jueves, 24 de septiembre de 2015

11 de octubre de 1937: la gran evasión (El otro éxodo de la Guerra Civil, 3)

Reconstruimos la peripecia de una expedición de 380 fugitivos de la España republicana que fue interceptada y tiroteada en el trayecto de la Seo de Urgel a Andorra por un pelotón de carabineros a partir del relato de uno de los evadidos conservado en el Archivo Nacional; dos centenares de los fugitivos de este enorme grupo fueron capturados, incluidas "dos señoritas", como él mismo dice.



Las tres páginas de que consta el informe del superviviente de la expedición del 11 de octubre de 1937; la copia fue remitida por la Secretaría General de Franco con fecha del 12 de noviembre del mismo año, y estaba destinada al "gabinete diplomático". Fotografía: Fondo del Ministerio de Asuntos Exteriores / Archivo Nacional de Andorra.
El cadáver de Pere Isern Arnau, recuperado el 31 de octubre de 1938 al pie del monte Claror. Según el médico que asistió al levantamiento del cadáver, practicado en la Borda del Tosal aunque el cuerpo se localizó algo más arriba, fue "un ataque de asistolia a consecuencia del frío y del agotamiento". Sus compañeros de huida rescataron sus restos al día siguiente del fallecimiento. El hecho de que su hermano, Joan, residiera ya en Andorra, explica la rara expectación que generó el funeral de Isern, que fue enterrado en el cementerio de Escaldes. Fotografías: Fondo Casal i Vall / Archivo Nacional de Andorra..

Lo decía el historiador Ferran Sánchez Agustí  días atrás a cuenta de su último tocho, La Guerra Civil al Montsec, donde repasa la evasión desde Cataluña y a través de rutas andorranas de elementos desafectos a la República, simpatizantes del bando nacional, políticos conservadores, religiosos, profesionales, desertores: los grupos que circulaban por la frontera entre 1936 y 1939 podían ser muy numerosos. Hasta de un centenar de fugitivos. Pero las expediciones mucho más modestas -uno, dos, quizás media docena de evadidos- que iba a ser lo habitual en este rincón de Pirineo durante la II Guerra Mundial hacían que la afirmación de Agustí pareciera francamente audaz: imagine el lector un centenar de fugitivos, una pequeña multitud, intentando esquivar la vigilancia de los carabineros.

Pues resulta que Agustí de quedaba corto. Cortísimo, porque el Archivo Nacional conserva un sensacional y hasta ahora inédito documento procedente de los fondos del Ministerio de Asuntos Exteriores español con el relato de la que sin duda fue la gran evasión de la Guerra Civil: 380 personas, según el testimonio literal de uno de los que lo lograron, que la madrugada del 11 de octubre de 1937 intentaban entrar en Andorra viniendo de la Seo, entre Arcavell i Juberri: ¡380! Estaba cantado que los carabineros -que por otra parte conocían muy probablemente el itinerario de la expedición- los iban a pillar. Y así fue. El resultado fue demoledor: tan solo entre 115 y 130 de los fugitivos consiguieron el objetivo de entrar en Andorra, incluidos dos heridos de bala que fueron trasladados al hospital de Pamies, en Francia. El resto fueron detenidos. También "dos señoritas" que formaban parte del grupo.

Cuenta nuestro hombre, en un documento de la Oficina de Información de la Secretaría General de Franco fechado el 12 de noviembre de 1937, que nada más entrar en territorio andorrano "fueron sorprendidos por numerosos disparos, hechos de frente y dentro de dicho territorio". Algunos lo volvieron a intentar unos centenares de metros más allá, cruzando el río Runer. Pero los resultados fueron igualmente pésimos: "Los carabineros situados junto al cauce de este pequeño riachuelo hostilizaban a todos los que no quedaban bien ocultos detrás de las piedras o matas, al tiempo que otros [carabineros] pasaban la línea divisoria deteniendo a los que más cerca del cauce se encontraban". La perfidia de los carabineros no concluye aquí porque -aquí nuestro superviviente habla de oídas, según lo que le ha contado otro fugitivo- un numerosísimo grupo de evadidos, dice que cerca de dos centenares, que había regresado a la carretera se encontró con el rótulo indicador de la frontera cambiado de sentido, de manera que "como los carabineros salían de la zona indicada Andorra [los fugitivos] retrocedieron, y perseguidos a tiros fueron detenidos casi todos ellos"

Baulard, ay, bajo sospecha
Él fue más hábil, o simplemente tuvo más suerte, y cruzó la frontera sin novedad. Primero, Juberri, y de aquí, inmediatamente a Sant Julià para ir a comisaría e informar a los gendarmes que desde agosto de 1936 se encargaban de mantener el orden público (y de paso, la neutralidad: ¿o era al revés?). Pero se llevó una sorpresa mayúscula: para mobilizarse, los gendarmes debían esperar al coronel Baulard, en funciones d comisario especial, pero el hombre se lo debió tomar con calma porque no compareció hasta al cabo de "algunas horas", y despachó inicialmente el incidente con una frase lapidaria: "Me contestó que no tenía por qué arriesgar la vida de un solo gendarme, causando esta frase comentarios muy poco favorables entre los numerosos vecinos, que no se recataban en censurar la actitud poco en consonancia con el fin que tenía la gendarmería en dicho territorio".

No fue hasta dos días después que Baulard -siempre según nuestro hombre, que lo rebautiza como Baulary- decide al fin visitar el campo de batalla. Un poco más y le pasa como a Cómodo en Germania, a quien su padre, cuando llega por fin  su lado y se le lamenta de no haber llegado a tiempo de luchar en la batalla, le suelta como un latigazo:  "No te has perdido la batalla; te has perdido la guerra". En fin, que Baulard se hace acompañar por dos de sus gendarmes "con su uniforme y armamento"; por el veguer episcopal, Jaume Sansa, por el juez, por el notario y por el alcalde de Juberri. En el lugar de los hechos, un centenar de metros dentro del territorio andorrano, "se recogieron paquetes de ropa, mantas y objetos diversos ante los cuales era innegable haber existido bastantes personas en aquellos lugares". Al regresar a Sant Julià, "unos disparos hechos por los carabineros rojos nos obligaron a colocarnos detrás de las rocas, mientras los dos gendarmes asomaban sus kepis sobre el final de sus fusiles y gritaban: '¡Franceses, franceses!'" Actitud, la verdad, no muy gallarda. De todo lo acontecido levantó acta el notario, que para eso le habían enrolado en la excursión, así que debe quedar  rastro en los fondos notariales que se conservan en el Archivo. Al día siguiente le autorizan a abandonar el país y seguir su periplo, se supone, hasta la España nacional, y el relato concluye con unas comprometedoras apreciaciones sobre las autoridades locales.

Baulard es con diferencia el que sale peor parado, y nótese el retintín con el que lo describe: "Impecable en su uniforme, ceremonioso y muy correcto, o es marxista o al menos un cumplidor intachable del Frente Popular; de haber atendido mi reclamación se hubieran podido salvar más de 300 individuos" -aunque si dice que eran 380 y que unos 130 lograron llegar a Andorra, las cuentas no acaban de cuadrar. No es mucho mejor la opinión que le merece el veguer Sansa, de quien dice que "si ejerció presión sobre el coronel, fue demasiado tarde", le acusa de "olvidar en parte al menos sus deberes de español" al anteponer su función como representante del Copríncipe a la ayuda sus paisanos huidos, y aunque no cree que sea "simpatizante marxista", zanja la cuestión con rotundidad: "En momentos de dificultad le viene grande su cargo". Todo lo contrario del resto de las autoridades, que se portaron "estupendamente", empezando por el notario de Sant Julià, verdadero adicto al Movimiento, sin complicaciones ni trabas", y terminando por los vecinos del pueblo, "muy adepto a la España nacional".

[Este artículo se publicó el 24 de septiembre de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]

sábado, 19 de septiembre de 2015

Peter Smith: el Tom Clancy del Serrat

Ha publicado dos decenas de novelas desde que debutó en 2004, y en este tiempo ha colocado un cuarto de millón de ejemplares; sus series más vendidas las protagonizan Paul Richter, agente secreto que trabaja para el Foreign Operations Executive, y el policía londinense Chris Bronson, especializado en el thriller arqueológico. También ha tocado la novela gótica -los británicos, siempre con sus fantasmas a cuestas-, la biografía y la crónica militar, con especial atención a la II Guerra Mundial. Y todo esto, desde su humilde refugio del Serrat, en Ordino (Andorra), y oculta su identidad bajo media docena de seudónimos.

Peter Smith, en la librería la Puça de Andorra la Vella. Dice el padre de Paul Richter i de Chris Bronson que un escritor solo se puede permitir el lujo de mantener el Smith como nombre de letras si le antecede un Wilbur, "pero no si te llamas Peter". Así que firma como James Barrington, James Becker y como Max Adams. No es casualidad que la primera letra del apellido sea siempre una a o una b: es una estrategia editorial para que sus libros aparezcan en los primeros anaqueles de las librerías. Fotografía: Máximus.

Jamás sabremos lo que habría opinado Ken Charney sobre la guerra de las Malvinas. Retrocedamos hasta abril de 1982, con la ocupación del remoto e inhóspito archipiélago del Atlántico Sur por la Junta Militar argentina, y la inmediata respuesta de Margaret Thatcher, con el envío de una fuerza expedicionaria que en poco más de dos meses reconquistó aquellos dos pedazos de tierra. Charney, ya saben, murió en junio de 1982, mientras el país donde nació y el país por el que combatió durante la II Guerra Mundial se dedicaban a guerrear el uno contra el otro. Por un montón de pedruscos y unos cuantos miles de ovejas. ¿O fue pr el petróleo?

En fin. Lo que sí conocemos es lo que opina Peter Smith (Cambridge, 1947). Y sabe de lo que habla porque en aquella época ejercía como controlador aéreo militar a bordo del HMS Illustrious, uno de los tres portaaviones que Su Graciosa Majestad despachó a la otra punta del mundo para poner firmes a la Argentina de Galtieri. Su campaña duró tres meses; su trabajo consistía en traer a casa -es decir, a la cubierta del Illustrious- a los Harrier que controlaban el espacio aéreo de las Malvinas y alrededores en los convulsos y confusos días de la, ejem, inmediata postguerra. De esta peripecia bélica dejó constancia en Falklands: voyage to war, y tres décadas después nuestro Smith todavía no lo tiene del todo claro: "El reto logístico de transportar hombres y pertrechos a 12.500 kilómetros era descomunal. Ten en cuenta que para que uno de nuestros bombarderos Vulcan de largo alcance lanzara dos bombas sobre la pista del aeropuerto de Port Stanley, la capital de las Malvinas, había que mobilizar una veintena de aviones cisterna que lo abastecían en vuelo. Lo conseguimos, pero lo cierto es que tuvimos suerte".

Suerte. Quizás sí, aunque lo sensato era (y sigue siendo) apostar por la Royal Navy aunque sus días de gloria sean ya más cosa del pasado que del futuro. En fin. La pregunta es: ¿valió la pena? El caso es que el gobierno Thatcher no podía consentir que le fuera arrebatado por la fuerza un pedazo de territorio británico: "Este era el planteamiento oficial, y se resolvió satisfactoriamente. Pero el precio que hubo que pagar por devolver las Malvinas a la soberanía británica fue altísimo: 650 muertos por parte argentina; 250, por la nuestra. Y eso, por no hablar de los costes económicos de la guerra."

Si volvemos hoy sobre este asunto no es sólo es porque no cada día tiene uno la oportunidad de compartir una copa de Jameson con un expiloto de helicópteros de la Royal Navy, sino también y sobre todo porque tras la muy anglosajona biografía de Smith -que en 1994, al año siguiente de licenciarse con el grado de lieutenant commander, qué envidia, se instaló en nuestro rinconcito de Pirineo: hoy vive en el Serrat- se esconde el que es sin duda el indiscutible best seller de la literatura concebida por aquí arriba. Y encima, en inglés.

Cifras astronómicas
Por si había dudas: desde que debutó, en 2004 y con lo que el denomina su primer "thriller global", Overkill, ha publicado dos decenas de novelas y una docena más de títulos de "no ficción": 250.000 ejemplares vendidos, libro arriba, libro abajo. En otras palabras: en los últimos diez años, este anglosajón alto, discreto y grafómano ha colocado una media de 70 ejemplares diarios. Uno a uno. Y en editoriales de primerísima fila internacional: Macmillan, Penguin, Simon & Schuster y por ahí. A ver quién es el guapo que le tose.

La mayor parte de su obra de ficción se reparte en dos series: la primera, protagonizada por Paul Richter, agente adscrito a un ficticio Foreign Operations Executive que firma con el seudónimo de James Barrington -atención a los títulos: Pandemic, Timebomb, Payback y Manhunt, además de Overkill, que no engañan a nadie sobre su vocación de best seller; la segunda, media docena más de novelas, estas con el nombre de letra de James Becker y con otro personaje con madera de héroe de blockbuster: Chris Bronson, detective de Scotland Yard y prota de un racimo de títulos que dan una idea -o muchas, vaya- del territorio literario que pisa: The First Apostle, The Moss Stone, The Messiah Secret, The Lost Testament, The Templar Heresy... No concluye aquí la cosa, y Smith también ha abrevado en las fuentes literarias de la II Guerra Mundial: de nuevo bajo seudónimo, Max Adams, y con un par de títulos en el tintero: To Do or Die, Right and Glory. Y para acabar de lustrar su bibliografía, incluso se ha atrevido con dos de los temas mayores de la literatura conspiranoica: The Titanic Secret, sobre lo que ustedes y un servidor se temen, y The Ripper Secret, nueva incursión sobre la carrera de Jack el Destripador. Búsquenlo aquí como Jack Steel. 

Las tramas, espcialmente cuando se pone en el pellejo de Richter, los saca de su experiencia en operaciones encubiertas de la Navy; porque parecerá mentira, pero nuestro hombre también anduvo liado en esas cosas. No puede hablar abiertamente de ello, porque su boca sigue atada por la ley de secretos oficiales, pero en los 80, dice, participó en ciertas infiltraciones en el Yemen, y en otras relacionadas con la extinta URSS, entonces todavía el archienemigo. Experiencia que dota a sus ficciones, intuye, de un aura de verosimilitud que combina con episodios históricos, como los maletines nucleares que la misma URSS se dice que extravió en los años 70 y que en Overkill van a parar a las manos de una célula de terroristas islamistas; o el caso del Richard Montgomery, liberty ship que en 1944 fue a embarrancar en el estuario del Támesis con su carga de proyectiles de artillería a bordo: allí continúa, esperando que un comando terrorista lo convierta en una formidable bomba con capacidad, advierte nuestro hombre, de arrasar Londres.: pues este es el punto de partida de Timebomb.

¿Les recuerda quizás a Forsyth, o a Clancy, o a Wilbur Smith? Mejor, porque este es precisamente su negociado. En fin, que Smith es un pozo sin fondo, porque todavía no hemos tocado su faceta como biógrafo -de John Browning, el tipo que inventó el BAR, el fusil automático más célebre de la II Guerra Mundial- ni de su  lado fantástico (Sanctuary), ni del polemista algo visionario capaz de levantar una teoría alternativa para la desaparición del vuelo MH370 de Malaysia Airlines, que es lo que hace en By Accident or Design. Y todo esto, un tipo llamado Smith. 

The Increment, con licencia para matar
Con la autoridad del veterano de misiones encubiertas de la Navy que es, Smith se hace eco de una de las leyendas que envuelven los servicios secretos británicos: The Increment, nombre con que se conoce a los exmilitares que -cuenta- las agencias gubernamentales contratan para una operación en la que no quieren verse involucrados, y en la que negarán haber tomado parte si la cosa se tuerce. The Increment, nombre con que por lo visto se conoce a este servicio, no es ni una agencia, ni un departamento ni tiene una sede física ni un director al que pedir cuentas. Oficialmente, no existe. Es un concepto. El concepto en que se inspira el Foreign Operations Executive para el que trabaja Richter y que como Bond, James Bond, tiene licencia para matar. Y lo hace.

[Este artículo se publicó el 24 de junio de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]


El otro éxodo de la Guerra Civil (2)

El historiador Jordi Rubió publica L'èxode català de 1936, la primera monografía consagrada a los fugitivos que huyeron a través de los Pirineos durante la conflagración.


Guardias franceses a las órdenes del coronel Baulard atienden en Sant Julià de Lòria a un refugiado aparentemente enfermo (arriba); sobre estas líneas, la chenille, ambulancia semioruga -¡como los half track de La Nueve!- que el destacamento sanitario francés utilizaba para rescatar a los fugitivos heridos en la montaña. Fotografías: Archivos departamentales de los Pirineos Orientales. 

Se lamentaba días atrás el historiador Ferran Sánchez Agustí del desinterés académico por los fugitivos de la zona republicana que durante la Guerra Civil se evadieron por los Pirineos, en una especie de ensayo general -pero en sentido inverso- de lo que iba a ocurrir a partir de 1942 con las redes de evasión aliadas. Antes lo hubiéramos dicho, porque precisamente esta semana llega a las librerías L'èxode català de 1936 a través dels Pirineus (Gregal), la primera monografía consagrada a un episodio que hasta ahora solo se había tocado de forma tangencial. El volumen parte de la tesis doctoral del autor, el historiador gerundense Jordi Rubió (Olot, 1983), constituye algo así como la precuela de Las montañas de la libertad, la biblia de Josep Calvet sobre la evasión pirenaica en la II Guerra Mundial, y el complemento ideal a Andorra durant la Guerra Civil espanyola, de nuestra Amparo Soriano. 

Vaya por delante que Rubió presta especial, muy especial atención -y aquí radica la novedad- en los fugitivos de la Cataluña bajo control -más o menos, sobre todo en los primeros meses- de la Generalitat, lo que él mismo denomina "el primer éxodo de la Guerra Civil" y que hay que distinguir -porque no tienen nada que ver- con el éxodo por antonomasia, el republicano de 1939, por otro lado profusamente estudiado. Es decir, añade, militares y políticos catalanes comprometidos con el golpe de estado obligados a huir tras el fracaso del Alzamiento en Cataluña, pero también eclesiásticos -sobre todo en los primeros meses- y después comerciantes y pequeños empresarios, profesionales y propietarios, desertores del ejército republicano e insumisos -hay que tener en cuenta, advierte, que el ejército republicano se nutrió inicialmente de milicianos, y que las quintas no empezaron a ser movilizadas hasta mediados de 1937. Incluso políticos afectos al régimen legítimo y altos cargos de la misma Generalitat. Dicho esto, advierte el autor de la escasa, por no decir nula homogeneidad ideológica de este éxodo, unido tan solo -y como mucho- por "un único componente transversal": las convicciones católicas.Y entre los movimientos más o menos masivos de refugiados registrados en los dos últimos siglos a través de los Pirineos -desde los exiliados de las guerras carlistas hasta las redes de evasión aliadas en la II Guerra Mundial, pasando por el exilio por excelencia, que es el de la España republicana en febrero de 1939, Rubió opina que el más semejante al que nos ocupa es el de los insumisos y desertores franceses de la I Guerra Mundial, otro capítulo prácticamente desconocido del que pronto nos ocuparemos.

Pero pongámosle de una vez cifras: Agustí consideraba recientemente -y a cuenta de la reciente publicación de La Guerra Civil al Montsec- que cerca de 30.000 personas huyeron por los Pirineos de la España republicana; Rubió, por su parte, ha contabilizado 15.000 en los archivos franceses, de los que entre 9.000 y 10.000 con nombre y apellidos. Esta es la cantidad "mínima" de evadidos, dice. "Quizás la podríamos doblar con los que no constan en los archivos, que no son exhaustivos, y si añadiéramos los evadidos que huyeron en tren o por vía marítima, más los de otras zonas de España que pasaron por los Pirineos catalanes, no resultaría exagerado hablar de unos 50.000 fugitivos".

Un éxodo con todas las de la ley en que Andorra jugó -como lo haría en la II Guerra Mundial- "un papel importantísimo", tanto por el volumen de evadidos que huyó por aquí -a finales de agosto de 1936 cuenta 2.000 refugiados, para una población que a duras penas llegaba a las 6.000 almas; en septiembre había un centenar de religiosos, y en abril de 1938, 1.200 hombres en edad militar, entre los 18 y los 45 años- como por la ayuda que les prestó el destacamento a las órdenes del comisario Baulard, con sus tres compañías de guardias móviles -en total, 140 hombres- que llegaron el 27 de septiembre de 1936, a los que hay que añadir los "bomberos" del 28º Génie de Montpellier y una unidad sanitaria al mando del teniente médico Bertrezene que, entre otros cometidos, vacunaba sistemáticamente a los refugiados y les prestaba primeros auxilios muy necesarios, porque los fugitivos podían llegar con los pies destrozados a causa del periplo -cinco noches al raso no eran raras, antes de llegar a Andorra-, especialmente en invierno. Baulard disponía incluso de la chenaille de aquí arriba, una especie de ambulancia todo terreno equipada con orugas para operar en la montaña y rescatar a los fugitivos atrapados en la nieve. Más datos: según un informe del comité de Londres, encargado de controlar las fronteras terrestres y marítimas de España, el mayor flujo de refugiados que pasaban a Francia desde Andorra se registró entre el 24 y el 29 de junio de 1937, con 144 evadidos: de ellos, el 85% opta por ser repatriado por Hendaya e Irún; el resto, por el internamiento en campos de refugiados -casernas abandonadas, escuelas- como el que habilitado en Montauban.

Agentes franquistas: una lista
Más allá de los casos bien conocidos del obispo Guitart -que se refugió en Andorra a finales de julio de 1936- y de san Josemaría -en diciembre del año siguiente- el autor pone como ejemplo paradigmático del fugitivo por tierra andorrana a Josep Gassiot, profesor barcelonés que, dice, se sintió intimidado por la FAI. Con motivo, porque el hombre ya había tenido que largarse el curso anterior a Almería, nada menos, para evitar el acoso anarquista -se incautaron de su casa- y al regresar le faltó tiempo para darse cuenta de que corría peligro: contactó con una red de evasión que, cuenta Rubió, operaba desde el mismo Gobierno Militar de Barcelona -¿quintacolumnistas o vulgares oportunistas?- y abonó por el billete 2.000 pesetas en billetes de serie anteriores a la guerra. El periplo de Gassiot arranca el 20 de octubre de 1937: la primera etapa, en tren hasta Manresa; desde aquí tenía que llegar por sus propios medios hasta Puig-reig, donde le espera el guía, un pasador que aprovechaba la excursión para llevar a Andorra y de contrabando, claro, una saca llena de monedas de plata: "El grupo era recibido al anochecer en masías que tenían un tentempié a punto, incluso una cueva en las proximidades para descansar". El 24 de octubre llegan finalmente a Sant Julià, y Gassiot obtiene a través de los enlaces del gobierno franquista sobre el terreno "una habitación de hotel, alimentos e incluso calzado". Y todo, a cuenta del Alzamiento.

Rubió pone nombre y apellidos a estos elementos que operaban, dice, como "red de reclutamiento" en suelo andorrano, y que expedía a los fugitivos de la zona republicana en autobús, directamente hasta Irún, o bien en tren, caso este en que acompañaban a los evadidos hasta la estación de Hospitalet -la primera localidad francesa tras dejar atrás la frontera andorrana- donde eran empaquetados hacia Hendaya bajo estricta vigilancia -había que evitar la tentación de que los fugitivos prefirieran quedarse en territorio francés como refugiados. Para el coronel Baulard, dice el autor, estos elementos franquistas no eran sino "oragnizaciones humanitarias" que se limitaban a ayudar a los refugiados.

A lo que íbamos: según Rubió, Francesc Carrera es "el principal organizador del espionaje franquista en Andorra", con la ayuda de otras dos figuras prominentes -Santiago Roca y Joan Prat- y una serie de hombres a los que considera "agentes secretos": Camilo Cases, Josep Carrera, Enric Blasi y un tal Gallimó. Pero una de las sorpresas más inquietantes del libro -bueno, sorpresa relativa, porque Estat Catalá siempre actuó en el filo de la navaja- es el papel de este partido -recordemos que nuestro Esteve Albert fue un activísimo militante- tuvo en el negocio de las redes de evasión: según el autor, Estat Catalá organizó un eficaz servicio de evasión que cruzaba Andorra -viniendo de la Vall Farrera, concretamente- "con un objetivo muy claro: recaudar fondos para el partido". Y quienes mantenían esta ruta abierta eran el mismo Albert, Domènec Gironès y Joan Bachs. Un sucio asunto que linda sospechosamente con la pura extorsión. Visto lo cual, casi parece un caso de justicia de poética el hecho que políticos republicanos de una pieza como Josep Coll y Francesc Pelegrí, fundadores del POUM cruzaran por Andorra en enero de 1938, huyendo de posibles represalias. No fueron los primeros: se dice que tras los Fets de Maig de 1937 -con el preludio pirenaico de abril, con el Cojo de Málaga, Viadiu y demás- hasta un centenar de los anarquistas que hasta entonces habían impuesto su ley en la Seo y Puigcerdà se evadieron también por Andorra. Ya se sabe: la revolución, que tiene la mala costumbre de devorar a sus hijos.

L'èxode català de 1936 escudriña también las fuerzas, esencialmente carabineros, encargadas de controlar la frontera, y documenta varios encontronazos con grupos de fugitivos. Sabíamos por Agustí que hubo muertos -recordemos tan solo los cinco hombres que fueron capturados el 5 de marzo de 1938 al pie del Bony dels Tres Culs, entre Civís y Os, y por lo tanto a "palmo y medio de la frontera", y fusilados in situ. Él mismo sostiene que el celo de los carabineros -los llamados 100.000 hijos de Negrín, afectos al PSOE y sospechosos de enchufismo, añade Rubió- tenía un precio, y que, sobre todo cuando ser acercaba el final de la contienda, no era raro que miraran hacia otro lado. Ya en lo primeros de la Guerra Civil, con la zona de frontera controlada todavía por las patrullas anarquistas, da cuenta de la persecución de desertores en territorio andorrano, "dándose el caso de perseguidos que fueron detenidos, incluso abatidos en suelo andorrano por las milicias antifascistas". El historiador Francesc Badia -último veguer episcopal: lo fue hasta la promulgación de la Constitución andorrana, en 1993, y biógrafo del obispo Guitart- recuerda el secuestro a manos de una patrulla anarquista de dos chicas evadidas, perpetrado en septiembre de 1936. Pero la palma se la lleva la frustrada evasión masiva -343 fugitivos- que tuvo lugar a principios de octubre de 1937, que terminó con el grupo tiroteado, dispersado y parcialmente apresado en la misma frontera. Un episodio del que ha quedado rastro en los archivos del ministerio de Exteriores y del que bien pronto daremos noticia.

También merece extensa atención el papel de Francia en la acogida de refugiados: la mano tendida con la que los recibió en los primeros meses de la contienda mutó a partir del otoño de 1937, con el cambio de gobierno, en orden de expulsión, de manera que los evadidos -con la excepción de enfermos, heridos, mujeres, ancianos y niños, y aun así, no de forma automática- se veían en la disyuntiva de continuar el peregrinaje hasta la España nacional, a través de Irún, o regresar al punto de partida, por el paso de Portbou. Obviamente, dice Rubió, el 90% decidió unirse a los sublevados -"Volver les hubiese costado muy probablemente la vida"- aunque hay que añadir que hasta entonces las condiciones en que fueron atendidos no tuvieron nada que ver con lo que al finalizar la guerra se encontrarían los exiliados republicanos. No hubo en este caso un Argelès, un Barcarès ni un Saint Cyprien. En fin, que luz, más luz, se dice que fueron las últimas palabras de Goethe antes de expirar; pues esto es exactamente lo que hace este libro imprescindible: aportar algo de luz, más luz, a un episodio hasta ahora oscuro como una noche sin luna. No se lo pierdan.

[Este artículo es una versión ampliada del publicado el 9 de septiembre de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]


viernes, 4 de septiembre de 2015

El otro éxodo de la Guerra Civil

El historiador Ferran Sánchez Agustí, autor de Maquis y Pirineos, Espías, contrabando, maquis y evasión, El maquis anarquista y La Guerra Civil al Montsec, calcula en 25.000 el número de fugitivos que cruzaron el Pirineo oriental en dirección norte entre 1936 y 1939.

Tropas franquistas en la aduana hispanoandorrana de la Farga de Moles: el 6 de febrero de 1939 una columna de requetés al mando del capitán Aguirre se entrevistó en la frontera con el síndico Cairat y el coronel Baulard. Foto: Fondo Casal i Mas / Archivo Nacional de Andorra.

21 de junio de 1937: Antonio Gabriel Golet (Ponts, Lérida, 1910-1974) pasa por el coll de la Baseta, a un tiro de piedra de Sant Joan de l'Erm, y emprende la última etapa de un periplo que había comenzado cuatro días antes en su localidad natal. A la expedición inicial, que integraban él y dos amigos de Ponts -Joan Tàpies y Miquel Esteve- se le habían ido añadiendo fugitivos, y al llegar a Bixessarri, la madrugada del 27 de junio, ya eran una veintena. Cuando se vieron en Andorra, liberaron la tensión de las últimas jornadas: "Hubo una explosión de alegría y entusiasmo para no ser descrita. Encendimos una hoguera y empezamos a cantar y a chillar. Bueno, ¡la Caraba!"

Una vez en Bixessari se zamparon un plato de sopa y unas sobras de conejo -el festín les salió por 10 pesetas, una pequeña fortuna en aquel momento; en Sant Julià de Lòria visitaron a Francisco Mallol, convecino de Ponts que les había precedido, son interrogados por los gendarmes de Baulard y vacunados contra la viruela; al día siguiente los encontramos en el Café Burgos de Escaldes, "embajada oficiosa de la España rebelde, auditorio público de las emisiones fascistas de Radio Jaca y Radio Sevilla, nido de evadidos que gestionaban los papeles para llegar a la zona franquista", y el 25 de junio, después de tramitar el pasaporte a través de Manuel Cerqueda, "de facto cónsul de Franco en cualidad de Delegado de Repatriación del Estado español en Andorra", suben de madrugada al autobús que les ha de conducir hasta Fuenterrabía, en la zona del País Vasco controlada por los rebeldes, tras un periplo que pasa por el Pas de la Casa, Ax, Foix, Tarascón, Tarbes, Saint Girons, Pau y Bayona: 20 horas de viaje. Añadamos que una vez alcanzada la zona nacional, nuestro Golet se enrola en el 12º regimiento de artillería ligera, con el que hará lo que queda de guerra, hasta la entrada en Barcelona, el 26 de enero de 1939.

Golet es, en fin, uno de los 25.000 fugitivos que durante la Guerra Civil cruzaron los Pirineos huyendo de la zona controlada por la República. Estos son, claro, los cálculos de Ferran Sánchez Agustí (Sallent, Barcelona, 1951), prolífico historiador especializado en la Guerra Civil, el maquis y la II Guerra Mundial en los Pirineos catalanes, que vuelve ahora a la carga con La Guerra Civil en el Montsec (Pagès). Sostiene Agustí que, por el volumen total, el tráfico de refugiados en dirección norte entre 1936 y 1939 no queda demasiado lejos de las cifras de fugitivos que entre 1942 y 1945 siguieron la ruta inversa huyendo de los alemanes: "Calvet y Eychenne cifran este segundo éxodo en unos 100.000 personas, una cantidad que a mí siempre me ha parecido demasiado elevada; creo que la mitad, unos 50.000, sería un cálculo más realista".

Se trata en cualquier caso de sumas hipotéticas obtenidas de forma indirecta -enseguida lo veremos- porque no existe ningún tipo de registro ni nada que se le parezca. Pero lo más sorprendente de todo es el silencio mineral que, a pesar del volumen y del relativo boom de monografías sobre la epopeya de los pasadores de estos últimos años, envuelve todavía hoy este movimiento masivo de fugitivos que se registró durante la Guerra Civil. Agustí, que siempre se ha movido por los márgenes de la academia, lo tiene claro: "A la historiografía oficial sólo le interesa la represión franquista, así que se ha olvidado de episodios como éste, de los asesinatos cometidos durante los primeros meses de la guerra, o de los campos de concentración que proliferaron en Cataluña, un tema éste, por cierto, que solo ha tocado Francesc Badia (Els camps de treball a Catalunya durant la Guerra Civil)".

Bentanachs, el hombre récord
Hablar de los evadidos de la zona republicana no vende, y tampoco de los guías que los ayudaron a pasar al otro lado. Previo pago, claro. Pues precisamente esto es lo que se propone Agustí en este último libro. Con nombres y apellidos y con prolijidad casi exasperante. Golet y su grupo formaron parte, pues, de este más que considerable éxodo. Huían, dice, no necesariamente por afinidad política con los sublevados "sino sobre todo para evitar ir al frente", aunque este es como hemos visto el destino que le esperaba a Golet. Y los ayudaban los mismos contrabandistas, gentes de la frontera que cuatro años después se pondrían al servicio de las redes de pasadores aliadas. Al Goley y su grupo les tocó Antoni Cases, alias Ermengolet de Peracolls, natural de Sallent como Agustí, payés y por supuesto contrabandista, "que cobraba entre 40 y 80 duros de plata por barba, y que en el pantalón llevaba el pistolón y el rosario". Agustí hace números y especula que, hasta que fue abatido por los carabineros en Os de Civís, cerca de la frontera andorrana -"En aquella ocasión, el grupo que conducía era muy numeroso, casi un centenar de fugitivos, y la cantidad para comprar la complicidad de los agentes resultó insuficiente"- Ermengolet ayudó a cruzar la frontera a cerca de  medio millar de prófugos. Para que nos hagamos una idea: ¡casi el doble de los que habitualmente se atribuyen a Joaquim Baldrich, y siempre nos han parecido muchos!

Y eso que el tal Ermengolet no fue el más prolífico. Este título le corresponde a Jesús Betanachs (1907-1969), que tras la guerra habría de ser durante 23 años alcalde de Noves de Segre (Lérida). Pues bien: como tantos otros colegas, Bentanachs compaginó el contrabando con el paso de fugitivos, y hasta que él mismo pasó al lado franquista -temía ser detenido, y con razón- condujo a cerca de un millar de evadidos por rutas que a través de Valls d'Aguilar, Sant Joan de l'Erm y Sant Joan Fumat, por un lado, y Noves, la Parròquia d'Hortó, Aravell, Arduix y Mas d'Alins, por el otro, confluían en Sant Julià de Lòria, ya en Andorra.

Nuestro Ermengolet y Bentanachs pasaron ellos solos a millar y medio de personas. Si tenemos en cuenta que hubo muchos otros guías -y Agustí los repasa en el volumen: Josep Gasol, de Castilló de Tor; Senén Brufau, de Vilanova de Bellpuig; Miquel Plana, de Gósol; Jacint Batalla, de Llessui, y Josep Prat, de Guardiola de Berguedà, por citar sólo los que sabemos que operaban por Andorra- y que no era extraño que se formaran grupos con más de un centenar de fugitivos, la cifra total de 25.000 evadidos que da Agustí parece a falta de datos más concluyentes plausible. Y esto, sin tener en cuenta a los que dejaron el pellejo en el intento, que los hubo. Agustí, siempre puntilloso, detalla una veintena de casos, incluida la ejecución sumarísima en la misma frontera de la desventurada expedición que terminó dramáticamente el 5 de marzo de 1938: cinco hombres -los hermanos Antonio y Agustí Codina, de Hortoneda de la Conca, y Josep Estada, Antoni Batalla y Ramon Castejón, los tres de Vilanova de Meià- intentaban ganar Andorra con la ayuda del guía Joan Guitart, que los había recogido en Isona.

Todo iba bien; tan bien, que cuando descendían por el barranco de Llimois, camino de Bixessarri y por lo tanto a un palmo de llegar a tierra andorrana, fueron descubiertos por una partida de carabineros. Guitart escapó de milagro, pero sus clientes fueron abatidos "al pie del Bony dels Tres Culs, en el camino de Civís a Os". Los fusilaron sin contemplaciones en los cortals de Serbella. Los cuerpos fueron recuperados por Vicenç Baró y Joan Reig, vecinos de Os, y enterrados en el cementerio de esta localidad fronteriza. El mes anterior, cuenta Agustí, habían seguido esta misma ruta, y con éxito, Climent Durich, Joan Estrada y Josep Miranda, los tres de Vilanova de Meià. ¿Qué pasó con Gasol y su grupo? Especula Agustí que cuando se vieron a un tiro de piedra de Andorra alguno de ellos, presa del entusiasmo, disparó el arma en señal de desafío. "Quizás se dejaron llevar por la emoción y lanzaron gritos del estilo de '¡Azaña, hijo de puta! ¡Viva Franco!' La patrulla -da incluso los nombres: Modesto Montesinos, Felipe RodrígueZ, Jaime Peña y N. Román, del 31º Batallón- los descubrió, los arrestó y los fusiló in situ.

Algo raro ocurrió, sospecha, porque no era extraordinario -opina- que los carabineros hicieran la vista gorda, especialmente cuando mediaba un soborno. Hubo encontronazos y también muertos, como en este caso, pero porque fueron muchos los que pasaron, fácilmente llevaban armas, y -no hay que perderlo nunca de vista- los evadidos se jugaban la vida y no iban a dejarse prender con facilidad. De todas formas, concluye, no puede hablarse de una persecución implacable: más bien las capturas se producían cuando el intento de evasión era demasiado flagrante como para mirar hacia otro lado.

Hubo también entre los guías de la Guerra Civil alguna oveja negra. Agustí relata el caso de Esteve Corominas, apodado el Arnau o el Gavatx, natural de Gisclareny, en la comarca del Berguedà (Barcelona), que se enriqueció con el tráfico de personas, primero durante la Guerra Civil y después, con la II Guerra Mundial. En ambos casos, Andorra era estación de paso en la ruta de evasión. En fin, la Dirección General de Seguridad lo tenía fichado, y lo describe de forma algo pintoresca como "un soltero que ha trocado su humilde existencia por la de un verdadero ricachón con el dinero que le produjo el pasar a Francia a elementos nacionales durante el período rojo, y el producto que le proporcionaba la exportación de contrabando a gran escala". Pasó un año en prisión, entre agosto de 1944 y julio de 1945, acusado de haber ayudado a cruzar la frontera, con rumbo a Barcelona, hasta a tres grupos de fugitivos en los primeros meses de 1944. Redimió la pena, dice Agustí, "asistiendo a extensión cultural y catecismo". Por lo visto, coló. El caso es que al salir volvió a las andadas, derivó en un mucho menos épico tráfico de estupefacientes y divisas al tiempo que se reciclaba en confidente de la policía franquista, hasta que un mal día, como en las aventis de Marsé, el cadáver del Arnau apareció flotando en las aguas del puerto de Barcelona.

[Este artículo es una versión ampliada del publicado el 2 de septiembre de 2015 en el diario Bon Dia Andorra]