El general de infantería Dietrich von Choltitz, jefe militar de la guarnición alemana de París, recibió a las 10 de la mañana del 23 de agosto de 1944 un mensaje cifrado del alto mando nazi que le ordenaba entregar la ciudad "convertida en ruinas". La vanguardia de las tropas aliadas esperaba la orden de avanzar desde Limours, en los suburbios de la capital. A las 20.45 horas del 24 de agosto, la 9a compañía de la 2a división blindada del general Leclerc, integrada mayoritariamente por excombatientes republicanos de la Guerra Civil, entraba en París por la puerta de Italia. Esa misma noche tomaban posiciones en la plaza del Ayuntamiento. A la mañana siguiente, una multitud de ciudadanos los aclamaba como liberadores. París no ardió. Y Jaume Ros estaba allí. Hoy nos lo cuenta.
Entre otros muchos dones, Jaume Ros (Agramunt, Lérida, 1918-Escaldes, Andorra, 2005) tuvo en su larga vida el de la oportunidad. Al lado de una habilidad innata para desenvolverse en las situaciones más adversas y -también- una innegable dosis de fortuna. Todo esto le permitió ahorrarse los siniestros campos de refugiados de Argeles y Saint Cyprien en la inmediata postguerra, y sobrevivir al descabezamiento porte de los nazis del Servei d'Informació Militar de Catalunya (Simca), organizado por Estat Català en Perpiñán, así como el internamiento en el campo de trabajo de Dessau. El ángel de la guarda, pero también el coraje y la perseverancia, le proporcionaron un trabajo como dolmester -intérprete- en el parque móvil militar del ejército alemán acantonado en Vincennes, París. Y lo hizo in extremis: a mediados de marzo de 1944 expiraba su permiso de 15 días que como trabajador voluntario de país no beligerante había conseguido después de un año -más una condena a cinco meses de trabajos forzados acusado de sabotaje- en la factoría Deutsche Hydrierwerke de Dessau, cuando las alternativas consistían "bien en esconderme para enrolarme en el maquis, bien en volver a Alemania".
Así que después de cinco años pululando por una Europa en guerra, Ros afrontó el momento decisivo desde uno de los escenarios más simbólicos de la conflagración: París, en manos de los alemanes desde el 14 de junio del 1940. "Me di cuenta de que las cosas no iban bien -para ellos, claro- una mañana al entrar en la oficina: las perchas donde los oficiales del parque móvil dejaban pistolas y cartucheras estaban vacías. Todos iban en cambio armados, cosa insólita hasta entonces. Automáticamente desapareció el trato de relativa cordialidad y confianza con los trabajadores civiles -entre los que me encontraba, y que había sido la norma hasta entonces. Y no se equivocaban: era el 6 de junio, y los aliados acababan de desembarcar en Normandía. El principio del fin: "Desde ese mismo momento el nerviosismo fue aumentando, tanto entre los alemanes -que empezaban a caer víctimas de los atentados del maquis urbano, cada vez más osados- como entre los parisino, que temían una resistencia numantina. Y eso que las órdenes del alto mando nazi de volar los puentes, las industrias, los edificios oficiales y el patrimonio artístico y monumental de la ciudad no las conocimos hasta después de la guerra!, recuerda Ros. La retirada, con todo, tuvo un sello inconfundiblemente alemán: "Todo el mundo recibió el salario que le correspondía y se cerraron ordenadamente los portones del recinto. A mí me tocó quedarme como administrador civil". Nada que ver con el caos wagneriano de los días finales de Hitler en el búnker berlinés.
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Primeros años 40: Jaume Ros, en la plaza de Cataluña de Perpiñán, localidad desde donde participó activamente en la creación del Servei d'informació militar de Cataluña (Simca), especializado en el control de los puertos de Barcelona y en el paso clandestino de aviadores aliados a través de los Pirineos. Fotografía: Archivo J. Ros.
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En aquel ambiente de derrota inminente, las Fuerzas Francesas del Interior (FFI) ya habían tocado a Ros: "Cinco días antes de que los alemanes desaparecieran del parque, dos individuos que se identificaron como oficiales de la Resistencia me advirtieron a la salida del trabajo de que me hacían responsable del material, y que llegado el momento debería de entregarles las llaves". Y así fue como sucedieron las cosas: "El mismo 18 de agosto, y ya sin alemanes a la vista, se presentaron en las instalaciones y tomaron posesión de todo aquello." Así funcionaban las cosas en una ciudad completamente parada donde a partir del 10 de agosto se declararon sucesivamente en huelga los ferroviarios, los trabajadores del metro, los de correos y al final incluso la policía, y donde empezaban a menudear los encuentros entre alemanes y resistentes, bajo la amenaza permanente de francotiradores de uno y otro bando apostados en los tejados.
¿Arde, París?
Ros vivió estos días de impasse desde el hotel Idéal, donde se había instalado desde que en marzo llegó a la capital francesa. Dio la casualidad de que el hotel estaba situado en el número 22 de la calle Verrerie -22, rue de la Verrerie, vamos- un callejón que desembocaba en la plaza del Ayuntamiento. Y esto fue lo que le permitió asistir desde primerísima fila a la entrada de los tanques españoles de la división Leclerc, la primera fuerza aliada que se atrevió a asomar la nariz por las calles de París, todavía parcialmente ocupado por los alemanes. Fue la noche del 24 de agosto: la 9a compañía de la 2a división blindada que mandaba el general Leclerc -que ha pasado a los libros de historia como La Nueve, por la masiva presencia entre sus filas de excombatientes republicanos- había salido a primera hora de la mañana de la localidad de Limors. A las 20 horas cruzaba Fresnes y enfilaba los suburbios de París: l'Hay-les-Roses, Cachan, Arqueil, Kremlin-Bicetre... A las 20.45 horas cruzan por la puerta de Italia y después de dudar brevemente sobre el destino final la columna se encamina hacia el Ayuntamiento, que se había convertido en el centro de operaciones de la resistencia urbana. A las 21.22 horas el tanque Sherman y la decena de transportes blindados que integraban el destacamento -bautizados, ya saben, con nombres como Brunete, Belchite, Guernica, Ebro, Teruel y Guadalajara- toman posiciones en la plaza y se desatan las primeras muestras de entusiasmo popular.
Ros se une a la multitud que a la mañana siguiente se concentra en el lugar desde primerísima hora. Sus recuerdos son aún frescos: "Durante todo el día hubo tiros esporádicos en las calles, sobre todo hacia el cuartel general alemán, situado en la plaza de la Concordia. Cuando los tanques y los blindados de Leclerc se instalaron en la plaza del Ayuntamiento [él dice de l'Hôtel de Ville] mi sorpresa fue mayúscula cuando me percaté que muchos de aquellos carros enarbolaban la bandera tricolor de la República, y llevaban nombres que evocaban las grandes batallas de la Guerra Civil. Incluso había señeras. Me acerqué, y de uno de los blindados emergió un soldado... ¡y nos pusimos a hablar en catalán! La mayoría, si no todos, eran españoles, y se negaban a hablar en francés porque se las habían hecho pasar canutas. Y claro, la gente que nos rodeaba se quedaba de piedra al oírnos conversar". Pero la fiesta tuvo un final dramático al hacer acto de presencia un grupo de francotiradores que dispararon sobre la multitud desde los pisos superiores del edificio de enfrente del Ayuntamiento. "Lo que son las cosas: fui a refugiarme bajo las orugas de un blindado que se llamaba L'Avi ¡Si me lo cuentan no me lo creo! Nunca se supo quiénes fueron, los gilipollas que disparaban, porque los cañones de los carros arrasaron con todo. Pero entre los que estábamos en la plaza hubo bajas."
¿Por qué fue una compañía formada casi exclusivamente por combatientes españoles la primera en entrar en París? Cuestión polémica que ha dado pie a múltiples y diversas interpretaciones. Para la historiografía oficial francesa, fue una hábil maniobra de Leclerc, que pretendía así cumplir los deseos de De Gaulle, que acababa de desembarcar el día antes en Cherburgo, de que fuera una unidad francesa la primera en circular por las cales de París, en un gesto que quería monopolizar la carga simbólica de la Liberación y a la vez relegar a los norteamericanos a un papel secundario.
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Combatientes de La Nueve posan sobre el transporte blindado Don Quichotte, uno de los quince semiorugas que entró en la plaza del Ayuntamiento de París la noche del 24 de agosto de 1944.
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Pero no todo el mundo comulga con esta rueda de molino. El mismo Ros considera que fue Patton, comandante en jefe de los ejércitos aliados en Europa, el que se salió finalmente con la suya enviando a una compañía española para fastidiar a De Gaulle. De hecho, esta versión cuadra con la vergonzosa censura que sufrieron los noticiarios cinematográficos franceses en la inmediata postguerra: "El chovinismo francés no podía admitir que tal honor recayera en una panda de republicanos españoles. Por eso, uno o dos años después de la guerra los Teruel, Belchite, Brunete y demás, que hasta entonces habían protagonizado legítimamente los noticiarios, empezaron a desaparecer sospechosamente de las carrocerías de los blindados. ¡Las tijeras del censor! Aquello era demasiado para el orgullo francés. La grandeur a veces se nutre de mezquindades como ésta".
No es ésta la única mancha que Ros señala en la actuación francesa en la II Guerra Mundial. Porque él había vivido en una Francia donde la mayoría silenciosa, dice, dio un apoyo no precisamente honorable al régimen colaboracionista de Vichy. Lo personifica en monsieur Guérin, el propietario del hotel de la Ville de Chartres, el hostal de Orléans donde se instaló en 1939, al estrenar el exilio y justo antes de la guerra mundial: "Él y su mujer me habían acogido como al hijo que no tenían, pero mientras que ella era una mujer razonablemente ilustrada, que entendía que no todos los rouges españoles nos zampábamos un par de curas en el desayuno, el hombre era el clásico veterano de la I Guerra Mundial, seguidor de aquel antepasado ideológico de Pétain que era el coronel La Roque. Y había millones como él, en la Francia de esos momentos. La gente de orden que confiaba en Pétain -un héroe, no lo olvidemos, de la guerra del 14. Historiadores solventes han dado la cifra de 40 millones de pétainistas la víspera de la Liberación. Y semanas antes de la llegada de los aliados todavía tenía que discutir con más de uno y de dos en defensa de De Gaulle. Seguro que al día siguiente de la Liberación todos fueron a los Campos Elíseos a aclamarlo..."
Mientras el comandante de las fuerzas alemanas, Dietrich von Choltitz, desobedecía las órdenes del cuartel general de Hitler -el Nido de las Águilas, en Berchtesgaden- de no dejar que París cayera en manos aliadas si no era "convertida en un montón de escombros", se multiplicaron por las cales y bulevares parisinos los encontronazos entre las FFI y los soldados alemanes en retirada. Las primeras barricadas se habían levantado más o menos espontáneamente el 21 de agosto, y aquellas escaramuzas dejaron un saldo de más de medio millar de bajas en las filas de la Resistencia, más 127 civiles. Ros fue otra vez testigo de aquellas improvisadas batallas urbanas. Incluso protagonista: "Desde el balcón de la casa de Josep Solans, en el bulevar Sebastopol, vimos cómo francotiradores de las FFI hostigaban a una columna alemana. Dieron de lleno en un todoterreno, y dos de sus ocupantes quedaron tendidos en el suelo. El tercero tuvo tiempo de saltar del coche, herido en una pierna y lleno de sangre. Se había pegado a una pared para que los francotiradores no lo descubrieran. Pensé que no podíamos dejar que muriera de aquella manera, así que bajé para hacerlo entrar en el portal. La portera de se negaba: '¿Y si un hijo suyo se encontrara en esta misma situación en Alemania, no querría que alguien le ayudara?', le solté. Y funcionó: lo llamamos y vino adonde estábamos nosotros. Quería que lo trasladáramos al hospital alemán, pero le hice ver que lo entregaríamos a los americanos y que se podía considerar afortunado porque en un año seguro que estaba en casa..."
Lo que parece claro es que Hitler se quedó con un palmo de narices ante la negativa que recibió a la pregunta que, según la mitología de la guerra, le soltó a Choltitz la mañana del 25 de agosto: "¿Arde, París?" Por respuesta, el ayudante del comandante alemán sacó el auricular por la ventana del hotel Meurice, el cuartel general nazi: los acordes de La Marsellesa, mezclados con el repiqueteo de las campanas, inundaban París. Que no quemó, pero sí que dio pie al best seller que Dominique Lapierre y Larry Collins perpetraron dos decenios después.
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Ros, en los años 90 en Escaldes (Andorra), donde se estableció a mediados de los 50. Fotografía: El Periòdic d'Andorra.
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Todos los caminos conducen a París
La convulsa trayectoria de Ros arranca en verano de 1937, en plena Guerra Civil, con su incorporación como voluntario al cuerpo de sanidad del ejército republicano: "No es que tuviera mucho espíritu marcial, pero si te presentabas voluntario podías escoger destino", matiza. El desastre del Ebro precipitó la derrota y el camino del exilio: el 6 de febrero de 1939 cruzaba la frontera hispanofrancesa por el coll d'Ares. Con audacia y fortuna evitó los ignominiosos campos de concentración de Argelés y Saint Cyprien, adonde fueron a parar la mayoría de republicanos de a pie, rouges españoles sospechosos a ojos franceses de propagar el germen de la anarquía y de la revolución. Quince días más tarde reaparecía por primera vez en París, gracias a la mediación de un catalán afincado en la capital francesa que era el tío de su compañero de fuga, Josep Solans.
El estallido de la guerra lo pilla en Orléans, y paradójicamente la movilización general supone, dice, el fin de las penalidades para los refugiados catalanes, que desde entonces podrán acceder a los puestos de trabajo que dejan los franceses llamados a filas. En Orléans empieza un frenético activismo político que ya no abandonará hasta la Transición y con la decepción que le provoca el -según él- "error Tarradellas". Contacta con los dirigentes de su partido, Estat Català -casualmente refugiados como él en Orléans- y cuando termina la drôle de guerre, la guerra de broma, con el armisticio y la creación del régimen títere de Vichy, en junio de 1940, Ros y sus compañeros huyen a Perpiñán. No pueden ser más demoledores sus juicios sobre la capacidad militar de Francia: "Los franceses dormían beatíficamente convencidos de que todavía tenían el mejor ejército del mundo. Pero cuando veía a los soldados de la caserna de delante de mi hotel, en Orléans, que todavía de desplazaban a lomos de mulas, los imaginaba destrozados como terrones de azúcar. Hablaban de la Línea Maginot, de un gigantesco muro de cemento y de hierro, y lo ignoraban todo del poder destructivo de los tanques y de los aviones alemanes. Cuando veíamos tanta ignorancia y tanta inocencia, los exiliados nos persignábamos y mirábamos al cielo, de donde sólo podían venir desgracias, escribe Ros en el segundo volumen de su autobiografía, La decepció de la memoria.
El escepticismo, que lo ha acompañado a lo largo de toda la vida, no le impidió participar con entusiasmo en las actividades del Simca, creado en Perpiñán por elementos de Estat Català al servicio de los gaullistas infiltrados en el ministerio de la Marina de Vichy, y con el objetivo de controlar el tráfico de los puertos de Barcelona y Valencia y de facilitar la huida a través de los Pirineos de aviadores aliados abatidos en los cielos de la Europa ocupada. Fue así como recaló por primera vez en Andorra, en 1942. La aventura del Simca, donde sobresalió como reputado falsificador -"Nunca cazaron a nadie que utiliza papeles míos", se enorgullece- acabó sin embargo como el rosario de la Aurora con la captura, eliminación o huida de la mayoría de sus integrantes, y coincidiendo con el desembarco aliado en el norte de África y la subsiguiente ocupación alemana de toda Francia. Ros volvió entonces a Orléans, suponiéndola una plaza más segura. Pero no tardó en caer en manos de la policía de París, que aprovechaba cualquier irregularidad para cazar refugiados e indocumentados para engordar el cupo de un millón de hombres que Francia se había comprometido a enviar a Alemania en calidad de trabajadores voluntarios. "Por cada extranjero que pillaban se ahorraban a un francés...", lamenta amargamente. Ironías de la guerra, a Ros el falsificador lo cazaron por no tener el permiso de residencia en regla. Unos rudimentarios conocimientos de alemán le permitieron conseguir un puesto de cierta responsabilidad -control de salida del producto, dice- en la Deutsche Hydrierwerke, la fábrica de combustible sintético y de aceites minerales de Dessau -cerca de Halle- que fue se convirtió en su casa hasta marzo de 1944.
Tras la Liberación
La peripecia bélica de nuestro hombre acaba con la Liberación de París. Exactamente cuando empieza el principio del fin del exilio republicano entendido en sentido estricto. A partir de entonces habrá no uno, sino muchos exilios; casi tantos como exiliados. La desorganización, las rivalidades partidistas, los personalismos y -según Ros- las maquinaciones comunistas dieron el golpe de gracia que Solidaritat Catalana, la organización creada por Tarradellas para facilitar la reubicación y el retgorno, cuando era posible, de los catalanes en el exilio, se encargó de capitalizar. Que Franco se eternizara en el poder quedó meridianamente claro el día que Ros, reconvertido en periodosta de Associated Press gracias a la intervención de Eugeni Xammar -viejo conocido de la clandestinidad en Perpiñán- apareció por el hotel Idéal con un telegrama que daba fe del acuerdo entre los EEUU y el régimen franquista por el que los primeros se comprometían a suministrar petróleo a una economía -la española- que oscilaba entre la autarquía y la pura miseria. "Todo estaba decidido: les di la mala noticia a los dos ministros de la (virtual) República que residían en el hotel, Juli Just y Hernández Sarabia, y rompieron a llorar. Meses después, el mismo Tarradellas me soltó una recomendación que me acabó de abrir los ojos: 'Acabaremos como los rusos blancos, de taxistas en París. Ros, si no tienes responsabilidades, vuelve a casa'. Y eso es lo que hice. El 31 de diciembre de 1946 llegaba a Agramunt. Hacía siete años que me había ido".
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La primera sección de La Nueve en el Bois de Bologne y sobre el vehículo blindado Madrid .Los nombres de los carros, con obvias referencias a los campos de batalla de la Guerra Civil, desaparecieron misteriosamente de los noticiarios franceses de los años 40 y 50, al más puro estilo soviético.
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¿Qué fue de La Nueve?
Los apellidos del destacamento de la 2a división blindada de Leclerc que la noche del 24 de agosto de 1944 tomó posiciones en la plaza del Ayuntamiento delatan el origen nacional de los combatientes: Granell, Elías, Bernal-Garcés, Llanero-Domínguez, Solana, Campos, Royo, Pujol... Se percibe un cierto resentimiento entre los escasos supervivientes de aquella gesta: Lluís Royo -el único catalán con vida- hablaba abiertamente del "desagradecimiento francés" en una entrevista publicada recientemente. Y el mismo Ros recuerda los métodos típicamente estalinistas de reescritura de la historia a los que recurrió la historiografía oficial para borrar los nombres de los blindados que aparecían en los noticiarios cinematogtráficos de postguerra. Los centenares de antiguos soldados republicanos y, atención, exlegionarios de Millán Astray -ironías de la vida- que por huir de los campos de internamiento se habían alistado en los ejércitos de la Francia Libre fueron destinados en mayo de 1943 a la 2a división blindada del general Leclerc, que -por cierto- no se llamaba Leclerc sino Pierre de Hauteclocque.
La integraban cuatro centenares de vehículos blindados -tanques Sherman y los célebres half-track, transportes semioruga M8 Greyhound y M3 Stuart- y uns 15.000 hombres. El grueso de los españoles fue a parar a la 9a compañía del 3r regimiento de marcha del Chad, a las órdenes de Raymon Dronne. El 31 de julio de 1944 se convirtieron en las primeras tropas bajo bandera francesa que pisaban el Hexágono. La sección que el 24 de agosto tomó la plaza del Ayuntamiento estaba formada por tres tanques Sherman y una quincena de blindados, con el español Amadeo Granell al mando. Andelot, Châtel-sur-Moselle y Estrasburgo fueron los siguientes destinos de La Nueve, que incluso participó en la simbólica toma del Nido de las Águilas en Berchtesgaden. De los 148 excombatientes españoles que desembarcaron con La Nueve en Utah Beach, al final de la guerra -el 6 de mayo de 1945- sólo quedaban 16 en servicio: 35 habían muerto en combate; el resto habían caído heridos. Una proporción de bajas diez veces superior a la que registró el conjunto de la división Leclerc. Para que luego les borraran los nombres de sus tanques. ¿Tenían motivos o no, para estar mosqueados?
[Este artículo se publicó el 18 de agosto de 2004 en la revista Informacions]