Cossetània publica el tercer volumen de la monumental autobiografía del dramaturgo, periodista y político catalán; La república, el periodisme, el teatre repasa sus años de madurez, como director del diario La Humanitat y hombre de confianza del presidente Companys
En nuestra muy transitada galería de ilustres olvidados, Lluís Capdevila (Barcelona, 1895-Andorra la Vella, 1980) es uno de los más egregios. Cosa que le hemos pagado como sólo saben nuestras muy ilustradas autoridades: ni una calle, mucho menos una plaza, ni un triste rincón del callejero lleva hoy su nombre. Nada. Como si por aquí arriba abundaran los tipos de una pieza -de muchas piezas, de hecho- como él, dramaturgo de éxito en los años dorados del Paralelo barcelonés, letrista de Cançó d'amor i de guerra -probablemente, la más célebre de las zarzuelas catalanas-, así como reportero de primera hora y protagonista de la época más gloriosa del periodismo catalán -los años de la II República, que Capdevila vivió como director de La Humanitat, el diario de Esquerra Republicana de Cataluña (ERC).
Y no se vayan todavía, que aún hay más: amigo íntimo de Companys, comisario de propaganda y cronista bélico durante la Guerra Civil, exiliado tras la derrota republicana primero en Poitiers y desde finales de los 60 en Andorra, y autor -atención- de Història de la meva vida i dels meus fantasmes, monumentales memorias en doce volúmenes de los que tan sólo se habían publicado los dos primeros -y como quien dice en la prehistoria: L'alba dels primers camins (1968) y De la Rambla a la presó (1975). Los dos pasto hoy de bibliófilo. Como el Llibre d'Andorra, ya que hablamos de libros inencontrables, probablemente la introducción más suculenta a los asuntos de este rincón nuestro de Pirineo que jamás haya salido de pluma humana. Y lo dice Sergi Mas, que conste.
Y no se vayan todavía, que aún hay más: amigo íntimo de Companys, comisario de propaganda y cronista bélico durante la Guerra Civil, exiliado tras la derrota republicana primero en Poitiers y desde finales de los 60 en Andorra, y autor -atención- de Història de la meva vida i dels meus fantasmes, monumentales memorias en doce volúmenes de los que tan sólo se habían publicado los dos primeros -y como quien dice en la prehistoria: L'alba dels primers camins (1968) y De la Rambla a la presó (1975). Los dos pasto hoy de bibliófilo. Como el Llibre d'Andorra, ya que hablamos de libros inencontrables, probablemente la introducción más suculenta a los asuntos de este rincón nuestro de Pirineo que jamás haya salido de pluma humana. Y lo dice Sergi Mas, que conste.
Pero hablábamos de Història de la meva vida..., que tan mala fortuna había tenido... hasta hoy, claro, que Cossetània rescata la tercera entrega: un tocho de tres centenares y medio de páginas, editado por el periodista catalán Francesc Canosa y titulado precisamente La República, el periodisme, el teatre. Es decir, los años de madurez de Capdevila, que coinciden con el segundo experimento republicano en España y que él vivirá des de primerísima fila como director de La Humanitat, militante de ERC y hombre con privilegiado hilo director con el presidente Companys. Canosa lo define como "un francotirador, un outsider y una rara avis" sin pelos en la lengua a la hora de juzgar severamente los Fets d'Octubre -ya saben, Companys proclamando el Estado Catalán desde el balcón del palacio de la Generalidad, en la plaza de San Jaime. Por falta de realismo, dice Canosa: "Capdevila lo vive como un fogonazo, un disparo al aire que acaba con la supresión del Estatuto y con Companys en prisión; la prueba, en fin, de que el país, la sociedad catalana del momento no está madura para un régimen como el republicano".
Era, insiste, un hombre de partido, catalanista, republicano y de izquierdas. Facción sindicalista. Por este motivo Companys lo colocó al frente del diario de ERC, un fenómeno -este de la prensa partidista- hoy exótico pero en la época absolutamente imprescindible para hacer carrera política. Pero si hay una característica que define a Capdevila es una personalidad intelectualmente poliédrica: dramaturgo, periodista, novelista, político y finalmente memorialista: "Un personaje polifacético, con inquietudes y campos de actuación muy diversos, emparentado con un humanismo en cierta manera muy actual", dice, y que no tendrá reparos en apartarse del discurso oficial y -siendo como era un miembro del stablishment- criticar la incapacidad de los hombres que habían de gobernar la República.
Memorialista ingente
Es precisamente en las memorias donde emerge con toda su potencia el carácter proteico del personaje: "Es su terreno, donde se siente más cómodo, más él, donde más se deja ir".Un concentrado donde aparecen todas las facetas de Capdevila. Por ejemplo, la de hombre de mundo: por las páginas de La República, el periodisme, el teatre pululan una multitud de personajes: Companys, por supuesto, pero también García Lorca y Margarida Xirgú y H. G. Wells. Porque Capdevila no se conformaba con cualquiera a la hora de buscarse amistades. Atención también porque los doce volúmenes de Història de la meva vida... no tienen parangón en la literatura catalana contemporánea. Y habría que ver si en la española. Así que no es raro que Canosa los coloque en lo más alto de su bibliografía, por encima de su obra como dramaturgo y como novelista, e incluso como reportero de guerra -faceta que, por cierto, la Fundació Josep Irla recuperó hace dos temporadas en Cróniques de guerra: pueden descargrase la edición electrónica en la página web de esta entidad.
¿Cómo puede ser que semejante personaje haya caído en el semiolvido? Canosa (se) lo explica por la debacle republicana, que acabó con el 80% de los periodistas catalanes en el exilio: "Es lo que denomino la Cataluña iceberg, congelada: todo lo que existía antes de la guerra no tuvo continuidad y jamás se retomaría". Y resulta que lo que había antes del 36 era mucho. Tanto, que hoy difícilmente nos lo podemos imaginar, sugiere. El periodismo catalán de los años 30 había llegado a un grado de desarrollo que no tenía nada que envidiar a los grandes coetáneos que en ese mismo momento triunfaban en los EEUU, Francia y Alemania. Mucho antes de que Capote inventara el Nuevo Periodismo, dice, en Cataluña ya se practicaba un reporterismo de estirpe indudablemente moderna. Con Domènech de Bellmunt, por ejemplo, otro que terminó con sus huesos en Andorra. Y otros muchos personajes que integraban la lustrosa clase media del ecosistema comunicativo catalán: Irene Polo, Just Cabot, Josep Maria Planes, Plató Peig, Josep Amic... y Lluís Capdevila, claro. Ellos y otros muchos como ellos, añade Canosa, son los que le confieren al Barrio Chino barcelonés su aura maldita: los sucesos ligados a la prostitución, la droga y el alcohol que cubrían como periodistas los procesaban como material de ficción y los acababan regurgitando en los dramas y sainetes que ellos mismos escribían y estrenaban en los teatros del Paralelo: "La primera cultura de masas que se generó en Barcelona".
Su papel durante la Guerra Civil, como comisario de propaganda de la columna Macià-Companys -cubrió por ejemplo la batalla de Belchite- queda para sucesivas entregas de las memorias, en manos de la familia y que Canosa confía que irán saliendo a la luz. El caso es que en una época como la nuestra en que se publica casi todo -y sin muchos miramientos- es sorprendente que lo más granado de la obra de Capdevila continúe mayoritariamente inédito. Unas memorias que comenzó a trazar en el exilio de Poitiers -en cuya universidad ejercía como profesor de literatura española- y que tendrán en Andorra su acto final. Así que ha llegado el momento de devolver la palabra a Sergi Mas, que retrata no al autor sino al personaje. Por ejemplo, a través de la anécdota quien sabe si apócrifa y que otras fuentes -advierte Mas- atribuyen al filósofo Francesc Pujols. Cuenta la leyenda que al dirigirse hacia el exilio y justo en el momento de cruzar la frontera, Capdevila trocó la cazadora de cuero y la gorra de comisario por el sombrero de copa, la corbata de diplomático, los pantalones de mil rayas y los botines de charol: "En fin, que el batallón de gendarmes que vigilaba la aduana no tuvo más remedio que cuadrarse para rendirle honores: ¡menudo tío!"
El mismo tío, dice, que se iba al frente con su monóculo, hecho un dandy, y que en los días de vino y rosas, cuando triunfaba como dramaturgo en Madrid y alternaba con Benavente, Valle Inclán y Echegaray en la tertulia del Pombo, se hacía conducir por un chófer negro... Como Cela, ya ven, pero medio siglo antes. O más. Un dandismo que lo acompañó en sus días andorranos, cuando ejercía como asesor de Editorial Andorra -a él se debe en buena parte el impresionante catálogo del sello: Sender, Max Aub y en este plan- y venía a pasar sus verano en cal Nagol de Sant Julià de Lòria. Hasta que se quedó: "Siempre con la pipa cargada con tabaco Dunhill, con coñac francés a mano y con el sueño de adquirir una capillita románica para instalarse en ella con sus libros". En fin, ya lo saben: La República, el periodisme, el teatre. Y a poner velas para que alguien se dé por aludido y se decida a publicar los otros nueve volúmenes de su vida que se nos deben.
Su papel durante la Guerra Civil, como comisario de propaganda de la columna Macià-Companys -cubrió por ejemplo la batalla de Belchite- queda para sucesivas entregas de las memorias, en manos de la familia y que Canosa confía que irán saliendo a la luz. El caso es que en una época como la nuestra en que se publica casi todo -y sin muchos miramientos- es sorprendente que lo más granado de la obra de Capdevila continúe mayoritariamente inédito. Unas memorias que comenzó a trazar en el exilio de Poitiers -en cuya universidad ejercía como profesor de literatura española- y que tendrán en Andorra su acto final. Así que ha llegado el momento de devolver la palabra a Sergi Mas, que retrata no al autor sino al personaje. Por ejemplo, a través de la anécdota quien sabe si apócrifa y que otras fuentes -advierte Mas- atribuyen al filósofo Francesc Pujols. Cuenta la leyenda que al dirigirse hacia el exilio y justo en el momento de cruzar la frontera, Capdevila trocó la cazadora de cuero y la gorra de comisario por el sombrero de copa, la corbata de diplomático, los pantalones de mil rayas y los botines de charol: "En fin, que el batallón de gendarmes que vigilaba la aduana no tuvo más remedio que cuadrarse para rendirle honores: ¡menudo tío!"
El mismo tío, dice, que se iba al frente con su monóculo, hecho un dandy, y que en los días de vino y rosas, cuando triunfaba como dramaturgo en Madrid y alternaba con Benavente, Valle Inclán y Echegaray en la tertulia del Pombo, se hacía conducir por un chófer negro... Como Cela, ya ven, pero medio siglo antes. O más. Un dandismo que lo acompañó en sus días andorranos, cuando ejercía como asesor de Editorial Andorra -a él se debe en buena parte el impresionante catálogo del sello: Sender, Max Aub y en este plan- y venía a pasar sus verano en cal Nagol de Sant Julià de Lòria. Hasta que se quedó: "Siempre con la pipa cargada con tabaco Dunhill, con coñac francés a mano y con el sueño de adquirir una capillita románica para instalarse en ella con sus libros". En fin, ya lo saben: La República, el periodisme, el teatre. Y a poner velas para que alguien se dé por aludido y se decida a publicar los otros nueve volúmenes de su vida que se nos deben.
[Este artículo se publicó el 12 de febrero de 2013 en El Periòdic d'Andorra]
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