La Biblioteca Nacional ingresa una copia del capítulo andorrano de A tramp in Spain, del viajero británico Bart Kennedy.
¡Por fin! Un ilustre viajero decimonónico -bueno, más bien un epígono- que no sólo tuvo el detalle de visitarnos y contarlo luego por escrito sino que se plantó por aquí arriba con la mochila libre de tópicos, dispuesto a describir y, sobre todo, a ver, lo que tenía delante y no lo que habían dicho de Andorra y sus nativos sus antecesores. Así que ni rastro de las reminiscencias feudales que otros se empeñaban en ver, ni de hostales de dudosísima higiene y platos con mosca incorporada no aptos para todos los estómagos. Para entendernos: la antítesis de los Regnault, Vuillier y Cunninghame, incluso de los Wrigt y Halliburton, para quienes los nativos acostumbraban a ser hombres cerriles y de modales rústicos, y que en todas partes encontraban kilos de roña, ecs, y una simplicidad que rozaba la estulticia.
Una mirada, la de Bart, limpia y desprejuicida como sólo se la habíamos visto al fotógrafo Deverell, de quien algún día habrá que hablar. Pues es también la mirada de Bart Kennedy (Leeds, Reino Unido, 1861-1930), peripatético británico que concluyó en Andorra lo que tituló A tramp in Spain, travesía peninsular que emprendió en 1901 y que publicó tres años más tarde, y de la que la Biblioteca Nacional acaba de ingresar una copia moderna. Kennedy merece capítulo aparte entre nuestros ilustres viajeros victorianos, decíamos al principio, por el entusiasmo inédito con que describe nuestro rincón de mundo. Y eso que sólo pasó por aquí dos días de un periplo que le llevo cuatro meses -o precisamente por eso- antes de llegar a su destino: Ospitalet. Le bastan los tres amigos que hace entre los nativos -el síndico Josep Calva, Miquel Calones y el propietario del hostal donde se hospeda en Soldeu, de quien no dice el nombre pero que tiene que ser un Areny- para elaborar una exaltada teoría sobre la excepcionalidad de la raza andorrana. Aquí, sostiene, incluso los perros gastan un talante amable y acogedor.
Para empezar, dice que el nativo tiene"un aire, un color y una constitución más propios de los pueblos del norte de Europa", aunque no puede dejar de observar que las mujeres del país "no tienen la gracia de las españolas a pesar de su saludable aspecto": es bien cierto que no se puede tener todo. Quizá porque el bueno de Kennedy era algo enclenque, lo cierto es que se queda pasmado ante los individuos con los que se va cruzando, "tan grandes y robustos como no había visto hasta ahora". Entre ellos, el ejemplar más formidable es el del mismo Calones, en cuyo hostal de Andorra la Vella se hospeda las dos noches: "El hombre más imponente que he conocido", describe, impresionado. "Sin ser en realidad demasiado alto, da la impresión de ser un gigante y está dotado de un rostro a la vez noble y sencillo". Sencillo. No le basta con estos piropos, y durante la visita reglamentaria a Casa de la Vall, en que Calones ejerce de cicerone, insiste en la excepcionalidad de aquel individuo a sus ojos sensacional: He aquí al Hombre tal como Dios lo hubiera querido crear: noble y libre, heredero a su vez de una raza de hombres nobles y libres".
El único que se escapa, para mal, de esta aproximación casi lombrosiana a la raza autóctona es precisamente el síndico Calva, "hombre de piel morena y de aspecto tan poco andorrano que si me lo hubiera encontrado en España hubiera dicho que era andaluz, porque tenía la constitución de un natural de Granada" -o cual ya es hilar fino. La diferencia entre Calva y los otros andorranos que va conociendo, concluye, "es probablemente la mirada atenta e inquieta del síndico". Vaya lo uno por lo otro.
Pero como no todo puede ser de color de rosa, incluso Kennedy cae ocasionalmente en el lugar común del buen salvaje que tantos otros antes y también después de él vendrán a buscar por aquí arriba: "Es obvio que los andorranos han llevado na vida sencilla y rústica, apartada durante siglos del mundo -¡y sin echarlo de menos!-, que viven como sus padres y como lo harán sus hijos -¡nosotros!- que desconocen las arte sy las ciencias pero que saben de la suprema sabiduría de la simplicidad". Dicho así, y pensándolo bien, no acaba de quedar claro si nuestro hombre nos está haciendo la pelota o se está quedando con el personal. Pero enseguida nos saca de dudas: "Los andorranos eran para mí extranjeros de una forma diferente a la que hasta entonces había conocido: entre ellos me sentía como en casa, y me encontraban a gusto compartiendo con ellos el vino y escuchando sus historias al lado del fuego".
La lástima es que en tan solo dos días de escapada -entre el 22 y el 24 de octubre de 1901- no le dan a Kennedy más que para cruzar coma una centella San Julián de Loria, explorar muy por encima la capital, pasar de largo por Encamp y Canillo sin decir ni mu, detenerse en Soldeu el tiempo justo para comer y salir escopeteado para Ospitalet -le falta poco para dejarse el pellejo en Envalira, por tozudo- y concluir que la secular independencia de Andorra debe mucho a una geografía particularmente favorable que la convierte en un bastión prácticamente inexpugnable: "Con un centenar de hombres decididos y bien armados podría mantener a ralla a todos los ejércitos del mundo en un paso tan estrecho como éste", dice a la altura de la Margineda. ¡Un centenar: ríete tú de Leónidas en las Termópilas!
Una mirada, la de Bart, limpia y desprejuicida como sólo se la habíamos visto al fotógrafo Deverell, de quien algún día habrá que hablar. Pues es también la mirada de Bart Kennedy (Leeds, Reino Unido, 1861-1930), peripatético británico que concluyó en Andorra lo que tituló A tramp in Spain, travesía peninsular que emprendió en 1901 y que publicó tres años más tarde, y de la que la Biblioteca Nacional acaba de ingresar una copia moderna. Kennedy merece capítulo aparte entre nuestros ilustres viajeros victorianos, decíamos al principio, por el entusiasmo inédito con que describe nuestro rincón de mundo. Y eso que sólo pasó por aquí dos días de un periplo que le llevo cuatro meses -o precisamente por eso- antes de llegar a su destino: Ospitalet. Le bastan los tres amigos que hace entre los nativos -el síndico Josep Calva, Miquel Calones y el propietario del hostal donde se hospeda en Soldeu, de quien no dice el nombre pero que tiene que ser un Areny- para elaborar una exaltada teoría sobre la excepcionalidad de la raza andorrana. Aquí, sostiene, incluso los perros gastan un talante amable y acogedor.
Para empezar, dice que el nativo tiene"un aire, un color y una constitución más propios de los pueblos del norte de Europa", aunque no puede dejar de observar que las mujeres del país "no tienen la gracia de las españolas a pesar de su saludable aspecto": es bien cierto que no se puede tener todo. Quizá porque el bueno de Kennedy era algo enclenque, lo cierto es que se queda pasmado ante los individuos con los que se va cruzando, "tan grandes y robustos como no había visto hasta ahora". Entre ellos, el ejemplar más formidable es el del mismo Calones, en cuyo hostal de Andorra la Vella se hospeda las dos noches: "El hombre más imponente que he conocido", describe, impresionado. "Sin ser en realidad demasiado alto, da la impresión de ser un gigante y está dotado de un rostro a la vez noble y sencillo". Sencillo. No le basta con estos piropos, y durante la visita reglamentaria a Casa de la Vall, en que Calones ejerce de cicerone, insiste en la excepcionalidad de aquel individuo a sus ojos sensacional: He aquí al Hombre tal como Dios lo hubiera querido crear: noble y libre, heredero a su vez de una raza de hombres nobles y libres".
El único que se escapa, para mal, de esta aproximación casi lombrosiana a la raza autóctona es precisamente el síndico Calva, "hombre de piel morena y de aspecto tan poco andorrano que si me lo hubiera encontrado en España hubiera dicho que era andaluz, porque tenía la constitución de un natural de Granada" -o cual ya es hilar fino. La diferencia entre Calva y los otros andorranos que va conociendo, concluye, "es probablemente la mirada atenta e inquieta del síndico". Vaya lo uno por lo otro.
Pero como no todo puede ser de color de rosa, incluso Kennedy cae ocasionalmente en el lugar común del buen salvaje que tantos otros antes y también después de él vendrán a buscar por aquí arriba: "Es obvio que los andorranos han llevado na vida sencilla y rústica, apartada durante siglos del mundo -¡y sin echarlo de menos!-, que viven como sus padres y como lo harán sus hijos -¡nosotros!- que desconocen las arte sy las ciencias pero que saben de la suprema sabiduría de la simplicidad". Dicho así, y pensándolo bien, no acaba de quedar claro si nuestro hombre nos está haciendo la pelota o se está quedando con el personal. Pero enseguida nos saca de dudas: "Los andorranos eran para mí extranjeros de una forma diferente a la que hasta entonces había conocido: entre ellos me sentía como en casa, y me encontraban a gusto compartiendo con ellos el vino y escuchando sus historias al lado del fuego".
La lástima es que en tan solo dos días de escapada -entre el 22 y el 24 de octubre de 1901- no le dan a Kennedy más que para cruzar coma una centella San Julián de Loria, explorar muy por encima la capital, pasar de largo por Encamp y Canillo sin decir ni mu, detenerse en Soldeu el tiempo justo para comer y salir escopeteado para Ospitalet -le falta poco para dejarse el pellejo en Envalira, por tozudo- y concluir que la secular independencia de Andorra debe mucho a una geografía particularmente favorable que la convierte en un bastión prácticamente inexpugnable: "Con un centenar de hombres decididos y bien armados podría mantener a ralla a todos los ejércitos del mundo en un paso tan estrecho como éste", dice a la altura de la Margineda. ¡Un centenar: ríete tú de Leónidas en las Termópilas!
[Este artículo se publicó el 5 de febrero de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]
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