Muere en la Seo de Urgel el veterano anarquista y pasador de hombres durante la II Guerra Mundial.
En enero de 2012 nos dejaba Joaquim Baldrich, pedazo de hombre que hace una década rompió medio siglo de silencio y aireó la heroica, fascinante peripecia de los pasadores de hombres. Ya saben: antiguos combatientes republicanos, contrabandistas o simplemente aventureros que se pusieron durante la contienda al servicio de los aliados y ayudaron a huir de la Europa ocupada por los nazis a centenares, quien sabe si miles de fugitivos, pilotos abatidos sobre suelo alemán, judíos de todas las nacionalidades, franceses en edad militar y políticos de todas las tendencias. Baldrich era probablemente el más carismático de entre nuestros pasadores, aparte del primero de estos hombres de acción que habló abiertamente de su pasado. Pero no fue el único. Además de la cadena de Baldrich, que dirigía Antoni Forné desde el hotel Palanques de la Massana, durante la guerra operaron desde nuestro rincón de Pirineo otras muchas redes, células y grupos. En uno de ellos, el que dirigía desde Tolosa el anarquista aragonés Francisco Ponzán, se enroló Joan Català (Llavorsí, Lérida, 1913-la Seo de Urgel, Lérida, 2012), uno de los últimos supervivientes de aquella gesta, que murió el 14 de octubre [de 2012]. Tenía 99 años y un pasado tan plagado de peripecias de todos los colores que a veces costaba creer lo que contaba. Para que nadie hablara en su nombre él mismo lo explicó en El eterno descontento, atribulada autobiografía que merece la pena revisar para conocer desde dentro y en boca de unos de sus protagonistas algunos de los episodios más oscuros del siglo XX.
Català hojea un ejemplar de su autobiografia, El eterno descontento, en su domicilio de la Seo de Urgel, en el invierno de 2007. Fotografía: Màximus.
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El caso es que la vida de Català es una y múltiple, como una matrioshka rusa. Y el historiador Josep Calvet, autoridad máxima sobre la materia, la ha reconstruido también en Las montañas de la libertad. Pasará probablemente a nuestra pequeña historia pirenaica como miembro del grupo Ponzán, como correo de la central anarquista CNT y como agente libre al servicio del consulado británico de Barcelona. Pero su trayectoria bélica arranca con la Guerra Civil española -voluntario primero en la celebre columna Durruti, espía al final de la contienda del Servei d'informació especial perifèric, el SIEP, donde contactó con Ponzán- y continúa tras la derrota republicana: se evade del campo de concentración de Vernet, se refugia en Andorra -en el hotel Paulet de Escaldes- y se recicla como contrabandista, como tantos otros de sus colegas. Ponzán lo ficha entonces como correo para su cadena, en 1940 es detenido en Cádiz, ingresa en prisión y protagoniza la primera de sus fugas: de la madrileña prisión del Cisne. Regresa a Andorra, de nuevo al servicio de Ponzán, pero ahora ya como pasador, utilizando en sus misiones las rutas que cruzaban el Pirineo por Andorra y la Cerdaña, a pie hasta Manresa, donde cogían el tren hasta Barcelona.
El destino final, como es sabido, era el consulado británico ubicado inicialmente en la plaza Urquinaona. En 1941 vuelve a caer, esta vez en la estación de Francia de Barcelona y en compañía de dos pilotos aliados. Otra vez es encerrado y por segunda ocasión se fuga; la historia se repetirá en 1942 y el 1943, y Català se convierte con toda legitimidad en el Houidini de los pasadores. En fin, que desarticulado el grupo Ponzán -al servicio a su vez de la Línea Pat O'Leary, mantenida por los servicios secretos de Churchill- Català se pone directamente a las órdenes del Servicio de Operaciones Especiales de Su Graciosa Majestad y se especializa -dice Calvet- en ayudar a cruzar los Pirineos a militares polacos, bien por la ruta de la Cerdaña o por los mucho más accesibles -y por eso mismo, mucho más vigilados- pasos del Ampurdán. Hasta que el 25 de junio de 1944 es de nuevo capturado en Adrall por la policía franquista.
Termina aquí la segunda vida de Català, la de pasador, y comienza la de fugitivo: en 1946 es condenado a 12 años de prisión, pero para mantener la tradición al año siguiente se escapa del penal madrileño de Carabanchel; pasa a Francia, donde es nuevamente detenido -por indocumentado, ¿les suena?- y liberado, decía, gracias a la intervención de los servicios secretos galos y en reconocimiento a su papel en las cadenas de evasión durante la guerra. No tendrá tanta suerte en 1951: la policía lo pilla tras atracar un furgón correo en Lyon: pasará los siguientes 14 años como inquilino de las prisiones francesas. Sale en liberad en 1965 y se instala otra vez en Andorra, penúltima estación antes de recalar definitivamente, ahora sí, en La Seo. Una vida como se ve intensa como pocas, hoy difícilmente concebible -fuera de la gran pantalla, claro- y una mezcla de heroísmo, temeridad n inconsciencia que a veces parece salida de una entrega de Hazañas bélicas, y otras, de un reportaje de El Caso, y que él aliñaba con silencios y sobreentendidos que la hacían todavía más suculenta. Sus últimos años, especialmente a partir de la publicación de El eterno descontento, recibió el reconocimiento público que casi siempre le fue esquivo.
El destino final, como es sabido, era el consulado británico ubicado inicialmente en la plaza Urquinaona. En 1941 vuelve a caer, esta vez en la estación de Francia de Barcelona y en compañía de dos pilotos aliados. Otra vez es encerrado y por segunda ocasión se fuga; la historia se repetirá en 1942 y el 1943, y Català se convierte con toda legitimidad en el Houidini de los pasadores. En fin, que desarticulado el grupo Ponzán -al servicio a su vez de la Línea Pat O'Leary, mantenida por los servicios secretos de Churchill- Català se pone directamente a las órdenes del Servicio de Operaciones Especiales de Su Graciosa Majestad y se especializa -dice Calvet- en ayudar a cruzar los Pirineos a militares polacos, bien por la ruta de la Cerdaña o por los mucho más accesibles -y por eso mismo, mucho más vigilados- pasos del Ampurdán. Hasta que el 25 de junio de 1944 es de nuevo capturado en Adrall por la policía franquista.
Termina aquí la segunda vida de Català, la de pasador, y comienza la de fugitivo: en 1946 es condenado a 12 años de prisión, pero para mantener la tradición al año siguiente se escapa del penal madrileño de Carabanchel; pasa a Francia, donde es nuevamente detenido -por indocumentado, ¿les suena?- y liberado, decía, gracias a la intervención de los servicios secretos galos y en reconocimiento a su papel en las cadenas de evasión durante la guerra. No tendrá tanta suerte en 1951: la policía lo pilla tras atracar un furgón correo en Lyon: pasará los siguientes 14 años como inquilino de las prisiones francesas. Sale en liberad en 1965 y se instala otra vez en Andorra, penúltima estación antes de recalar definitivamente, ahora sí, en La Seo. Una vida como se ve intensa como pocas, hoy difícilmente concebible -fuera de la gran pantalla, claro- y una mezcla de heroísmo, temeridad n inconsciencia que a veces parece salida de una entrega de Hazañas bélicas, y otras, de un reportaje de El Caso, y que él aliñaba con silencios y sobreentendidos que la hacían todavía más suculenta. Sus últimos años, especialmente a partir de la publicación de El eterno descontento, recibió el reconocimiento público que casi siempre le fue esquivo.
[Este artículo se publicó el 17 de octubre de 2012 en El Periòdic d'Andorra]
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