El teniente Aston relata en The long escape una fuga que tuvo en Andorra, cómo no, la penúltima etapa antes de la libertad.
Dice Josep Moles que su hermano Albert trabajaba para una célula de pasadores con sede en Tarascón, aunque el expediente conservado en el gobierno civil de Lérida deja claro que lo hacía a las órdenes de un tal Jaime, de Escaldes (Andorra). Lo que parece seguro es que no volvió a las andadas después de ser capturado por la Guardia Civil en septiembre de 1943, tal como hemos dejado constancia aquí mismo, y de probar la proverbial hospitalidad de las prisiones franquistas. Cuatro meses en la de la Seo. Así que la cordada que guiaba aquel infortunado 4 de septiembre fue la última de su carrera. Pero ni mucho menos la primera: por eso es posible -sólo posible, pero nosotros nos pegaremos como una lapa a esta remota posibilidad- que Moles fuese uno de los guías locales del teniente William H. Aston y sus dos compañeros de escapada, que en 1942 se convirtieron -afirma alegremente el mismo Aston- en "los primeros prisioneros de guerra evadidos que cruzaban los Pirineos por la República de Andorra". Será difícil establecer si fueron los primeros, los segundos o los vigésimos, pero lo cierto es que el bueno de William H. tuvo el detalle de dejar constancia escrita de su pequeña epopeya en las 200 páginas de Nor iron bars a cage, publicado en 1946 -es decir, justo después de la II Guerra Mundial y hay que suponer que con los recuerdos todavía frescos- y reeditado en 1974 con el nuevo títutlo de The Long Escape: the adventurers of three British prisoners of war: 1940-42.
Dejando de lado el tufillo kiplingiano que destila el título, el libro consagra los últimos de sus 19 capítulos a la etapa andorrana de un periplo que comienza justo después del desastre de Dunkerke, cuando los restos de la fuerza expedicionaria británica que tuvieron la mala suerte de no pillar el último barco se batían en retirada. Con ellas, nuestro Aston, teniente del cuerpo de ingenieros "con nula formación militar después de ocho meses destinado en Francia", reconoce con fair play, y que el 18 de junio de 1940 vio cómo a la altura de Rennes la aviación de Goering arrasaba el convoy ferroviario en que su unidad era trasladada; él mismo resultó herido de gravedad en una pierna y hecho prisionero.
El caso es que Aston irá de hospital militar en hospital militar (alemán, se entiende) hasta que en compañía de dos colegas, Geof y Flack (?) convalecientes como él, consigue evadirse, aunque no dé muchos detalles de la operación. Durante los dos años siguientes recorrerán media Francia -de París a Tours, de Tours a Angulema, de Angulema a Lyon, y de Lyon a La Roca d'Olmes, última etapa antes de emprender el tramo andorrano de la gran evasión. Siempre con la complicidad de la población local -incluso de un alto oficial de la Gendarmería que los escoltará hasta l'Hospitalet, en el lado francés de la frontera, y que describe con poca generosidad como "cuatro humildes casitas y un pequeño hotel"- William, Geof y Flack se ponen en manos de un tal Mouchard, comerciante de lanas "que conocía aquella parte de Francia y especialmente la frontera con Andorra como la palma de su mano". Lo cierto es que mientras los guías viajaban en automóbil -así, cualquiera guía- los tres pobres fugitivos se veían obligados por motivos de seguridad a caminar hasta Soldeu. A cualquier cosa le llamaban "pasador", por entonces. Eso sí, a Aston le consiguen una montura un burro andorrano, famosos por su resistencia, porque había perdido la pierna herida en Dunkerke y se veía obligado a usar, glups, una auténtica pata de palo. Y decimos "Glups" porque ponte tú a subir a 2.500 metros de altura -o más- con una pata de palo.
El hombre se permite al llegar a la frontera una íntima, retórica y clásica digresión que habremos leído en unas 200 o 300 ocasiones en otras relaciones de viajeros, especialmente entre los anglosajones: "Esta pseudorepública en miniatura es tan desolada que a duras penas puede mantener su pequeña población de 5.000 habitantes". Bueno. El primer destino andorrano, después de cruzar el Baladrá, es Soldeu, que como L'Hospitalet es despachado como un puñado de humildes cottages, poco más que chozas, vaya, junto al reglamentario hotel. Aquí, eso sí, se lleva la gran sorpresa: las habitaciones, confortables, no sólo están equipadas con electricidad... ¡incluso tiene agua caliente!: "Era bastante extraordinario encontrar estos lujos en medio de las salvajes y desoladas montañas de Andorra". "Salvajes", "desoladas"...: hombre, hombre. El ágape, "excelente", dice, y encima, a los postres, un vasito de Benedictine. ¿Qué más podían pedir?
En Soldeu los recogen unos guías locales que los conducirán hasta Barcelona: dos hermanos -no dice el nombre- "de extracción española". Aunque antes los esconden en un piso franco de Escaldes de donde tienen prohibido salir durante el día. El único contacto que se permiten es el anfitrión de la borda, un abuelete nada hablador, tirando a antipático y cascarrabias, que los ignora olímpicamente. Hasta que al cabo de un par de días los hermanos reaparecen y se los llevan por la montaña al otro lado de la frontera, donde los recoge un coche venido expresamente desde Barcelona que los lleva al consulado británico. Siempre tan atento al servicio, recuerda el trato de privilegio que les dan sus anfitriones. Aunque hay que decir que no se acaba aquí la pequeña odisea de Aston y compañía, que serán empaquetados hacia la embajada británica en Madrid -el servicio, aquí, pésimo, por cierto- y de Madrid, a Gibraltar para una última etapa digna de John Huston: Aston será repatriado a bordo del Furious, superviviente del célebre convoy de Malta. A nuestro teniente las fechas se la traen floja, ustedes perdonarán, pero sabiendo que el Furious había recalado en Gibraltar el 27 de octubre de 1942, resulta que hacía dos años y cuatro meses de lo de Dunkerke. Este es el tiempo que Aston anduvo fugitivo por Francia, Andorra y España. Y sin pierna. Así que no le tendremos en cuenta que pase de días, meses y años, y que para él sólo fuésemos una "salvaje" y "desolada pseudorepública en miniatura", ¿verdad?
Dejando de lado el tufillo kiplingiano que destila el título, el libro consagra los últimos de sus 19 capítulos a la etapa andorrana de un periplo que comienza justo después del desastre de Dunkerke, cuando los restos de la fuerza expedicionaria británica que tuvieron la mala suerte de no pillar el último barco se batían en retirada. Con ellas, nuestro Aston, teniente del cuerpo de ingenieros "con nula formación militar después de ocho meses destinado en Francia", reconoce con fair play, y que el 18 de junio de 1940 vio cómo a la altura de Rennes la aviación de Goering arrasaba el convoy ferroviario en que su unidad era trasladada; él mismo resultó herido de gravedad en una pierna y hecho prisionero.
El caso es que Aston irá de hospital militar en hospital militar (alemán, se entiende) hasta que en compañía de dos colegas, Geof y Flack (?) convalecientes como él, consigue evadirse, aunque no dé muchos detalles de la operación. Durante los dos años siguientes recorrerán media Francia -de París a Tours, de Tours a Angulema, de Angulema a Lyon, y de Lyon a La Roca d'Olmes, última etapa antes de emprender el tramo andorrano de la gran evasión. Siempre con la complicidad de la población local -incluso de un alto oficial de la Gendarmería que los escoltará hasta l'Hospitalet, en el lado francés de la frontera, y que describe con poca generosidad como "cuatro humildes casitas y un pequeño hotel"- William, Geof y Flack se ponen en manos de un tal Mouchard, comerciante de lanas "que conocía aquella parte de Francia y especialmente la frontera con Andorra como la palma de su mano". Lo cierto es que mientras los guías viajaban en automóbil -así, cualquiera guía- los tres pobres fugitivos se veían obligados por motivos de seguridad a caminar hasta Soldeu. A cualquier cosa le llamaban "pasador", por entonces. Eso sí, a Aston le consiguen una montura un burro andorrano, famosos por su resistencia, porque había perdido la pierna herida en Dunkerke y se veía obligado a usar, glups, una auténtica pata de palo. Y decimos "Glups" porque ponte tú a subir a 2.500 metros de altura -o más- con una pata de palo.
El hombre se permite al llegar a la frontera una íntima, retórica y clásica digresión que habremos leído en unas 200 o 300 ocasiones en otras relaciones de viajeros, especialmente entre los anglosajones: "Esta pseudorepública en miniatura es tan desolada que a duras penas puede mantener su pequeña población de 5.000 habitantes". Bueno. El primer destino andorrano, después de cruzar el Baladrá, es Soldeu, que como L'Hospitalet es despachado como un puñado de humildes cottages, poco más que chozas, vaya, junto al reglamentario hotel. Aquí, eso sí, se lleva la gran sorpresa: las habitaciones, confortables, no sólo están equipadas con electricidad... ¡incluso tiene agua caliente!: "Era bastante extraordinario encontrar estos lujos en medio de las salvajes y desoladas montañas de Andorra". "Salvajes", "desoladas"...: hombre, hombre. El ágape, "excelente", dice, y encima, a los postres, un vasito de Benedictine. ¿Qué más podían pedir?
En Soldeu los recogen unos guías locales que los conducirán hasta Barcelona: dos hermanos -no dice el nombre- "de extracción española". Aunque antes los esconden en un piso franco de Escaldes de donde tienen prohibido salir durante el día. El único contacto que se permiten es el anfitrión de la borda, un abuelete nada hablador, tirando a antipático y cascarrabias, que los ignora olímpicamente. Hasta que al cabo de un par de días los hermanos reaparecen y se los llevan por la montaña al otro lado de la frontera, donde los recoge un coche venido expresamente desde Barcelona que los lleva al consulado británico. Siempre tan atento al servicio, recuerda el trato de privilegio que les dan sus anfitriones. Aunque hay que decir que no se acaba aquí la pequeña odisea de Aston y compañía, que serán empaquetados hacia la embajada británica en Madrid -el servicio, aquí, pésimo, por cierto- y de Madrid, a Gibraltar para una última etapa digna de John Huston: Aston será repatriado a bordo del Furious, superviviente del célebre convoy de Malta. A nuestro teniente las fechas se la traen floja, ustedes perdonarán, pero sabiendo que el Furious había recalado en Gibraltar el 27 de octubre de 1942, resulta que hacía dos años y cuatro meses de lo de Dunkerke. Este es el tiempo que Aston anduvo fugitivo por Francia, Andorra y España. Y sin pierna. Así que no le tendremos en cuenta que pase de días, meses y años, y que para él sólo fuésemos una "salvaje" y "desolada pseudorepública en miniatura", ¿verdad?
[Este artículo se publicó el 9 d diciembre de 2013 en El Periòdic d'Andorra]
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