Colgados, quemados, descuartizados, despellejados, degollados, ahogados, fusilados o agarrotados, y convertidos en protagonistas de un sádico espectáculo de masas. Así morían nuestros criminales hasta 1897: Joan de Déu Domènech nos lo cuenta en L'espectacle de la pena de mort (La Campana).
En Barcelona se ha ejecutado: mucho, en público y hasta hace poco más de un siglo: la última pena de muerte concebida como un espectáculo publico tuvo lugar en julio de 1897. Domènech (Barcelona, 1954) retrocede hasta el siglo XIII y deja constancia de las causas que podían conducir a un ciudadano -mas bien un súbdito, cuando no un vasallo- al patíbulo, así como de las modalidades, los rituales y los lugares donde se ejecutaba a los delincuentes de por aquí arriba. Y lo hace con el mismo tono ameno y erudito con que años atrás sorprendió al personal con la dulcísima Xocolata cada dia.
Nos horrorizamos al contemplar las imágenes de la última lapidación pública en el Irán de los ayatolás o en el Irak post-Sadam, y nos estremecemos al recordar el tiro en la nuca a la supuesta adúltera en el estadio de Kandahar, en el Afganistan de los talibanes, esas almas puras. Pero nos consolamos con la convicción que son barbaridades que ocurren en el Tercer Mundo. Nosotros somos europeos cultos y civilizados, ciudadanos sostenibles y moderadamente progresistas que nos podemos permitir el lujo de patrocinar la última película de Woody Allen: más modernos, imposible. Pero no siempre fue así. De hecho, hasta antes de ayer, como quien dice, Barcelona fue un inmenso patíbulo donde se ejecutaba de las formas más crueles, sádicas y sanguinarias a los pobres diablos que iban a parar a manos de la justicia. En público, ante masas igual de alienadas que las de Kandahar, Bagdad y Teherán que vemos por televisión. Unas masas en las que probablemente encontraríamos a alguno de nuestros abuelos repartiendo collejas entre los más pequeños -"Para que te acuerdes de este día!"- y para los que una ejecución era un espectáculo en mismo sentido en que hoy lo son el fútbol, el cine y el boxeo. Espectáculos que -casualidad o no- comenzaron a despuntar cuando las ejecuciones dejaron la plaza pública y pasaron a concretarse en la intimidad de las prisiones.
Nos horrorizamos al contemplar las imágenes de la última lapidación pública en el Irán de los ayatolás o en el Irak post-Sadam, y nos estremecemos al recordar el tiro en la nuca a la supuesta adúltera en el estadio de Kandahar, en el Afganistan de los talibanes, esas almas puras. Pero nos consolamos con la convicción que son barbaridades que ocurren en el Tercer Mundo. Nosotros somos europeos cultos y civilizados, ciudadanos sostenibles y moderadamente progresistas que nos podemos permitir el lujo de patrocinar la última película de Woody Allen: más modernos, imposible. Pero no siempre fue así. De hecho, hasta antes de ayer, como quien dice, Barcelona fue un inmenso patíbulo donde se ejecutaba de las formas más crueles, sádicas y sanguinarias a los pobres diablos que iban a parar a manos de la justicia. En público, ante masas igual de alienadas que las de Kandahar, Bagdad y Teherán que vemos por televisión. Unas masas en las que probablemente encontraríamos a alguno de nuestros abuelos repartiendo collejas entre los más pequeños -"Para que te acuerdes de este día!"- y para los que una ejecución era un espectáculo en mismo sentido en que hoy lo son el fútbol, el cine y el boxeo. Espectáculos que -casualidad o no- comenzaron a despuntar cuando las ejecuciones dejaron la plaza pública y pasaron a concretarse en la intimidad de las prisiones.
Esta es la tesis central de L'espectacle de la pena de mort, uno de los libros más singulares de los últimos tiempos. Por el tema, radicalmente inédito en una oferta bibliográfica tan previsible como la que padecemos- y también por la perspectiva, porque Domènech se desmarca de la autocomplacencia habitual y carga de paso -y temerariamente, vistos los vientos que soplan en el noreste peninsular- contra la "memoria histórica", un concepto "antitético", dice, porque "mientras que la memoria actúa de manera arbitraria y selectiva, a la historia no le valen los olvidos, intencionados o no, y parece como sia los encargados de velar por la cosa esta de la memoria histórica solo miraran a un lado, y encima a muy poca distancia". Lo que decíamos: un francotirador y un temerario. Que conste que el objetivo de Domènech no es erigir un memorial en cada rincó de la ciudad en que alguna se levantó un patíbulo -en Barcelona los hay a docenas- ni ampliar la nómina de reos ilustres, hoy limitada a tres de los mártires oficiales de una cierta Cataluña -el general Moragues, el president Companys y Puig Antich- sino denuncia el "pacto de silencio" consistente, dice, en dar gusto a la buena conciencia propalando las barbaridades de los otros mientras disimulamos las propias: "Lo que me rebela es el olvido, no solo de los ejecutados sino sobre todo del hecho de que aquí se liquidaba al personal. Mucho, y no hace tanto". Tocado de un cierto pesimismo antropológico, Domènech concluye que todo lo que rodeaba a la pena de muerte era garantía de éxito entre el público, y que "muy probablemente, si si hoy tuviesen lugar en Barcelona ejecuciones en públicas, la gente asistiría con el mismo entusiasmo que hace uno, tres o cinco siglos". O con que lo hacen hoy Teherán. Que no va tan desencaminado lo demuestra la existencia de un comercio tan secreto y nauseabundo como lo es el de las snuff movies. Pero atención: no es que Barcelona fuera una ciudad especialmente sanguinaria, pero tampoco es un consuelo que el mismo gusto por los espectáculos sádicos sea extrapolable a todo Occidente.
El arte de dar mala muerte
La penúltima ejecución en y con público en Barcelona se remonta al mes de julio de 1892. El reo fue Aniceto Peinador, un encuadernador de 19 años convicto del asesinato de un hombre al que pretendía robar el reloj -con tan mala pata, recuerda el cronista Xavier Theros, que liquidó de paso a uno de sus cómplices. La ejecución tuvo lugar en el patio de la prisión de Reina Amalia, actual plaza de Folch i Torres, en pleno Raval, donde se levantaba el garrote vil del presidio, y Ramon Casas dejó dejó un impresionante testimonio pictórico del momento. Según Theros, parece que todavía hubo en este mismo escenario una ejecución pública posterior a la de Peinador: la de un tal Silvestre Luis, acusado de un doble parricidio -mujer e hija, glups- y ajusticiado en junio de 1897. Para nuestra desgracia, no hubo ese día un Casas para tomar apuntes del espectáculo...
Domènech retrocede, en fin, hasta el siglo XIII -exactamente hasta el Domingo de Pascua de 1285- para rescatar del anonimato y del olvido a su primer reo: Berenguer Oller, "caudillo de una revuelta ciudadana", condenado por Pedro el Ceremonioso a ser arrastrado, atención, de la cola de un mulo por todas las calles de la ciudad para acabar siendo colgado de un olivo en la montaña de MontjuIch, como castigo a un frustrado regicidio -según las fuentes oficiales, claro. A partir de aquí pasa cronológicamente revista a las modalidades con que los catalanes han tenido el gusto de darse legalmente muerte unos a otros -la llamada "mala muerte"- así como al ritual escénico que acompañaba al reo hasta el cadalso para escarmiento del pueblo. Resulta que el método más recurrente ha sido históricamente la horca. También el mas barato y sencillo -sólo se necesita un nudo corredizo y un tronco o palo más alto o largo que la víctima, esto último es esencial- y uno de los más crueles, porque la agonía podía prolongarse hasta 20 minutos. Aparte, pero esto quizás al reo le trajese en última instancia si cuidado, "del más vil e ignominioso, y por eso mismo destinado a la gente del pueblo".
Ladrones, bandoleros, homicidas, falsificadores y, en menor medida, violadores eran los principales candidatos a acabar en la horca. Las de Barcelona eran de buena ley y estaban preparadas para afrontar cualquier contingencia: en una sola jornada de abril de 1573 fueron ahorcados en ellas hasta 21 bandoleros. Dos siglos más tarde, ocho colegas de la misma partida fueron a su vez colgados de una sola tacada. Y funcionaron regularmente hasta 1832, para fortuna del verdugo, individuo de mala fama del que se decía que comerciaba con los restos del ajusticiado, que se arriesgaba a ser apedreado por el populacho si fallaba el golpe, que estaba obligado a vestir capa amarilla, sombrero blanco y guantes, en el mercado no podía tocar los alimentos con las manos y que, en fin, hasta tenía que llevar consigo su propia escudilla cuando iba a una taberna. Como para pensárselo dos veces. Un intocable, vamos, que según se terciara igual torturaba que ejecutaba o descuartizaba a su cliente... después, eso sí, de solicitarle retorcidamente perdón por lo que estaba a punto de hacerle. La última posición en el escalafón de la muerte lo ocupaba el estiracordetes, glups, que debe su nombre a la siniestra función que desempeñaba en todo este sórdido asunto: era el individuo que llegado el caso tenía que colgarse de las piernas del reo que se resistía a morir para acelerar la asfixia...
Hay que añadir que la ejecución comenzaba mucho antes de que el reo llegara al patíbulo. Previamente le obligaban a pasar la llamada "pena de la verguenza", algo así como la actual pena del telediario, pero a lo bestia: la víctima era paseada en comitiva por las principales vías de la ciudad, y los verdugos aprovechaban la ocasión para mutilarlo, azotarlo, atenazarlo (!), desorejarlo (!!) o marcarlo a fuego, atenciones todas ellas que recibia el pobre diablo para regocijo del respetable. El caso paradigmático es el de Joan de Canyamars, que el 7 de diciembre de 1492 fracasó en el intento de matar al rey Fernando y que fue condenado a morir "de crudelísima muerte, para ejemplo y castigo de los otros", dice la condena. Juzgue el lector si la sentencia se cumplió escrupulosamente (o no): "En la plaza del Blat le fue cortado un puño; en el Born, el otro. En la plaza de San Jaime le cortaron la nariz y una pierna, y le sacaron un ojo; en la plaza Nova, un muslo; en la plaza de Santa Ana, la otra pierna y el otro muslo, y en la calle de San Pedro acabaron de descuartizarlo". Si es que quedaba algo, claro. Una vez muerto, el cuerpo del ajusticiado se dejaba pudrir en el patíbulo, o bien se descuartizaba y los pingajos se exhibían en el lugar en que había cometido el crimen o a las puertas de la ciudad, como aviso a navegantes. La cabeza de Joan Sala, el bandolero Serrallonga, fue expuesto en el portal de San Antonio (1634), y el del general Moragues colgó en una jaula del portal del Mar entre 1715 y 1727. Y uno se pregunta por qué doce años, precisamente. Y que hicieron después con lo que quedaba de la cabeza. En fin.
De la horca al garrote
Justo en este punto hay que añadir que Moragues no murió en la horca sino agarrotado. Porque también a la hora de morir había clases, y las altas -nobles, militares, religiosos y bastardos (reales, se entiende)- morían como los señores que eran. Es decir, ahogados en agua, decapitados de un tajo de espada o bien agarrotados como el general austracista. Una de las sorpresas mayúsculas del libro es precisamente el decubrimiento de que el garrote constituyó una auténtica y, atención, humanista revolución en el arte de dar mala muerte: cuando Fernando VII jubiló la horca y decretó en 1832 que en adelante las penas de muerte de ejecturían a garrote acababa de dar un paso decisivo hacia la democratización patibularia: a partir de entonces todos los ciudadanos serían iguales ante el verdugo, sin distinción de crimen ni de clase.
No podían faltar, en fin, en el listado del arte de ejecutar ni la hoguera, método preferido por la Inquisición -que dejaba el trabajo sucio al brazo secular, eso sí- ni el fusilamiento. Y hay que decir que a pesar de la mala fama que arrastra, entre la primera (1488) y la última ejecución en la hoguera (1726), sólo un centenar de desgraciados (y desgraciadas) fueron ejecutados en Barcelona a instancias del Santo Oficio: judaizantes, renegados, luteranos, brujas, sodomitas y, agárrense, reos de bestialismo. En este último caso parece que se ejecutaba también, y por si acaso, a la bestia. A la de cuatro patas, se entiende. Lo que no sabemos es cómo.
La última ejecución pública tuvo lugar como se ha visto en 1897. Pero en la ciudad se continuó matando legalmente durante otras ocho décadas, aunque fuera en la intimidad. El último ajusticiado fue Salvador Puig Antich, agarrotado el 2 de marzo de 1974 en la Modelo. Aquel mismo día, pero en Tarragona, el verdugo daba garrote a Heinz Chez: ya saben, la torna de Boadella. Pero el siniestro honor de ser el último preso ejecutado en Cataluña no corresponde ni a Puig Antich ni a Chez, sino al etarra Juan Paredes Manot, alias Txiqui, fusilado en un bosque de los alrededores de Cerdañola el 27 de septiembre de 1975. Cuando al cabo de dos meses cayó por fin la estaca, con ella se fue también al otro barrio la pena de muerte. De momento, porque como recuerda muy oportunamente Domènech, "el suplicio y la pena de muerte son una de las carcaterísticas de la humanidad".
Un cadalso en cada plaza
Lo denominaban "pasar la vergüenza" y consistía en pasear al reo en comitiva "subido a un burro, atado de manos y desnudo de cintura para arriba, y con un rótulo colgado del pecho en el que se enunciaba el delito cometido": el calvario comenzaba en la prisión de la plaza del Ángel y pasaba por las calles de la Bòria, Corders, plaza Marcús, Consolat, Fusteria, Ample, Regomir, Ciutat, Bisbe, plaza Nova, Corríbia, Tapineria y vuelta a la prisión. Un viacrucis que en condiciones normales hubiera podido recorrerse en tres cuartos de hora pero que entre azotes, tenazas, marcas al fuego y otras atenciones podía prolongarse durante horas, dependiendo de la resistencia del reo y de la pericia del verdugo. De ahí que haya quedado en la memoria popular de los barceloneses la expresión "pasar Bòria abajo", sinónimo de que las cosas van mal dadas. Otras locuciones procedentes del lenguaje patibulario so "levantar la camisa", "curt de gambals" -literalmente, piernicorto, o mejor aun, grilletes cortos, que viene a significar algo así como tonto del bote- o "irse a la quinta forca" -a la quinta horca. Hablando de horcas, éstas se levantaban en lo que hoy es el Pla de la Boqueria, en Pla de Palau y la explanada de la Ciudadela, donde a partir e 1832 también se agarrotaba y se fusilaba. El portal de Sant Antoni también fue a partir de 1839 escenario del garrote. Y las hogueras de la Inquisición humearon en el Poblenou hasta 1726. Por otra parte, los reos no se iban solos al otro barrio: las cofradías de la Sangre y de los Desamparados les prestaban asistencia espiritual y material en los últimos momentos. Los cofrades acompañaban al reo en procesión hasta el patíbulo: son los hábitos y capirotes que no faltan en los testimonios gráficos de la época, y que dieron lugar a un luctuoso y nefando negocio consistente en alquilar los hábitos para asistir a la ejecución desde primera fila.
El garrote catalán: el otro hecho diferencial
La historia del garrote vil es una caja de sorpresas. Ya se ha visto cómo la instauración de este sistema de ejecución, en 1832, jubiló a la horca e igualó a nobles, religiosos y plebeyos ante la pena de muerte. Hasta 1897 fueron agarrotados en Barcelona unas setenta personas. Más sorprendente aún es la taxonomía de tan singular instrumento: la historia universal de la infamia reserva el adjetivo catalán para la versión más brutal del garrote, con un punzón de hierro que -dice Domènech- "penetra y quiebra las vértebras cervicales a la vez que empuja el cuello hacia delante, aplastando la tráquea contra el cuello: la muerte sobreviene por asfixia y por la destrucción de la médula espinal, y el punzón no sólo impide que el desenlace sea rápido sino que incrementa las posibilidades de una larga agonía". Un instrumento, como se ve, sofisticadísimo, a la altura de la delicadísima y proverbial sensibilidad catalana y que convertía en un artefacto rudimentario el vulgar garrote español, donde la muerte sobrevenía por vulgar asfixia al atornillar la soga metálica que se le encasquetaba al reo.
El arte de dar mala muerte
La penúltima ejecución en y con público en Barcelona se remonta al mes de julio de 1892. El reo fue Aniceto Peinador, un encuadernador de 19 años convicto del asesinato de un hombre al que pretendía robar el reloj -con tan mala pata, recuerda el cronista Xavier Theros, que liquidó de paso a uno de sus cómplices. La ejecución tuvo lugar en el patio de la prisión de Reina Amalia, actual plaza de Folch i Torres, en pleno Raval, donde se levantaba el garrote vil del presidio, y Ramon Casas dejó dejó un impresionante testimonio pictórico del momento. Según Theros, parece que todavía hubo en este mismo escenario una ejecución pública posterior a la de Peinador: la de un tal Silvestre Luis, acusado de un doble parricidio -mujer e hija, glups- y ajusticiado en junio de 1897. Para nuestra desgracia, no hubo ese día un Casas para tomar apuntes del espectáculo...
Domènech retrocede, en fin, hasta el siglo XIII -exactamente hasta el Domingo de Pascua de 1285- para rescatar del anonimato y del olvido a su primer reo: Berenguer Oller, "caudillo de una revuelta ciudadana", condenado por Pedro el Ceremonioso a ser arrastrado, atención, de la cola de un mulo por todas las calles de la ciudad para acabar siendo colgado de un olivo en la montaña de MontjuIch, como castigo a un frustrado regicidio -según las fuentes oficiales, claro. A partir de aquí pasa cronológicamente revista a las modalidades con que los catalanes han tenido el gusto de darse legalmente muerte unos a otros -la llamada "mala muerte"- así como al ritual escénico que acompañaba al reo hasta el cadalso para escarmiento del pueblo. Resulta que el método más recurrente ha sido históricamente la horca. También el mas barato y sencillo -sólo se necesita un nudo corredizo y un tronco o palo más alto o largo que la víctima, esto último es esencial- y uno de los más crueles, porque la agonía podía prolongarse hasta 20 minutos. Aparte, pero esto quizás al reo le trajese en última instancia si cuidado, "del más vil e ignominioso, y por eso mismo destinado a la gente del pueblo".
Ladrones, bandoleros, homicidas, falsificadores y, en menor medida, violadores eran los principales candidatos a acabar en la horca. Las de Barcelona eran de buena ley y estaban preparadas para afrontar cualquier contingencia: en una sola jornada de abril de 1573 fueron ahorcados en ellas hasta 21 bandoleros. Dos siglos más tarde, ocho colegas de la misma partida fueron a su vez colgados de una sola tacada. Y funcionaron regularmente hasta 1832, para fortuna del verdugo, individuo de mala fama del que se decía que comerciaba con los restos del ajusticiado, que se arriesgaba a ser apedreado por el populacho si fallaba el golpe, que estaba obligado a vestir capa amarilla, sombrero blanco y guantes, en el mercado no podía tocar los alimentos con las manos y que, en fin, hasta tenía que llevar consigo su propia escudilla cuando iba a una taberna. Como para pensárselo dos veces. Un intocable, vamos, que según se terciara igual torturaba que ejecutaba o descuartizaba a su cliente... después, eso sí, de solicitarle retorcidamente perdón por lo que estaba a punto de hacerle. La última posición en el escalafón de la muerte lo ocupaba el estiracordetes, glups, que debe su nombre a la siniestra función que desempeñaba en todo este sórdido asunto: era el individuo que llegado el caso tenía que colgarse de las piernas del reo que se resistía a morir para acelerar la asfixia...
Hay que añadir que la ejecución comenzaba mucho antes de que el reo llegara al patíbulo. Previamente le obligaban a pasar la llamada "pena de la verguenza", algo así como la actual pena del telediario, pero a lo bestia: la víctima era paseada en comitiva por las principales vías de la ciudad, y los verdugos aprovechaban la ocasión para mutilarlo, azotarlo, atenazarlo (!), desorejarlo (!!) o marcarlo a fuego, atenciones todas ellas que recibia el pobre diablo para regocijo del respetable. El caso paradigmático es el de Joan de Canyamars, que el 7 de diciembre de 1492 fracasó en el intento de matar al rey Fernando y que fue condenado a morir "de crudelísima muerte, para ejemplo y castigo de los otros", dice la condena. Juzgue el lector si la sentencia se cumplió escrupulosamente (o no): "En la plaza del Blat le fue cortado un puño; en el Born, el otro. En la plaza de San Jaime le cortaron la nariz y una pierna, y le sacaron un ojo; en la plaza Nova, un muslo; en la plaza de Santa Ana, la otra pierna y el otro muslo, y en la calle de San Pedro acabaron de descuartizarlo". Si es que quedaba algo, claro. Una vez muerto, el cuerpo del ajusticiado se dejaba pudrir en el patíbulo, o bien se descuartizaba y los pingajos se exhibían en el lugar en que había cometido el crimen o a las puertas de la ciudad, como aviso a navegantes. La cabeza de Joan Sala, el bandolero Serrallonga, fue expuesto en el portal de San Antonio (1634), y el del general Moragues colgó en una jaula del portal del Mar entre 1715 y 1727. Y uno se pregunta por qué doce años, precisamente. Y que hicieron después con lo que quedaba de la cabeza. En fin.
De la horca al garrote
Justo en este punto hay que añadir que Moragues no murió en la horca sino agarrotado. Porque también a la hora de morir había clases, y las altas -nobles, militares, religiosos y bastardos (reales, se entiende)- morían como los señores que eran. Es decir, ahogados en agua, decapitados de un tajo de espada o bien agarrotados como el general austracista. Una de las sorpresas mayúsculas del libro es precisamente el decubrimiento de que el garrote constituyó una auténtica y, atención, humanista revolución en el arte de dar mala muerte: cuando Fernando VII jubiló la horca y decretó en 1832 que en adelante las penas de muerte de ejecturían a garrote acababa de dar un paso decisivo hacia la democratización patibularia: a partir de entonces todos los ciudadanos serían iguales ante el verdugo, sin distinción de crimen ni de clase.
No podían faltar, en fin, en el listado del arte de ejecutar ni la hoguera, método preferido por la Inquisición -que dejaba el trabajo sucio al brazo secular, eso sí- ni el fusilamiento. Y hay que decir que a pesar de la mala fama que arrastra, entre la primera (1488) y la última ejecución en la hoguera (1726), sólo un centenar de desgraciados (y desgraciadas) fueron ejecutados en Barcelona a instancias del Santo Oficio: judaizantes, renegados, luteranos, brujas, sodomitas y, agárrense, reos de bestialismo. En este último caso parece que se ejecutaba también, y por si acaso, a la bestia. A la de cuatro patas, se entiende. Lo que no sabemos es cómo.
La última ejecución pública tuvo lugar como se ha visto en 1897. Pero en la ciudad se continuó matando legalmente durante otras ocho décadas, aunque fuera en la intimidad. El último ajusticiado fue Salvador Puig Antich, agarrotado el 2 de marzo de 1974 en la Modelo. Aquel mismo día, pero en Tarragona, el verdugo daba garrote a Heinz Chez: ya saben, la torna de Boadella. Pero el siniestro honor de ser el último preso ejecutado en Cataluña no corresponde ni a Puig Antich ni a Chez, sino al etarra Juan Paredes Manot, alias Txiqui, fusilado en un bosque de los alrededores de Cerdañola el 27 de septiembre de 1975. Cuando al cabo de dos meses cayó por fin la estaca, con ella se fue también al otro barrio la pena de muerte. De momento, porque como recuerda muy oportunamente Domènech, "el suplicio y la pena de muerte son una de las carcaterísticas de la humanidad".
Un cadalso en cada plaza
Lo denominaban "pasar la vergüenza" y consistía en pasear al reo en comitiva "subido a un burro, atado de manos y desnudo de cintura para arriba, y con un rótulo colgado del pecho en el que se enunciaba el delito cometido": el calvario comenzaba en la prisión de la plaza del Ángel y pasaba por las calles de la Bòria, Corders, plaza Marcús, Consolat, Fusteria, Ample, Regomir, Ciutat, Bisbe, plaza Nova, Corríbia, Tapineria y vuelta a la prisión. Un viacrucis que en condiciones normales hubiera podido recorrerse en tres cuartos de hora pero que entre azotes, tenazas, marcas al fuego y otras atenciones podía prolongarse durante horas, dependiendo de la resistencia del reo y de la pericia del verdugo. De ahí que haya quedado en la memoria popular de los barceloneses la expresión "pasar Bòria abajo", sinónimo de que las cosas van mal dadas. Otras locuciones procedentes del lenguaje patibulario so "levantar la camisa", "curt de gambals" -literalmente, piernicorto, o mejor aun, grilletes cortos, que viene a significar algo así como tonto del bote- o "irse a la quinta forca" -a la quinta horca. Hablando de horcas, éstas se levantaban en lo que hoy es el Pla de la Boqueria, en Pla de Palau y la explanada de la Ciudadela, donde a partir e 1832 también se agarrotaba y se fusilaba. El portal de Sant Antoni también fue a partir de 1839 escenario del garrote. Y las hogueras de la Inquisición humearon en el Poblenou hasta 1726. Por otra parte, los reos no se iban solos al otro barrio: las cofradías de la Sangre y de los Desamparados les prestaban asistencia espiritual y material en los últimos momentos. Los cofrades acompañaban al reo en procesión hasta el patíbulo: son los hábitos y capirotes que no faltan en los testimonios gráficos de la época, y que dieron lugar a un luctuoso y nefando negocio consistente en alquilar los hábitos para asistir a la ejecución desde primera fila.
El garrote catalán: el otro hecho diferencial
La historia del garrote vil es una caja de sorpresas. Ya se ha visto cómo la instauración de este sistema de ejecución, en 1832, jubiló a la horca e igualó a nobles, religiosos y plebeyos ante la pena de muerte. Hasta 1897 fueron agarrotados en Barcelona unas setenta personas. Más sorprendente aún es la taxonomía de tan singular instrumento: la historia universal de la infamia reserva el adjetivo catalán para la versión más brutal del garrote, con un punzón de hierro que -dice Domènech- "penetra y quiebra las vértebras cervicales a la vez que empuja el cuello hacia delante, aplastando la tráquea contra el cuello: la muerte sobreviene por asfixia y por la destrucción de la médula espinal, y el punzón no sólo impide que el desenlace sea rápido sino que incrementa las posibilidades de una larga agonía". Un instrumento, como se ve, sofisticadísimo, a la altura de la delicadísima y proverbial sensibilidad catalana y que convertía en un artefacto rudimentario el vulgar garrote español, donde la muerte sobrevenía por vulgar asfixia al atornillar la soga metálica que se le encasquetaba al reo.
[Este artículo se publicó el 27 de julio de 2007 en el semanario Presència]
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