Incursiones relámpago, estilo Sturmtruppen, en episodios que tuvieron lugar en Andorra y cercanías durante la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial y las dos postguerras, con ocasionales singladuras a alta mar, a ultramar y si conviene incluso más allá.
[Fotografía de portada: El Pas de la Casa (Andorra), 16 de enero de 1944. La esvástica ondea en el mástil del puesto de la aduana francesa. Copyright: Fondo Francesc Pantebre / Archivo Nacional de Andorra]

martes, 4 de febrero de 2014

Normandía: recuerdos de un soldado

Militar retirado y veterano de la II Guerra Mundial, Channing King Hall pertenece a la ilustre y prolífica nómina de los norteamericanos expatriados en Europa, donde ha vivido desde 1949. En 1973 se instaló en Sant Julià de Lòria (Andorra). Ahora evoca su vida nómada en Mémoires d'un libérateur de la France, una autobiografía ágil cruzada de un cierto humor negro y de un involuntario nihilismo, que se lee como una novela y que se centra en el episodio culminante de su peripecia vital y profesional: el desembarco aliado en Normandía y la campaña de Francia. Allí vamos.

Hall (Newton, Massachussets, 1921) nos recibe en su piso de Sant Julià el día después de la captura de Saddam. Ni puede ni quiere disimular la euforia que lo embarga, y el eslogan manufacturado en el servicio de propaganda del US AEmy que espetó el administrador civil norteamericano en Iraq, Paul Bremmer, al difundir las imágenes del dictador capturado -"We got him!"- le sirven para evocar la noticia de la liberación de París, el 25 de agosto de 1944. King se encontraba en algún lugar del centro de Francia, en medio de una de las interminables misiones de abastecimiento que el cuerpo de ingenieros al que estaba adscrito puso en marcha bajo el nombre en clave de Operación Ballon Rouge. "Fue una jornada inolvidable. Por la radio alguien dijo que París había caído. '¡La tenemos!', exclamamos. Como ahora con Saddam".

Hall, a la ziquierda, en una imagen tomada durante la campaña de Francia. Como veterano de guerra, al contraer matrimonio con Georgette, joven francesa a la que conoció durante la contienda, pudo disfrutar de un viaje de novios por todo lo alto, repartido entre el hotel Négresco de Niza y el Martínez de Cannes. Fotografía: Archivo Chaning K. Hall.

El libro destila este patriotismo tan norteamericano que los europeos, con cierta condescendencia, acostumbramos a calificar de ingenuo. Por ejemplo, cuando no duda en describir como "el más feliz de mi vida" el día que recibió los galones de oficial. Fue el 16 de abril de 1943, siete meses después de ser movilizado: "Ha habido otras ocasiones memorables: los ascensos, los matrimonios... Pero nada se puede comparar a la felicidad y al orgullo inmenso que me produjo mi nombramiento como oficial del ejército de mi país". Medio siglo lejos de los EEUU, donde desde 1959 no ha pasado más de cinco semanas en total, le han europeizado, sin duda. Él mismo lo reconoce, pero no han conseguido borrar el orgullo patrio marca de la casa: "Todo lo que tengo está aquí: mis recuerdos, mis pertenencias... En los EEUU no tengo nada. Pero cuando has luchado por tu país en lo último en que piensas es en cambiar de nacionalidad. Estoy orgulloso de lo que hice y me siento orgulloso de ser norteamericano".

Pero atención: Hall no es el americano de una pieza, sin aristas ni matices, que sólo existe en las viñetas de los caricaturistas de El País y en la imaginación de los profesionales del antiamericanismo. Al contrario: una vez proferida esta declaración de principios, se desmarca con una profesión de fe antimilitarista y con una sorprendente confesión que hay que leer teniendo en cuenta que toda su vida profesional, toda, la pasó en el ejército, primero como militar de carrera y desde 1953 hasta la jubilación, 18 años después, como trabajador civil: "Si pudiera volver atrás, no me alistaría", dice. Es la paradójica sentencia de quien ha entregado su vida al ejército, pero también ha visto de cerca los desastres de la guerra. De hecho, guarda en los más recóndito de su cerebro recuerdos que todavía le quitan el sueño. El más terrible y siniestro, cuando hubo de improvisar una compañía de enterradores, poco después del desembarco de Normandía: "Nos ordenaron coger cinco camiones y dirigirnos a un punto no muy lejano de la playa donde se habían acumulado los cadáveres de los soldados muertos en combate, recogerlos y transportarlos al cementerio de ese sector. Fue horrible. Lanzábamos los cuerpos a los contenedores como si fueran ladrillos, uno encima del otro. Alguno de aquellos soldados llevaba hasta ocho días muerto, olían terriblemente y se habían ennegrecido. En el cementerio no tenían derecho a ataúd: los envolvíamos en una sábana y los enterrábamos así. Este trabajo lo hacían los prisioneros alemanes. Pero medio siglo después de aquello, todavía se me aparece la escena en sueños. Nunca podré borrarla de mi espíritu."

Andorra aparece en el horizonte vital de Hall cuando con su primera esposa, Georgette, decidió establecerse en Sant Julià de Lòria tras la jubilación. Fue a principios de los años 70 y Andorra se convirtió en el epicentro de una vida nuevamente nómada, con continuos viajes por toda Europea al volante de la autocaravana familiar. Dos años después de morir Georgette, en la fotografía, Hall contrajo nuevamente matrimonio con Marie-Hélène. Fotografía: Archivo Channing K. Hall.

Otras escenas prefiguran el pánico cerval ante el inminente combate, o la muy humana compasión hacia los compañeros que parten hacia el frente. En las Navidades de 1944, en  plena ofensiva alemana de las Ardenas, la compañía que mandaba esperaba en la base aérea de Laon, cerca de la frontera francobelga, la llegada de un contingente de paracaidistas procedente de Inglaterra. Fue la única ocasión en que la columna de Hall fue atacada por la aviación alemana: "No sufrimos ninguna baja porque el avión llevaba las ametralladoras montadas en las alas y la hilera de camiones alineados en la pista del aeródromo quedó justo en medio del ángulo de fuego. Un milagro". Pasado este incidente, llegaron los paracaidistas: "Los cargamos en los camiones y partimos de inmediato hacia el frente. Que lástima me daban. En el bosque donde se apearon, en plena noche, les ordenaron cavar hoyos en el suelo helado para protegerse. La mayoría de ellos no tenía más de 18 años, y se veía en sus ojos que aquella era su primera misión de combate. Enseguida nos ordenaron regresar. No hizo falta que nos lo ordenaran dos veces".

A Hall, como a tantos otros de sus compatriotas, el bombardeo japonés de Pearl Harbour le cambió las expectativas vitales hasta el punto de que no duda en considerarla "la fecha más importante de mi vida: sin Pearl Harbour es improbable que me hubiera convertido en el expatriado -voluntario, eso sí- que soy hoy. Aunque, tal como iban las cosas en Europa, mi país se hubiera implicado en la guerra antes o después". Pero si hasta entonces había llevado una vida sin rumbo -la biografía de Hall es indudablemente americana, con una adolescencia especialmente difícil, expulsado de la casa paterna a los 17 años, con una subsiguiente etapa de vagabundeo- la movilización le descubrió su lugar en el mundo: el ejército. Se alistó en septiembre de 1942, y ya no lo abandonaría hasta la jubilación, con la sola excepción de un breve período justo después de terminada la contienda. La vida militar le permitió, dice, desarrollar sus potencialidades. Y se muestra especialmente orgulloso de su rápido acenso en el escalafón: "No sé si se puede llegar a comprender lo que sentí: yo, que tres años antes estaba en la calle, que había pasado hambre, que me había visto obligado a frecuentar a gente de una clase social inferior a la mía... Aquel chico desnortado se había ganado un respeto, se había convertido en oficial, merecía importantes responsabilidades. Y todo esto, apenas siete meses después de la movilización, y de alistarme como soldado raso" Este orgullo propio del self made man salpica todo el libro, en que Hall deja puntual constancia de los sucesivos ascensos hasta la jubilación, en 1971, con el grado civil de G13, equivalente al de teniente coronel en el escalafón del ejército norteamericano.

El punto culminante de su carrera militar fue la campaña de Francia. Tomó parte activa en el desembarco de Normandía. No con las primeras oleadas, las que tomaron tierra en la madrugada del 6 de junio, pero sí con los batallones de aprovisionamiento que llegaron una vez aseguradas las cinco playas. La compañía de Hall, la brigada especial del cuerpo de ingenieros, arribó el 30 de junio a Utah Beach. La espera en Inglaterra se les había hecho eterna: "Llegamos en enero, a bordo del Queen Mary, donde me separaron de mi hermano gemelo, con quien había hecho la instrucción. ¡Los soldados no sabían a qué teniente Hall se tenían que dirigir!" De Fur de Clyde a Southampton, de aquí a Cornualles y finalmente a Plymouth. "Cada segundo del día pensábamos en el momento en que llegaría la orden de partir. Nos tenían encerrados en el campo, casi como prisioneros, con la única ocupación de preparar el material, los jeeps y los camiones para que resistiesen el contacto con el agua del mar, porque preveíamos que desembarcaríamos lejos de la costa. Matábamos el tiempo jugando a las cartas. Me aficioné en Plymouth, y a todo el mundo le ocurrió más o menos lo mismo. Después me costó doce años dejarlo, pero lo conseguí en junio de 1956".

Lo peor había pasado Los alemanes estaban cinco kilómetros tierra adentro, y la aviación aliada enseguida liquidó las últimas defensas costeras. La brigada de Hall se encargó los primeros días de descargar los barcos que continuamente llegaban a las playas -el puerto de Cherburgo todavía no había sido tomado- llenos de alimentos, recambios y combustible. A mediados de agosto lo transfirieron a la 380a compañía de camiones del cuartel general, encargada de la Operación Ballon Rouge. Una gigantesca red tejida por los aliados para asegurar la llegada de suministros desde la costa atlántica hasta el frente, que cada día penetraba decenas de kilómetros en el interior de Francia. "El nombre de la operación procede de los convoyes ferroviarios que tienen prioridad absoluta, y que en los EEUU se denominan Red Balloon, en francés, Ballon Rouge. El alto mando habilitó unas carreteras por las que los únicos que estábamos autorizados a circular éramos nosotros. Y por eso bautizaron así la operación. Cada convoy lo formaban 25 camiones con 25 conductores bajo el mando de un oficial. Recogíamos el cargamento en las playas y lo transportábamos hasta una especie de vivac que se encontraba más o menos a medio camino; aquí nos relevaba otro equipo que llevaba la carga hasta el frente, descargaba y regresaba al vivac, y así sucesivamente". Una misión digna de Sísifo que le proporcionó su pero recuerdo de guerra: cierta misión en la que se pasó 60 horas al volante, sustituyendo a los conductores que iban cayendo uno detrás de otro rendidos por el cansancio. Un trabajo gris, en apariencia, pero fundamental para el desarrollo de la guerra, como reconoció el mismísimo general Patton, jefe del III Ejército norteamericano: "Una vez que nos detuvimos a descansar en el borde de la carretera, de repente vimos que se acercaba un jeep con las tres estrellas de general. Era Patton. Se paró a mi altura, preguntó a qué unidad pertenecíamos, se lo expliqué y contestó: 'Teniente, están haciendo un muy  buen trabajo. Acábenlo' Y se fue".

Hall deja constancia en Mémoires d'un libérateur de la France de un personalísimo gusto por la anécdota històrica y la curiosidad más o menos letraherida: por ejemplo, su estancia en Fort Sill, en 1948, le sirve para evocar la cautividad de Gerónimo, el célebre caudillo apache, a principios del siglo XX. No es menos curioso que en 1947, cuando regresó provisionalmente a la vida civil y se instaló en Berkeley (California), recibió la yuda de jun pariente paterno: James Norman Hall, el autor nada menos que de El motín de la Bounty. Fotografía. Archivo Channing K. Hall.

El fin de la guerra en Europa, el 8 de mayo de 1945, lo pilló en el hospital militar de Villejuive -menudo nombre- en los suburbios de París, donde había ingresado para tratarse un cuadro de estrés derivado de un curioso caso de, digamos, racismo a la inversa. O de racismo de ida y vuelta, para ser precisos: "Cuando me dieron el alta, los médicos me recomendaron un nuevo destino en otra unidad integrada por soldados blancos: una de las causas de la hospitalización había sido el hecho de haber servido durante toda la campaña de Francia en una unidad negra. Puedo asegurarte que con 150 soldados negros en una unidad que contaba con solo cinco oficiales blancos no te quedaba ni un momento de reposo. Había que estar continuamente en estado de alerta para no decir ni hacer nada que pudiera se reinterpretado remotamente como un acto, un gesto o una palabra racista; por ejemplo, si un oficial llamaba la atención de un soldado que hacía la guardia de manera impropia, siempre corrías el riesgo de que el sodlado alegara que todo se debía al hecho de que él era negro, y tú, blanco".

Hall rememora en este punto el consejo de guerra y la ejemplar (?) pena de 10 años de presión a la que fue sometido un soldado de su unidad que una noche abandonó el campamento para hacer una escapadita a París. Pequeñas historias paralelas que quedan sepultadas bajo e lpeso de la historia con mayúscula que se estaba gestando en la campaña de Francia. Como ésta de las relaciones interétnicas en el ejército yanqui, que según Hall terminó en la guerra de Corea con la desaparición de las unidades exclusivamente negras.

Medio siglo de vida en Europa -Francia y Alemania, principalmente- no lo han vuelto indiferente a las oleadas de recurrente antiamericanismo que periódicamente recorren el continente desde la Guerra Fría. Como es natural, ha elaborado una particular teoría al respecto: "En los años 50, los muros de las ciudades francesas estaban llenas de pintadas con el clásico 'Yankees, Go Home'. La campaña la había impulsado el Partido Comunista, y se reforzó durante la guerra de Corea. Los franceses no querían más guerras, y De Gaulle no echó de Francia. Literalmente. Él y nadie más es el responsable. No fue agradable, porque queríamos al país. Sus argumentos eran dos: uno personal y otro digamos que estratégico. No tragaba a los nortemaericanos, era un hombre rencoroso y no olvidaba que en la cumbre de Casablanca, en 1942, Roosevelt no lo invitó a sentarse con Churchill y Stalin. Ni la olvidó ni la perdonó jamás, aquella afrenta. Además, no podía tolerar que el ejército norteamericano utilizara las bases en suelo françés para un hipotético ataque nuclear. Y con la guerra de Corea, este peligro se hizo más real que nunca".

Los años, sin embrago, le han conferido cierto barniz de escepticismo, que es quizá la clave de la supervivencia: "Estoy acostumbrado a ser un extranjero en todas partes donde he vivido. Ya no me molesta: es como si hubiera ido construyendo un caparazón de tortuga para protegerme".

[Este artículo se publicó el 4 de enero de 2004 en Informacions]



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