Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

lunes, 23 de diciembre de 2013

El pasador discreto (I)

[Joaquim Baldrich supuso mi primer contacto con la fascinante, clandestina y -para mí, y hasta entonces- desconocida peripecia de los pasadores. Y por eso le dedicamos la entrada inaugural de este blog. Por una cuestión de pura simetría continuamos esta historia con el último de nuestros pasadores: Albert Moles. El reportaje de esta entrada se publicó el 18 de septiembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra. El de la entrada que seguirá, que lo matiza, corrige y en ocasiones contradice, a principios de diciembre. Entre los dos media el expediente de nuestro Moles que el historiador catalán Josep Calvet rescató de las profundidades abisales del gobierno civil de Lérida. El caso es que un hombre a quien no conocía de nada y de quien nunca había oído hablar se presentó por sorpresa en la redacción la mañana del 17 de septiembre. Se llamaba Josep Moles, tenía 89 años y quería contar la carrera de su hermano Albert, un pasador que hasta entonces había permanecido hibernado, fallecido en el 2009 y que sólo había merecido unas breves líneas en Las montañas de la libertad. El paso de refugiados por los Pirineos durante la Segunda Guerra Mundial, la monografía definitiva sobre la materia del mismo Calvet (Alianza Editorial, 2010).

En un caso como éste se mezclan la natural emoción del descubrimiento, de la "exclusiva", con un comprensible escepticismo: ¿cómo es posible que un caramelo así haya pasado desapercibido para (casi) todo el mundo? Fue Calvet quien avaló la veracidad del relato de Josep Moles, por otra parte vago y basado en unas conversaciones esporádicas que tuvieron lugar mucho después de los hechos. Y el expediente de Albert, que reseñaremos en la próxima entrada de este blog, nos sacó definitivamente de dudas. Por otra parte, se produce una curiosa paradoja: en el caso de Baldrich, contamos sólo con su palabra y con los carnets anuales expedidos por una asociación francesa de passeurs veteranos que lo acreditaban como tal. Pero como nunca fue detenido, no consta en ningún registro oficial (que sepamos, claro: quizá estaba fichado por la guardia civil y existe un expediente a su nombre en algún recóndito archivo policial). Si lo hubieran capturado ni que fuese una sola vez, es decir, si no hubiera sido tan buen pasador, hubiera dejado rastro en los registros policiales y este rastro acreditaría hoy su historia, que debemos fiar a su palabra. Es justo lo contrario de lo que ocurre con Albert Moles, de quien es su expediente el que avala una historia de la que desconocemos casi todos los detalles. A esta aparente contradicción la podríamos denominar la Paradoja Baldrich].

Parecía que la nómina de pasadores que operaban desde (o a través de) nuestro rincón de Pirineos durante los años más duros de la II Guerra Mundial estaba decididamente clausurada, y que con la muerte en agosto de Eduard Molné se ponía el punto final a una raza heroica -con el permiso del último superviviente, Lluís Solà. Pues no. A la gloriosa página de nuestros passeurs -dejemos la leyenda negra para cuando la investigadora catalana Rosa Sala Rose le ponga cifras, nombres y apellidos: solo hace falta un poco más de paciencia, será en enero- tenemos que añadir dese ahora mismo y con todas las de la ley a Albert Moles Damunt (la Massana, 1923-Quillan, 2009), que hasta que no fue capturado por la guardia civil en septiembre de 1943 cuando pretendía pasar por el puerto de Perafita al frente de una expedición de diez aviadores aliados había sido capaz de conducir hasta la seguridad que representaba el consulado británico en Barcelona decenas, quien sabe si centenares de fugitivos, a lo largo de una veintena de misiones.

Lo recuerda su hermano, Josep Moles (1925), que no quiere que este episodio se pierda en el tiempo. El caso es que en la extensa bibliografía que en los últimos años ha ido apareciendo sobre la vida y milagros de los pasadores -desde Guies, fugitius i espies, la exhaustiva monografía de Claude Benet focalizada en el caso andorrano, hasta Las montañas de la libertad, la obra canónica sobre la materia del historiador leridano Josep Calvet, por citar solo las dos referencias ineludibles- nuestro héroe de hoy sólo aparece en un breve párrafo que le consagra este último.

Es gracias a Calvet que conocemos el fin de la carrera de Moles, aquel infaustyo 3 de septiembre de 1943 cuando es capturado en el Port Negre. Pone el historiador su caso como ejemplo de la relativa indulgencia con que las autoridades franquistas de la época trataban a los pasadores, la mayoría de ellos antigos contrabandistas o excombatientes republicanos reconvertidos en traficantes de hombres... previo pago y en nombre de la libertad: a Moles sólo le cayó una multa de 500 pesetas, que probablemente era una cantidad considerable para la época pero que no parece una pena excesivamente gravosa si se tiene en cuenta que -según el mismo Calvet, que sigue en este punto las cifras aportadas por el también fallecido Joaquim Baldrich- los aliados no escatimaban recursos y los pasadores recibían 3.000 pesetas por cada hombre que llegaba al consulado británico.

Recuerde el lector que a Moles lo cazaron con diez fugitivos, y que su hermano sostiene que el premio por cada hombre pasado era incluso muy superior a estas 3.000 pesetas que hasta ahora habíamos considerado la tarifa estándar de los pasadores. Un dinero que, por otra parte, servía no solo para alquilar los servicios del guía sino también para sobornar a guardias y carabineros, para comprar silencios y para asegurarse la complicidad de las casas seguras donde necesariamente tenían que detenerse durante el trayecto, además de recompensar un oficio de altísmo riesgo en que hombres como Moles se jugaban la piel en cada viaje.

Claro que Moles no tuvo sólo que abonar la multa. Antes hubo de pasar seis meses en la prisión: primero en la de la Seu; después, en la de Lérida, dice Calvet, que le ha seguido la pista. Parece que la madre intercedió por él ante el obispo de Urgel, y que también el Síndico, Francesc Cairat, se interesó en el caso. Probablemente fue gracias a estas oportunas gestiones que Moles sólo tuvo que pagar su multa de 500 pesetas y sus seis meses de prisión. Lo que está claro es que cuando salió se le habían pasado las ganas de volver a probar la hospitalidad de las prisiones franquistas: no volvió a su antiguo oficio de pasador, se casó con una hija de la localidad francesa de Quillan, y allí se quedó el resto de la guerra -y toda la vida- ejerciendo de panadero en el obrador familiar.

Lo que sorprende no es que lo dejara entonces, sino que no lo hiciera mucho antes. Un encontronazo con la guardia civil podía comportar -lo acabamos de ver- un proceso por espionaje o por contrabando -que fue el cargo del que lo acusaron, apunta Calvet- así como la consabida multa y unas semanas a la sombra. Pero esto no era nada comparado con el trato especial que dispensaba la Gestapo a los pasadores -y a los pasados- que caían en sus garras: directos al campo de concentración. Moles estuvo a punto, pero muy a punto de comprobarlo personalmente cuando -recuerda su hermano- en cierta ocasión en que esperaban a un grupo de fugitivos en un hotel de Tarascón: "La señora de la casa irrumpió asustadísima en la habitación: '¡La Gestapo! ¡La Gestapo!' A duras penas tuvieron tiempo de huir por los tejados. Si lo pillan, no lo volvemos a ver".

Había que tener valor, mucho valor, para vivir con el miedo en el cuerpo y el aliento de la Gestapo en el cogote. Moles lo hacía porque era su oficio. Y bien pagado, como hemos visto. Desde que su familia, procedente de Perpiñán, se había instalado en Escaldes, al inicio de la II Guerra Mundial, se había dedicado a ejercer de paquetaire -algo así como porteador, los hombres que en invierno, cuando el puerto de Envalira estaba cerrado al tráfico, transportaban legalmente, a pie y a través del puerto fardos de mercancías desde o hasta Ospitalet, en el lado francés de la frontera- y ocasionalmente –dice el hermano- de contrabandista.

Que se acabara enrolando en una de las muchas cadenas de evasión que operaban entre Arieja, la Cerdaña, Andorra, el Alto Urgel y el Pallars era sólo cuestión de tiempo. Desconocemos cómo, cuándo y en qué cadena se enroló. Sólo sabemos que la suya tenía el centro de operaciones en Tarascón y que estaba dirigida por uno a quien llamaban El Mallorquín, y que la mayor parte de sus clientes eran militares aliados: entre el grupo de diez aviadores que cayeron con él en el Port Negre los había franceses, británicos y norteamericanos. También había pasado personalidades de cierta relevancia política, pero por lo que parece, ningún grupo de fugitivos judíos. El itinerario, con salida en Tarascón, pasaba por Andorra y la Cerdaña, camino de las estaciones de tren de Puigcerdà o Manresa, y desde aquí hasta Barcelona. Y nunca hizo la más mínima referencia a casos de expolios y delaciones como los que han alimentado la leyenda negra.

He aquí, en fin, un nuevo hilo por estirar, y otro nombre que añadir a la lista de los Viadiu, Forné, Baldrich, Molné y Solá, en la que constituye probablemente la mayor contribución de nuestro rincón de mundo a la victoria aliada en la II Guerra Mundial. Así que continuaremos indagando hasta reconstruir la peripecia bélica de Moles. Ya lo verán.

[Este artículo se publicó el 18 de septiembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]


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