martes, 13 de mayo de 2014

El país de los diluvios

El historiador Joan-Lluís Ayala documenta 230 catástrofes naturales registradas en Andorra entre 1586 y 1975; sostiene que estos episodios se repiten de forma cíclica en los mismos escenarios, y que hay que "escuchar" a la naturaleza.

El acta de defunción lo resume con dramático lacononismo: "Estos murieron de muerte repentina por un saliente de nieve allá en la parte alta del puerto, más las yeguas, y 30 cabezas de ganado, 23 mulas y otras bestias..." Estos -es decir, los fallecidos- son Mateu Faure y Miquel Font, vecinos de Soldeu; Gabriel Agustí, de la Massana; Miquel Gaià, de un lugar llamado la Espluga Calba, u Joan Reitgs, de Siguer. La muerte repentina les sobrevino a causa de un alud que tuvo lugar en abril de 1718 en la zona conocidda como la Portelleta, ala entrada del pueblo de Soldeu. Faure, sus cuatro compañeros, las yeguas y los otros bichos son las víctimas de la catástrofe natural más mortífera que el historiador Joan-Lluís Ayala ha documentado en los libros de actas de los comuns y del Consell General entre 1586 y 1975. Quedan fuera, por lo tanto, las trágicas inundaciones del 7 y el 8 de noviembre de 1982, con dejaron una docena de muertos y dos desaparecidos. Dos años, en fin, de trabajo de horniguita, a cuenta de la beca de investigación histórica Cebrià Barauat -que dota el Archivo Nacional de Andorra- y que bajo el título Deteccio i recuperació de riscos naturals a través de les fonts documentals presentó ayer en sociedad. Aquí sigue un avance; el tocho entero -fascinante enseguida lo verán- a partir de noviembre en el Archivo.


La riada de l27 de octubre de 1937 dejó estas escenas de desolación al paso del Valira por la localidad de Encamp; en la imagen superior se distingue el quepis de dos de los gendarmes de la fuerza mandada por el coronel Baulard desplegada en Andorra durante la Guerra Civil. Fotografías: Fondo Buillas / Archivo Nacional de Andorra.

Un auténtico caramelo sobre una materia prácticamente virgen por esta parte del mundo, y que sigue el rastro de un puñado de catátrofes. O de unos cuantos puñados: exactamente, 230, incluidos aludes, grandes nevadas, lluvias torrenciales y las consigiuentes inundaciones, ventoleras -con y sin torb- y sobre todo, diluvios. Ni rastro, en cambio, de terremotos y otros sismos .Ni tan siquiera de la serie que entre 1427 y 1430 devastó las comarcas catalanas de la Garrotxa y el Ripollès, se sintió en la Cerdaña y tocó la parte baja del Valira, con especial incidencia en el monasterio de Sant Serni de Tavèrnoles. Cosa que no significa, advierte Ayala, que no afectaron a Andorra sino que no han aparecido referencias en las fuentes consultadas. Así que no desistamos de encontrar su huella. Pero habáimos empezado con el alud de 1718, el más lucutoso pero no el más habitual de los episodios documentados: si hay uno que se repite con molesta impertinencia a lo largo de los siglos son las inundaciones. De hecho, la más antigua que ha podido localizar data del 27 de octubre de 1586 y corresponde a una acta del consejo de la capital que ordena reparar "el camino de la cruz de Andorra hasta donde estaba el puente antes de la avenida".

La gran crecida de 1772
En adelante noticias como ésta se repiten con insistencia en la documentación comunal. Con carambolas históricas que invitan a la reflexión: por ejemplo, la riada de agosto de 1750 que se llevó por delante el puente de Fontaneda, en Sant Julià de Lòria, un hecho que podría datar vde ayer mismo: el Tribunal Superior acaba de condenar al Gobierno y al comú de Sant Julià a indeminzar a tres particulares por los daños que causó la crecida del torrente del Solà el 1 de agosto de 2008. Y a la altura del mismo puente de Fontaneda: "He aquí dos episodios muy similares, con lluvias intensas y muy localizadas en el mismo lugar y en la misma época del año, y con consecuencias igualmente catastróficas; esto quiere decir que la naturaleza habla, nos avisa, y que hay que saber escucharla", dice el historiador. De paso, parece avalar los argumentos de los recurrentes de 2008, que sostienen que la avenida no era en absoluto excepcional y que por lo tanto los daños se hubieran podido prever y evitar.

La de 1750 no dejó, que se sepa al menos, víctimas mortales. Parece que tampoco la de septiembre de 1772, probablemente -especula Ayala.- el peor diluvio de la historia de Andorra. Dejó huella en las actas de casi todos los comuns: hasta en las del Consell General, que en una resolución del 15 de febrero del año siguiente da testimonio de la cara de estupefacción que el acontecimiento dejó en los muy ilustres consellers: "En vista de los gravísimos estragos ocasionados en las Parroquias de los presentes Valles por la avenida de las auguas en el mes de septiembre pasado, mudando los cursos ordinarios, arrasando propiedades particulares y causando graves daños a los comuns..." Se interrogan sobre cómo han de proceder ante la catástrofe: "Cómo y de qué manera hay que devolver las aguas a su cauce acostumbrados, o si es mejor dejarlos en los cauces por los que hoy discurren, y cómo hay que resarcir los daños ocasionados..." Una carta del señor Obispo al comú de "las Caldas" fechada en 1785 aun recomienda reconstruir "el puente de piedra y tres casas" que se llevó la riada de 1772: ¿sería el puente de la Tosca?

La historia, esa maestra
El dantesco panorama que dejaron las crecidas de 1772 evocan las de 1937 y 1982; ésta última -ya se ha dicho- excede los límites temporales de la investigación de Ayala; de la primera, en cambio, recuerda la picaresca con que algunos vecinos intentaron sacar provecho de la coyuntura solicitando ayudas para reconstruir puentes y vados de propiedad que supuestamente habían resultado afectadas por las avenidas. Pero sorprendre la ausencia de víctimas en el de 1772: especula el historiador que en un país semidespoblado, con apenas 4.500 almas los daños personales podían ser en casos como éste escasos. Por otrra parte, falta confrontar los datos relativos a las crecidas con los libros de óbitos parroquiales: un trabajo ingente y que està por hacer, pero que quizás revelaría el impacto exacto de estas catástrofes en la población.

Pero no sólo de riadas vive el historiador. También se interesa por las repercusiones digamos que sociológicas que tienen estos episofios>: el 14 de mayo de 1874, el consell del comú de Ordino se reúne, atención, para "hacer pregarias ante el mal tiempo". No tiene que sorprender, esta apelación a instancias superiorres, si se tiene en cuante que dos años antes, en octubre de 1872, el mismo comú pasaba lista a los daños ocasionados por unas lluvias persistentes que caían "desde hace 18 o 19 días". Uno arriba o uno abajo, después de dos semanas ya no tiene mucha importancia.

Hay también años de nevadas. Lo debió ser el invierno de 1891 porque el viajero catalán Josep Aladern -el autor de las suculentas Cartas andorranas- escribe el 18 de octubre de 1892 y también desde Ordino: "Estoy muy a gusto en este pueblo, a cuya espalda se levanta como un gigante el pico de Casamaña, en cuya cima no se ha fundido la nieve en todo el verano". ¡Nieves eternas en el Casamaña! Hay ventoleras descomunales, como una que sopló en la primavera de 1935 por la zona de Aixovall: Lluís Duró se adjudicó en pública subasta y por 250 pesetas los 126 arbolitos abatidos por el viento, que respetó por otra parte el puente mdieval -solo para que se lo pudieran llevar las aguas en 1982. Y hay también incendios, como el del bosque de la Plana, en la solana de Escaldes, en agosto de 1789, y como los que proliferan sospechosamente desde finales del siglo XIX, coincidiendo con el auge del negocio de las serradoras. Ayala documenta incluso la caída de un pedrusco, en amyo de 1938, en la carretera que une Andorra la Vella con Sant Julià de Lòria. Dejó una víctima: Bonaventura Riera.

Una investigación exhaustiva que le permite concluir que hay zonas especialmente propensas a los desastres naturales: por ejemplo, Santa Coloma, donde consta que el agua se llevó la palanca en 1898 y de nuevo en 1908. Lo cual nos indica que estos episodios antes después volverán a repetirse. No sabemos cuándo, pero se repetirán. Veremos entonces, dice Ayala, si son eficaces las obras de canalización y de prevención, o si -más sencillo y seguro todavía- lo sensato hubiera sido no construir en estas zonas marcadas en negro. Porque concluye, "haríamos muy bien en tener en cuenta lo que nos dice la historia: quizás nos evitaríamos alguna sorpresa desagradable".

[Este artículo se publicó el 8 de junio de 2011 en El Periòdic d'Andorra]

No hay comentarios:

Publicar un comentario