La exposición La Gran Guerra en imágenes se completa con una máscara antigás que perteneció a un soldado británico; reconstruimos la biografía posible del artilugio con su actual propietario, Lluís Kallís.
Lo decíamos semanas atrás aquí mismo: La Gran Guerra en imágenes -hasta el 2 de junio [de 2012] en el Centre d'Art d'Escaldes: no se la pierdan- tiene algo de adictiva, constituye una mina de anécdotas de aquellas que suelen quedarse en la letra pequeña, en las notas a pie de página de los libros de historia -y que el lector y yo sabemos que acostumbran a deparar bocados de lo más suculento: prueben con el cargamento de notas de Pax Britannica, la magistral trilogía imperial de Jan Morris, y me cuentan. Buena prueba de ello es el artefacto que tienen aquí abajo: una auténtica máscara antigás de manufactura inglesa, veterana de la I Guerra Mundial -la guerra grande del título de la exposición- que perteneció a un soldado británico que combatió en el frente occidental. Un tommy de los pies a la cabeza, vamos. Desconocemos dónde, pero puestos a especular, ¿por qué no en Ypres, donde en julio de 1917 las tropas alemanas utilizaron por primera vez el terrorífico gas mostaza?
Soldados australianos con la máscara E95 calada, esperando un ataque químico en el frente occidental. Fotografía: Archivo.
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Esta es la concisa información que el actual propietario de la pieza, Lluís Kallís, ha podido reunir. No es mucho, de acuerdo, pero es un comienzo. Adquirió la máscara en 2004 en Chipre, nada menos, de manos del hijo de aquel anónimo tommy -¡¿cómo no le preguntaste, Lluís?!- y movido, dice, por un estricto interés profesional: Kallís se dedica a la comercialización de vestuario profesional en su tienda de Escaldes (Andorra), y su catálogo incluye, ya ven, máscaras antigás, así que esta veterana de guerra le aportaba una visión digamos que histórica de uno de los productos de su ramo. Dice que fue amor a primera vista y que lo que lo enganchó fue el cristal derecho. Miren la fotografía: agrietado, pero no roto. A partir de aquí se abre un campo abonado para la divagación pseudohistórica, una de las artes más fascinantes de este oficio: Kallís especula que un obús alemán debió de caer en las proximidades de la trinchera donde nuestro tommy sudaba la gota gorda esperando que acabara la preparación artillera: "Lo que es seguro es que el impacto no le dio de lleno porque el cristal derecho resistió. Posiblemente lo peor para nuestro hombre fue la onda expansiva".
También lo es que el soldado sobrevivió al ataque, porque la E95 inglesa -este es el nombre oficial del modelo- era una máscara de aspecto quizás rudimentario, pero relativamente evolucionada -mucho más en cualquier caso que las simples toallas impregnadas en agua o... ¡pipí! a las que se recurrió en los primeros momentos de la guerra química- y capaz de cumplir con eficacia contrastada las funciones profilácticas para las que había sido diseñada: el hombre que la llevaba podía estar relativamente seguro, dice Kallís, de que sobreviviría a un ataque con cloro o -glups- gas mostaza, las estrellas de los arsenales químicos de la I Guerra Mundial. La teoría no dejaba lugar a dudas: cuando saltaba la alarma -una campana o un potente cláxon de aire comprimido que se oía a 15 kilómetros de distancia- el soldado cogía la máscara de la bolsa que llevaba siempre colgada del cuello -y que le daba un aspecto algo equino- y se la encasquetaba para evitar los efectos del gas. El aire que llegaba a sus pulmones había pasado primero por el filtro, una masa compacta de tejidos impregnados de otros productos químicos que desactivaban el gas, y podía respirar sin peligro. Al menos, en teoría. Nuestro hombre así lo hizo, y la mejor prueba es que tuvo tiempo de concebir al hijo que ocho decenios después le vendió a Kallís la máscara... Eso sí: mientras duraba la alerta de un ataque químico los soldados tenían que dejarlo todo: con la máscara puesta no podían combatir y tenían que esperar a que se disipara la nube tóxica. El caso es que dependían de los elementos: si soplaba un buen levante, podían confiar en que la alarma se levantara en cuestión de minutos; si les pillaba una calma chicha, la espera se podía hacer eterna.
Una amenaza más psicológica que real
El gas mostaza, que era de color acaramelado tirando a amarillento, es el que se ha llevado la peor fama. Se estrenó en Ypres -ya se ha dicho- en el verano de 1917, y tenía sobre todo un efecto psicológico: las tropas sentían un comprensible pánico -¿y quién no?- cuando veían avanzar la nube de gas hacia sus posiciones, pero solo les atacaba si lo inhalaban -y para evitarlo disponían de su inseparable máscara- o si entraba en contacto directo con la piel. Entonces sí, era extremadamente doloroso, causaba ampollas monumentales y ceguera transitoria -son conocidas las imágenes de soldados con los ojos vendados que avanzan con los brazos extendidos sobre los hombres de sus compañeros- y si legaban a los órganos internos era potencialmente mortal. Hay que añadir que los primeros batallones escoceses atacados con gas mostaza se vieron obligados a protegerse lo de debajo del kilt con medias de señora. Por si acaso. Pero lo que está claro es que nadie les mandaba ir a la guerra con faldas.
Ahora bien, el primer gas que entró en combate no fue el mostaza sino el cloro, y los primeros en utilizarlo, el ejército francés, en fecha tan temprana como agosto de 1914. Conviene añadir que si bien en los inicios de la guerra química los británicos mostraron unas nobles reticencias a recurrir a tan podo deportiva arma, al final resultó que fueron los ejércitos de Jorge V los que hicieron un uso más masivo y entusiasta del gas. Conviene también, ya puestos, deshacer otros tópicos. Por ejemplo, el de la mortalidad extrema que causaba el gas. Nada más lejos de la realidad: se calcula que sol causó el 3% de los 9 millones de muertos de la contienda. Y la mayoría, en el frente oriental, donde los soldados rusos eran enviados al combate a pelo. Entre las razones de esa relativamente escasa eficacia destaca por encima de todas el hecho de que después de la sorpresa inicial los ejércitos dotaron a sus tropas de defensas cada vez más efectivas: la máscara británica ya la hemos visto, una careta de goma, hierro y cristal, que se conectaba a través de un tubo con un filtro externo -la malea metálica e la fotografía, habitualmente protegida a su vez por una funda de tejido- y que había que llevar colgando del cuello. Un artefacto como se intuye altamente incómodo y que pronto quedó atrás ante los modelos alemanes: los ingenieros militares del káiser diseñaron unas máscaras antigás con un filtro enroscado en el, ejem, bozal, cosa que además de dotarlos de un aspecto sorprendentemente moderno las hacía mucho menos aparatosas y más manejables. De hecho, Kallís acompaña la E95 con un filtro alemán. Digamos para terminar que en el CAEE se expone otro gadget de la Gran Guerra que reclama atención urgente: el fusil austríaco Manlicher del 1903 cedido por otro coleccionista privado y éste, ay, anónimo que en el anonimato quiere seguir. He aquí una historia que está pidiendo que alguien cuente. A gritos.
Ahora bien, el primer gas que entró en combate no fue el mostaza sino el cloro, y los primeros en utilizarlo, el ejército francés, en fecha tan temprana como agosto de 1914. Conviene añadir que si bien en los inicios de la guerra química los británicos mostraron unas nobles reticencias a recurrir a tan podo deportiva arma, al final resultó que fueron los ejércitos de Jorge V los que hicieron un uso más masivo y entusiasta del gas. Conviene también, ya puestos, deshacer otros tópicos. Por ejemplo, el de la mortalidad extrema que causaba el gas. Nada más lejos de la realidad: se calcula que sol causó el 3% de los 9 millones de muertos de la contienda. Y la mayoría, en el frente oriental, donde los soldados rusos eran enviados al combate a pelo. Entre las razones de esa relativamente escasa eficacia destaca por encima de todas el hecho de que después de la sorpresa inicial los ejércitos dotaron a sus tropas de defensas cada vez más efectivas: la máscara británica ya la hemos visto, una careta de goma, hierro y cristal, que se conectaba a través de un tubo con un filtro externo -la malea metálica e la fotografía, habitualmente protegida a su vez por una funda de tejido- y que había que llevar colgando del cuello. Un artefacto como se intuye altamente incómodo y que pronto quedó atrás ante los modelos alemanes: los ingenieros militares del káiser diseñaron unas máscaras antigás con un filtro enroscado en el, ejem, bozal, cosa que además de dotarlos de un aspecto sorprendentemente moderno las hacía mucho menos aparatosas y más manejables. De hecho, Kallís acompaña la E95 con un filtro alemán. Digamos para terminar que en el CAEE se expone otro gadget de la Gran Guerra que reclama atención urgente: el fusil austríaco Manlicher del 1903 cedido por otro coleccionista privado y éste, ay, anónimo que en el anonimato quiere seguir. He aquí una historia que está pidiendo que alguien cuente. A gritos.
[Este artículo se publicó el 18 de mayo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]
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