Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

miércoles, 30 de abril de 2014

El Negro murió de fibrosis

El estudio antropológico que se presenta en el Congreso de Paleopatolgía que se clausura hoy en Andorra concluye que el bosquimano murió de forma natural entre los 22 y los 32 años.

Ya lo ven, esto va del Negro. Con mayúsculas. El bosquimano disecado del museo Darder de Bañolas. La historia es de todos conocida, pero no por ello menos truculenta. Y muchos creíamos que el caso estaba  muerto y enterrado -perdone el lector: no lo hemos podido evitar- desde octubre del 2000, cuando tras una década de trifulcas diplomáticas -recuerden la amenaza de boicot de los países africanos a los Juegso de Barcelona- el hombre fue inhumado en un parque de Gaborone, la capital de Botswana. Con honores de héroe nacional, por cierto. Pero lo del Negro no se había terminado. El equipo del Instituto de medicina legal de Cataluña que antes de repatriar el cuerpo -o lo que quedaba de él- lo sometió a un exhaustivo examen antropológico ha reabierto el caso y tiene previsto publicar en breve el informe definitivo. Ayer avanzó las conclusiones en una de las ponencias estrella del Congreso nacional de Paleopatología que se clausura hoy en Andorra la Vella.

El Negro de Bañolas, en realidad un bosquimano, tal como se expuso hasta 1997 en la denominada Sala del Hombre del museu Darder de esta localidad gerundense. Según los forenses que examinaron el cuerpo antes de la repatriación, murió por causas naturales entre los 22 y los 32 años de edad, probablemente a consecuencia de una fibrosis pulmonar o de una tuberculosis mal tratada. Lo deducen de las uñas y dedos curvados que conservaba el cuerpo. Los Verreaux lo evisceraron y le extrajeron la columna vertebral para trasladarlo a Europa, "enrollado como una alfombra". Fotografía: El Periòdic d'Andorra.

Se trataba, dice Narcís Bardalet, médico forense y director del equipo, de dar respuesta científica a las incógnitas que planteaba el Negro. La primera de todas: ¿murió de forma natural, o lo mataron para abastecer de género a los hermanos Verreaux, los naturalistas franceses que de lo llevaron a Europa? Por decirlo claramente: ¿es plausible, la historia que contaban los Verreaux, según los cuales sólo habían robado el cadáver del difunto al día siguiente de ser enterrado, pero que no habían tenido nada que ver con el fallecimiento? ¿O se trataba de una simple y burda coartada? Más: ¿cómo fue tratado el cuerpo para conservalo durante el largo trayecto a Europa? Conviene no olvidar que estamos en 1830, momento en que la esclavitud -imperio británico al margen- es una lacra casi universal. Primera conclusiíon: nuestro bosquimano falleció por casuas naturales. Bardalet y la odontólga forense Maria José Adserias -glups- descartan una muerte violenta. Lo más probable, a partir de las características uñas y dedos durvados que presentaba el cuerpo, es que muriera a consecuencia a una enfermedad cardiorespiratoria: puede que una fibrosis pulomnar, o quizás una tuberculosis mal tratada que el hombre podría haber sufrido de niño.

Anatómico y forense
Así que el examen forense confirma la coatrada de los Verreaux, que no era tal coartada sino la prosaica y estricta verdad: ¡con lo que hubiera cundido que al Negro se lo hubieran cepillado para convertirlo en pieza de museo unos racistas blancos! En fin, continuemos, pero los estómagos sensibles harían bien en dejar de leer a partir de aquí, porque los naturalistas franceses procesaron su cadáver como si de uno de los animales de su colección se tratara: lo evisceraron, le extrajeron la columna vertebral y lo que quedaba del Negro lo expidieron desde Ciudad del Cabo hacia la Rochelle enrollado "como una alfombra": exactamente, el mismo tratamiento que reservaban a elefantes, rinocerontes, leones y otras bestias con que abastecían el mercado europeo, ávido de animales exóticos. Una vez en el laboratorio de los Verreaux en París, la piel del Negro se untó en betún, que le confirió la tonalidad con que llegó hasta nosotros, mucho más oscura que la de los bosquimanos, que tiende al marrón antes que al negro -dice Bardalet. Eso sí: fémures, húmeros, tibias, cúbitos y radios son los originales.

Para devolverle la forma y la consistencia, los naturalistas sustituyeron la columna por una estructura de madera y hierro, y rellenaron el cuerpo con fibra vegetal. El examen concluye que el pelo y el bigote son humanos, aunque no si son suyos, que el Negro medía 1,55 metros, y que tenía al morir entre 22 y 32 años, edad por lo visto considerable para un bosquimano de principios del XIX. Le faltaba un pezón, glups, le zurcieron un ombligo más abajo de lo que correspondía, presentaba un orificio en la oreja izquierda -probablemete, con finalidad ornamental- y una gran, enorme cicatriz que le cruzaba la espalda desde la zona occipital hasta la anal. Y tenía, en fin, el ano suturado. Para terminar con este inquietante, truculento cuadro, le faltaban los cuatro incisivos inferiores, posiblemente -añaden los forenses- a causa de una extracción ritual practicada en vida. ¿Inhumano? Bardalet y Adserias opinan que no, que el Negro se exponía en el museo Darder preservando su dignidad y sin ánimo vejatorio: "Era una obra de arte antropológica". Y lanzan la pregunta clave: ¿qué diferencia existe entre el Negro y el ejército de momias y otros pingajos humanos que se exhiben en museos de medio mundo?

Lo cierto es que once años después de ser inhumado en Botswana, el Negro yace hoy en una tumba semiabandonada convertida en referencia del punto de córner de un campo de futbol vecinal. Tanto ruido, para esto.

[Este artículo se publicó el 17 de septiembre de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

lunes, 28 de abril de 2014

Al Más Allá, en buena compañía (o así)

El Centre d'Art d'Escaldes expone un centenar de piezas procedentes del ajuar funerario de las culturas precolombinas y conservadas en el Museo Egipcio de Barcelona.

"...metiéndose en la garganta hasta el epiglotis, o digamos la campanilla, la paleta que cada uno lleva siempre a mano en estos días, evacuaban el estómago hasta no dejar nada..." Así describe el cronista Pedro Mártir de Anglería (1457-1526) la extraña, pintoresca y francamente desagradable costumbre que practicaban los indios de La Española -la isla que actualmente se reparten Haití y la República Dominicana- para vaciar los intestinos antes del ritual que los tenía que poner en contacto con los dioses. Un ritual algo aparatoso y donde, todo sea dicho, los hongos alucinógenos jugaban un papel decisivo. Enseguida volveremos sobre ello. De momento, quedémonos con la imagen de un indio -taíno, que da más miedo: eran antropófagos, glups- que se introduce una especie de palo hasta la epiglotis, por decirlo como el bueno de Pedro Mártir, y se pone a (ejem) potar. En el Centre d'Art d'Escaldes (CAEE) no tenemos al taíno, pero si el artefacto en cuestión: por motivos obvios, se le llama espátula vómica, para que sólo con el nombre vengan arcadas. Ésta es de madera, pero las había también de concha de caracol, que no está nada mal, e incluso de costilla de manatí, que vete tú a saber que clase de bicho era. Está fechada entre el año 1000 y el 1500, en todo caso, antes de la llegada de Colón -¡qué banquetes humanos se debió pegar su feliz poseedor!- y forma parte del centenar de piezas de la colección de arte precolombino del Museo Egipcio de Barcelona -ya saben, el chiringuito del hotelero Jordi Clos- que bajo el título de La pasión de Tórtola Valencia se exponen en el CAEE hasta el 27 de septiembre.



De arriba abajo: diosa azteca de entre el 1300 y el 1500; guerrero con macama de la cultura de Veracruz (siglos II-IX), y chamán nayarit del siglo III. Footgrafías: Àlex Lara / El Periòdic d'Andorra.

Aztecas, sí; mayas, no
Tiempo de sobra para visitar -y revisitar, ya lo verán- una colección sin parangón en la península y que muy probablemente no volverá a salir de casa: el Museo Egipcio está a punto de culminar una nueva ampliación de las instalaciones y los guerreros, sacerdotes, dioses, máscaras, exvotos y otros objetos procedentes del ajuar funerario de incas, aztecas y -atención- un puñado de culturas más o menos remotas que -además de los bien conocidos Jalisco, Nazca, Teotihuacán y los mismos Taíno- responden a nombres poco habituales cuando nos referimos a la América precolonial -Nayarit, Colima, Veracruz, Tlamalaneque, Tumaco, Bahía y Chamcay- se quedarán definitivamente en Barcelona. Se trata de un centenar largo de piezas fundamentalmente de cerámica procedentes -ya se ha dicho- de estas culturas precolombinas. Bueno, mejor amerindias, que es como por lo que se ve se les ha de llamar ahora para que nadie se sienta ofendido. Y si precolombinas no vale, imagínese el lector prehispánicas...

En fin, que la espátula vómica está bien, no lo negarán, pero la estrella de la exposición es el chamán nayarit de aquí arriba. Está fechado entre el 200 y el 300 de nuestra era -contemporáneo del emperador Diocleciano, para que se hagan una idea, cuando a los cristianos todavía se los zampaban los leones en el Coliseo- y si se fijan bien, verán que de la cabezota le salen unas extrañas protuberancias que le confieren un familiar e inquietante aspecto de alienígena de serie B: ricitos, opinan los bienintencionados; setas alucinógenas, sostienen los (probablemente) mejor informados. Concretamente, psiolacybe mexicana, que consumía el chamán de turno mientras tocaba el tambor que sostiene entre los muslos. Entre unas cosas y otras, le quedaba la cabeza como un bombo. Ideal para hablar con los antepasados, por lo visto.

Hay más, muchas más piezas singulares. Miren si no el Carita Sonriente [sic] de la cultura de Veracruz, que floreció en el actual México entre el 300 y el 900. Un nombre, este de Carita Sonriente, que describe un tipo de figura antropomórfica con la cabeza deformada y que retrata a un individuo en tránsito -colocado, vamos, que estos amerindios se lo pasaban en grande; por lo menos, los chamanes, listos ellos- que es lo que se llevaba en los ritos en honor de Tlazolteaotl, diosa de -ohhh- la carnalidad. También pueden fijarse en el perro pelón de la cultura Colima, allá por los siglos II, III y IV en la región de Panamá: se ve que sus propietarios los cebaban para que sirviesen de manjar en los ritos funerarios. Los allegados del difunto se zampaban al pobre animal, y el finado se llevaba una réplica en cerámica del bicho para que lo acompañara en su tránsito al Más Allá. Atención también al yugo y al hacha de piedra de -otra vez- la cultura de Veracruz: son réplicas de los elementos que se utilizaban en el juego de pelota que -parece- se practicaba de forma generalizada en las culturas amerindias. Un juego, por cierto, en el que mejor no verse involucrado, porque terminaba fatal: o bien los vencedores o bien los perdedores eran sacrificados. Menuda incertidumbre. Hay, en fin, hasta una minúscula jarra antropomórfica de los nazcas, la cultura de los petroglifos y las célebres líneas, una estupenda diosa azteca -con la mirara un poco estrábica y que da algo de miedo- y cuatro cositas incas. Pero no busquen nada ni de los olmecas ni de los mayas. Esto, no. Es que no se puede tener todo.

[Este artículo se publicó el 9 de junio de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

El tesoro de Sonplosa

Molines Patrimonis y el ministerio de Cultura restauran los dos centenares de piezas de hierro y bronce recuperadas en el yacimiento de la Roureda de la Margineda, la mayor fortaleza medieval excavada en la vertiente sur de los Pirineos.

Los objetos hablan. Observe el lector si no lo cree las llaves de hierro de aquí abajo. De acuerdo: a primera vista no parece muy prometedor, pero resulta que datan de la primera miad del siglo XIV y fueron recuperadas en el yacimiento de la Roureda de la Margineda (Andorra), que Casa Molines -propietaria de la finca- excava desde 2007 y donde ha aparecido por sorpresa e incluso contra pronóstico la mayor fortaleza medieval jamás exhumada en la vertiente sur de los Pirineos. Seguro que lo recuerdan, porque no es la primera vez -ni será la última- que hablamos de esta fascinante aventura arqueológica: un recinto amuralladao de unos 1.500 metros cuadrados de superficie donde se conservan los restos de lo que parece una casa fortificada habitada ininterrumpidamente entre los siglos XI y XIV. La cuestión, en fin, es: ¿qué puerta abrían estas llaves? ¿Qué mano fue la última que la abandonó en un rincón de la fortaleza?¿Qué prisas incitaron a su último poseedor a largarse del lugar dejando las llaves atrás, como si hubiera decidio que jamás regresaría? ¿Quizás la peste negra, que arrasó la Europa de mediados de siglo XIV y que -según el arqueólo Ivan Salvadó, que dirigió las primeras temporadas de la excavación- podría haber precipitado la evacuació del castillo?







Algunos de los 187 objetos de hierro y bronce recuperados en el yacimiento y restaurados por Casa Molines y el ministerio de Cultura. De arriba abajo, llaves de hierro fechadas en la primera mitad del siglo XIV; punta de flecha de seis centímetros de longitud y vaina de espada; olla cerámica del siglo XIV; vellón acuñado en Valencia en 1271, tijeras y hebilla de cinturón también de hierro. Fotografías: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.
Piedra con inscripción en latín (pendiente transcripción) exhumada en Sonplosa. Fotografía. Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.
Vista general del yacimiento, abierto al público en 2012. El grupo de visitantes entra en el recinto soberano por la puerta principal de la fortaleza. En primer término, restos de lo que se supone que era la capilla del conjunto residencial. Fotografía: Tony Lara / El Periòdic d'Andorra.

Pues las llaves on sólo una de las 200 piezas de hierro y bronce que han aflorado en la Rouoreda -que recibe también el nombre de Sonplosa, sin duda mucho más sonoro. Casa Molines y el ministerio de Cultura restauyraron el año pasado una docena de ellas, entre las que se encuentran objetos muy poco habituales en yacimientos de estas características: principalmente, unas tijeras también de hierro, una hebilla y un anillo de bronce, y -atención, los aficionados a la parafernalia bélica- abundante material de uso militar: una punta de lanza de unos 25 centímetros de largo, otra punta -ésta, de flecha- de tan solo seis, y para acabar, la vaina de una espada. El tesoro excavado en la Margineda y hasta ahora restaurado se completa con una moneda de vellón acuñada en Valencia en 1271; una olla de cerámica del siglo XIV, y tres piezas más de pizarra fechadas entre los siglos XI y XIV que incorporan motivos bélicos, un nudo de Salomón -emblema por cierto del yacimiento de Sonplosa- y un texto en latín pendiente de transcripción.

Todo el material apareció en un estado de conservación "sorprendente" -según la restauradora Aida Alarcos- y una vez restaurado se conservará en el servicio de Patrimonio. El resto del tesoro, hasta llegar a las 187 piezas mayores -así como los miles de fragmentos de cerámica y los restos de dos molinos también exhumados- tendrán que conformarse de momento con ser catalogados, descritos y conservados, eso sí, en las condiciones de temperatura óptimas. Habrá una exposición, por lo que parece, pero en un futuro que la ministra de Cultura, Susanna Vela, no supo concretar.

De momento, el futuro inmediato es la inminente campaña que Casa Molines llevará a cabo en primavera para consolidar y asegurar los muros más degradados del yacimiento. El objetivo final es abrirlo a lpúblico este mismo verano. Siempre en pequeños grupos y citas concertadas, y con la posibilidad de que se convoquen jornadas de puertas abiertas coincidiendo con acontecimientos como las Jornadas Europeas de patrimonio. La campaña de primavera se prolongará durante todo un mes y tendrá un presupuesto de 20.000 euros, a portados por Casa Molines y el ministerio. Será la quinta desde 2007 y se completará con un estudio de las posibiidades de dinamización y museización del recinto. Los arqueólogos que lo redactarán se han inspirado en el poblado ibérico de Calafell, el parque arqueológico de Gavà, fechado hacia el 6000 a. C. y que constituye la explotación minera más antigua de Europa. Ah, sí, y también en yacimiento de Atapuerca. Ambición no les falta, desde luego. 

Cuatro siglos de ocupación humana

El recinto soberano desde el exterior de las murallas, en una reconstrucción ideal del yacimiento. Carecía de torre del homenaje y los muros podían llegar hasta los cinco metros de altura y los seis de espesor. Ilustración: Molines Patrimonis.

Molines Patrimonis inició en 2007 la excavación del yacimiento de la Roureda de la Margineda. Las tres campañanas precedentes han dado como resultado la exhumación del recinto soberano de la fortaleza, un área de 1.500 metros cuadrados protegida por murallas que podían alcanzar los 5 metros de altura y los 6 de espesor. En el interior de la zona noble se levantaba una casa fortificada de dos o tres plantas, sin torre del homenaje pero con patio y capiulla. Los restos más antiguos corresponden a un edificio de uso agrícola fechado entre los siglos XI y XII. La fortificación del recinto comenzó hacia 1190, mientras que con la firma del Pareatge de 1288 decae el uso militar y el castillo regresa a su primigenio uso agrícola. Sus últimos residentes lo abandonan a mediados del siglo XIV, probablemente a causa de la peste negra.

[Este artículo se publicó el 28 de enero de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

sábado, 26 de abril de 2014

Barcelona era un patíbulo

Colgados, quemados, descuartizados, despellejados, degollados, ahogados, fusilados o agarrotados, y convertidos en protagonistas de un sádico espectáculo de masas. Así morían nuestros criminales hasta 1897: Joan de Déu Domènech nos lo cuenta en L'espectacle de la pena de mort (La Campana).

En Barcelona se ha ejecutado: mucho, en público y hasta hace poco más de un siglo: la última pena de muerte concebida como un espectáculo publico tuvo lugar en julio de 1897. Domènech (Barcelona, 1954) retrocede hasta el siglo XIII y deja constancia de las causas que podían conducir a un ciudadano -mas bien un súbdito, cuando no un vasallo- al patíbulo, así como de las modalidades, los rituales y los lugares donde se ejecutaba a los delincuentes de por aquí arriba. Y lo hace con el mismo tono ameno y erudito con que años atrás sorprendió al personal con la dulcísima Xocolata cada dia.

Nos horrorizamos al contemplar las imágenes de la última lapidación pública en el Irán de los ayatolás o en el Irak post-Sadam, y nos estremecemos al recordar el tiro en la nuca a la supuesta adúltera en el estadio de Kandahar, en el Afganistan de los talibanes, esas almas puras. Pero nos consolamos con la convicción que son barbaridades que ocurren en el Tercer Mundo. Nosotros somos europeos cultos y civilizados, ciudadanos sostenibles y moderadamente progresistas que nos podemos permitir el lujo de patrocinar la última película de Woody Allen: más modernos, imposible. Pero no siempre fue así. De hecho, hasta antes de ayer, como quien dice, Barcelona fue un inmenso patíbulo donde se ejecutaba de las formas más crueles, sádicas y sanguinarias a los pobres diablos que iban a parar a manos de la justicia. En público, ante masas igual de alienadas que las de Kandahar, Bagdad y Teherán que vemos por televisión. Unas masas en las que probablemente encontraríamos a alguno de nuestros abuelos repartiendo collejas entre los más pequeños -"Para que te acuerdes de este día!"- y para los que una ejecución era un espectáculo en mismo sentido en que hoy lo son el fútbol, el cine y el boxeo. Espectáculos que -casualidad o no- comenzaron a despuntar cuando las ejecuciones dejaron la plaza pública y pasaron a concretarse en la intimidad de las prisiones.

Ramon Casas refleja en Garrote vil (1894) el ritual que rodeaba la pena, con los actores principales -reo y verdugo- y los secundarios -capellanes, cofrades- y el respetable público, indispensable en todo espectáculo digno de este nombre. Parece que la ejecución a la que asistió Casas fue la de un tal Aniceto Peinador, encuadernador de 19 años convicto de asesinato; fue ajusticiado en el patio de la prisión de la calle Reina Amalia, actual plaza de Folch i Torres, en julio de 1892. Aun hubo en Barcelona un último agarrotado en público: Silvestre Luis, reo de doble parricidio, ejecutado en junio de 1897. Fotografia: Centro de Arte Reina Sofía.

Esta es la tesis central de L'espectacle de la pena de mort, uno de los libros más singulares de los últimos tiempos. Por el tema, radicalmente inédito en una oferta bibliográfica tan previsible como la que padecemos- y también por la perspectiva, porque Domènech se desmarca de la autocomplacencia habitual y carga de paso -y temerariamente, vistos los vientos que soplan en el noreste peninsular- contra la "memoria histórica", un concepto "antitético", dice, porque "mientras que la memoria actúa de manera arbitraria y selectiva, a la historia no le valen los olvidos, intencionados o no, y parece como sia los encargados de velar por la cosa esta de la memoria histórica solo miraran a un lado, y encima a muy poca distancia". Lo que decíamos: un francotirador y un temerario. Que conste que el objetivo de Domènech no es erigir un memorial en cada rincó de la ciudad en que alguna se levantó un patíbulo -en Barcelona los hay a docenas- ni ampliar la nómina de reos ilustres, hoy limitada a tres de los mártires oficiales de una cierta Cataluña -el general Moragues, el president Companys y Puig Antich- sino denuncia el "pacto de silencio" consistente, dice, en dar gusto a la buena conciencia propalando las barbaridades de los otros mientras disimulamos las propias: "Lo que me rebela es el olvido, no solo de los ejecutados sino sobre todo del hecho de que aquí se liquidaba al personal. Mucho, y no hace tanto". Tocado de un cierto pesimismo antropológico, Domènech concluye que todo lo que rodeaba a la pena de muerte era garantía de éxito entre el público, y que "muy probablemente, si si hoy tuviesen lugar en Barcelona ejecuciones en públicas, la gente asistiría con el mismo entusiasmo que hace uno, tres o cinco siglos". O con que lo hacen hoy Teherán. Que no va tan desencaminado lo demuestra la existencia de un comercio tan secreto y nauseabundo como lo es el de las snuff movies. Pero atención: no es que Barcelona fuera una ciudad especialmente sanguinaria, pero tampoco es un consuelo que el mismo gusto por los espectáculos sádicos sea extrapolable a todo Occidente.

El arte de dar mala muerte
La penúltima ejecución en y con público en Barcelona se remonta al mes de julio de 1892. El reo fue Aniceto Peinador, un encuadernador de 19 años convicto del asesinato de un hombre al que pretendía robar el reloj -con tan mala pata, recuerda el cronista Xavier Theros, que liquidó de paso a uno de sus cómplices. La ejecución tuvo lugar en el patio de la prisión de Reina Amalia, actual plaza de Folch i Torres, en pleno Raval, donde se levantaba el garrote vil del presidio, y Ramon Casas dejó dejó un impresionante testimonio pictórico del momento. Según Theros, parece que todavía hubo en este mismo escenario una ejecución pública posterior a la de Peinador: la de un tal Silvestre Luis, acusado de un doble parricidio -mujer e hija, glups- y ajusticiado en junio de 1897. Para nuestra desgracia, no hubo ese día un Casas para tomar apuntes del espectáculo...

Domènech retrocede, en fin, hasta el siglo XIII -exactamente hasta el Domingo de Pascua de 1285- para rescatar del anonimato y del olvido a su primer reo: Berenguer Oller, "caudillo de una revuelta ciudadana", condenado por Pedro el Ceremonioso a ser arrastrado, atención, de la cola de un mulo por todas las calles de la ciudad para acabar siendo colgado de un olivo en la montaña de MontjuIch, como castigo a un frustrado regicidio -según las fuentes oficiales, claro. A partir de aquí pasa cronológicamente revista a las modalidades con que los catalanes han tenido el gusto de darse legalmente muerte unos a otros -la llamada "mala muerte"- así como al ritual escénico que acompañaba al reo hasta el cadalso para escarmiento del pueblo. Resulta que el método más recurrente ha sido históricamente la horca. También el mas barato y sencillo -sólo se necesita un nudo corredizo y un tronco o palo más alto o largo que la víctima, esto último es esencial- y uno de los más crueles, porque la agonía podía prolongarse hasta 20 minutos. Aparte, pero esto quizás al reo le trajese en última instancia si cuidado, "del más vil e ignominioso, y por eso mismo destinado a la gente del pueblo".

Ladrones, bandoleros, homicidas, falsificadores y, en menor medida, violadores eran los principales candidatos a acabar en la horca. Las de Barcelona eran de buena ley y estaban preparadas para afrontar cualquier contingencia: en una sola jornada de abril de 1573 fueron ahorcados en ellas hasta 21 bandoleros. Dos siglos más tarde, ocho colegas de la misma partida fueron a su vez colgados de una sola tacada. Y funcionaron regularmente hasta 1832, para fortuna del verdugo, individuo de mala fama del que se decía que comerciaba con los restos del ajusticiado, que se arriesgaba a ser apedreado por el populacho si fallaba el golpe, que estaba obligado a vestir capa amarilla, sombrero blanco y guantes, en el mercado no podía tocar los alimentos con las manos y que, en fin, hasta tenía que llevar consigo su propia escudilla cuando iba a una taberna. Como para pensárselo dos veces. Un intocable, vamos, que según se terciara igual torturaba que ejecutaba o descuartizaba a su cliente... después, eso sí, de solicitarle retorcidamente perdón por lo que estaba a punto de hacerle. La última posición en el escalafón de la muerte lo ocupaba el estiracordetes, glups, que debe su nombre a la siniestra función que desempeñaba en todo este sórdido asunto: era el individuo que llegado el caso tenía que colgarse de las piernas del reo que se resistía a morir para acelerar la asfixia...

Hay que añadir que la ejecución comenzaba mucho antes de que el reo llegara al patíbulo. Previamente le obligaban a pasar la llamada "pena de la verguenza", algo así como la actual pena del telediario, pero a lo bestia: la víctima era paseada en comitiva por las principales vías de la ciudad, y los verdugos aprovechaban la ocasión para mutilarlo, azotarlo, atenazarlo (!), desorejarlo (!!) o marcarlo a fuego, atenciones todas ellas que recibia el pobre diablo para regocijo del respetable. El caso paradigmático es el de Joan de Canyamars, que el 7 de diciembre de 1492 fracasó en el intento de matar al rey Fernando y que fue condenado a morir "de crudelísima muerte, para ejemplo y castigo de los otros", dice la condena. Juzgue el lector si la sentencia se cumplió escrupulosamente (o no): "En la plaza del Blat le fue cortado un puño; en el Born, el otro. En la plaza de San Jaime le cortaron la nariz y una pierna, y le sacaron un ojo; en la plaza Nova, un muslo; en la plaza de Santa Ana, la otra pierna y el otro muslo, y en la calle de San Pedro acabaron de descuartizarlo". Si es que quedaba algo, claro. Una vez muerto, el cuerpo del ajusticiado se dejaba pudrir en el patíbulo, o bien se descuartizaba y los pingajos se exhibían en el lugar en que había cometido el crimen o a las puertas de la ciudad, como aviso a navegantes. La cabeza de Joan Sala, el bandolero Serrallonga, fue expuesto en el portal de San Antonio (1634), y el del general Moragues colgó en una jaula del portal del Mar entre 1715 y 1727. Y uno se pregunta por qué doce años, precisamente. Y que hicieron después con lo que quedaba de la cabeza. En fin.

De la horca al garrote
Justo en este punto hay que añadir que Moragues no murió en la horca sino agarrotado. Porque también a la hora de morir había clases, y las altas -nobles, militares, religiosos y bastardos (reales, se entiende)- morían como los señores que eran. Es decir, ahogados en agua, decapitados de un tajo de espada o bien agarrotados como el general austracista. Una de las sorpresas mayúsculas del libro es precisamente el decubrimiento de que el garrote constituyó una auténtica y, atención, humanista revolución en el arte de dar mala muerte: cuando Fernando VII jubiló la horca y decretó en 1832 que en adelante las penas de muerte de ejecturían a garrote acababa de dar un paso decisivo hacia la democratización patibularia: a partir de entonces todos los ciudadanos serían iguales ante el verdugo, sin distinción de crimen ni de clase.

No podían faltar, en fin, en el listado del arte de ejecutar ni la hoguera, método preferido por la Inquisición -que dejaba el trabajo sucio al brazo secular, eso sí- ni el fusilamiento. Y hay que decir que a pesar de la mala fama que arrastra, entre la primera (1488) y la última ejecución en la hoguera (1726), sólo un centenar de desgraciados (y desgraciadas) fueron ejecutados en Barcelona a instancias del Santo Oficio: judaizantes, renegados, luteranos, brujas, sodomitas y, agárrense, reos de bestialismo. En este último caso parece que se ejecutaba también, y por si acaso, a la bestia. A la de cuatro patas, se entiende. Lo que no sabemos es cómo.

La última ejecución pública tuvo lugar como se ha visto en 1897. Pero en la ciudad se continuó matando legalmente durante otras ocho décadas, aunque fuera en la intimidad. El último ajusticiado fue Salvador Puig Antich, agarrotado el 2 de marzo de 1974 en la Modelo. Aquel mismo día, pero en Tarragona, el verdugo daba garrote a Heinz Chez: ya saben, la torna de Boadella. Pero el siniestro honor de ser el último preso ejecutado en Cataluña no corresponde ni a Puig Antich ni a Chez, sino al etarra Juan Paredes Manot, alias Txiqui, fusilado en un bosque de los alrededores de Cerdañola el 27 de septiembre de 1975. Cuando al cabo de dos meses cayó por fin la estaca, con ella se fue también al otro barrio la pena de muerte. De momento, porque como recuerda muy oportunamente Domènech, "el suplicio y la pena de muerte son una de las carcaterísticas de la humanidad".

Un cadalso en cada plaza
Lo denominaban "pasar la vergüenza" y consistía en pasear al reo en comitiva "subido a un burro, atado de manos y desnudo de cintura para arriba, y con un rótulo colgado del pecho en el que se enunciaba el delito cometido": el calvario comenzaba en la prisión de la plaza del Ángel y pasaba por las calles de la Bòria, Corders, plaza Marcús, Consolat, Fusteria, Ample, Regomir, Ciutat, Bisbe, plaza Nova, Corríbia, Tapineria y vuelta a la prisión. Un viacrucis que en condiciones normales hubiera podido recorrerse en tres cuartos de hora pero que entre azotes, tenazas, marcas al fuego y otras atenciones podía prolongarse durante horas, dependiendo de la resistencia del reo y de la pericia del verdugo. De ahí que haya quedado en la memoria popular de los barceloneses la expresión "pasar Bòria abajo", sinónimo de que las cosas van mal dadas. Otras locuciones procedentes del lenguaje patibulario so "levantar la camisa", "curt de gambals" -literalmente, piernicorto, o mejor aun, grilletes cortos, que viene a significar algo así como tonto del bote- o "irse a la quinta forca" -a la quinta horca. Hablando de horcas, éstas se levantaban en lo que hoy es el Pla de la Boqueria, en Pla de Palau y la explanada de la Ciudadela, donde a partir e 1832 también se agarrotaba y se fusilaba. El portal de Sant Antoni también fue a partir de 1839 escenario del garrote. Y las hogueras de la Inquisición humearon en el Poblenou hasta 1726. Por otra parte, los reos no se iban solos al otro barrio: las cofradías de la Sangre y de los Desamparados les prestaban asistencia espiritual y material en los últimos momentos. Los cofrades acompañaban al reo en procesión hasta el patíbulo: son los hábitos y capirotes que no faltan en los testimonios gráficos de la época, y que dieron lugar a un luctuoso y nefando negocio consistente en alquilar los hábitos para asistir a la ejecución desde primera fila.

El garrote catalán: el otro hecho diferencial
La historia del garrote vil es una caja de sorpresas. Ya se ha visto cómo la instauración de este sistema de ejecución, en 1832, jubiló a la horca e igualó a nobles, religiosos y plebeyos ante la pena de muerte. Hasta 1897 fueron agarrotados en Barcelona unas setenta personas. Más sorprendente aún es la taxonomía de tan singular instrumento: la historia universal de la infamia reserva el adjetivo catalán para la versión más brutal del garrote, con un punzón de hierro que -dice Domènech- "penetra y quiebra las vértebras cervicales a la vez que empuja el cuello hacia delante, aplastando la tráquea contra el cuello: la muerte sobreviene por asfixia y por la destrucción de la médula espinal, y el punzón no sólo impide que el desenlace sea rápido sino que incrementa las posibilidades de una larga agonía". Un instrumento, como se ve, sofisticadísimo, a la altura de la delicadísima y proverbial sensibilidad catalana y que convertía en un artefacto rudimentario el vulgar garrote español, donde la muerte sobrevenía por vulgar asfixia al atornillar la soga metálica que se le encasquetaba al reo.

[Este artículo se publicó el 27 de julio de 2007 en el semanario Presència]

viernes, 25 de abril de 2014

Juegos de guerra en Encamp

Las memorias de Josep Carner-Ribalta reconstruyen la conexión andorrana de los Fets de Prats; el político catalán evoca el paso por el país de uno de los batallones que tenían que invadir Cataluña a las órdenes de Macià.

Es sin duda uno de los capítulos, tan abundantes en el siglo XX andorrano, en que la memoria ha ido cediendo el recuerdo a la rumorología y finalmente a la mixtificación histórica: el paso por Encamp (Andorra), a finales de 1925 de uno de los batallones de aquel Ejército Catalán que, inspirado por Macià, se preparaba para la invasión de Cataluña. Fue ésta una quimérica y al final frustrada operación maquinada por Estat Català, grupo paramilitar fundado en 1922 y que propugnaba la lucha armada como vía para acceder a la independencia (de Cataluña, claro). Procedente del Rosellón, este Ejército Catalán -en realidad, dos columnas integradas por medio millar de hombres- tenía que entrar por el Coll d'Ares-entre la localidad española de Molló (Gerona) y la francesa de Prats de Molló (Pirineos Orientales)- y por Sant Llorenç de Morunys, en el noreste de Lérida, confluir sobre la población de Olot (Gerona) y proclamar desde aquí la República Catalana, con la esperanza de que el resto de plazas caerían como fichas de dominó por efecto de la presión popular.

Son los conocidos como Fets de Prats de Molló, que deben el nombre a la localidad del Vallespir -en el departamento de los Pirineos Orientales- donde el mismo Macià y su estado mayor fueron capturados por la policía francesa el 1 de noviembre de 1926, precisamente el día fijado para la insurrección. Los había delatado Ricciotti Garibaldi, miembro del contingente de (supuestos) antifascistas italianos enrolados en la causa independentista, pero en realidad un topo a sueldo de Mussolini. Se practicaron un centenar de detenciones, pero sólo diecisiete de ellos -entre los cuales, por cierto, Josep Fontbernat, decenios después instalado en Andorra y creador del Glossari andorrà, la primera emisión radiofónica en catalán de la posguerra- fueron finalmente juzgados y condenados a leves penas de prisión.

Se sabía que un grupo de militantes de Estat Català se concentró durante unos meses en Encamp preparar la invasión, y se especulaba con la posibilidad de que hubieran recibido aquí algún tipo de entrenamiento militar. Pero no disponíamos ni de los detalles ni de los nombres de los hombres que participaron en estos juegos de guerra a la andorrana. La reedición de las Memòries de Josep Carner-Ribalta (Balaguer, Lérida, 1898-California, 1988) aportan algo de luz sobre un episodio que terminó pareciéndose antes a una acampada de boy scouts -con esperpéntica sorpresa final, enseguida lo verán- que a los preparativos para una operación bélica con pies y cabeza. El político catalán, uno de los lugartenientes de Macià en el complot de Prats, dedica un capítulo entero de sus memorias a la aventura andorrana del Ejército Catalán: el origen de la ocurrencia hay que situarlo en la necesidad de establecer un lugar de reunión entre los militantes en el interior de Cataluña y los que organizaban la invasión desde Francia. Un punto seguro como Andorra. Y dentro de Andorra, Encamp. Para no levantar suspicacias ante las autoridades francesas para "justificar la presencia de una brigada de trabajadores catalanes en territorio andorrano, se simuló la existencia de unas minas de cobre en una montaña de la zona de Soldeu", cuenta Carner-Ribalta.

El hombre sobre el terreno fue Pere Musela, nacido en Solsona (Lérida). Carner-Ribalta sitúa en el otoño de 1925 -antes de las primeras nieves, dice- la llegada de un primer pelotón con una veintena de "minyons", según la terminología puramente escoltista del autor, que acto seguido y con algunas pretensiones asegura que la auténtica misión del destacamento era "constituir una aduana libre para el paso de propaganda, correspondencia y ocasionalmente armas; revisar itinerarios y rutas fronterizas, y servir de campo de entrenamiento para las fuerzas de la futura gesta". Operaciones más o menos clandestinas que había que compaginar, claro, con la coartada de la explotación minera. Por eso, continúa Carner-Ribalta, "cada mañana, los minyons que no estaban ausentes por otros servicios salían con el pico a cuestas y ofrecían una performance como nunca jamas se había visto en aquellas montañas". Cosa que es mucho decir -y mucho ignorar- porque históricamente ha habido en Andorra una intensa actividad minera con extracción del mineral de hierro que se trabajaba en las fargas locales. Claro que todo esto no tenía por qué saberlo Carner-Ribalta, y tampoco iba a hacer sombra a las gestas de sus minyons.

Pobre Musella
Pues el mismo Carner-Ribalta no duda en calificar de "éxito moral y material" la incursión andorrana, que según él dio salida a los excesos de testorerona de los elementos más incontinentes de Estat Català -quizás por aquello que canten Manel: "Ja sabem que els guerrers s'avorreixen si no hi ha una mica d'acció..." Tal y como lo recuerda, "Macià sabía que en aquellos momentos unas migajas de acción de verdad, por incipiente que fuese, calmaría la inquietud de estos jóvenes". Los minyons, ya saben. También aporta los nombres de algunos de los soldados que desfilaron por la base de Encamp -Samper Mononelles, Gual, Nunyes (!), Carbonel, Armengol, Tarragó...- y evoca el ambiente de camaradería algo kumbayá que se respiraba en el campamento: "Por la noche, los que no habían ido a Encamp o a el Hospitalet [la primera población francesa, al otro lado del Pas de la Casa] se explayaban alrededor de una rutilante hoguera con sus pensamientos.

Era casi una costumbre pasar la primera parte de la velada entonando canciones catalanas..."
Carner-Ribalta no concreta, es una lastima, cuándo terminaron estos campamentos andorranos. Dice, eso sí, que se convirtieron en una actividad "que cumplía su cometido y que no causaba problemas", pero termina la crónica de tan idílica peripecia independentista con un giro estrambótico que le da a todo el asunto un inconfundible aire de sainete, de aventura orquestada por unos aficionados: el mismo Musella a quien se le había ocurrido la coartada de la mina de cobre en Soldeu -dice el autor- "pretendió obligar a los minyons a trabajar de verdad, enloqueció y se pasaba el día y pare de la noche cavando". Añade para rematarlo que meses después, cuando todo el mundo "se había olvidado de lo de Andorra", apareció por Bois-Colombes, cuartel general de Macià, "un hombre pequeñajo y de aspecto rústico": era Musella, que cargaba con un enorme saco que depositó sobre la mesa de Carner-Ribalta. Un saco... con el mineral de cobre que había conseguido extraer de la mina andorrana y que le llevaba lealmente a su comandante para que dispusiera del fruto de sus desvelos en favor de la causa. "¡¿Dónde tiene usted la cabeza, Musella?!", dice que le espetó el Avi.

Para completar el rompecabezas, el historiador Arnau González-Vilalta le pone en La cruïlla andorrana de 1933 nombre y rostro a uno de los minyons de las jornadas andorranas: Bonaventura Armengol, el mestre Orelleta (Andorra la Vella, 1898-1991), todo un personaje, que un documento de la embajada española en París fechado en 1933 describe como un "maestro catalanista, expulsado durante la Dictadura de Primo de Rivera y complicado en el asunto de Prats de Molló". Casi exactamente los mismos términos con que lo despachaba ese mismo año el diario catalán L'Opinió: Catalanista de tradición, revolucionario de temperamento y andorrano de nacimiento, que participó de manera directa en el intento revolucionario de Prats de Molló". Y cierra el círculo otro historiador, el leridano Climent Miró, que ha profundizado en la conexión andorrana de los Fets de Prats zambulléndose en la correspondencia generada por el Ejército Catalán.

Así es como ha identificado exactamente la explotación que los independentistas catalanes utilizaron como tapadera: se trata de la mina de l'Orri, en los Cortals de Encamp, y -siempre según el investigador- el ciudadano andorrano que solicitó y obtuvo la concesión fue Benito Mas, vecino de Encamp, que actuó de prestanoms -hombre de paja, una institución muy, muy andorrana- y que no tuvo ningún otro papel en la insurrección. Miró avanza hasta principios de 1925 la llegada del pelotón de minyons, perteneciente al Tercio de Tolosa -uno de los tres en que, sobre el papel, se dividía el Ejército Catalán- y que fue reduciendo paulatinamente la dotación hasta quedarse en los huesos: ¡seis hombres, seis! Se repartieron entre una borda de los Cortals y casas particulares de simpatizantes de la causa. Duda Miró que llevaran a cabo ningún tipo de entrenamiento militar y no ha localizado ningún documento que pruebe que la pista andorrana fue utilizada para transportar armas. Se trataba sencillamente, concluye, "de un lugar de avanzada por donde circulaban hombres y documentos", que se desmanteló justo antes de la invasión. De Musella, el pobre, ni una palabra.

[Este artículo de publicó el 3 de mayo de 2010 en El Periòdic d'Andorra]

miércoles, 23 de abril de 2014

Esplugas City: el Far West al lado de casa

El poblado del Oeste levantado en esta localidad vecina de Barcelona por la productora Balcázar fue en los años 60 escenario de medio centenar largo de spaghetti westerns.

En septiembre de 1964 se estrenaba Por un puñado de dólares en un cine de barrio de Florencia, casi con nocturnidad y sin ninguna pretensión comercial ni mucho menos artística. Sin siquiera proponérselo, Sergio Leone acababa de revolucionar el género y de dar carta de naturaleza al spaghetti western. Por un puñado de dólares se había rodado en el pionero poblado de Hoyo de Manzanares, en un Oeste de cartón piedra situado al norte de Madrid y al que le acababa de salir competencia en Esplugas (Barcelona): ese mismo verano la productora Balcázar terminaba el rodaje de Pistoleros de Arizona, el primero de los más de setenta westerns -o películas de vaqueros, para decirlo con la terminología de la época- que produjo entre 1964 y 1972. Fue una premonición del tándem que formaban los hermanos Balcázar -Francisco y Alfonso, que se repartían las funciones de productor, el primero, y director, el segundo- y Esplugas City llegó a contar con medio centenar de edificios -incluidos el hotel, el saloon, la oficina del sheriff, herrero, establos, iglesia, barbería, banco y, claro está, patíbulo, una estupenda horca- y hasta con dos poblados temáticos anexos: uno indio y otro mexicanos.

En total, unos 10.000 metros cuadrados, aproximadamente, situados al lado del cementerio municipal de la localidad y que enseguida fueron bautizados con el nombre con el que han pasado a la pequeña historia del cine español: Esplugas City. El artífice de este Oeste del Llobregat fue el escenógrafo Juan Alberto Soler, que se inspiró abiertamente en El hombre de las pistolas de oro -dirigida por Edward Dmytryk, y con Henry Fonda y Richad Widmark como protagonistas- y que en la época todavía no había pisado ni una sola vez el auténtico Far West. Y hay que decrilo: Soler realizó un trabajo impecable, porque como indica el historiador Rafael de España, autor de Más allá de Esplugas City, "aun levantados al lado del núcleo urbano de Esplugas, los edificios estaban dispuestos de tal manera que el director podía poner la cámara donde le pareciera sin el peligro de que se le colara ninguna antena de televisión ni la chimenea de ninguna de las fábricas vecinas.

Vista aérea de Esplugas City: abajo, a la izquierda, el cementerio municipal; la construcción de la A-7, en 1967, obligó a trasladar el poblado 500 metros más allá, justo hasta donde hoy se levanta el IES La Mallola. Fotografía: Más allá de Esplugas City.

Los cowboys impusieron su ley en Esplugas City entre 1964 y 1972: Pistoleros de Arizona fue la primera película que se rodó en el poblado, y Le llamaban Calamidad, la última. Footgrafia: Más allá de Esplugas City.

Fotograma de El retorno de Gringo, secuela de Una pistola para Ringo, dirigida por Duccio Tessari y protagonizada por tres habituales de los estudios Balcázar: Giulianno Gemma, Fernando Sancho y George Martin. Fotografia: Más allá de Esplugas City.
Duelo final en Pistoleros de Arizona (1964). Fotograma: Más allá de Esplugas City.
El mexicano indolente y borrachín que interpretaba el actor aragonés Fernando Sancho -a la izquierda, comparte escena con Robert Wood en ¡Viva Carrancho!, rodada en Esplugas City- se convirtió en uno de los iconos del spaghetti western. Fotografía: Más allá de Esplugas City.
Richard Harris, a la derecha, en Un hombre llamado Caballo, que se dobló en los estudios Balcázar. Fotograma: Más allá de Esplugas City.
Daniel Martin en El último mohicano (1964), probablemente en el papel de Uncas. Fotograma: Más allá de Esplugas City.
Ejecución sumarísima en Esplugas City: Luis Induni, con la soga al cuello, Augusto Pesarini, el verdugo, y George Martin, que aparece al fondo al rescate de Induni, en El retorno de Clint el Solitario (1971). Fotograma: Más allá de Esplugas City.

El poblado de Esplugas permitió a una productora modesta como había sido hasta entonces Balcázar levantar una infraestructura industrial que en la España de la época sólo se podía comparar a lo que Samuel Bronston había proyectado en las afueras de Madrid para rodar superproducciones históricas como El Cid y Rey de reyes. Además de Esplugas City, los Balcázar construyeron estudios de rodae y de doblaje en unas naves del vecino polígono Montesa, aprovecharon la asociación con la distribuidora Filmax para conseguir subvenciones a la producción, y hasta habilitaron un hotel en el Paseo de Gracia de Barcelona -el Cristal- para alojar a las estrellas contratadas para sus películas. La nómina de éstas es larga y refulgente: Janet Leigh, Ernest Borgnine, Edward G. Robinson, Lex Barker, Charles Boyer y Robert Taylor, que rodó para Balcázar su última película, El rublo de dos caras. El resultado es que hacia 1966 ya era la principal productora "no solo de España sino probablemente de Europa, y podía competir de tú a tú con los americanos".

En la década que duraron las vacas gordas, los Balcázar produjeron -o coprodujeron- cerca de dos centenares de películas. El grueso de esta filmografía, y por lo que han pasado a la historia, se concentró en el spaghetti western, pero también financiaron decenas de títulos de lo que se podría denominar serie B europea: péplums (El triunfo de los diez gladiadores), parodias de Bond (Kiss, Kiss, Bang, Bang), exóticas aproximaciones locales al cine negro (Crónica de un atraco) y naturalmente, las inevitables españoladas (El señorito y las seductoras). Ligeramente más memorables son las películas de vaqueros: Oklahoma John, Viva Carrancho, Sangre sobre Texas, Dinamita Jim, Cuatro dólares de venganza, Doc, manos de plata...) Todas ellas, carne de cañón de las sesiones dobles de los sábados de la época.
El mérito de los Balcázar fue el de los pioneros porque, dice España, tuvieron la visión de apostar por el western en un momento en que el futuro del género no estaba en absoluto claro, porque el éxito de Por un puñado de dólares, que se estrenó después de la erección de Esplugas City, pilló por sorpresa incluso a sus artífices, que la habían concebido casi como un subproducto, con un presupuesto mínimo y un actor semidesconocido como era en aquellos momentos Clint Eastwood. Pero lo cierto es que supieron aprovechar el tirón y que más del 10% de los cerca de 600 spaghetti westerns que se rodaron en España e Italia entre 1964 y 1976 -cuando se estrenó Keoma, con Franco Nero, la carat de defunción oficial del género- tuvieron por escenario Esplugas City.

Entre estas setenta películas rodadas a este lado del Llobregat abundan los productos de ocasión destinados al consumo inmediato -y al consiguiente olvido. Pero hay también títulos memorables: Una pistola para Ringo y su secuela, El retorno de Ringo, dirigidas por el italiano Duccio Tessari, asi como Pistoleros de Arizona, Clint el Solitario -que no se rodó en Esplugas sino en el parque nacional de Aigüestortes- y sobre toto, Sonora, la obra maestra de la factoría Balcázar y el punto álgido de la filmografía de Alfonso, el director oficial de la casa. En la lista no figuran, por supuesto, los títulos mayores del género, casi todos con capital, equipo técnico y artístico mayoritariamente italianos. La muerte tenía un precio, El bueno, el feo y el malo y Hasta que llegó su hora -la trilogía canónica de Leone- se rodaron el Almería, donde a partir de 1965 -justo tras el boom del género- se levantaron los poblados Fraile y Juan García en el desierto de Tabernas, y el de Tecisa, en Gérgal: "El problema de Esplugas City es que sólo se podía rodar en el poblado y en plató; para los exteriores, había que desplazarse hasta Huesca para rodar en Serós (Texas Kid, Sangre sobre Texas) o Cardell. Y el Cinca se convertía en un Río Grande más bien enano. En cambio, el Almería lo tenían todo a mano, interiores y exteriores, incluso un desierto de verdad, y claro, les salía más barato", argumenta España. La preponderancia italiana no deja de sorprender, sobre todo si tenemos en cuenta que los primeros westerns europeos se rodaron en Alemania y en España: de hecho, el poblado de Hoyo de Manzanares e construyó para el rodaje de Tres hombres buenos (1963), de Joaquín Luis Romero Marchent, auténtico pionero rápidamente eclipsado por el gran Leone. En aquellos momentos, continúa, los italianos desconfiaban del western y sólo abrieron los ojos ante el éxito estratosférico y totalmente inesperado de Por un puñado de dólares. Pero una vez metidos en faena resultaron imbatibles. En Italia existía una industria potentísima, la más importante del continente; la cinematografía española estaba a años luz, tanto en medios como en talento.

Esplugas City tuvo, en fin, una vida efimera. El primer aviso que aquello no iba a durar eternamente llegó en 1967, cuando la construcción de la A-7 obligó a trasladar el poblado medio kilómetro más allá. Hacia 1970 la estrella del spaghetti western comienza a declinar de manera definitiva: de tan repetida, la fórmula -una violencia de corte tarantiniano que roza el sadismo, un machismo nada disimulado y el permanente cuestionamiento de la moral tradicional del western clásico- acabará perdiendo el favor del público. Sólo el éxito, de nuevo inesperado, de un subproducto paródico como Le llamaban Trinidad (1970) y de sus múltiples y cada vez más chusqueras secuelas permitió un tímido repunte de un género que tenía los días contados. Fue el canto del cisne. Balcázar sólo resistió tres años más. En 1972 Alfonso rodó Le llamaban Calamidad, una parodia de la parodia: el súmum. Fue el último western que se rodó en Esplugas, después de que el ayuntamiento había decidido no prorrogar el permiso para el asentamiento. Y el principio del fin de la productora. En 1977 cerraban los estudios de doblaje, y Balcázar -en ocasiones con otros nombres- derivó hacia subproductos eróticos y se fue apagando hasta la quiebra final, en 1988.

A pesar de este final tan poco épico, España y el coautor de Más allá de Esplugas City, Salvador Juan i Babot, reivindican el papel de Balcázar en la historia del cine español: "Fue una oportunidad desaprovechada de crear una industria cinematográfica homologable a la de otros países europeos, donde los productores invertían con un espíritu esencialmente comercial. Balcázar intentó producir un cine que diera beneficios, que fuera rentable, a diferencia del pozo sin fondo del cine de arte y ensayo que practicaban Saura, Regueiro Picazo, Summers y Martín Patiño, ruinoso, y de otros muchos productores que se limitaban a tender la mano a esperar que les cayera la reglamentaria subvención oficial para desentenderse inmediatamente de la viabilidad comercial del producto. En fin, que no había ni en la Barcelona ni en el Madrid de la época nada remotamente similar a Balcázar". The End.

La pequeña historia del cine
Rafael de España (Barcelona, 1950) y Salvador Juan i Babot (Esplugas, 1953) llevan el virus del cine en la sangre. Han compaginado su profesión -médico y arquitecto, respectivamente- con la investigación de uno de los capítulos menos transitados de la historia del cine nacional. En el caso del primero, la faceta de cinéfilo lo ha llevado a interesarse por el péplum (La Antigüedad en el cine), la visión cinematográfica del descubrimiento de América (España y América: cuatro siglos de historia a través del cine) y la utilización de la gran pantalla por la propaganda nazi (El cine de Goebbels). A Esplugas City llego a través del spaghetti western (Breve historia del western mediterráneo) y con la colaboración de Juan, largamente vinculado al cineclub Recerca. El próximo proyecto conjunto es una retrospectiva sobre el legado de Juan Alberto Soler, el escenógrafo titular de Balcázar.

De Sean Flinnn a Espartaco Santoni y la Escuela de Barcelona
El spaghetti western dio lugar a diversas series protagonizadas protagonizadas por un mismo personaje que con frecuencia no mantenía ninguna otra relación, aparte del nombre, con los títulos precedentes: los casos paradigmáticos son los de Django, Sabata, Sartana y Ringo. Los dos últimos lucieron sus habilidades con el revólver en Esplugas City. Ringo, con las facciones de Giuliano Gemma, y Sartana, de las de George Marttin, que también protagonizó otra miniserie: Clint el Solitario y El retorno de Clint el Solitario: por lo visto, a la hora de decidir el título de les terminó el presupuesto. Por cierto, en esta última también saca la nariz un jovencísimo Klaus Linski. El reparto de los westerns de Balcázar depara otras sorpresas como la presencia de Sean Flinn, el hijo del gran Errol, en una modestísima producción cuyo título lo dice todo: Siete pistolas para Timothy. El siete será, en fin, un recuro habitual en los títulos de las italianadas de la época, como también la inclusión de la palabra "dólares", así, en plural, a ver si se les pegaba algo del puñado original.

La faceta más comercial de la factoría Balcázar se completa con las películas de aventuras (El salvaje del Kurdistán, con Lex Barker, el ex de Tita Cervera), las de espías (Agente End, una rareza con la Sagrada Familia de Barcelona convertida en sede de la Spectra de turno) y las de piratas (Tormenta sobre el Pacífico). La polivalencia de los estudios la demuestra el hecho de que Jess Franco -antes de derivar el también hacia los subproductos eróticos- rodó para ellos El castillo de Fu-Manchú, secuela de la serie creada por Sax Rohmer. Otros nombres más o menos célebres que en un momento más o menos dulce de su carrera desfilaron por los estudios Balcázar son Michèle Morgan (Un halcón sobre el infierno), José Luis López Vázquez (Totó de Arabia), Sara Montiel (La dama de Beirut), Espartaco Santoni -vaya, otro ex de Tita (Goldface)- y Anita Ekberg (Crónica de un atraco). Incluso Claude Chabrol rodó en ciera ocasión en Esplugas: El tigre se perfuma con dinamita. En cambio, no llegaron a pisar el poblado del Llobregat actores como Franco Nero, William Berger y Lee van Cleef, la crema del spaghetti que rodaba en Almería con las primeras figuras italianas.

Vista la selecta nómina de productos diseñados para el consumo inmediato, sorprende la faceta digamos experimental que Balcázar se atrevió a ensayar, y que lo convirtió en el mecenas a la sombra de la más prestigiosa que vista Escuela de Barcelona: directores como Pere Portabella (Nocturn, 29), José María Nunes (Sexperiencias), Carlos Durán (Liberxina 90), Ricardo Bofill (No compteu amb els dits) y Joaquim Jordà (Dante no es únicamente perfecto) rodaron gracias a la generosidad de los productores, que les cedía los estudios. Incluso Serrat desfiló por Esplugas, donde rodó Paraules d'amor, con Serena Vergano, en una especie de compensación por la renuncia al festival de Eurovisión a raíz del caso a, la, la. Al final, resultó que para los Balcázar no sólo contaban los dólares.

Aquellos días felices al Oeste del Llobregat
Una de las claves del éxito (efímero) de Balcázar fue el trabajo en equipo. Como advierte España, "salvo a los directores de la Escuela de Barcelona, no producían películas de autor, ni remotamente. El resultado era el fruto de un trabajo casi en cadena en que intervenía mucha gente de la factoría". El primero de todos, Alfonso Balcázar (Barcelona, 1926-Sitges, 1993), que debutó con La encrucijada (1960) y que dirigió una treintena de títulos, mayoritariamente westerns y siempre para la productora familiar excepto en su última etapa, cuando ocn el seudónimo de Al Bagran dirigió un puñado de películas de destape: "José Luis Guarner lo criticó cruelmente. 'Dirigir no se puede comprar con dinero' Pero es profundamente injusto porque Alfonso no puede ser juzgado con los mismos criterios que Rossellini". Su obra maestra es Sonora (1968), inspirada en La muerte tenía un precio, protagonizada por dos estrellas en horas bajas, Gilbert Rolan y Jack Elam, y un actor de la casa, George Martin, pseudónimo de Francisco Martínez Celeiro (Barcelona, 1937).

Martin fue un eficaz secundario en muchos de los títulos de Balcázar e incluso adquirió cierta notoriedad en Italia con títulos como Clint el Solitario, que protagonizó. Aun más cachet adquirió Fernando Sancho (Zaragoza, 1916-Madrid, 1990), auténtica figura del spaghetti western y rostro habitual en las películas rodadas en Esplugas gracias al personaje del mexicano indolente, borrachín y pendenciero -y hoy decididamente incorrecto- que convirtió en icono. Con tanta convicción que en México, su patria adoptiva, lo declararon persona non grata. Casi se comprende. Su prolífica filmografia arranca con Ni pobre, ni rico sino todo lo contrario, e incluye mas de 200 películas. Pero pasará a la historia del cine como la encarnación del mexicano malo.

Menos conocido es Juan Albert Soler (Barceona, 1919.1993), pionero de la escenografía catalana y el cerebro que concibió Esplugas City. Lo hizo además con singular eficacia: hasta 1966 -cuando trabajaba para Antonio Isasi en el rodaje de Las Vegas, 500 millones- no visitó un auténtico poblado del Oeste, en esa ocasión en el desierto de Mojave. Otros nombres que se movieron en la órbita de los Balcázar fueron los guionistas Miguel Cussó y Jose Antonio de la Loma, así como el pequeño de la saga, Jaime Jesús Balcázar, que se estrenó en la dirección con Crónica de un atraco y que en 1978 inauguró la nueva línea erótica en que desde entonces se adentró la productora con Inés de Villalonga.

[Este artículo se publicó en agosto de 2006 en la revista Presència]



martes, 22 de abril de 2014

Josep Maria Contijoch, veterano de la guerra de Ifni: "Por la noche te entraba el miedo a una bala perdida" (y II)

-Los baamranis no son saharauis, pero tampoco marroquíes...
-Creo que en el fondo sí que se sienten marroquíes, aunque son de origen bereber. Hay quizás un sentimiento de diferencia, pero por circunstancias históricas se han acabado identificando. El Sáhara, en cambio, es otra cosa: los saharauis siempre han dicho que ni rezan al sultán ni pagan impuestos.

Contijoch, veterano de la guerra de Ifni y autor de Impresiones de un movilizado, entrevistado en 2007 su residencia de Montblanc (Tarragona). Fotografía: Máximus.


Vista aérea de la ciudad de Sidi Ifni en los años 50 (arriba), y en la actualidad; los monumentales cuarteles de la Legión y de los Tiradores, en la parte superior derecha, han sido sustituidos por nuevos barrios residenciales. Fotografía: El Rincón de Sidi Ifni.


Desembarco de material militar con barcazas, debido a la inexistencia en los años 50 de puerto en la capital de la colonia; de hecho, lo habitual era que personal y pertrechos fueran descargados en las playas a bordo de carabos, nombre que recibían las barcazas locales. Fotografía: El Rincón de Sidi Ifni. 

-Se cuenta la anécdota de las mujeres baamranis de Sidi Ifni que escupían a los soldados españoles porque sabían que tenían órdenes de no responder y así los humillaban; y de los hombres baamarani que trazaban una línea en la arena de la calle y les retaban a no traspasarla porque más allá, decían, era territorio marroquí...
-Lo del escupitajo lo vi, pero lo atribuyo al ramadán: podíamos estar por ejemplo formando para el desayuno, que nos repartían el chusco con leche, y ellas pasaban a una distancia de unos cincuenta metros y escupían, sí, pero es que no las veíamos, dudo mucho de que fuera con la intención de ofendernos. Los de la ralla en la arena no lo había visto ni oído jamás, pero puede ocurrir que interpretes un hecho de una manera que tiene poco que ver con la realidad, y que con el tiempo vayas deformando y magnificando las cosas.

-El caso es que usted tampoco se atrevía a ir solo por el barrio moro.
-Por pura precaución, porque te arriesgabas a toparte con un tipo capaz de pegarte cuatro tiros.

-Entonces, ¿tenían algún trato, con los nativos?
-Con los moros que servían como ayudantes, sí; con las moras, no, pero es que eran ellas mismas, las que ponían distancia. Pero esto también fue después del follón; antes, por ejemplo, las putas de Sidi Ifni eran moras; después ya fueron siempre españolas.

-Ocio: ¿cómo mataba una guarnición de miles de hombres el tiempo?
-En Sidi Ifni no había nada que hacer. El único empresario que había era un tal Barber, oriundo de Tarragona. Creo que había llegado con Capaz, y él y su familia eran los propietarios de casi todos los negocios, incluido el cine. Antes de mi quinta parece que hubo dos cines: el moro y el europeo.

-¿Europeo, dice?
-Sí, así decíamos, porque españoles se supone que también lo eran los moros. Por lo visto en el cine moro proyectaban películas pornográficas. Pero eso yo ya no lo vi porque cuando llegué ya lo habían cerrado. El caso es que lo tenían muy bien montado, los Barber: pasaban una película a las 3, otra a las 5, una más a las 7 y la última sesión, a las 10. Todas, diferentes. Como no había nada más que hacer, ibas a la primera sesión y a media tarde ya no sabías cómo matar el tiempo. Cuatro películas era impensable porque te salía por un censal. En fin, que en mis ratos de ocio los pasaba en la oficina arreglando papeles, que estaba hecho un desastre; de vez en cuando, cine, pasear, fumar y estar en la plaza de España.

-¿Había chicas españolas?
-Las hijas de los oficiales eran inaccesibles: hacían vida aparte. Hay que tener en cuenta que la guerra marcó un antes y un después: se acabó la buena vida de los viejos tiempos -mi comandante venía a las 12 a firmar y no le volvíamos a ver el pelo en la oficina- y tuvieron que ponerse manos a la obra, por lo menos para tener a las unidades al día por lo que respecta a la instrucción.

-De todas formas, no da la impresión en sus memorias de un ejército desorganizado, de una tropa más propia de Pancho Villa, como alguien lo definió.
-Una cosa eran los oficiales de academia, que alguna vez te podían meter un puro pero que eran gente más o menos cultivada que bueno, y otra los chusqueros, algunos de los cuales habían pasado por la División Azul, o habían hecho la Guerra Civil como cabos o sargentos, que con los años fueron ascendiendo -tampoco demasiado, hasta teniente, aunque también había algún capitán. En cualquier caso, mis llamémosles colegas del estado mayor eran burócratas y, por lo genera, gente pacífica y de trato fácil.

-Cuando estalló la guerra, ¿estaban preparadas, las unidades? ¿Era correcta, la instrucción?
-Hay que tener en cuenta la sociología del ejército: a los soldados se les instruye para hacer la guerra, pero si no haces la guerra, enseguida te olvidas de lo que has aprendido. En mi caso, cuando terminé la instrucción con la brigada paracaidista, estaba relativamente bien entrenado; un año después, tras servir doce meses en las oficinas del estado mayor y no haber vuelto a coger un fusil, no sabía ni disparar. Lo mismo ocurría con otros destinos: pagaduría, intendencia, automobilismo, sanidad... Y muchos de estos oficios los desempeñaban reclutas catalanes. Te puedo contar la anécdota de un coronel de Tiradores que cada vez que licenciaban a una quinta se lo montaba para que el nuevo personal fuera catalán y con oficio: barbero, sastre, cocinero... Si te tocaba, la mili se había terminado, para ti.

-El armamento: ¿es cierto que la guerra significó también un antes y un después, con una notable mejora del material a partir de la invasión?
-Paracaidistas y legionarios estaban bien armados; los soldados de leva seguimos con nuestros máusers; pero, claro, estábamos en segunda línea.

-Se dice que el Canarias disparó por error sobre las posiciones propias: ¡fuego amigo!
-Recuerdo cuando ocurrió: eran las 8 de la mañana, estábamos durmiendo y de repente fue como un trueno, como si nos hubiera sobrevolado un jet, pero cien veces más fuerte. Y otra vez. Subimos a las terrazas a ver qué era aquello y vimos al Canarias abriendo fuego, sí, pero no sobre nuestras posiciones sino al interior del territorio. Lo de fuego amigo fue un rumor malintencionado. La prensa extranjera dijo que estábamos machacando a las cabilas. Aquello duro un par de días. Luego creo que pasaron por Agadir: una exhibición de músculo. No sé si tuvo que ver con el Canarias, pero lo cierto es que a partir de entonces la presión de los moros bajó.

-Otro rumor sostiene que los EEUU no permitieron a Franco utilizar el material más moderno que el ejército español acababa de adquirir y que por esta misma razón hubo que recurrir a los veteranísimos Junkers y Heinkel alemanes.
-No sé si había mejores aviones o no, pero que los americanos no permitieron utilizar material más adecuado es un hecho. No les interesaba que el conflicto se les fuera de la mano, ni que uno de los contendientes machacara al otro.

-¿Y la colaboración francesa, más allá de alguna pasada de los cazas?
-Creo que sí hubo una cierta colaboración por lo que respecta a inteligencia.

-Una cuestión terminológica: a los insurrectos, ¿cómo les llamaban: "bandas" o "Ejército de Liberación"? Es que hay una diferencia...
-El Ejército era el conjunto de las bandas; pero bandas no en un sentido digamos mafioso sino porque eran grupos de 20, 30 o cien hombres, que actuaban no se sabe muy bien bajo qué órdenes. De hecho, nosotros tampoco las llamábamos "bandas" sino simplemente "los moros".

-En su opinión, ¿por qué se quedó España once años, hasta 1969, después del fin de la guerra?
-Por una cuestión de orgullo imperial. Nada más. Así como en el Sáhara hubiera tenido alguna justificación resistir hasta el último momento y hasta el último hombre, por las minas de wolframio, en Ifni no había nada que defender, ninguna riqueza que explotar... salvo el prestigio, el honor de no renunciar a lo que se consideraba territorio español. ¡Y con rango de provincia!

-Sidi Ifni, ¿era una ciudad bien acondicionada, con red de alcantarillas, agua corriente, electricidad...?
-Era excepcional, porque en las cabilas no había nada de esto. En Sidi Ifni había hospital, escuelas, incluso un zoo. Los dos barrios, el moro y el europeo, estaban separados por una especie de vaguada. No es que fuese obligatorio, pero a la hora de instalarse, cada uno lo hacía con los suyos: los moros con los moros y los europeos con los europeos. Al principio, como ya he contado, llevaba mi ropa a lavar a una mora que vivía en el barrio moro; al día siguiente me traía la colada limpia su marido, que era uno de estos soldados moros que cobraba la muna.

-De la visita triunfal de Carmen Sevilla y Gila no guarda muy buen recuerdo...
-No encontrarás ni un solo veterano de Ifni que te hable bien de aquello. Atención, que hablo de Gila, no de Carmen Sevilla. Y no es una cuestión de ideologías: lo que no tenía que haber hecho es decir que fue a Ifni "obligado", que si hubiera podido no hubiera viajado. Nosotros sí que fuimos a la fuerza, porque no nos quedaba otro remedio, y no nos sirvió de nada; con la diferencia que él estuv en Ifni una semana: nosotros, 15 meses, y que a él le pagaron sus buenos dineros, por no hablar de la campaña de publicidad gratuita que aquello le reportó. Gila fue el único de los diez o quince artistas que fueron a Ifni que habló de aquella manera. Carmen Sevilla, por ejemplo, siempre lo ha evocado con cariño.

-¿Asistió usted al espectáculo?
-Sí: lo vi en el cine; pero también lo hicieron en los destacamentos: quedaba muy bien, Gila, con su número del teléfono y burlándose del ejército, todo hay que decirlo; montaban un tablao y bailaban también sevillanas... En fin, que a mí siempre me ha parecido que copiaron las giras que los americanos montaron en la II Guerra Mundial, con Bob Hope, James Stewart y compañía. Lo volvieron a hacer en Vietnam, como se ve en Apocalipsis Now.

-La primera semana después de la invasión fue también la semana del hambre...
-Hay que decir que en Ifni se comía bien; por lo menos, los paracaidistas, con los que hice la instrucción. Atención, que "bien" no significa comilonas y platos sofisticados, sino estofado, macarrones y cosas así. El resto de las unidades disponían de menos recursos y ya era otra cosa, pero se comía; jamás se pasó hambre. En los primeros días lo que ocurrió es que todos los barcos y aviones disponibles -del campo de aviación despegaba un avión cada minuto- se destinaron a transportar pertrechos militares desde las Canarias y la Península -entre ellos, una unidad de morteros de Barcelona- y resulta que se les olvidó el suministro de alimentos. Lo pasamos relativamente mal, porque ni con dinero encontrabas comida. Pero fue debido antes a la mala gestión que no a la escasez.

-Pasado el susto inicial, ¿sentían que la ciudad estaba a salvo, que no iba a caer?
-Estaba claro que no. Aunque los primeros días, digamos que la primera semana, no te podías quitar el miedo del cuerpo. Pero lo hacen bien, los militares, escogían a unos cuantos con narices, tirando a chulos, y los hacían desfilar por las diferentes unidades para levantar la moral: que esto está ganado, que los vamos a machacar... Luego, por la noche, cuando estabas de guardia solo en la terraza, te quedaba el resquemor de que te diera una bala perdida.

-¿Fue una guerra limpia? Me refiero con los prisioneros: ¿se les brindó un trato humano?
-En las memorias cuento el caso de un soldado moro, al que pillaron en unas maniobras escondiendo una pistola. El teniente de la unidad, un chusquero, lo envió al cuartel. Me había olvidado del caso cuando a la semana siguiente veo a un moro que moro que me sonaba: era él. Alguien dijo que incluso le habían aplicado descargas eléctricas para que cantara: claro que era un desertor, un desafecto. En cualquier caso, diría que aquello fue algo excepcional, por lo menos no tuve noticia de otros casos, y estahndo como estaba en el estado mayor -nos pasaban los partes de baja de todo el mundo, civiles incluidos- me hubiera enterado.

-¿Estuvo en alguna ocasión en el frente?
-Tuve suerte, porque en el estado mayor vivíamos en este sentido muy bien; si hubiera continuado en la Policía con toda seguridad me hubiera tocado liberar alguno de los fortines. Por eso me sorprende que Sánchez de León, el que después fue ministro con Suárez, acabara en Talata: siendo abogado hubiera podido solicitar un destino más seguro.

-¿Disfrutó de algún permiso, a lo largo de sus quince meses de servicio?
-Ni uno. Zamalloa los denegaba todos porque decía que necesitaba a todo el personal en la plaza. Hubo un caso, en nuestra unidad: un tal Torres, madrileño, que obtuvo un permiso por Navidad. Volví a contactar con él cuando publiqué Impresiones de un movilizado y le dije, "¡Hombre, tú eres el enchufado aquel que se largó a casa por Navidad!" Y me respondió que de enchufado nada, que había alegado que tenía exámanes en la Universidad y que si no se presentaba perdería el curso, y coló. Claro que luego lo suspendió todo: con el lío que teníamos en Ifni, cualquiera se ponía a estudiar.




lunes, 21 de abril de 2014

Josep Maria Contijoch, veterano de la guerra de Ifni: "Todo el reconocimiento que obtuvimos fue una medalla de latón" (I)

Sirvió en Ifni entre junio de 1957 y noviembre de 1958, así que se chupó toda la guerra (y más). Destinado primero en la unidad de policía de la colonia, Josep Maria Contijoch (Montblanc, Tarragona, 1935), ingresó a los tres meses como mecanógrafo en el estado mayor del gobernador del África Occidental Española, el general Gómez de Zamalloa. Era el encargado de escribir a las familias para comunicarles la baja en combate de su hijo. Como policía cobraba una soldada de 720 pesetas al mes; en la península, los reclutas como él recibían una (digamos) paga de 30 pesetas. Ha recogido sus memorias de guerra en Sidi Ifni '57. Impresiones de un movilizado (Cossetània, 2002).



Josep Maria Contijoch (Montblanc, Tarragona, 1935), sirvió como recluta en Ifni entre junio de 1957 y noviembre de 1958; la invasión le pilló como mecanógrafo en el estado mayor del general Gómez de Zamalloa, gobernador del África Occidental Española; en la imagen superior, con el uniforme de policía en 1957; en las dos inferiores, en su residencia de Montblanc, en 2007, mostrando el mismo uniforme y la medalla de latón con que el gobierno franquista condecoró a los veteranos de la guerra de Ifni. Fotografía: Archivo J. M. Contijoch / Máximus.

-¿Nadie se esperaba una operación enemiga?
-Algo nos olíamos, porque teníamos noticia de concentraciones tanto en Agadir como en Bulimin, pero no se nos advirtió que el ataque era inmimente. Tanto fue así que los fortines del interior quedaron rodeados; entre ellos, el de Sidi Inno, donde sólo había un cabo español: los auxiliares, todos moros, se lo cargaron.

-Y el alto mando, ¿tampoco?
-Lo mismo: si sabían algo, nadie lo exteriorizó, y de hecho no había ninguna inquietud. Y lo sé porque yo mismo servía en esos momentos en el estado mayor.

-Pero en los meses precedentes los incidentes habían sido continuos, casi diarios.
-Por eso mismo no pensábamos que fuera posible una invasión con todas las de la ley. Algaradas y golpes de mano, sí, pero una invasión coordinada -estilo japonés, como si dijéramos, sin declaración previa de guerra ni nada- nadie la vio venir, del comandante hacia abajo.

-¿Dónde le coge a usted, exactamente, el intento de invasión del 23 de noviembre?
-Durmiendo. Cuando se dio la alarma, cada uno se dirigió a su puesto; el mío era la oficina del estado mayor.

-¿Siempre sirvió en el estado mayor?
-No. Llegué a Ifni como soldado de reemplazo. Resultó que alguien decidió que había que reforzar el cuerpo de Policía de Ifni, que estaba dejado de la mano de Dios; parecía el ejército de Pancho Villa. En fin, no sé qué criterio debieron seguir, pero el caso es que nos cogieron a ochenta de mi quinta y nos destinaron al cuerpo de Policía. Para la instrucción nos encuadraron en una bandera paracaidista: menos saltar del avión, lo hicimos todo. Tras la jura de bandera, serví unos tres meses como policía: controles de carretera, batidas por el barrio moro... Enseguida presenté la solicitud para ingresar en el estado mayor, y aquí es donde me pilló la invasión.

-¿Cómo vivió, aquella noche?
-Supongo que el caos habitual en estos casos, con los oficiales dando órdenes contradictorias y sin mucho tino. Y nosotros, claro, no sabíamos qué hacer. La alarma saltó primero en la circunvalación de la ciudad y después se extendió al campo de aviación.

-La línea defensiva ya existía, ¿o se construyó después?
-Es posterior. Sidi Ifni era entonces una ciudad abierta. Las tropas de élite, Legión y paracaidistas, se desplegaron enseguida por los puntos más vulnerables, pero no existían posiciones defensivas, ni búnkers ni parapetos ni nada. Unos y otros tenían el campamento fuera de la ciudad, en aquel monte donde todavía se puede ver el escudo gigante que tallaron.

-¿Hubo en algún momento sensación de pánico, de desbandada?
-Pánico, no; fue más bien la sorpresa del momento; en los dos, tres y cuatro días siguientes los zapadores tendieron alambradas de espino; a los que servíamos en las oficinas nos dieron fusiles y nos destinaron a las azoteas -porque en Sidi Ifni los techos son planos- así que cada noche dejábamos las máquinas de escribir y nos íbamos de guardia. Porque después del susto inicial no estábamos todo el día con el fusil en las manos ni se combatía casa por casa o por las calles; no había una línea de frente ni tiroteos constantes, sino más bien esporádicos.

-A los nativos, ¿les llamaban moros?
-Sí, así es como les llamábamos.

-Las "bandas", el Ejército de Liberación, era una formación regular, en su opinión, o mas bien una guerrilla?
-Una guerrilla: ni se trataba de compañías regulares ni vestían con uniformidad: unos iban de civil, otros que cogimos prisioneros vestían uniformes norteamericanos, quién sabe de dónde los sacaron. Quizás se los facilitaron los mismos yanquis.

-¿Usted cree?
-Oficialmente nunca lo admitieron, pero los EEUU siempre jugaban a dos barajas: según se dijo, parece que en Agadir los rebeldes habían asaltado una base norteamericana y habían tomado armamento y uniformes. Pero dudo de que la capacidad organizativa de esta gente les diera para asaltar con éxito una base americana. Lo dudo muchísimo.

-En sus memorias afirma abiertamente que la invasión estaba instigada y organizada por Marruecos.
-Nunca lo han reconocido, pero se sabe. Situémonos en 1957: hacía 35 años de Annual, y 20 de la Guerra Civil. Al gobierno de la época lo último que le interesaba era un lío monumental como el que parecía que podía estallar en Ifni. A nosotros nos sorprendía enormemente que los periódicos españoles que leíamos no dedicaran ni una sola línea a Ifni. Y así ha sido desde entonces: por eso levantamos la asociación de veteranos, para que se nos reconozca lo que hicimos...

-¿Y qué hicieron?
-Al fin y al cabo, fuimos los últimos que defendimos lo que quedaba del imperio español. Pero miento: sí que se nos reconoció el esfuerzo, con una medalla de latón. Lo que me sorprende no es que la Dictadura nos ignorara, al fin y al cabo qué podíamos esperar de aquella gentuza. Se entiende que no quisieran revivir el fantasma de las guerras de África. Lo que nos solivianta es que con la democracia, y después de 50 años de aquello, no se reconozca que en Ifni hubo una guerra, todo lo corta que se quiera, pero una guerra con todas las de la ley -y con tres centenares de españoles muertos.

-¿Qué es lo que reclaman, ustedes, exactamente?
-Reconocimiento. Primero, con una labor de divulgación. Después, con la extensión a los veteranos de Ifni de los derechos que hoy amparan a los veteranos de las misiones en Kosovo y Afganistán. Ni más ni menos. Lo que no es justo es el olvido actual.

-Es indiscutible que hoy Ifni a la mayor parte de la población le suena a cosa marciana. Bien pocos podrían situarlo en el mapa.
-Lo cierto es que Ifni los militares profesionales vivían la mar de bien, con sus salarios doblados y sin hacer gran cosa. Pero es que aquello era un puro abandono: la única riqueza era la pesquera. Se podía haber explotado montando fábricas conserveras. ¿Por qué no se hizo? Durante la primera semana de la guerra el alimento principal de la tropa fueron las sardinas de un banco que había ido a parar a la costa. Pero claro, primero habría habido que construir un puente de verdad. Cuando volví a Ifni en el 2000, una empresa valenciana había abierto unas instalaciones para elaborar conservas: ¡en unos antiguos edificios de intendencia del ejército español que alquilaba al gobierno marroquí por 18 dirhams al mes! Unas conservas destinadas en su mayor parte al mercado español. O sea, que no que no se hizo cuando era una colonia española se hace ahora que es marroquí.

-Tampoco da la impresión, leyendo sus memorias, que aquello fuera un caos, ni un nido de mandos ineptos.
-Es que no lo eran. Lo que faltaba en Ifni eran civiles, hombres de negocios, empresarios. Los militares cumplían con su deber... y hacían lo que podían. El armamento daba miedo de lo viejo que era, pero esto no era culpa de los oficiales destinados en Ifni, sino del gobierno. Yo mismo hice la instrucción... ¡con un fusil que todavía llevaba estampado el sello de la Generalidad republicana! Por lo menos tenía 30 años.

-¿No vieron un solo Cetme?
-Los soldados de reemplazo, no; la Legión y los paracaidistas, sí.

-Se ha convertido en tópico referirse a la de Ifni como la "guerra secreta" o la "guerra silenciada". Pero viendo las fotografías de Carmen Sevilla y Gila desembarcando en Sidi Ifni, y que en las Navidades de 1957 el diputado por Barcelona organizó una colecta para hacer llegar un lote a las tropas, parece que sí que tuvo cierta repercusión en la prensa.
-Para escribir mis memorias tiré mucho de hemeroteca, y puedo dar fe de lo que decían, sí, y sobre todo de lo que callaban los diarios de la época. La Vanguardia, por ejemplo, habla tan solo en dos  tres ocasiones de Ifni... entre el 27 de noviembre y el 15 de diciembre: lo más crudo de la guerra. Y todavía, informaciones interiores: nada de portada ni de grandes despliegues. Curiosamente, el único medio que hizo un seguimiento relativamente extenso de la guerra fue Arriba, el diario oficial del Movimiento, pero siempre desde una perspectiva digamos imperial, que si héroes por aquí, patria y sacrificio por allá. Y a partir de enero, silencio absoluto. Ifni desaparece de los diarios.

-Los desastres, las posiciones interiores que iban cayendo, ¿también se silenciaron?
-La muerte de Ortiz de Zárate, primer paracaidista caído en combate, no se podía ocultar, así que lo convirtieron en un héroe: hasta el punto que la 3a bandera paracaidista lleva hoy su nombre. Pero lo cierto es que de unos hechos así hoy habría un seguimiento exhaustivo. Y lo repito: a partir de enero, silencio. Estoy seguro que hubo consignas superiores en este sentido.

-Pero en Ifni se desplegaron miles de soldados: no se podía ocultar, una movilización como ésa.
-Repartidos por toda España. De mi comarca, la Conca de Barberá, que tendría unos 20.000 habitantes, yo fui el único quinto que estuvo en la guerra.

-Cuando volvió, ¿sabían algo de lo ocurrido en Ifni, sus amigos y conocidos?
-Les sonaba que había habido follón, pero ni por asomo sabían que en Ifni se habían producido 700 bajas, entre muertos y heridos. Incluso esto se ha sabido después, cuando el general García de la Vega escribió su libro sobre la guerra. A él le dieron todas las facilidades que yo no tuve para consultar las listas de bajas en el Archivo Militar. En fin, que como mucho sabían de Ortiz de Zárate y de algún otro ilustre caído. Lo que no pudieron ocultar fue la liberación de los soldados capturados por los moros, Cinco o seis de los 80 hombres de mi compañía que estaban en las guarniciones de los fortines fueron capturados. Tuvieron suerte, porque aparte del cabo de Sidi Inno mataron a otros cinco. Debieron ser sobre el medio centenar, y cuando los liberaron lo vendieron como propaganda: los buenos oficios del franquismo y todo eso.

-También ustedes debieron hacer prisioneros entre los soldados del Ejército de Liberación.
-Por supuesto. No sé qué fue de ellos; sé que los enviaban a las Canarias y me imagino que al final también los liberarían. De hecho, yo mismo asistí a algunos interrogatorios, y por lo menos en estos no hubo la menor violencia.

-Lo que me sorprende es que, excepto los más pequeños, los fortines resistieran el ataque de cientos, quizás miles de rebeldes.
-Nuestra suerte era que no disponían ni de morteros ni de artillería. Los fortines eran baluartes; resistieron los mejor defendidos, como el de Talata, con una guarnición de una veintena de hombres más los moros. A éstos los debían desarmar al día siguiente, como ocurrió en la ciudad. Aunque hay que reconocer que no cumplieron las consignas que les habían dado: cada ordenanza tenía que liquidar a su oficial. Ninguno lo hizo. Claro que con los españoles vivían muy bien, con unos sueldos que podían llegar a las 3.000 pesetas. Eso, en la época y todavía más en Ifni, era mucho. Y muchos de ellos todavía cobran la pensión como veteranos del ejército.

-Teniendo en cuenta esta lealtad que los baamaranis mostraron hacia España, ¿cómo se explica la insurrección?
-Porque fue algo instigado desde el exterior. Vino de Marruecos; en Ifni no había un sentimiento antiespañol; al contrario, los baamaranis admiraban a Franco, eran más franquistas que la mayoría de los españoles destinados a Ifni. Tenía narices, la cosa.

-Los sorteos de quintas, ¿eran limpios?
-Lluís Noguer dice en su libro, Almogàvers a la força, que en 1943 enviaron a Ifni a un grupo de catalanes y vascos en represalia no se sabe exactamente por qué, quizás por catalanes y por vascos. Si fue por esto, en la época de la guerra ya no existía, esta discriminación. Cuando a uno le tocaba África, ya no había nada que hacer: tenía que pisar África. En cierta ocasión apareció por el cuartel general un chico de quien se dijo que era baloncestista de élite; anduvo tres o cuatro días por allí y al siguiente desapareció: había regresado a la Península. Los enchufes funcionaban de esta manera, pero primero tuvo que ir a Ifni

-¿Cuáles eran los peores destinos en Ifni?
-Las guardias en la frontera, los fortines... A los fortines habitualmente iba la policía. De hecho, me podía haber tocado a mí. Sánchez de León, el que fue ministro de Sanidad con la UCD, estuvo destinado en Telata. Como había estudiado Derecho, enseguida congeniamos. En cierta ocasión le propuse escribir sobre este episodio, pero dice que lo ha olvidado todo...

-¿Qué tiene de especial Telata?
-Es donde se produjeron más bajas. El plan de operaciones establecía que las columnas enviadas desde Sidi Ifni tenían que liberar los fortines sitiados y devolver a las guarniciones a la capital. Fue de camino a Telata donde la sección de Ortiz de Zárate cayó en una emboscada, tuvieron que refugiarse en una cresta y esperar a que Tiradores y legionarios los liberaran... ¡A ellos, que iban a liberar Telata! En en fin, la guarnición de Telata resistió como las demás, seis, siete, ocho días antes de la llegada de refuerzos. Creo que los últimos en ser liberados fueron los de Tiliuin, donde tuvo lugar el primer salto de combate del paracaidismo español. Muy bien armados, por cierto, con Cetmes y ametralladoras.

-¿Hubo muchas bajas?
-En Telata, dos: un cabo apellidado Castillo y un brigada, gran tipo. Le pegaron un tiro porque, esto si que hay que reconocerlo, los moros -bien o mal armados- eran grandes tiradores. Tienen mucha paciencia y eran capaces de pasarse las horas que fueran necesarias esperando su presa.

-Antes de la guerra, las relaciones con los moros eran -dice- relativamente cordiales.
-En la ciudad, sí; en el interior las cosas eran más... vacilantes, nadaban entre dos aguas, así que cuando veían que del otro bando era más, pues cambiaban de bando.

-Cuando los desarman, ¿se establece entre ustedes y ellos un clima de desconfianza?
-Cuando estalló la guerra los militares se dieron cuenta -e hicieron bien- de que mantener aquel pedazo de tierra lleno de cactus y de lagartijas era una pérdida de tiempo, con los fortines en mal estado y la guerrilla al acecho. Oficialmente el territorio se había conservado, pero en realidad lo que se hizo fue envolver Sidi Ifni, la capital, con una triple barrera de alambre de espino, un perímetro de 6 o 7 kilómetros, reforzado con ametralladoras y pozos de tiradores. No hubo demasiados follones, aunque en mi opinión todas las quintas que fueron a Ifni después de la mía, aunque la colonia no estuviera oficialmente en guerra, merecen el mismo tratamiento de veteranos de guerra, porque la realidad es que en Ifni estuvieron en pie de guerra hasta la retrocesión de 1969.

-La guerra acaba en junio de 1958, pero no se firmó oficialmente la paz. ¿Hasta cuándo duró, la presión de las bandas armadas?
-En Navidad todo había terminado: los fortines habían sido liberados y en febrero ya los habían dinamitado.

-Le preguntaba por las relaciones con los moros: usted mismo dice que dejó de llevarle la ropa a la señora que le hacía la colada después de la insurrección.
-Había tensión, desconfianza y miedo. Temíamos que les hubieran cambiado el chip  y nos fueran a poner una bomba. No pasó nada de esto, pero lo cierto es que eran dos formas de pensar diferentes: no sabíamos como iba a reaccionar, aquella gente, así que los desarmaron y les dijeron: "Sentáos aquí y a final de mes cobraréis la muna". Incluso llegaron a retirar al personal moro que servía en el casino de oficiales.

-A los nativos que se mantuvieron leales a España, ¿los represaliaron, en 1969, con la incorporación a Marruecos?
-Que sepamos, no. En los años 50 habría unos 3.000 habitantes; hoy deben de ser sobre los 10.000. Todo continúa igual: las viviendas de oficiales, la pagaduría, incluso el águila franquista sigue en su sitio, y el campo de aviación... aunque lleno de cabras. La plaza de España, hoy de Hasán II; el monolito a Capaz, que ocupó Ifni en 1935 -aunque sin el busto.

[Primera parte de una entrevista inédita con Josep Maria Contijoch mantenida en 2007; la segunda parte de publicará mañana]