jueves, 15 de mayo de 2014

Miquel Bolart, veterano de la guerra de Ifni: "Pronto nos dimos cuenta de que estábamos combatiendo en una guerra de verdad" (I)

La Operación Gento se organizó para liberar las posiciones de Tiugsa y Tenin. Participaron en ella las dos banderas paracaidistas -entre ellos el caballero legionario Miquel Bolart Cámara (Barcelona, 1938)- más un tabor de Tiradores y una sección de morteros expresamente enviada desde la Península. Un pequeño ejército de más de 1.500 hombres que fue fustigado continuamente por fuego de francotiradores -las bandas armadas rehuían en lo posible y como buenos guerrilleros el combate abierto. Fue en esta operación donde sufrió uno de los episodios de fuego amigo que alimentan la leyenda negra de la guerra de Ifni: "Solicitamos apoyo aéreo para ocupar una cota; eran las 10.30 horas, y tres horas después los Heinkel todavía no habían hecho acto de presencia, así que atacamos la posición. Cuando ya la habíamos tomado, llegaron los bombarderos... ¡Y lo que nos bombardearon! No nos liquidaron a todos de milagro".

Bolart formaba parte de la 6a compañía de la Segunda Bandera Paracaidista. Cobraba una mensualidad de 575 pesetas, una pequeña fortuna en comparación con la peseta diaria que recibía la tropa estacionada en la Península, e incluso con las seis de los reclutas destinados a Ifni. En febrero de 1958 participoó en la ocupación de Ercunt, donde se produjo el segundo salto de combate en la historia del paracaidismo español. Él se lo ahorró porque la papeleta le tocó a la Primera Bandera.


Miquel Bolart sirvió como paracaidista en la Segunda Bandera; se enroló en 1955 y en octubre de 1957 fue destinado a Ifni, donde participó en la liberación del fuerte de Tiugsa: arriba, durante su período de servicio; abajo, en 2007, en su domicilio barcelonés. Fotografías: Archivo Miquel Bolart / Presència.

-¿Cómo fue a parar a los paracaidistas?
-Estaba estudiando peritaje mercantil. La mili te partía la juventud por la mitad. Así que un buen día que me crucé con un paracaidista con su boina y todo, y me dije: "Si tengo que ir, por lo menos que pueda escoger un cuerpo en que  me divierta". En aquella época los pobres reclutas iban con su uniforme y sus botas, mientras que los paracaidistas vestíamos zapatos, americana y corbata. Piensa que en las Ramblas me paraban y me confundían con un soldado americano; en el ejército español nadie vestía así. Me alisté en agosto de 1955; hice la instrucción en Alcalá de Henares, y en enero de 1956 me envían a Alcantarilla para seguir el cursillo de paracaidista. Tenía 17 años.

-¿En qué consistía?
-Primero aprendíamos a caer: primero lo hacíamos con la voltereta alemana; luego cambiaron al rulo, la técnica que utilizaban franceses y norteamericanos. Con el rulo te apoyas en un costado al caer; la voltereta alemana, en cambio, aprovecha la inercia de la caída para da la vuelta hacia adelante o hacia atrás. El paracaidismo ha evolucionado mucho: nosotros caíamos a 4 metros por segundo y el golpetazo era seguro. Ahora hacen lo que quieren, son perfectamente capaces de aterrizar sobre un teléfono móvil.

-¿Difícil, la instrucción?
-Para conseguir el título de paracaidista tenías que sacar seis saltos. Primero practicábamos la voltereta sobre una lona, saltando desde una altura de dos metros y pico; te intentaban inculcar el automatismo de saltar justo en el momento en que te tocaba -"Preparados, listos, ya"- a dar el saltito para que no se te torcieran los tobillos; cuando superabas esta primera fase te llevaban a una torre de 8 o 10 metros de altura para practicar el salto enganchado a una cuerda: una de las experiencias más terroríficas de la instrucción, porque vas cayendo en diagonal y como estás tan cerca del suelo la sensación de que te la vas a pegar es inevitable.

-¿En qué Bandera se alistó?
-Cuando ingresé sólo existía la Primera; a partir de mi promoción, que fue la sexta, crearon la Segunda, con lo que se formó la Agrupación de Banderas Paracaidistas. 

-¿Había muchos catalanes?
-En comparación con el resto del país éramos pocos; pero más de los que parecía. Una bandera, que es casi como un regimiento, constaba de cinco compañías y la plana mayor: unos 700 hombres, bajo el mando de un comandante; el mío era Tomás Pallás Sierra. Superado el cursillo de Alcantarilla nos envían de vuelta a Alcalá, con el título de caballero legionario paracadista de segunda y el roquiqui, las alas, y también con el traje de señor, porque hasta entonces vestíamos igual que los soldados de infantería y no lucíamos insignia.

-¿Qué destino le tocó?
-Primero, la 6a compañía; luego, Transmisiones de la plana mayor de la bandera, era el encargado de cargar con la emisora.

-Y va a parar a Ifni.
-A finales de octubre de 1957, justo antes del follón. La Primera Bandera  había llegado el año anterior, justo cuando tenía un permiso y con la mala suerte de que cuando me llegó el telegrama no pude reincorporarme a tiempo. En Alcalá nos quedamos unos 80 paracaidistas, y fue entonces cuando comenzaron a organizar la Segunda Bandera. Por eso soy uno de los fundadores. Estuve unos dos meses en la Segunda, y entonces me trasladaron a la plana mayor. El comandante Pallás estuvo desde el principio en la Segunda Bandera, y el teniente coronel Crespo del Castillo estaba al frente de la Agrupación de Banderas.

-Vayamos pues a Ifni.
-Nada más llegar nos dijeron que había habido una sublevación de bandas armadas, y que eran unos tipos muy preparados. No sabría decirte; lo que sí estaba claro es que los tíos aguantaban como si nada ráfagas de ametralladora a 50 centímetros del suelo. Eso sí que te lo puedo decir.

-¿Había mucha diferencia entre el equipo y el armamento de los paracaidistas respecto a los de Tiradores?
-Nosotros hacíamos instrucción abierta y cerrada a diario, armamento y táctica; éramos soldados preparados para el combate. Ellos eran reclutas que lo único que querían era que los meses de mili pasaran lo más rápidamente posible. En cuanto al equipo, los americanos insistieron en que no usáramos el nuevo material que nos habían cedido en virtud del acuerdo entre Franco y Eisenhower. Sólo podíamos utilizar los cascos y las emisoras.

-La famosa Marconi de pedal, ¿la llegó a usar?
-Eran las únicas que había, reliquias de la guerra de aquí. A nosotros nos facilitaron unos radioteléfonos americanos estupendos, de estos que se ven en las películas de la época. Pero los debieron transportar embalados y algún listo de intendencia los mezcló al sacar las cajas. En fin, como estos aparatos funcionan por parejas, cada una con su propia frecuencia, como los habían mezclado resultó que era imposible contactar con la compañía vecina. Más aún cuando nos metíamos en alguna vaguada. Piensa que Ifni no es el Sáhara: es una zona montañosa y la persiana de señales ópticas enseguida quedaba inutilizada. Vaya, que con frecuencia nos encontrábamos a oscuras.

-¿De que armamento disponían?
-El máuser de 7,92 milímetros. Para mí, el mejor fusil del mundo. Si eres un buen tirador, donde pones el ojo pones la bala. Era un arma semiautomática de cerrojo: cargaba cinco balas en peine y había que tirar del cerrojo a cada tiro. Pero era un muy buen fusil; el nuestro era de 1952, el último modelo. También teníamos el fusil ametrallador FAO, que también era una buena arma. Lo que ocurre es que en una época en que otros ejércitos ya tenían una cadencia de fuego altísima, nosotros todavía andábamos con armamento de la postguerra.

-Pero, ¿no me está diciendo que era una buena arma, el Máuser?
-Sí que lo era, pero una arma semiautomática, ante un M1 americano, que dispara ocho tiros sin darte tiempo siquiera a respirar, o la misma Thompson, que disparaba 37 balas sin encasquillarse... Era otro mundo. El máuser era un buen fusil, pero era un fusil de cinco balas. Y además, de cerrojo.

-Y el enemigo, las bandas armadas, ¿qué armamento tenía?
-De todo, menos ametralladoras Thompson: mosquetones nuestros, y también franceses... No es que estuvieran muy bien equipados, pero para el tipo de guerra que practicaban, era suficiente.

-¿Y qué pasa con el Cetme?
-Llegó al final de la guerra y sólo lo vieron algunos; yo, desde luego, no. Los que llegaron a partir de 1958 sí que lo disfrutaron. Como subfusil automático es de lo mejorcito, porque no se encasquilla, tiene una cadencia de fuego muy alta y es ligero, apenas pesaba 3,5 kilos: ahora debe pesar incluso menos. Piensa que el máuser superaba los 5 kilos. Los primeros Cetme que llegaron a Ifni todavía venían equipados con trípode, porque la idea de un fusil ametrallador estaba todavía muy enquistada en el alto mando. Pero es que el Cetme era más que un subfusil: era un fusil de asalto con una cadencia casi de ametralladora.

¿Qué ambiente se encontró en Ifni al llegar, en octubre de 1957?
-Persistía la idea de que los problemas venían de fuera, aunque ya se habían registrado levantamientos en algunas cabilas del interior. En Sidi Ifni era otra cosa, porque era más fácil de controlar. Cuando estalló la revuelta, se cortó de raíz. Pero cuando vimos las caras de los compañeros que llegaban no dire que del frente -porque no había propiamente frente- sino del interior, enseguida nos dimos cuenta de que estábamos combatiendo en una guerra de verdad. Algo diferente a todo lo que habíamos vivido hasta entonces.

-El levantamiento del 23 de noviembre, ¿nadie se lo olió?
-Hubo avisos, sí, pero muy dudosos. Además, en aquella época, la inteligencia militar dejaba mucho que desear. Nadie se lo imaginaba: piensa que en Sidi Ifni se encontraba el cuartel general de Gómez de Zamalloa, el gobernador del África Occidental Española, que abarcaba también el Sáhara. 

-¿Usted era de los que paseaba tranquilamente por el barrio moro?
-Al principio íbamos al zoco de compras sin ningún tipo de resquemor, quizás por ese punto de imprudencia juvenil, sin sabr demasiado donde nos estábamos metiendo; pero por la razón que fuese, no teníamos sensación de inseguridad. Después, cuando el levantamiento, lo cerraron y nos enviaron a hacer rondas de vigilancia por el perímetro. En cierta ocasión llegaron a disparar contra el burdel.

-¿Dónde lo sorprende el ataque del 23 de noviembre?
-En el campamento. Oímos algo de jaleo, pero no nos tocó ir a resolver aquello; así que me ahorré las primeras horas. Sí que nos ordenaron socorrer el puesto de Tiugsa. Iba con el mulo cargando mi emisora, junto con un soldado de quintas. Cuando sonó el primer tiro el trabajo fue nuestro para que el  mulo no se escapara... hasta que le pegaron tres tiros. No nos dieron a nosotros de puro milagro.

-El chivatazo de la cuñada de un policía indígena que según algunos salvó a los oficiales de morir a manos de sus ayudantes baamranis, ¿mito o realidad?
-Dicen que fue asi. Te diré una cosa: si me vinieran con la historia de que fue un espía infiltrado, no sé, algo así, no lo creería; en cambio, algo tan en el fondo estúpido como un soplo de la cuñada del policía, pues lo creo. Me parece más creíble que no una filtración a la inteligencia militar, porque si existía algo parecido a esto, nunca supe dónde estaba. Para que veas cómo las gastaban, estando yo en la plana mayor de la Agrupación, se organizó el salto en una zona pedregosa y con unas pendientes de más del 15%. Si hubiéramos saltado allí, el que menos hubiera dejado una pierna de recuerdo. Por suerte a alguien se le ocurrió realizar una descubierta para reconocer la zona de salto.

-Así que no saltaron sobre Tiugsa.
-No. Nos llevaron hasta cierto punto en camión, y desde allí seguimos avanzando a pie. Casi los dos tercios del trayecto.

-¿Y qué ocurrió?
-Íbamos la Agrupacion al completo, la dos Banderas Paracaidistas. Imagínate, cerca de 1.300 hombres. Un auténtico ejército. Cada cierto número de kilómetros sonaba un disparo y comenzaba el baile: cuerpo a tierra, que si las ametralladoras por aquí y los morteros por allá... Imagínate a mil y pico tíos, doce compañías, cuerpo a tierra, porque no sabías si te estava disparando un tío, o había otros 50 dispuestos a freirte. Pasada la alarma, y sin haber capturado a un solo moro, retomábamos el camino... hasta que volvía a sonar un disparo y vuelta a empezar. Al final ordenaron que nadie se lanzara cuerpo a tierra hasta que se localizara al enemigo. Lo cierto es que sólo hubo que lamentar un par de heridos, y que hasta que no llegamos a la zona de Tagraga yo no vi ni un solo moro, ni creo que nadie viera ninguno. Pero nos dieron por el saco durante todo el trayecto.

[Primera parte de una entrevista inédita a Miquel Bolart mantenida en 2007; la segunda parte se publicará mañana]

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