El Barón Rojo en el Centre d'Art d'Escaldes y Ken Charney en la Quera: dos ases coinciden en Andorra.
De vez en cuando viene la mar de bien pasar la tarde en compañía de tipos hechos de otra pasta. No sé, alguien que pueda fardar de 80 victorias confirmadas, que guarde una Cruz de Hierro y otra Pour le Mérite en el zurrón. Ya saben, por si es verdad lo que dice Jacinto Antón en Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias: "To believe in heroic makes heroes". En mi caso no tengo demasiadas esperanzas, esta es la verdad. Pero quien sabe. Animado con estas elevadas reflexiones me planté el otro día en la exposición La Gran Guerra en el Centre d'Art d'Escaldes (Andorra), donde las últimas semanas he pasado ratos memorables enfangado en las trincheras del Somme, comprobando la eficacia de la máscara E95 contra el gas mostaza, desembarcando en Gallípoli o esperando el ataque de Ernst Junger y sus terroríficas Sturmtruppen. Glups.
Retrato de Manfred von Richtoffen con su perro Moritz que forma
parte de la exposición La Gran Guerra en imágenes. Fotografía: Bild und Film Amt. /
Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.
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El piloto angloargentino Ken Charney, con un Spitfire detrás. Fotografía: Archivo Claudio Meunier.
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Fui esta vez con la secreta intención de dejar bajo el retrato del bueno de Manfred von Richtoffen, el Barón Rojo, la estupenda maqueta de un triplano Fokker que encontré de milagro en el bazar Valira y que he tardado quince días en armar y pintar reglamentariamente de rojo. En fin, que aproveché un momento en que la directora del CAEE, Ruth Casabella, estaba distraída para depositar mi pequeño homenaje al valor a los pies de Richtoffen y de Moritz, su gran dogo -y ya que sacamos el tema de Moritz, diremos de paso que da un poco de grima: parece escrofuloso. Pero me quedé pasmado: allí abajo había por lo menos una escuadrilla completa de Fokkers y de Albatros -el biplano con el que el Barón comenzó a cultiva su leyenda, en septiembre de 1916. En miniatura, claro. Vaya -me dije- si nos reuniéramos un día todos los admiradores secretos de Richtoffen de este rincón de Pirineo nuestro a lo mejor dábamos para una ala de combate. Esto, o es que se me había avanzado Antón, qué rabia. Otra cosa es lo que harán, la gente del CAEE, con esta parafernalia bélica cuando dentro de quince días se clausure la exposición. La divisa ya la tenemos: "Virtus Unita Fortior". Mola más que "Hasta el infinito y más allá", que no está mal pero que ya empieza a estar algo gastada. Así que ahora, cuando paseo Carlemany abajo, escruto los rostros de los peatones a ver si detecto los rasgos de un candidato a squadron leader que se me hubiera pasado por alto. Quien sabe.
El próximo paso es hacerme con un Spitfire de Airfix, e lcaza con que nuestro Charney abatió siete aparatos del Eje -sí, ya lo sé: no son las 80 victorias de Manfred, ni tan siquiera las 12 de Chuck Yeager, pero no me negarán que no sería un dignísimo compañero de misión y que, con sus dos Distinguished Flying Cross, es de lo mejor que le podemos ofrecer por aquí arriba en materia de ases. Enseguida que la tenga armada le llevaré al cementerio de la Quera, tumba 209, la maqueta del Spitfire, y cuando los de mantenimiento no miren, añadiré a la triste lápida un epitafio a la altura de su ilustre inquilino. Pienso en algo así como "To the gallant and worthy Ken". Con Richtoffen funcionó: después de mucho pulular, sus restos descansan hoy en el panteón familiar de Wiesbaden. A ver si le trae suerte, y Charney se puede ir de una vez a Bahía Blanca.
[Este artículo se publicó el 18 de junio de 2012 en El Periòdic d'Andorra]
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El jurista Josep Pol, especializado en derecho humanitario
internacional, con una prótesis francesa de la I Guerra Mundial que se
expone en el Centre d'Art d'Escaldes. Fotografía: Àlex Lara.
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Tarantino en la Gran Guerra
El Centre d'Art d'Escaldes expone una prótesis auténtica, veterana de la contienda; el jurista Josep Pol inaugura el ciclo de conferencias sobre la I Guerra Mundial.
La Gran Guerra en imágenes: ya les hemos hablado de ella los últimos días. No es por repetirnos, pero ayer el Centre d'Art inauguraba el ciclo de conferencias temáticas -con el jurista Josep Pol, especializado en derecho humanitario internacional y un friqui de la I Guerra Mundial- con una novedad a la altura de la exposición. la cosa es algo truculenta, se lo advertimos de entrada: una auténtica prótesis de -ejem- pierna, de procedencia francesa, parece, y digna de El pabellón de los oficiales, aquel tremebundo peliculón de Dupeyron que te ponía un nudo en el estómago desde el minuto 1.
La tienen aquí arriba: una pata de palo como Dios manda, vestidita de negro y que tiene mucho que ver con la conferencia que impartía ayer Pol. Porque él vino a hablarnos de la -probablemente- única consecuencia indiscutiblemente positiva que tuvo la contienda. Una escabechina que, ya saben, costó la vida de 10 millones de hombres: el Convenio de Ginebra, ratificado en 1929 y que pretendía introducir algo de humanidad cuando los unos y los otros se ponen estupendos y deciden dirimir sus diferencias en el campo de batalla. En resumen: dice Pol que los ejércitos beligerantes se econtraron de golpe con la sorpresa de bolsas inmensas de prisioneros, centenares de miles de hombres a los que había que alimentar, vestir y alojar.
Y no estaba tan claro, porque hasta la I Guerra Mundial no se acostumbraba a tomar prisioneros. A los que caían en manos enemigas se los liquidaba. Y a los heridos, también. Recuerda Pol la tarantiniana figura del nettoyer, carnicero armado hasta los dientes -mostró la fotografía de uno de esta calaña: cuchillo de 30 centímetros de hoja, pistolón al cinto y saco de granadas en bandolera- cuya misión consistía en limpiar la retaguardia propia de enemigos que habían tenido la mala pata de quedarse atrás. En el ejército francés se les conocía con el apelativo de nettoyer. Pero los boches también tenían un equivalente. Algo así como los antepasados de los infaustos sonderkommando de la II Guerra Mundial. El caso es que con el armisticio quedó claro que había que reglamentar el trato debido a los prisioneros. Loable iniciativa que cristalizó, ya se ha dicho, con el Convenio de Ginebra de 1929, que obliga a respectar la vida del soldado que se rinde en el campo de batalla, a alimentarlo y a proporcionarle si lo requiere asistencia sanitaria.
Pol insistió en la paradoja: las guerras acostumbran a actuar como espoleta de nuevos avances en materia de derecho humanitario. Si a la Gran Guerra le siguió el Convenio de 1929, específicamente centrado en los prisioneros, a la II Guerra Mundial le siguió el de 1949, con la muy noble pretensión de proteger a la población civil, erigida en víctima principal de las guerras industriales. Otra paradoja: Andorra, uno de los escasos países del universo que no mantiene un ejército en pie de guerra, no lo ratificó hasta 1993, y alguien se olvidó de publicarlo en el Boletín Oficial del Estado, dice Pol, hasta 2008. Resumiendo: que en el ránquing del derecho humanitario internacional, Andorra ocupa la algo deshonrosa posición número 189 entre los 197 estados miembros de la ONU. Al lado de Angola, Eritrea, Haití y Corea del Norte. Es verdad que la probabilidad de que Andorra declare la guerra a alguien es más bien remota. Y no digamos que recurra a las armas bacteriológicas, como no sea la gripe invernal. Pero quizás convendría buscarse vecinos más recomendables, en en el campo del derecho humanitario. Sin ánimo de ofender, por supuesto.
[Este artículo se publicó el 23 de mayo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]
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