El historiador Jordi Albertí desmonta en El silenci de les campanes el mito libertario y acusa a la CNT y a la FAI de planificar la eliminación física del estamento religioso en Cataluña durante los primeros meses de la Guerra Civil; el historiadpor catalán reconstruye la ejecución del sacerdite andorrano mosén Jaume Calvet y la de los sacerdotes de Salás beatificados en 2005.
Este es el libro que deberían haber leído intelectuales modélicamente progresistas como Ken Loach y Vicente Aranda antes de perpetrar películas como Tierra y Lubertad y Libertarias, corresponsables de que el movimiento libertario -para entendernos, la CNT y la FAI- goce hoy de una aureola romántica, e´pica e idealista que no se corresponde de ninguna manera con la realidad histórica. Por lo menos, a la que Jordi Albertí (Casà de la Selva, Gerona, 1950) ha reconstruido en El silenci de les campanes, donde deconstruye uno a uno los tópicos y los lugares colmunes pacientemente pergeñados a lo largo de siete décadas por una historiografía con sospechosa tendencia a la amnesia selectiva.
Comencemos por las cifras: la represión en la retaguardia durante la Guerra Civil se cobró en Cataluña 8.360 víctimas mortales, de las que 2.441 fueron eclesiásticos. Esta última cifra supone más de un tercio de los hombres (y mujeres) de iglesia asesinados en toda España, que ascendieron a 6.818. Un porcentaje desproporcionadamente elevado, sobre todo si se tiene en cuenta -como destaca Albertí- que la Iglesia catalana mostró un talante mucho más concciliador -hacia la República, se entiende- que la jerarquía española, abiertamente decantada hacia el bando franquista. Esta es una de las paradojas: "De las crónicas de las matanzas se infiere que cuanto más querido por el pueblo un capellán, o cuanto más cultivado, o cuanto más indefenso se encontraba, con más sadismo se le atacaba. Lo cual tiene una lógica, aunque sea una lógica perversa".
Comencemos por las cifras: la represión en la retaguardia durante la Guerra Civil se cobró en Cataluña 8.360 víctimas mortales, de las que 2.441 fueron eclesiásticos. Esta última cifra supone más de un tercio de los hombres (y mujeres) de iglesia asesinados en toda España, que ascendieron a 6.818. Un porcentaje desproporcionadamente elevado, sobre todo si se tiene en cuenta -como destaca Albertí- que la Iglesia catalana mostró un talante mucho más concciliador -hacia la República, se entiende- que la jerarquía española, abiertamente decantada hacia el bando franquista. Esta es una de las paradojas: "De las crónicas de las matanzas se infiere que cuanto más querido por el pueblo un capellán, o cuanto más cultivado, o cuanto más indefenso se encontraba, con más sadismo se le atacaba. Lo cual tiene una lógica, aunque sea una lógica perversa".
La FAI, culpable
Albertí insiste desde el subtítulo en denunciar lo que tilda sin ambages de "persecución religiosa" y en refutar el mito de los "incontrolados", a quienes históricamente se ha endosado la escabechina en un intento de eludir responsabilidades propias: "Los congresos de la FAI de 1933 y de 1936 ordenan claramente que, en cuanto estalle el golpe de estado contra la República que ya se veía venir, hay que rentabilizar el caos y el vacío de poder subsiguiente para implantar la revolución proletaria. Y si hace falta, mediante el terror. Nos encontramos, por lo tanto, ante una estrategia en abvsoluto improvisada sino largamente planificada que se dirigía en primer lugar contra la Iglesia, el más débil, geográficamente disperso e ideológicamente simbólico de los tres enemigos tradicionales del pueblo: los otros dos son el Ejñercito y el capital". Está perfectamente documentado, remacha el historiador, cómo los elementos más "activos" de los comités locales y de las patrullas de control que sembraron el terror en los primeros meses de la contienda pertenecían a la FAI. Incluso se atreve a poner nombre y apellidos a los cerebros de la "persecución": Joan García Oliver, Bonaventura Durruti y los hermanos Ascaso, el núcleo duro de la FAI, los guardianes de las esencias libertarias, todos ellos miembros del grupo Solidarios -posteriormente, Nosotros.
La represión en la retaguardia comenzó a remitir en diciembre de 1936. La toma de conciencia de las autoridades y la creciente oposición a las matanzas en nombre de la revolución -especialmente, por parte de los democristianos de Unió Democràtica de Catalunya (UDC), por la que Albertí siente una clara predilección- fueron sólo dos de los factores que influyeron en el giro político de la Generalitat; a ellos habría que añadir, sobre todo, la oposición de los agricultores a las colectivizaciones forzosas -recuerde el lector le hechos de la Fatarella- a la usurpación del poder judicial que perpetraron los llamados tribunales populares, la desfavorable evolución de la guerra, y la creciente influencia del PSUC en detrimento del movimiento libertario.
La represión en la retaguardia comenzó a remitir en diciembre de 1936. La toma de conciencia de las autoridades y la creciente oposición a las matanzas en nombre de la revolución -especialmente, por parte de los democristianos de Unió Democràtica de Catalunya (UDC), por la que Albertí siente una clara predilección- fueron sólo dos de los factores que influyeron en el giro político de la Generalitat; a ellos habría que añadir, sobre todo, la oposición de los agricultores a las colectivizaciones forzosas -recuerde el lector le hechos de la Fatarella- a la usurpación del poder judicial que perpetraron los llamados tribunales populares, la desfavorable evolución de la guerra, y la creciente influencia del PSUC en detrimento del movimiento libertario.
Albertí juzga de forma muy poco complaciente la actuación de la Geenralitat durante este período, con el presidente Companys como primer responsable de los desmanes: "Se le puede imputar, por ejemplo, la decisión de no impedir el asalto a las casernas de Sant Andreu y las Atarazanas, donde militantes de la CNT-FAI se incautaron de más de 20.000 fusiles con los que se hicieron los dueños de la calle. Esta es una responsabilidad por acción, no por omisión. También se le debe recriminar cierta complicidad ideológica: esta convicción de que todo lo que fuese atacar a la Iglesia era bueno para la sociedad, que abonó el clima de pasividad inicial. Cuando los elementos más avisados se dan cuenta de la magnitud de las matanzas, ya ha transcurrido medio año. Y en este punto hay que advertir que si la persecución no fue más mortífera fue porque en diciembre de 1936 la mayoría de los que no habían sido asesinados se habían ocultado o se habían marchado al exilio".
Y el mito continúa
Las matanzas, concluye, no fueron obra de incontrolado que actuaban de forma espontánea. Y tampoco fueron inevitables: "Hubo una docena de comités especialmente activos, como los de Orriols, Puigcerdà, Tremp y Lérida que implantaron el terror en su zona de influencia y siempre -no lo olvidemos- con la anuencia y complicidad de conmilitones locales". En este marasmo moral también hubo lugar para el heroísmo: como el alcalde de Cassà de la Selva, Josep Delmàs, que evitó que en el pueblo hubiese un solo muerto. Ejemplos como éste demuestran -contra lo que arguyó el mismo Companys- que era posible hacer frente al terror: pero hacía falta actuar con el coraje que requería el momento y que muchos no supieron o pudieron hallar.
Ante la siniestra responsabilidad que Albertí adjudica a la CNT y sobre todo a la FAI, ¿cómo se explica que haya persisitido hasta hoy esta imagen casi angelical del movimiento libertario que encontramos en panfletos como las susodichas películas de Loach y Aranda? El autor lo tiene claro: "Por una parte, durante mucho tiempo pareció que husmear en la represión en la retaguardia conllevaba el desprestigio de la República y hacerle el juego al franquismo. Por otra, anticlericalismo y anarquismo todavía mantienen hoy en ciertos ambientes y sectores un aura que sólo se explica desde la ignorancia de los hechos históricos".
Ante la siniestra responsabilidad que Albertí adjudica a la CNT y sobre todo a la FAI, ¿cómo se explica que haya persisitido hasta hoy esta imagen casi angelical del movimiento libertario que encontramos en panfletos como las susodichas películas de Loach y Aranda? El autor lo tiene claro: "Por una parte, durante mucho tiempo pareció que husmear en la represión en la retaguardia conllevaba el desprestigio de la República y hacerle el juego al franquismo. Por otra, anticlericalismo y anarquismo todavía mantienen hoy en ciertos ambientes y sectores un aura que sólo se explica desde la ignorancia de los hechos históricos".
La persecución en el Obispado de Urgel
En el Obispado de Urgel las estadísticas ofrecen unas conclusiones ligeramente más benignas que en el conjunto de Cataluña: de los 458 clérigos diocesanos censados en 1936, sólo 107 muerieon asesinados: apenas el 20% del total. Cabría pensar que la proximidad de la frontera y el tradicional papel de Andorra como tierra de refugio jugaron aquí a favor de los perseguidos, pero Albertí lo duda: "El índice de víctimas de la represión en las comarcas limítorfes de la Cerdaña y el Alto Urgel -3,8 y 4,4 por mil, respectivamente- fue muy superior a la media de Cataluña. Un dato que permite concluir que las autoridades andorranas "no fueron especialmente activas en la defensa y acogida de los religiosos perseguidos".
Reconstruye el historiador la ejecución sumarísima de los sacerdotes fusilados el 13 de agosto de 1936 en el cementerio de Salàs de Pallars, que atribuye al comité de Lérida: Josep Tàpies, Pere Martret, Silvestre Arnau, Francesc Castells, Pasqual Araguàs, Josep Poblet i Josep Joan Perot. Todos ellos fueron beatificados en octubre de 2005. "El delito, dice Albertí, quedó claro cuando la primera vez que detienen a Martret salieron en su defensa unos parientes de la Seo: '¿Por qué lo queréis matar?' 'Porque es sacerdote, y con esto es suficiente'". Entre el centenar largo de víctimas mortales de la persecución religiosa en el Obispado de Urgel se cuenta mosén Jaume Calvet, asesinado junto con su hermano Samuel, ciudadano francés, el 18 de agosto de 1936, "más allá de Cortingles, en la entrada del Pont Trencat, sobre el Valira, a manos de una patrulla de la FAI. Fue enterrado cerca del río, y sus restos desaparecieron con las crecidas de octubre de 1937".
En el Obispado de Urgel las estadísticas ofrecen unas conclusiones ligeramente más benignas que en el conjunto de Cataluña: de los 458 clérigos diocesanos censados en 1936, sólo 107 muerieon asesinados: apenas el 20% del total. Cabría pensar que la proximidad de la frontera y el tradicional papel de Andorra como tierra de refugio jugaron aquí a favor de los perseguidos, pero Albertí lo duda: "El índice de víctimas de la represión en las comarcas limítorfes de la Cerdaña y el Alto Urgel -3,8 y 4,4 por mil, respectivamente- fue muy superior a la media de Cataluña. Un dato que permite concluir que las autoridades andorranas "no fueron especialmente activas en la defensa y acogida de los religiosos perseguidos".
Reconstruye el historiador la ejecución sumarísima de los sacerdotes fusilados el 13 de agosto de 1936 en el cementerio de Salàs de Pallars, que atribuye al comité de Lérida: Josep Tàpies, Pere Martret, Silvestre Arnau, Francesc Castells, Pasqual Araguàs, Josep Poblet i Josep Joan Perot. Todos ellos fueron beatificados en octubre de 2005. "El delito, dice Albertí, quedó claro cuando la primera vez que detienen a Martret salieron en su defensa unos parientes de la Seo: '¿Por qué lo queréis matar?' 'Porque es sacerdote, y con esto es suficiente'". Entre el centenar largo de víctimas mortales de la persecución religiosa en el Obispado de Urgel se cuenta mosén Jaume Calvet, asesinado junto con su hermano Samuel, ciudadano francés, el 18 de agosto de 1936, "más allá de Cortingles, en la entrada del Pont Trencat, sobre el Valira, a manos de una patrulla de la FAI. Fue enterrado cerca del río, y sus restos desaparecieron con las crecidas de octubre de 1937".
[Este artículo se publicó el 15 de mayo de 2007 en el Diari d'Andorra]
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