lunes, 20 de enero de 2014

Enric Marco, o el falso deportado: dos entrevistas

[El caso Marco. Ya saben, el falso deportado que llegó a la presidencia de la Amical Mauthausen de Barcelona, se convirtió en infatigable propagandista de la causa de los exdeportados y fue reconocido por la Generalitat con la Creu de Sant Jordi, la máxima condecoración catalana. Una carrera que terminó abrupta e inopinadamente en abril de 2005, cuando el historiador Benito Bermejo descubre y hace pública la impostura. Uno tuvo ocasión de entrevistar a Marco en su plenitud, cosa que no tiene mayor mérito porque durante unos años fue el deportado mediático por excelencia. Y por dos veces. La primera, en abril de 2004, con ocasión de una de sus giras por institutos del Alto Urgel; la segunda, al año siguiente, con motivo de un reportaje por el 60º aniversario del fin de la II Guerra Mundial, y justo antes de estallar el caso.

Decir ahora que soltaba su discurso con tanto aplomo como frialdad y que todo en él sonaba raro es muy fácil; como difícil es mantener los mecanismos del escepticismo ante un exdeportado que (supuestamente) ha pasado las mil y una. Cuando algún conocido me critica la candidez, la facilidad con la que tantos periodistas picamos el anzuelo, suelo contestarle que no íbamos a pedirle a precisamente a Marco, presidente de la Amical, Creu de Sant Jordi de la Generalitat, sus credenciales de superviviente del horror nazi. Tampoco le pedimos al decano del Colegio de Abogados o del Colegio de Médicos su título de licenciado. Pero es un sofisma: picamos, y sólo nosotros fuimos culpables. En cualquier caso, la segunda entrevista tuvo lugar a finales de abril de 2005, en el despacho que Marco tenía en la sede de la Amical de Mauthausen, y cuando él ya sabía la que se le avecinaba. Quizá por eso se limitó a repetir el discurso y se mostró especialmente, sospechosamente esquivo. Pero ahora, cualquiera; como decimos en catalán, "tu, quan li veus el cul, dius que és femella" (Tú sólo dices que es hembra cuando le has visto el trasero)]

Viaje al infierno nazi: "Der Spanien, andere tag"

El 22 de abril se cumplen 59 años de la liberación del campo de concentración de Flossenburg. El barcelonés Enric Marco, que ingresó en el campo a finales de 1943, es uno de los 2.000 republcianos españoles que sobrevivieron a la deportación. Seis decenios después evoca la vida cotidiana en el infierno, las vejaciones constantes, la convivencia conla muerte y la mala consciencia de los supervivientes. Pero también os actos de dignidad que mundeaban en el submundo del sistema concentracionario. Y el deber de no olvidar.

"Quedamos pocos. En Cataluña, no más de treinta; en toda España, quizás el doble. Supongo que es por esta razón por la que estos últimos años hemso asistido a una cierta reivindicación de nuestra memoria. Pero estamos a punto de desaparecer: para el 60º aniversario de la liberación de los campos, que celebraremos el año que viene, no hemos superado las 150 invitaciones... ¡en todo el mundo!" Lo advierte Enric Marco (Barcelona, 1921), un auténtico superviviente. De la Guerra Civil española, de la primerísima resistencia antifranquista y de la diáspora republicana, que acabó con 7.300 rojos en los campos de concentración -entre 7.189 y 7.288, según un estudio de la Fondation pour la mémoire de la Deportation citado por la historiadora Rosa Toran en Vida i mort dels republicans als camps nazis.

Cinco mil de ellos no volvieron nunca. Marco, sí. ¿Por qué? Enérgico, sanguíneo, incansable divulgador de la experiencia de las víctimas del sistema concentracionario nazi desde la Amical de Mauthausen de Barcelona, lo tiene en este punto claro: "No dejé el pellejo en Flossenburg de pura chiripa". Una suerte que se le presentó en forma de sonrisa. La que le dedicó a loficial de las SS que en el momento de seleccionar a dedo a los 25 internos del barracón 18 que iban a ser ejecutados como castigo colectivo por un intento de evasión pasó de largo cuando llegó a la altura de nuestro hombre: "Tenía el presentimiento de que ese día me tocaba. Así que cuando el oficial se plantó delante de mí, laventé la vista, lo miré directamente y le dediqué la sonrisa más seductora que jamás haya dedicado a nadie. Él me apuntó con el dedo y escupió: 'Der Spanien, andere tag'. El español, otro día. El caso es que aquel SS seleccionó a otro pobre desgraciado, y siempre me quedará la duda de si ese hobre murió en mi lugar". Tambiñehn tuvo que ver, en la supervivencia de Marco, su oficio de mecánico, que le abrió las puertas del taller de reparación de fuselajes para aviones Messerschmitt -la joya de la Luftwaffe- instalado al lado de Flosssenburg para aprovechar la mano de obra esclava. Un destino que en aquel infierno se podía considerar un auténtico privilegio porque le permitía esquivar el kommando que trabajaba en la cantera del campo y mejorar la ración diaria de alimentos y tabaco -que era la moneda de cambio en el campo.

Enric Marco, en abril de 2004 en la Seo de Urgel, adonde acudió para presentar una exposición sobre la deportación y desfiló por los institutos de la localidad. Fotografía: El Periòdic d'Andorra.

Pero la peripecia de Marco, como la de sus compañeros de infortunio republicanos, había comenzado mucho antes. Exactamente, el 18 de julio de 1936, con la revuelta de una parte del ejército contra la legalidad republicana. Siguiendo, dice, la tradición familiar, se afilió en la CNT -"Que hoy no es nada, pero que en aquellos momentos era la fuerza poklítica e incluso social más significativa que existía en Cataluña", puntualiza- y participó en la frustrada invasión de Mallorca enrolado en la centuria Roja y Negra. Concluye el periplo militar en la 26a división, la antigua columna Durruti, con la que es herido en el frente del Segre. La victoria nacional lo pilla convalesciente en Montserrat, reconvertido en la época en hospital militar. En lugar de emprender el camino del exilio, decide regresar a Barcelona para organizar la incipiente resistencia antifranquista. Pero la clandestinidad se interrumpe abruptamente en las Navidades de 1941, con una delación y la caída de sus compañeros de célula, que le aconseja cambiar de aires y abandonar España. "Pero fue alejarme del fuego para caer en las brasas: la gendarmería pétainista me cazó al poco de desembarcar en Marsella y me entregó a los alemanes. Acabé trabajando como mecánico en la base de submarinos de Kiel. ¡Montábamos unos enormes motores Mercedes de 20 cilindros en V que eran una preciosidad! Allí descubrí que aflojando de cierta manera las válvulas la compresión fallaba. Y esto fue mi perdición: el 6 de marzo de 1942 la Gestapo me detuvo, acusado de sabotaje, alta traición y conspiración contra el III Reich: ¡nunca en la vida he vuelto a ser tan importante!"

Marco pasará nueve meses ebn una celda de aislamiento -"Querían que delatara a la red de la que supuestamente formaba parte. Pero no existía, porque siempre he ido a mi aire. Esta es una de las razones por las que hoy estoy aquí: cuantas menos cosas sabes, mejor para los demás; y cuanto menos saben los otros, mejor para ti"- hasta que es condenado en consejo de guerra a reclusión indefinida.

La vida cotidiana en un campo de concentración
Mauthausen es el primer contacto de Marco con los campos. Un destino provisional antes de ingresar a finales de 1943 en Flosenburg. Su campo, donde (sobre)vivirá hasta la liberación. Unos de los primeros en construirse, por cierto, con Buchenwald y Dachau, a partir de 1933. A diferencia de Birkenau, Chelmno, Sobibor y Treblinka, campos de exterminio puro que no disponían ni de alojamiento para los deportados -pasaban directamente desde los trenes a las cámaras de gas- Flossenburg era un campo de trabajo. Primera puntualización: "Todos los campos de concentración eran campos de exterminio. Lo que ocurre es que en lugares como Flossenburg a los internos se les liquidaba trabajando. Pero todos los campos tenían su cámara de gas y sus hornos crematorios" El sistema concentracionario estaba diseñado para humillar, despersonalizar y explotar hasta reventar -en ocasiones, literalmente- a los prisioneros, que podían ser alquilados a grandes corporaciones industriales -Siemens, Bayer, Ig Faber, entre otras- a cambio de un salario que iba a parar a los bolsillos de las SS. Una jornada laboral normal en Flossenburg comenzaba a las 4 o a las 5 de la madrugada, según si era verano o invierno.

Había que dejar el jergón impecable -bajo la vigilancia amenzadora del kapo del barracón- antes de desfilar a toda pastilla hacia las letrinas, con el tiempo cronometrado para que no todos los prisioneros pudieran pasar por este humillante trance. Y siempre a la vista de los demás, por supuesto. La (digamos) higiene personal dejaba paso al recuento matutino, uno de los momentos más temidos por los internos: "Eran un auténtico martirio, porque se podían eternizar horas y horas, en posición de firmes y a temperaturas que podían llegar a los -30º -y no olvidemos que vestíamos aquellos infames pijamas de rayadillo, no abrigos de invierno. Así, hasta que las cuentas salían. Y no siempre cuadraban, bien porque se descontaban, o porque sencillamente, alguien se había muerto durante la noche o se había dejado vencer por el espíritu del campo y decidía no levantarse de la litera. Nosotros mismos teníamos que estirarlo para que saliera... Una vez hecho el recuento -que se repetía al atardecer, a la vuelta del trabajo- comenzaba la jornada laboral: diez o doce horas diarias." A las pésimas condiciones hay que añadir la deficiente alimentación, que consistía en un sucedáneo de café y cuscurro de pan -el único alimento sólido que recibían durante todo el día- y el rancho de la comida y la cena, "un líquido con tronchos de nabo, alguna verdurita y cortezas de patata. ¡Aquello era comida para caballos!" Los únicos momentos de ocio eran los domingos: "Hasta 1942 los republicanos españoles -considerados apátridas por los alemanes, después de que Serrano Súñer se desentendiera de nosotros- estábamos completamente desaparecidos. No existíamos para la Cruz Roja y no nos permitían ni escribir a casa. A partir de entonces nos concedieron 25 líneas cada seis meses para enviar una postal y decir que estábamos bien (!). Y basta".

El "espíritu del campo", diagnosticado por Amat-Piniella en la novela K. L. Reich, es el estado de abandono que inducía a algunos de los internos a renunciar a la supervivencia. Marco lo plantea con tanta crudeza como claridad: "Los más jóvenes tenían más posibilidades de sobrevivir, no sólo por una cuestión de resistencia física sino sobre todo por la forma de asumir la reclusión. Los de mi quinta llegábamos ligeros de equipaje, sin responsabilidades familiares, y si éramos españoles con la experiencia añadida de años de exilio y de ir dando tumbos por el mundo. Para los que habían dejado atrás una familia o tenían que convivir con la angustia de saberla internada en otro lager... La sensación de haberlo perdido todo hacía que algunos abandonaran cualquier expectativa y que buscaran la muerte de forma deliberada". Son los "musulmanes", "tarados" o "idiotas", en el argot del campo, absolutamente dominados por una apatía que los conducía a la muerte.

La promiscuidad del campo generaba extrañas afinidades, así como también enemistades previsibles: los rojos españoles intimiban fácilmente con franceses y checos, en cambio, "los polacos pensaban que éramos unos comecuras y violadores de monjas". En la cúspide del sistema estaban los temidos kapos, "delincuentes comunes, pero alemanes, de sangre aria". Las castas más bajas las ocupaban judíos, eslavos y gitanos, directamente destinados al exterminio. "En estas condiciones no había lugar para el heroismo. Como mucho, para puntuales actos de dignidad, como velar por un compañero enfermo, que te permitían recuperar parcialmente la autoestima... hasta que la volvías a perder al cabo de nada. Después de pasarlo tan mal, de soportar tantas vejaciones, la idea de ser valiente ni se te pasaba por la cabeza".

La proximidad de la liberación, que en Flossenburg tuvo lugar el 22 de abril de 1945, fue paradójicamente la causa de los últimos tormentos que tuvieron que afrontar los internos, aterrorizados ante las órdenes de Himmler de desmantelar los campos y trasladar a los deportados al interior de Alemania: "Nosotros éramos testigos de la barbarie y sospechábamos que iban a eliminarnos para que no puediéramos contarlo, o como un último gesto de desesperación ante la inminente derrota. El temor era que con la excusa de un bombardedo nos concentraran en los túneles en que habían camuflado las fábricas subterráneas y los dinamitaran o nos gasearan. El algunos lugares llegó a ocurrir. En Flossenburg, no, quizás porque veían próximo el momento de ajustar cuentas y al final la única obsesión de los alemanes era huir de los rusos y entregarse a los americanos". La amaneza, sin embargo, no cesó con la liberación: Marco recuerda el peligro que comportaba cruzarse accidentalmente con grupos de soldados alemanes en retirada, completamente desorganizados y que no dudaban en liquidar a los deportados que encontraban fuera de los campos.

Entre las secuelas que sufrieron los supervivientes de los campos, una de las más terribles es la mala consciencia, que Marco plantea en los términos siguientes: "Por Flossenburg pasaron 100.000 deportados, y sólo sobrevivimos 27.000. Menos de la cuarta parte. ¿Por qué unos murieron y otros nos salvamos? ¿Hasta qué punto soy culpable de aquella sonrisa que le dediqué al oficial nazi, y que comportó que otro murierra quizás en mi lugar? Hay quien no pudo soportarlo, quien no fue capaz de encontrarle un sentid a la vida despuçés de todo esto. Otros habían dejado su familia en España y, al no poder regresar, volvieron a formar otra en el exilio y así olvidar el pasado, pero también mujer e hijos... Todo esto pasa factura, sobre todo cuando las condiciones físicas comienzan a mermar. A veces no puedes evitar preguntarte de qué sirvió, sobrevivir, o que tú hubieses podido ser unon de los que no salió con vida del campo".

A los que no dejaron el pellejo, el campo les robó lo mejor de la vida. Como a Marco, que llegó a Flossenburg "antes del primer beso y del primer amor". La derrota definitiva. Marco, que volvió a Barcelona en 1946 y que sobrevivió en la clandestinidad hasta la muerte de Franco, opuso una vitalidad y un optimismo que conserva intactos a sus 84 años, y que lo llevaron a la presidencia de la Amical de Mauthausen de Barcelona y a una frenética campaña de conscienciación pública con centenares de conferencias en escuelas e institutos catalanes, "porque los chavales de hoy no saben nada de nada de los campos nazis. Con nuestro trstimonio intentamos despertar su curiosidad, que reflexionen sobre las causas de todo aquello, que resumiría en el convencimiento de la supremacía racial que comportaba la esclavización de los no arios".

Contra el olvido y la banalización
Como cada año, sant Jorid lo sorprenderá a miles de kilómetros de Sant Cugat del Vallés, la localidad barcelonesa donde reside. En Flossenburg, por supuesto, conmemorando la liberación del campo por las fuerzas del III Cuerpo de ejército norteamericano. La suya es una lucha contra el olvido que amenaza con sepultar la barbarie nazi. Su arma es la palabra y el testimonio que da allí donde lo solicitan -dos semanas atrás visitó las escuelas de la Seo de Urgel, invitado por el consejo comarcal del Alto Urgel. No siente rencor, asegura, contra los civiles alemanes que decidieron no saber que a escasos cientos de metros del pueblo de Flossenburg se levantaba aquella fábrica de muerte: "Y ahora menos que nunca, porque te das cuenta de que todos cerramos los ojos a cosas terribles que suceden a nuestro lado y que no les prestamos atención hasta que nos tocan de cerca", afirma en alusión a los atentados del 11-M en Madrid. Pero avisa de la persistencia de preiódicos abscesos de racismo: "El verano pasado acompañé a Ravensbruck [el tristemente célebre campo de concentración femenino] a chicos de tres institutos catalanes. Intentamos que se relacionaran con los chicos del pueblo, y resultó imposible. Hasta en los bares se negaban a servirles una consumición."

Marco considera que es mas pernicioso el  "oscurecimiento" y la "relativización" -dice- del fenómeno concentracionario que no su negación. "Quieren olvidar, pasar página. Las grandes empresas que se vieron implicadas en el exterminio pretenden finiquitar su mala consciencia a coia de indemnizaciones. Sobre todo ahora, que quedamos pocos. Quieren comprar cuatro años de esclavitud por 8.000 o 10.000 euros, y liquidar así el asunto. Pero si nos olvidamos de lo que psaó, volverá a ocurrir, advierte. La otra gran amenaza es la banalización, que ilustra con tres ejemplos que rozan el sarcasmo: "Como se encuentran cada vez más cerca de las aglomeraciones urbanas, los terrenos que couparon los campos resultan muy tentadores. En Flossenburg luchamos ahora para que no permitan el trazado de una avenida que lo dividiría en dos. No es impensable, porque en Ravensbruck abrieron un supermercado, y en Auschwitz, ¡una discoteca! Que no nos quiten la memoria, que es lo único que tenemos". Una banalización de la que no escapan, remata Marco, películas como La lista de Schindler. Atención, en cambio, a La zona gris, de Tim Blake, y a K. L. Reich, "porque son otra cosa". Huelen a verdad de la buena. Palabra de exdeportado.

[Este artículo de publicó en abril de 2004 en la revista Informacions]

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Deportado nº 6.448 en el campo de concentración de Flossenburg

"Aquel día tenía el presentimiento de que me había llegado la hora. Tenían que escoger al azar a 25 internos del barracón 18 para una ejecución de castigo por un intento de evasión. Cuando el oficial de las SS se quedó petrificado ante mí, levanté la vista, lo miré a los ojos y le dediqué la sonrisa más seductora que nunca he esbozado. Él me apuntó co el dedo y gritó: "Der Spanien, andere tag" ("El español, oto día"). El caso es que aquel SS eligió a otro desgraciado en mi lugar". Éste es el terrible dilema moral, el sentimiento de culpa con que se enfrentan desde hace seis décadas los supervivientes de los campos de concentración. El protagonista de esta historia es Enric Marco (Barcelona, 1921), que había ingresado en el campo de Flossenburg en 1943. La misma (mala, pésima) suerte que corrieron los más de 7.200 ciudadanos españóles -entre 7.189 y 7.288, según la historiadora Rosa Toran- que tuvieron que colgarse en Buchewald, Dachau, Dora, Ravensbruck o Mauthausen el triángulo azul con la S de Spanier en los infames pijamas a rayas de deportados. Menos de la tercera parte sobrevivió al cautiverio. Hoy, los supervivientes de aquella odisea pueden contarse con los dedos de una mano. La lista de la Amical Mauthausen, que Marco preside, ha quedado reducida a una decena de exdeportados: Neus Català, Marcel·lí Garriga, Vicenç Enric Mac, Antoni Ivern Eroles, Josep Jornet, Marcial Mayan, Edmon Gimeno, Joaquim Valcells, Antoni Lozano Bonafont y el mismo Marco.
Mauthausen fue su primer contacto con el sistema concentracionari, y llegó de rebote, como un castigo más a los nueve meses en régimen de aislamiento que acababa de pasar en la prisión de Kiel acusado de sabotaje, alta traición y conspiración contra el III Reich -que ya es alto honor- en la cadena de montaje de motores para submarinos donde trabajaba como mecánico. El caso es que era cierto. Mauthausen fue tan solo una estación de paso hacia su destino definitivo: Flossenburg. Otra vez, su oficio de mecánico le salvó la vida y obtuvo una preciada plaza en el taller de reparación de fuselaje de aviones Messerchsmitt anejo al campo. La vida cotidiana en Flossenburg -que Amat Piniella, él mismo exdeportado, describe con mano maestra en K. L. Reich, la novela definitiva (en catalán) sobre el sistema concentracionario nazi- era un infierno que comenzaba a las 4 de la madrugada: había que dejar el colchón impecable, desfilar a toque de silbato hacia las letrinas y pasar el recuento matutino, que se podía alargar horas y horas, hasta que cuadrabam los números, con los internos en posición de firmes en la Apellplatz y a temperaturas, dice, de hasta -30ºC. Y después, a trabajar: doce horas diarias, seis días a la semana, con una alimentación consistente en un sucedáneo de café y un cuscurro para desayunar, y el mismo rancho para la comida y la cena: "Un líquido dudoso con tronchos de nabo y cortezas de patata".
No había lugar para el heroísmo, advierte. Como mucho, para puntuales actos de dignidad como velar al compañero enfermo. Y así, un día tras otro hasta la liberación, que a Flossenburg llegó el 22 de abril de 1945. Marco fue uno de los 14 españoles que se contaban entre los 27.000 supervivientes del campo: el resto de 73.296 deportados que ingresaron en él nunca más salió. Su peripecia, recogida en Memòria de l'infern, de David Bassa i Jordi Ribó, había comenzado nueve años antes, con el Alzamiento del 18 de julio. Afiliado a la CNT, fue herido en el frente del Segre. Terminada la Guerra Civil se queda en Barcelona para reorganizar la resistencia antifranquista, pero en las Navidades de 1941 una delación le obliga a refugiarse en Marsella. La gendarmería petanista lo caza inmediatamente después de desembarcar, y de Marsella pasa a los astilleros de la base de submarinos de Kiel, adonde volverá una vez acabada la guerra antes de instalarse definitivamente en Barcelona, en 1946. Siempre con la misma desazón: "¿Por qué unos nos salvamos y otros murieron? ¿Hasta qué punto soy culpable de aquella sonrisa de complicidad que le dediqué al oficial nazi, y que implicó que otro desgraciuado muriera en mi lugar? Los hubo que no lo soportaron, que no pudieron encontrarle sentido a la vida".

[Este artículo se publicó el 6 de mayo de 2005 en la revista Presència]

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