Los historiadores Valentí Gual y Jordi Buyreu avanzan las primeras conclusiones del estudio sobre la demografía andorrana entre los siglos XVI y XIX; el país calca los patrones y tendencias de las comarcas y valles vecinos excepto en un aspecto: la peste y otras enfermedades epidémicas tardaban una media de dos años en cruzar el cordón sanitario que las autoridades locales establecían en las puertas del país para evitar el contagio. Unas medidas de eficacia limitada, porque la peste terminaba imponiéndose, y con efectos igual de devastadores que en casa del vecino.
"Vui a catorse de juliol de mil sis cents y vuit, aresta lo concell que de esta hora en avant se tinga guardes a Soldeu y també a Llorts". Guardias de ocho días en las que se iban a suceder, por lo que respecta a la zona de Soldeu, un tal Pallarés de Encamp, un Vidal de Prats y un Areny, también de Encamp, mientras que por el lado de Llorts el muerto les toca a un Giberga de la Aldosa, a un Babot de Ordino y a un tal Jovany de quien no consta vecindad. Parece que se ha declarado una epidemia de peste en la Arieja, y el Consell toma las medidas profilácticas habituales en estos casos: sellar la frontera e impedir el paso de los forasteros "encara que portant certificatorias". Lo cuenta en documento número 1.165 del Archivo Nacional.
El cordón sanitario se relajará esta vez muy pronto -"Aresta que de avuy endevant no.s tinga sino una guarda a Llorts y altra a Soldeu y Pradaderodo, y asò per lo morbo, en pena del quot de la terra", decreta el Consell tres semanas después- pero constituye la prueba documental de una de las particularidades de la historia demográfica de nuestro rincón de Pirineos: el cierre más o menos hermético de las fronteras retrasaba la llegada de las grandes epidemias de peste que hasta el siglo XVIII castigaron Europa Occidental de forma recurrente. Y aunque la alarma de julio de 1608 solo se prolongó por espacio de dos meses, "lo morbo" tardaba una media de dos años en cruzar la frontera.
El problema era previsible: mantener un retén de guardia era caro. Cuando la vigilancia se relajaba, cosa que acababa pasando, la peste aprovechaba para colarse. Y lo hacía, de esto no cabe la menor duda, y enseguida lo comprobaremos. Pero este retraso es precisamente uno de los fenómenos mas interesantes -y diferenciales- que ha constatado el historiador tarraconense Valentí Gual, y una de las conclusiones del Estudi demogràfic de l'Andorra moderna -es decir, entre 1563, cuando el Concilio de Trento instituye la obligatoriedad de los libros de bautismos, matrimonios y defunciones, y 1838, fecha del primer censo moderno, obra de fra Tomàs Junoy- que todavía tardará un curso en completar.
Pero hablábamos de la peste negra. Y no nos engañemos: la Humanidad no ha tenido enemigo más letal ni peligroso. Ni el Sida, ni el Ebola, insiste Gual: sostienen los epidemiólogos que la peste ha sido la única enfermedad que hubiera podido liquidar a la especie humana. La buena noticia es que la última aparición estelar del bacilo en Europa se remonta a 1725, en la zona de Marsella, y que nunca más ha rebrotado con la virulencia y morbilidad de siglos anteriores. Pero subsiste en determinadas zonas de África y de Asia. En fin, nada mejor que una ducha de datos para comprender el alcance de la amenaza que representaba la peste: en 1590 se registraron en Encamp 13 defunciones, cuatro veces la cifra anual ordinaria. ¿Culpable? La peste. Un siglo más tarde es la capital, Andorra a Vella, la que sufre el devastador azote de la epidemia: de una media de 25 óbitos anuales, en 1694 pasa a 76. De nuevo, la peste, que hace de las suyas. Son los que Gual denomina, de forma gráfica, "años de mortalidad catastrófica".
Vivir hasta los 60
Será, en fin, la retirada de la peste uno de los grandes argumentos que explican la explosión demográfica del siglo XIX, con un descenso acusado de la mortalidad y el mantenimiento de altísimas tasas de natalidad. Pero esta es otra historia. Volvamos atrás: sostiene Gual que la demografía andorrana de los siglos XVI, XVII y XVIII se mueve en los parámetros habituales de las regiones vecinas. Es decir, una natalidad elevada, entre el 35 y el 45 por mil -para hacernos una idea, en Europa Occidental hoy no supera el 10 por mil- con una mortalidad que rozaba el 25 por mil -hoy, el 3,5 por mil- pero que escalaba hasta un dramático 450 por mil en el caso de niños y jóvenes -hoy oscila entre el 20 y el 25 por mil. Esta última variante, la mortalidad infantil, es la principal diferencia entre la demografía moderna y la contemporánea, concluye.
Aventura el historiador, basándose en unas primeras proyecciones a partir del número de bautismos registrados en el siglo XVIII, que la población de Andorra oscilaba entre los 4.000 y los 5.000 habitantes; que Sant Julià de Lòria y Andorra la Vella concentraban la mitad de la población total, y que las parroquias altas -la Massana, Ordino, Encamp y Canillo- mostraban una clara tendencia a la endogamia que se traduce, dice, en el sistema de patronímicos y alias que se repiten una generación tras otra. En este punto, Gual y su colaborador, el también historiador Jordi Buyreu, tienen entre manos un proyecto tan fascinante como monumental: reconstruir a partir de los libros sacramentales ni más ni menos que la genealogía de las familias que vivieron por aquí arriba durante este período: "Es el único país de Europa donde algo así es posible", advierte. Y calcula que entre 1563 y 1838 les saldrán entre 70.000 y 80.000 personas: curiosamente, la población de Andorra en la actualidad.
Más cifras: según los casos estudiados -de momento, una parte ínfima del total- los hombres se casaban a los 24 o 25 años; las mujeres, un poco antes, a los 21 o 22. Y tenían entre 8 y 10 hijos por pareja: tres, cuatro, incluso cinco de ellos no llegaban a la edad adulta: "Eran familias prolíficas, es evidente, pero no numerosas". Con estos devastadores índices de mortalidad infantil, no es extraño que la esperanza de vida no superara los 30 años. Pero es una cifra engañosa: pasada la primera infancia, pongamos que los 5 años y de largo la etapa más vulnerable, nuestros tatarabuelos podían razonablemente esperar vivir hasta los 60 años; hasta los 70 con algo de suerte. "Nos falta comprobar si existen diferencias substanciales entre hombres y mujeres a la hora de morir -en Cataluña se han obtenido resultados contradictorios- y también entre parroquias, y en el caso de que las haya, proponer una interpretación", dice Gual.
También les interesa la estacionalidad. Es decir, la época del año en que se concentraban las defunciones: de momento, se ha confirmado que los picos de mortalidad infantil se registraban en verano, mientras que en los adultos se repartían durante todo el año... excepto en caso de peste, que por lo visto tenía especial predilección por la primavera y el verano. ¿Y de qué moríamos, por aquí, hace tres, cuatro siglos? Los registros callan, en este punto; los libros de óbitos se limitan a decir en la inmensa mayoría de los casos que el difunto ha fallecido de muerte "natural", y solo en caso de muerte accidental o violenta el párroco de turno se digna a registrar las causas. Porque sí: había en Andorra muertes violentas. Entre tres y cuatro por década, a finales del XVII, dice Gual. Pero todo esto es solo el entrante. Para que vayamos salivando. Gual y Buyreu han descubierto una mina. En unos meses, más.
[Este artículo se publicó el 3 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]
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