Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

viernes, 2 de octubre de 2015

Un apunte sobre las mixtificaciones en la epopeya de los pasadores

[Este artículo fue publicado, con alguna modificación que no afecta al sentido, el 20 de julio de 2015. Al día siguiente recibimos la llamada de la hija de Joaquim Baldrich -que no se llama Maria Teresa: Quimet no tuvo ninguna hija con este nombre- para confesarnos su sorpresa, por no decir pasmo, ante la sensacional noticia de que dábamos cuenta: el nicho que el fugitivo Alberto Curiel le legó en 1982 a Maria Teresa Baldrich en agradecimiento a los servicios de su padre como guía, puesto que fue Baldrich el que supuestamente le ayudó a cruzar el Pirineo y llegar a Barcelona. Ciudad donde, por cierto, Curiel acabó instalándose. De hecho, Baldrich murió en 2012 y jamás mencionó el episodio de Curiel y el legado del nicho. Su hija no le concede ninguna verosimilitud. No es la única aportación que se ha revelado dudosa, por no decir falsa, de Refugi de jueus, el libro recientemente publicado y del que procede el episodio del nicho. También parece descartado que fuera Antoni Puigdellívol, el contrabandista y exdeportado andorrano (a Buchenwald, por cierto), el Puigdellívol implicado en la venta de un supuesto autoretrato de Rembrandt que tuvo lugar en mayo de 1945 en Barcelona, y que dejó rastro en un informe de la unidad de inteligencia del ejército norteamericano dedicada al expolio artístico perpetrado por los nazis. En este caso la precisión la aportó la historiadora Rosa Sala Rose, que ha investigado a fondo la trayectoria de Puigdellívol -uno de los secundarios de lujo de El marqués y la esvástica- y que concluye que el traficante de arte es otro Puigdellívol -Antoni Puigdellívol Puigdellívol- y que además se trata muy probablemente de un falso Rembrandt, según el dictamen -dice Sala Rose- de uno de las máximas autoridades en el pintor flamenco. Como se ve, entre Sala Rose y la hija de Quimet Baldrich nos dejaron sin artículo. Y por esta misma razón lo habíamos dejado en el cajón. Hasta hoy: pensamos ahora que merece la pena volver sobre este asunto para llamar la atención sobre el peligro de mixtificación que se cierne sobre materia tan seductora como es la epopeya de los pasadores (y por supuesto, de los fugitivos). Hasta un volumen como este, patrocinado por la Diputación de Barcelona y que cuenta con el aval académico de Josep Calvet -probabemente, la máxima autoridad en la materia- incluye (por lo menos) dos gazapos considerables, que corren el peligro de sentar cátedra precisamente por la autoridad de sus promotores: si la hija de Baldrich no hubiera leído este artículo y no se hubiera tomado la molestia de hacer la llamada, hubiera quedado establecido un episodio incierto, por lo menos en estos términos y con estos protagonistas. Por otra parte, a cualquiera -menos a Sala Rose, tan tenaz como meticulosa- se le hubiera pasado por alto que Antoni Puigdellívol Puigdellívol y Antoni Puigdellívol Argelich no son la misma persona, y le hubiera atribuido alegre y verosímilmente al segundo veleidades de traficante de arte expoliado. La evasión pirenaica durante la II Guerra Mundial es, en fin, suficientemente rica en capítulos y personajes heroicos -y también escabrosos- como para enriquecerla con episodios fabulosos. Por esta razón decidimos incluir el artículo que sigue, aun sabiendo que las dos anécdotas que lo sustentan son -por lo que sabemos- falsos. Pero incluso así, igualmente fascinantes, ya verán.]

Más oportuno, imposible: hace dos meses fallecía Lluís Solà, el último superviviente de la epopeya de los pasadores. Por lo menos, en Andorra y alrededores. Y resulta que su periplo durante los años centrales de la II Guerra Mundial como guía de fugitivos -ya saben, sobre todo judíos pero también jóvenes franceses refractarios al Servicio de Trabajo Obligatorio o que pretendían unirse a las filas de De Gaulle, así como aviadores aliados abatidos sobre la Europa ocupada- da precisamente cuerpo a uno de los capítulos de Barcelona, refugi de jueus (Angle), una nueva monografía sobre este fascinante episodio recién salida del horno y que, como su título apunta, repasa el paper de la capital catalana como lugar de tránsito -y, en ocasiones, destino final- de una cantidad considerable de evadidos judíos.

Joaquim Baldrich, en primer plano, y Eduardo Molné, delante del hotel Palanques de la Massana, sede más o menos oficial de la cadena de Antoni Forné en la que ambos colaboraron; de todos ellos se ha hablado ampliamente en este blog; si volvemos a sacarlos a colación es porque, según el testimonio de Nelly Curiel, su padre, refugiado judío que se instaló en Barcelona en 1942, legó al fallecer un nicho al guía que lo ayudó a cruzar los Pirineos: el mismísimo Baldrich. Fotografía: Máximus.
Lluís Solà, fallecido en julio de 2015 y el último superviviente de la epopeya de los pasadores; también de él hemos dado cumplida cuenta desde estas páginas. Refugi de jueus dedica un capítulo a sus andanzas. Fotografía: Familia Solà.
Supuesto autoretrato de Rembrandt expoliado por los nazis que según los historiadores Víc, a la compañçíator Sorenssen y Rosa Serra intentó colocar Antoni Puigdellívol, excontrabandista y superviviente del campo de Buchenwald a la compañía Bauer Type Foundry de Nueva York. La unidad de inteligencia del ejército norteamericano encargada de seguir el rastro de las obras de arte expoliadas redactó un informe sobre este asunto, pero se desconoce cómo concluyó. Fuente: Rosa Sala Rose.

El historiador Josep Calvet -coautor de Refugi de jueus y autor, seguro que lo recuerdan, de Las montañas de la libertad y Huyendo del Holocausto- habla de unos 10.000 fugitivos para el Pirineo catalán. Lo hace en el capítulo titulado Escapant de la persecució nazi, en que nuestro Solà juega un paper destacado, ya lo hemos avanzado, pero también Joaquim Baldrich (el Pla de Santa Maria, Tarragona, 1917-Escaldes, 2012) y por supuesto la red que Antoni Forné dirigía desde el hotel Palanques de la Massana. Detengámonos un momento en Baldrich, viejo conocido de este blog, porque aparece a cuenta de uno de los judíos que ayudó a pasar -el judío Alberto Curiel- con la particularidad de que al morir éste último en Barcelona, en 1982, y como muestra de agradecimiento -algo truculenta, todo hay que decirlo- le legó... ¡un nicho!

Volveremos enseguida a este episodio porque -convendrá el lector- se lo vale. Pero es que Calvet deja también constancia del tristísimo caso de Jenny Kehr, que Rosa Sala Rose ya había recogido años arás en La penúltima frontera: originaria de la ciudad alemana de Appenheim, donde había nacido en 1895, Kehr fue capturada el 8 de octubre de 1942 en Coll de Nargó, a un tiro de piedra de la frontera andorrana, junto a su marido, Max Regensburger. Procedían del campo de concentración de Gurs, de donde habían huido un minuto antes de que los judíos en él retenidos fueran deportados al Este, y tenían la esperanza de saltar a los EEUU. El matrimonio fue a parar a los calabozos de la Seo, como tantos otros en su misma situación, y a partir de aquí sus caminos de separan de forma definitiva y también trágica: Max es reexpedido al campo de Miranda, destino habitual de los fugitivos en edad militar; Jenny, a la prisión de mujeres de las Corts, en Barcelona, con la mala fortuna de que el gobernador civil de Lérida, Juan Antonio Cremades, ordena el 30 de octubre que sea repatriada a Francia, lo que equivalía a una condena a muerte. Nunca pisó suelo francés; de hecho, ya no salió de Barcelona: la noche antes de ser repatriada se colgó en su celda de las Corts: "Cansada de vivir", concluyó el informe oficial.

Perseguidos, salvados y ausentes
Calvet repasa, en fin, las tres fases que se pueden distinguir en el tránsito de refugiados por los Pirineos durante la guerra: la primera, entre el estallido del conflicto , el 1 de septiembre de 1939, y mayo de 1940, con la caída de París. Durante estos meses pasan de forma legal, con la documentación validada y presentándose reglamentariamente en la aduana correspondiente, sobre todo familias judías procedentes de Polonia, Bélgica y Holanda, los tres primeros países que cayeron en las garras nazis; a partir de 1940, dice el historiador, "las autoridades franquistas dejan de emitir visados y pactan con Vichy la repatriación de los evadidos detenidos en un radio de cinco kilómetros alrededor de la frontera". Al albur de esta nueva política oficial, cientos de judíos, dice Calvet, fueron devueltos a Francia hasta principios de 1943. Es precisamente en este momento, y no antes, cuando empieza el tráfico clandestino de personas. La tercera fase, en la que se concentran el mayor número de evasiones, se registra a partir de noviembre de 1942, con la ocupación alemana de la Francia de Vichy que Hitler ordena en respuesta al desembarco aliado en África.

Calvet recuerda también el papel destacadísimo del portugués Samuel Sequerra, el alma del Joint Distribution Comittee, en la atención a los fugitivos -recuerden en este punto el caso sensacional de Carla Kimhi- y también el de Joan García Rabascall, el hombre del consulado británico en el Pirineo de Lérida, con funciones similares a las de Sequerra: socorrer sobre el terreno a los evadidos que entraban en España, sufragando los gastos generados y gestionando primero el traslado a Barcelona y después a un tercer país de acogida, generalmente EEUU e Israel. Por lo que respecta a la trayectoria de Solà, les remitimos a las notas biográficas publicadas recientemente aquí mismo; otro tanto cabría decir de Baldrich, pero el caso de Curiel -raramente se produce el milagro de poder vincular a un pasador con uno de sus clientes- y especialmente ese pintoresco legado -¡una sepultura para su salvador!- merece sin duda atención especial.

Calvet parte del testimonio de la hija del mismo Curiel, originario de la ciudad turca de Esmirna, emigrado en 1920 a París, que en 1942 se planta en Tolosa dispuesto a cruzar los Pirineos con destino a Barcelona, donde un tío suyo comercializaba con notable éxito el entonces célebre Jarabe Famel. En fon, que lo consiguió gracias a Baldrich, dice Nelly Curiel. Un detalle de la biografía del padre -este de la evasión- que sólo llegó a conocer cuando, una vez fallecido, la familia abrió el testamento y se encontró con la sorprendente manda de un nicho "a una chica que se llamaba Maria Teresa Baldrich y que ninguno de nosotros conocía de nada". El relato pormenorizado de la trayectoria de Curiel lo encontrarán en el apartado documental de Perseguits i salvats, la estupenda web que evoca la epopeya pirenaica de los fugitivos de la II Guerra Mundial y en que Andorra, inexplicablemente, todavía no está presente. Pinchen en perseguits.cat y nos lo dicen: ¿tan difícil resultaría?

Puigdellívol y el autorerato de Rembrandt
El tercer protagonista andorrano de Refugi de jueus es Antoni Puigdellívol. Y de nuevo, con polémica incluida, como en El marqués y la esvástica, de Sala Rose y García-Planas, y Andorrans als camps de concentració nazis, de Porta y Cebrián. Rosa Serra y Víctor Sorenssen desentierran en Els supervivents de l'Holocaust, el capítulo que cierra el volumen, un informe de la Art Looting Investigation Unit (ALIU) -la unidad de inteligencia que investigaba el expolio de arte perpetrado por los nazis durante la guerra- que involucra al antiguo contrabandista y superviviente de Buchenwald en un oscuro caso de tráfico de obras de arte, a cuenta de un supuesto autoretrato de Rembrandt que Puigdellívol, dicen Serra y Sorenssen, intentó vender en julio de 1945 a la compañía Bauer Type Foundry de Nueva York. Pero ni ellos ni la ALIU aclaran el resultado de la operación, así que esta nueva aparición estelar de Puigdellívol el maremágnum de la II Guerra Mundial quedará otra vez envuelto en la sombra.

[Este artículo se publicó el 20 de julio en el diario Bon Dia Andorra]

Romeu, el 'veguer' eterno

Ludmilla Lacueva debuta en la ficción con L'home de mirada clara, biografía novelada de Charles Romeu; en el cargo entre 1884 y 1933, suyos son -entre otros- los testimonios fotográficos de la sentencia de muerte de 1896 y la primera ascensión motorizada al puerto de Envalira, en el verano de 1912. Fue el veguer más longevo de la historia. Y tuvo un final más bien triste.

Romeu, en sus tiempos de estudiante de leyes en Tolosa; ejerció como veguer entre 1884 y 19`33, y además de dejar testimonio fotográfico de la lectura de la sentencia de muerte de 1896 -al parricida Manuel Bacó se le conmutó la pena por la de cadena perpetua, que cumplió en un presidio francés- y del primer convoy de automóviles que circuló por la carretera de Envalira, en 1912, durante su largo mandato abrieron en el país las escuelas francesas, se tendieron las primeras líneas de teléfonos, se gestionó la concesión de Fhasa y empezó la construcción de la central eléctrica, y se completó la red de carreteras. Fotografía: Colección Jean-Pierre Raison.
La lápida del veguer eterno en el cementerio de Tolosa es explícita en todo, menos en señalar al culpable de todo: el veguer adjunto Joseph Carbonell en opinión deLacueva, que ha novelado la biografía de Romeu en L'home de mirada clara, es "el más despreciable de sus conciudadanos"; es decir, el causante de la muerte de nuestro hombre. Fotografía: Ludmilla Lacueva.


"Abogado, veguer de Andorra, caballero de la Legión de Honor, juez del Tribunal Superior, consejero de prefectura, presidente de la Oficina de Asistencia Judicial, fundador del dispensario departamental de Higiene social y de la Asociación Politécnica, y hombre de bien en toda la acepción de la palabra, y víctima del más despreciable de sus conciudadanos..." Estas son las exactas palabras que Suzanne, segunda esposa y viuda de Charles Romeu (Prada, 1854-1933), hizo grabar en la lápida del panteón familiar del cementerio de la localidad donde nació y donde hoy reposa. Entre los honores que dan lustre a la larga, larguísima carrera de nuestro hombre, nos fijaremos hoy en el segundo -veguer francés entre 1884 y 1933, el más longevo de la historia- y también en el último, esta lapidaria -y nunca mejor dicho- sentencia: "...víctima del más despreciable de sus conciudadanos".

El hombre a quien Suzanne culpaba de la muerte de su marido era Joseph Carbonell, a quien François Marie Taviani, delegado permanente del Copríncipe francés en la época -estamos en 1932- había enviado a nuestro rincón de mundo en calidad de veguer adjunto, cargo inexistente inventado para el mismo Carbonell y que el Consell General se resistió con uñas y dientes a reconocer. Con éxito, por cierto. En realidad, sugiere Lacueva, Carbonell formaba parte de una especie de confabulación pergeñada desde las altas esferas de la administración francesa para sacarse de encima a Romeu, que después de casi medio siglo en el puesto mostraba a ojos de los gabachos demasiadas simpatías por la causa andorrana. Carbonell se dedicó en sus meses como veguer fantasma -pero que residía sobre el terreno, mientras que el titular, incluido Romeu, sólo ocasionalmente se desplazaba al país, sobre todo para cumplir sus funciones jurisdiccionales- a minar la obra de su jefe y a enviar a Pepiñán -capital, de los Pirineos Orientales, cuyo prefecto ejercía a la vez el cargo de Delegado Permanente del Copríncipe en Andorra- informes catastrofistas que alertaban de una inminente revolución.

Tampoco iba tan desencaminado, esta es la verdad, pero esta es otra historia y nuestro hombre es Romeu, personaje casi desaparecido de la memoria pública de este país -hay otros: la lista sería larga- y que Lacueva (Els pioners de l'hosteleria andorrana) ha convertido en protagonista de su debut en la ficción, L'home de mirada clara (Editorial Andorra). La autora atribuye este olvido a la enorme transcendencia de los años inmediatamente posteriores -con la Guerra Civil, la II Guerra Mundial, la postguerra y el boom económico- que han ocultado los hitos considerables del mandato de Romeu, y también al hecho de que entre las funciones del veguer se encontraba entonces -y hasta la Constitución de 1993- la de impartir justicia, "cosa que no siempre hacía a satisfacción de todos, como es natural". En este punto conviene recordar la célebre lectura de la sentencia de muerte -conmutada por trabajos forzados a perpetuidad- de parricida Manuel Bacó, dictada el 17 de abril de 1896 en una ceremonia pública de la que existe una escalofriante fotografía -atribuida por otra parte al mismo Romeu, detalle éste imposible porque el veguer ocupa su lugar en el ritual y es uno de los personajes del centro de la escena.

Tras el veguer, un hombre: marido y padre
Se trata en cualquier caso de un olvido absolutamente caprichoso e injusto, opina Lacueva, porque el veguer Romeu fue uno de los artífices de la irrupción de la modernidad en este país: las escuelas francesas, la carretera hasta el Pas de la Casa desde el lado francés, la línea de telégrafos y el primer servicio de correos (franceses, naturalmente: la Poste continúa hoy al pie del cañón) hay que ponerlos en el haber del veguer, que actuaba movido por un celo digamos patriótico -uno de sus objetivos era extender y ampliar la influencia francesa en el país- pero que con los años -ya se sabe que el roce hace el cariño- gestó lo que a la autora se le antoja un sincero aprecio por la cosa andorrana. Hasta el punto que este fue uno de los motivos de su caída en desgracia. Murió el 5 de marzo de 1933, así que se ahorró el espectáculo de ver cómo que materializaban algunas de sus peores pesadillas: sobre todo, la ocupación del Consell General, perpetrada en abril de ese mismo año, pero también el desembarco -con sección de ametralladoras incluida- del destacamento del coronel Baulard, a mediados de agosto, interpretado por los andorranos -y por el veguer adjunto, según  confesión propia a la reportera catalana de La Humanitat, Irene Polo: "Nous sommes en Andorre, chez nous!"- como una especie de ocupación encubierta. Opina Lacueva que Romeu, hombre de talante esencialmente dialogante, se habría opuesto a la operación policial, y recuerda que su viuda, Suzanne, se presentó en Casa Rossell -Josep de Riba, el veguer episcopal, era un gran amigo de la familia- "para apoyar a los andorranos en contra de los intereses de Francia".

Al lado del Romeu oficial, que podemos encontrar en los libros de historia -aunque eso sí, con muchas dificultades- Lacueva hace emerger al hombre, porque se trata al final de una novela y no de una biografía académica. La labor de documentación ha sido en este punto especialmente delicada porque Romeu no tuvo descendencia y las noticias familiares las ha tenido que herborizar en ramas colaterales que a duras penas han conservado su recuerdo. Lacueva ha recogido suficiente material como para dibujar el perfil de un hijo de buena familia -el padre, también abogado, había sido alcalde de Prada- que se casó en primeras nupcias con Eugénie Lafabrègue, que vio morir a su esposa y a su primera (y única) hija, Cécile, justo después del parto, y que no dudó en unirse a Suzanne, mujer -por decirlo con un tópico- de baja extracción social -a saber lo que significa esto- en un episodio que causó escándalo y que terminó con parte de la familia enemistada. Pero Charles perseveró y acabó convirtiendo a Suzanne en su segunda esposa.

Entre la mina de anécdotas que trufan L'home de mirada clara las hay extraordinariamente suculentas: por ejemplo, la vez que en cierto hostal le sirvieron una trucha, fuera de temporada, y él se la zampó, porque era un caballero. Al terminar el ágape, y en estricto cumplimiento de sus funciones, multó reglamentariamente a la señora de la casa por la infracción cometida. O cuando se enfrentó a su gran amigo, el veguer De Riba a causa de seis militares turcos -estamos en la I Guerra Mundial- escapados de un campo francés de prisioneros de guerra y que habían buscado refugio en la neutral Andorra: alguien había decidido encerrarlos en la prisión -entonces en Casa de la Vall- y De Riba ordenó liberarlos sin encomendarse ni a Dios, ni al diablo ni tampoco al veguer Romeu, como hubiera sido preceptivo, porque las decisiones de este tipo se tomaban de mutuo acuerdo. Se armó un buen cirio. O las cartas que, ya enfermo y en su lecho de muerte, le dictaba a su esposa y que firmaba de forma más bien lúgubre: "Dictada por un moribundo..." Lean L'home de mirada clara y juzguen ustedes si el veguer Romeu merece (o no) ser elevado a los altares del callejero. Otros con muchos menos méritos lucen su nombre en estupendas placas, y no pasa nada.

[Este artículo de publicó el 10 de abril de 2014 en El Periòdic d'Andorra]

jueves, 1 de octubre de 2015

"Naturellment! Nous sommes en Andorre: chez nous!"

[Este artículo se publicó cinco semanas antes de las elecciones del 1 de marzo de 2014, que revalidaron la mayoría absoluta de Demòcrates per Andorra, el partido-movimiento surgido en 2011 y aglutinado alrededor de la figura del actual jefe de Gobierno, Toni Martí, para desalojar del ejecutivo al socialdemócrata Jaume Bartumeu, que en 2009 había obtenido la primera victoria de la izquierda en la historia constitucional de Andorra. La actual cònsol de Sant Julià -entonces militaba en DA, hoy lo hace en el Partido Liberal de Andorra- tildó los dos años de Bartumeu al frente del ejecutivo de "accidente" en la historia política del país.]

La reportera catalana Irene Polo cubrió para el periódico La Humanitad la jornada del 31 de agosto de 1933. Por primera vez en la historia de Andorra podían votar todos los varones mayores de 25 años. La victoria se la jugaron tres partidos: los "bisbistes", los "antibisbes" y los "jóvenes". Polo concluye que ganaron las izquierdas. Incluso en Sant Julià. Y esto sí que es una noticia bomba.




La reportera catalana Irene Polo conversa los días anteriores a las elecciones con el síndico Roc Pallarès, depuesto de su cargo en junio por el Tribunal de Corts, junto con el Consell General en pleno; con el coronel Baulard, comisario extraordinario que aterrizó en Andorra a mediados de agosto con la misión de garantizar el orden público, y con Joseph Carbonell, turbio personaje -en opinión de la historiadora Ludmilla Lacueva- que fue nombrado veguer adjunto -un cargo creado ad hoc e inexistente en el ordenamiento institucional- pero que nunca fue reconocido por el Consell. Fotografías: Colección Casimir Arajol. 

Las elecciones, ya lo saben, el 1 de marzo. Mientras el panorama se aclara y los gurús a la izquierda y a la derecha se dejan querer, daremos un vistazo a las primeras elecciones con sufragio universal masculino que se convocaron por aquí arriba. Lo haremos, además, de la mano de la reportera catalana Irene Polo, que dejó de este episodio unas suculentas crónicas publicadas en el diario barcelonés La Humanidad. Los comicios tuvieron lugar el 31 de agosto de 1933, el año de la (ejem) "revolución", como dice el historiador Arnau González i Vilalta (La cruïlla andorrana de 1933). Se refiere, seguro que lo recuerdan, a la ocupación del Consell General perpetrada el 5 de abril de ese mismo año por un grupo de jóvenes -cerca de dos centenares, lo que no está nada mal si se tiene en cuenta que la población del país no superaba las 6.000 almas- que reclamaban para empezar el sufragio universal y la publicidad de las sesiones del Consell, que ejercía -salvando muchas, pero muchas distancias- una pintoresca amalgama de competencias, entre ejecutivas y legislativas, aunque el poder real -entre otras potestades, la de dirigir al servicio de policía- residía entonces en los veguers. La cosa se complicó con la destitución del Consell, por lo visto demasiado contemplativo, decretada por el Tribunal de Corts en junio, y para acabarlo de arreglar los obreros de Fhasa -más de medio millar, se ocupaban de levantar la central hidroeléctrica y concluir la red viaria- convocaron no una sino dos huelgas generales en un país donde las movilizaciones de este tipo eran una absoluta novedad. Suficiente berenjenal como para que el Copríncipe francés, con la aquiescencia del obispo Guitart, nos enviara a los guardias móviles de Baulard, nombrado comisario extraordinario para la ocasión.

Los gabachos llegaron mediado agosto, oficialmente para garantizar el orden público. Polo, que formaba parte del batallón de corresponsales internacionales -La Vanguardia, El Diluvio y La Humanitat, pero también el Times, el Daily Mail y el New York Times- destacados hasta la Seo para seguir de cerca (?) los acontecimientos, los describe como "gente extraña, hombretones rubicundos, pesados, vestidos de azul y negro, con casco de hierro, porra, machete y revólver en la cintura", que los nativos observaban con una mezcla de "curiosidad, rabia y pasmo". La reportera visita días antes de la jornada electoral a monsieur Joseph Carbonell, turbio personaje que ejercía el cargo de veguer adjunto -creado por cierto para él, y que el Consell jamás se prestó a reconocer- y por lo visto el hombre fuerte del momento. Un individuo que no se cortaba un pelo al advertir que el solicito copríncipe francés enviaría tropas "de verdad" -no sólo policías- si el asunto se desmadraba. Es decir, si resultaban reelegidos los consellers destituidos -extremo harto improbable, porque tanto ellos como el síndico, Roc Pallarès, otro personaje, había sido inhabilitados por un año- o si al nuevo Consell se le ocurría romper la baraja y cortar con los Copríncipes. "Tropas, ¿también?", le pregunta Polo con impostada ingenuidad. "Naturellment! Nous sommes en Andorre, chez nous!", le responde el veguer adjunto. Claro que el tal Carbonell tenía una visión muy particular sobre los nativos: "La mayor parte [de los andorranos] son gente honrada y trabajadora, pero ha surgido una minoría que ha soliviantado tanto los ánimos que si no llegan a acudir los gendarmes hubiéramos visto cosas terribles. Lo que queremos es evitarle al país un baño de sangre", dice el buen Carbonell, con su cara de ángel bigotudo y barbudo.

31 de agosto. La reportera recorre los colegios electorales. Dice que en Sant Julià se han registrado "incidentes". Por culpa de las mujeres que, "ganadas por la significación religiosa del obispo esperaban a sus hombres a la puerta del colegio y en cuanto iban a depositar la papeleta en la urna los abrazaban desesperadamente rogándoles que no se dejaran arrastrar por la causa del demonio". En Encamp, en fin, encuentran la puerta del colegio expeditivamente atrancada con un... ¡fusil!. A las cuatro de la tarde, los colegios cierran y comienza el escrutinio. Polo aprovecha para reemprender el peregrinaje. En Canillo, el "conseller primer Armany, a quien llaman 'el Azaña de Andorra', anuncia la victoria de los consellers de izquierdas: Josep Areny, Jaume Bonell, Anton Duedra y Anton Torres". Si se molestan en buscar los nombres de los políticos hoy en activo, comprobarán como 80 años después sus nietos siguen en el cargo. Como si fuera con la herencia familiar. En fin, que según Polo estos Areny, Bonell, Duedra y compañía estaban "contra el obispo, contra Fhasa y contra la invasión de los franceses". Pues ocho décadas después tenemos obispo, tenemos Fhasa -hoy, Feda- y tenemos "franceses".

Si la victoria progresista es desde la perspectiva actual sorprendente en una localidad como Canillo -donde en las últimas dos elecciones ha concurrido una sola lista: la del Gobierno- todavía lo es más en Sant Julià, cuna de cierta y muy andorrana manera de ejercer la política, entendida como cosa de unas pocas familias, y se llevan el gato al agua los que Polo -siguiendo con la terminología de la época- denomina "antibisbes". Es decir, los que van contra los gendarmes, contra el obispo y contra Fhasa". Sus nombres: Anton y Ventura Duró, Manuel Areny y Ventura Fanus. Del mismo color es la victoria en la Massana, donde salen elegidos los consellers Guillem Areny, Gil Font, Ventura Torres y Pere Montané. En la capital -con Josep Coma, Anton Cerqueda, Josep Pla y Joan Serra- y naturalmente en Ordino, cómo no -Ventura Adellach, Miquel Pujol, Manuel Font y Ventura Coma- arrasa la derecha "bisbista". Y Encamp resulta la única parroquia donde se registra un reparto de consellers: un "acérrimo" del obispo, Antoni Picart; dos de los denominados "jóvenes" (Antoni Puy i Antoni Mussoy), y un "empate". Es decir, un conseller no asignado. Cómputo final para el Consell salido de las elecciones: dieciséis "antibisbes" contra siete "bisbistas". Así que puede afirma sin empacho que se han impuesto "las izquierdas".

¡¿Cómo?! ¡¿La izquierda, dice usted, en Andorra?! ¿Ocho décadas antes del accidente Bartumeu? Vilalta interpreta los resultados de aquellas primeras elecciones más o menos democráticas con la perspectiva del tiempo transcurrido y, sobre todo, con la documentación generada por la vegueria francesa ante los ojos. Y no lo tiene tan claro como Polo, que ganaran las "izquierdas" y los "antibisbes", porque lo cierto es que los gendarmes se marcharon del país el 9 de octubre, antes de las nevadas cortaran el puerto de Envalira y les obligaran a quedarse toda la temporada en tierra andorrana. Y concluye que si los gabachos se fueron es porque creían que la amenaza revolucionaria había pasado.

[Este artículo se publicó el 19 de enero de 2015 en el Diari d'Andorra]

1933: el año que casi fuimos una república

El historiador Gerhard Lang, biógrafo de Boris Skossyreff, sostiene que el síndico Pallarès, secundado por el Consell General, planeaba prescindir de los Copríncipes y proclamar la República, y que estuvo "en un tris" de conseguirlo. La destitución del Consell decretada por el Tribunal de Corts, la convocatoria de elecciones para el 31 de agosto y sobre todo, la presencia de Baulard y sus gendarmes, ayudaron a sosegar los ánimos. De Pallarès, poco más se supo.


Colegio electoral del quart de Escaldes, que entonces formaba parte de la parroquia de Andorra la Vella, en las elecciones que tuvieron lugar el 31 de agosto de 1933 y bajo la tutela de los gendarmes de Baulard. Una imagen de esta serie sirvió para ilustrar la portada del especial que La Vanguardia dedicó a los comicios andorranos, que llamaron la atención de la prensa internacional. Al año siguiente, calmados ya los ánimos, el encargad de soliviantar al personal fue Borís Skossyreff. Fotografía: Fondo Brangulí (Biblioteca Nacional de Cataluña). 





Los guardias móviles de Baulard, en la plaza Benlloch de la capital, donde tenían su cuartel general: el destacamento llegó a Andorra el 19 de agosto con  la misión de garantizar el orden público -ante las movilizaciones de los obreros de Fhasa- y hacer cumplir la resolución del Tribunal de Corts, que el 10 de junio había destituido a un Consell General francamente refractario a acatar las decisiones judiciales, algo que por lo visto ha creado escuela Runer abajo. Fotografías: Fondo Brangulí (Biblioteca Nacional de Catalunya).

Dos policías franceses montan guardia ante la central de Fhasa entonces en construcción, a la salida de Escaldes en dirección a Encamp. El edificio existe todavía. Fotografía: Fondo Brangulí (Biblioteca Nacional de Cataluña).

¡Qué año, 1933! Vale que al siguente Boris la armó, y cómo, pero admitamos que todo empezó a hervir en abril de 1933. Ya sabe, con la ocupación, el 5 de ese mes, de la Casa de la Vall por un grupo de "jóvenes" que reclamaban, para empezar, la instauración del sufragio universal -masculino, por supuesto- la publicidad de las sesiones del Consell General y la modernización de la administración; fue también el año de las dos huelgas convocadas por los obreros de Fhasa, algo jamás visto por aquí, y la consiguiente movilización del somatén, y la primera intervención de los gendarmes de Baulard, que aterrizaron en este rincón de Pirineo el 18 de agosto y se quedaron hasta el 9 de octubre, una vez elegido el nuevo (y más dócil) Consell, y restablecido aparentemente el orden.

Todo esto nos lo habían contado con cierta prolijidad Antoni Morell (52 dies d'ocupació?) y Arnau González i Vilalta (La cruïlla andorrana de 1933), y parecía por lo tanto que el tema estaba finiquitado. Pues nos equivocábamos, porque Gerhard Lang, el historiador y grafómano alemán que ha buceado en los pontificados de los cuatro primeros obispos de Urgel del siglo XX - Riu, Laguarda, Benlloch y Guitart-, que ha investigado los intentos (frustrados) de Friedrich Weilenmann por establecer unos correos andorranos, además de la figura proteica de nuestro gran Borís, desarrolla una interpretación alternativa de los hechos que tuvieron lugar en ese año crucial en Andorra, 1920-1940, nuevo tocho que busca editor y que aporta una perspectiva inédita, por no decir revolucionaria, a los acontecimientos de 1933.

Por resumir: Lang sostiene que los síndicos del momento, Roc Pallarès -el del telegrama a Roosevelt- y Agustí Coma, tenían un plan más o menos secreto, una -ejem- agenda oculta para prescindir de los Copríncipes y proclamar la república, "siguiendo un modelo similar al español", y que contaba para esta aventura pintoresca y de resultado tirando a incierto "con el apoyo de la mayoría del Consell General". Lo argumenta a partir de la interpretación de la documentación ya conocida  conservada en los archivos diplomáticos de Nantes y en los de los Pirineos Orientales, en Perpiñán, así como en el vaciado de la prensa madrileña de la época -"Sigue con mucho detalle los acontecimientos de esos meses decisivos, y Vilalta la pasa por alto"- con aportaciones personales como el proyecto de Constitución redactado por el mismo Weilenmann, inspirado en el modelo suizo y tan avanzada que el Consell difícilmente la hubiera aprobado, sospecha.

El trabajo de zapa estaba "muy avanzado" del lado de la Mitra: dice Lang que hacía tiempo que el obispo Guitart había dejado de ser el interlocutor del Consell, que despachaba directamente con las autoridades republicanas; del lado francés las cosas era algo más peliagudas, pero en este sentido iba la contumaz negativa de reconocer la autoridad de Joseph Carbonell, el veguer adjunto, una figura inventada en 1932 para vigilar á Charles Romeu -especula Ludmilla Lacueva, biógrafa del veguer; la sibilina asunción de competencias ajenas, como el mando de facto de la policía -cuenta Lang que el encargo de una partida de armas a Bilbao por parte del Consell enardeció al veguer francés, de quien dependían las fuerzas del orden, y que hubo repetidos intentos de prescindir de Paul Larrieu, viejo amigo nuestro que desde 1932 se encargaba de la instrucción de los agentes locales: diez años después, seguía al pie del cañón-, y la reforma de la ley electoral para que pudieran votar todos los hombres mayores de 25 años -y no sólo los caps de casa, como hasta entonces.

Pallarés, síndico y oportunista
Esta última constituía, de hecho, una de las reivindicaciones de los amotinados de abril -aunque ellos, en realidad, pretendían rebajar la edad del voto a los 21 años y, atención, no tenían ninguna intención de romper amarras con respecto a los Copríncipes- y Pallarés la asumió de forma "oportunista". Y este "oportunista" es el adjetivo que, dice, mejor le sienta al síndico, "un individuo que sólo buscaba su propia supervivencia política y que por esto mismo, y si era postulando la independencia, adelante; en cierta manera, me recuerda a Artur Mas": "Tres días después de la ocupación de la Casa de la Vall se convoca una Asamblea Magna en que "tras un orden del día transido de minucias administrativas se intuye la decidida voluntad de prescindir de los Copríncipes". Cuando el Tribunal de Corts los destituye en bloque, el 10 de junio, síndicos y consellers ignoran la resolución y siguen ejerciendo sus funciones, hacen suyas las reivindicaciones de los revolucionarios, y el 27 de julio, dos días antes de ser desposeídos de sus cargos, les pasan la patata caliente a los comuns, solicitándoles que se pronuncien sobre la ruptura institucional: unos, como la capital, se oponen; otros, como Canillo, asienten, y también los hay que guardan silencio: "El caso es que el 29 de julio se impone el criterio de los consellers destituidos, un criterio que para muchos equivalía a una declaración de independencia respecto de los Copríncipes".

En este contexto, la llegada de Baulard como comisario extraordinario al frente de sus guardias móviles se antoja providencial, aunque lo cierto es que hacer entrar en razón al destituido Consell General era sólo una de sus misiones. De las elecciones del 31 de agosto, convocadas por los Copríncipes, emergió un nuevo Consell con el síndico Pere Torres al frente: "No era la opción preferida por los Copríncipes, que hubieran optado por Cairat, pero Torres, por lo visto, tampoco era tan refractario a su autoridad como lo había sido Pallarès. Un hombre, este último, que solo aspiraba a "perpetuarse en el poder", y que por esta misma razón abrazó con el entusiasmo del neófito la causa de la independencia: "De hecho, pretendía que el cargo de síndico fuera vitalicio, y que los consellers se eligieran por dos mandatos -12 años en total- según un proyecto inédito que he localizado en en el alamanaque Gotha".

Lang especula, en fin, que de haber planteado abiertamente sus intenciones rupturistas, el pueblo -que había encajado muy mal la destitución unilateral del Consell decretada por el Tribunal de Corts, "no lo hubieran seguido porque entendían que hubiera sido un suicidio". Y concluye que si los franceses "no hubieran intervenido, habría ganado la lista independentista". Sin Pallarès, por cierto, inhabilitado como todo el Consell destituido a un año alejado de la vida pública: "En mi opinión, todo esto estuvo en un auténtico tris de que ocurriera". Sensacional, ¿no? Pues bien pronto, más. En Andorra, 1920-1940.

[Este artículo se publicó el 30 de septiembre de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

jueves, 24 de septiembre de 2015

11 de octubre de 1937: la gran evasión (El otro éxodo de la Guerra Civil, 3)

Reconstruimos la peripecia de una expedición de 380 fugitivos de la España republicana que fue interceptada y tiroteada en el trayecto de la Seo de Urgel a Andorra por un pelotón de carabineros a partir del relato de uno de los evadidos conservado en el Archivo Nacional; dos centenares de los fugitivos de este enorme grupo fueron capturados, incluidas "dos señoritas", como él mismo dice.



Las tres páginas de que consta el informe del superviviente de la expedición del 11 de octubre de 1937; la copia fue remitida por la Secretaría General de Franco con fecha del 12 de noviembre del mismo año, y estaba destinada al "gabinete diplomático". Fotografía: Fondo del Ministerio de Asuntos Exteriores / Archivo Nacional de Andorra.
El cadáver de Pere Isern Arnau, recuperado el 31 de octubre de 1938 al pie del monte Claror. Según el médico que asistió al levantamiento del cadáver, practicado en la Borda del Tosal aunque el cuerpo se localizó algo más arriba, fue "un ataque de asistolia a consecuencia del frío y del agotamiento". Sus compañeros de huida rescataron sus restos al día siguiente del fallecimiento. El hecho de que su hermano, Joan, residiera ya en Andorra, explica la rara expectación que generó el funeral de Isern, que fue enterrado en el cementerio de Escaldes. Fotografías: Fondo Casal i Vall / Archivo Nacional de Andorra..

Lo decía el historiador Ferran Sánchez Agustí  días atrás a cuenta de su último tocho, La Guerra Civil al Montsec, donde repasa la evasión desde Cataluña y a través de rutas andorranas de elementos desafectos a la República, simpatizantes del bando nacional, políticos conservadores, religiosos, profesionales, desertores: los grupos que circulaban por la frontera entre 1936 y 1939 podían ser muy numerosos. Hasta de un centenar de fugitivos. Pero las expediciones mucho más modestas -uno, dos, quizás media docena de evadidos- que iba a ser lo habitual en este rincón de Pirineo durante la II Guerra Mundial hacían que la afirmación de Agustí pareciera francamente audaz: imagine el lector un centenar de fugitivos, una pequeña multitud, intentando esquivar la vigilancia de los carabineros.

Pues resulta que Agustí de quedaba corto. Cortísimo, porque el Archivo Nacional conserva un sensacional y hasta ahora inédito documento procedente de los fondos del Ministerio de Asuntos Exteriores español con el relato de la que sin duda fue la gran evasión de la Guerra Civil: 380 personas, según el testimonio literal de uno de los que lo lograron, que la madrugada del 11 de octubre de 1937 intentaban entrar en Andorra viniendo de la Seo, entre Arcavell i Juberri: ¡380! Estaba cantado que los carabineros -que por otra parte conocían muy probablemente el itinerario de la expedición- los iban a pillar. Y así fue. El resultado fue demoledor: tan solo entre 115 y 130 de los fugitivos consiguieron el objetivo de entrar en Andorra, incluidos dos heridos de bala que fueron trasladados al hospital de Pamies, en Francia. El resto fueron detenidos. También "dos señoritas" que formaban parte del grupo.

Cuenta nuestro hombre, en un documento de la Oficina de Información de la Secretaría General de Franco fechado el 12 de noviembre de 1937, que nada más entrar en territorio andorrano "fueron sorprendidos por numerosos disparos, hechos de frente y dentro de dicho territorio". Algunos lo volvieron a intentar unos centenares de metros más allá, cruzando el río Runer. Pero los resultados fueron igualmente pésimos: "Los carabineros situados junto al cauce de este pequeño riachuelo hostilizaban a todos los que no quedaban bien ocultos detrás de las piedras o matas, al tiempo que otros [carabineros] pasaban la línea divisoria deteniendo a los que más cerca del cauce se encontraban". La perfidia de los carabineros no concluye aquí porque -aquí nuestro superviviente habla de oídas, según lo que le ha contado otro fugitivo- un numerosísimo grupo de evadidos, dice que cerca de dos centenares, que había regresado a la carretera se encontró con el rótulo indicador de la frontera cambiado de sentido, de manera que "como los carabineros salían de la zona indicada Andorra [los fugitivos] retrocedieron, y perseguidos a tiros fueron detenidos casi todos ellos"

Baulard, ay, bajo sospecha
Él fue más hábil, o simplemente tuvo más suerte, y cruzó la frontera sin novedad. Primero, Juberri, y de aquí, inmediatamente a Sant Julià para ir a comisaría e informar a los gendarmes que desde agosto de 1936 se encargaban de mantener el orden público (y de paso, la neutralidad: ¿o era al revés?). Pero se llevó una sorpresa mayúscula: para mobilizarse, los gendarmes debían esperar al coronel Baulard, en funciones d comisario especial, pero el hombre se lo debió tomar con calma porque no compareció hasta al cabo de "algunas horas", y despachó inicialmente el incidente con una frase lapidaria: "Me contestó que no tenía por qué arriesgar la vida de un solo gendarme, causando esta frase comentarios muy poco favorables entre los numerosos vecinos, que no se recataban en censurar la actitud poco en consonancia con el fin que tenía la gendarmería en dicho territorio".

No fue hasta dos días después que Baulard -siempre según nuestro hombre, que lo rebautiza como Baulary- decide al fin visitar el campo de batalla. Un poco más y le pasa como a Cómodo en Germania, a quien su padre, cuando llega por fin  su lado y se le lamenta de no haber llegado a tiempo de luchar en la batalla, le suelta como un latigazo:  "No te has perdido la batalla; te has perdido la guerra". En fin, que Baulard se hace acompañar por dos de sus gendarmes "con su uniforme y armamento"; por el veguer episcopal, Jaume Sansa, por el juez, por el notario y por el alcalde de Juberri. En el lugar de los hechos, un centenar de metros dentro del territorio andorrano, "se recogieron paquetes de ropa, mantas y objetos diversos ante los cuales era innegable haber existido bastantes personas en aquellos lugares". Al regresar a Sant Julià, "unos disparos hechos por los carabineros rojos nos obligaron a colocarnos detrás de las rocas, mientras los dos gendarmes asomaban sus kepis sobre el final de sus fusiles y gritaban: '¡Franceses, franceses!'" Actitud, la verdad, no muy gallarda. De todo lo acontecido levantó acta el notario, que para eso le habían enrolado en la excursión, así que debe quedar  rastro en los fondos notariales que se conservan en el Archivo. Al día siguiente le autorizan a abandonar el país y seguir su periplo, se supone, hasta la España nacional, y el relato concluye con unas comprometedoras apreciaciones sobre las autoridades locales.

Baulard es con diferencia el que sale peor parado, y nótese el retintín con el que lo describe: "Impecable en su uniforme, ceremonioso y muy correcto, o es marxista o al menos un cumplidor intachable del Frente Popular; de haber atendido mi reclamación se hubieran podido salvar más de 300 individuos" -aunque si dice que eran 380 y que unos 130 lograron llegar a Andorra, las cuentas no acaban de cuadrar. No es mucho mejor la opinión que le merece el veguer Sansa, de quien dice que "si ejerció presión sobre el coronel, fue demasiado tarde", le acusa de "olvidar en parte al menos sus deberes de español" al anteponer su función como representante del Copríncipe a la ayuda sus paisanos huidos, y aunque no cree que sea "simpatizante marxista", zanja la cuestión con rotundidad: "En momentos de dificultad le viene grande su cargo". Todo lo contrario del resto de las autoridades, que se portaron "estupendamente", empezando por el notario de Sant Julià, verdadero adicto al Movimiento, sin complicaciones ni trabas", y terminando por los vecinos del pueblo, "muy adepto a la España nacional".

[Este artículo se publicó el 24 de septiembre de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

sábado, 19 de septiembre de 2015

Peter Smith: el Tom Clancy del Serrat

Ha publicado dos decenas de novelas desde que debutó en 2004, y en este tiempo ha colocado un cuarto de millón de ejemplares; sus series más vendidas las protagonizan Paul Richter, agente secreto que trabaja para el Foreign Operations Executive, y el policía londinense Chris Bronson, especializado en el thriller arqueológico. También ha tocado la novela gótica -los británicos, siempre con sus fantasmas a cuestas-, la biografía y la crónica militar, con especial atención a la II Guerra Mundial. Y todo esto, desde su humilde refugio del Serrat, en Ordino (Andorra), y oculta su identidad bajo media docena de seudónimos.

Peter Smith, en la librería la Puça de Andorra la Vella. Dice el padre de Paul Richter i de Chris Bronson que un escritor solo se puede permitir el lujo de mantener el Smith como nombre de letras si le antecede un Wilbur, "pero no si te llamas Peter". Así que firma como James Barrington, James Becker y como Max Adams. No es casualidad que la primera letra del apellido sea siempre una a o una b: es una estrategia editorial para que sus libros aparezcan en los primeros anaqueles de las librerías. Fotografía: Máximus.

Jamás sabremos lo que habría opinado Ken Charney sobre la guerra de las Malvinas. Retrocedamos hasta abril de 1982, con la ocupación del remoto e inhóspito archipiélago del Atlántico Sur por la Junta Militar argentina, y la inmediata respuesta de Margaret Thatcher, con el envío de una fuerza expedicionaria que en poco más de dos meses reconquistó aquellos dos pedazos de tierra. Charney, ya saben, murió en junio de 1982, mientras el país donde nació y el país por el que combatió durante la II Guerra Mundial se dedicaban a guerrear el uno contra el otro. Por un montón de pedruscos y unos cuantos miles de ovejas. ¿O fue pr el petróleo?

En fin. Lo que sí conocemos es lo que opina Peter Smith (Cambridge, 1947). Y sabe de lo que habla porque en aquella época ejercía como controlador aéreo militar a bordo del HMS Illustrious, uno de los tres portaaviones que Su Graciosa Majestad despachó a la otra punta del mundo para poner firmes a la Argentina de Galtieri. Su campaña duró tres meses; su trabajo consistía en traer a casa -es decir, a la cubierta del Illustrious- a los Harrier que controlaban el espacio aéreo de las Malvinas y alrededores en los convulsos y confusos días de la, ejem, inmediata postguerra. De esta peripecia bélica dejó constancia en Falklands: voyage to war, y tres décadas después nuestro Smith todavía no lo tiene del todo claro: "El reto logístico de transportar hombres y pertrechos a 12.500 kilómetros era descomunal. Ten en cuenta que para que uno de nuestros bombarderos Vulcan de largo alcance lanzara dos bombas sobre la pista del aeropuerto de Port Stanley, la capital de las Malvinas, había que mobilizar una veintena de aviones cisterna que lo abastecían en vuelo. Lo conseguimos, pero lo cierto es que tuvimos suerte".

Suerte. Quizás sí, aunque lo sensato era (y sigue siendo) apostar por la Royal Navy aunque sus días de gloria sean ya más cosa del pasado que del futuro. En fin. La pregunta es: ¿valió la pena? El caso es que el gobierno Thatcher no podía consentir que le fuera arrebatado por la fuerza un pedazo de territorio británico: "Este era el planteamiento oficial, y se resolvió satisfactoriamente. Pero el precio que hubo que pagar por devolver las Malvinas a la soberanía británica fue altísimo: 650 muertos por parte argentina; 250, por la nuestra. Y eso, por no hablar de los costes económicos de la guerra."

Si volvemos hoy sobre este asunto no es sólo es porque no cada día tiene uno la oportunidad de compartir una copa de Jameson con un expiloto de helicópteros de la Royal Navy, sino también y sobre todo porque tras la muy anglosajona biografía de Smith -que en 1994, al año siguiente de licenciarse con el grado de lieutenant commander, qué envidia, se instaló en nuestro rinconcito de Pirineo: hoy vive en el Serrat- se esconde el que es sin duda el indiscutible best seller de la literatura concebida por aquí arriba. Y encima, en inglés.

Cifras astronómicas
Por si había dudas: desde que debutó, en 2004 y con lo que el denomina su primer "thriller global", Overkill, ha publicado dos decenas de novelas y una docena más de títulos de "no ficción": 250.000 ejemplares vendidos, libro arriba, libro abajo. En otras palabras: en los últimos diez años, este anglosajón alto, discreto y grafómano ha colocado una media de 70 ejemplares diarios. Uno a uno. Y en editoriales de primerísima fila internacional: Macmillan, Penguin, Simon & Schuster y por ahí. A ver quién es el guapo que le tose.

La mayor parte de su obra de ficción se reparte en dos series: la primera, protagonizada por Paul Richter, agente adscrito a un ficticio Foreign Operations Executive que firma con el seudónimo de James Barrington -atención a los títulos: Pandemic, Timebomb, Payback y Manhunt, además de Overkill, que no engañan a nadie sobre su vocación de best seller; la segunda, media docena más de novelas, estas con el nombre de letra de James Becker y con otro personaje con madera de héroe de blockbuster: Chris Bronson, detective de Scotland Yard y prota de un racimo de títulos que dan una idea -o muchas, vaya- del territorio literario que pisa: The First Apostle, The Moss Stone, The Messiah Secret, The Lost Testament, The Templar Heresy... No concluye aquí la cosa, y Smith también ha abrevado en las fuentes literarias de la II Guerra Mundial: de nuevo bajo seudónimo, Max Adams, y con un par de títulos en el tintero: To Do or Die, Right and Glory. Y para acabar de lustrar su bibliografía, incluso se ha atrevido con dos de los temas mayores de la literatura conspiranoica: The Titanic Secret, sobre lo que ustedes y un servidor se temen, y The Ripper Secret, nueva incursión sobre la carrera de Jack el Destripador. Búsquenlo aquí como Jack Steel. 

Las tramas, espcialmente cuando se pone en el pellejo de Richter, los saca de su experiencia en operaciones encubiertas de la Navy; porque parecerá mentira, pero nuestro hombre también anduvo liado en esas cosas. No puede hablar abiertamente de ello, porque su boca sigue atada por la ley de secretos oficiales, pero en los 80, dice, participó en ciertas infiltraciones en el Yemen, y en otras relacionadas con la extinta URSS, entonces todavía el archienemigo. Experiencia que dota a sus ficciones, intuye, de un aura de verosimilitud que combina con episodios históricos, como los maletines nucleares que la misma URSS se dice que extravió en los años 70 y que en Overkill van a parar a las manos de una célula de terroristas islamistas; o el caso del Richard Montgomery, liberty ship que en 1944 fue a embarrancar en el estuario del Támesis con su carga de proyectiles de artillería a bordo: allí continúa, esperando que un comando terrorista lo convierta en una formidable bomba con capacidad, advierte nuestro hombre, de arrasar Londres.: pues este es el punto de partida de Timebomb.

¿Les recuerda quizás a Forsyth, o a Clancy, o a Wilbur Smith? Mejor, porque este es precisamente su negociado. En fin, que Smith es un pozo sin fondo, porque todavía no hemos tocado su faceta como biógrafo -de John Browning, el tipo que inventó el BAR, el fusil automático más célebre de la II Guerra Mundial- ni de su  lado fantástico (Sanctuary), ni del polemista algo visionario capaz de levantar una teoría alternativa para la desaparición del vuelo MH370 de Malaysia Airlines, que es lo que hace en By Accident or Design. Y todo esto, un tipo llamado Smith. 

The Increment, con licencia para matar
Con la autoridad del veterano de misiones encubiertas de la Navy que es, Smith se hace eco de una de las leyendas que envuelven los servicios secretos británicos: The Increment, nombre con que se conoce a los exmilitares que -cuenta- las agencias gubernamentales contratan para una operación en la que no quieren verse involucrados, y en la que negarán haber tomado parte si la cosa se tuerce. The Increment, nombre con que por lo visto se conoce a este servicio, no es ni una agencia, ni un departamento ni tiene una sede física ni un director al que pedir cuentas. Oficialmente, no existe. Es un concepto. El concepto en que se inspira el Foreign Operations Executive para el que trabaja Richter y que como Bond, James Bond, tiene licencia para matar. Y lo hace.

[Este artículo se publicó el 24 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]


El otro éxodo de la Guerra Civil (2)

El historiador Jordi Rubió publica L'èxode català de 1936, la primera monografía consagrada a los fugitivos que huyeron a través de los Pirineos durante la conflagración.


Guardias franceses a las órdenes del coronel Baulard atienden en Sant Julià de Lòria a un refugiado aparentemente enfermo (arriba); sobre estas líneas, la chenille, ambulancia semioruga -¡como los half track de La Nueve!- que el destacamento sanitario francés utilizaba para rescatar a los fugitivos heridos en la montaña. Fotografías: Archivos departamentales de los Pirineos Orientales. 

Se lamentaba días atrás el historiador Ferran Sánchez Agustí del desinterés académico por los fugitivos de la zona republicana que durante la Guerra Civil se evadieron por los Pirineos, en una especie de ensayo general -pero en sentido inverso- de lo que iba a ocurrir a partir de 1942 con las redes de evasión aliadas. Antes lo hubiéramos dicho, porque precisamente esta semana llega a las librerías L'èxode català de 1936 a través dels Pirineus (Gregal), la primera monografía consagrada a un episodio que hasta ahora solo se había tocado de forma tangencial. El volumen parte de la tesis doctoral del autor, el historiador gerundense Jordi Rubió (Olot, 1983), constituye algo así como la precuela de Las montañas de la libertad, la biblia de Josep Calvet sobre la evasión pirenaica en la II Guerra Mundial, y el complemento ideal a Andorra durant la Guerra Civil espanyola, de nuestra Amparo Soriano. 

Vaya por delante que Rubió presta especial, muy especial atención -y aquí radica la novedad- en los fugitivos de la Cataluña bajo control -más o menos, sobre todo en los primeros meses- de la Generalitat, lo que él mismo denomina "el primer éxodo de la Guerra Civil" y que hay que distinguir -porque no tienen nada que ver- con el éxodo por antonomasia, el republicano de 1939, por otro lado profusamente estudiado. Es decir, añade, militares y políticos catalanes comprometidos con el golpe de estado obligados a huir tras el fracaso del Alzamiento en Cataluña, pero también eclesiásticos -sobre todo en los primeros meses- y después comerciantes y pequeños empresarios, profesionales y propietarios, desertores del ejército republicano e insumisos -hay que tener en cuenta, advierte, que el ejército republicano se nutrió inicialmente de milicianos, y que las quintas no empezaron a ser movilizadas hasta mediados de 1937. Incluso políticos afectos al régimen legítimo y altos cargos de la misma Generalitat. Dicho esto, advierte el autor de la escasa, por no decir nula homogeneidad ideológica de este éxodo, unido tan solo -y como mucho- por "un único componente transversal": las convicciones católicas.Y entre los movimientos más o menos masivos de refugiados registrados en los dos últimos siglos a través de los Pirineos -desde los exiliados de las guerras carlistas hasta las redes de evasión aliadas en la II Guerra Mundial, pasando por el exilio por excelencia, que es el de la España republicana en febrero de 1939, Rubió opina que el más semejante al que nos ocupa es el de los insumisos y desertores franceses de la I Guerra Mundial, otro capítulo prácticamente desconocido del que pronto nos ocuparemos.

Pero pongámosle de una vez cifras: Agustí consideraba recientemente -y a cuenta de la reciente publicación de La Guerra Civil al Montsec- que cerca de 30.000 personas huyeron por los Pirineos de la España republicana; Rubió, por su parte, ha contabilizado 15.000 en los archivos franceses, de los que entre 9.000 y 10.000 con nombre y apellidos. Esta es la cantidad "mínima" de evadidos, dice. "Quizás la podríamos doblar con los que no constan en los archivos, que no son exhaustivos, y si añadiéramos los evadidos que huyeron en tren o por vía marítima, más los de otras zonas de España que pasaron por los Pirineos catalanes, no resultaría exagerado hablar de unos 50.000 fugitivos".

Un éxodo con todas las de la ley en que Andorra jugó -como lo haría en la II Guerra Mundial- "un papel importantísimo", tanto por el volumen de evadidos que huyó por aquí -a finales de agosto de 1936 cuenta 2.000 refugiados, para una población que a duras penas llegaba a las 6.000 almas; en septiembre había un centenar de religiosos, y en abril de 1938, 1.200 hombres en edad militar, entre los 18 y los 45 años- como por la ayuda que les prestó el destacamento a las órdenes del comisario Baulard, con sus tres compañías de guardias móviles -en total, 140 hombres- que llegaron el 27 de septiembre de 1936, a los que hay que añadir los "bomberos" del 28º Génie de Montpellier y una unidad sanitaria al mando del teniente médico Bertrezene que, entre otros cometidos, vacunaba sistemáticamente a los refugiados y les prestaba primeros auxilios muy necesarios, porque los fugitivos podían llegar con los pies destrozados a causa del periplo -cinco noches al raso no eran raras, antes de llegar a Andorra-, especialmente en invierno. Baulard disponía incluso de la chenaille de aquí arriba, una especie de ambulancia todo terreno equipada con orugas para operar en la montaña y rescatar a los fugitivos atrapados en la nieve. Más datos: según un informe del comité de Londres, encargado de controlar las fronteras terrestres y marítimas de España, el mayor flujo de refugiados que pasaban a Francia desde Andorra se registró entre el 24 y el 29 de junio de 1937, con 144 evadidos: de ellos, el 85% opta por ser repatriado por Hendaya e Irún; el resto, por el internamiento en campos de refugiados -casernas abandonadas, escuelas- como el que habilitado en Montauban.

Agentes franquistas: una lista
Más allá de los casos bien conocidos del obispo Guitart -que se refugió en Andorra a finales de julio de 1936- y de san Josemaría -en diciembre del año siguiente- el autor pone como ejemplo paradigmático del fugitivo por tierra andorrana a Josep Gassiot, profesor barcelonés que, dice, se sintió intimidado por la FAI. Con motivo, porque el hombre ya había tenido que largarse el curso anterior a Almería, nada menos, para evitar el acoso anarquista -se incautaron de su casa- y al regresar le faltó tiempo para darse cuenta de que corría peligro: contactó con una red de evasión que, cuenta Rubió, operaba desde el mismo Gobierno Militar de Barcelona -¿quintacolumnistas o vulgares oportunistas?- y abonó por el billete 2.000 pesetas en billetes de serie anteriores a la guerra. El periplo de Gassiot arranca el 20 de octubre de 1937: la primera etapa, en tren hasta Manresa; desde aquí tenía que llegar por sus propios medios hasta Puig-reig, donde le espera el guía, un pasador que aprovechaba la excursión para llevar a Andorra y de contrabando, claro, una saca llena de monedas de plata: "El grupo era recibido al anochecer en masías que tenían un tentempié a punto, incluso una cueva en las proximidades para descansar". El 24 de octubre llegan finalmente a Sant Julià, y Gassiot obtiene a través de los enlaces del gobierno franquista sobre el terreno "una habitación de hotel, alimentos e incluso calzado". Y todo, a cuenta del Alzamiento.

Rubió pone nombre y apellidos a estos elementos que operaban, dice, como "red de reclutamiento" en suelo andorrano, y que expedía a los fugitivos de la zona republicana en autobús, directamente hasta Irún, o bien en tren, caso este en que acompañaban a los evadidos hasta la estación de Hospitalet -la primera localidad francesa tras dejar atrás la frontera andorrana- donde eran empaquetados hacia Hendaya bajo estricta vigilancia -había que evitar la tentación de que los fugitivos prefirieran quedarse en territorio francés como refugiados. Para el coronel Baulard, dice el autor, estos elementos franquistas no eran sino "oragnizaciones humanitarias" que se limitaban a ayudar a los refugiados.

A lo que íbamos: según Rubió, Francesc Carrera es "el principal organizador del espionaje franquista en Andorra", con la ayuda de otras dos figuras prominentes -Santiago Roca y Joan Prat- y una serie de hombres a los que considera "agentes secretos": Camilo Cases, Josep Carrera, Enric Blasi y un tal Gallimó. Pero una de las sorpresas más inquietantes del libro -bueno, sorpresa relativa, porque Estat Catalá siempre actuó en el filo de la navaja- es el papel de este partido -recordemos que nuestro Esteve Albert fue un activísimo militante- tuvo en el negocio de las redes de evasión: según el autor, Estat Catalá organizó un eficaz servicio de evasión que cruzaba Andorra -viniendo de la Vall Farrera, concretamente- "con un objetivo muy claro: recaudar fondos para el partido". Y quienes mantenían esta ruta abierta eran el mismo Albert, Domènec Gironès y Joan Bachs. Un sucio asunto que linda sospechosamente con la pura extorsión. Visto lo cual, casi parece un caso de justicia de poética el hecho que políticos republicanos de una pieza como Josep Coll y Francesc Pelegrí, fundadores del POUM cruzaran por Andorra en enero de 1938, huyendo de posibles represalias. No fueron los primeros: se dice que tras los Fets de Maig de 1937 -con el preludio pirenaico de abril, con el Cojo de Málaga, Viadiu y demás- hasta un centenar de los anarquistas que hasta entonces habían impuesto su ley en la Seo y Puigcerdà se evadieron también por Andorra. Ya se sabe: la revolución, que tiene la mala costumbre de devorar a sus hijos.

L'èxode català de 1936 escudriña también las fuerzas, esencialmente carabineros, encargadas de controlar la frontera, y documenta varios encontronazos con grupos de fugitivos. Sabíamos por Agustí que hubo muertos -recordemos tan solo los cinco hombres que fueron capturados el 5 de marzo de 1938 al pie del Bony dels Tres Culs, entre Civís y Os, y por lo tanto a "palmo y medio de la frontera", y fusilados in situ. Él mismo sostiene que el celo de los carabineros -los llamados 100.000 hijos de Negrín, afectos al PSOE y sospechosos de enchufismo, añade Rubió- tenía un precio, y que, sobre todo cuando ser acercaba el final de la contienda, no era raro que miraran hacia otro lado. Ya en lo primeros de la Guerra Civil, con la zona de frontera controlada todavía por las patrullas anarquistas, da cuenta de la persecución de desertores en territorio andorrano, "dándose el caso de perseguidos que fueron detenidos, incluso abatidos en suelo andorrano por las milicias antifascistas". El historiador Francesc Badia -último veguer episcopal: lo fue hasta la promulgación de la Constitución andorrana, en 1993, y biógrafo del obispo Guitart- recuerda el secuestro a manos de una patrulla anarquista de dos chicas evadidas, perpetrado en septiembre de 1936. Pero la palma se la lleva la frustrada evasión masiva -343 fugitivos- que tuvo lugar a principios de octubre de 1937, que terminó con el grupo tiroteado, dispersado y parcialmente apresado en la misma frontera. Un episodio del que ha quedado rastro en los archivos del ministerio de Exteriores y del que bien pronto daremos noticia.

También merece extensa atención el papel de Francia en la acogida de refugiados: la mano tendida con la que los recibió en los primeros meses de la contienda mutó a partir del otoño de 1937, con el cambio de gobierno, en orden de expulsión, de manera que los evadidos -con la excepción de enfermos, heridos, mujeres, ancianos y niños, y aun así, no de forma automática- se veían en la disyuntiva de continuar el peregrinaje hasta la España nacional, a través de Irún, o regresar al punto de partida, por el paso de Portbou. Obviamente, dice Rubió, el 90% decidió unirse a los sublevados -"Volver les hubiese costado muy probablemente la vida"- aunque hay que añadir que hasta entonces las condiciones en que fueron atendidos no tuvieron nada que ver con lo que al finalizar la guerra se encontrarían los exiliados republicanos. No hubo en este caso un Argelès, un Barcarès ni un Saint Cyprien. En fin, que luz, más luz, se dice que fueron las últimas palabras de Goethe antes de expirar; pues esto es exactamente lo que hace este libro imprescindible: aportar algo de luz, más luz, a un episodio hasta ahora oscuro como una noche sin luna. No se lo pierdan.

[Este artículo es una versión ampliada del publicado el 9 de septiembre de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]


viernes, 4 de septiembre de 2015

El otro éxodo de la Guerra Civil

El historiador Ferran Sánchez Agustí, autor de Maquis y Pirineos, Espías, contrabando, maquis y evasión, El maquis anarquista y La Guerra Civil al Montsec, calcula en 25.000 el número de fugitivos que cruzaron el Pirineo oriental en dirección norte entre 1936 y 1939.

Tropas franquistas en la aduana hispanoandorrana de la Farga de Moles: el 6 de febrero de 1939 una columna de requetés al mando del capitán Aguirre se entrevistó en la frontera con el síndico Cairat y el coronel Baulard. Foto: Fondo Casal i Mas / Archivo Nacional de Andorra.

21 de junio de 1937: Antonio Gabriel Golet (Ponts, Lérida, 1910-1974) pasa por el coll de la Baseta, a un tiro de piedra de Sant Joan de l'Erm, y emprende la última etapa de un periplo que había comenzado cuatro días antes en su localidad natal. A la expedición inicial, que integraban él y dos amigos de Ponts -Joan Tàpies y Miquel Esteve- se le habían ido añadiendo fugitivos, y al llegar a Bixessarri, la madrugada del 27 de junio, ya eran una veintena. Cuando se vieron en Andorra, liberaron la tensión de las últimas jornadas: "Hubo una explosión de alegría y entusiasmo para no ser descrita. Encendimos una hoguera y empezamos a cantar y a chillar. Bueno, ¡la Caraba!"

Una vez en Bixessari se zamparon un plato de sopa y unas sobras de conejo -el festín les salió por 10 pesetas, una pequeña fortuna en aquel momento; en Sant Julià de Lòria visitaron a Francisco Mallol, convecino de Ponts que les había precedido, son interrogados por los gendarmes de Baulard y vacunados contra la viruela; al día siguiente los encontramos en el Café Burgos de Escaldes, "embajada oficiosa de la España rebelde, auditorio público de las emisiones fascistas de Radio Jaca y Radio Sevilla, nido de evadidos que gestionaban los papeles para llegar a la zona franquista", y el 25 de junio, después de tramitar el pasaporte a través de Manuel Cerqueda, "de facto cónsul de Franco en cualidad de Delegado de Repatriación del Estado español en Andorra", suben de madrugada al autobús que les ha de conducir hasta Fuenterrabía, en la zona del País Vasco controlada por los rebeldes, tras un periplo que pasa por el Pas de la Casa, Ax, Foix, Tarascón, Tarbes, Saint Girons, Pau y Bayona: 20 horas de viaje. Añadamos que una vez alcanzada la zona nacional, nuestro Golet se enrola en el 12º regimiento de artillería ligera, con el que hará lo que queda de guerra, hasta la entrada en Barcelona, el 26 de enero de 1939.

Golet es, en fin, uno de los 25.000 fugitivos que durante la Guerra Civil cruzaron los Pirineos huyendo de la zona controlada por la República. Estos son, claro, los cálculos de Ferran Sánchez Agustí (Sallent, Barcelona, 1951), prolífico historiador especializado en la Guerra Civil, el maquis y la II Guerra Mundial en los Pirineos catalanes, que vuelve ahora a la carga con La Guerra Civil en el Montsec (Pagès). Sostiene Agustí que, por el volumen total, el tráfico de refugiados en dirección norte entre 1936 y 1939 no queda demasiado lejos de las cifras de fugitivos que entre 1942 y 1945 siguieron la ruta inversa huyendo de los alemanes: "Calvet y Eychenne cifran este segundo éxodo en unos 100.000 personas, una cantidad que a mí siempre me ha parecido demasiado elevada; creo que la mitad, unos 50.000, sería un cálculo más realista".

Se trata en cualquier caso de sumas hipotéticas obtenidas de forma indirecta -enseguida lo veremos- porque no existe ningún tipo de registro ni nada que se le parezca. Pero lo más sorprendente de todo es el silencio mineral que, a pesar del volumen y del relativo boom de monografías sobre la epopeya de los pasadores de estos últimos años, envuelve todavía hoy este movimiento masivo de fugitivos que se registró durante la Guerra Civil. Agustí, que siempre se ha movido por los márgenes de la academia, lo tiene claro: "A la historiografía oficial sólo le interesa la represión franquista, así que se ha olvidado de episodios como éste, de los asesinatos cometidos durante los primeros meses de la guerra, o de los campos de concentración que proliferaron en Cataluña, un tema éste, por cierto, que solo ha tocado Francesc Badia (Els camps de treball a Catalunya durant la Guerra Civil)".

Bentanachs, el hombre récord
Hablar de los evadidos de la zona republicana no vende, y tampoco de los guías que los ayudaron a pasar al otro lado. Previo pago, claro. Pues precisamente esto es lo que se propone Agustí en este último libro. Con nombres y apellidos y con prolijidad casi exasperante. Golet y su grupo formaron parte, pues, de este más que considerable éxodo. Huían, dice, no necesariamente por afinidad política con los sublevados "sino sobre todo para evitar ir al frente", aunque este es como hemos visto el destino que le esperaba a Golet. Y los ayudaban los mismos contrabandistas, gentes de la frontera que cuatro años después se pondrían al servicio de las redes de pasadores aliadas. Al Goley y su grupo les tocó Antoni Cases, alias Ermengolet de Peracolls, natural de Sallent como Agustí, payés y por supuesto contrabandista, "que cobraba entre 40 y 80 duros de plata por barba, y que en el pantalón llevaba el pistolón y el rosario". Agustí hace números y especula que, hasta que fue abatido por los carabineros en Os de Civís, cerca de la frontera andorrana -"En aquella ocasión, el grupo que conducía era muy numeroso, casi un centenar de fugitivos, y la cantidad para comprar la complicidad de los agentes resultó insuficiente"- Ermengolet ayudó a cruzar la frontera a cerca de  medio millar de prófugos. Para que nos hagamos una idea: ¡casi el doble de los que habitualmente se atribuyen a Joaquim Baldrich, y siempre nos han parecido muchos!

Y eso que el tal Ermengolet no fue el más prolífico. Este título le corresponde a Jesús Betanachs (1907-1969), que tras la guerra habría de ser durante 23 años alcalde de Noves de Segre (Lérida). Pues bien: como tantos otros colegas, Bentanachs compaginó el contrabando con el paso de fugitivos, y hasta que él mismo pasó al lado franquista -temía ser detenido, y con razón- condujo a cerca de un millar de evadidos por rutas que a través de Valls d'Aguilar, Sant Joan de l'Erm y Sant Joan Fumat, por un lado, y Noves, la Parròquia d'Hortó, Aravell, Arduix y Mas d'Alins, por el otro, confluían en Sant Julià de Lòria, ya en Andorra.

Nuestro Ermengolet y Bentanachs pasaron ellos solos a millar y medio de personas. Si tenemos en cuenta que hubo muchos otros guías -y Agustí los repasa en el volumen: Josep Gasol, de Castilló de Tor; Senén Brufau, de Vilanova de Bellpuig; Miquel Plana, de Gósol; Jacint Batalla, de Llessui, y Josep Prat, de Guardiola de Berguedà, por citar sólo los que sabemos que operaban por Andorra- y que no era extraño que se formaran grupos con más de un centenar de fugitivos, la cifra total de 25.000 evadidos que da Agustí parece a falta de datos más concluyentes plausible. Y esto, sin tener en cuenta a los que dejaron el pellejo en el intento, que los hubo. Agustí, siempre puntilloso, detalla una veintena de casos, incluida la ejecución sumarísima en la misma frontera de la desventurada expedición que terminó dramáticamente el 5 de marzo de 1938: cinco hombres -los hermanos Antonio y Agustí Codina, de Hortoneda de la Conca, y Josep Estada, Antoni Batalla y Ramon Castejón, los tres de Vilanova de Meià- intentaban ganar Andorra con la ayuda del guía Joan Guitart, que los había recogido en Isona.

Todo iba bien; tan bien, que cuando descendían por el barranco de Llimois, camino de Bixessarri y por lo tanto a un palmo de llegar a tierra andorrana, fueron descubiertos por una partida de carabineros. Guitart escapó de milagro, pero sus clientes fueron abatidos "al pie del Bony dels Tres Culs, en el camino de Civís a Os". Los fusilaron sin contemplaciones en los cortals de Serbella. Los cuerpos fueron recuperados por Vicenç Baró y Joan Reig, vecinos de Os, y enterrados en el cementerio de esta localidad fronteriza. El mes anterior, cuenta Agustí, habían seguido esta misma ruta, y con éxito, Climent Durich, Joan Estrada y Josep Miranda, los tres de Vilanova de Meià. ¿Qué pasó con Gasol y su grupo? Especula Agustí que cuando se vieron a un tiro de piedra de Andorra alguno de ellos, presa del entusiasmo, disparó el arma en señal de desafío. "Quizás se dejaron llevar por la emoción y lanzaron gritos del estilo de '¡Azaña, hijo de puta! ¡Viva Franco!' La patrulla -da incluso los nombres: Modesto Montesinos, Felipe RodrígueZ, Jaime Peña y N. Román, del 31º Batallón- los descubrió, los arrestó y los fusiló in situ.

Algo raro ocurrió, sospecha, porque no era extraordinario -opina- que los carabineros hicieran la vista gorda, especialmente cuando mediaba un soborno. Hubo encontronazos y también muertos, como en este caso, pero porque fueron muchos los que pasaron, fácilmente llevaban armas, y -no hay que perderlo nunca de vista- los evadidos se jugaban la vida y no iban a dejarse prender con facilidad. De todas formas, concluye, no puede hablarse de una persecución implacable: más bien las capturas se producían cuando el intento de evasión era demasiado flagrante como para mirar hacia otro lado.

Hubo también entre los guías de la Guerra Civil alguna oveja negra. Agustí relata el caso de Esteve Corominas, apodado el Arnau o el Gavatx, natural de Gisclareny, en la comarca del Berguedà (Barcelona), que se enriqueció con el tráfico de personas, primero durante la Guerra Civil y después, con la II Guerra Mundial. En ambos casos, Andorra era estación de paso en la ruta de evasión. En fin, la Dirección General de Seguridad lo tenía fichado, y lo describe de forma algo pintoresca como "un soltero que ha trocado su humilde existencia por la de un verdadero ricachón con el dinero que le produjo el pasar a Francia a elementos nacionales durante el período rojo, y el producto que le proporcionaba la exportación de contrabando a gran escala". Pasó un año en prisión, entre agosto de 1944 y julio de 1945, acusado de haber ayudado a cruzar la frontera, con rumbo a Barcelona, hasta a tres grupos de fugitivos en los primeros meses de 1944. Redimió la pena, dice Agustí, "asistiendo a extensión cultural y catecismo". Por lo visto, coló. El caso es que al salir volvió a las andadas, derivó en un mucho menos épico tráfico de estupefacientes y divisas al tiempo que se reciclaba en confidente de la policía franquista, hasta que un mal día, como en las aventis de Marsé, el cadáver del Arnau apareció flotando en las aguas del puerto de Barcelona.

[Este artículo es una versión ampliada del publicado el 2 de septiembre de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]