La publicación de Españoles deportados en los campos nazis ha tenido un inesperado efecto colateral: rescatar la memoria no sólo de los tres ciudadanos andorranos que oficialmente terminaron en el sistema concentracionario sino de otros tres que no constan en los archivos pero cuya dramática peripecia se ha conservado viva en el recuerdo de familiares y amigos. Aquí ponemos rostro a sus nombres y reconstruimos parcialmente su historia, para que el olvido no les inflija una segunda y definitiva derrota.
No es fácil, porque persisten los comprensibles recelos por parte de los allegados de los antiguos deportados, que no acaban de entender por qué hay que remover ahora, precisamente ahora, unos hechos que ocurrieron hace 70 años y a los que hasta hoy se había prestado escasa, por no decir nula atención. La misma prevención con la que tuvieron que lidiar los historiadores Benito Bermejo y Sandra Checa, autores del Libro memorial: españoles deportados en los campos nazis. Entrevistaron a decenas de supervivientes y la conclusión es que "excepto en dos o tres casos muy concretos, nos relataron su experiencia sin reticencias; eso sí, unos, con más entereza; otros, en cambio reviviendo todo el sufrimiento". Porque, claro, no era lo mismo ingresar en u campo de concentración solo, sin ataduras familiares y en plena juventud, que ir a caer en las garras del sistema concentracionario con la esposa e hijos, o con los padres y los hermanos. Estos últimos, dicen los autores, siempre quedaban "más tocados". Otra cosa son las familias, que han tenido que convivir durante todos estos años y casi en silencio con unos recuerdos muy dolorosos: "Es lógico que ahora recelen de este interés aparentemente repentino; es lógico que les sorprenda y que sientan una cierta rabia por tantos años de abandono".
Son tres los ciudadanos andorranos que según los documentos consultados por los historiadores -archivos administrativos de los campos, asociaciones de exdeportados y listas de la Cruz Roja elaboradas inmediatamente después de la liberación- fueron deportados: Anton Vidal Felipó y Pere Mandicó Vidal, los dos naturales de Prats (Canillo), y Miquel Adellach Torres, de Llorts (Ordino). Sólo se tenía hasta ahora constancia oficial del primero de ellos, relacionado someramente en la lista final de Els catalans als camps nazis, la obra de Montserrat Roig pionera en la materia. Pero la memoria familiar nos ha permitido añadir tres nombres más a la lista de deportados: Bonaventura Bonfill Torres, vecino de Meritxell (Canillo); Josep Calvó Torres, de Prats (Canillo), i Josep Franch Vidal, del Forn (Canillo). Los recuerdos de familiares, amigos y vecinos avalan la decisión de incluirlos desde ahora mismo en la lista de deportados andorranos.
Bermejo advierte, además, de que el hecho de no constar en las fuentes oficiales no es en absoluto concluyente: "En muchas ocasiones los mismos deportados era voluntariamente ambiguos a la hora de facilitar la filiación o la nacionalidad, precisamente para proteger a sus familias o como medida de autoprotección. Tampoco los alemanes hilaban muy fino: uno de los andorranos figura en los archivos primero como francés, después como "rojo español", y finalmente como andorrano. Por si no fuera poca confusión, las grafías variables con que se registraban nombres y apellidos -Adellach consta en la lista del Libro memorial como Adalach- condenaban a veces a los deportados al limbo administrativo. Aparte de los seis ya citados, la memoria popular también ha conservado, aunque de forma más vaga e incierta, el recuerdo de otros andorranos que sufrieron la deportación: una abuela de Canillo que prefiere mantenerse en el anonimato consigna el caso de un médico de Andorra la Vella; otro vecino de Canillo, Josep Babot, refiere el de un hombre de Santa Coloma (Andorra la Vella) que también probó la hospitalidad nazi, y finalmente, Joaquim Baldrich cree recordar a dos deportados más que sobrevivieron a la guerra: otro hombre de Andorra la Vella y un vecino de Sispony (la Massana). Todos ellos quedan lógicamente pendientes de confirmación.
Son tres los ciudadanos andorranos que según los documentos consultados por los historiadores -archivos administrativos de los campos, asociaciones de exdeportados y listas de la Cruz Roja elaboradas inmediatamente después de la liberación- fueron deportados: Anton Vidal Felipó y Pere Mandicó Vidal, los dos naturales de Prats (Canillo), y Miquel Adellach Torres, de Llorts (Ordino). Sólo se tenía hasta ahora constancia oficial del primero de ellos, relacionado someramente en la lista final de Els catalans als camps nazis, la obra de Montserrat Roig pionera en la materia. Pero la memoria familiar nos ha permitido añadir tres nombres más a la lista de deportados: Bonaventura Bonfill Torres, vecino de Meritxell (Canillo); Josep Calvó Torres, de Prats (Canillo), i Josep Franch Vidal, del Forn (Canillo). Los recuerdos de familiares, amigos y vecinos avalan la decisión de incluirlos desde ahora mismo en la lista de deportados andorranos.
Bermejo advierte, además, de que el hecho de no constar en las fuentes oficiales no es en absoluto concluyente: "En muchas ocasiones los mismos deportados era voluntariamente ambiguos a la hora de facilitar la filiación o la nacionalidad, precisamente para proteger a sus familias o como medida de autoprotección. Tampoco los alemanes hilaban muy fino: uno de los andorranos figura en los archivos primero como francés, después como "rojo español", y finalmente como andorrano. Por si no fuera poca confusión, las grafías variables con que se registraban nombres y apellidos -Adellach consta en la lista del Libro memorial como Adalach- condenaban a veces a los deportados al limbo administrativo. Aparte de los seis ya citados, la memoria popular también ha conservado, aunque de forma más vaga e incierta, el recuerdo de otros andorranos que sufrieron la deportación: una abuela de Canillo que prefiere mantenerse en el anonimato consigna el caso de un médico de Andorra la Vella; otro vecino de Canillo, Josep Babot, refiere el de un hombre de Santa Coloma (Andorra la Vella) que también probó la hospitalidad nazi, y finalmente, Joaquim Baldrich cree recordar a dos deportados más que sobrevivieron a la guerra: otro hombre de Andorra la Vella y un vecino de Sispony (la Massana). Todos ellos quedan lógicamente pendientes de confirmación.
Vida y muerte en los campos nazis
Tres son los campos donde los deportados andorranos sufrieron cautiverio: Mauthausen (Adellach y Vidal), Buchenwald (Bonfill, Calvó y Franch) y Flossenburg. Por este último solo pasó temporalmente Mandicó, quien por otra parte tuvo el dudoso privilegio de probar los otros tres campos. Pero tuvo suerte y sobrevivió para contarlo. Otros murieron en la deportación: Anton Vidal falleció en Mauthausen el 29 de marzo de 1944, según consta en la documentación del campo; Josep Calvó y Josep Franch, en Buchenwald y en 1945, según los testimonios. Una mortalidad elevada -dos de cada seis- pero que no llega a la que se registró entre los deportados españoles: de los 8.700 relacionados en el Libro memorial, aproximadamente 6.000 no regresaron jamás: el 68%. Pero es que los balances totales de muertos son abrumadores: en Buchenwald se calcula que murieron la quinta parte del millón y medio de deportados que desfilaron por el campo; en Flossenburg, uno de cada tres, y en Mauthausen, entre 95.000 y 120.000 para una población total de 195.000.
Cifras que palidecen ante las 250.000 víctimas mortales de Sobibor, las 600.00 de Belzec, las 800.000 de Treblinka y el 1,1 millones de Auschwitz-Birkenau. Conviene en este punto distinguir entre las fábricas industriales de la muerte en que se convirtieron los campos de exterminio des Este de Europa, especialmente los ubicados en Polonia, de los campos de concentración occidentales, como Mauthausen, Flossenburg y Buchenwald: "Hasta finales de 1942, el internamiento en los campos, aunque fueran de trabajo, era un simple pretexto para liquidar a los deportados. Los mataban de agotamiento. A partir de este momento, y debido a las necesidades de la industria bélica alemana, los nazis decidieron explotarlos laboralmente. La mortalidad continuó siendo elevadísima, pero ya no a causa de una voluntad de exterminio sistemático sino como un efecto digamos colateral de la explotación", dice Bermejo. Esto vale, claro, para los campos occidentales. La imagen cinematográfica de un convoy de prisioneros que desembarca en el andén de un campo y es conducido directamente a las cámaras de gas no se producía en estos últimos sino en los de Polonia: Auschwitz, Treblinka, Sobibor... Estos eran literalmente campos de exterminio, donde los deportados no tenían ninguna opción de supervivencia porque no eran enviados a ellos a trabajar sino a morir, matiza Checa.
Nuestros deportados deportados tuvieron en general más suerte. Claro que no pertenecían a ninguna raza inferior y merecedora por tanto del exterminio. Tampoco eran ciudadanos de una nación ocupada, ni enemiga. Entonces, ¿por qué acabaron en los campos? Parece que el contrabando es el delito -o mejor, el pretexto- habitual para deportarlos. La mayoría de los testimonios recabados aseguran que el contrabando constituía efectivamente una fuente de ingresos habitual en la Andorra de los años 40, aunque Remei Adellach discrepa y sostiene que había dejado de ser una ocupación ordinaria durante la generación anterior. Bermejo añade al debate un hecho incuestionable: las estrechas relaciones que durante la guerra mantuvieron contrabandistas, resistentes y pasadores, y la cadena de Forné, Baldrich y Molné es un buen ejemplo de ello: "De todas formas la lista de pretextos por los que una persona podía terminar en un campo de concentración era prácticamente interminable", insiste. Dicho esto, conviene añadir que los alemanes hacían en ocasiones la vista muy gorda y confundían fácilmente a un ciudadano andorrano con un republicano español, cosa que lo convertía automáticamente en sospechoso.
Cifras que palidecen ante las 250.000 víctimas mortales de Sobibor, las 600.00 de Belzec, las 800.000 de Treblinka y el 1,1 millones de Auschwitz-Birkenau. Conviene en este punto distinguir entre las fábricas industriales de la muerte en que se convirtieron los campos de exterminio des Este de Europa, especialmente los ubicados en Polonia, de los campos de concentración occidentales, como Mauthausen, Flossenburg y Buchenwald: "Hasta finales de 1942, el internamiento en los campos, aunque fueran de trabajo, era un simple pretexto para liquidar a los deportados. Los mataban de agotamiento. A partir de este momento, y debido a las necesidades de la industria bélica alemana, los nazis decidieron explotarlos laboralmente. La mortalidad continuó siendo elevadísima, pero ya no a causa de una voluntad de exterminio sistemático sino como un efecto digamos colateral de la explotación", dice Bermejo. Esto vale, claro, para los campos occidentales. La imagen cinematográfica de un convoy de prisioneros que desembarca en el andén de un campo y es conducido directamente a las cámaras de gas no se producía en estos últimos sino en los de Polonia: Auschwitz, Treblinka, Sobibor... Estos eran literalmente campos de exterminio, donde los deportados no tenían ninguna opción de supervivencia porque no eran enviados a ellos a trabajar sino a morir, matiza Checa.
Nuestros deportados deportados tuvieron en general más suerte. Claro que no pertenecían a ninguna raza inferior y merecedora por tanto del exterminio. Tampoco eran ciudadanos de una nación ocupada, ni enemiga. Entonces, ¿por qué acabaron en los campos? Parece que el contrabando es el delito -o mejor, el pretexto- habitual para deportarlos. La mayoría de los testimonios recabados aseguran que el contrabando constituía efectivamente una fuente de ingresos habitual en la Andorra de los años 40, aunque Remei Adellach discrepa y sostiene que había dejado de ser una ocupación ordinaria durante la generación anterior. Bermejo añade al debate un hecho incuestionable: las estrechas relaciones que durante la guerra mantuvieron contrabandistas, resistentes y pasadores, y la cadena de Forné, Baldrich y Molné es un buen ejemplo de ello: "De todas formas la lista de pretextos por los que una persona podía terminar en un campo de concentración era prácticamente interminable", insiste. Dicho esto, conviene añadir que los alemanes hacían en ocasiones la vista muy gorda y confundían fácilmente a un ciudadano andorrano con un republicano español, cosa que lo convertía automáticamente en sospechoso.
Lo peor, al final
El ingreso relativamente tardío en los campos les ahorró la fase más letal: a partir de 1942 los deportados ya no eran considerados carne de exterminio -por lo menos, en la Europa occidental- sino fuerza de trabajo esclava. Además, la derrota alemana era ya a principios de 1944 cuestión de tiempo, especialmente tras el desembarco de Normandía. Pero antes de la liberación de los campos, entre abril y mayo de 1945, los deportados aun tuvieron que superar una última y durísima prueba: la caótica retirada alemana, con las denominadas "marchas de la muerte" que obligaron a emprender a los deportados de los campos de la Europa oriental y que provocaron una mortalidad extrema incluso para los baremos nazis: se calcula que un tercio de los aproximadamente 700.000 prisioneros que en enero de 1945 quedaban en los campos perecieron antes del final de la contienda, cuatro meses después, cifra a la cual hay que añadir las víctimas que paradójicamente causó la misma liberación, cuando los cuerpos subalimentados de los deportados -los hombres adultos pesaban 30 kilos- no resistieron la repentina abundancia de víveres.
Quizás entre estas víctimas doblemente trágicas -sobrevivieron a las penalidades de los campos, y murieron cuando tenían al alcance de la mano la soñada libertad- haya que contar a Josep Calvó. Según recuerda su sobrina, Jacqueline Font, la familia recibió en 1945 una carta donde creía tan cercana la liberación -si es que no se había consumado ya- que les pedía que retrasaran el bautizo de un sobrino para poder asistir él mismo a la ceremonia. Así de claro veía el fin del suplicio. Pero el hecho es que Calvó fue uno de los que no regresó.
Según las biografías que hemos podido reconstruir, los deportados andorranos eran hombres relativamente jóvenes -el mayor era Antoni Vidal, y tenía 44 años en el momento de ser detenido- y originarios de pueblos de las parroquias altas: Llorts, el Forn, Prats, Meritxell... Todos ellos provienen, además, de familias numerosas, cosa no tan extraña en la época y que solía acarrear la emigración de los segundones: Bonaventura Bonfill tenía nueve hermanos; Miquel Adellach, siete; Pere Mandicó, seis; Josep Franch y Anton Vidal, cinco, y Josep Calvó, cuatro. Así que no es casualidad que todos ellos vivieran con un pie en Andorra y el otro -o los dos- en Francia, que constituía la salida laboral habitual de los hijos menores de las familias de Ordino y Canillo. Especialmente las zonas de Pamiers, en el Arieja, y Beziers, en el Herault. Como recuerda Remei Adellach, hermana de Miquel, "había que ganarse los garbanzos y como aquí no había para todos en invierno se iban a Francia a trabajar en el campo; y si en el campo no había trabajo, a las minas de talco de Luzenac". Miquel, por ejemplo, vivió durante la guerra en Auzat y se instaló después de la contienda en Pamiers. Jacqueline Font recuerda que en Beziers -donde ella misma nació- era en la época "una Andorra en miniatura": hasta cuatro de los hermanos Calvó se habían instalado antes de la guerra en esta localidad. También Pere Mandicó residió después de la liberación en un pueblecito cercano a Beziers. Entre los deportados que sobrevivieron a la guerra, en fin, parece que el único que regresó a Andorra fue Bonaventura Bonfill.
De toda esta historia, que ahora empieza a salir a la luz, lo que más sorprende no es el silencio reticente (y comprensible) de las familias, sino que hayan tenido que pasar 70 años para que se empiece a recordar un episodio que, dada la edad avanzada de muchos de los testimonios, ha estado a punto, pero muy a punto de irse a la tumba con sus protagonistas directos. Cosa que constituiría no sólo una lástima sino una segunda y definitiva derrota infligida por el nazismo a la memoria de las víctimas.
Quizás entre estas víctimas doblemente trágicas -sobrevivieron a las penalidades de los campos, y murieron cuando tenían al alcance de la mano la soñada libertad- haya que contar a Josep Calvó. Según recuerda su sobrina, Jacqueline Font, la familia recibió en 1945 una carta donde creía tan cercana la liberación -si es que no se había consumado ya- que les pedía que retrasaran el bautizo de un sobrino para poder asistir él mismo a la ceremonia. Así de claro veía el fin del suplicio. Pero el hecho es que Calvó fue uno de los que no regresó.
Según las biografías que hemos podido reconstruir, los deportados andorranos eran hombres relativamente jóvenes -el mayor era Antoni Vidal, y tenía 44 años en el momento de ser detenido- y originarios de pueblos de las parroquias altas: Llorts, el Forn, Prats, Meritxell... Todos ellos provienen, además, de familias numerosas, cosa no tan extraña en la época y que solía acarrear la emigración de los segundones: Bonaventura Bonfill tenía nueve hermanos; Miquel Adellach, siete; Pere Mandicó, seis; Josep Franch y Anton Vidal, cinco, y Josep Calvó, cuatro. Así que no es casualidad que todos ellos vivieran con un pie en Andorra y el otro -o los dos- en Francia, que constituía la salida laboral habitual de los hijos menores de las familias de Ordino y Canillo. Especialmente las zonas de Pamiers, en el Arieja, y Beziers, en el Herault. Como recuerda Remei Adellach, hermana de Miquel, "había que ganarse los garbanzos y como aquí no había para todos en invierno se iban a Francia a trabajar en el campo; y si en el campo no había trabajo, a las minas de talco de Luzenac". Miquel, por ejemplo, vivió durante la guerra en Auzat y se instaló después de la contienda en Pamiers. Jacqueline Font recuerda que en Beziers -donde ella misma nació- era en la época "una Andorra en miniatura": hasta cuatro de los hermanos Calvó se habían instalado antes de la guerra en esta localidad. También Pere Mandicó residió después de la liberación en un pueblecito cercano a Beziers. Entre los deportados que sobrevivieron a la guerra, en fin, parece que el único que regresó a Andorra fue Bonaventura Bonfill.
De toda esta historia, que ahora empieza a salir a la luz, lo que más sorprende no es el silencio reticente (y comprensible) de las familias, sino que hayan tenido que pasar 70 años para que se empiece a recordar un episodio que, dada la edad avanzada de muchos de los testimonios, ha estado a punto, pero muy a punto de irse a la tumba con sus protagonistas directos. Cosa que constituiría no sólo una lástima sino una segunda y definitiva derrota infligida por el nazismo a la memoria de las víctimas.
Los campos: Compiègne, Mauthausen y Buchenwald
Ubicado a 80 kilómetros al norte de París, Compiègne no era propiamente un campo de concentración sino de tránsito, la última parada desde donde los deportados eran expedidos a su destino final. Por eso las estancias documentadas de Adellach, Mandicó y Vidal son brevísimas: entre dos y tres días. Pero era un primer contacto con lo que les esperaba en adelante: revisión médica, matriculación y masificación. Desde junio de 1941 hasta agosto de 1944 desfilaron por Compiègne 49.860 deportados -el 70% de los cuales, resistentes, y el 8% , presos por delitos comunes- que fueron expedidos principalmente a Buchenwald, Mauthausen y Ravensbruck, adonde llegaban después de tres o cuatro días de trayecto a bordo de vagones de ganado en que los alemanes encajonaban entre 80 y 100 pasajeros. Puede que fuese en este trayecto que Bonaventura Adellach recordara una breve parada del tren, y cómo los deportados se lanzaron a un campo de patatas y se las zamparon crudas y sin mondar...
Adellach, Mandicó y Vidal fueron enviados a Muathausen, cerca de Linz, en el norte de Austria. Entre 1938 y el 5 de mayo de 1945 desfilaron por el campo entre 200.000 y 335.000 prisioneros. Se calcula que cerca de 120.000 perecieron: un tercio de ellos eran judíos. Simon Wiesentahl, el cazador de nazis, sobrevivió a Mauthausen, como Adellach y Mandicó. Buchenwald es el otro gran destino de nuestros deportados: Bonfill, Franch, Calvó y -brevemente- Mandicó. Entre 1937 y 1945 dio cobijo, por así decirlo, a un cuarto de millón de deportados. Murieron uno de cada cinco. Otros deportados célebres que compartieron las penurias de los andorranos de Buchenwald son los escritores Imre Kertesz y Jorge Semprún. El tercer campo con es Flossenburg, que para Mandicó fue tan solo una estación de tránsito entre Buchenwald y Mauthausen. Ubicado en Baviera, murieron cerca de un tercio de sus 100.000 inquilinos. Uno de los más célebres resulta que no lo fue: el impostor catalán Enric Marco, desenmascarado el año pasado por el mismo Bermejo.
Adellach, Mandicó y Vidal fueron enviados a Muathausen, cerca de Linz, en el norte de Austria. Entre 1938 y el 5 de mayo de 1945 desfilaron por el campo entre 200.000 y 335.000 prisioneros. Se calcula que cerca de 120.000 perecieron: un tercio de ellos eran judíos. Simon Wiesentahl, el cazador de nazis, sobrevivió a Mauthausen, como Adellach y Mandicó. Buchenwald es el otro gran destino de nuestros deportados: Bonfill, Franch, Calvó y -brevemente- Mandicó. Entre 1937 y 1945 dio cobijo, por así decirlo, a un cuarto de millón de deportados. Murieron uno de cada cinco. Otros deportados célebres que compartieron las penurias de los andorranos de Buchenwald son los escritores Imre Kertesz y Jorge Semprún. El tercer campo con es Flossenburg, que para Mandicó fue tan solo una estación de tránsito entre Buchenwald y Mauthausen. Ubicado en Baviera, murieron cerca de un tercio de sus 100.000 inquilinos. Uno de los más célebres resulta que no lo fue: el impostor catalán Enric Marco, desenmascarado el año pasado por el mismo Bermejo.
[Este artículo, coescrito con Robert Pastor, se publicó en enero de 2007 en la revista Informacions]
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