Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

domingo, 22 de diciembre de 2013

Quimet Baldrich: el hombre de la bomba

[Este reportaje se publicó en octubre del 2003 en la desaparecida revista Informacions, que era entonces el suplemento dominical del Diari d'Andorra. Hoy abundan las monografías históricas sobre este episodio, pero aunque parezca mentira las gestas de los pasadores, passadors o passeurs, como se conocía a los antiguos contrabandistas, principalmente excombatientes republicanos refugiados en Andorra y reconvertidos en guías de montaña, eran hace diez años conocidas sólo por unos pocos iniciados, entre los que no me contaba. La bibliografía en castellano (y en catalán) era práticamente inexistente, y la peripecia de los pasadores formaba parte de una nebulosa histórica que entraba de lleno en la leyenda (incluso en la leyenda negra, de la que también trataremos en este blog). De ella tan sólo habían hablado en sendas novelas autobiográficas, y por lo que respecta a Andorra, Francesc Viadiu (Entre el torb i la Gestapo) y Norbert Orobitg (Pau dins la guerra), así como Antoni Forné, protagonista directo de los hechos que relata en una serie fundacional de artículos publicados a finales los años 70 en la también fenecida revista Andorra 7.

A Joaquim Baldrich, Quimet, lo descubrí para sorpresa mía -puesto que éramos casi vecinos- gracias a una mención del historiador leridano Ferran Sánchez Agustí en su libro, por entonces recién publicado, Espías, contrabando, maquis y evasión. Tuve la inmensa fortuna que pillé a Quimet en un momento de su vida en que estaba dispuesto a contar con pelos y señales su experiencia como passeur, así, en francés, como a él mismo le gustaba definirse. Y es legítimo pensar que su testimonio hizo que los escasos colegas por entonces supervivientes recuperaran la memoria y permitieran a los historiadores profesionales que vinieron después reconstruir un capítulo fascinante del siglo XX andorrano, quizás el momento en que mayor implicación tuvo este pequeño país en la historia universal. Como Quimet Baldrich está en el origen de este blog, he creído de justicia dedicarle la primera entrada. Que el lector disfrute leyendo su peripecia tanto como yo disfruté escuchándola de sus labios con los ojos abiertos como platos].

Eduard Molné y Joaquim Baldrich frente al hostal Palanques de la Massana, sede de la cadena de evasión que durante los años centrales de la II Guerra Mundial dirigió Antoni Forné, refugiado catalán, miembro del POUM y padre de quien entre 1994 y 2005 sería el segundo jefe de Gobierno de la Andorra constitucional, Marc Forné. Foto: Maximus.



Durante la II Guerra Mundial fue el guía de cerca de 380 fugitivos -aviadores aliados abatidos sobre los cielos de la Europa ocupada, jóvenes franceses en edad militar que querían evitar el Servicio de Trabajo Obligatorio o enrolarse en los ejércitos de la Francia Libre, y judíos de todas las nacionalidades- que atravesaron los Pirineos camino del consulado de la Gran Bretaña en Barcelona. Joaquim Baldrich evoca la cadena Tolosa-la Massana-Barcelona, revisa el mito novelado por Francesc Viadiu en Entre el torb i la Gestapo y revela una de las misiones más insólitas que le encargaron los aliados: transportar 9 litros de agua pesada destinados al proyecto Manhattan.

Este capítulo de la guerra ha estado a punto de perderse en la corriente de la historia como las lágrimas del replicante Deckard en la lluvia interestelar. Durante seis decenios, Joaquim Baldrich (el Pla de Santa Maria, Tarragona, 1916-Escaldes-Engordany, Andorra, 2012) y sus compañeros de la cadena Tolosa-la Massana-Barcelona han mantenido en silencio las actividades en favor de la causa aliada que protagonizaron durante la II Guerra Mundila: entre el armisticio firmado por Francia en julio de 1940 y la caída del régimen pronazi de Vichy, en septiembre de 1944, el grupo que dirigía Antoni Forné desde el cuartel general del hostal Palanques de la Massana -con Salvador Calvet, Josep Monpel, Vicenç Conejos y el mismo Baldrich como hombres de campo, y Eduard Molné como chófer ocasional- efectuó una cuarentena de misiones gracias a las que cerca de 380 hombres y mujeres -la mayoría, pilotos aliados, pero también, judíos procedentes de Francisa, Bélgica y Polonia, personalidades políticas de los países ocupados, miembros de la Resistencia y franceses que querían evitar el Servicio de Trabajo Obligatorio o enrolarse en los ejércitos aliados- cruzaron los Pirineos a través de Andorra en dirección al consulado de la Gran Bretaña en Barcelona. Un silencio que no rompieron ni cuando el director de cine Lluís Maria Güell dio a la versión televisiva de Entre el torb i la Gestapo una visión sesgada, fabulada y finalmente antihistórica de los hechos que ellos vivieron en primera persona.

El historiador leridano Ferran Sánchez Agustí reconstruyó la memoria de la cadena en Espías, contrabando, maquis y evasión (Milenio). Y Baldrich accede ahora a repasar una época y unos hechos a la vez terribles y fascinantes, en que la línea que separaba al héroe del traidor era tan delgada que a veces ni se percibía, y en que un grupo de hombres de acción tomó la determinación de poner al servicio de los aliados el conocimiento del terreno adquirido en el ejercicio del contrabando, el segundo oficio más antiguo del mundo. Hubo otros grupos de pasadores, pero por la naturaleza clandestina de sus actividades, no han dejado rastro, o bien sus protagonistas han preferido conservar el anonimato. De los seis miembros de la cadena Tolosa-la Massana-Barcelona, los únicos supervivientes son Baldrich y Molné [recuerde el lector que el reportaje se publicó en 2003: Baldrich murió en enero de 2011; Molné, en agosto de 2013], que han accedido a recordar porque, dicen, "ya es hora de que se sepa". Un séptimo miembro de la cadena, un tal "señor Joan", fue detenido ante el consulado británico en una de las primeras misiones, y aunque parece que fue liberado gracias a las gestiones del cónsul, nunca volvió a Andorra.

La cadena funcionaba como un mecanismo perfectamente engrasado en que cada uno de los miembros tenía asignada una misión concreta: Forné (Arfa, Lleida, 1914-Andorra la Vella, 1966), abogado de formación, militante del POUM y que después de pasar por los campos de Argelers i Barcarès se instaló en la Massana, recibía del consulado británico el aviso de la llegada de un grupo de fugitivos que Conejos i Monpel se encargaban de guiar desde Luzenac -trabajaban en las minas de talco des esta localidad del Arieja, vecina de Andorra- hasta el Vilaró, donde los recogían Calvet y Baldrich. Una vez en Andorra, si se trataba de un grupo reducido, Molné los recogía en el automóvil del hostal Palanques, de donde era hijo. Si el grupo era numeroso se alquilaba un camión -a 800 pesetas el viaje- que los transportaba hasta el refugio de Envalira, desde donde se dirigían a pie hasta la portella de Joan Antoni. el itinerario se desdoblaba en este punto, y tanto podían dirigirse hacia la Cerdaña para coger el tren en la estación de Alp, como hacia la Seu, donde un contacto de la cadena, el Txerro de Sant Julià de Lòria, tenía en nomina a dos aduaneros que les franqueaban el paso. En la Seu comenzaba otro largo trayecto a pie, con frecuentes altos en masías donde les ofrecían alojamiento y comida... a cambio de dinero.

Nada extraño. De hecho, todo el dispositivo funcionaba gracias a las generosas subvenciones del consulado británico, que abonaba -recuerda Baldrich- 3.000 pesetas por cada hombre o mujer que llegaba a Barcelona. Una cantidad considerable para la época, reconoce, pero con la que habían de cubrir los continuos sobornos con que había que engrasar el funcionamiento de la cadena: "Era fundamental no escatimar el dinero. En la estación de tren de Manresa, por ejemplo, sólo se podía comprar un máximo de siete billetes de una vez. En cierta ocasión nos presentamos con un grupo de 32. Pero yo sabía tratar a los taquilleros: les ponía un fajo de billetes en la ventanilla y les decía: 'No se preocupen, se pueden quedar con el cambio' Y problema solucionado". Otro ejemplo: "Los aduaneros que trabajaban para nosotros en la Seu cobraban 50 pesetas por persona. Se trataba de tenerlos contentos; y como en todas partes había mucha escasez, no era muy difícil". La excursión terminaba en Manresa, donde los fugitivos se cambiaban de ropa para no levantar sospechas y se distribuían por parejas a lo largo del primer convoy del día, que salía a las 5 de la mañana, con la consigna de no abrir la boca en todo el trayecto. Llegados a la estación de Francia de Barcelona, recorrían a pie el camino hasta el consulado británico, que inicialmente se encontraba en la plaza Universidad, en el mismo edificio que ocupaba el consulado alemán, y que después se trasladó a la plaza Urquinaona. Este último trayecto también lo hacían por parejas, separadas la una de la otra por una decena de metros y que seguían al guía hasta la sede del consulado, custodiado por una pareja de guardias que también estaban sobornados.

Este procedimiento aparentemente frágil, que dependía de la complicidad y de la buena voluntad de unos, del silencio a precio de oro de otros, del heroísmo de los guías y finalmente de la buena fortuna, les permitió pasar a cerca de 380 personas, según los cálculos de Baldrich.Una cantidad relativamente modesta -Sánchez Agustí ciufra en unos 60.000 los fugitivos que cruzaron a través de los Pirineos durante la II Guerra Mundial- pero que la cadena Tolosa-la Massana-Barcelona consiguió con una eficacia asombrosa, sin sufrir ni una sola baja, incidente o encontronazo con la policía.

Baldrich atribuye buena parte del éxito a la discreción con que siempre se movieron y que han mantenido hasta hoy -y que explica que muchos de sus coetáneos ni tan solo sospecharan la existencia de la cadena-, a la complicidad de algunos de los andorranos de la época, que los informaban de los movimientos de los agentes de la Gestapo destacados en el hotel Mirador de Andorra la Vella, y también, claro, a la suerte, que en otra ocasión le permitió a dos guardias civiles que controlaban los papeles del autobús en que volvía de una misión a Barcelona y que se bajaron justo cuando le tocaba a él mostrársela: "Habitualmente regresaba a Andorra a pie desde Manresa; pero ese día cogí el autobús de línea en Berga. Ojalá no lo hubiera hecho. En cuanto los vi -me había sentado en el asiento sobre las ruedas, para tener un mejor campo de visión- pensé que los tendría que matar allí mismo, porque yo nunca he tenido pasaporte. Lo único que tenía era mi Parabellum , y no podía dejarme cazar porque en mi pueblo me acusaban de haber cometido 83 asesinatos  durante la guerra civil, y me hubieran liquidado. Pero no tuve que disparar. Nunca lo hice. Un amigo mío dice que siempre me acompañaba mi ángel de la guarda. Debe ser verdad..."

Los que sí sufrieron un buen susto fueron Forné, Conejos i Molné, que la noche del 30 de septiembre de 1943 recogieron en el Vilaró, donde entonces moría la carretera, un grupo de cinco oficiales polacos. De regreso al Palanques, dos coches con matrícula francesa aparcados delante del hotel levantaron inmediatamente sus sospechas. El instinto les hizo seguir conduciendo carretera abajo, pero antes de llegar al cruce de Sispony, y después de unos disparos de advertencia, detuvieron el vehículo. Forné y Conejos tuvieron tiempo de escapar: uno, hacia Anyós; el otro, hacia Sispony.

Pero Molné y los polacos cayeron en manos de los alemanes, que los condujeron detenidos a la prisión de Saint Michel, en Tolosa: "En el puerto de Envalira había un palmo de nieve y nos hicieron bajar a empujar los coches. Cuando llegamos al Pas de la Casa nos encontramos con la barrera de la aduana bajada. Parlamentaron con Daniel Armengol, el policía de servicio, que era conocido mío. Le hice gestos para que reparara en mi presencia, pero no tuve suerte. Estuve en la prisión entre ocho y diez días, hasta que una mañana se presentó un chico que decía que era del consulado alemán, y que de paso por Andorra se había enterado de mi caso. Me dijo que no me preocupara, me aseguró que saldría pronto y me invitó a escribir a casa para tranquilizar a la familia. Y así fue: al cabo de dos o tres días me llamaron por mi nombre, y a la mañana siguiente un coche de la Gestapo me llevó hasta el Pas de la Casa. Supongo que tuvieron mucho que ver, en mi liberación, las gestiones de mi padre, que había sido síndico -el máximo cargo institucional en la Andorra preconstitucional, anterior a 1993- y del mismo síndico de aquellos momentos, Francesc Cairat, así como del obispo Iglesias Navarri, que se decía que había sido confesor de Franco", recuerda Molné. Forné y Conejos, por su parte, salieron bien librados, así como el contacto que los esperaba en Sant Julià, un tal Louis. Molné no delató a ninguno de ellos porque, afirma, "estaba convencido de que igualmente me iban a matar". No corrieron la misma suerte los oficiales polacos, de los que nunca se volvió a saber nada. Parece que el chivato había sido un tal Nicodème, agente doble a quien Baldrich había recogido exhausto en el Pas de la Casa pero que aquella noche fue visto en compañía de los agentes nazis.

La Massana en los años 40: el hotel Palanques es el edificio de la derecha en seguno término, con porche y mansardas. Foto: archivo.

No fue este de Nicodème el único intento de infiltración en la cadena de evasión. En otra ocasión, y gracias a la amistad que unía a Baldrich con dos agentes de la policía andorrana -en la época solo había, seis, uno por parroquia [o municipio]- que frecuentaban el hotel Mirador, cuartel general de la Gestapo en Andorra, supo que los alemanes preparaban una emboscada para cazar a un grupo que tenía previsto recoger al día siguiente: "Salimos de madrugada para llegar antes que ellos al punto de reunión, y efectivamente, a las 5 en punto vemos que el Peugeot 404 de la veguería francesa se detiene a la altura del Vilaró con el chófer, ds agentes de la Gestapo y el comandante del destacamento de Foix. Como conocíamos el camino les sacamos una hora antes de llegar al Port Negre, a tiempo de advertir al grupo de fugitivos y desviarlos hacia Incles. Yo me quedé arriba, escondido tras una gran piedra, con mi naranjero -el fusil ruso de la guerra de España- la Parabellum y dos bombas de mano. La sorpresa fue mía cuando al ver legar a los alemanes, veo que con ellos va un andorrano. Me quedé estupefacto: aquel chico y yo salíamos a cazar juntos, y hora lo tendría que liquidar porque teníamos órdenes estrictas del consulado de matar a cualquier sospechoso. Pero por suerte no mes descubrieron. Se por qué lo hacía, aquello, aquel chico: por las licencias de importación con las que pagaban los alemanes".

¿Por qué arriesgaban el pellejo, Baldrich y compañía? Él aduce un cierto idealismo -tanto él como Conejos, Monpel y Calvet eran antiguos combatientes republicanos que se habían exiliado con la derrota- pero no oculta que el de pasador era un oficio arriesgado (aunque bien remunerado): "Habíamos oído a Churchill prometiendo en la BBC que nos ayudaría a derrocar a Franco si le apoyábamos en su lucha contra Hitler. Y le creímos. No lo hacíamos solo por dinero, porque a la hora de repartir tampoco tocaba a tanto por barba. Pero lo que nos daban servia igualmente para mantener a la familia, especialmente en invierno."

La carrera de Baldrich como pasador guarda, sin embargo, un as en la manga que sobrepasa el lado novelesco de la peripecia -que tan bien percibió Viadiu- y lo catapulta hacia la leyenda: según el veterano guía, en una de las misiones que le encomendaron, ayudó a pasar a un oficial francés, un hombre mayor de entre 65 y 70 años, que caminaba pegado a un maletín que no dejaba ni a sol ni a sombra. "De camino a Manresa nos detuvimos a comer en una masía cerca de la Mansa. Me daba perfecta cuenta de que aquella maleta era demasiado para el pobre hombre, porque pesaba como un muerto. Y me preocupaba porque podía poner en peligro a toda la expedición. Pero no había forma de convencerlo, no permitía que la cargara nadie más. Así que le conté mis cuitas a un tal Ramon, australiano que viajaba con nosotros y que hablaba no-sé-cuántas lenguas, y que era la tercera ocasión que ayudábamos a cruzar el Pirineo. Por lo visto, a él y a otros como él Churchill los lanzaba tras las líneas alemanas para recoger información y emprender operaciones de sabotaje.En fin, que aquel hombre sabía de todo. Le expliqué la situación y se puso a hablar con el oficial francés. Y lo convenció con el argumento que si él no llegaba al consulado, yo seguro que sí que llegaría. Accedió a que fuese yo quien cargase la maleta, pero antes me hizo jurar que si hacía falta mataría con el fin de que la maleta llegara a su destino.Cuando finalmente llegamos al consulado, el francés, el mismo cónsul y la secretaria se me abalanzaron con lágrimas en los ojos. Yo serguía sin tener ni idea de qué podía haber en la maleta. Fue la secretaria, que me conocía, quien me reveló el secreto: ¡aquella puñetera maleta contenía agua pesada para la bomba atómica!"

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