empieza el principio del fin del exilio republicano entendido en sentido estricto. A partir de entonces habrá no uno, sino muchos exilios; casi tantos como exiliados. La desorganización, las rivalidades partidistas, los personalismos y -según Ros- las maquinaciones comunistas dieron el golpe de gracia que Solidaritat Catalana, la organización creada por Tarradellas para facilitar la reubicación y el retgorno, cuando era posible, de los catalanes en el exilio, se encargó de capitalizar. Que Franco se eternizara en el poder quedó meridianamente claro el día que Ros, reconvertido en periodosta de Associated Press gracias a la intervención de Eugeni Xammar -viejo conocido de la clandestinidad en Perpiñán- apareció por el hotel Idéal con un telegrama que daba fe del acuerdo entre los EEUU y el régimen franquista por el que los primeros se comprometían a suministrar petróleo a una economía -la española- que oscilaba entre la autarquía y la pura miseria. "Todo estaba decidido: les di la mala noticia a los dos ministros de la (virtual) República que residían en el hotel, Juli Just y Hernández Sarabia, y rompieron a llorar. Meses después, el mismo Tarradellas me soltó una recomendación que me acabó de abrir los ojos: 'Acabaremos como los rusos blancos, de taxistas en París. Ros, si no tienes responsabilidades, vuelve a casa'. Y eso es lo que hice. El 31 de diciembre de 1946 llegaba a Agramunt. Hacía siete años que me había ido".

La primera sección de La Nueve en el Bois de Bologne y sobre el vehículo blindado Madrid .Los nombres de los carros, con obvias referencias a los campos de batalla de la Guerra Civil, desaparecieron misteriosamente de los noticiarios franceses de los años 40 y 50, al más puro estilo soviético.

¿Qué fue de La Nueve?
Los apellidos del destacamento de la 2a división blindada de Leclerc que la noche del 24 de agosto de 1944 tomó posiciones en la plaza del Ayuntamiento delatan el origen nacional de los combatientes: Granell, Elías, Bernal-Garcés, Llanero-Domínguez, Solana, Campos, Royo, Pujol... Se percibe un cierto resentimiento entre los escasos supervivientes de aquella gesta: Lluís Royo -el único catalán con vida- hablaba abiertamente del "desagradecimiento francés" en una entrevista publicada recientemente. Y el mismo Ros recuerda los métodos típicamente estalinistas de reescritura de la historia a los que recurrió la historiografía oficial para borrar los nombres de los blindados que aparecían en los noticiarios cinematogtráficos de postguerra. Los centenares de antiguos soldados republicanos y, atención, exlegionarios de Millán Astray -ironías de la vida- que por huir de los campos de internamiento se habían alistado en los ejércitos de la Francia Libre fueron destinados en mayo de 1943 a la 2a división blindada del general Leclerc, que -por cierto- no se llamaba Leclerc sino Pierre de Hauteclocque.

La integraban cuatro centenares de vehículos blindados -tanques Sherman y los célebres half-track, transportes semioruga M8 Greyhound y M3 Stuart- y uns 15.000 hombres. El grueso de los españoles fue a parar a la 9a compañía del 3r regimiento de marcha del Chad, a las órdenes de Raymon Dronne. El 31 de julio de 1944 se convirtieron en las primeras tropas bajo bandera francesa que pisaban el Hexágono. La sección que el 24 de agosto tomó la plaza del Ayuntamiento estaba formada por tres tanques Sherman y una quincena de blindados, con el español Amadeo Granell al mando. Andelot, Châtel-sur-Moselle y Estrasburgo fueron los siguientes destinos de La Nueve, que incluso participó en la simbólica toma del Nido de las Águilas en Berchtesgaden. De los 148 excombatientes españoles que desembarcaron con La Nueve en Utah Beach, al final de la guerra -el 6 de mayo de 1945- sólo quedaban 16 en servicio: 35 habían muerto en combate; el resto habían caído heridos. Una proporción de bajas diez veces superior a la que registró el conjunto de la división Leclerc. Para que luego les borraran los nombres de sus tanques. ¿Tenían motivos o no, para estar mosqueados?

[Este artículo se publicó el 18 de agosto de 2004 en la revista Informacions]