Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

jueves, 9 de enero de 2014

El ángel de la guarda de los pilotos aliados

Edward Allcard evoca su peripecia bélica en el Servicio de Rescate Aéreo de la RAF.

Lo que toca este año, con la excusa del centenario, es hablar de la I Guerra Mundial. Pero vayan ustedes a buscar un superviviente de, no sé, pongamos que Verdún o el Somme, a ver si lo encuentran. Nosotros lo intentamos pero, hay que reconocerlo, fue imposible. En cambio, sí que dimos, casi por casualidad, con un veterano de la Segunda Guerra Mundial: Edward Allcard, al timón del coqueto y muy británico chalecito que navega por la parte alta de la Aldosa, valga la redundancia, subiendo a mano derecha. Un lobo de mar, él también casi, casi centenario -tiene cita con el siglo este mismo 2014: ¡casi nada!- de quien días atrás les hablábamos aquí mismo a cuenta de Rodamons de la mar -seguro que lo recuerdan: las aventuras de la tribu de los Allcard a bordo del queche Johanne Regina- y la verdad, era un pecado que no compartiéramos con los lectores (si los hay) la peripecia bélica de Edward.

"Usted debe de ser el joven que quiere saber cómo gané la guerra, ¿verdad'", nos suelta a modo de bienvenida. Y sí, porque eso es exactamente lo que hicieron hombres de una pieza como él, como Ken Charney -el as angloargentino enterrado en el cementerio de la Quera (la Massana)- y, atención, otro vecino ilustre de este rincón nuestro de mundo: Norman Westby, veterano del Bomber Command y uno de los hombres de Bomber Harris que trituraron la Alemania nazi (y cercanías). Pero habíamos venido a hablar de Allcard, ingeniero naval que antes de lanzarse a la aventura de navegar en velero -y siempre en solitario, "por supuesto; si no, ¿para qué?"- se enroló nada más estallar la guerra en el Air-Sea Rescue Service, sección de la RAF de lema glorioso -y pelín temerario: "The sea shall not have them"- consagrada a rescatar las tripulaciones de los cazas y bombarderos abatidos sobre el Canal antes de que el mar se los zampara.

Edward Allcard, ingeniero naval, nacido en 1914 y desde mediados de los años 80 residente en la Aldosa (Andorra). Durante la guerra sirvió en el Air-Sea Rescue, y fue el 14º hombre en dar la vuelta al mundo en solitario. Fotografía: Tony Lara.

¿Qué hacía, él, en el ASR? Consolarse, exactamente, porque tenía un ojo escacharrado que le impidió alistarse en la Royal Navy, su destino natural. Ironías de la vida -y de sus casi 100 años- hoy ve perfectamente del ojo tonto, y por lo tanto sería declarado apto para el servicio en la mar. En fin, que la Navy perdió un marino pero la ASR ganó un hombre que durante toda la guerra se dedicó a diseñar y probar los botes con que los hombres del ASR se hacían a la mar para pescar a los tripulantes de los Bristol, Spitfire, Hurricane y demás animalitos que participaron en la Batalla de Inglaterra.. Una trabajo, éste de recuperar pilotos abatidos, que se parece enormemente al de nuestros pasadores, y que como se ha visto no estaba a signado a la Royal Navy sino a la RAF.

No se trataba, recuerda Edward, de diseñar buques desde cero sino de adaptar modelos ya existentes a las específicas necesidades de tan peculiar servicio: el resultado eran unas naves de pequeña eslora que lo fiaban todo a la velocidad. El modelo estándar apenas llegaba a los 30 metros, pero podía alcanzar los 20 nudos, que no está nada mal. Pero los había aún menores, casi unos botes salvavidas de 10 metros, fabricados en madera y con forma de canoa, que se anclaban bajo el fuselaje de los aviones del ASR -primero, bombarderos Lancaster; después, Vickers- que los llevaban hasta donde se encontraban las tripulaciones siniestradas y se los lanzaban con paracaídas desde 200 metros de altura. Sólo hacía falta que los aviadores rescatados supieran manejar uno de aquellos artefactos. Y para eso les adjuntaban... ¡un libro de instrucciones! Pónganse en situación: noche cerrada, un par de náufragos en medio del Canal, quizás heridos, medio muertos de frío... como para ponerse a leer un manual. Y en inglés.

Pues el sistema debía funcionar razonablemente bien porque al final de la guerra el ASR había rescatado un total de 10.663 personas, 5.271 de las cuales resultaron ser aviadores aliados, y 277, enemigos. A esto se le llama llevar una buena contabilidad. Pero, ¿rescataban también alemanes? ¿Qué sentido tenía, salvar a las tripulaciones de un Messerschmitt, un Junkers o un Heinkel? Mucho, dice Edward: "Los servicios de inteligencia les sacaban información". Pero no todos lo veían con esta británica clarividencia: los polacos enrolados en el ASR, recuerda, no hilaban tan fino y ametrallaban sin contemplaciones y con más bien escaso fair play a los alemanes abatidos que encontraban en el mar: "Así que si sospechábamos que íbamos a encontrarnos con algún alemán, intentábamos dejar a los polacos en la base".

Las escuadrillas del SAR, en fin, estaban repartidas por bases móviles a lo largo de la costa para evitar ser descubiertas y atacadas por la Luftwaffe. Gran parte del trabajo de Edward consistía en peregrinar de astillero en astillero y de base en base para supervisar la construcción de los botes. Y fue en una de estas visitas de trabajo cuando más cerca estuvo de dejarse el pellejo por Su Graciosa Majestad. Y paradójicamente, a bordo del avión que lo llevaba desde Irlanda del Norte hasta una base en la isla escocesa de Islay: "Era una noche de lluvia y niebla. Mucha niebla. El piloto intentó una maniobra de descenso para vislumbrar la superficie del mar y tener una referencia. Pero era imposible: no se veía nada de nada. Debíamos haber bajado a menos de 30 metros cuando de repente notamos un fuerte golpe de timón, nos pegamos a los asientos y ascendimos bruscamente". ¿Ataque enemigo? No. ¿Las clásicas turbulencias? Tampoco. Entonces, ¿qué? "Cuando hubo pasado todo, va y el piloto nos dice: 'Quizás le interese saber que acabamos de cruzar entre los dos mástiles de un acorazado norteamericano'". Una maniobra, no dirán que no, digna de William Overstreet, el piloto yanqui recientemente traspasado que en la primavera de 1944 hizo pasar su P-51 Mustang entre las patas de la Torre Eiffel cuando perseguía a un caza alemán.

Uno de los buques de rescate que Allcard diseñó durante sus seis años de carrera en el Air-Sea Rescue Service. El modelo estándar medía 30 metros de eslora y podía desarrollar 20 nudos de velocidad; los había mucho menores, como otro en forma de canoa que era transportado por vía aérea hasta el punto exacto donde se encontraban los náufragos, momento en que se les lanzaba el bote en paracaídas. Fotografía: Archivo.

Del Blitz al Cabo de Hornos
Edward ha sido sin duda alguna un hombre con suerte. Acrobacias aéreas aparte, a bordo del Johanne Regina sobrevivió a un huracán en el Caribe, a un tifón en el Índico, a un ataque pirata en el estrecho de Malaca y a un asalto anfibio de la Camorra en Nápoles. Pero volvamos a la guerra, cuando le faltó muy poco para convertirse en una de las 43.000 víctimas que causó el Blitz entre septiembre de 1940 y mayo de 1941. Su puesto estaba en el cuartel general del ASR, al lado del Puente de Londres, hasta donde se desplazaba cada mañana a pie desde el barrio de Chelsea, donde residía: "Lo más cerca del río que me era posible, porque era la zona con menos edificios y, por lo tanto, la menos peligrosa en caso de ataque aéreo".

Con el tiempo desarrolló la habilidad de reconocer por el silbido que emitían en la fase final de la aproximación el momento aproximado en que las bombas harían blanco: "Cuando se les terminaba el combustible, caían a peso con un ruido muy característico". En cierta ocasión vio venir una, por increíble que parezca; entró en un café próximo abarrotado de parroquianos para advertirles del peligro inminente; le hicieron caso y huyeron por patas. Con la mala suerte de que la bomba cayó como había previsto Edward en la misma calle, y la onda expansiva liquidó a muchos de los que pretendía salvar. Él, en cambio, se negó a salir corriendo -"Por una cuestión de principios", dice- y la explosión le pilló todavía dentro del local. Las heridas -le quedó el cuerpo lleno de fragmentos de cristal- requirieron tres meses de hospitalización. Pero cinco años después todavía la extraían de vez en cuando un pedazo de metal de la cabezota. Durante la convalescencia tuvo como vecino de camilla a un soldado italiano capturado: "No sé si ellos hubieran hecho lo mismo con uno de los nuestros".

La buena estrella también lo acompañó en cierta ocasión en que visitó Portsmouth. Edward adelantó un día el viaje de regreso a Londres y resultó que el hotel donde tenía que haberse alojado fue borrado literalmente del mapa en el bombardeo del día siguiente. En fin, que entre bombardeo y rescate Edward se pasó toda la guerra en el ASR. Y con la paz pudo retomar el viejo proyecto de navegar en solitario que en 1939 había tenido que guardar en el armario de los buenos propósitos. Una segunda vida que ha explicado en un puñado de libros que huelen a salitre -Single-handed passage, Voyage alone, Temptress Returns- tanto o más azarosa que la bélica, con unas cuantas gestas sensacionales, imprescindibles: principalmente, la travesía del Atlántico -en cuatro ocasiones: primero, a bordo del Temptress; después, del Sea Wanderer- y, atención, la circunnavegación del globo, odisea que le llevó doce años, doce -desde 1961 hasta 1973- y que le convirtió en el 14º hombre -el segundo entre los británicos- en conseguirlo.

He aquí Edward Allcard, un hombre que ha sobrevivido al Blitz y que ha cruzado el Cabo de Hornos en solitario y sin ayuda externa. No encontrarán muchos con un currículum semejante, aunque él se quite importancia: "Yo pasé Hornos a la segunda, después de refugiarme de oído en la Isla de los Estados para escapar de una tempestad que me dejó el queche como un queso Gruyere, lleno de vías de agua, y me obligó a darle a las bombas durante cinco días seguidos. Pero encontré tierra, descansé unos días y cuando volví a intentarlo, hacía un sol radiante. Chupado. Nada que ver con los navegantes de siglos anteriores, que tenían que cruzar hiciese el tiempo que hiciese. Lo suyo sí que era mérito". En fin Edward: un trago de ron a su centenaria salud. Esta ronda la pago yo.

[Este artículo se publicó el 9 de enero de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

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