Teresa Cairat repasa en El meu padrí la trayectoria vital del hombre que dirigió el destino de Andorra entre 1937 y 1960: el estadista que sorteó tanto las amenazas anarquistas como el bombardeo franquista de la central hidroeléctrica de Escaldes y la ocupación alemana durante la II Guerra Mundial. Su nieta revela además capítulos hasta ahora inéditos de la biografía del síndico, como la detención en Barcelona, en los primeros años 50, por unas supuestas connivencias con los refugiados republicanos a los que acogió en su casa de Sant Julià de Lòria tras la victoria franquista.
Con el subsíndico Josep Areny, en 1956, en un reportaje de la revista Life. |
Parecía mentira que el primer hombre de estado propiamente dicho que tuvimos en este rincón nuestro de Pirineo careciera a estas alturas ni que fuese de una aproximación biográfica. Sobre todo porque pueden contarse con los dedos de una mano los -ejem- estadistas de verdad, y todavía nos sobrarían unos cuantos. Pues ya no: Teresa Cairat (Sant Julià de Lòria), nieta de nuestro héroe de hoy, acaba de publicar un curioso volumen titulado El síndic Cairat: el meu padrí, que no es estrictamente una biografía académica -"No puedo ser objetiva porque era mi abuelo y lo quería mucho"- sino una especie de evocación personal, familiar y también política, claro, aliñada con anotaciones históricas e incluso sociológicas, que traza un perfil humano, como si dijésemos en zapatillas, de Francesc Cairat Freixes (Sant Julià de Lòria, 1881-1968), cònsol de Sant Julià, conseller general, subsíndico y finalmente síndico, cargo que ejerció ininterrumpidamente entre 1937 y 1960. En otras palabras: asistimos a la transformación del Cisquet de can Manel -por el comercio de ultramarinos que regentaba su esposa- en el casi venerado síndico Cairat, cuyo mandato transcurrió en los años sin duda más convulsos de la historia contemporánea de Andorra.
Cairat fue un hombre "menudo y valiente, de talante conservador y extremadamente religioso", dice Teresa, que llevaba la política en las venas y que pasó, superados ya los cincuenta, por pruebas que sacaron a relucir un coraje, un sentido común y unas habilidades negociadoras inusitadas en alguien que a los 14 años dejó los estudios dispuesto a embarcar para América. No pasó de Barcelona -atrapado y quizás asustado por las tensiones sociales derivadas de la guerra de Cuba: estamos en 1896- y que empezó su vida laboral como aprendiz en un comercio de tejidos -Torre Eiffel, se llamaba- con sede en la calle del Carme. Regresó pronto a Andorra, se casó con Lola Ribot en 1907, el año de su primer cargo público -cònsol de Sant Julià: lo fue por dos años- y en sus primeros años de matrimonio regentó el Cafè del Cisquet, frente a la iglesia parroquial. Y estuvo a punto de acabar aquí esta historia, antes incluso de empezar, cuando en 1914 contrajo el tifus. Sobrevivió de milagro, pero cuenta Teresa que Cairat jamás volvió a caer enfermo y que no pisó nunca un hospital. Como paciente, claro. En 1922 fue elegido conseller general, y en 1923, subsíndico, cargo que ejerció hasta 1927. Desaparece después un tiempo de la vida pública -se ahorra la los algo sainetescos hechos de 1933, con la ocupación del Consell General, la huelga de los trabajadores de Fhasa, la movilización del somatén y la llegada de los gendarmes de Baulard, incluso el golpe de estado de Borís Skossyreff- y en diciembre de 1936 es elegido síndico. Teresa pasa lista a la liliputiense administración que se encontró al asumir el cargo: el secretario del Consell General, Bonaventura Riberaygua; la secretaria del síndico, Dolors Ubach, y el nunci, Josep Ubach: "Este era todo el personal que movía la burocracia del país". Un país que en aquellos años apenas superaba los 6.000 habitantes.
Nada más asumir el cargo estalla la Guerra Civil y comienza un largo período de convulsiones internacionales que afectan de pleno a Andorra. Cairat tuvo que hacer frente a las incursiones faístas y a las amenazas de franquistas de bombardear la central hidroeléctrica de Fhasa, en Escaldes, durante la Guerra Civil. Empezó entonces un tránsito de refugiados -primero de derechas, y terminada la contienda, de republicanos que huían al exilio- que continuó durante la subsiguiente guerra mundial, ahora en dirección sur y con la amenaza de ocupación nazi: Hitler mantuvo desde noviembre de 1942 un pequeño destacamento en la aduana del Pas de la Casa -que cayó en manos de la Resistencia en agosto de 1944, pero esta es otra historia-, y el caso es que el buen Cairat tuvo que lidiar con lo mejor de cada casa: "En cierta ocasión, en plena Guerra Civil, unos conocidos le advirtieron de que aquella noche una patrulla iba a subir desde la Seo con la intención de liquidarlo. Él se tomó la amenaza muy en serio, pero no quiso pedir ayuda a los gendarmes de Baulard, que había regresado con sus gendarmes en septiembre de 1937, y que se quedó hasta 1940. Se vistió con el traje que llevaba a las sesiones del Consell General, y se dirigió a su despacho, donde se sentó a esperar la llegada de los incontrolados. Así pasó toda la noche, pero no se presentó nadie". Por lo visto, la patrulla de milicianos -faístas, dice Teresa- entró efectivamente en el país, pero pasó de largo por Sant Julià y se dirigió a Os de Civís. "Después supieron que otros vecinos de Sant Julià se habían enterado de la posible llegada de milicianos y que pasaron la noche agarrados a sus escopetas de caza". ¿Recuerdan a Quevedo: "Caló el chapeo, miró al soslayo, fuese y no hubo nada..."? Pues eso.
Cairat fue un hombre "menudo y valiente, de talante conservador y extremadamente religioso", dice Teresa, que llevaba la política en las venas y que pasó, superados ya los cincuenta, por pruebas que sacaron a relucir un coraje, un sentido común y unas habilidades negociadoras inusitadas en alguien que a los 14 años dejó los estudios dispuesto a embarcar para América. No pasó de Barcelona -atrapado y quizás asustado por las tensiones sociales derivadas de la guerra de Cuba: estamos en 1896- y que empezó su vida laboral como aprendiz en un comercio de tejidos -Torre Eiffel, se llamaba- con sede en la calle del Carme. Regresó pronto a Andorra, se casó con Lola Ribot en 1907, el año de su primer cargo público -cònsol de Sant Julià: lo fue por dos años- y en sus primeros años de matrimonio regentó el Cafè del Cisquet, frente a la iglesia parroquial. Y estuvo a punto de acabar aquí esta historia, antes incluso de empezar, cuando en 1914 contrajo el tifus. Sobrevivió de milagro, pero cuenta Teresa que Cairat jamás volvió a caer enfermo y que no pisó nunca un hospital. Como paciente, claro. En 1922 fue elegido conseller general, y en 1923, subsíndico, cargo que ejerció hasta 1927. Desaparece después un tiempo de la vida pública -se ahorra la los algo sainetescos hechos de 1933, con la ocupación del Consell General, la huelga de los trabajadores de Fhasa, la movilización del somatén y la llegada de los gendarmes de Baulard, incluso el golpe de estado de Borís Skossyreff- y en diciembre de 1936 es elegido síndico. Teresa pasa lista a la liliputiense administración que se encontró al asumir el cargo: el secretario del Consell General, Bonaventura Riberaygua; la secretaria del síndico, Dolors Ubach, y el nunci, Josep Ubach: "Este era todo el personal que movía la burocracia del país". Un país que en aquellos años apenas superaba los 6.000 habitantes.
Nada más asumir el cargo estalla la Guerra Civil y comienza un largo período de convulsiones internacionales que afectan de pleno a Andorra. Cairat tuvo que hacer frente a las incursiones faístas y a las amenazas de franquistas de bombardear la central hidroeléctrica de Fhasa, en Escaldes, durante la Guerra Civil. Empezó entonces un tránsito de refugiados -primero de derechas, y terminada la contienda, de republicanos que huían al exilio- que continuó durante la subsiguiente guerra mundial, ahora en dirección sur y con la amenaza de ocupación nazi: Hitler mantuvo desde noviembre de 1942 un pequeño destacamento en la aduana del Pas de la Casa -que cayó en manos de la Resistencia en agosto de 1944, pero esta es otra historia-, y el caso es que el buen Cairat tuvo que lidiar con lo mejor de cada casa: "En cierta ocasión, en plena Guerra Civil, unos conocidos le advirtieron de que aquella noche una patrulla iba a subir desde la Seo con la intención de liquidarlo. Él se tomó la amenaza muy en serio, pero no quiso pedir ayuda a los gendarmes de Baulard, que había regresado con sus gendarmes en septiembre de 1937, y que se quedó hasta 1940. Se vistió con el traje que llevaba a las sesiones del Consell General, y se dirigió a su despacho, donde se sentó a esperar la llegada de los incontrolados. Así pasó toda la noche, pero no se presentó nadie". Por lo visto, la patrulla de milicianos -faístas, dice Teresa- entró efectivamente en el país, pero pasó de largo por Sant Julià y se dirigió a Os de Civís. "Después supieron que otros vecinos de Sant Julià se habían enterado de la posible llegada de milicianos y que pasaron la noche agarrados a sus escopetas de caza". ¿Recuerdan a Quevedo: "Caló el chapeo, miró al soslayo, fuese y no hubo nada..."? Pues eso.
Faístas, nazis y grises
En cualquier caso, la anécdota ilustra tanto el valor del síndico como la inquietante impunidad con la que circulaban por aquí los faístas de la Seo, así como cierta inoperancia de los gendarmes franceses, que parecen vivir en la inopia. Y eso que con el coronel Baulard mantuvieron unas relaciones "muy cordiales y cultivaron una amista que se prolongó durante décadas". Años después, ya durante la contienda mundial, tuvo lugar un incidente parecido pero ahora con una partida de maquis armados que aparecieron de nuevo por Os de Civís -enclave español al que solo se puede llegar por una carretera que pasa por Sant Julià y cuyo último trecho transcurre por territorio andorrano. En esta ocasión Cairat fue a esperarlos a la carretera de la Rabassa, donde se levantaba por entonces el hotel Pla y por donde se esperaba que apareciera el grupo. El plan era convencerlos de que tenían que abandonar el país con cierta urgencia. Se trataba de no soliviantar a las fuerzas franquistas estacionadas en la Seo. Y no las tenía todas consigo, porque cualquiera convence a una treintena de milicianos armados con naranjeros.
Pues Cairat lo consiguió: mandó que les prepararan algo de comer, y se agenció un camión con el que los empaquetó hacia la frontera del Pas. Claro que esto no fue nada, prosigue Teresa, comparado con la vez que se vio parlamentando con los alemanes de la aduana, de nuevo en el Pas: "Todavía no me explico cómo mi abuelo, desarmado y con la única compañía de Lluís Duró, alias Colltort -una especie de guardaespaldas que ya lo había acompañado en su encuentro con el maquis- les convenció de que no debían entrar en Andorra. De mayor le pregunté en más de una ocasión qué argumentos había esgrimido: 'Les dije lo que había que decir, que aquello era Andorra, un estado soberano, y que ellos no podían entrar en el país". Contra todo pronóstico, le hicieron caso. Hubo otros episodios con los nazis de por medio: cuenta Teresa que en otra ocasión un oficial alemán se presentó en cal Manel y le exigió a Cairat que dejara de proteger a las redes de pasadores, "y que si no lo hacía, se atuviera a las consecuencias: una amenaza con todas las de la ley que no pasó de ahí, parece, pero que desde luego no era del todo infundada: "Nunca mostró excesivo celo en expulsar a los extranjeros que sabía o intuía que trabajaban para uno u otro bando; frente a ellos mantuvo siempre una actitud neutral y por ejemplo con Viadiu [el autor de Entre el torb i la Gestapo] se saludaban casi a diario y como si nada. Su máxima preocupación era evitar la ocupación alemana, y asegurarse de que los refugiados, del signo que fuesen, no fueran molestados: en noviembre de 1942 el Consell General promulgó un edicto en que solicitaba a la población que no participara en ninguna actividad que pudiera comprometer la neutralidad del país".
Claro que en estos años oscuros llevó a la perfección el noble arte de hacerse el andorrano; es decir, mirar hacia otro lado -cuenta Teresa- tanto cuando entraban en el país grupos de refugiados que huían de los rojos, como cuando lo hicieron los refugiados republicanos después de la victoria franquista, o cuando se establecieron por aquí espías de todos los países contendientes en la guerra mundial y las redes de pasadores que operaban a través de Andorra. La amenaza de ocupación alemana -que por lo visto no fue solo un rumor ni un bulo más o menos exagerado- fue uno de los momentos clave de larguísimo mandato de Cairat. El otro -con el permiso de los conflictos diplomáticos que ocasionó la gestión de Fhasa y de la concesión de Radio Andorra- fueron los alimentos que en plena guerra civil, y con una población que se había visto incrementada en varios centenares, quizás miles de refugiados, para un total de 6.000 naciones, hizo traer desde la España nacional y a través de Francia y de la Cataluña republicana.
En todos estos asuntos sacó nuestro hombre a relucir un sensacional poder de convicción, porque como es de suponer, la posición de Andorra y del menudo Cairat frente a una patrulla anarquista, una partida de maquis, un destacamento alemán, o las autoridades franquistas recién instaladas en la Seo y comarca, era francamente precaria. Pero según Teresa el episodio más ingrato -y atención, hasta hoy inédito- en la trayectoria de su abuelo tuvo lugar en los años 50, no concreta más, y estuvo estrechamente relacionado con su actuación durante la Guerra Civil, cuando acogió en su propia casa de Sant Julià a refugiados de uno y otro signo: "Fue en Barcelona. Se hospedaba en un hotel de Portaferrissa, y cierta noche se presentaron en el hotel una patrulla de la policía y se lo llevaron a la comisaría de Vía Layetana". Y aunque faltaban quizás unos años para que Vía Layetana adquiriera su funesta reputación, pasar una noche en el calabozo no debía de ser lo que entendemos por un buen plan.
El caso es que lo retuvieron durante 24 horas y lo interrogaron sobre los refugiados rojos a los que supuestamente había protegido. Algo había de cierto, y es que Cairat abrió su casa de par en par, dice Teresa, a refugiados de uno y otro signo: "Como persona de ideas conservadoras y profundamente religiosa, estaba más próximo a los nacionales que a los rojos, pero acogió a combatientes y refugiados de los dos bandos. Al comenzar la Guerra Civil se instalaron en cal Manel el doctor Palau, un canónigo de la Seo y su hermana; más adelante llegaron el doctor Sicre, amigo suyo y republicano convencido, y Antoni Forné. Pero por encima de todo era un pacifista que jamás comprendió por qué España se había embarcado en aquella guerra fratricida".
La detención se debió a una denuncia -"Nunca supimos la identidad del delator"- y sólo la familia y un restringido círculo de íntimos tuvieron noticia del incidente. Pero aunque la broma no pasó a mayores, "él siempre lo interpretó como un golpe demoledor a su dignidad personal e incluso a la nacional, porque no dejaba de ser la primera autoridad del país. Todo esto hacía que se sintiera muy avergonzado y que casi nunca hablara de ello".
Hay más, mucho más. Por ejemplo, su papel en la ejecución de Pere Areny, el fratricida que se convirtió en el último condenado a muerte de la historia penal de Andorra - "Abiertamente contrario a la pena de muerte, se vio obligado a asistir a la ejecución, y aunque chocaba con sus creencias profundas sobre la pena de muerte, prevaleció su deber como síndico"; la admiración incondicional que le profesaba a De Gaulle, la antipatía que le generaba el veguer francés durante la Guerra Muncial, Lesmartres -colaboracionista notorio con quien el síndico rompió formalmente relaciones en abril de 1943, y la desonconfianza que le inspiraban Trémoulet -el factótum de Radio Andorra- y Miguel Mateu, el fundador de Fhasa que gestionó ante las autoridades de Burgos la ayuda alimentaria que Franco prestó a Andorra en plena Guerra Civil y que evitó el bombardeo de la central - "Se lo cobró con creces", repetía con cierta amargura. El meu padrí es, en fin, un libro necesario. Pero si hay un personaje del siglo XX andorrano que merece sin duda una biografía académica y como dios manda, sin duda es Cairat. Y con urgencia.
Pues Cairat lo consiguió: mandó que les prepararan algo de comer, y se agenció un camión con el que los empaquetó hacia la frontera del Pas. Claro que esto no fue nada, prosigue Teresa, comparado con la vez que se vio parlamentando con los alemanes de la aduana, de nuevo en el Pas: "Todavía no me explico cómo mi abuelo, desarmado y con la única compañía de Lluís Duró, alias Colltort -una especie de guardaespaldas que ya lo había acompañado en su encuentro con el maquis- les convenció de que no debían entrar en Andorra. De mayor le pregunté en más de una ocasión qué argumentos había esgrimido: 'Les dije lo que había que decir, que aquello era Andorra, un estado soberano, y que ellos no podían entrar en el país". Contra todo pronóstico, le hicieron caso. Hubo otros episodios con los nazis de por medio: cuenta Teresa que en otra ocasión un oficial alemán se presentó en cal Manel y le exigió a Cairat que dejara de proteger a las redes de pasadores, "y que si no lo hacía, se atuviera a las consecuencias: una amenaza con todas las de la ley que no pasó de ahí, parece, pero que desde luego no era del todo infundada: "Nunca mostró excesivo celo en expulsar a los extranjeros que sabía o intuía que trabajaban para uno u otro bando; frente a ellos mantuvo siempre una actitud neutral y por ejemplo con Viadiu [el autor de Entre el torb i la Gestapo] se saludaban casi a diario y como si nada. Su máxima preocupación era evitar la ocupación alemana, y asegurarse de que los refugiados, del signo que fuesen, no fueran molestados: en noviembre de 1942 el Consell General promulgó un edicto en que solicitaba a la población que no participara en ninguna actividad que pudiera comprometer la neutralidad del país".
Claro que en estos años oscuros llevó a la perfección el noble arte de hacerse el andorrano; es decir, mirar hacia otro lado -cuenta Teresa- tanto cuando entraban en el país grupos de refugiados que huían de los rojos, como cuando lo hicieron los refugiados republicanos después de la victoria franquista, o cuando se establecieron por aquí espías de todos los países contendientes en la guerra mundial y las redes de pasadores que operaban a través de Andorra. La amenaza de ocupación alemana -que por lo visto no fue solo un rumor ni un bulo más o menos exagerado- fue uno de los momentos clave de larguísimo mandato de Cairat. El otro -con el permiso de los conflictos diplomáticos que ocasionó la gestión de Fhasa y de la concesión de Radio Andorra- fueron los alimentos que en plena guerra civil, y con una población que se había visto incrementada en varios centenares, quizás miles de refugiados, para un total de 6.000 naciones, hizo traer desde la España nacional y a través de Francia y de la Cataluña republicana.
En todos estos asuntos sacó nuestro hombre a relucir un sensacional poder de convicción, porque como es de suponer, la posición de Andorra y del menudo Cairat frente a una patrulla anarquista, una partida de maquis, un destacamento alemán, o las autoridades franquistas recién instaladas en la Seo y comarca, era francamente precaria. Pero según Teresa el episodio más ingrato -y atención, hasta hoy inédito- en la trayectoria de su abuelo tuvo lugar en los años 50, no concreta más, y estuvo estrechamente relacionado con su actuación durante la Guerra Civil, cuando acogió en su propia casa de Sant Julià a refugiados de uno y otro signo: "Fue en Barcelona. Se hospedaba en un hotel de Portaferrissa, y cierta noche se presentaron en el hotel una patrulla de la policía y se lo llevaron a la comisaría de Vía Layetana". Y aunque faltaban quizás unos años para que Vía Layetana adquiriera su funesta reputación, pasar una noche en el calabozo no debía de ser lo que entendemos por un buen plan.
El caso es que lo retuvieron durante 24 horas y lo interrogaron sobre los refugiados rojos a los que supuestamente había protegido. Algo había de cierto, y es que Cairat abrió su casa de par en par, dice Teresa, a refugiados de uno y otro signo: "Como persona de ideas conservadoras y profundamente religiosa, estaba más próximo a los nacionales que a los rojos, pero acogió a combatientes y refugiados de los dos bandos. Al comenzar la Guerra Civil se instalaron en cal Manel el doctor Palau, un canónigo de la Seo y su hermana; más adelante llegaron el doctor Sicre, amigo suyo y republicano convencido, y Antoni Forné. Pero por encima de todo era un pacifista que jamás comprendió por qué España se había embarcado en aquella guerra fratricida".
La detención se debió a una denuncia -"Nunca supimos la identidad del delator"- y sólo la familia y un restringido círculo de íntimos tuvieron noticia del incidente. Pero aunque la broma no pasó a mayores, "él siempre lo interpretó como un golpe demoledor a su dignidad personal e incluso a la nacional, porque no dejaba de ser la primera autoridad del país. Todo esto hacía que se sintiera muy avergonzado y que casi nunca hablara de ello".
Hay más, mucho más. Por ejemplo, su papel en la ejecución de Pere Areny, el fratricida que se convirtió en el último condenado a muerte de la historia penal de Andorra - "Abiertamente contrario a la pena de muerte, se vio obligado a asistir a la ejecución, y aunque chocaba con sus creencias profundas sobre la pena de muerte, prevaleció su deber como síndico"; la admiración incondicional que le profesaba a De Gaulle, la antipatía que le generaba el veguer francés durante la Guerra Muncial, Lesmartres -colaboracionista notorio con quien el síndico rompió formalmente relaciones en abril de 1943, y la desonconfianza que le inspiraban Trémoulet -el factótum de Radio Andorra- y Miguel Mateu, el fundador de Fhasa que gestionó ante las autoridades de Burgos la ayuda alimentaria que Franco prestó a Andorra en plena Guerra Civil y que evitó el bombardeo de la central - "Se lo cobró con creces", repetía con cierta amargura. El meu padrí es, en fin, un libro necesario. Pero si hay un personaje del siglo XX andorrano que merece sin duda una biografía académica y como dios manda, sin duda es Cairat. Y con urgencia.
[Este artículo es una ampliación del publicado el 17 de abril del 2015 en el diario Bon Dia Andorra]
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