Hace días que ven al pobre hombre de aquí arriba en las banderolas de publicidad de las calles de Escaldes. Seguro: no se les puede haber escapado la mirada desconfiada, perdida y derrotada que gasta. Con toda la razón, porque este tommy -sobrenombre genérico del soldado británico, reconozcamos que algo más eufónico que el boche germano, por no hablar del poilou francés- fue hecho prisionero por los alemanes en la ofensiva aliada sobre Flandes, en junio de 1917. Los libros de historia dicen que fue una victoria británica, pero para este soldado aquella victoria debió de significar el inicio de un penoso e incierto cautiverio.
Él es, en fin, el gancho publicitario de La Gran Guerra en imágenes, estupenda, monumental exposición que reúne en el Centre d'Art d'Escaldes (CAEE) un centenar de fotografías que transportan al espectador hasta el barro de las trincheras, que le contagian el pánico cerval que precedía a un asalto a la bayoneta o, peor aún, los tensos momentos de espera ante la inminente descarga de una descarga de obuses del calibre 870 -en el CAEE ha caído como por casualidad la vaina de uno de ellos, glups- o ante la visita de las tropas de asalto alemanas, las temidas Strumtruppen -¡¿patrullas relámpago?!-que liquidaban expeditivamente y con diabólica eficacia a todo bicho viviente, de dos o de cuatro patas. El filósofo Ernst Jünger, que sirvió en un batallón relámpago, dejó un relato de sus intervenciones que pone los pelos de punta: Tempestades de acero...
Él es, en fin, el gancho publicitario de La Gran Guerra en imágenes, estupenda, monumental exposición que reúne en el Centre d'Art d'Escaldes (CAEE) un centenar de fotografías que transportan al espectador hasta el barro de las trincheras, que le contagian el pánico cerval que precedía a un asalto a la bayoneta o, peor aún, los tensos momentos de espera ante la inminente descarga de una descarga de obuses del calibre 870 -en el CAEE ha caído como por casualidad la vaina de uno de ellos, glups- o ante la visita de las tropas de asalto alemanas, las temidas Strumtruppen -¡¿patrullas relámpago?!-que liquidaban expeditivamente y con diabólica eficacia a todo bicho viviente, de dos o de cuatro patas. El filósofo Ernst Jünger, que sirvió en un batallón relámpago, dejó un relato de sus intervenciones que pone los pelos de punta: Tempestades de acero...
Pero volvamos al CAEE, que ha recuperado una exposición producida por el Museu d'Història de Catalunya en 2008 y con motivo del 90º aniversario del fin de la I Guerra Mundial. La gracia de todo esto es que se trata de material rigurosamente inédito recolectado por la Oficina Pro Cautivos, creada durante la contienda por la Casa Real española y por la Cruz Roja Internacional para asistir a los prisioneros de guerra -España se mantuvo neutral- y actualmente conservada en una entidad que recibo el extraño nombre de Archivo General de Palacio. La mayor parte de las imágenes -la colección supera los 4.000 positivos- procede del Bild und Film Amt. Así que por una vez el punto de vista alemán es el que predomina.
El momento decisivo: tropas de asalto alemanas salen de la trinchera y se adentran en tierra de nadie. Fotografía: Bild und Film Amt / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.
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La Gran Escabechina
Que no espere el visitante de la exposición otra descripción cronológica de la Gran Guerra, contienda que movilizó a 65 millones de soldados, que se cobró 9 millones de vidas -murieron uno de cada ocho soldados que tomaron parte en ella, a un ritmo de... ¡6.000 hombres cada día!- y que de paso liquidó cuatro imperios -el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el turco- y tres dinastías -los Hohenzollern, los Habsburgo y los Romanov. Todo esto lo puede encontrar el visitante en Wikipedia. Lo que propone el CAEE no tiene afortunadamente nada de académico y nos propulsa inmediatamente hasta los campos de batalla de una guerra que mezclaba de forma surrealista armas casi medievales -o sin el casi- con los últimos gadgets tecnológicos de la revolución industrial: miren al caballero alemán de aquí abajo, armado con lanza clásica y que luce al mismo tiempo una estupenda máscara de gas. No son las armas químicas -el terrorífico gas mostaza, utilizado por primera vez en abril de 1915- las únicas que se estrenan en la Gran Guerra: también debutan la aviación y los carros de combate -los célebres Mark británicos-, los submarinos y la radio. Y si hubiera que buscarle alguna cosquilla a la exposición, sería sin duda el escaso, casi nulo caso que les presta a la guerra en el mar: ni Jutlandia ni la epopeya de los U-Boot tienen ni un solo rinconcito.
Pero no se puede tener todo y quizás para compensar uno de los protagonistas con nombre, apellido y fotografía es Manfred von Richtofen, el Barón Rojo, sí, el mayor as de la guerra con 81 victorias confirmadas a bordo de su Fokker Dr 1 pintado, claro, de color rojo. En el CAEE lo vemos con Moritz, su perro preferido -y hasta ayer mismo mi cerveza preferida- porque en el fondo tenía buen corazón, y atención, en la intimidad del cuartel general, decorado con las matrículas de los aviones enemigos abatidos -hasta aquí, todo más o menos normal- y el motor de un aparato inglés convertido en lámpara de techo, lo que le da al conjunto un tétrico aire kitsch, la verdad: la fiesta se terminó para Richtofen el 21 de abril de 1918, cuando él mismo fue herido de muerte -pero no abatido: todavía tuvo tiempo para un último, casi post mortem aterrizaje de emergencia- por un piloto canadiense. Bueno, esto es lo que sostiene el piloto canadiense.
Pero no se puede tener todo y quizás para compensar uno de los protagonistas con nombre, apellido y fotografía es Manfred von Richtofen, el Barón Rojo, sí, el mayor as de la guerra con 81 victorias confirmadas a bordo de su Fokker Dr 1 pintado, claro, de color rojo. En el CAEE lo vemos con Moritz, su perro preferido -y hasta ayer mismo mi cerveza preferida- porque en el fondo tenía buen corazón, y atención, en la intimidad del cuartel general, decorado con las matrículas de los aviones enemigos abatidos -hasta aquí, todo más o menos normal- y el motor de un aparato inglés convertido en lámpara de techo, lo que le da al conjunto un tétrico aire kitsch, la verdad: la fiesta se terminó para Richtofen el 21 de abril de 1918, cuando él mismo fue herido de muerte -pero no abatido: todavía tuvo tiempo para un último, casi post mortem aterrizaje de emergencia- por un piloto canadiense. Bueno, esto es lo que sostiene el piloto canadiense.
Transporte de tropas británicas hacia el Somme, en el frente occidental, en otoño de 1916. Fotografía: Associated Illustrated Agencies Ltd. / Patrimonio Nacional, Archivo General de Palacio.
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Nos hemos detenido, claro, en el Barón Rojo, pero la verdad es que el grueso de la exposición tiene por escenario las trincheras del Este y del Oeste: aquí sí que hay vísceras y sangre, fango y bang, y uno espera que en cualquier momento ruja el silbato de Kirk Douglas ordenando a la tropa que avance a la bayoneta hacia la posición de Anthill. Uno se siente tentado de pillar el fusil que se expone en el CAEE -un Manlicher austríaco de 1903- por si la cosa se pone mala de verdad... Y lo más probable es que se ponga no mala sino peor, como a los pobres poilous de Kirk, que acaban en Senderos de gloria ante el pelotón de ejecución. Hay también heridos, muchos, y unos cuantos muertos -rusos en Galitzia y británicos en Roupy, pero en cambio ningún alemán, cómo se nota de dónde vienen las fotos. Hay también la cara de comprensible estupor mezclado con miedo del soldado de cualquier bando enviado al frente, y eso que ellos no saben todavía lo que les espera, y hay para terminar el rostro de la derrota y del cautiverio. En fin, una última advertencia: si se pasan por el CAEE, yo de ustedes me agenciaba un pickhaub prusiano, por si acaso.
[Este artículo se publicó el 10 de mayo de 2012 en El Periòdic d'Andorra]
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